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Relaciones juridico historicas del pueblo romano (página 11)

Enviado por amartha tapias


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15

Efecto de la condición resolutoria en cuanto a adquisición de la propiedadEn el más antiguo derecho, no teniendo efectos directos la modalidad que se estudia, es consiguiente que la propiedad no volviese al vendedor ipso jure, el cual sólo podía ejercer las acciones personales ya indicadas, pero no podía reivindicar la cosa contra terceros.

Del arrendamiento

En Derecho romano el arrendamiento se designaba por medio de las palabras locatio conductio. Este nombre tiene la doble ventaja de que indica perfectamente la relación de las dos partes contratantes y el carácter sinalagmático del contrato. Este modo de designar los contratos consensuales por medio de dos nombres tiene la ventaja de que da un nombre a la acción de cada uno de los contratantes; por ejemplo, en la compraventa la acción del vendedor se llama venditi, y la del comprador, acción empti. En el arrendamiento la acción locati era la que correspondía al arrendador contra el arrendatario, y la del arrendatario contra el arrendador se llamaba conducti.

El arrendamiento era un contrato consensual, sinalagmático perfecto, por medio del cual una persona, llamada arrendador (locator) se obligaba para con otra llamada arrendatario (conductor) a entregarle una cosa comprometiéndose a procurarle el goce d ella; y obligándose a ejecutar un trabajo mediante el pago de una remuneración.

Hay que distinguir tres clases de arrendamiento, a saber: locatio rei, arrenamiento de cosa, locatio operis faciendi, arrendamiento de obra, y locatio operarum, arrendamiento de servicios.

Arrendamiento de cosa (locatio rei) – Este contrato se perefeccionaba por el solo consentimiento de las partes, y tiene tres elementos esenciales, que son análogos a los elementos de la venta, ya estudiados, y que son: el consentimiento de los contratantes, el precio (merces) y la cosa; pero se consideran como de alcance diverso, porque en el arrendamiento el consentimiento versa sobre el uso y goce; en la venta el vendedor se compromete a dar y garantizar la posesión, y a veces el dominio al comprador; en el arrendamiento, siempre que este último reconozca el derecho del arrendador como poseedor.

El objeto del arrendamiento eran las cosas corporales muebles e inmuebles. Las cosas incorporales no eran susceptibles de arrendamiento; en la venta sí eran objetos aptos las cosas incorporales. En la venta hay mayor amplitud; en cuanto a la naturaleza de las cosas, se podían vender no sólo las cosas corporales, sino también las incorporales; no sólo las que existen sino también las que se espera que existan. Además, en la venta el precio se llamaba pretium, y en el arrendamiento merces. En la venta se debe el precio en total, en conjunto; en el arrendamiento se debe la merces por períodos, en razón del uso y goce de la cosa; y de tal manera que si la cosa se destruía o se deterioraba de modo que impidiera el goce y uso, el arrendatario no estaba obligado a pagar los cánones durante todo ese tiempo. El contrato de venta es un título traslaticio de dominio, que sirve como base de usucapión: era lo que los romanos llamaban justa causa. El arrendamiento no era justo título para la usucapión, puesto que era únicamente traslaticio de tenencia, y no traslaticio de dominio. Como todo contrato es generador de obligaciones personales, vamos a estudiar sus efectos en las obligaciones de cada uno de los contratantes.

Efectos del Contrato de Arrendamiento – Este contrato producía obligaciones recíprocas: las del arrendador estaban sancionadas por la acción ex conducto, que correspondía al arrendatario; y las de este último estaban garantizadas por la acción ex locato, que pertenecía al arrendador.

Obligaciones del arrendador

La de entregar la cosa; pero esta entrega de no hacía transmisión del dominio, ni aun de la posesión, sino únicamente se transfería la tenencia de la cosa, para que pudiera usar y gozar de ella. Por consiguiente, hay una diferencia entre la entrega o tradición en el contrato de venta, que transfiere la posesión de la cosa, y la entrega de la misma en el contrato de arrendamiento, en el cual, aun cuando haya por parte del arrendatario de la cosa, intención de adquirir el dominio, no adquiere sino la tenencia; el arrendador conserva el dominio y la posesión también, en virtud del principio romano de que se puede poseer por otro.

La de garantizar la evicción y los vicios ocultos; pro consiguiente, estas obligaciones se asemejaban mucho a las de la venta, pues según vimos, el vendedor tenía obligación de dar garantía contra la evicción y los vicios ocultos o reahibiditorios; en el arrendamiento el arrendador tiene que sanear la evicción, aun cuando el arrendatario no la sufra directamente, pero sí el poseedor; porque la reivindicación se ejerce contra el poseedor, y en el arrendamiento lo es el arrendador; por consiguiente, si éste sale vencido en juicio reivindicatorio, tiene que entregar la cosa, que está en manos del arrendatario; y si éste tiene pagado el arrendamiento adelantado, el arrendador tiene que devolverlo e indemnizar los perjuicios.

Los vicios ocultos también tiene que sanearlos, porque si el arrendador entrega una cosa con vicios o defectos tales que hagan o puedan hacer desmerecer la cosa, el arrendatario, mediante la acción ex conducto, puede demandar al arrendador para que se rescinda, si los defectos son tales que hagan la cosa inútil para los fines del contrato; y si no tienen esos caracteres, para que se le indemnicen los perjuicios.

Garantizar la posibilidad del goce. Esta garantía era peculiar al arrendamiento. El arrendador debía no solamente mantener la cosa en buen estado para asegurar la conservación del goce, sino también impedir que un tercero ejecutase actos que afectaran la libertad o la extensión de ese goce.

Obligaciones del arrendatario –Las obligaciones del arrendatario eran tres, a saber: pagar la merces; gozar de la cosa como un buen padre de familia, y restituir la cosa al finalizar el arrendamiento.

1ª Pagar las merces. El carácter de esta obligación provenía de la naturaleza del arrendamiento, porque el goce procurado era sucesivo e imponía en pagos sucesivos el arrendamiento, por prestaciones periódicas que cesaban de deberse desde que el arrendatario dejara de gozar de la cosa. Si el arrendador no entregaba la cosa para el goce, el arrendatario no tenía obligación de pagar el canon durante todo el tiempo en que la cosa estuviera en manos del arrendador.

Gozar de la cosa como el mejor padre de familia –En el Derecho romano el arrendatario era responsable hasta de la culpa levis in abstracto. Debía no dejar extinguir las servidumbres activas, dar aviso al arrendador de las usurpaciones de terceros, y respetar la destinación de la cosa. Esta doctrina, que imponía al arrendatario el máximum de responsabilidad, era exagerada e injusta. Lo lógico y conforme a la equidad sería que no respondiera sino de la culpa levis in concreto, tomando como base de equidad el beneficio que reportaban ambas partes; por consiguiente, la responsabilidad del arrendatario debiera colocarse en el término medio, como existe en nuestro derecho. En Roma no era así; esto es una reminiscencia de los tiempos primitivos, en que se confundían con los contratos gratuitos; por ejemplo, en el comodato los romanos exigían al comodatario el máximum de responsabilidad; lo cual es muy justo, porque este contrato era una prestación gratuita; el que daba la cosa no ganaba nada; por consiguiente, igualar el arrendamiento a los contratos gratuitos era injusto.

Restituir la cosa al final del arrendamiento –Las pretensiones que el arrendatario pudiera tener a la propiedad de la cosa no lo dispensaban de esta obligación: debía reivindicar después de haber restituido la cosa.

