5. La sociedad quinchaína a comienzos del siglo XVII
Desde los comienzos del siglo XVII aparece ya muy elevado el nivel de "mapuchización" de la sociedad hispánica en Chiloé, muy especialmente en la isla de Quinchao, donde, como habíamos señalado, se anticipaba la dificil integración entre el indio y el español y donde el idioma mapudungún había desplazado al castellano en el uso cotidiano, como atestiguan ya en 1611 los misioneros jesuitas: "…trataron de salir a correr las islas de aquel archipiélago por las cuales andaban con notable gusto de unas en otras, viendo cuan bien recibidos eran de los indios i con las veras que se aplicaban a rezar i ser instruidos en su mismo idioma, que es el mismo que tienen los indios de Chile en la gramática y frase, auqnue varian en algunas palabras y dialectos [… y] todos los españoles saben aquella lengua mejor que la castellana, por el mucho trato que tienen con los indios".
En el aspecto social, en la isla de Quinchao, comenzaba a producirse un primer intento de buena convivencia entre criollos e indígenas, que anticipaba cuanto tendría que ocurrir en todo el archipiélago. Un comienzo de integración que se traducía en la celebración de numerosos matrimonios entre castellanos e indígenas: a lo cual contribuyeron, por un lado los misioneros jesuitas, contrarios al amancebamiento que parecía convertirse en regla, y por otro la costumbre de incluir a los hijos mestizos entre los españoles. El mestizaje fue más una necesidad que una elección, motivado por la esasez de mujeres españolas y también por la necesidad de incrementar la componente de población que se identificaba con el poder colonial.
Fig. 9. Reconstrucción del probable aspecto de Achao alrededor del año 1624. La capilla es rústica aunque grande y firme: el techo es de paja y, tal vez, lo son también las paredes; no tiene piso ni torre campanaria y los grandes aleros laterales pueden cobijar a muchas personas. La explanada era mucho más amplia que la actual plaza y alcanzaba la orilla del mar: a sus dos costados habían tres o cuatro ranchos (seguramente él del cacique y del fiscal) y en el costado sur, a un lado de la capilla, se encontraba las pequeñas habitaciones de los misioneros con su huerta.
Las ocasiones de integración entre españoles y mapuches, frecuentes pero no masivas, no modificaron la situación de explotación del indio, aunque accentuaban el carácter social y clasista de aquella relación, sobreponiéndose al aspecto propiamente racial. También la estructura tradicional indígena sufrió el trastorno causado por la implantación de una sociedad clasista: el cacicado de alguna forma entró a participar del sistema social impuesto por los conquistadores, participando en alguna forma a los privilegios de los dominadores y convirtiéndose, en algunas ocasiones, en un instrumento al servizio de los encomenderos y para una explotación más rdaical del indio. En el archipiélago de Quinchao, sin embargo, esta degeneración del cacicado no se produjo y los lonko siguieron siendo los defensores de su pueblo, en armonía con los fiscales.
La sociedad indígena de Chiloé tampoco fue afectada por el impacto del "dinero", como ocurrió en el resto de América: la economía chilota era tan pobre, que prescindió totalmente del uso de la moneda o de la plata metálica y se fundamentó en el trueque de los escasos productos locales, siendo la tabla de alerce la unidad usual para comparar el valor de las cosas. Así mismo el metal fue tan escaso que las técnicas de producción agrícola se modificaron sólo marginalmente, aunque el trigo reemplazara a la quínoa, así como el ganado ovejuno reemplazó a los camélidos.
