Pensamiento filosófico de la ética política, con relación al México actual (página 2)
Enviado por Lic. Jaime Vargas Flores
2) Aristóteles y la ética de la polis
Aristóteles identifica el Bien supremo con la felicidad, y la labor de la ética es alcanzarla. Sin embargo existen bienes mediatos que conducen a la felicidad y, por ello, se convierten en objetivos de un comportamiento ético. Entre estos bienes mediatos está la ciudad (polis) y la política (políteia).
Así, en la Ética a Nicómaco, cuando se plantea el problema del conocimiento moral, Aristóteles dice que el saber más importante para alcanzar una vida feliz es la política, pues ella «se sirve del saber de las demás ciencias y prescribe qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las otras ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre. Pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que es mucho más grande y perfecto salvaguardar el de la ciudad, porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo» (1094b9).
Ahora bien, la identificación aristotélica del bien con la felicidad o eudaimonía no logra aclarar cuál es el contenido de ese bien supremo, objeto de la ética.
Emilio Lledó define la felicidad en sentido aristotélico como la práctica de un ser que tiene logos. El logos es la propiedad exclusivamente humana que permite a los hombres formar parte de una intersubjetividad (mediante el diálogo).
Los compromisos intersubjetivos del logos (en tanto que el diálogo amplía el horizonte de la razón, pero también exige sumisión a reglas y concesiones al "otro") son la raíz de la moralidad. En efecto, como la felicidad está condicionada a la virtud en la polis (que es el medio de alcanzarla), y en tanto la polis puede entenderse como una comunidad en diálogo, resulta que el fin moral pasa por la aceptación de las reglas políticas de convivencia y por el ejercicio de la virtud ciudadana.
La idea que inspira el pensamiento político de Aristóteles es que «el que no puede vivir en sociedad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios» (Política, I, 2, 1243-27). La misma comprensión, el mismo concepto de "hombre" incluye la necesidad y la voluntad de la vida social. La ciudad se ve como constituyente de la esencia de lo humano. Por otro lado, Aristóteles reconoce, también en la Política, que el establecimiento de la organización política fue el mayor de los bienes, puesto que permite a los hombres desarrollar el sentido de la justifica y encaminarlos hacia la perfección.
Aristóteles se mantiene en el mismo paradigma que Platón, presidido por la intuición de que la dimensión moral del hombre es inseparable de su dimensión política y por el convencimiento de que el fin del individuo sólo puede ser pensado en el marco de la comunidad. La diferencia existe, sin embargo. Aristóteles ha concretado el bien: ahora habla de la felicidad; ha condescendido a señalar bienes mediatos (o de segundo orden) y a admitirlos también como objetivos de una acción moral, y estos bienes mediatos tienen sobre todo un valor político; y, la mayor diferencia, Aristóteles no diseña exactamente una república ideal en la que únicamente pudiera alcanzarse la felicidad, sino que admite que pueda realizarse bajo varias formas políticas (aunque no se abstiene de proclamar cuál sería más deseable y cuál más factible). La importancia de la comunidad es tan grande, que la forma política que adopte pasa a un segundo plano.
Sin embargo, es posible que en esta conclusión esté ya el germen de lo que serán las escuelas helenísticas. Si lo que importa es la comunidad como tal y no su gobierno, cabe buscar la felicidad lejos de los asuntos "políticos", en la vida privada, mediante la conformidad con ciertos principios generales racionales o simplemente mediante el cálculo prudencial. Estoicos y epicúreos iniciaron un lento camino de escisión entre moral y política que no habría sido comprendido por Platón o Aristóteles, pero que habría de triunfar sobre el sentido comunitario de los grandes maestros griegos.
3) La separación entre ética y política en el periodo helenístico.
La expedición, y fracaso, de Alejandro Magno con sus ejércitos, desde el 334 al 323 a. C., marcó el punto final de la era clásica y el inicio de una nueva era: el periodo helenístico. La consecuencia más relevante de esta revolución alejandrina fue el hundimiento de la importancia cultural, social y política de la Polis ateniense. Alejandro soñaba con una monarquía universal, de origen divino; de esta forma asestó un golpe de muerte a la concepción de la ciudad-estado. Sin embargo, a causa de su prematura muerte (323), Alejandro no logró su propósito. Tras su muerte surgen nuevos reinos: Egipto, Siria, Macedonia y Pérgamo.
Quedaba así arruinado el valor fundamental de la vida política y ética de la Grecia clásica, que era el punto de referencia de la actuación moral y que Platón en su República y Aristóteles en su Política habían elaborado teóricamente e incluso reificado, convirtiendo la Polis en la forma concreta de un supuesto estado ideal y perfecto. Pese a todo, al hundimiento de la idea de la ciudad-estado no le siguió el surgimiento de otros organismos políticos dotados de nueva fuerza moral, capaces de originar nuevos ideales. Las monarquías helénicas que resultaron de las cenizas de Alejandro fueron instituciones débiles, inestables e incapaces de constituir un punto de referencia para la vida moral de los hombres. Éstos, de ciudadanos, se convirtieron en súbditos; los administradores de la cosa pública se convirtieron en funcionarios y los soldados defensores de la ciudad se convirtieron en mercenarios. Surge así una nueva noción de hombre, que asume ante el Estado una actitud de desinterés e incluso de hostilidad.
En –146 Grecia perdió su libertad, al convertirse en una ciudad del Imperio Romano. El pensamiento griego, al no tener una alternativa adecuada a la Polis, se replegó en el ideal del cosmo-politismo, considerando al mundo entero como si fuera una enorme ciudad, en la que tienen cabida no sólo los hombres, sino también los dioses. De este modo, el hombre helénico se ve obligado a buscar una nueva identidad. Esta identidad será el individuo. Las nuevas formas políticas, en las que el poder es poseído por uno solo o por unos pocos, conceden cada vez más a cada individuo la posibilidad de forjar a su modo la propia vida y la propia personalidad moral. Como resultado de la separación entre el hombre y el ciudadano, surgió la separación entre la ética y la política
LA FILOSOFÍA POLÍTICA EN LA EDAD MEDIA
1) San Agustín
La historia sólo se hace inteligible cuando se distinguen en ella dos ciudades. Toda ciudad tiene como principio de unión un amor común a los hombres que la componen. Partiendo de ello podemos designar dos ciudades, opuestas por sus respectivos fines: "Dos amores han constituido dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios".
Sus fundadores son Caín y Abel. No es que sean en su origen dos sociedades visiblemente separadas, pues se trata en realidad de ciudades "místicas", definidas por la predestinación de sus miembros: o a la salvación, o a la condenación. De ahí provienen sus nombres de "Ciudad de Dios" y "Ciudad del diablo". También se las puede distinguir de acuerdo con el siguiente principio: los ciudadanos de la primera utilizan a Dios, o a sus dioses, para gozar del mundo. La Iglesia tiene como meta constituir la primera; y la corrompida Roma pertenece a la segunda. Pero no se puede decir qué hombres pertenecen a una y cuáles pertenecen a la otra; aunque irreductibles la una y la otra, están entreveradas. La Iglesia, como antes el pueblo de Israel, tiene como misión reafirmar y mantener la unidad de doctrina, la verdad de la fe, principio de un amor ordenado, mientras que las sociedades paganas se desinteresan de la verdad y toleran las sectas que se contradicen.
