c) Relación jurídica de los adpromitentes entre sí – Cualquiera de los adpromitentes podía ser obligado a pagar la totalidad de la deuda. Cuando existía el beneficio de división podría suceder que si se hacía dividir la obligación de pagar, entre los distintos adpromitentes, cada uno tendría el derecho de pedir el reembolso de lo que hubiera pagado; pero cuando había pagado uno solo, bien porque fuese el único solvente o porque hubiera invocado el beneficio de discusión, surgía una relación jurídica entre todos los adpromitentes, relación que fue establecida por la ley Publiblia. Esta ley presuponía una sociedad de intereses entre los adpromitentes, y en ese caso, la fidejussio de la ley le concedía la acción pro-socio, en virtud de la cual todos tenían que responder de la deuda.
d) Extinción de la adpromissio – Tenemos que aplicar a la adpromissio los diversos modos de extinción de las obligaciones, que ya vimos. Estos eran de dos clases: modos ipso jure, y modos relativos o exceptionis ope. Los modos ipso jure aplicados en la persona del principal deudor eran absolutos, y libraban al fiador por vía de consecuencia, en casos de pago, novación, aceptilación, etc., según la regla general de que lo accesorio sigue la suerte de lo principal, aun sin conocimiento de ellos.
La litis-contestatio, antes de Justiniano, producía los mismos efectos; de modo que si el acreedor demandaba al deudor y se producía en el juicio el fenómeno de la litis-contestatio, la obligación quedaba extinguida; y si después el acreedor demandaba al fiador, la demanda podía fracasar si el fiador proponía la excepción que surgía de la litis-contestatio. El modo de la extinción ipso jure por la capitis deminutio del deudor, no libraba al fiador de la obligación.
Los modos de extinción exceptionis ope verificados en cabeza del deudor principal, extinguían la deuda, pero no de pleno derecho sino que había de ser invocado por el fiador; pero no todos los modos exceptionis ope aprovechaban al fiador: pro ejemplo, podía oponer el pacto de non petendo in rem, y la compensación; pero no podía invocar el pacto de non petendo in personam cuando se había hecho constar que era un beneficio concedido al deudor principal.
Los modos de extinción en cabeza del adpromitente, por regla general no aprovechaban al deudor principal.
Todas las especies de fianzas que hemos mencionado tenían la calidad de ser solemnes, pues todas ellas estaban comprendidas en la adpromissio. Nos quedan por examinar dos maneras de prestar fianzas, que nacieron en el desarrollo de los contratos. Vamos ver este desarrollo; en los primeros siglos de Roma no hubo sino contratos solemnes, y ya en la época clásica aparecieron los contratos reales, que se perfeccionaban por la entrega de la cosa. Posteriormente, dentro de la misma época, hubo un desarrollo mayor, cual fue el de los contratos consensuales, que se perfeccionaban por el solo consentimiento de las partes. Mas tarde se establecieron los pactos provistos de acción, que en el Derecho Civil carecían de ella; tales fueron los pactos adjuntos, pactos innominados y pretorianos, y por último, pactos legítimos. Ahora bien, al lado de esta evolución, la fianza, que hasta ahora la hemos conocido como solemne en las diferentes especies de adpromisiones, tuvo un desarrollo paralelo. Con esta reseña podemos concretar el estudio de las fianzas en las formas solemnes. Conocido el desarrollo de los contratos, la práctica comercial hizo que se otorgaran fianzas en formas consensuales, hechas por medio de alguno de los contratos de esa especie.
e) Mandatum pecuniae credendae – El mandato era un contrato consensual, por el cual una persona encargaba a otra la gestión, administración o ejecución de uno o más negocios. La parte que daba el encargo se llamaba mandante, y la que lo recibía, mandatario. Este último tenía obligación de rendir cuentas, y su misión era gratuita. Por esta segunda condición se diferencia el mandato romano del moderno. Por medio del mandato se otorgaban fianzas no solemnes, de la siguiente manera: supongamos que una persona tenía dinero para colocar a interés y que tuviera relaciones con otra persona, de buen crédito pecuniario, y que este último tuviese un amigo que necesitara dinero a interés: en tal caso, la persona intermediaria le daba mandato al prestamista para que le prestara dinero al mutuario, haciéndose el mandante responsable de los gastos y perjuicios. El fiador venía a ser el mandante, y el prestamista el mandatario. Esta especie de fianza, llamada mandatum pecuniae credendae, tenía la anomalía de que primero se celebraba el contrato accesorio de mandato que el principal de mutuo. Si se extinguía la obligación principal del mutuo, se extinguía la accesoria del mandato. Si el deudor no pagaba al mutuante o acreedor, éste podía repetir contra el mandante, por los gastos y perjuicios ocasionados con la demora del deudor; esto en virtud de su carácter de mandatario (actio mandati contraria).
f) Diferencias con las fianzas solemnes – Vamos a hacer ahora un estudio comparativo entre el mandatum pecuniae credendae y las fianzas solemnes, aun con la última que estudiamos, que fue la de fidejussio, la cual tuvo relativa amplitud; esta fue la única de las fianzas solemnes que subsistió en tiempo de Justiniano.
Las diferencias son las siguientes:
1ª Se diferenciaba por la naturaleza del contrato. El mandatum pecuniae credendae era un contrato consensual, de buena fe, sinalagmático imperfecto, accesible a los sordos, mudos y ausentes. La fidejussio era un contrato solemne, unilateral y de derecho estrito.
2ª Por la no identidad de la obligación del mandato con la del contrato principal. La obligación del fidejussor era idéntica, en cuanto al objeto, a la del deudor principal; por consiguiente, en rigor de derecho al acreedor podía dirigirse primero contra el fidejussor, puesto que él estaba obligado in solidum; no acontecía lo mismo en el mandatum, por que en éste la obligación del fiador no era la misma del deudor principal. El mandante se obligaba a indemnizar las pérdidas, gastos y la parte del capital que el acreedor no hubiera podido obtener del deudor.
3ª Por el tiempo en que se efectuaban. Ya vimos que en el mandato se otorgaba primero la fianza que la obligación principal; en la fidejussio sucedía lo contrario: primero se hacía el contrato principal, como es lo lógico.
4ª Por las operaciones a que se aplicaban. El mandatum se aplicaba a negocios contractuales, especialmente para el mutuo o crédito; pero no para obligaciones que nacieran de delitos, o de cuasicontratos, provenientes del solo hecho del deudor. La fidejussio era más amplia, pues servía para toda clase de obligaciones. Como se ve por esta última diferencia, el mandatum no hizo desaparecer la fidejussio, cuyo carácter era más estricto y riguroso.
g) Pacto de constituto – Otra especie de fianza, más sencilla, fue la conocida con el nombre de pacto de constituto. Ya estudiamos el pacto de constituto como medio de extinguir obligaciones, y ahora lo estudiaremos como creador de obligaciones. Esta última forma es la de un contrato accesorio. ¿ Cómo se celebraba el pacto? De la manera siguiente: supongamos una persona que da a otra una suma de dinero, y para evitar que la acosen con el cobro, consigue una tercera persona que pida al acreedor una prórroga, señalando un día para pagar la deuda, y haciéndose cargo de pagarla si el deudor principal no paga. Esta tercera persona pide la prórroga sin tener ánimo de hacer una liberalidad; el deudor siempre quedaba obligado como deudor principal de la obligación preexistente. Ahí tenemos un pacto de constituto debiti alieni, es decir, que garantiza la deuda ajena. Este pacto era de Derecho honrario, y estaba sancionado por una acción pretoriana llamada de pecunia constituta.