Fin del arrendamiento –El arrendamiento se terminaba: 1º, por la llegada del plazo fijado para su fin por convención o por la costumbre. Si al fin del arrendamiento nada se debía y el arrendatario consercaba el goce continuado pagando todos los cánones, se consideraba como un nuevo contrato tácito; esto en el lenguaje forense se llamaba reconductio tácita. Este nuevo arrendamiento era sometido a las mismas reglas del anterior en cuanto al precio; en cuanto al plazo, era de un año para los bienes rurales, y quedaba a voluntad de las partes fijar el plazo para los urbanos; 2º, por la destrucción de la cosa. En esto ocurre lo contrario de la venta, porque así el arrendatario no tiene obligación de seguir pagando. En la venta tenía obligación el comprador de pagar el precio de la cosa cuando se destruía en manos del vendedor, por caso fortuito; pero en el arrendamiento si la cosa se destruía y el arrendador no podía repararla, se terminaba el contrato; 3º, por la resolución que pidiera el arrendador en caso de abuso en el goce o por falta de pago del arrendamiento durante dos años, o si la cosa se destinaba a usos distintos de los indicados en el contrato, y finalmente por la necesidad imperiosa de recobrar la cosa para habitarla o reconstruirla; 4º, caso de resolución pedida por el conductor, es decir, el arrendatario; pero esto sólo pro motivos tales que imposibilitaran el goce de la cosa arrendada.

Arrendamiento de obra (locatio operis faciendi) – Consiste en que una persona, generalmente un artífice, conviene con otra en prestarle su industria para beneficio de ésta, mediante pago de un canon. Este contrato, aunque tiene semejanza con el arrendamiento de cosas en que el trabajo material determinado a que se comprometía se efectuaba en una cosa material que el propietario entregaba al arrendatario, se diferenciaba en que en el de cosas se necesitaba la entrega, y en que el de obra consiste en la ejecución de un hecho; de manera que puede ofrecer dificultades para apreciar y diferenciar esta clase de arrendamientos. Ejemplo, cuando se manda a hacer un vestido en que el sastre pone todas las materias primas, se pregunta. ¿Esto es un contrato de arrendamiento de obra o un contrato de venta? Los autores dicen que es un contrato de venta, porque quien había mandado a hacer el vestido no había entregado ninguna cosa sobre la cual se ejecutara la obra. Si la materia prima hubiera sido llevada por el que había mandado a hacer el vestido, en este caso el sastre había empleado su industria, y por consiguiente era un contrato de arrendamiento de obra. La merces se debía a cambio de trabajo determinado, y si la cosa se perdía antes de que el dueño (locator) impartiera su aprobación, el artífice no podía reclamar el precio de su trabajo. Los riesgos estaban pues a cargo del artífice.

Arrendamiento de una serie de servicios (locatio operarum) –Era el arrendamiento por el cual una persona, mediante un precio, prestaba sus servicios a otra. Por ejemplo, la de un profesor que se comprometía a enseñar una ciencia; ayunque los romanos no clasificaban esto como arrendamiento de servicios sino como contrato innominado. En este arrendamiento los términos usuales no se invirtieron; el locator era aquel que prestaba sus servicios, es decir, el obrero; y el conductor era el que se aprovechaba. No todos los hechos entraban en el arrendamiento de obra. Era necesario: 1º, que no se tratara de un hecho jurídico, y que se aplicara a una cosa corporal; hacer un viaje en interés de alguno, no se consideraba como arrendamiento de servicios; 2º, que pudiera apreciarse exactamente en dinero.

Sociedad

Por el carácter personal de este contrato y para regular sus relaciones jurídicas, lo regía el jus fraternitatis. Eran dos los elementos o caracteres distintivos específicos del contrato de sociedad; el intuitus personae y el jus fraternitatis; que servían de norma para interpretar el alcance de los compromisos sociales y de las obligaciones entre los socios.

Elementos esenciales.El aporte. En toda sociedad tenía que figurar un aporte por parte de todos y cada uno de los socios, el cual podía consistir bien en dinero o cosas fungibles o en mercaderías, o en inmuebles, o en cosas incorporales, como créditos; aun en la industria, habilidad o trabajo personal de alguno de ellos. No era admitido, pues, que un socio pretendiera participar de los beneficios sociales sin aportar alguna cosa o trabajo apreciable en dinero.

Utilidad común. No podía admitirse o reconocerse como válido o eficaz un contrato de sociedad que produjera efectos civiles entre los socios y respecto de terceros, si no se proponía algún beneficio apreciable en dinero para los mismos socios. Podía haber asociación para obras de beneficencia y otras análogas de carácter gratuito, pero ellas no se regían por las normas civiles del contrato de sociedad. La sociedad era una persona moral, como decían los romanos, persona jurídica, como decimos hoy. Formaba, pues, un ente de razón distinto de los individuos o personas naturales que la constituían, y podía como tal adquirir bienes, enajenarlos, contraer compromisos u obligaciones, ser persona acreedoras, etc. Uno de los caracteres distintivos, que ya se mencionaron, era el intuitus personae, del cual se deducían consecuencias importantes, como la de que no se podía sustituir la persona de un socio por otro individuo o por los sucesores o herederos de aquél sin el expreso consentimiento de todos y cada uno de los contratantes socios; y de que, muerto uno de ellos, la sociedad tenía que disolverse o terminarse el contrato, a menos que de antemano y expresamente se hubiese convenido en que lo reemplazaran su heredero o herederos, designándolos nominalmente; pues era indispensable que los socios se diesen cuenta exacta de los que eran o podían ser sus consocios. El otro carácter distintivo y regulador de este contrato era el jus fraternitatis, que debía inspirar las relaciones de los socios entre sí; era pues, un contrato de buena fe, inspirado en la equidad; no podía aplicarse entre socios el derecho estricto.

Las obligaciones de los socios surgían simultáneamente desde el momento de celebrarse el contrato, el cual, como consensual que era, no necesitaba solemnidades; se perfeccionaba por el solo consentimiento.

Ellas eran: 1º, concurrir con su aporte; 2º, pagarlo en los términos convenidos de tiempo, lugar y modo.

Si el aporte consistía en algún cuerpo cierto, en la prestación personal de trabajo industrial, etc., respondía por sus culpas contractuales cada socio hasta de la culpa levis in concreto, por ser un contrato que además de beneficiar a todos los socios, llevaba consigo administración de bienes comunes; de donde surge la importante cuestión de derechos y obligaciones de administrador. Los socios tenían derecho, en general, de administrar, a menos que se hubiera delegado por común acuerdo esa función a alguno de ellos, a cuyo cargo iba la diligencia y cuidado para la conservación y prosperidad de la empresa, respondiendo al administrador o gerente hasta de la culpa levis in concreto.

Del mandato

El mandato era un contrato consensual, por el cual el mandatario se obligaba a hacer alguna cosa gratuitamente en interés del mandante. Suponía la confianza que el mandante tenía en el mandatario, y el deseo en éste de prestarle un servicio al mandante. El contrato exigía estas condiciones: 1º, el consentimiento de las partes, que podía ser expreso o tácito, puro y simple; 2º, un hecho lítico y posible; 3º, que el servicio prestado fuese gratuito; el salario hacía degenerar el mandato en arrendamiento o en contrato innominado.

EFECTOS DEL MANDATO

El mandato era un contrato sinalagmático imperfecto, que desde su formación no obligaba sino al mandatario; las obligaciones del mandante eran accidentales; las acciones que nacían de este contrato eran las siguientes: acción mandati directa, que nacía directamente a favor del mandante, contra el mandatario; y acción mandati contraria, a favor del mandatario contra el mandante.