GOBERNADORES DE CHILE (1610-1625) | GOBERNADORES DE CHILOÉ (1610-1626) | ||
1610-11 1611-12 1612-17 1617-18 1618-20 1620-21 1621-24 1624-25 | Luis Merio de la Fuente Juan de la Jaraquemada Alonso de Ribera Talaverano Gallegos (interino) Lope de Ulloa y Lemos Cristóbal de la Cerda y Sotomayor (interino) Pedro Osores de Ulloa Francisco de Alaba y Nurueña (interino) | 1610-12 1612-16 1616-18 1618-21 1621-22 1622-26 | Pedro de la Barrera Chacón Gerónino de Peraza y Polanco Francisco de Avendaño Florián Girón de Montenegro Luis Castillo Velasco Diego Flores de León |
JESUITAS PRESENTES EN CHILOÉ (1609 Y 1623) | |||
1609-1610 1610-1613 1615- ? 1621-1623 | Melchior Venegas, Juan Bautista Ferrufino Melchior Venegas, Juan Bautista Ferrufino, Mateo Estevan Melchior Venegas, Antonio Prada Agustín Villaza, Gaspar Hernández |
Los encomenderos y los colonos asentados en Quinchao, varias veces en el año tenían que transcurrir algunas cortas temporadas en Castro, lo cual ocurría principalmente en ocasión de las fiestas religiosas: "en Semana Santa y Santo Domingo se reunían todos los que se reputaban por vecinos de Castro, por más que viviesen a muchas leguas de allí. Cada familia armaba una ramada en que cobijarse esos días". Más que la piedad religiosa, lo que los empujaba a visitar frecuentemente la capital de Chiloé era la necesidad de mantener estrechas relaciones con el gobernador provincial y con los componentes del Cabildo, quienes asignaban tierras y encomendaban indios para el servicio.
Los desplazamientos en aquellos tiempos se realizaban casi únicamente a través de dalcas y lanchas: de allí que los españoles edificaran sus viviendas preferentemente en los lugares más cercanos a la capital de Chiloé, es decir en la costa occidental de la isla de Quinchao: la bahía de Curaco, cuya implantación era aventajada por el hecho de ser menos poblada, y el sector costero comprendido entre Vuta-Quinchao y Chequián. Es así que desde aquellos años en la ribera sur-occidental de Quinchao se establecen algunas de las familias que, desde entonces, vivirán en la isla y cuyos descendientes hoy día son los vecinos de Achao y Curaco.
En las primeras décadas del siglo XVII se afirmó la institución de la encomienda en el archipiélago quinchaíno. Entre los datos más antiguos a nuestra disposición encontramos los siguientes:
- en Vuta-Quinchao, ya anteriormente a 1605 aparecene como encomenderos don Joaquín de Rueda y su hijo don Dionisio Rueda (en segunda vida); desde 1615 hasta la mitad del siglo tenemos don Cristóbal de Vera y don Diego de Vera;
- en Caguach, ya anteriormente a 1605 aparecen los nombrados Joaquín y Dionisio de Rueda;
- en Alao desde la década de 1630 hasta el final del siglo dos (o tal vez tres) generaciones de Nieto, todos con el nombre de Alonso, se encuentran a cargo de la encomienda, aunque probablemente no sea de forma continuada;
- en LinLin hacia la mitad del siglo XVII encontramos a doña Sebastiana González y luego a don Alvaro Barrientos Ayala;
- en Apiao el primer enomendero de que tenemos noticias es don Felipe de Olavarría, entre 1653 y 1677.
No obstante las ocasiones de integración que en Quinchao fueron más fecuentes y felices que en otras áreas del archipiélago, y la elevada "mestización" de la sociedad chilota, entre castellanos y mapuches reinaba la mayor desconfianza e incomprensión.
Para los castellanos, los indios son "enemigos nuestros capitales […], exceden a los del Perú en ser más animosos, más soberbios, más fornidos, de mayores cuerpos y más belicosos, y son mucho más bárbaros y temerarios, porque no creo se ha hallado alguna nación que no adorase alguna cosa y tuviese por dios; estos ni a Sol, ni a Luna, ni estrellas, ni otra alguna cosa. […] Grandes holgazanes, las mujeres trabajaban en todo lo necesario; fuera desto, sin ley ni rey; el más valiente entre ellos es el más temido; castigo no hay para ningún género de vicio; tienen muchos absurdísimos.