La teoría agustiniana de las dos ciudades será el pretexto de las teorías políticas que afirmarán la preeminencia del poder espiritual sobre el temporal, o tenderán a identificar Iglesia y Ciudad de Dios, por una parte, y Estado y Ciudad del diablo, por otra.
2) Sto. Tomás de Aquino
Tanto la ética como la política están basadas filosóficamente en Aristóteles, pero con un complemento teológico. Para Tomás el hombre tiene un fin sobrenatural, el cual no puede satisfacer el Estado. De ahí que se plantee también las relaciones Iglesia-Estado.
El Estado, como para Aristóteles, es una institución natural, fundamentada en la naturaleza del hombre. El hombre no es individuo aislado, sino que es un ser social, nacido para vivir en común con otros hombres. Necesita de la sociedad.
Si la sociedad es natural, también el gobierno. Lo mismo que el cuerpo se desintegra cuando falta el alma, también sucede lo mismo si falta el principio que unifique (gobierno) y dirija las actividades de los ciudadanos para el bien común. La cabeza rige el cuerpo; el gobierno, el Estado.
Tanto el gobierno como el Estado son queridos por Dios. Dios es el que gobierna el mundo mediante su Ley Eterna, la razón divina. Las cosas están gobernadas por la razón divina, es decir, llevan dentro una razón de ser, una forma de actuar, conforme a la ley eterna; es la inclinación de la naturaleza, las leyes naturales. Las personas racionales participan activamente de la ley eterna, de la razón divina. En la naturaleza humana existen unas leyes morales (haz el bien y evita el mal) que es la participación del hombre en la ley divina. La ley humana positiva es una concreción de esa ley natural. El Estado no es consecuencia del pecado original (S. Agustín) ni una creación del egoísmo humano.
El Estado es una sociedad perfecta, tiene todos los medios materiales necesarios para conseguir su propio fin (el bien común de los ciudadanos). Para ello es necesaria la paz, la economía, la defensa, los tribunales de justicia, etc., y el gobierno que asegure esas cosas.
El fin de la Iglesia es sobrenatural, más elevado que el del Estado. La Iglesia es una sociedad superior al Estado. De algún modo, aquél debe supeditarse a ésta, en cuanto que no impida lograr su fin. El gobierno del Estado debe facilitar al hombre la posibilidad de conseguir su fin sobrenatural.
Es algo parecido al tema fe-razón. La razón posee su propio campo, pero debe estar supeditada a la fe. El Estado tiene su propia esfera, pero de algún modo debe estar supeditado a la Iglesia.
En las relaciones entre el individuo y el Estado Tomás mantiene que la parte se ordena al todo, y, puesto que el individuo es parte, las leyes del Estado deben ordenarse al todo, al bien común. De alguna manera, el hombre, la parte, está subordinada al todo, estado.
Así, arguye que es justo que la autoridad pública condene a muerte a un ciudadano por crímenes graves, porque el ciudadano se ordena a la comunidad.
La soberanía del Estado no es absoluta, sino que está limitada:
- Por la ley natural: el legislador y el soberano tienen que aplicar y concretar la ley natural, porque los preceptos naturales son muy generales. Pero nunca puede ir en contra de una ley natural, porque la autoridad proviene de Dios y Dios es el autor de la ley natural.
- Por el bien común: una ley puede ser injusta si van contra el bien común (por fines egoístas del legislador). Entonces los súbditos no tienen obligación de cumplirla; es más, es lícito desobedecerles porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
- La autoridad viene dada por Dios al pueblo, y éste es el que la delega en el gobernante.
LA FILOSOFÍA POLÍTICA MODERNA
1) La ciencia política del Renacimiento
Entre el último cuarto del siglo XV y el primero del XVI, período en el que transcurrieron las vidas de Nicolás Maquiavelo y Tomás Moro, la civilización europea experimenta una profunda mutación: los descubrimientos geográficos, la evolución del comercio marítimo y, sobre todo, la consolidación de los estados modernos, asentados sobre una amplia base territorial, un fuerte poder militar y el gobierno centralizado de un príncipe soberano. En este marco aparece la "ciencia política", es decir, la primera serie de estudios técnicos sobre política. Estos estudios son considerados estrictamente políticos porque dejan por primera vez totalmente al margen cualquier compromiso ético del gobernante. Este modo de referirse a la política fue contemporáneo de la reforma y del inicio del mercantilismo y contribuyó notablemente a la conceptualización moderna de las relaciones entre ética y política.
2) Maquiavelo
Para Maquiavelo, el Estado es la unidad de un país bajo una república o príncipe. El objetivo del príncipe es la grandeza y poder del estado y la seguridad de sus súbditos (pero no necesariamente su felicidad). La virtud del príncipe estará al servicio de este objetivo único y, para ello, ha de incluir, si es necesaria, la crueldad, la astucia y la fuerza.
La razón de estado justifica cualquier acción, aunque ésta contradiga las recomendaciones de la recta razón que aconseja a cada individuo el camino hacia la virtud y la felicidad. No obstante, no es correcto afirmar que la razón de estado sea inmoral. La razón de estado se justifica porque se dirige a un proyecto colectivo: el bien de la nación. Si la nación advierte que el príncipe se ha convertido en un tirano, es legítima la rebelión.
Lo destacable de la obra de Maquiavelo, aparte de lo evidente, es que la relación entre el hombre y la comunidad no tiene el más remoto parecido con aquella que se reflejaba en los textos de Platón y Aristóteles. El ciudadano es ahora súbdito. Más que "miembro" de una comunidad, es un "elemento" en el conjunto del estado. Aunque formalmente cada individuo forma parte del estado, la realidad parece evidenciar que el individuo "está" en el estado como quien entra en una casa ajena. Por otro lado, el estado no tiene ya una función "hacia adentro" (cuidado de los ciudadanos), sino hacia afuera; el estado lo es por referencia a los otros estados, en la medida en que se afirma ante ellos por su poder.
Maquiavelo consideraba a la acción política como muy superior a la mera reflexión y, si buena y digna era la tarea que correspondía a los pensadores políticos, mucho más apasionante y noble era la de aquellos que dedicaban su vida a la realización de ese bien que los primeros enseñaban a poner en práctica.