OBLIGACIONES DEL MANDATARIO

Las obligaciones del mandatario consistían: 1º, en la administración fiel del encargo, y era responsable de la ejecución completa del contrato; no debía exceder los límites fijados por la convención. Además, no podía imponer al mandante las condiciones onerosas de sus obligaciones cuando no entraban en sus poderes; 2º, la de rendir cuentas de su administración. El mandatario tenía la obligación de transferir al mandante todos los derechos que hubiera adquirido en interés de él. El mandatario era responsable de la culpa levis in abstracto: esto por ser un contrato de confianza, y por eso se le imponía el máximum de responsabilidad. La obligación de rendir cuentas no era de la esencia del contrato, sino de su naturaleza, porque en Roma había un mandato (in rem suam) en que no había obligación de rendir cuentas; por consiguiente, la obligación de rendirlas era de la naturaleza del contrato, y el mandante podía prescindir de ellas, pero en lo general el mandante no exoneraba al mandatario de la obligación de rendirlas. Dentro de la obligación del mandatario estaba la de entregar el saldo a cargo del mismo mandatario; si el mandato había sido con libre administración y el mandatario había vendido bienes, el saldo a su cargo debía presentarse en dinero, o en lo que estuviera representado.

Como en la legislación romana no existía la representación en el mandato, todos los actos tenían que hacerse en propio nombre del mandatario; de suerte de suerte que todos os ontratos ue ubiera elebrado,todos os derechso ue hubiera dquirido todas as obligañciones ue hubiera contraído l mandatario en el desempeño de su cargo, eran hechas a su nombre propio; por consiguiente, él sería el deudor o el acreedor.

Al terminar el mandato y al rendirse las cuentas de la administración, hay que ver cuál era el sistema que tenían los romanos para hacer que el mandatario quedase investido de los créditos cuando los hubiera, y cuando había deudas el mandatario quedase libre y el mandante cargara con ellas. Esto se hacía por medio del traspaso de las acreencias y de las obligaciones. Para transmitir al mandante las acreencias el mandatario debía cederlas; pero en Roma, mientras no fueron transmisibles las acreencias, la cesión se tenía que hacer por los medios indirectos que anteriormente estudiamos. Ahora, si se trataba de deudas pendientes, y como no era justo que el mandatario siguiera con ellas y con la obligación de pagarlas al vencimiento, era natural y equitativo que fuese exonerado de esa carga. Esto se hacía por la delegación, que se efectuaba mediante la novación cambiando el deudor, y también por medio del contrato litteris.

OBLIGACIONES ACCIDENTALES DEL MANDANTE

Las obligaciones del mandante se llamaban accidentales, porque surgían o podían surgir con posterioridad al perfeccionamiento del contrato. Estas obligaciones son: las indemnizaciones que el mandante debía pagar en razón de las expensas que el mandatario se hubiese impuesto en beneficio del mandante y de las pérdidas sufridas en la ejecución del mandato. Se pregunta si la remuneración podía ser obligación del mandante. Se responde negativamente, porque el mandato era un contrato gratuito, y estaba eliminada la remuneración; pero muchas veces se pactaba una retribución, y en ese caso este contrato variaba de especie y venía a ser un contrato innominado. Se llegó a establecer que en Roma los abogados pudieran cobrar por sus servicios prestados, un don remuneratorio equivalente al servicio mismo; pero entonces no se llamaba remuneración sino honorarium, y la acción que tenían para cobrar era una persecutio extra ordinem. Esto para diferenciarlo del arrendamiento de servicios.

Como la sociedad, el mandato se formaba en consideración a la persona, y este mismo era uno de los elementos fundamentales del mandato (intuitus personae). De consiguiente, el mandato se extinguía desde luego por la muerte del mandatario o del mandante, así como por la revocación del mandato hecha por el mandante.

REPRESENTACIÓN

Ya se ha visto que en el mandato romano, a diferencia del moderno, el mandatario no representaba al mandante.

FIN DEL MANDATO

Expiraba el contrato: 1º, por voluntad de las partes, y aun de una sola de ellas, como por revocación del mandante, quien podía en cualquier tiempo revocar el mandato, desde luego que el mandatario dejara de inspirarle confianza. Por parte del mandatario podía también ponérsele fin por renuncia, siempre que ésta no fuese intempestiva; 2º, por la muerte del mandante o del mandatario, esto era consecuencia de intuitus personae; 3º, por vencimiento del término; 4º, por el cumplimiento del encargo, y 5º, en razón de imposibilidad de cumplirlo por causas ajenas a la voluntad del mandatario.

Pactos

En el más antiguo Derecho romano no tenían fuerza obligatoria, según un aforismo que decía ex nudo pacto actio non nascitur: del simple pacto no nace acción: esta fue la antigua teoría. El pacto era simple acuerdo de voluntades sin estar revestido de ninguna solemnidad; y como en el antiguo derecho los contratos todos eran solemnes, de allí que no se les reconociese fuerza obligatoria. Mas desde la evolución progresiva que hemos venido viendo en los sistemas de contratar, y admitida como un adelanto de los más grandes la teoría de los contratos consensuales, es muy natural que en este desarrollo progresivo se hubieran reconocido como obligatorios en derecho algunos pactos, y así también quedasen provistos de acción; y primeramente algunos dieron lugar a alegarlos como excepciones perentorias, o bien como medios de extinguir obligaciones exceptionis ope: tales fueron el pacto de non petendo, el de constituto y otros; y después, como ya se ha explicado, fueron provistos de acción otros, todos los cuales vienen a formar cuatro grupos, que se estudiarán en capítulos separados, a saber:

1º. Los pactos adjuntos; 2º. Los llamados contratos innominados; 3º. Los pactos legítimos, y 4º. Los pactos pretorianos.

PACTOS ADJUNTOS

1º Como su nombre lo indica, eran los que se agregaban a un Contrato de los reconocidos por la ley; unas veces a renglón seguido, los llamados incontinenti, otras después de pasado algún tiempo, y eran los ex intervallo; y tanto los unos como los otros tomaban su fuerza del contrato al cual se agregaban.

Había que distinguir si el pacto era agregado a un contrato de derecho estricto, o a uno de buena fe, para considerarlos como parte integrante del contrato mismo, como si dijéramos cláusulas de ese contrato, según el jurisconsulto Paulo, que decía: pacta incontinenti facta inesse creduntur. Tal sucedía con los pactos que se agregaran al contrato de venta, como el de retroventa, el comisorio, el displicentiae y otros muchos; de manera que la acción del contrato de venta para el vendedor o para el comprador les servía respectivamente para hacer cumplir esos pactos agregados en la celebración de la venta, como cláusulas del contrato mismo. Ahora, había que examinar también los pactos agregados ex intervallo a los contratos de buena fe. Estos pactos tenían eficacia, aunque no de una manera inmediata y directa como la de los anteriores; pero sí podían invocarse como modificaciones del contrato principal emanadas de la buena fe de esos contratos, y el Juez estaba en el caso de tenerlas en cuenta al tiempo de fallar, ya se tratara de aumentar, ya de disminuir las obligaciones, aun cuando no hubieran sido invocadas separadamente, con excepción propia, en virtud de las amplias facultades de apreciación que tenía el Juez en esa clase de acciones, o sean las de buena fe, correspondientes a los contratos de esta clase; lo mismo ocurría cuando se encaminaban a extinguir o a disminuir la obligación, siempre que se alegaran en cualquier estado de la causa, antes de la sentencia, y fueran debidamente comprobadas, aun cuando no se hubiesen mencionado en la instancia in jure ni incorporado como tales en la fórmula, así como ocurría con el dolo, que en esta clase de contratos podía tenerlo en cuenta el Juez al sentenciar, siempre que apareciese plenamente comprobado, aun cuando no se hubiera alegado en la instancia in jure la exceptio doli. Los pactos agregados a un contrato de derecho estricto, si se habían añadido incontinenti, valían como excepciones cuando se encaminaban a extinguir o disminuir la obligación, mas no tenían fuerza cuando se encaminaban a aumentarla. En el caso de un pacto agregado a un contrato de mutuo o a una estipulación, podían llegar indirectamente a invocarse para su efectividad siempre que se efectuaran o se alegaran en forma de algunos de los pactos creador por el Pretor. En cuanto a los pactos ex intervallo, es interesante añadir que cuando se agregaban a un contrato de derecho estricto no tenían fuerza obligatoria.