"A padre ni a madre ninguna reverencia, ni subjectión. Deshonestísimos, si no es a madre, a otra mujer no perdonan: el hijo hereda las mujeres de su padre, y al contrario; el hermano del yerno, y si un hermano se aficiona a alguna mujer de su hermano, por quedarse con ella y las demás, le mata; entre estos hay grandes hechiceros que dan bocados para matarse los unos a los otros y se matan fácilmente, y dicen está en su mano llover o no. No adoran cosa alguna; hablan con el demonio, a quien llaman Pilan. Dicen que le obedecen porque no les haga mal. Muchos destos, aunque son baptizados, niegan serlo […]; amancebarse con dos hermanas es muy usado […]. No saben perdonar enojo, por lo cual son vindicativos en gran manera; no creen hay muerte natural, sino violenta […]. No tienen dos dedos de frente, que es señal de gente traidora y bestial, porque los caballos y mulas, angostos de frente lo son. Cada uno vive por sí, una casa de otra apartada más de un tiro de honda […].
"Finalmente, es gente sin ley, sin rey, sin honra, sin vergüenza, etc., y de aquí se infirirá lo que inferir se puede. Es entre ellos lenguaje de dar la paz por estos tres años en los cuales nos descuidarán y nos dividiremos, y descuidados y divididos nos matarán y se quedarán en su infidelidad y bestiales costumbres. Si el que gobierna no los puebla, como habemos dicho, y quita armas y caballos, y castiga a los culpados, después que se les ha notificado la beninidad que con ellos Su Majestad usa, no habrá paz en Chile".
Aunque no dispongamos de documentos que nos manifiesten el pensamiento de los pobladores quinchaínos, es fácil imaginar que gran parte de los castellanos del archipiélago condividieran sentimientos tan rabiosos hacia los mapuches: la derrota de Curalaba y la pérdida de las siete ciudades del sur todavía era una herida abierta y un afronte al orgullo hispánico. El origen osornino de tantos pobladores de Chiloé, y sobre todo de la isla de Quinchao, explicaba el "miedo al indio" y la desconfianza que reinaba.
Sin embargo, la presencia jesuítica jugó un rol muy positivo para favorecer la comprensión o, por lo menos, una mejor convivencia entre las dos naciones. Desde luego, la visión que los misioneros jesuitas tenían de los mapuches – y en especial modo de los mapuches chilotes que habían abrazado tan prontamente la religión cristiana – era totalmente diferente: "Son ellos de natural tan humilde, afable y apacible que obligan mucho a quien los mira con ojos de Cristianidda, de amarlos y quererlos y para el evangelio son los más aptos y proporcionados de cuantos he oído decir hasta el día de hoy. Tienen juntamente el entendimiento claro y perpicaz asentado y de suyo son muy inclinados a la piedad y religión".
Especular e igualmente negativa es la visón que el indígena tiene del español. Así escribe Felipe Guamán Poma dirigiéndose a los lectores españoles: "no e hallado que el yndio sea tan codicioso en oro ni plata, ni e hallado quien deva cien pesos, ni mentiroso e ni jugador, ni peresoso, ni puta ni puto, ni quitarse entre ellos, [mientras] bosotros lo teneys todo y no obede[ceis] a buestro padre y madre y […] rey y rinegays a Dios, lo negays a pie juntillo. Todo lo teneys […] y desollays a […] los [más] pobres de los yndios. […] Un español gentil tenía su ydolo de plata que lo había labrado con sus manos y otro español lo habia hurtado de ello: fue llorando a buscar su ydolo […]. Y bosotros teneys ydolos en buestra hacienda y plata…".
Para el mapuche el castellano es un individuo tan incomprensible, cuanto cruel. Para él que viene de una cultura igualitaria, la imposición de un sistema rígidamente clasista es algo que no tiene sentido. Toda la sociedad criolla le parece una contradicción inexplicable. El isleño mapuche ha hecho suya la fe cristiana con una naturalidad y expontaneidad que asombró a los mismos misioneros: ¿cómo puede entonces conciliar las enseñanzas de los jesuitas con el comportamiento cotidiano de los españoles? él abandona su tradición polígama: y entonces, ¿cómo puede aceptar los harén de tantos encomenderos? los misioneros le hablan de una religión de amor, pero en los cristianos ellos sólo alcanzan a ver una avidez que pasa por encima de cualquier principio moral, que lo arraza con todo.