Pero esa sublime tarea tiene también sus exigencias, que básicamente se resumen en subordinarlo todo a aquella que es su meta única y suprema, que no puede ser otra más que la fundación, conservación y defensa del Estado. El político sabe que ese supremo ideal se funda en buenas leyes, en buenas armas y en buenas costumbres, pero conoce igualmente que en su quehacer como hombre de Estado, si quiere alcanzar sus más altos propósitos, necesita recurrir a una serie de acciones que son moralmente malas o que al menos como tales son consideradas.
El gobernante no debe ceder ante esos abismos morales que supone recurrir a armas tales como la mentira, el engaño, la crueldad o el crimen. El gobernante debe tener claro aquellos que son sus deberes fundamentales y la defensa del Estado debe constituir para él el valor supremo y, en consecuencia, en todo momento deberá anteponer el bien común al privado, no dudando en amar a la patria más que a la propia alma. Deberá, siempre que pueda, apoyarse en aquellos principios morales que son compatibles con la defensa del Estado y que se orientan a ese fin, pero, puesto que sabe o debe saber que los Estados no se mantienen basándose en padrenuestros y avemarías, y que no siempre la honradez y el comportamiento moral son la mejor política, para conservar el Estado tendrá que estar dispuesto, cuando las circunstancias lo requieran, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según lo exigen los vientos y las variaciones de la fortuna, y a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado (El príncipe, p. 92)
El gobernante que ha optado por una actitud política, debe anteponer ésta a una conducta ética, estando dispuesto en el ejercicio de su cargo, esto es, por razón del poder, a cometer injusticia. Nada debe detenerle, ni las críticas ni la amenaza de una condenación eterna, pues aun en el caso de que creyera en el infierno, debería colocar antes la salvación del Estado que la de su alma. Ésa es su grandeza y también su miseria.
La radical novedad frente a toda la tradición política anterior es la defensa de la autonomía de la política, y la afirmación de la separación y fractura in eliminable entre política y moral. Mantuvo la independencia entre la esfera ética y la política y nunca sostuvo que todo aquello que fuese políticamente conveniente o útil para la conservación y defensa del Estado fuese, por eso mismo, moralmente correcto. Al contrario, creyó que no se podía valorar como justo todo aquello que el Estado considerase útil o necesario para su propia conservación, pues los principios morales que están en la base de la vida civil son válidos en toda forma de vida en sociedad, aun cuando reconozca de forma traumática, y sin hipocresía de ningún tipo, que a veces es necesario violarlos, pero no por ello pierden su predicado moral convirtiéndose en moralmente válidos.
Toda violación de los principios morales y humanos es siempre moralmente condenable, aun cuando sea política necesaria, pues:
En las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad (Discursos, III, 41, p. 411)
Un organizador prudente, que vela por el bien común sin pensar en sí mismo, que no se preocupe por sus herederos sino por la patria común, […] jamás el que entienda de estas cosas le reprochará cualquier acción que emprenda, por extraordinaria que sea, para organizar un reino o constituir una república […]. Sucede que, aunque le acusan los hechos, le excusan los resultados, y cuando estos sean buenos, […] siempre le excusarán (ibid, I, 9, p. 57)
El gobernante debe guiarse por criterios de eficacia y, en consecuencia, debe tener siempre presente las consecuencias prácticas que se derivan de su acción. Ciertamente Maquiavelo no se cansa de repetir que un comportamiento piadoso es siempre moralmente preferible a uno cruel, y esto vale también para el gobernante en el ejercicio de su cargo, pero, dado que debe tener como único horizonte de su proceder la consideración de los resultados concretos, en ocasiones puede verse obligado, si las circunstancias lo requieren, a recurrir a la crueldad si con ella consigue resultados políticos satisfactorios que no podrían alcanzarse mediante un comportamiento piadoso.
Son las consideraciones prácticas, tanto sociales como políticas, las que únicamente debe tener en cuenta el gobernante y, una vez hecho el análisis de la realidad objetiva y de acuerdo con las circunstancias, deberá decidir lo que hacer en cada caso. Es preciso recordar que Maquiavelo no acepta ni legitima la violencia como norma del obrar político, sino sólo en casos extraordinarios y en orden, no al mantenimiento del poder por parte del gobernante, sino en orden al bienestar de todos.
Distingue claramente entre la crueldad "bien usada y la mal usada":
Bien usadas se pueden llamar aquellas crueldades [si del mal es lícito decir bien] que se hacen de una sola vez y de golpe, por la necesidad de asegurarse, y luego ya no se insiste más en ellas, sino que se convierten en lo más útiles posibles para los súbditos. Mal usadas son aquellas que, pocas en principio, van aumentando sin embargo con el curso del tiempo en lugar de disminuir (El príncipe, p. 62)
Es el bien común y no el privado el que legitima el recurso a la violencia en determinadas situaciones pero, puesto que con sus acciones el gobernante lo que busca son buenos resultados, debe conocer bien el alma humana y, cuando necesite "entrar en el mal", no lo podrá hacer de forma abierta, sino que necesitará simular, engañar y manipular para poder tener éxito, sabiendo "colorear" adecuadamente sus acciones.
Deberá aprender a instrumentalizar las pasiones humanas y a confundir las cabezas de los hombres con todo tipo de embustes, no olvidando que en política lo que cuenta son las apariencias, pues la mayoría de la gente vive lejos de la realidad de las cosas:
Los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que parece, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos […]. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo (ib., p. 92)
El gobernante necesita, pues, ser un maestro de la manipulación y de la seducción, y para ello necesita usar persuasivamente el lenguaje con vistas a conseguir la adhesión de los ciudadanos mediante la manipulación de sus creencias, consiguiendo con ello el bienestar de todos y el propio, asegurando no sólo su poder, sino alcanzando honor y gloria. Aquel que detenta el poder no deberá olvidar nunca que el lenguaje retórico por excelencia es el lenguaje religioso, que para Maquiavelo tiene un valor meramente instrumental, dada su capacidad seductora, que alcanza a todos los pueblos, ya sean más rudos o más civilizados, debiendo naturalmente adaptarse o "colorearse" de acuerdo con esas circunstancias:
Y verdaderamente, nunca hubo legislador que diese leyes extraordinarias a un pueblo y no recurriese a Dios, porque de otro modo no serían aceptadas: porque son muchas las cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente, no tienen ventajas tan evidentes para convencer a los demás por sí mismos. Por eso los hombres sabios, queriendo soslayar esta dificultad, recurren a Dios […]. Y aunque sea más fácil persuadir de una opinión o un orden nuevo a los hombres rústicos, no es, sin embargo, imposible convencer también a los hombres civilizados y que se supone que son tercos. Al pueblo de Florencia nadie le llamaría ignorante ni rudo, y sin embargo fray Girolano Savonarola le persuadió de que hablaba con Dios (Discursos, I, 11, pp. 65-66)
A Maquiavelo la religión nunca le interesó como un fin en sí mismo, sino sólo como instrumento de manipulación política. Él creía que los relatos religiosos, analizados desde el punto de vista de su contenido, eran más bien "pura cháchara" y "pura superstición", pero en ningún caso resultaban indiferentes para el poder, y desgraciado el político que lo ignorase.