Respecto a éstos decimos que cuando se agregaban ex intervallo no llegaban a tener fuerza directa obligatoria o extensiva, sino cuando más un valor indirecto exceptionis ope. En cuanto a los que se agregaban incontinenti a esa clase de contratos (a los de derecho estricto) hay que ampliar un tanto esta tesis, estableciendo una distinción: pactos agregados al contrato de mutuo y pactos agregados a la stipulatio: los que se agregaban al mutuo, estiman algunos autores, comentando un texto de Paulo, que de la época clásica en adelante vinieron a tener valor ipso jure ya se encaminasen a aumentar, ya a disminuir la obligación.

Los pactos agregados incontinenti a una stipulatio valieron en lo general exceptionis ope; pero de Diocleciano en adelante vinieron a valer ipso jure algunos de elos, especialmente aquellos que restringían la obligación.

Resta examinar los pactos incontinenti agregados a una datio. Estos producían un efecto limitado, pues podían consistir en alguna modalidad resolutoria del dominio; entonces, según los principios generales en el Derecho civil romano no podían producir efectos directos, y sólo el Derecho pretoriano fue el que dio alguna eficacia a las modalidades extintivas: término resolutorio y condición resolutoria. Si el pacto adjunto a la datio consistía en obligarse a volver a transferir la propiedad, entonces se seguían las reglas que rigen ciertos pactos usuales en el contrato de venta: tales como el pactum de retrovendendo, el pactum displicentiae; y también podía producir efectos directos mediante la actio fiduciae, por considerar como pacto fiduciario el que se agregara en tales casos. Así sucedía, verbigracia, con aquella antigua institución que se llamó la enajenación fiduciaria, precursora del contrato de prenda; pero ella implicaba obligaciones puramente personales, y entretanto el derecho real de dominio adquirido mediante la dación, subsistía en el patrimonio del adquirente; y no podía ser de otra manera, porque el pacto, aun cuando se le considerase a la altura de un contrato, no podía por sí solo producir derechos reales o extinguir los que se hubieran establecido mediante los modos traslaticios de dominio (mancipatio, in jure cesio; traditio, etc.).

Contratos innominados

Eran una especie de pactos que nunca tuvieron un nombre para designarlos, sino que se expresaban por medio de frases verbales: "do ut des", "do ut facias", "facio iut des", "facio ut facias", que fueron las fórmulas más conocidas para esos pactos. Ellos no entraron de un golpe a la legislación civil sino muy poco a poco, y además no todos ellos se admitieron simultáneamente, sino unos en pos de otros.

Para ello deben estudiarse distinguiendo dos períodos o etapas en esta institución: 1º, la época en que no se había reconocido a estos pactos fuerza obligatoria. 2º, la época en que se llegó a admitir su efectividad proveyéndolos de acción encaminada a exigir su cumplimiento.

1º El vínculo obligatorio no existe aún. Primeramente estos pactos se hacían dejando a la conciencia o volunta de las partes cumplirlos, sin que pudiera obligárseles por la autoridad judicial. En esas negociaciones una de las partes tomaba la iniciativa y ofrecía dar o hacer alguna cosa a trueque de alguna dación o de algún hecho en reciprocidad; pero mientras esa iniciativa no se realizara entregando, verbigracia, una cosa, no había erecto alguno para el pacto, que no tenía carácter consensual, y que vino más tarde, una vez reconocido el vínculo obligatorio, a considerarse de una naturaleza semejante a la de los contratos reales. Pero en esa primera etapa que examinamos, aun suponiendo efectuada la dación, el contratante iniciador no podía exigir la dación recíproca o el hecho correspondiente. Únicamente tuvo en un principio acciones encaminadas a volver atrás las cosas obteniendo la devolución del objeto dado: acciones como la condictio ex poenitentia, que expresaba el derecho de arrepentirse que se le reconocía al contratante iniciador. Después se le concedieron otras acciones, pero todavía encaminadas a obtener ese mismo resultado: las acciones llamadas condictio causa data, condictio causa non secuta y copndictio ob rem dati. Ninguna de éstas servía para exigir la dación o prestación recíproca que se hubiese pactado. En las negociaciones donde la iniciativa era un hecho, verbigracia: " factio ut des", " facio ut facias ", no se podía exigir restitución, pero sí se concedía alguna de las acciones mencionadas y también la acción de dolo, encaminadas cualquiera de ellas a obtener una indemnización pero tampoco la prestación recíproca convenida. Solamente en el segundo período de esta institución de los contratos innominados, que los romanos llamaban negotia civilia, negotia gesta o nova, como designaciones genéricas, se vino a realizar si bien paulatinamente, el desideratum de hacerles producir a estos pactos el efecto de obligar al segundo contratante a una reciprocidad mediante la prestación prometida.

2º Existencia del vínculo. Segunda faz – Ella comienza desde que empezaron a ser exigibles y a proveerse de acciones encaminadas a la efectividad de la promesa recíproca, pues antes sólo había acciones destinadas a exigir la restitución cuando ella era posible.

La segunda etapa de esta institución viene a desarrollarse de una manera gradual; porque no fueron todos los contratos innominados los que vinieron a ser reconocidos con fuerza obligatoria, sino primeramente el contrato do ut des; después el contrato do ut facias, después el facio ut facias, y por último, el facio ut des; y este en último lugar, porque no se admitía fácilmente que a trueque de un hecho se exigiera una dación. Primeramente el derecho era determinado teniendo en cuenta, como se dijo ya, que estos contratos no se consideraron perfeccionados por el solo consentimiento a la manera de los consensuales, sino más bien mediante la entrega o dación, por donde se asemejaban esos pactos a los contratos reales.

De suerte que en un contrato de do ut des, una vez hecha la dación vino a admitirse en esta segunda época que el contratante que cumplió con hacerla, pudiera exigir a su vez la dación recíproca, y para ello viniera a estar provisto de una acción especialmente enderezada a este fin; no ya como las otras de que hemos hablado, tales como la condictio causa data, etc. Mas como este pacto era innominado, no había un nombre sustantivo para determinar la "demonstratio" de la fórmula; y había que echar mano para ello de toda una frase o relato del negocio, con el cual se expresara la especie o naturaleza del contrato que había de servir de causa jurídica a la aceptación de la fórmula. Djjeron, pues, los jurisconsultos de la época que en estos pactos se hacía uso de una manifestación en que, mediante las palabras colocadas a la cabeza de la fórmula (a la manera de una praescriptio), se venía a determinar el negocio hecho, lo cual expresaban en estas palabras: actio quae praescriptis verbis rem gestam demonstrat. Esa larga frase vino a determinar la acción correspondiente, y para abreviar la llamaron actio praescriptis verbis, con la cual quedó sancionada la efectividad del contrato o pacto que estamos examinando.