Dos mundos – el indígena y el hispánico – que se enfrentan y se mezclan sin nunca entenderse y que, sin embargo, en Quinchao, más que en otros lugares, se absorben mutuamente y comienzan a dialogar.
Fig. 10a. "Seis animales que los pobres yndios de este reyno temen: el corregidor, una sierpe; el español, un tigre; el enco- mendero, un león; el padre doctrinante, una zorra; el escribano, un gato; y el cacique principal, un ratón", de Guamán Poma 1615:708. | Fig. 10b. "El corregidor castiga cruelmente a los caciques principales", de Guamán Poma 1615:529. |
A vanificar los propósitos de los jesuitas de lograr armonía entre mapuches y castellanos contribuyeron también los corsarios holandeses, cuya amenaza era siempre presente en el archipiélago, siendo aquellos favorecidos por el aislamiento en que quedó Chiloé sucesivamente al füchamalón y al desastre de Curalaba y la lentitud para socorrer a sus pobladores. Es así que en 1615 Joris van Spilberg recorre las costa de Chiloé para dirigirse hacia la isla de Santa María y amenezar Concepción. Van Spilberg se abocó con los mapuches de la isla Mocha y, si bien no resultan contactos con los de Chiloé, todavía los españoles recelaban que una vez más los caciques del archipiélago se aliaran a los corsarios holandeses.
A partir del año 1625 se da un período de estabilidad en el gobierno de la Capitanía general, después del continuado subseguirse de gobernadores, muchos de los cuales interinos, que caracterizó los años entre 1610 y 1625. Si bien esta continuidad política también en Chiloé favorece el consolidamento de las instituciones administrativas, sin embargo el archipiélago, aislado del territorio de la Capitanía, no logra desarrollo alguno. Tanto el gobierno de la Capitanía en Santiago, cuanto el virrey en Lima, tenían escasa consideración para Chiloé (y así mismo para los castellanos asentados en el archipiélago) y no sólo no hacían nada para favorecer su desarrollo economico, sino, al contrario, lo estorbaban e impedían el nacimiento de cualquiera actividad productiva: en otros términos, Chiloé se convirtió en una "colonia de la colonia" y las autoridades tanto chilenas cuanto peruanas, mantuvieron la ocupación del archipiélago solamente por razones estratégicas, prescindiendo de cualquier empeño para favorecer a éste "último rincón" del territorio americano y a sus pobladores.
Para la Isla Grande la construcción de navíos hubiera sido una buena oportunidad de desarrollo en cuanto habían excelentes maderas y buenos maestros carpinteros, tanto indígenas como castellanos: sin embargo el Virrey prohibió en todo el archipiélago la construción de embarcaciones de dimensiones mayores y sólo se permitió fabricar pequeñas lanchas botes. Es así que los únicos productos que se exportaban de la Isla eran tablas de alerce y ciprés, mantas y algunos jamones. Por lo tanto no puede extrañar que entre los últimos años del siglo XVI y los primeros del siglo XVII, las condiciones de vida de los españoles asentados en el archipiélago experimentaran un gradual empeoramiento.
Por otra parte, hay que considerar tanto el aislamiento de aquel mundo isleño, cuanto su incapacidad de atraer nuevos colonos desde el norte, cuanto la comunanza en la forma de vida entre el campesinado castellano y el mapuche. Así que no obstante todos los factores contrarios, en todo el archipiélago de Chiloé – y en forma particular allá donde mayor era la convivencia entre indígenas y castellanos, como ocurrió en Quinchao – no obstante todas las contradicciones derivadas de la institución de la encomienda y de sus abusos, gradualmente se iba imponendo una forma de integración muy particular y así se creó "un mundo que se vio obligado a desarrollarse a "intramuros", autárquicamente circunscrito, en contacto estrecho con los indígenas domésticos, pero casi completamente desvinculado del núcleo histórico de Chile Central. Esta vida interna desconectada del continente implicó que hispanos e indígenas empezaran a relacionarse, a contactarse, influenciándose mutuamente, dando origen a un permanente mestizaje biológico y total en el ámbito cultural […que] afectó a todos los aspectos de la cultura de ambas sociedades, fenómeno generalizado y de manera homogénea en todos los confines del archipiélago humano chilote. […]".