h) Diferencias con la fidejussio –En ésta, como en la anterior, lo comparamos con la fidejussio. Las diferencias son: 1ª, por el tiempo en que se constituyen las obligaciones; el constituto tenía lugar después de la formación de la obligación principal. Por este primer aspecto era semejante a la fidejussio, pero se apartaba del mandatum pecuniae credendae; 2ª, por los efectos de la litis-contestatio proveniente de una demanda intentada contra uno de los deudores, se extinguía la obligación del fidejussor; no así la obligación del constituto: en este sólo el pago extinguía la obligación para todos; 3ª, en el constituto el constituyente podía obligarse in duriorem causam, esto es, podía hacer su obligación más gravosa que la del deudor principal sin que esto hiciese nula la obligación, pero sí la hacía reducible; en la fidejussio la obligación del fidejussor no podía ser más gravosa que la del deudor principal; 4ª, por la forma en que se otorgaban las obligaciones: la del constituyente se hacía por un simple pacto, y la del fidejussor por un contrato solemne; 5ª, la ley Cicereia, que exigía la praedictio del acreedor, y la ley Cornelia, que limitaba la extensión de la intercessio, no se aplicaban al constituto; 6ª, la acción del constituto (de pecunia constituta) se acompañaba de una sponsio dimidiae partis, que obligaba a la parte que perdía el proceso, a pagar una suma igual a la mitad del valor litigioso, no se aplicaba a la fidejussio; 7ª, como el constituto era un pacto pretoriano, no exigía formas solemnes, y podía tener lugar entre ausentes.
Contratos no solemnes
El antiguo Derecho se caracterizaba por el formalismo. Respecto a los contratos puede decirse que en los primeros siglos de la legislación romana todos debían ser solemnes ; sólo más tarde en los albores de la época clásica se vino a ampliar el estrecho molde y a reaccionar contra el formalismo contractual. El primer paso fue la agregación de un nuevo sistema: de contratos reales; los primeros que aparecieron como no solemnes, consistentes en la entrega o tradición de la cosa para perfeccionar el contrato. Antiguamente no se concebía un contrato en que un acuerdo de voluntades seguido de entrega pudiera generar obligaciones sin que aquello estuviese revestido de alguna ritualidad solemne. Así, verbigracia, rememorando el estudio de las prendas e hipotecas, vimos que primitivamente había que acudir a la enajenación fiduciaria, pues la entrega o tradición de la prenda implicaba traspaso del dominio al prendario, y era menester otra enajenación inversa para la readquisición de la prenda; enajenaciones que iban de ordinario revestidas con las solemnidades de la mancipatio o de la in jure cesio. Fue solamente más tarde, y precisamente cuando se estableció el sistema de los contratos reales, no solemnes, cuando el contrato de prenda, uno de ellos, vino a admitirse perfeccionándose por la tradición acompañada del acuerdo de voluntades, encaminado a la restitución de la prenda cuando el acreedor prendario fuese pagado de su crédito.
Los contratos reales eran cuatro, a saber: mutuo o préstamo de consumo, comodato o préstamo de uso, el depósito y la prenda. El primero era unilateral y de derecho estricto; los otros tres eran bilaterales o sinalagmáticos imperfectos, por cuanto las obligaciones de una de las partes nacían desde la celebración del contrato, pero las de la otra surgían accidentalmente, con posterioridad, en virtud de circunstancias eventuales. El mutuo se distinguía de los toros contratos reales en que la tradición transfería el dominio, obligándose el mutuario a volver a transferir el dominio de cosas de la misma calidad y cantidad, a la expiración del término o plazo; en tanto que en los otros tres contratos no se transfería sino la tenencia de la cosa. El mutuo recaía sobre cosas fungibles; no así los otros contratos reales. El mutuo necesitaba cierta capacidad para celebrarlo, y había algunas personas afectadas de incapacidad especial para él; tal sucedía con los hijos de familia, conforme al senado-consulto Macedoniano. Para contratar en este negocio era menester ser dueño y tener capacidad para hacer peor su condición, o sea tener la libre administración de sus bienes. Así, el pupilo no podía celebrar este contrato sin la auctoritas del tutor, o por lo menos que el tutor lo celebrara por sí, en el ejercicio de la gestio tutoris.
Las obligaciones en este contrato unilateral iban a cargo del mutuario, quien debía devolver la suma prestada de dinero o de cosas fungibles, a su debido tiempo; no en especie sino en género, es decir, no con las mismas monedas u objetos fungibles, sino con otros tantos de la misma calidad y en la misma cantidad. Si yo estoy obligado a pagar cierta cantidad de trigo, y me descuido y dejo mal cerrada una puerta y me lo roban, no cometo culpa ninguna: genera non pereunt; yo conseguiré otra cantidad de trigo para hacer el pago. No sucedería lo mismo si se tratara de un cuerpo cierto, y cometiera culpa contractual in omittendo, pues tendría que indemnizar plenamente los perjuicios en este caso.
El mutuo de cosa ajena no era válido, por ser éste un contrato en que se transfería o debía transferirse el dominio desde el momento en que se perfeccionaba mediante la tradición. Si por acaso se daban en mutuo cosas ajenas, no valía el contrato, a menos que el mutuario las hubiera consumido de buena fe, caso que llamaban de reconciliatio mutui. La etimología de la palabra no indicaba reciprocidad de obligaciones, pues al mutuante no le incumbían ningunas, una vez perfeccionado el contrato mediante la tradición que él hacía.
La etimología, según Ortolán, es una abreviación de la frase tuum ex meo fiat; que puede ser hasta ingeniosa, pero sí representa lo sustancial de este contrato.
La acción era la condictio certae pecuniae, y también la triticaria. Se aplicaba esta última no sólo al trigo, sino figuradamente a otras cosas fungibles.
Solía exigirse también por la acción ex stipulatu, propia del contrato verbis, forma general de contratar. Y ya fuese la una, ya la otra, ambas se consideraban de derecho estricto, en las cuales el Juez tenía más estrecha órbita para su apreciación.
A diferencia de la teoría romana de las culpas, que vimos y cuyos defectos anotamos, hay otra teoría, que es la moderna, llamada de las tres culpas: grave, leve y levísima; que es la consagrada en nuestro Código Civil. La culpa lata o grave, es más o menos la misma que consagra el Derecho romano; la leve es semejante a la levis in concreto, de aquella legislación, y la levísima se asemeja a la levis in abstracto. Pero la gran diferencia entre las dos teorías está en la aplicación de las culpas en los contratos; pues en la moderna teoría no se equipara la responsabilidad de aquellos contratantes en cuyo provecho exclusivo redunda el negocio; como, por ejemplo, el comodatario y el arrendador y arrendatario, quienes respondían todos ellos igualmente, en el Derecho romano hasta de la culpa levis in abstracto; en tanto que en la moderna teoría de las tres culpas el comodatario responde hasta de la culpa levísima, pero el arrendatario y el arrendador no responden sino hasta de la culpa leve. Esta última teoría es indudablemente más lógica y más equitativa.