Después se avanzó hacia el pacto do ut facias, en que mediante una dación pudo exigirse el cumplimiento de un hecho prometido, por medio de la misma acción praescriptis verbis. Más difícil fue el admitir después la efectividad de estos pactos cuando tenían por base, no ya una dación sino un hecho, y teniendo primeramente en cuenta la homogeneidad de las prestaciones, vino a admitirse la eficacia del pacto facio ut facias: un hecho a trueque de otro hecho, exigible también mediante la acción praescriptis verbis una vez ejecutado el primer hecho. Y, en suma, solamente al final o en último término, llegó a admitirse la efectividad del pacto facio ut des, por estimar heterogéneas las prestaciones. Finalmente, resta observar que al lado de estos cuatro pactos admitieron los romanos una que otra negociación análoga; pero siempre dentro de una órbita limitada, pues en el sistema contractual de los romanos los contratos no tenían tal carácter y eficacia mientras no estuviesen definidos especialmente en as leyes y provistos de la acción correspondientes; a diferencia de lo que ocurre en el sistema contractual de las modernas legislaciones, verbigracia, en la nuestra, que se rigen por el principio amplísimo de la "libertad de las convenciones", consistente en que cualquiera negociación que no pugne contra las reglas generales de las convenciones, es decir, en que haya capacidad, consentimiento, objeto y causa lícitos, son eficaces u obligatorios a la par o al igual de los verdaderos contratos nominados, aun cuando aquéllas no estén definidas especialmente en las leyes; por lo cual puede decirse que en estas legislaciones modernas el número de los contratos innominados es limitado.

PACTOS LEGÍTIMOS

(de lex legis) – Fueron sancionados por varias constituciones imperiales y provistos de la acción condictio ex lege. Lospactos de donación entre vivos, los pactos de donación mortis causa, el de dote y el de donación propter nptias.

PACTO DE DONACIÓN ENTRE VIVOS

Se entendía por donación una liberalidad por la cual el donante se empobrecía para enriquecer al donatario. En los antiguos tiempos, cuadno los pactos no tenían fuerza obligatoria, el compromiso o promesa de donación se hacía en la forma de los contratos solemnes: por el contrato verbis y por el contrato litteris. Ya en el último estado del derecho, cuando se sancionó el pacto de donación, vinieron a hacerse comúnmente las donaciones de futuro por el simple pacto. Los caracteres de la donación, tal como la definimos, son todos tres esenciales; y por eso ciertos actos como la repudiación de una herencia o de un legado no constituían en rigor de derecho donaciones, porque el que repudiaba no disminuía su patrimonio; pues o sacaba de él cosa que ya le hubiera pertenecido, aun cuando lo hubiese hecho por liberalidad, y el patrimonio del donatario no se aumentaba. Las donaciones podían ser por vía de datio, o por vía de promissio, o por vía de liberatio. Las primeras eran las que se hacían de presente, transfiriendo inmediatamente el dominio de la cosa al donatario, y exigían que el donante fuese propietario de la cosa y que tuviera capacidad para hacer peor su condición; así, los pupilos no podían donar sino con la auctoritas del tutor y bajo ciertas limitaciones.

La donación de cosa ajena era, por consiguiente, nula; no transfería el dominio: nemo dat quod non habet. Las donaciones por vía de promesa eran las más frecuentes y las que ofrecen mayor importancia jurídica; y ya vimos en qué forma se hacían en la ley antigua y en el último estado del derecho. De esta última época debemos ocuparnos especialmente, por estar estudiando los pactos; así, pues, el pacto de donación entre vivos llegó a ser obligatorio en sus efectos, como si fuera un contrato por derecho civil; el donatario podía demandar con la condictio ex lege al donante para que se le condenara a cumplir su compromiso, salvas algunas limitaciones al derecho de donar, como la de la Ley Cincia, las donaciones prohibidas entre cónyuges, y algunas restricciones limitativas, como la insinuación. La ley Cincia, expedida a moción de un tribuno Cincio Alimento, fijaba una tasa máxima de donde no podía pasar la donación, e imponía al donante la obligación de hacer constar públicamente la cuantía; de suerte que si pasaba el límite podía el donante, al ser demandado, reaccionar con la exceptio legis Cinciae. Otra ley prohibió las donaciones de alguna importancia entre cónyuges, salvo los presentes de costumbre y de cuantías moderadas, con el fin de evitar, dice algún texto, "que por el amor mutuo se despojasen de su patrimonio". Y, por último, se menciona la restricción llamada insinuación, que consistió entre los romanos en una inscripción o registro de las donaciones entre vivos ante un tabularius (notario), pero que difiere mucho de la formalidad o restricción así llamada en nuestro derecho civil; pues aquí la insinuación es una licencia o autorización judicial, que es forzoso obtener para la validez de las donaciones entre vivos que pasen de $2000, bajo pena de nulidad en el excedente (art. 1458, C.C.).

La donación por vía de remisión de una deuda constituía una verdadera donación dentro del concepto ya definido, pues había empobrecimiento o disminución de patrimonio para el acreedor donante, siendo así que las acreencias son bienes o cosas incorporales que integran el patrimonio, y para el donatario la disminución de su pasivo aumenta su activo y por ende su patrimonio; máxime cuando esa disminución de pasivo es a título gratuito; así, pues, la remisión de deudas podía hacerse de presente y de manera inmediata por una acceptilatio, cuyos efectos eran absolutos y definitivos. Y si la deuda no había sido formada por contrato verbis, podía novarse transformándola en obligación verbal mediante la estipulación Aquiliana, y cancelarla en seguida con esa misma fórmula, por medio de la acceptilación.

Podía también formalizarse la remisión gratuita de la deuda por un pacto de non petendo, que ofrecía un medio de rechazar la acción del acreedor o de sus herederos, pero que no daba acción. Y, por último, bajo la legislación imperial podía celebrarse un pacto en que se comprometiera el acreedor a cancelar gratuitamente la deuda dentro de cierto término; y ese pacto, que envolvía un verdadero compromiso de donación según se ha visto, podía quedar sancionado y hacerse efectivo su cumplimiento por medio de la condictio ex lege.

DONACIÓN MORTIS CAUSA

La donación mortis causa, a diferencia de las inter vivos, era la que se hacía en consideración a la muerte del donante, de manera que no venía a ser definitiva sino a la muerte de éste. Por eso se ha considerado equivalente a donación revocable, por ser revocables todas las disposiciones de última voluntad y todas las que han de tener efecto después de la muerte del disponente; a diferencia de las donaciones inter vivos, que se han considerado y se consideran hoy como equivalentes a donaciones irrevocables, y por eso lo son, en tesis general, salvo casos excepcionales como en el de ingratitud.