"Desde los inicios del siglo XVII, los antiguos pueblos de indios comenzaron a tomar la fisonomía de mixtos, porque en ellos convivían españoles, indios y mestizos, a pesar de las leyes que lo prohibían. La desproporción étnica inicial y la superioridad aborigen de adaptación al medio insular con despliegue de recursos, hizo que la cultura, en muchos aspectos, haya tenido un movimiento de indígenas a españoles, con fuerte ligazón, propias de un mundo inclaustrado, sin contactos con el exterior y moldeado por la geografía insular. Esto permitió la creación de patrones o modelos de conducta, formas de vida transmitidas hasta hoy y un modo de concebirse colectivamente".
"Así, la historia de Chiloé data del siglo XVI, geográficamente pertenecía a Chile, pero no formaba parte política ni culturalmente del país por las circunstancias históricas mencionadas que, explican además que Chiloé presenta un rostro característico y singular que se comenzó a formar a principios del siglo XVII con una realidad sociocultural distintiva. […] Relaciones humanas y sociales, tradición religiosa y festiva, musical, de faenas, gastronomía, costumbres, creencias, pensamiento mágico, mitología, lenguaje… adaptándose conjuntamente: indígena y español, sin una percepción consciente y sin notarse cómo se iba tramando una nueva cultura para el mundo. Una cultura chilota y mestiza. Un pueblo que en el siglo XVIII se diferenciaba nítidamente dentro del continente latinoamericano, con su particular historia y tradición, con su concepción de vida ligada al mar y a la tierra de islas".
6. El desarrollo de las misiones circulares (1624-1640)
Como habíamos dicho precedentemente, en el año de gracia 1621 el padre jesuita Agustín Villaza, rector del Colegio de Castro, había conseguido del anciano gobernador de la Capitanía, Pedro Osores Ulloa, licencia para crear los fiscales: sin embargo es solamente a partir del 1624 que esta institución tiene plena vigencia. Los quehaceres de la guerra de Arauco y, sobre todo, las maniobras de los encomenderos chilotes tardaron la aplicación de la disposición, temorosos de perder a sus peones: "por esta razón [Villaza] tuvo mucha dificultad el entablar estos fiscales, alegando que se les hacía agravio en quitarles aquel peón. […] El gobernador Pedro Sores de Olloa declaró a los fiscales exentos de todo trabajo personal, militar o consejil. Los padres quedaron facultados para presentar en terna a los que juzgasen aptos para desempeñar este cargo; iaunque la autoridad civil no quiso desprederse de derecho de hacer los nombramientos, los padres podían destituir por sí solos a los que cumplieran mal su comisio ". El reconocimiento jurídico de la figura del fiscal y el amparo que, de hecho, aquel reconocimiento le aseguraba, contribuyeron en misura importante a contener a los abusos de los encomenderos y a valorizar la figura del misionero jesuita a los ojos del indígena.