3) Hobbes
Hobbes parte de una antropología que incluye teorías sobre las pasiones, sobre el valor, sobre la motivación, etc. Su argumento le conduce a una de las más completas defensas del absolutismo. Entre las características humanas destaca la razón, que permitiría a cada uno revivir el argumento de Hobbes.
Este es un hecho clave, porque equivale a decir que un poder absoluto está racionalmente justificado para cualquier ser humano bien informado, y racionalmente justificado en general. Pero la justificación del estado totalitario que realiza Hobbes en el Leviathan no es sólo una teoría política; es además una teoría moral. El estado de naturaleza del que parte su argumento es un estado pre-moral. La moral se genera mediante el mismo pacto que sirve de base al poder político, y tiene su misma justificación. La moral es otro instrumento para garantizar la seguridad y la paz necesarias para que cada individuo realice sus deseos con completa libertad. Poder político absoluto y moralidad están al servicio del individuo. Pero para ello el poder político carece de límites, y la moral tiene demasiados, pues es una moral de mínimos.
En Hobbes aparece explícitamente lo que en Maquiavelo estaba supuesto: que el estado es una institución separada del individuo; éste se siente ajeno a la organización estatal. El estado es, para Hobbes, una coacción perpetua sobre el hombre-individuo (aunque aceptada por el sujeto racional como medio para la seguridad y la paz). La consecuencia del pensamiento de Hobbes, aunque probablemente no fuese esta su intención, se resume en que el individuo ya no será más que un hombre en o para el estado, sino un hombre frente al estado.
3.1 El ciudadano y el Estado
Admirador del método analítico-sintético de Galileo, se propuso descomponer la sociedad en sus elementos y recomponerlos luego en un todo lógico sistemático. Su filosofía política es, pues, también, más racionalista que empirista, obsesionada muy cartesianamente por la necesidad de nociones exactas y definiciones claras y rigurosas que le sirvieran de base, por más que también aquí se negase a admitir ideas innatas y se guiase por situaciones muy empíricas.
Antiaristotélico por sus tesis, coincide, sin embargo, con el maestro griego en el propósito de promover una "vía media" entre las tensiones partidarias extremas, y en el poner el lenguaje como base de la sociedad y del Estado:
Si el lenguaje no hubiera habido entre los hombres ni Estado, ni Sociedad, ni Contrato de Paz, como tampoco lo hay entre los leones, los osos y los lobos.
El lenguaje hizo del hombre un ciudadano, es decir, le hizo hombre, pues, sin el contrato, el hombre es un lobo para el hombre.
Las dos afirmaciones centrales que organizaron su pensamiento, al imponerle deductivamente la necesidad del cálculo racional como razón de ser del Estado, serán éstas (que, en su opinión, reflejan dos hechos de la mayor importancia):
- En primer lugar, la igualdad natural (biológica de los hombres:
La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que […] aún el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros…
- En segundo lugar, la escasez de los bienes que todos los hombres apetecen, como consecuencia de sus necesidades. Y así, de la igualdad [en las fuerzas en competición] procede la inseguridad, y de la inseguridad la guerra
Su clásica defensa del poder absoluto no será la defensa del monarca autócrata que hacían los partidarios de éste, basada en la proclamación del derecho divino (un recurso no menos sobrenatural que el recurso al demonio): será una tesis utilitaria, a la que llegará por el camino del individualismo burgués y laico, y tendrá como objetivo la conservación de la paz en interés de los integrantes de la sociedad civil sobre todo, de los integrantes menos favorecidos por las estructuras tradicionales, pero que tampoco fueran de los que no tenían nada que perder).
El derecho del soberano se funda en el contrato(contrato entre iguales, no pacto entre el soberano y los súbditos); porque el Estado no es una realidad "por naturaleza" que se imponga de suyo, sino, al contrario, es resultado de la puesta en común de los intereses de sus componentes. Se trata, desde luego, de un supuesto lógico, no histórico, como si hubiera habido un verdadero convenio fundacional; y no se refiere a los hombres primitivos (ni a una presunta "naturaleza humana universal") sino a los hombres tal como Hobbes los conoce. El "estado natural de los hombres "antes" del Estado debe entenderse, pues, como la condición hipotética en que esos hombres que Hobbes conoce se hallarían necesariamente si no hubiera un poder como el del Estado.
El "hombre natural", como todo cuerpo, tiende a autoafirmarse y autoconfirmarse ("primera ley del movimiento"). Tiene, en consecuencia, un derecho natural a hacerlo: lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como él quiere para la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida, y, por consiguiente, de hacer toda cosa que en su propio juicio y razón conciba como el medio más apto para aquello
Ahora bien, esa misma tendencia da a los hombres, como su condición primera, la colisión, el conflicto; por sí sola llevaría, pues, a la guerra de todos contra todos. Pero hay una "segunda ley del movimiento", que impulsa al individuo a ceder una parte de aquel derecho a cambio de una cesión similar por parte de los demás:
Que un hombre esté dispuesto, cuando otros también lo están como él, a renunciar a su derecho a toda cosa en pro de la paz y la defensa propia […] y se contente con tanta libertad contra otros hombres como consentiría a otros hombres contra él mismo
La segunda ley no se opone en modo alguno a la primera, antes bien, la confirma, porque "el motivo y el fin del que renuncia a su derecho o lo transfiere no son otros que la seguridad de su propia persona, en su vida y en los medios de preservarla", es decir, en la propiedad.
3.2 Totalitarismo
El contrato es la base del Estado y su única justificación. En consecuencia, si el Estado no garantiza la seguridad (única razón por la que ha sido establecido) pierde su razón de ser. Por eso ha de imponer la obediencia a todos sus miembros, una obediencia que sólo puede estar a su vez garantizada por el "carácter absoluto" del poder. El Estado no puede proteger eficazmente a los individuos (que, para ser protegidos, le han transferido sus derechos) si su poder es discutido o acosado, si no es "absolutamente superior y decisorio". La propiedad misma, no es tal y no dura más que lo que le place al Estado. Todo ataque al Estado es un ataque a la propiedad, porque es él quien la garantiza al impedir la guerra de todos contra todos y la arrebatiña. Pero para garantizarla, el Estado ha de instituirse "en su propio fundamento". Propiedad "sólo" querrá decir propiedad "legal", definida por el mismo Estado. Éste, al servicio de los ciudadanos propietarios, ha de "poder absolutamente" sobre ellos.
El Estado ha de ser eclesiástico y civil a la vez. Y ha de ser así porque no puede haber otra autoridad que se oponga a la del Estado.
Una multitud constituye una sola persona cuando está representada por una sola persona; a condición de que sea con el consentimiento de cada uno de los particulares que la componen.