Contratos reales
Mutuo
Había personas incapaces de celebrar el mutuo; por el senadoconsulto Macedoniano, que toma su nombre según algunos historiadores, de Macedón, famoso usurero, y según otros, de un hijo así llamado que había atentado contra la vida de su padre, para pagar sus deudas. Dicha ley, o senadoconsulto Macedoniano, establecía prohibición de que se diese prestado dinero a los hijos de familia, de cualquiera edad. Estaba sancionada esa prohibición en una forma individual, pues el senadoconsulto no declaraba nulos los préstamos hechos a los hijos de familia, como si dijéramos hoy, con nulidad absoluta, sino que los declaraba anulables exceptionis ope. Cuando el hijo de familia deudor era demandado por su acreedor por un préstamo de dinero, quedaba al arbitrio de aquél pagar o nó; pues si no quería pagar, podía invocar el senadoconsulto Macedoniano, en forma de excepción perentoria. Era, pues, un freno para los usureros, quienes venían a quedar a merced de la buena o mala fe del deudor y sin protección de la ley. Sistema que pudo tener sus ventajas para reprimir la usura, pero que en el fondo pugnaba contra la equidad y la justicia, pues autorizaba la mala fe en el deudor. En el Derecho moderno hay un principio que establece una doctrina contraria, pues considera inmoral el invocar a sabiendas una nulidad en la celebración de un contrato, cuando el que la invoca la conocía de antemano (artículo 1742 del Código Civil) (artículo 15, Ley 95 de 1890).
Naturaleza del contrato de mutuo -; Era un contrato unilateral y de derecho estricto, que, como contrato real, se perfeccionaba mediante a tradición o entrega de cosas de género, o fungibles (quae pondere, número, mensurave constant), transfiriendo el dominio al mutuario, quien se obligaba a volverlo a transferir cuando venciera el plazo; más no de las mismas cosas, sino de otras del mismo género y calidad y en igual cantidad.
La tradición era para el efecto una datio, que significa transferencia de propiedad. Según las Institutas de Justiniano, la cosa en el mutuo se da de tal manera ut ex meo tuum fiat, expresión que se considera equivaler al sentido etimológico del mutuum.
Condiciones esenciales del contrato de mutuo –Eran cuatro, a saber: 1ª, la tradición traslaticia de propiedad (mutui datio), la cual viene a ser consecuencia lógica de los fines que persigue ese contrato; pues, ¿cómo podría disponer de la cosa el mutuario, que la necesita en préstamo de consumo, si no se le hiciese propietario de ella? 2ª, la intención de formar una obligación. Si faltare esa intención, ya no será mutuo sino una donación. Mas para que así sea en realidad es necesario que por ambas partes contratantes se acuerde esa intención; pues si faltare, ya en el tradens, ya en el accipiens, no habrá tal tradición por falta del acuerdo de voluntades, que es la convención, elemento preliminar de todo contrato, y sin el cual no podrá llegar a existir la obligación; 3ª, la obligación que las partes se proponen establecer, a cargo de una sola de ellas (del mutuario), ha de consistir, como atrás se dijo, en volver a transferir en propiedad, cosas semejantes por su naturaleza y calidad, y 4ª, que las cosas dadas en mutuo sean contadas, pesadas o medidas.
La dación (datio) considerada como condición necesaria para la formación del contrato de mutuo. Tres cuestiones se ofrecen a nuestro estudio pore ste aspecto: 1ª, ¿cuál es el objeto de la mutui datio?, 2ª, ¿por quién debe ser hecha?, 3ª, ¿cuáles son las consecuencias de la necesidad de esa dación?
Objeto de la MUTUI DATIO –Según Gayo, el mutuo tiene por objeto cosas de aquellas quae póndere, número, mensurave constant, que pueden fácilmente sustituirse unas a otras, verbigracia las monedas, y también todas aquellas cosas que se destruyen por el primer uso.
¿Por quién debe ser hecha la DATIO? Generalmente de un modo directo por el mutuante o prestamista, o bien por las personas que, por hallarse bajo su potestad, pueden representarlo (esclavos, hijos, mujer in manu); pues no se debe perder de vista la teoría de que una persona extraña no puede hacer nacer derechos o establecer obligaciones a favor de otra persona a quien no podía representar.
Sin embargo, dada la teoría conocida de las tradiciones brevi manu, que el jurisconsulto Ulpiano dio a conocer y sostuvo siempre, bien podía convertirse, verbigracia, el depósito en mutuo sin necesidad de una doble y recíproca tradición, o más bien, de dos tradiciones sucesivas. El mandatario que ha recaudado dineros que se me deben, obtiene por autorización mía que ese dinero quede en su poder a título de mutuo; este es otro caso en el cual se aplica la teoría de la tradición brevi manu.
Consecuencias derivadas de la necesidad de una DACIÓN –El mutuo de cosas ajenas es nulo en Derecho romano, por regla general; pues mal podría transferir propiedad quien no la tiene (nemo dat quod non habet); sólo en el caso de que el mutuario haya consumido de buena fe las cosas fungibles que eran ajenas, se admitía la validación del contrato, a virtud de una reconciliatio mutui, que daba lugar a la acción personal. La acción de este contrato era la condictio certae pecuniae, y también la condictio triticaria, acciones de derecho estricto.
Préstamo a interés –El mutuo, como contrato de derecho estricto que era, y como contrato real, tenía por causa y por medida de la obligación del mutuario, la cantidad de cosas fungibles que había recibido, ni más ni menos; de suerte que para hacerle producir intereses, era menester una estipulación (stipulatio verbis), o un pacto adjunto. Este último no producía efecto ipso jure, aunque fuese agregado incontinenti, salvo en casos excepcionales, como en los préstamos de cereales, en los que se hacían a las ciudades y a los banqueros, y en el náuticum foenus o trajectitia pecunia, llamados préstamos a la gruesa ventura: transportes al través de los mares, para empresas más o menos aventuradas.
El interés tuvo en Roma una tasa legal: en el antiguo derecho (Ley de las Doce Tablas) era el uniciarium foenus, de uncia, onza, o sea la duodécima parte del as (pondium); equivalía, pues, a la doceava parte del capital, es decir, un 8 1/3 por 100, anual. En tiempo de Cicerón, o sea a principios de la época clásica, la tasa era del 12 por 100 anual (centéssimae usurae), una centésima parte por mes. Bajo Justiniano la tasa legal de los intereses osciló entre el 6 y el 8 por 100 anual. Este Emperador introdujo varias restricciones para corregir abusos; tales fueron la de impedir que las capitalizaciones excediesen del duplo, y la prohibición del anatocismo (interés compuesto).
Comodato
El comodato o préstamo de uso era un contrato por el cual una de las partes (el comodante) entregaba a la otra (comodatario), gratuitamente una cosa considerada como cuerpo cierto, cosa que éste se obliga a devolverle a aquél in specie, después de haberse servido de ella durante el tiempo convenido (I. J. III, 14,32) (artículo 2200 del Código Civil).
El comodato no transfiere al comodatario la propiedad de la cosa, a diferencia del mutuo, que sí la transfiere; ni aún siquiera la posesión civil ánimo dómini de la cosa prestada. El comodatario ejercita por cuenta del comodante, y en cuanto al elemento material (corpus), la posesión; y por lo que a aquél concierne, sólo le corresponde la tenencia sobre la cosa y el derecho de usarla, que el comodante le ha conferido. Este contrato es gratuito, por esencia; desde que se convenga en una remuneración, dejará de ser comodato para convertirse en arrendamiento o en un contrato innominado.
Fines del contrato –Este contrato se inspira generalmente en un sentimiento de benevolencia y en una intención de liberalidad a favor del comodatario.