Las donaciones revocables guardan analogía con los legados, pero tienen diferencia sustancial: el legado era una disposición subordinada en todo caso a la eficacia del testamento, y por ende a la institución de heredero. La donatio mortis causa podía hacerse en testamento o en codicilo, pero también podía hacerse por acto entre vivos, sin que esto le quitara su calidad propia, pues como hemos visto al pr9incipio, tales donaciones estaban subordinadas al evento de la muerte del donante y a la consiguiente supervivencia del donatario, como condición sine qua non; de manera que bien podía hacerse por acto entre vivos con tal que se subordinara en sus resultados definitivos aquella condición fundamental. Podía, pues, hacerse por vía de datio, o sea por entrega inmediata de la cosa donada, y entonces el evento de la muerte del donante le daba el sello de definitiva; y, por el contrario, el evento de la muerte del donatario antes que la del donante, venía a ser una condición resolutoria o extintiva del derecho. Podía hacerse también por vía de promissio, ya con promesa solemne, verbigracia, mediante una estipulación en que se expresara la condición en que se hacía, o bien por un pacto, que venía a tener también la calidad de pacto legítimo, a lo menos en el último estado del derecho.

LA DOTE Y LAS DONACIONES PROPTER NUPTIAS

En tercer lugar tenemos la DOTE. Esta institución se remonta a los antiguos tiempos, y se reglamentó en los primeros años del imperio; y después viene perfeccionándose, habiendo alguna época en que fue obligatoria la institución de la dote; y llegando, en el último estado del derecho, a poderse otorgar por un simple pacto que también entraba en el número de los legítimos, sancionado por la condictio ex lege. La dote podía constituirse o por vía de dación, o por vía de promesa solemne, o por simple promesa o pacto: dos aut datur, aut dicitur, aut promititur; y ella se daba mediante la entrega inmediata, o se constituía por promesa solemne mediante la dictio dotis, que fue uno de los contratos verbis, el cual difiere de la stipulatio en cuanto a que la promesa no iba precedida de una interrogación, sino que se hacía expresando en ´terminos solemnes el objeto o cosa, o cantidad que se prometía como dote, verbigracia: fundus Cornelianus tivi doti erit: X millia sestertium tivi doti erunt.

En las formas privadas no había que buscar fórmula determinada, y podían valerse de diferentes palabras, o cartas, documentos, o de fualquier otro medio que pudiera comprenderse.

La dote se constituía por la mujer sui juris, sola o asistida de su tutor cuando existió la tutela de las mujeres púberes; o por el padre de la mujer, o por un tercero deudor de éste. Cualquier de ellos hacia la datio u otorgaba la promesa correspondiente a favor del futuro marido, inmediatamente antes de casarse, y por consideración a ese matrimonio; de suerte que si éste no se llevaba a efecto, la dote no venía a ser definitiva ni a transferir el dominio en la datio, ni constituir una obligación en los casos de dote prometida.

La dote se constituía a favor del marido, para ayudarle a sobrellevar las cargas del matrimonio. Se llamaba profecticia cuando era constituida por el padre: a patre profecta; adventicia, cuando era constituida por la mujer o por un tercero, y receptitia cuando al constituirse se contraía – expresamente por parte del accipiens (el marido) – la obligación de restituir la dote una vez disuelto el matrimonio; compromiso que generalmente se otorgaba por medio de una stipulatio, y entonces tomaba especialmente el nombre de dote recepticia. En los primeros tiempos no era de rigor la restitución de la dote; pero poco a poco, con la relajación de las costumbres, y muy especialmente por los divorcios con ruptura del vínculo, que se hicieron muy frecuentes, los legisladores se vieron obligados a amparar a la mujer en vista de las segundas o ulteriores nupcias que podía contraer, y se fue generalizando la obligación de restituir la dote, aun cuando no se hubiera otorgado para ello promesa solemne: así, además de la acción ex stipulatu, cuando era recepticia la dote, podía la mujer ejercitar la rei uxoriae, que era de buena fe, para exigir la restitución de la dote no recepticia; y así, al disolverse el matrimonio, bien por muerte del marido, bien por divorcio, éste o sus herederos quedaban obligados a la restitución.

RÉGIMEN DOTAL

El régimen dotal consistía en que el marido recibiese al casarse, a título de dote, los bienes de la mujer o la mayor parte de ellos; bienes que entraban a su patrimonio generalmente, para restituirlos una vez disuelto el matrimonio, como ya vimos; especialmente en la época imperial, en que por la frecuencia de los divorcios se estableció como regla general la obligación de restituir la dote. Ella estaba destinada a ayudarle al marido a sostener las cargas del matrimonio; y así, el capital que recibía de la mujer lo manejaba como propio, derivando todos los proventos, beneficios, adelantamientos, etc., salvo la obligación de devolver el capital. A principios del imperio, o quizá un poco más adelante, vino una ley restrictiva: lex Julia de adulteriis et de fundo dotali, que en su parte civil vino a restringir las facultades dispositivas del marido, respecto a los inmuebles de la mujer, los cuales el marido recibía, o bien estimados o bien inestimados: en el primer caso, adquiría la propiedad de ellos, pues su adquisición se consideraba equivalente a una compra a crédito, cuyo precio debía pagar al disolverse el matrimonio, o sea al tiempo de la restitución de la dote; pero cuando el fundo dotal se recibía inestimado, es decir, sin avaluarlo, el marido no adquiría la propiedad del inmueble sino solamente el usufructo; era, pues, un administrador de bienes ajenos remunerado con el usufructo de ellos. Así, pues, no podía enajenar los inmuebles dotales, salvo circunstancias especiales y mediante formalidades previas y requisitos restrictivos.

En esta faz de la institución dotal encontramos algo que se relaciona con la administración marital en el matrimonio respecto a los bienes de la mujer, según nuestra legislación: no porque el régimen actual sea el mismo de los romanos en lo general, pues ya vimos que difería sustancialmente; pero sí tiene algunos puntos de contacto, especialmente en lo que respecta a los bienes raíces que la mujer casada aporta al matrimonio y a los que adquiere durante él a título gratuito, por herencia o legado; pues estos bienes forman un patrimonio aparte, que es administrado por el marido, pero que no ingresa al patrimonio de la sociedad conyugal en nuestro sistema, ni al patrimonio del marido en el régimen dotal de los romanos; salvo que se trate de inmuebles recibidos mediante avalúo, pues los inestimados, tanto allá como aquí quedan perteneciendo a la mujer, y el marido está obligado a restituir en especie, y por eso no le será permitido enajenarlos, por regla general: de ahí la restricción que consagra el artículo 1810 de nuestro Código Civil respecto de aquellos inmuebles de la mujer que el marido esté o pueda estar obligado a restituir en especie, los cuales no le es permitido enajenar ni gravar con hipoteca, sino con licencia judicial obtenida con conocimiento de causa, y por motivos graves que el Juez ha de calificar.

De suerte que los inmuebles de la mujer que el marido no esté obligado a restituir en especie sino por su valor en dinero, no quedan sujetos a esta restricción; y son aquellos que el marido recibe avaluados, cuya propiedad adquiere desde luego a manera de compra, conforme a la teoría romana.

Por lo demás, el régimen de los bienes en el matrimonio difiere sustancialmente, como ya lo vimos, en las dos legislaciones; pues en la de los romanos se consideraban dos patrimonios:

1º El del marido, compuesto por sus bienes propios y por aquellos recibidos de la mujer a título de dote, salvo los inmuebles inestimados; y

2º El patrimonio de la mujer, que podía comprender por una parte algunos bienes cuya propiedad y libre administración o disposición hubiera querido reservarse, siendo ella sui juris, los cuales tomaban el nombre de parafernales; y por otro lado los bienes inmuebles dotales inestimados, cuya administración correspondía al marido, pero cuya propiedad quedaba en el patrimonio de la mujer.