En tanto que regla y organización social, la religión no es filosofía, sino cuestión de Estado. Puesto que una república no es sino una persona, la característica del culto público es ser "uniforme"; y, por tanto, allí donde se autorizan muchos tipos de culto procedentes de las diversas religiones de los particulares no puede decirse que exista ningún culto público, siendo así que puesto que una república no tiene voluntad ni hace leyes que no sean las confeccionadas por la voluntad de quien posee el poder soberano, se sigue que los atributos ordenados por el soberano en el culto a Dios […] deben tomarse y usarse en cuanto tales por los hombres privados en su culto público.
No es admisible que, en nombre de la religión, trate de alzarse otra cabeza que escape a la dirección de la cabeza del Estado.
4) Rousseau
Rousseau no ve la sociedad como un instrumento necesario para la consecución de los fines personales, sino más bien como el obstáculo para la verdadera felicidad.
Este cambio de perspectiva respecto al racionalismo que representaba Spinoza sirve para acentuar la dicotomía individuo/sociedad. En este binomio, el polo valorado es el individuo en "estado natural".
Sin embargo, el pensamiento de Rousseau es complejo hasta el punto de reivindicar, al final de su argumentación, la sociedad como "segunda naturaleza".
En efecto, el ideal rousseauniano de naturaleza y libertad ha sido definitivamente truncado por la sociedad y las instituciones políticas, de modo que el objetivo que hay que plantear es la regeneración de la sociedad, de modo que pueda albergar una suerte de "nueva naturaleza". Este objetivo puede cumplirse mediante el pacto aceptado unánimemente de someterse a la voluntad general, como si el cuerpo social no fuese la reunión de muchos hombres, sino un sólo organismo.
Rousseau representa un intento de recuperar el sentido de la comunidad clásico. Pero, perdido definitivamente aquel sentido, el único modo de garantizar la coincidencia del interés general y el particular es la negación del individuo y sus fines personales. En Rousseau, la política absorbe a la ética, pero tras un complejo movimiento que ha mostrado que la felicidad está reñida con la sociedad y que no es posible una política inocente.
En El contrato social se parte de que la sociedad de su época se asienta en un sistema de desigualdad ("el hombre ha nacido libre y por todas partes le veo encadenado). Ningún ser humano es lo suficientemente fuerte como para dominar, a no ser que convierta la fuerza en derecho. Si hay esclavos por naturaleza – como decía Aristóteles – es porque antes ha habido esclavos a la fuerza. Por naturaleza, nadie tiene autoridad sobre nadie, la violencia no puede legitimar un derecho, por tanto, el derecho ha de estar fundado en un pacto. Este pacto se basa en que el orden establecido ha sido establecido por todos los individuos, de tal manera que éstos, al unirse a la colectividad, no obedezcan a ningún orden, sino sólo a sí mismos. A través de este pacto se alumbra una comunidad, esta comunidad, él la entiende como un sujeto de derecho político, tiene un yo común, una personalidad corporativa que es capaz de expresarse en la voluntad general.
Cuando Rousseau habla del contrato social se refiere a la unidad, pero cuando describe el origen de la desigualdad de los hombres se refiere al Estado.
La capacidad de decisión emana del pueblo, el cual es soberano. Esta soberanía es irrenunciable, indivisible e infalible, ya que en esta soberanía se ha objetivado la voluntad general.
La voluntad general es la voluntad que expresa la justicia, ésta puede estar representada por una minoría, no se la puede identificar con la voluntad de todos, de la mayoría, la cual puede estar al servicio de determinados intereses.
Mediante el contrato social, el individuo deja de ser tal y entra en el reino de la moralidad; es entonces cuando la voz del deber sucede a la del apetito; entrega su libertad para recuperarla en un contexto social legal, e incluso mediante este contrato quedan superadas las pequeñas desigualdades que pudieran existir en el estado natural. La sociedad civil es el contexto ideal donde el hombre puede realizarse; sin embargo, antes había dicho que la sociedad corrompe al hombre, lo cual es una contradicción, aunque contradicción más aparente que real, ya que cuando habla del contrato social, piensa en la pequeña comunidad social, en la politie, y no piensa en la sociedad contemporánea organizada en grandes masas sociales representadas por el Estado. Es en estas pequeñas colectividades donde es fácil identificar el interés privado y el interés común; sin embargo, esto, hoy por hoy, – y en el siglo XVIII – es prácticamente imposible; por tanto, tendremos que concluir que la teoría social de Rousseau es pura utopía, utopía que él mismo reconoce.
Frente a la sociedad contemporánea, Rousseau es pesimista, ya que en esta sociedad predomina la voluntad de todos y no la voluntad general. Pero, si la sociedad actual es insalvable, por lo menos salvemos al hombre; esta salvación del hombre Rousseau la encuentra en una vuelta a la naturaleza; el hombre deberá reencontrar su ideal para poder ser él mismo.
6) Ética y política en Kant.
Kant reconoce que el lugar de la felicidad individual es la sociedad. No obstante, el ser social del hombre no excluye la competencia y lucha en la sociedad: parece que los hombres se odiaran tanto como se necesitan.
Este rasgo (insociable sociabilidad lo llama Kant) acentúa el hecho, clave en la filosofía kantiana, de que la felicidad no tiene nada que ver, en un plano esencial, con la vida en sociedad. Kant considera que el fin de la moral está constituido por la felicidad y la virtud, al igual que la ley moral que de él se deriva, tienen un carácter autónomo. La autonomía moral supone que la razón de cada hombre no sólo puede, sino que de hecho hace aparecer en cada sujeto la ley moral. El conocimiento moral incluye el conocimiento del fin moral así como del principio que rige el comportamiento correcto. Para el sujeto autónomo kantiano, la sociedad (y la organización política) son una condición empírica de la realización de su fin moral, pero no contribuyen a su formación o comprensión de modo directo.
Por otro lado, el político no se ve liberado de los lazos de la rigurosa moral kantiana. En tanto que político, los imperativos morales adquieren concreciones especiales, debido a la especial naturaleza de la acción política, pero se mantienen en los mismos términos. Se ha dicho que Kant es el primer filósofo en hablar de una ética política. Es cierto que es el primero en hacerlo desde un paradigma moderno, porque aplica una categoría que la modernidad generó para el individuo a un grupo de acciones realizadas por hombres en tanto que representantes del interés general. Para Kant, la ley moral obliga tanto a los individuos como a los estados, aunque él mismo reconoce la peculiaridad de la ética política respecto de la individual. Pero ésta es la cuestión contemporánea de la ética política: precisar las características de una ética aplicada a la política, así como justificar la limitación ética en la acción política.
La concepción política fundamental de Kant se mueve en el terreno de aquellas ideas que habían cobrado su expresión teórica en Rousseau y su acción práctica visible y tangible en la Revolución francesa. No en vano ve en esta revolución una promesa de realización de los derechos de la razón pura. El verdadero problema de toda teoría política reside para él en la posibilidad de hacer compatibles las diversas voluntades individuales con una voluntad total, de tal modo que, lejos de destruir la autonomía de la voluntad individual, la haga valer y la reconozca en un sentido nuevo.