Cosas que podían ser objeto del comodato –Lo eran las que estaban en el comercio, tanto muebles como inmuebles, consideradas in specie, o sea como cuerpos ciertos. Excepcionalmente podían ser objeto de comodato cosas in genere, o fungibles (como aquí se dice), para devolverlas tales como se recibieron; ad pompam et ostentationem, como cuando doy prestadas a mi vecino unas monedas de oro para adorno de una fiesta.
Derechos y obligaciones de las partes –El comodato siendo, como era, un contrato sinalagmático imperfecto, implicaba obligaciones principales o directas a cargo de uno de los contratantes, y obligaciones accidentales a cargo del otro.
Obligaciones principales, a cargo del comodatario: 1ª, restituir la cosa prestada, con sus frutos y productos, después de cumplido el término convencional, o después del uso convenido. 2ª, no emplear la cosa en otros usos fuera del determinado en la convención, y sólo durante el tiempo señalado. Si se extralimitaba, podía incurrir en furtum usus, con las sanciones penales correspondientes. Si obraba sin mala intención, incurría en abuso, que lo hacía responsable de los daños y perjuicios (I. J. II – 14, parágrafo 2º, in fine); 3º, responder de toda clase de culpas.
Obligaciones accidentales del comodante: 1ª, reconocer y pagar las expensas extraordinarias hechas por el comodatario para la conservación de la cosa, y que hubieren sido necesarias para ese fin. No así los gastos ordinarios, encaminados a facilitar el uso y goce de la cosa prestada, verbigracia, la alimentación del caballo. 2ª, indemnizar al comodatario el perjuicio que le hubiere causado por su dolo o por culpa grave (mínimum de responsabilidad), desde luego que este contrato redundaba en beneficio exclusico del comodatario, quien tenía por consiguiente el máximum de responsabilidad por culpas contractuales. Las acciones emanadas de este contrato eran: la actio commodati directa para el comodante contra el comodatario, y la actio commodati contraria, de que podía usar el comodatario contra el comodante.
Depósito
El depósito era un contrato real, sinalagmático imperfecto y de buena fe, lo mismo que el comodato y la prenda; pues entre los contratos reales solamente el mutuo era unilateral y de derecho estricto. El depósito se perfeccionaba, como todo contrato real, por la tradición o entrega de la cosa, hecha por el depositante al depositario. Las obligaciones principales u originarias, que nacían con la entrega, o sea desde la celebración del contrato, iban a cargo del depositario y estaban sancionadas con la acción depositi directa. Las obligaciones accidentales, que podían nacer después de la celebración del contrato y mediante circunstancias eventuales, iban a cargo del depositante, y estaban sancionadas con la acción depositi contraria, cuyo ejercicio correspondía al depositario. Las obligaciones del depositario eran: 1ª, custodiar la cosa; 2ª, abstenerse de usarla, so pena de incurrir en furtum usus, que tenía acción penal; y 3ª, devolver o entregar la cosa al depositante, en cualquier momento que éste la exigiere.
1º Custodiar la cosa –En esa obligación se comprendían la diligencia y cuidado correspondientes a la naturaleza de este contrato, y en relación con el provecho o beneficio que reportaran los contratantes, según lo ya estudiado y estatuido en la teoría de las culpas; y por lo tanto el depositario tenía el mínimun de responsabilidad por culpas contractuales, es decir, respondía solamente de la culpa lata, o sea de la falta de aquella diligencia y cuidado, que aun los hombres negligentes o poco cuidadosos emplean ordinariamente. Y ello era así por cuanto en este contrato el depositario no obtenía beneficio, pues el depósito era un contrato esencialmente gratuito en el Derecho romano, y , como ya vimos, tampoco le era permitido el uso de la cosa; y en cambio el depositante recibía el beneficio gratuitamente. Sólo en aquel depósito especial llamado necesario o miserable, había lugar a mayor grado de responsabilidad por culpas contractuales a cargo del depositario; y esto en atención a que esa especie de depósito era tal, que no daba lugar a elegir la persona del depositario, pues era el depósito que se hacía a cualquiera persona en momentos de afán o de conflicto, como en un incendio, naufragio, terremoto u otra calamidad semejante. En estos casos el depositario lelvaba un máximum de responsabilidad por culpa contractual, aun cuando no derivase del contrato ningún beneficio. Respondía, pues, de toda culpa, hasta la levis in abstracto.
La segunda obligación del depositario ya vimos que era la de abstenerse de usar la cosa depositada, a menos que el depositante lo hubiese autorizado expresamente para usarla; pues esta condición de no uso, que es de ley y se sobreentendía en todo depósito, era por ende de la naturaleza del contrato, pero no de su esencia.
Tercera obligación del depositario – Restituir la cosa depositada en el mismo estado en que la hubiera recibido, siendo de su cargo los deterioros que por culpa grave suya hubiere sufrido la cosa, y teniendo derecho a su vez a exigir el reembolso de los gastos de conservación o de mantenimiento, verbigracia, en los semovientes, y también las expensas o mejoras necesarias, hechas para evitar la destrucción de la cosa. Este derecho era correlativo a una de las obligaciones accidentales el depositante, las cuales eran:
1ª La que ya se ha mencionado, o sea la de reembolsarle al depositario los gastos mencionados; y
2º Estar exento de toda culpa en el contrato, respondiendo por consiguiente hasta de la culpa levis in abstracto; lo cual le obligaba a poner de su parte, en relación con el depósito, el cuidado y previsión del pater-familias más diligente, tomado como tipo ideal: diligentíssimus pater-familias; de manera que el depositante estaba obligado a usar de una extremada escrupulosidad en advertir al depositario de cualquier defecto que pudiera producirle incomodidades o perjuicios en su habitación, bienes o casas, por el manejo o conservación de esas cosas, verbigracia: si pudiere humedecerse o dañarse el piso del local donde se guardasen, o por contener calidades explosivas los objetos colocados allí, etc.
Había otra especie de depósito, llamado irregular, que consistía en el que se hiciera de dinero o de cosas fungibles, suspceptibles éstas de alterarse, deteriorarse o corromperse al estar indefinidamente guardadas, por lo cual el depositario quedaba autorizado para usarlas, consumirlas o aun enajenarlas y disponer de ellas, reemplazándolas al tiempo de su devolución por otras de igual calidad y en la misma cantidad. Esta especie de depósito tenía mucha semejanza con el contrato de mutuo, y por eso el depositario adquiría el dominio de las cosas depositadas in genere, porque ellas, dada su naturaleza, especialmente el dinero, se hacen propias del que las recibe; y aun cuando el título no es de suyo traslaticio de dominio, queda en la obligación de volver a transferir la propiedad al primitivo dueño; de modo que solamente cuando el dinero es dado al depositario en caja cerrada, se entiende que queda obligado a restituirlo intacto; no así cuando se le entrega en monedas corrientes con expresión de la cantidad, pues entonces se subentiende la adquisición del dominio con obligación de restituirlo.
Prenda
Vimos en el primer curso la evolución lenta y progresiva que tuvieron en Roma las garantías prendarias, principiando con aquella institución de la "enajenación fiduciaria", precursora del contrato de prenda, y que existió cuando no se había dado lugar en la legislación a los contratos reales sino que todo contrato estaba revestido de solemnidades, y toda tradición estaba encaminada a transferir el dominio; pero aún no se concebía que la entrega de una cosa, precedida de un acuerdo de voluntades, sin estar acompañada de una solemnidad, pudiera formar un contrato en Derecho civil. Y esto fue lo que más tarde vino a obtenerse con el contrato real de prenda, el cual consistía en la entrega de una cosa corporal en garantía, como contrato accesorio, para respaldar alguna deuda, y con obligación, por parte del acreedor prendario, de restituir la cosa una vez cubierta su acreencia.