No había, pues, un tercer patrimonio, como ocurre en nuestro sistema; pues en éste se considera que hay o puede haber tres patrimonios: primero, el del marido; segundo, el de la mujer, y tercero, el patrimonio de la sociedad conyugal. El primero comprende los bienes propios del marido, especialmente los inmuebles adquiridos antes del matrimonio a título gratuito u oneroso y los adquiridos durante el matrimonio a título gratuito; el segundo comprende los bienes inmuebles propios de la mujer adquiridos antes del matrimonio a cualquier título y los de la misma clase adquiridos por ella durante el matrimonio a título gratuito, comprendiendo también aquellos inmuebles inestimados que el marido recibe; el tercero es el de la sociedad conyugal, el cual comprende especialmente todas aquellas adquisiciones hechas por cualquiera de los cónyuges a título oneroso, muebles o inmuebles, durante el matrimonio. También todos los muebles aportados por la mujer al matrimonio y juntamente con éstos sus inmuebles avaluados o estimados, quedando el marido responsable del valor de unos y otros –muebles e inmuebles- al liquidarse la sociedad conyugal.

Vimos ya cómo en Derecho romano primaba el régimen dotal, bien distinto del social en el matrimonio, que rige en nuestro Derecho. Allá había solamente dos patrimonios, y podía ocurrir que hubiese solamente uno, cuando regía la potestad marital; pues sabemos entonces que la mujer casada estaba asimilada a hija de familia. En nuestro Derecho civil se reconocen hasta tres patrimonios, que puede h haber bajo el régimen: 1º, el del marido; 2º, el de la mujer; 3º, el de la sociedad.

PACTO DE DOTE

Hay que colocar en el lugar que le corresponde el pacto de dote. En el antiguo Derecho la dote se constituía por contrato verbis: la dictio dotis, forma análoga a la stipulatio, aunque tenía la diferencia específica de no llevar interrogación previa: fundus ille tibi doti erit. Se entiende que esto se hacía cuando iba a otorgarse una dote por vía de promesa u obligación, pues si se constituía por vía de datio no había necesidad de contrato alguno: bastaba un acto o un modo traslaticio de dominio, como la mancipatio o la in jure cesio, o la traditio; cuando era de furuto o por vía de obligación ya vimos la forma de otorgarla en el Derecho antiguo, que se usó a través de los siglos siguientes. En el último estado del Derecho, cuadno se había ampliado en su mayor desarrollo la teoría de los contratos llegando a considerarse como obligatorios ciertos pactos, hallamos entre estos últimos el pacto de dote. Entre los pactos legítimos, o sea pactos de la ley, de Derecho civil, sancionados con la acción condictio ex lege, hallamos allí el pacto de dote.

PACTO DE DONACIÓN PROPTER NUPTIAS

Era la donación propter nuptias, llamada también ante nuptias, la que el marido hacía a la mujer en compensación o retribución de la dote, donación que bien pronto entró en la costumbre de familias acaudaladas. Era, pues, un patrimonio que venía adquirir la mujer, y que consistía generalmente, en bienes raíces. Podía ser de presente, por vía de datio, o de futuro, por vía de promissio o de obligación; se hacía por lo general antes de las nupcias, pero en rigor no era este su distintivo característico, sino más bien el de ser por causa de matrimonio; y así ella estaba subordinada a la efectividad del matrimonio, bajo la condición de que éste se verificara, sin lo cual la promesa no tenía efecto.

Al hacerla en forma de promesa, se perfeccionaba o por la stipulatio en los tiempos antiguos, o por el pacto de donación, como legítimo, en el último estado de la legislación; y se sancionaba, como los otros pactos de esta clase, con la condictio ex lege.

PACTOS PRETORIANOS

Pacto de constituto – El pacto de constituto, que ya se estudió atrás al tratar sobre extinción de las obligaciones, figuraba entre los modos que obraban exceptionis ope. Era, pues, por ese aspecto un pacto extintivo.

También vimos en otro capítulo de nuestro estudio, dicho pacto figurar como pacto accesorio. En la clasificación de las varias especies de fianzas se tenía como tal. Allí, pues, figura como pacto generador de obligaciones.

Este era uno de los pactos pretorianos, con los cuales se completan las series que venimos estudiando. Consistía, pues, en un convenio privado entre un acreedor y su deudor (constitutum debiti proprii), por medio del cual se fijaba un día (constituere diem) para el pago de la deuda; lo que implicaba una prórroga, y guardaba alguna semejanza en sus efectos con la novación: he ahí el pacto extintivo, que podía obrar exceptionis ope. El constituto como pacto accesorio, no ya extintivo sino generador de obligaciones a cargo de un tercero (constitutum débiti alieni), consistía en la intervención de un tercero (intercessor), el cual convenía privadamente o pactaba con el acreedor la fijación de un día (constituere diem) para que el deudor cumpliese su obligación, otorgándole así una prórroga; pero con la garantía de que el tercero constituyente quedaba obligado como fiador a responder de la deuda si el deudor principal no la pagaba en le día fijado. Este pacto comúnmente se aplicaba a obligaciones de dinero, y se sancionaba con la acción pretoriana de pecunia constituta.

Pacto de juramento – Es otro de los pactos pretorianos, generador de acción: daba lugar a la actio jurisjurandi, y consistía en que cuando dos personas tenían entre síalguna dificultad o diferencia en algún negocio u obligación, convinieran privadamente en que una de ellas, bajo juramento, manifestaría cuál era la verdadera situación de sus negocios. Y se dice privadamente, porque si el juramento de la contraparte se defería ante el Magistrado o ante el Juez, entonces era cosa distinta, y por consiguiente no había lugar a la acción pretoriana, sino que en estos casos lo que había era una especie de prueba judicial, consistente en el juramento deferido in jure ante el Magistrado, y se llamaba jusjurandum necessarium, porque necesariamente había que prestarlo por la afirmativa o por la negativa; y se llamaba también ese juramento decisorio, porque con él se decidía el pleito. "Jure usted que no me debe", podía decirle el demandante al demandado. En este caso el demandante se sometía a la contingencia de atenerse a lo que el demandado jurara o a que dejase de jurar. Si juraba no deber, se le absolvía; si se abstenía de prestar el juramento, su silencio se consideraba como una confesión tácita.

Había otro juramento judicial: jusjurandum judiciale, que no era decisorio como el anterior, sino supletorio, y era deferido no por la una parte a la otra, sino por el Juez a uno cualquiera de los litigantes: "Jure usted que su contraparte le debe lo que reclama", sería un juramento deferido al actor. "Jure usted que no debe", sería un juramento deferido al demandado. Pero las consecuencias de la prestación o de la no prestación del juramento, no eran las mismas que en jusjurandum in jure o decisorio, sino que apenas suministraba un indicio en pro o en contra, que podía servir para completar las otras pruebas del proceso, y por eso se llamaba supletorio.

El juramento decisorio, sí era plena prueba, porque presuponía un alto concepto de probidad que un litigante tuviera con respecto a su contraparte; hubo época en Roma en que fue muy usada esta prueba, especialmente durante la República, en que había gran probidad.

A esa misma época se remonta el contrato litteris, que se apoyaba también en el buen concepto que los ciudadanos tenían unos de otros. Desgraciadamente, con el andar de los tiempos y de las costumbres y la subsiguiente depravación de las conciencias, fue cayendo en desuso esta institución del contrato litteris, y el juramento decisorio fue haciéndose menos frecuente en la práctica. Hoy se halla en nuestro Derecho procesal consignada esta prueba, pero en la práctica muy rara vez ocurre.