Por lo tanto, toda teoría del derecho y del estado no debe pretender ser, filosóficamente considerada, otra cosa que la solución del problema de hasta qué punto la libertad de cada cual debe limitarse a sí misma, por obra de la necesidad de una ley racional por ella reconocida y acatada, de tal modo que admita y fundamente la libertad de los demás. En palabras de Kant:
Trátase más bien de una simple idea de la razón, pero que no por ello deja de tener su realidad (práctica) indiscutible, a saber: la de que obliga a todo legislador a redactar sus leyes como si pudieran haber nacido de la voluntad coaligada de todo un pueblo y ver en cada súbdito, si ha de ser verdadero ciudadano, como si realmente hubiese dado su voto para la formación de aquella voluntad. Pues tal es la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública.
Sin embargo, allí donde esta regla no se cumpla, allí donde el soberano se arrogue derechos que sean incompatibles con ella, ni el individuo ni la totalidad empírica del pueblo se hallan asistidos en modo alguno por el derecho a resistirse a la fuerza. Conceder semejante derecho equivaldría a echar por tierra la base efectiva sobre que descansa todo el orden del estado como tal. La autoridad del jefe del estado debe ser inatacable en su existencia efectiva; lo cual no quiere decir que la teoría pura, que los principios éticos de validez general no tengan derecho a exigir que nada se interponga en el camino de su ilimitada aplicación.
Por tanto, la resistencia que autoriza a proceder contra el poder del estado y que en determinadas circunstancias es necesaria y se impone contra él, tiene un carácter puramente espiritual. En toda colectividad tiene que existir una obediencia regida por leyes coactivas al mecanismo de la organización del estado, pero tiene que existir también un espíritu de libertad y, por tanto, el derecho a ejercer la crítica pública de las instituciones existentes. Por consiguiente, el derecho a la resistencia, que algunas teorías de derecho público conceden al ciudadano se reduce, para Kant, a la simple "libertad de escribir"; pero ésta, por ser "el único paladín de los derechos del pueblo", debe ser considerada como inatacable por el soberano
CONCLUSIÓN SOBRE EL DESPLIEGUE HISTÓRICO DE LA RELACIÓN ETICA POLÍTICA
La formulación kantiana de la relación entre ética y política está aún en buena medida vigente. A esta formulación se arriba desde la asunción de los postulados modernos cuyas bases encontramos en figuras como Maquiavelo. Pero esta formulación sugiere una pregunta: ¿cómo es posible modernamente el planteamiento de un problema que habría carecido de sentido en la antigüedad? No es exagerado decir que la cuestión habría carecido de sentido si tenemos en cuenta que nos hallamos ante dos paradigmas absolutamente diferentes.
Un primer rasgo que distingue la ética clásica de la moderna es que se refieren a otras de distinta naturaleza. Esta es quizá la distinción fundamental. Los griegos veían la ética como el conjunto de normas capaces de conducir a la felicidad personal. Se trataba básicamente de recomendaciones para vivir una "vida buena". Aunque esta idea, así formulada, es muy general, se puede decir que el griego piensa en normas para el ciudadano o para el hombre con relación a sí mismo o a la naturaleza.
Por el contrario, la norma ética es pensada modernamente como una norma intersubjetiva. Esto es, un mandato sobre cómo actuar en contextos de interacción con otros agentes morales (en sociedad o fuera de ella). Es cierto que la ética contiene preceptos referidos a uno mismo, pero esto es, en el paradigma moderno, debido a la universalidad de la norma, que incluye al agente, no en cuanto agente, sino en cuanto un representante más de ese "otro generalizado" respecto al cual rige la norma.
En sentido contrario, también es cierto que la moral clásica exigía ciertos comportamientos hacia la comunidad, pero la comunidad misma no se veía como algo ajeno al propio agente, sino como un constitutivo de su propia personalidad. De este modo, se da una casi-paradoja, pues resulta que el individuo moderno, precisamente por su carácter autónomo, es libre respecto de sí mismo, y se siente moralmente obligado respecto a otros (o respecto a sí mismo tomado como "otro"), mientras el ciudadano griego está moralmente comprometido consigo, en persecución de su felicidad; pero veamos adónde conducen estos paradigmas: el sujeto clásico reconoce que la felicidad sólo es posible en la polis, y así se diluye en la comunidad y acepta como propias las normas que ella impone; mientras, el individuo moderno, al elevar los valores "libertad" y "autonomía" por encima de cualesquiera otros, no toma a la sociedad más que como un medio para sus fines personales, y sustituye la integración plena en la comunidad por el respeto a ciertas normas "objetivas" (objetivadas desde su propia autonomía).
El individuo moderno, armado del universalismo moral, no requiere una "comunidad" donde realizar su ideal de felicidad, ya que las normas que han de obedecer se han objetivado, o, si se quiere, la comunidad se ha ampliado a todos los semejantes (por eso el esfuerzo emancipador moderno se ha cifrado en mostrar que los grupos marginados, como las mujeres, los niños, ciertas razas, etc., son "semejantes" del paradigma de sujeto moderno: son "hombres"). Las implicaciones políticas de la ética moderna son enormes. La versión política del universalismo ético es el imperialismo, así como la versión de la autonomía es el mercantilismo liberal. Hay que señalar, sin embargo, que la ética moderna hunde sus raíces en el cristianismo, y que el imperialismo político moderno no es sino la versión secularizada del Sacro Imperio. En cualquier caso, lo importante para nuestro tema es que las formas políticas varían simultáneamente con las formas de eticidad. La relación es tan fuerte que no es posible establecer una relación unívoca de causalidad. La concepción ética influye en la configuración del estado y la forma política conlleva también una ética determinada.
SOCIOLOGÍA Y FILOSOFÍA:
HACIA UNA DEFINICIÓN DE LA ÉTICA POLÍTICA
A pesar del esfuerzo de Kant por proveer los materiales para una política ética, lo cierto es que la magnitud de su filosofía práctica es tal que sus escritos políticos pasaron desapercibidos, y se admitió la veracidad de la lectura según la cual los principios morales poseen tal dignidad que ningún cálculo consecuencialista permitiría su cancelación. Esta lectura mitificó la ética kantiana. Por otro lado, Kant sostuvo que no tiene sentido distinguir entre una moral pública y otra privada, pues desde la perspectiva de la razón el interés particular ha de coincidir con los de todos los demás. Como consecuencia de todo esto, Hegel se encontró con un solemne edificio ético presidido por el imperativo categórico formal kantiano, filosóficamente inapelable, pero de difícil aplicación a determinados aspectos prácticos, como por ejemplo la política.