Era este un contrato de buena fe, sinalagmático imperfecto, en cuanto que surgían desde un principio obligaciones principales a cargo de una de las partes; y podían surgir, a posteriori , obligaciones accidentales a cargo de la otra. El contrato de prenda daba lugar a la acción pignoraticia directa, a favor del constituyente contra el acreedor prendario; y también producía la acción pignoraticia contraria, a cargo del constituyente.
OBLIGACIONES PRINCIPALES, A CARGO DEL ACREEDOR PRENDARIO
Eran; 1ª, custodiar la cosa, respondiendo hasta de la culpa levis in abstrcto. Esto sucedía en el sistema romano, no sólo al deudor de cuerpo cierto en cuyo provecho redundase el contrato, sino también cuando redundaba a favor de ambas partes, como en el caso de la prenda; 2ª, abstenerse de usar la cosa, bajo sanción de incurrir en la pena que acarreaba el furtum usus, y 3ª, restituir la prenda, una vez obtenido el pago de la acreencia. Por este aspecto, que es el más importante y trascendental del contrato de prenda, debe examinarse la cuestión de la facultad que el acreedor prendario pueda tener para enajenar la cosa recibida en prenda, cuando no se le paga la deuda a su debido tiempo.
En un principio no estaba en la naturaleza del contrato la facultad de enajenar la prenda; después se modificó la institución por la jurisprudencia, hasta reconocer este derecho, pero con la limitación de restituir el excedente y sin que fuese permitido apropiarse de la prenda en pago de la deuda. Esta misma doctrina es la que hoy rige; pero muchos de los que se ocupan en estos negocios, abusan disfrazando el contrato con el nombre de venta bajo condición resolutoria, y de otras maneras. Pero este abuso puede corregirse, y en realidad ha reaccionado contra él nuestra jurisprudencia interpretando los contratos, no con el nombre que se les dé en el documento en el cual constan, sino según su verdadera naturaleza. En el Derecho romano se consideraba al prendario, por cierto aspecto, como poseedor de la prenda, como una especie de semi-posesión, que le facultaba para invocar directamente en su favor los interdictos posesorios, sin necesidad de acudir al dueño de la cosa pignorada, no obstante ser aquél un tenedor sine animo domini. Era ésta la posesión llamada natural; con ella no podía adquirir nunca la cosa el prendario por usucapión, por impedírselo el principio consignado en el conocido aforismo: nemo sibi ipsi causam possessionis mutare potest.
OBLIGACIONES ACCIDENTALES, A CARGO DEL CONSTITUYENTE
Estas obligaciones podían sobrevenir en razón de gastos o expensas en la conservación de la cosa, aun los ordinarios, y los extraordinarios con mayor razón. Aun los ordinarios –decimos- como alimentación de un semoviente o de un esclavo, puesto que no teniendo el acreedor prendario derecho a la cosa ni a sus productos, no estaba tampoco obligado a los gastos de manutención o de conservación de esa cosa, como sí lo estaba el comodatario, quien tenía derecho al uso gratuito de la cosa. Pero el prendario debía rendir cuenta de los productos y abonarlos al pago de los intereses, y atender con ellos al pago de los gastos de conservación de la cosa.
El constituyente de la prenda respondía también de toda culpa contractual, por ser éste un contrato que redundaba en beneficio de ambas partes y que tenía por objeto un cuerpo cierto; pero, en cuanto se refería a la obligación principal, si era de mutuo o préstamo de dinero, no había lugar a aplicar la teoría de las culpas, según el aforismo genera non pereunt.
Contratos consensuales
Estos fueron usados por los peregrinos, y originarios del Derecho de gentes. Para los romanos eran simples pactos, que en la antigua legislación no producían efectos civiles, pero que más tarde, en la época clásica, fueron elevados a la categoría de contratos, con lo cual se dio un paso avanzado, después del de los contratos reales, hacia la ampliación de los sistemas contractuales, en el camino de reacción ya iniciada contra el antiguo formalismo.
Consistían estos contratos en el solo acuerdo de las voluntades, único requisito para perfeccionarlos, sobre la base, ya conocida, de los elementos esenciales a toda convención, a saber: capacidad, consentimiento, objeto y causa; de suerte que ellos se identificaban con el concepto de convención, pero estaban limitados a cuatro: compraventa, arrendamiento, sociedad y mandato.
COMPRAVENTA
La venta fue antiguamente un contrato real, llamado venumdatio (venum datio, dación en venta), y dación es equivalente a un traspaso de dominio; d suerte que en ese entonces la venta se perfeccionaba con la tradición de la cosa vendida, sobre la cual el vendedor debía tener el derecho de propiedad. Por consiguiente, en esa forma antigua del contrato de venta, no era admisible la venta de cosa ajena. Después, en la época clásica, con la innovación de los contratos consensuales, llegó a cambiarse la naturaleza de este contrato, el cual, como sus congéneres, vino a perfeccionarse por el mero consentimiento, sin necesidad de tradición y mucho menos de dominio quiritario; derecho que no podían adquirir los peregrinos, quienes, como ya hemos visto, fueron los iniciadores de los contratos consensuales, con los que se establecían meras obligaciones personales, emanadas del mutuo consentimiento. Así, pues, la venta, que vino a tomar el nombre de emptio-venditio (compraventa), no requería de parte del vendedor tener dominio quiritario, ni tampoco vino a ser forzoso transferirlo en toda venta, bastándole al vendedor obligarse a darle al comprador la posesión pacífica y útil de la cosa vendida; posesión mediante la cual podía llegar el comprador a adquirir el dominio quiritario por medio de la usucapión, o adquirir al menos propiedad bonitaria.
Bajo este nuevo régimen vino a admitirse lógicamente la validez del contrato de venta de cosa ajena, sin perjuicio, por supuesto, del derecho de dominio del verdadero dueño, mientras no se hubiera extinguido por la prescripción.
Esta doctrina es la misma que rige en nuestro Derecho civil, a diferencia de la teoría francesa, que no admite la validez de la venta de cosa ajena; pero ello depende de que en Francia, excepcionalmente, y hasta pudiera decirse, por cierta anomalía, el contrato de compraventa, a diferencia de los demás contratos, no establece meras obligaciones personales, sino que transfiere por sí solo, y aun antes de hacer la entrega o tradición, el dominio de la cosa vendida; mas para ello es necesario ser dueño o propietario de ella; pues conforme a los principios universales del derecho, nadie puede transferir más derechos sobre una cosa que los que él mismo tiene, como decían los romanos: nemo dat quoe non habet, y también "nemo plus juris in alium transferre potest quam quod ipse habet". (Véase artículo 1871, Código Civil Colombiano).
Así pues, tanto en el sistema romano clásico y en el nuestro, que es el mismo, como en el sistema francés, campea una rigurosa lógica; porque en cada uno de estos sistemas hay una base o punto de partida distinto. Habíamos visto las reglas generales a cerca de los contratos consensuales, y del principal de ellos: la compraventa.
La compraventa era un contrato sinalagmático perfecto, pues las obligaciones bilaterales surgían simultáneamente, desde la celebración del contrato. Las obligaciones del vendedor eran cuatro: 1ª, de entregar la cosa; 2ª, de garantizar la posesión pacífica de ella; 3ª, garantizar la posesión útil; 4ª, estar exento de dolo.