La idea de dar vida a la forma misional circular o andante era parte integral y fundamental del proyecto de evangelización de Chiloé desde la misma entrada de los jesuitas en el archipiélago. En 1617, cuando el padre Venegas volvió a Chiloé con el padre Prada, la misión jesuítica se hizo permanente y entonces los misioneros pudieron dar grande espacio a la preparación de fiscales y patronos. "La incorporación de seglares como colaboradores en el proceso religioso se da en distintas partes de América, sin embargo, en ningún otro sitio se le entregó a estos servidores tantas atribuciones como en Chiloé. El diseño de la Misión Circular no habría sido ejemplar, si no fuera porque trataron al indio como sujeto de ese programa religioso. De allí que empiezan incursionando en su lenguaje y en su cultura como partida hacia una comunicación personal y profunda con esa sociedad. Aquí los jesuitas levantaron una iglesia sin sacerdotes." Fue así que desde entonces cada 17 de septiembre salían desde Castro dos o tres misioneros, con sus ornamentos de misa y tres altares portátiles con forma de cajón, donde guardaban imágenes. El territorio misional de los jesuitas de Chiloé, abarcaba desde el sur de Valdivia hasta el Océano Atlántico y hacia el sur hasta el Estrecho de Magallanes, misionando también en las pampas argentinas hasta 1718, las que abandonaron tras la muerte de varios de sus miembros, a manos de mapuches.
GOBERNADORES DE CHILE (1625-1646) | GOBERNADORES DE CHILOÉ (1626-1640) | ||
1625-1629 1629-1639 1639-1646 | Luis Fernández de Córdoba Francisco Laso de la Vega Alvarado Francisco López de Zúñiga | 1626-27 1627-28 1628-30 1631 1631-33 1633-38 1638-39 1639-40 | Tomás Contreras Lazarte Pedro Páez Castillejo Francisco de Avendaño Dionisio de la Rueda y Lara Fernando Alvarado Pedro Sánchez de Mejorada Juan Sánchez Abarca Bartolomé Galeazo y Alfaro |
JESUITAS PRESENTES EN CHILOÉ (1625 Y 1640) | |||
Agustín Villaza (1625->1637), Gaspar Hernández (1625-1627 ?), Juan López Ruiz (1625-1639, 1643-1654), Melchior Venegas (1626- 1630), Juan del Pozo (1626-1639, 1642- ?, 1660- ?), Pedro Torrellas (1632-1637), Francisco Vargas (1630- ?), Luis Berger (1630- ?), Jerónimo de Montemayor (<1640-?), Lázaro de las Casas ( ?). |
La realización de la misión circular acrece la impotancia de aquellas capillas que mejor se adaptan a constituirse en lugar de salida para ulteriores recorridos de los misioneros. Es el caso de Chonchi: allí tenían su origen un recorrido que llevaba hasta Cucao y otro que tocaba numeros pueblos de indios entre Chonchi y Queilen. De Queilen salía el recorrido hacia el estreo de Compu, la isla Tranqui y la bahía de Quellón, para rematar en Cailín. Al extremo norte de la Isla Grande adquirió importancia Quetalmahue y en el canal de Dalcahue fue Quetalco el lugar de salida de las dalcas. En fin, en la isla de Quinchao, el lugar más importante era seguramente Vuta-Quinchao, pero muy pronto también se destacaron Chequián – pues de su playa salían los padres a misionar a Chaulinec, Alao, Meulín y Quenac – y Achao, referencia para misionar en toda la costa nor-occidental de Quinchao, y para salir hacia Llingua y Linlín. Curaco constituía un caso diferente, pues allí había un mayor peso de la población castellana, siendo minor la componente indígena, así que su cura correspondía al clero secular, por lo menos en la medida que podía atender a su rebaño.
Probablemente Vuta-Quinchao y Achao se convirtieron también en lugares de abastecimientos de los misioneros. Allí tenían algunas cabañas donde alojar y los fiscales tendrán cura de acudir sus huertas. La buena armonía entre los fiscales y los misioneros no vino nunca a cesar, y más en general con todos los cavíes, pues los fiscales también colaboraban plenamente con los caciques y, en muchos casos, entre sus hijos se escogían a los fiscales. Si bien es cierto que la institución de la encomienda era la casua primera del malestar de la nación india, es igualmente verdadero que la acción de los jesuitas logró en muchas ocasiones componer los pleitos, aunque no cesara el recelo recíproco.