Así –como escribe Victoria Camps– «Hegel desmitifica la ética para acercarla a la actuación política [¼]. Se da cuenta de que la moral pura jamás podrá ser práctica y apuesta por una práctica impura en detrimento del irrealizable imperativo categórico». Es importante destacar que lo que Hegel plantea es una opción, más que una renovación. No niega la pregnancia de la ética kantiana, simplemente la compara con un concepto más laxo de norma de acción y muestra la inoperancia del imperativo categórico. La posibilidad de un comportamiento ético ajustado al principio ético y la posibilidad de una acción política impura inician un camino paralelo, e igualmente sancionado por la razón, según Hegel. En este momento comienza una división que será conceptualizada por M. Weber.
Weber analizó el problema de la relación entre ética y política influido por la ética kantiana y su desarrollo en Hegel y el idealismo alemán; pero su reflexión tuvo muy presentes los datos empíricos, ya que el político (la acción política) no puede desentenderse de la realidad social. Como punto de partida, Weber acepta que el comportamiento ético es el ajustado a los principios o normas morales, que son por definición inderogables y universales. Pero observa que mantenerse fiel a los principios significa fracasar como político. Sea cual sea la ética del político no es una ética de principios. La realidad somete a una prueba demasiado dura a los principios morales: impone ciertas actuaciones que están en desacuerdo con ellos. La práctica política no es, sin embargo, el campo de la a-moralidad o de la inmoralidad.
La necesaria obediencia a las leyes las somete a ciertos requisitos éticos. Por lo general, los ciudadanos sólo se sienten obligados a obedecer leyes "legítimas", y la legitimidad viene dada por el procedimiento legislativo (que ha de ser imparcial, justo) y por el contenido de las mismas leyes (que ha de responder a ciertos fines comunes o a principios también comúnmente aceptados). Es decir, la acción política tiene que estar sujeta a condiciones externas a la política misma, condiciones que podemos denominar éticas.
Pero si esta ética política no es la ética de los principios ¿de qué ética se trata? Pues bien, si la ética kantiana pretendía universalidad y validez general, sin atender a la realidad social, la ética política debe estar en perpetua comunicación con la realidad social, política, económica y cultura, asumir los objetivos de las comunidades políticas grandes y pequeñas, componerlos y tratar de fomentar a la vez los valores que la sociedad reclama, todo ello mediante el cálculo de las consecuencias esperadas de las acciones. La ética política tiene su origen en las necesidades de la práctica política, constituyendo un ámbito normativo separado del propiamente moral, de modo que Weber, al percibir esta separación radical, hubo de negar lo que Kant llamó "ética política", que era el intento de prolongar el imperio de la norma moral en el campo de la práctica político-jurídica.
Así, si el modelo deontológico y formal kantiano se ajusta a la vida moral personal, la ética política exige un modelo de corte utilitarista (o al menos consecuencialista) y teleológico. Weber denominó a la a primera "ética de la convicción", y a la segunda "ética de la responsabilidad". La primera es propia del intelectual, la segunda del político.
Esta distinción weberiana ha sido el punto de partida de la ética política contemporánea. En este sentido, la teoría de Weber pone de manifiesto la complejidad de la ética política, que no puede renunciar a los fines, pero tiene que tener en cuenta las consecuencias de sus actos.
El aspecto menos aceptable de la dicotomía conceptualizada por Weber es la asunción de que la división es algo natural, como si hubiera una "doble verdad". La aceptación de la tesis de Weber supone dejar al político las manos libres para alcanzar los fines sociales del modo que crea más conveniente o eficaz. Pero si cada acción concreta escapa al control social, no sólo peligran derechos fundamentales, que pueden ser sacrificados en aras de la mejor consecución del fin común, sino que el propio fin puede estar en peligro o quedar desvirtuado. La demanda común de la inmensa mayoría de filósofos políticos actuales es que la relación entre la demanda social, expresada en principios y valores comúnmente aceptados o mayoritarios (que afectan tanto a los fines como a los medios políticos admisibles para alcanzarlos) y la acción política, debe ser de retroalimentación: de modo que la práctica política tome como punto de partida los fines y principios sociales que ella misma contribuye a crear y desarrollar, y la capacidad crítica de la sociedad se mantenga, para poder controlar y corregir continuamente la acción política.
El problema del control político nos conduce al planteamiento de la función de una ética política.
LOS VALORES MORALES Y LOS VALORES POLÍTICOS
Weber concibió el problema de la relación entre la ética y la política recurriendo a la distinción entre la ética de la convicción y la ética de las consecuencias. Si actuamos de acuerdo con la primera, nos guiamos por máximas, si dirigimos nuestra conducta de acuerdo con la segunda, tenemos que examinar cuáles son los efectos de nuestra acción.
Para Weber, la ética no puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de obtener consecuencias moralmente reprochables. Ninguna ética del mundo puede resolver cuándo y en qué medida pueden ser sacrificados los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos, en virtud de un fin moralmente bueno.
La pregunta principal sobre las relaciones entre ética y política es: ¿el fin justifica los medios? Esta pregunta ha tenido varias respuestas. Así, para Maquiavelo, el fin justifica los medios. Esto significa que las acciones políticas no pueden ser juzgadas moralmente como buenas o malas. Los medios no tienen un valor en sí mismos, éste les es otorgado por los resultados que se obtienen con la acción. La originalidad de Maquiavelo radicaría en sostener la doctrina de la doble moral: existe una moral para los soberanos y otra moral para los súbditos:
Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal (El Príncipe)
Según un punto de vista opuesto al de Maquiavelo, la política y la moral no pueden separarse. Para los defensores de este punto de vista, la justificación moral de los medios por los fines es negativa. Esta posición suele ser llamada deontológica y defiende que hay acciones, a pesar de la bondad de sus fines, que no pueden ser justificadas bajo ninguna circunstancia.
Ello se debe a que los individuos tienen ciertos derechos que obligan a aquellos que tienen el poder a tratarlos como fines y no exclusivamente como medios. Por otro lado, los que sustentan el poder también tienen ciertas obligaciones de acuerdo al puesto que ocupan, el cual les impide, prima facie, e independientemente de las consecuencias, llevar a cabo ciertas acciones. Los derechos y las obligaciones son el origen de las máximas que deberían ser respetadas independientemente de los fines propuestos. Algunas de estas máximas se refieren a la integridad física, moral y social de las personas. Finalmente, el límite del poder se encuentra en los derechos de los individuos, pero los que sustentan el poder piensan más en términos de lo que están haciendo que en sus consecuencias.
Weber vislumbró el problema en el que podemos caer si adoptamos una ética de la convicción: podemos transformarnos en profetas quiliásticos, es decir, en un tipo de personas que, por ejemplo, al defender de una manera absoluta ciertos derechos no caen en la cuenta de que están violando otros.
Con respecto a las relaciones entre ética y política podemos distinguir tres posiciones: a) integrismo ético, según el cual ética y política son dos realidades opuestas y, al tener que elegir una de ellas, la elección ha de recaer en la ética; b) realismo político, según el cual, en el caso de oposición entre moral y política, la elección debe recaer en la política, sacrificando los principios éticos; c) postura sintética entre las dos realidades.