Respecto al juramento, entre los romanos existió como pacto, a lo menos desde que el pretor comenzó su labor de atemperar la ley a los dictados del honor y de la buena fe; pero no podía ser muy frecuente su uso, sobre todo en las épocas de relajación a que hemos aludido.

No se debe perder de vista que una cosa era el juramento a virtud de un pacto, o sea el de jure jurando, el cual se llamaba juramento voluntario; en tanto que las dos especies de juramento antes mencionadas eran pruebas judiciales.

Obligaciones nacidas de otras fuentes

Todas las obligaciones hasta ahora vistas tienen como fuente los contratos. Hay otras que provienen de los delitos, en cuanto al daño causado por el delincuente, al cual corresponde indemnizarlo; de ahí que ellas existan en todas las legislaciones. Además, habla de estas la Instituta de Gayo y de "varias figuras" o semejanzas de las fuentes dichas; es decir, causas semejantes a los contratos y causas semejantes a los delitos; las cuales obligaciones nacían quasi ex contractu y quasi ex delicto, o sea unas de hechos lícitos, que se asemejaban en cierto modo a los contratos pero sin que hubiese mediado acuerdo de voluntades, y otras, las quasi ex delicto, o sea de algunos hechos ilícitos, pero que no estaban clasificados ni definidos como delitos en las leyes.

HECHOS LÍCITOS Y OBLIGACIONES NACIDAS QUASI EX CONTRACTU

En Derecho moderno se han llamado cuasicontratos. Eran entre los romanos: 1º, la negotiorum gestio, o agencia oficiosa; 2º, indivisión o cuasicontrato de comunidad; 3º, solutio indébiti, o pago de lo no debido; 4º, la aceptación de una herencia, y 5º, la tutela o curaduría.

1º NEGOTIORUM GESTIO

Consistía en el hecho de administrar uno o más negocios ajenos por favorecer o beneficiar los intereses del dueño, pero sin acuerdo ni conocimiento de éste. Tal hecho estaba reconocido como generador de obligaciones entre el agente oficioso (negotiorum gestor) y el dueño de la cosa o del negocio administrado (dominus). Se asemejaba al contrato de mandato, pero con la diferencia específica de que este último, como verdadero contrato que era, presuponía un acuerdo de voluntades expreso o tácito, entre el mandante y el mandatario. El cuasicontrato de la agencia oficiosa (negotiorum gestio), era, como su análogo, sinalagmático imperfecto; y por consiguiente las cargas del negotiorum gestor nacían desde un principio, es decir, desde el momento en que tomaba a su cargo la administración de los bienes o negocios ajenos; en tanto que las obligaciones a cargo del dominus eran accidentales, y podían surgir o no; y en el caso afirmativo ellas nacían a posteriori, según circunstancias sobrevinientes, verbigracia: gastos, gravámenes, perjuicios, etc., sufridos por el gestor en ejercicio de sus actividades benéficas para el dominus. Las obligaciones del gestor estaban sancionadas en el Derecho civil por la actio negotiorum gestorum directa, cuyo ejercicio correspondía a la dominus; y las obligaciones de éste lo estaban con la actio negotiorum gestorum contraria, correspondiente al gestor.

PAGO DE LO NO DEBIDO

Esta relación jurídica nacida quasi ex contractu por el hecho de la solutio indebiti, producía obligaciones unilaterales a cargo del accipiens y a favor del solvens, asemejándose por ello a la situación jurídica que produjera el contrato de mutuo, igualmente unilateral. Y el cuasicontrato dicho estaba sancionado con la acción llamada condictio indebiti, fundada en aquel principio de justicia según el cual a nadie le es permitido enriquecerse sin causa a costa de otro: nemini licet locupletari cum alterius injuria vel jactura. Mas, para que se produjese la relación jurídica referida era menester que se reunieran estas condicones: 1º, indebitum, que el pago fuera indebido, y que lo fuese de manera completa o plena; pues si el solvens había pagado en virtud de una obligación natural, no existía la condición o el requisito dicho del indebitum, y en consecuencia, no podía ejercitar la acción de condictio indebiti, encaminada a obtener la devolución de lo pagado; pues vimos atrás que este era uno de los efectos de la obligación natural; 2ª, per errorem solutum, que el pago se hubiese hecho por error y no a sabiendas de ser indebido; pues en este caso habría habido en cierto modo una liberalidad, que podría, según las circunstancias, considerarse como una donación: no paga el que dona, pero tampoco puede presumirse en caso de duda que la datio se haya hecho a título gratuito, según el aforismo: nemo facile donare praesumitur. Por consiguiente, para poder estimar como donación un pago de intención dudosa, la carga de la prueba estaba en el accipiens, quien debía comprobar plenamente la intención de liberalidad y que no se había hecho el pago por error en la creencia de ser una deuda. La presunción estaba a favor del tradens.

INDIVISIÓN O COMUNIDAD DE INTERESES

Esta era una situación resultante de circunstancias diversas que hayan venido a colocar a dos o más personas en estado de comunidad o proindivisión, ya por haber adquirido a título gratuito u oneroso alguna cosa proindiviso, o bien por habérsele adjudicado en mortuoria alguna cosa en común con coherederos, etc.; situación que venía a establecerse entre los comuneros o entre coherederos llamados conjuntamente a una herencia por el testador o por la ley, mientras no se hubiere hecho la partición, de la cual podía a veces surgir comunidad entre dos o más coasignatarios en una menor escala para una relación jurídica de derechos y obligaciones recíprocas nacidos quasi ex contractu, sin que en realidad haya habido un acuerdo de voluntades para crear aquella situación; a diferencia de lo que ocurriera, verbigracia, con ocasión de un contrato de sociedad, nacido como todo contrato de un previo acuerdo de voluntades; pero la indivisión o comunidad cuasi contractual, sí guardaba alguna analogía con la situación jurídica de los socios; tanto con el contratante como respecto a quien con él contrataba había obligación bilateral recíproca; y se consideraba la indivisión como un cuasicontrato sinalagmático perfecto, como lo era el contrato de sociedad; pues las obligaciones de socios y de comuneros surgían todas simultáneamente desde un principio. Las acciones producidas por el estado de comunidad o de indivisión y encaminadas a hacerlo cesar mediante una partición o una liquidación, eran la acción familiae erciscundae entre coherederos, y la communi dividundo entre comuneros; basadas una y otra en una norma universal de derecho de que a nadie puede obligársele a permanecer indefinidamente en la indivisión.

Esta norma se ha considerado de orden público, encaminada a asegurar la tranquilidad de los individuos y de las familias; y tanto es así, que en la mayor parte de las legislaciones no está permitido renunciar al derecho de pedir la división, y lo más que se permite es pactar la comunidad por tiempo limitado, pero de ninguna manera a perpetuidad; pues es sabido que pueden renunciarse los derechos civiles y las ventajas que ellos ofrecen, mientras no se oponga la renuncia a los principios de interés general, que los expositores llaman de orden público. Las obligaciones y los derechos del comunero son semejantes a los del socio; de suerte que es responsable cada uno por los daños que haya ocasionado con su culpa a la cosa común, de la cual tienen derecho a usar con la moderación y prudencia con que usa sus propias cosas; y, en consecuencia, en la teoría romana de las culpas contractuales tanto el socio como el comunero respondían a la culpa levis in concreto, pero no in abstracto, por tratarse de contrato o de cuasicontrato en que, además de haber beneficio para todos, cada uno de ellos administraba una cosa común, en todo o en parte. Cada comunero a la vez que obligaciones como las dichas, tenía derechos, especialmente el de servirse de la cosa común.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15
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