A las muchas razones de desconfianzas entre castellanos y mapuches, en 1626 se sumieron también los efectos producidos por la real cédula que declaraba formalmente terminada la experiencia de la "guerra defensiva", patrocinada por el padre Luis de Valdivia, máxima autoridad jesuítica en Chile. Esa misma resolución autorizaba esclavizar a los mapuches rebeldes.
En Chiloé no había un estado de guerra: sin embargo, ésto contribuyó no poco a aumentar la tensión entre las dos comunidades y muy a menudo la acusa de rebeldía movida a la comunidad indígena era una coartada para justificar el reanudarse de la lucrosa exportación de indios chilotes hacia la Capitanía general y al mismo Virreino limeño. Sin embargo, el desarrollo del sistema de las misiones circulares y el creciente prestigio de los fiscales en todo el archipiélago, a pesar de la oposición de los encomenderos, lograron mitigar las consecuencias de la real cédula y del reanudarse de la guerra de Arauco y, sobre todo, impidieron la captura y la reducción en esclavitud de los mapuches de Chiloé.
En 1625 el obispo de Concepción, fray Jerónimo de Oré, "durante casi un año recorrió el archipiélago, isla por isla [… y] concluída la vista, el señor obispo regresó a su sede con el P. Hernández dejando en la isla a los PP. López y Villaza. El efecto inmediato de esa visita fue la petición que su Reverencia hiciera al Provincial de los Jesuitas para que en adelante se mantuvieran en Castro cuatro Padres misioneros de aquella Orden". Lo cual se cumplió dentro de algunos años.
La mayor presencia de padres jesuitas en Castro se tradujo en una visitación más frecuente de las capillas más importante por el número de indígenas anotados y por ser lugar donde concurrían también indios de otras capillas menores. Es así que Vuta-Quinchao empezó a ser visitadas por los jesuitas también afuera del recorrido propio de la misión circular: probablemente es en aquellos años que fue puesta a disposición de los padres jesuitas parte de los frutos de la encomienda quinchaína, constituida en 1605.
Esta crecida presencia, además, creó limitaciones a los abusos de los encomenderos y logra impedir que los indígenas del archipiélago sean esclavizados y vendidos al norte. Por esta razón, a las malocas de los chonos en los territorios más meridionales del archipiélago, los chilotes, guiados por los encomenderos, respondieron con análogas acciones en las islas Guaitecas y Guayanecos: los encomenderos, impedidos de esclavizar a los mapuches, trataban así de rehacerse sobre los chonos que en cuanto autores de las malocas podían considerarse "alzados" y, por lo tanto, podían esclavizarse y venderse a los peruanos. Una vez más, la intervención de los misioneros jesuitas fue exitosa: "…asentaron los padres las paces con los indios de Chiloé, con quienes tenían reñidas malocas de unos con otros, las cuales duraron mucho tiempo […] que los chonos venían a maloquear a los de Chiloé, y los españoles con los indios los salían a castigar i traían muchas piezas o personas de mujeres o muchachitos prisioneros. Pero en esta ocasión el padre Melchor Venegas compuso las diferencias, i quedaron en paz". Análogamente, Chiloé se convierte en una base para maloquear los cuncos de la costa chilena y los huilliches de la destruida colonia osornina. También trataron los jesuitas de pacificar las dísputas con los cuncos, pero sin resultados.
La protección ofrecida por los jesuitas a los indígenas encontraba, desde luego, la oposición de los encomenderos y de las autoridades castreñas, a las cuales, en ocasiones, se asoció también el clero seglar, más favorable al español y no siempre digno del rol encubierto. La oposición del clero a los jesuitas a veces se manifestó abiertamente a través de la calumnia, como aconteció en 1636 cuando "un clérigo casi incapaz de ejercer el ministerio sagrado […] levantó mil calumnias contra la Compañía; y hallando apoyo en el señor vicario de Castro, blasonaban entrambos de que habían de echarla de aquella tierra".
En los años 30 del siglo XVII, cuando la situación social del archipiélago parece finalmente tranquila, en la isla de Quinchao se crea una situación particularmente favorable a la recíproca integración.