1º Obligación de entregar la cosa – Siendo un contrato consensual generador de obligaciones, se perfeccionaba por el solo consentimiento; y por consiguiente la tradición no constituía, como en los contratos reales, un elemento actual o inmediato que entrase en la formación o perfección del contrato mismo, sino una obligación pendiente. Al hablar del contrato de compraventa, debe entenderse cuando esto se hace a crédito, y con un plazo ya sea para la entrega de la cosa, ya para el pago del precio, descartando por consiguiente las ventas al contado, al menos en cuanto se trate de la primera y principal obligación. Así, pues, el que vendía a crédito o con plazo para la entrega de la cosa, se obligaba a hacer tradición de ella. Esta tradición debía ser traslaticia de dominio, o por lo menos de propiedad bonitaria, de suerte que el comprador entrase mediante ella en posesión. Ya se tratara de alguna cosa propia del vendedor, ya se tratara de una cosa ajena, sobre la cual vimos que en el último estado del Derecho romano esta venta era válida, sin perjuicio del derecho real del verdadero dueño mientras no se extinguiera por la usucapión, o por la prescripción longi temporis. No era, pues, menester en rigor, que el vendedor fuese el verdadero dueño de la cosa vendida; pues no transfiriéndose por el contrato el dominio, sino siendo éste meramente generador de obligaciones personales, bien se comprende que el vendedor podía obligarse hoy a entregar más tarde al comprador una cosa que hoy no le perteneciera, pero que estando en el comercio, bien podía adquirirla y cumplir entonces su compromiso; bien podía, especialmente en los negocios con los peregrinos, no tener sino la propiedad bonitaria y poner en posesión al comprador para que éste pudiera, si era ciudadano romano, convertir su propiedad bonitaria en quiritaria mediante la usucapión. Bien podía un comprador de cosa ajena entrando en posesión de la cosa comprada con justo título y buena fe, transformar su posesión en verdadero dominio (por descuido o abandono en reclamarla el verdadero dueño durante cierto tiempo), con la usucapión. Dentro de esta teoría se explica la validez y eficacia del contrato de compraventa de cosa ajena, sin atacar el derecho del dueño. Así se comprende bien cuál es el verdadero significado y alcance en la validez de la venta de cosa ajena.
2º Obligación de garantizar la posesión pacífica de la cosa –Si el comprador es molestado o perturbado en la posesión de la cosa comprada, no por ello puede intentar la resolución ni la rescisión del contrato sin cumplir al vendedor la garantía de sus obligaciones nacidas del mismo. Y en ese supuesto, lo primero que podía hacer era exigirle que saliese a la defensa de la cosa, lo que se expresa en praestare autoritatem, que en nuestro Derecho civil se llama "denunciar el pleito", citando al vendedor para que intervenga en el juicio reivindicatorio como coadyuvante suyo en sus diferencias con el actor; derecho que tiene el comprador perturbado o molestado, y que a la vez es en cierto modo una obligación de su parte, a fin de poder asegurar, APRA después, el saneamiento en caso de evicción; pues si el comprador no cita al vendedor dándole noticia oportuna de lo que ocurre, a fin de que éste pueda hacer valer en tiempo oportuno sus títulos y demás medios de defensa, no podrá después exigir el comprador que en caso de evicción el vendedor le sanee la venta; precepto éste que rige en nuestro Derecho civil, a la par del romano. Así, pues, esta obligación de garantizar la posesión pacífica tenía dos grados o situaciones sucesivas: primera, la de praestare autoritatem, y después la de sanear la evicción, en el supuesto de salir vencido el comprador perdiendo la posesión de la cosa comprada mediante una sentencia de reivindicación a favor de un tercero que resulta ser el verdadero dueño de la cosa; caso en el cual el vendedor viene a estar obligado a devolver el precio que hubiere recibido, y en todo caso a indemnizar los perjuicios.
La evicción podía ser total o parcial; caso que el poseedor vencido fuera condenado a entregar la cosa toda, o que solamente se le reclamara y perdiera por sentencia un parte de ella, o que se declarase por sentencia, verbigracia, una servidumbre predial, o bien una personal, como el usufructo. Había aquí una evicción parcial: que daba lugar a una indemnización proporcional. Sufrir evicción significa ser vencido en juicio.
OBLIGACIÓN DE GARANTIZAR LA POSESIÓN ÚTIL DE LA COSA
Esta obligación consistía en responder de los vicios de la cosa vendida que pudiesen lesionar la equidad y hacer exigible la rescisión de la venta, o alguna otra forma de indemnización.
En los tiempos más antiguos, bajo el régimen del derecho estricto y e los contratos solemnes, el vendedor sólo debía responder de sus afirmaciones con respecto a las cualidades de la cosa vendida y con respecto a los vicios de que el vendedor la hubiera declarado exenta. De suerte que en la práctica se le exigía al vendedor que declarase expresamente las cualidades de la cosa y que manifestara los defectos que tenía y aquellos de que estaba exenta. Esas manifestaciones, hechas solemnemente, estaban sancionadas con la acción ex stipulatu, que elevaba al duplo el valor del perjuicio que el comprador sufriera por causa de la mala calidad de la cosa, siempre que ello implicase una inexactitud en las afirmaciones hechas por el vendedor; mas éste no respondía, en aquella época, por los defectos ocultos de la cosa que no hubieran sido objeto de sus expresas declaraciones, aunque hubiera sido acaso conocidos por el mismo vendedor: tal era el derecho estricto. Mas no fue así en la época siguiente, en los tiempos clásicos, cuando la venta vino a figurar entre los contratos consensuales, que eran todos ellos de buena fe: porque entonces vino a aplicarse un criterio interpretativo distinto, de mayor amplitud y equidad, ya en el Derecho civil, ya en el honorario; especialmente este último vino a crear dos acciones encaminadas directamente a establecer sanción contra el vendedor en razón de los vicios de la cosa vendida; tales acciones fueron la redhibitoria y la quanti minoris, establecidas en el Edicto de los Ediles curules, magistrados a cuyo cargo estaba la inspección y reglamentación de las ferias y mercados públicos. Los Ediles curules de Roma expidieron, entre otras resoluciones, un Edicto que ha pasado a la historia de la Jurisprudencia, y que se aplicó en un principio sólo a las ventas importantes, como eran las de los esclavos y animales de tiro y de carga, y que tenía también prohibiciones policivas sancionadas con multas contra aquellos que las quebrantasen, como la de tener dentro de la ciudad animales feroces sin las competentes seguridades.
El Edicto e los Ediles curules tenía varios capítulos, tres de ellos de la mayor importancia: en el primero se corroboraban las sanciones del Derecho civil antiguo con la acción ex stipulatu duplae, para que el vendedor respondiese por las inexactitudes de sus afirmaciones sobre las cualidades y los vicios de la cosa vendida; por el segundo capítulo se establecían obligaciones más equitativas aún, pues se hacía responsable al vendedor, no solamente de la falta de aquellas cualidades por él garantizadas y por la existencia de los vicios de que él la hubiera declarado exenta, sino también por los vicios ocultos sobre los cuales hubiese guardado silencio, siempre que esos vicios no hubieran sido palpables o fáciles de descubrir por el comprador en razón de su profesión u oficio o de sus peculiares circunstancias personales, aplicando, como se ve, en esta materia, un criterio propio de los contratos de buena fe. Esta responsabilidad del vendedor la sancionaron los Ediles en el segundo capítulo de su edicto con las dos acciones ya mencionadas, a saber: la redhibitoria, que se encaminaba a obtener la rescisión de la venta y la quanti minoris a obtener rebaja en el precio, proporcional al valo4r del perjuicio sufrido por los vicios o mala calidad de la cosa. Ambas acciones, como honorarias que eran, no podían ejercitarse sino dentro de breves términos, de un año y de seis meses.