Integrismo ético
La política ha sido considerada con frecuencia como el lugar de cita de la hipocresía, la mentira, el engaño y demás vicios contrarios a la limpia ejecutoria del hombre moral. Más aún, la política en sí misma ha sido vista como realidad contraria a la ética y, consiguientemente, como un asunto inmoral. Entre las posturas que por motivos de integridad moral rechazan la política destacan cuatro:
- El rechazo burgués: nace de la reducción individualista de la moral y conduce a considerar y a hacer de la política un "juego sucio" en el cual los políticos han de claudicar inevitablemente de sus principios éticos.
- El rechazo anarquista: nace de la absoluta desconfianza ante toda forma de poder ("ni Dios ni amo") y conduce a buscar la solución de los problemas de la clase obrera en la actuación directa de los afectados.
- El rechazo marxista: (del marxismo "ortodoxo"), según el cual las estructuras políticas pertenecen a la etapa alienada de la humanidad, supraestructuras que desaparecerán necesariamente en la etapa final, en la que la sociedad civil encontrará su perfecta identificación.
- El rechazo del fundamentalismo religioso: algunas sectas e iglesias protestantes consideran que la religión prohíbe la injerencia de sus fieles en los asuntos políticos, con el argumento de que estos fieles "viven en el mundo, pero no son del mundo".
Realismo político
El "realismo político" coincide con el "integrismo político" en que ética y política son irreconciliables. Pero se distinguen en la toma de postura: mientras que el integrismo moral opta por la ética, el realismo político prefiere sacrificar los principios morales en bien de los intereses políticos.
Los "realistas" y los "realismos" abundan en la historia de la acción y de la doctrina política. El teórico más notable de esta corriente es Maquiavelo. Otros propugnarán la autonomía total de la política y considerarán la acción política como norma de sí misma, exigiendo la eliminación de cualquier referencia a la moral. Hegel llegará a identificar el "ser" y el "deber" en la categoría del "Estado ético".
No escapan de los presupuestos y de las conclusiones del realismo político la mayor parte de los sociólogos y cultivadores de la ciencia política (Weber y Pareto incluidos). La pretensión de una ciencia política regida únicamente por leyes estrictamente técnicas, es decir, éticamente neutrales, debe considerarse como una forma más de realismo político, en el que entran por igual la virtú maquiavélica o la "razón de Estado".
La "razón de Estado" es un principio de legalidad que se atribuye al Estado político, y que éste ejerce en casos excepcionales, recurriendo a medidas que se hallan más allá, o están al margen, de la legalidad comúnmente admitida. El procedimiento concreto de actuación se somete al secreto, y se argumenta aduciendo el interés supremo del Estado. Las teorías que defienden la razón de Estado provienen del siglo XVII y se refieren inicialmente a la actuación política del cardenal Richelieu, que subordina la religión a la política, pero el descubridor del concepto es Maquiavelo, que en El Príncipe y los Discursos, atribuye al Estado la misma dignidad que la religión o la ley, pudiendo por ello no estar sometido a estas y guiarse por razones exclusivamente propias. La constitución de los estados democráticos, que sitúa la soberanía en el mismo ciudadano, quita fuerza a la argumentación, y plantea la cuestión del sometimiento del poder a la legalidad vigente y a la ética.
Síntesis: la moralización de la política
Entre los intentos que se han llevado a cabo para conciliar política y ética destacan los siguientes:
- Moralización del "Príncipe", partiendo de la base de que, moralizando al sujeto principal del poder, todo el sistema quedaría moralizado.
- Moralización de la política mediante el control de la religión.
- Moralización de las estructuras políticas merced a sistemas de autocontrol de las mismas estructuras (división de poderes, participación popular, Constitucionalismo, Estado de derecho, etc.)
- Moralización del "tacitismo" de los siglos XVI y XVII: el tacitismo entra en diálogo con Maquiavelo y acepta su planteamiento realista de la política. Pero cree superarlo haciendo ver, por una parte, el valor políticamente útil de la virtud, con su función pragmática: la verdadera razón o conveniencia del Estado necesita imprescindiblemente de la virtud moral. Los gobernantes malos son siempre, en definitiva, malos gobernantes.
- Moralización burguesa y "moralista": consiste en la acomodación de la conciencia moral, es decir, en componérselas casuísticamente para que el comportamiento elegido satisfaga, a la vez, a la exigencia ética y a la instancia política. Con "manga ancha" y una cierta "mala fe" siempre se puede llegar a un "compromiso" tranquilizador de la conciencia.
EL PAPEL DE UNA ÉTICA POLÍTICA EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA
Suponiendo que el esquema político democrático es un esquema irrenunciable, las funciones que, según la filosofía política y la ética, debe cumplir la ética política en una sociedad democrática son:
- La primera función consiste en relacionar la legitimación con la justicia. Una institución es legal simplemente por ajustarse a las leyes, pero su legitimidad sólo se da cuando las leyes que la dotan de legalidad se consideran a su vez dignas de ser obedecidas por haberse elaborado conforme a un procedimiento aceptable por todos. En nuestra sociedad democrática este procedimiento es la decisión mayoritaria. Ahora bien, el ajuste a ese procedimiento no implica necesariamente la justicia de una decisión legislativa. La ética debe permitir ese juicio sobre una base que no discuta los principios democráticos.
- Una ética democrática debe preservar la convivencia de todos los valores presentes en la sociedad (incluso de los minoritarios), pero fundamentalmente, debe ser capaz de articular los tres valores fundamentales de la democracia: vida, libertad e igualdad.
- La ética es el instrumento que permitirá el control social de los gobernantes. El control extra-político de la acción política es imprescindible para la salud democrática, y no sería posible si la ética no proporcionase una puente entre el sentir social y los políticos, y, lo que es más importante, una base aceptada desde la que argumentar, un punto de referencia para ejercer ese control.
- La sociedad debe mantener una valoración de la actividad política (para garantizar la retroalimentación que exigíamos en el epígrafe anterior) y de la acción de gobierno. Y ese marco valorativo debe ser establecido por la ética política.
- Partiendo de que los fines comunes son seleccionados democráticamente y luego encomendada su realización al político, la ética debe permitir decidir, supuesta la deseabilidad del resultado, el modo en que va a realizarse.
- La ética política debe dar razones para la acción a cada agente político. Esto es, convencer racionalmente a cada agente de la obligatoriedad de sus compromisos políticos y de la inderogabilidad de los fines comunes. Así, una ética política debe proveer razones (normas) gracias a las cuales el legislador se sienta íntimamente comprometido con su tarea política y no renuncie a los fines socialmente determinados, el súbdito encuentre justificada su obediencia a leyes justas a la vez que halle argumentos para oponerse a las injustas, etc.
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