El tercer capítulo del Edicto de los Ediles curules contenía la prohibición de mantener en la ciudad animales fieros que pudiesen causar daño en las personas, en los esclavos y animales, o en la propiedad en general; y fijaba fuertes multas, por vía de indemnización, a las personas lesionadas por la infracción e este precepto.
OBLIGACIÓN DE ESTAR EXENTO DE DOLO
Parece a primera vista una redundancia el enumerar esta obligación entre las correspondientes al vendedor, siendo así que la venta era un contrato de buena fe, y que por consiguiente el vendedor, lo mismo que el otro contratante en cualquier contrato de buena fe, debía estar exento de dolo. Pero al enumerar los expositores estas obligaciones entre las principales del vendedor, quisieron poner de relieve la buena fe que debe presidir las relaciones jurídicas entre compradores y vendedores; de suerte que cualquiera omisión o reticencia maliciosa debía considerarse, y en efecto se consideraba, como violación del contrato. Y así, por ejemplo, aun cuando, como vimos ya, estaba admitida en aquel régimen la venta de cosa ajena, el comprador podía exigirle a su vendedor la transferencia del dominio quiritario mediante la mancipatio o la in jure cesio, si era el caso, cuando apareciera que el vendedor tenía título quiritario, no bastándole en este caso dar la posesión de la cosa al comprador.
OBLIGACIONES DEL COMPRADOR
La principal era la de pagar el precio, el cual debía consistir precisamente en dinero (pecunia nummerata), pues si consistía en otras cosas ya no sería venta, sino permuta o cambio, o cualquier otro negocio. El pago del precio debía hacerse inmediatamente después de la entrega de la cosa, si no se había convenido un plazo; y tan rigurosa era esta obligación que la entrega o tradición en la compraventa quedaba ineficaz en cuanto a la transmisión del dominio si el precio no se pagaba; de esa manera, pues, se presumía que la intención de transferir la propiedad había quedado en suspenso; a menos que, como ya se ha dicho, el vendedor hubiera seguido la fe del comprador concediendo un plazo, pues entonces la transferencia del dominio se efectuaba definitivamente si el vendedor era dueño de la cosa y hacía tradición o efectuaba alguno de los otros modos traslaticios de propiedad, según la naturaleza de aquélla.
Si el comprador no cumplía con su principal obligación, de pagar el precio al vencimiento del plazo, se procedía a requerirlo para que quedase constituido en ora; pues en el Derecho romano no bastaba generalmente la llegada del día; y, en estos casos, no había otra sanción que la de obligarle al pago del precio y de los perjuicios de la mora, consistentes en los intereses moratorios.
Pero no existía allá, como aquí, la condición resolutoria tácita por falta de pago del precio, propia de todos los contratos bilaterales y muy especial del contrato de venta en nuestro Derecho civil. Allá era indispensable para exigir la resolución del contrato de venta con indemnización de perjuicios, que se hubiese agregado al contrato un pacto comisorio (pactum legis comissoriae), para que pudiera obtenerse aquel fin; pacto que también figura en nuestras instituciones, pero que puede casi considerarse como una redundancia, dadas las condiciones resolutorias existentes por ministerio de la ley. Respecto de la indemnización por culpa contractual, en el comprador no había lugar a ella por ser una obligación de género. El contratante debía ser equitativo hasta cierto punto; no en absoluto, porque en materia de negocios el vendedor procura vender lo más alto posible, y el comprador comprar lo más bajo que pueda; pero en estas tendencias naturales debía haber un límite en la acción rescisoria, que desde entonces por una constitución imperial fue establecida en caso de lesión ultra dimidium, más allá del justo precio. Esta debía entenderse sobre el precio corriente de compraventa en esa plaza o lugar de la venta, a la fecha del contrato; pero esta acción, que hoy es uniforme o recíproca, no tenía lugar sino a favor del vendedor según la idea dominante entonces, consignada en estas expresiones: invidia penes emptorem, inopia penes venditorem.
Se creía que la venta era determinada únicamente por la codicia en el comprador y por la necesidad en el vendedor. Juzgaban los romanos, según esto, que sólo debía ampararse al vendedor, que, urgido por la miseria o la necesidad, se había visto obligado a vender a menosprecio alguna cosa dándola por menos de la mitad de su justo valor. Esta acción expiraba a los cuatro años, de donde se ha tomado el mismo término para su prescripción en las actuales legislaciones.
Resta estudiar los elementos esenciales en el contrato de venta, que son: el consentimiento, la cosa vendida, llamada merx, y el precio.
Se dijo que el comprador no llegaba a ser propietario de la cosa en virtud de la tradición, mientras no hubiera pagado el precio. Por tanto el vendedor conservaba la propiedad, con la acción reivindicatoria, más eficaz todavía que la acción personal del contrato; a no ser que hubiera seguido la fe del comprador concediéndole un plazo, o que hubiese asegurado su acreencia el vendedor mediante alguna caución, pues en estos casos sí quedaba transmitido el dominio desde que la tradición tuviera lugar. Con todo, podía el vendedor, por un pacto expreso, reservarse el dominio hasta el pago del precio (pactum reservati dominii).
Podía también constituirse una hipoteca sobre la cosa vendida para asegurar el pago del precio o de alguna parte e él, práctica que hoy vemos en la venta de bienes raíces.
ELEMENTOS ESENCIALES DE LA COMPRAVENTA
Consensus- El contrato se consideraba perfeccionado desde que las partes se ponían de acuerdo en la cosa y en el precio. La intervención de arras servía para asegurar el cumplimiento de las respectivas obligaciones, en tal manera que pudiesen las partes desistir pero perdiendo las arras quien las dio, o restituyéndolas dobladas el que las hubiera recibido (artículo 1859 del Código Civil).
En tiempo de Justiniano no podía subordinarse el consentimiento a la redacción de un documento, para que no se estimara definitivo mientras no se hubiese firmado esa acta o documento, por ambas partes (syngraphae), el cual servía a la vez como prueba del contrato.
Merx –La cosa vendida podía ser corporal o incorporal, con tal que pudiera entrar en el patrimonio: cosas singulares o universalidades, verbigracia una herencia; cuerpos ciertos y cosas in genere; cosas presentes y cosas futuras que pudiesen llegar a existir.
En estas últimas la compraventa podía ser de dos maneras: emptio spei y emptio rei speratae. La primera era un contrato puro y simple, de carácter aleatorio: se compraba la suerte (alea), como el resultado incierto de una pesca, o como se compra hoy un billete de lotería; se compra la cosa futura, en forma definitiva, sea que se realice o no la esperanza, y el precio se debe pagar en todo caso. Muy distinta es la segunda forma enunciada: en ésta el contrato es condicional y conmutativo, pues se entiende hecho bajo la condición tácita de que la cosa esperada, verbigracia, la cosecha de un campo, llegue a producirse; en esta venta el precio no se debe si la condición tácita no se realiza, pues el contrato conmutativo es aquel en que una parte recibe algo que se considera equivalente de lo que ella da o promete. La misma doctrina se encuentra en nuestro Código Civil (artículo 1869).
Pretium –El precio tenía que consistir en dinero, pues de otra manera el contrato no sería de compraventa (pecunia nummerata). El pago del precio era la principal obligación del comprador, y debía cubrirse inmediatamente después de recibida la merx, si no se había obtenido un plazo para el pago.
Por el pacto comisorio se reservaba el vendedor el derecho a resolver el contrato si no se le pagaba el precio oportunamente. Pacto expreso, pues los romanos no admitían, como nosotros, la condición resolutoria tácita.
¿Cuándo podía rehusarse el pago del precio? Si el vendedor no entregaba la cosa en el tiempo convenido, podía a su vez el comprador retener el precio, mas no por temores o amenazas de evicción. Si descubría alguna hipoteca oculta podía también negarse a pagar el precio, mientras el vendedor no le quitara el gravamen. Si descubría no ser dueño el vendedor, por eso sólo no podía rehusar el pago, pues ya se ha visto que en este caso, y aun en el de ser demandado el comprador por un tercero reivindicante, la acción competente era la actio auctoritatis contra el vendedor para exigirle la cooperación a que era obligado en defensa de la cosa vendida.
Teoría de los riesgos en la venta –Regla. En las ventas puras y simples o a término, tratándose de una cosa cierta (res certa), los riesgos, o sea la pérdida o la destrucción de la cosa por caso fortuito, iban a cargo del comprador, o acreedor de un cuerpo cierto. Principio que estaba expresado así: Interitu rei certae debitor liberatur.
Así, pues, si la cosa vendida quedaba en poder del vendedor (cuerpo cierto), y si perecía por caso fortuito o fuerza mayor sin estar en mora el vendedor, la obligación de éste de entregar la cosa al comprador se tenía pro cumplida (pro impleta), y su consecuencia era la de conservar el derecho de exigir el pago del precio de la misma manera que si hubiese efectuado realmente la entrega de la cosa vendida al comprador. Pero se dirá: ¿Y porqué se exige el comprador el pago del precio de una cosa que no recibe? A primera vista parece esto una injusticia; mas si se medita el punto a la luz de los principios de equidad, se hallará que no hay injusticia alguna; y más bien, al contrario, la habría si se aplicase una misma regla al vendedor que perdió la cosa por un hecho o culpa suya que al que sufrió una pérdida fortuita; pus claro está que el vendedor de un cuerpo cierto perdido en poder suyo por culpa, debe indemnizar al comprador los perjuicios, que representan el valor de la venta, en dinero, y algo más si pretende que a su vez el comprador le pague el precio, o si éste ya lo había pagado. No sería lo mismo cuando el vendedor puso de su parte cuanto era menester para conservar y entregar la cosa vendida, mas no pudo efectuarlo por causas superiores a su voluntad; pues sería inicuo medir con una misma vara al vendedor culpable que al vendedor cumplido y escrupuloso, el cual tiene derecho sin duda a conservar intacta su acreencia sobre el precio, el que pudiera haber recibido ya desde antes y aplicado ese dinero al cumplimiento de otros compromisos; y no habría razón en equidad y justicia para exigirle la devolución de una cantidad de dinero legítimamente adquirida, sin que de su parte hubiera ocurrido culpa alguna en la no ejecución del contrato como vendedor.
Había algunos casos en que los riesgos podían ser para el vendedor; tal sucedía, primeramente, y como regla, cuando lo vendido eran cosas de género; genera non pereunt. En segundo lugar, si la venta era condicional y sobrevenía la pérdida total de la cosa vendida pendente conditione. En tercer lugar, eran para el vendedor los riesgos, como regla, cuando había cometido culpa contractual por hecho u omisión suya, y también cuando había incurrido en mora de entregarla; y, por último, cuando por cláusula especial del contrato el vendedor tomaba a su cargo los riesgos; pues todo privilegio de la ley puede renunciarse cuando sólo afecta el interés privado.
MODALIDADES
Primeramente tenían cabida las ordinarias, término y condición suspensiva con las consecuencias propias de éstas, o sea que la venta a término era definitiva como la pura y simple, quedando en suspenso solamente la exigibilidad, ya del precio, ya de la cosa vendida. Esta es la forma más usual de la compraventa. La condición suspensiva no hacía definitivo el contrato sino al cumplirse dicha modalidad; entonces venían a nacer los derechos de las partes contratantes, que hasta ese momento estaban en suspenso conforme a las normas del contrato mismo.
La condición resolutoria, como se ha dicho atrás, no se admitió sin resistencias en la legislación romana; y vino a significar cuando llegó a admitirse, que la venta era pura y simple pero resoluble bajo condición. En el último estado del Derecho romano y en cuanto a los contratos consensuales, las condiciones resolutorias quedaron admitidas, y vinieron a incorporarse en la legislación civil.
Pactos resolutorios
Eran cuatro, a saber: 1º, pactum discplicentiae – Como su nombre lo indica, consistía en reservarse el comprador la facultad de deshacer la venta si dentro de un término convenido la cosa dejaba de agradarle.
2º, Addictio in diem – Pacto éste que facultaba al vendedor para preferir, dentro de cierto plazo, a otro comprador que ofreciese mejores ventajas, gozando eso sí el primer comprador de una opción o preferencia para mejorar la oferta.
3º, Pacto de la ley comisoria – Este es el mismo que en nuestro Código Civil se denomina pacto comisorio, que entre nosotros es casi innecesario o superfluo, desde luego que en la compraventa y en todos los contratos bilaterales tenemos la condición resolutoria táctica; pero entre los romanos, donde no existía tal modalidad implícita, tenía grande importancia el pacto comisorio, pues solamente mediante él, o sea cuando expresamente se convenía entre las partes, podía exigirse la resolución de la venta si el comprador no pagaba el precio, una vez vencido el plazo.
4º, Pacto de retrovendendo – Este es el que nuestro Código Civil llama de retroventa, y consiste en la facultad que se reserva el vendedor para recobrar o readquirir la cosa vendida. En Derecho romano no había plazo final para hacer la retroventa; entre nosotros, por el contrario, todo pacto de esta clase debe llevar un término, el cual no podrá hacerse pasar de cuatro años, según el artículo 1943.
EFECTOS DE LA CONDICIÓN RESOLUTORIA
1º. En cuanto al contrato. Cumplida esta condición, el contrato quedaba resuelto, extinguiéndose en consecuencia las obligaciones aún no cumplidas, o haciendo que las partes volviesen las cosas al estado anterior. Para ello e ejercitaba una acción personal condictio sine causa, mediante la cual se obligaba al adquirente, si ya se había hecho dueño de las cosas, a volver a transferir el dominio a la otra parte, por alguno de los modos correspondientes (mancipatio, in jure cesio, o tradición).
Mas, si se trataba de exigir prestaciones recíprocas, era insuficiente, por no ser contractual. Para ello eran menester las acciones del contrato (empti, venditi), que la escuela sabiniana consideró suficientes; mas los proculeyanos objetaban con buena lógica no ser adecuadas estas acciones cuando ya el contrato había dejado de existir por estar resuelto; y, en consecuencia, indicaban la acción praescripptis verbis. En cuanto al comprador, la condición resolutoria implicaba restituir la cosa y los frutos percibidos, reparando a la vez los daños o deterioros que en su poder y por culpa suya hubiera sufrido la cosa; y el vendedor debía en ese evento restituir a su vez el precio que hubiera recibido. Si la resolución de la venta tenía lugar por virtud del pactum legis comissoriae, o sea por no haber pagado el precio el comprador, claro está que el vendedor nada tenía que restituir, pero sí podía reclamar al comprador los frutos.
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