Puesto que ésto todavía resultaba ser uno de los sectores de Chiloé donde había más población indígena, el elemento castellano resultaba particularmente "perdido" en aquel contexto. La escasez de mujeres castellanas obligó las uniones entre ambas etnías y la insistencia de los misioneros jesuitas favoreció que en muchos caso se pasara de la convivencia al matrimonio formal, con la legitimación de los hijos: de allí la plena asimilación del grupo mestizo al hispánico, el cual "además de no llevar esta denominación, integraba la república de los españoles, con los mismos derechos que éstos, aun para […] obtener mercedes de tierras y encomiendas". Así un a vez más Quinchao anticipaba la evolución social que se iba a producir en todo el archipiélago.
Además los castellanos asentado en Quinchao se gozaban del microclima proprio de aquel sector del archipiélago, más favorable a la agricultura, así que podían conseguir de la tierra (y del mar) algo más de riquezas que los otros castellanos de la Isla Grande. Estos, sin embargo, más que a la tierra miraban a los alerzales, ya que la producción de tablas de había convertido en el principal rubro de exportación de Chiloé. La tabla de alerce había asumido una importancia muy particular, en cuanto "por no circular dinero en Chiloé, los intercambios entre chilotes y comerciantes peruanos se hacían teniendo como medida el precio de la tabla de alerce. Por eso a la tabla se le llamaba ‘moneda de madera’ o ‘real de provincia’". De allí que entre los españoles asentados en Quinchao y aquellos de la Isla Grande se creaba una diferencia en cuanto los primeros, en su forma de vivir, se asemejaban más a los indios, hasta alcanzar un buen nivel de integración, adoptando "como suyas las formas aborígenes […] desde el uso de la indumentaria india, hasta formas de relacionarse con el medio". Esta comunanza de vida hizo que los encomenderos quinchaínos por lo general no se mostraran tan violentos y opresivos como aquellos de la Isla Grande.
Sin embargo, la servitumbre a la cual son sometidos los indios en el régimen de encomiendas – ya que no se respetan las Leyes de Indias y las autoridades, tanto en Castro, como en Santiago, quieren cegarse frente a las violaciones evidentes – es la causa primera de una tensión subterránea en la comunidad indígena del Chiloé, que pudiera estallar a la primera ocasión. Y no obstante la mejor relación con los castellanos, tampoco Quinchao se aparta de este deseo de rebelión.
Un anhelo que en Chiloé, cristiano, empieza a conotarse de manera muy gran parte de la población indígena se dirige hacia la explotación inhumana de los encomenderos, distingüendo entre éstos y el mundo hispánico, percibido positivamente: pues la rebeldía chilota adquiere características propia de "lucha de clase", sin alguna reivendicación indipendentista. En Araucanía, al contrario, es la "lucha nacional" de un pueblo que no quiere ser sometido por otro y que quiere mantener su propia independencia. De allí que se mantienen contactos entre los mapuches de Chiloé y del continente – se trata de los cuncos del área comprendido entre el fuerte de Valdivia, única posesión española en tierra mapuche, y el río Maullín – en una alianza ocasional, pues se persiguen objetivos diferentes, en la cual se mantiene un ciero recelo de los mapuches del mapu hacia los del archipiélago.
7. Los conatos de rebelión de mediados del siglo XVII
Perdido los territorios al sur del Bío-Bío durante el füchamalón de Pelantraru, los fuerte de San Miguel de Calbuco y San Antonio de Carelmapu, en aquellos tiempos pertenecientes al territorio chilote, se convierten en las bases "para hacer desde allí la guerra a los rebeldes de Osorno y Cunco". Estratégicamente, se trata de una guerra importantísima, finalizada a mantener el control de la costa entre Penco (Concepción) y el canal de los Coronados (Chacao): por un lado, finalizada a impedir que quedara desamparado un vasto sector ribereño, y por lo tanto expuesto a la penetración holandesa, amenaza constante en aquellos entonces; y por otro, para asegurar una continuidad territorial entre la Capitanía General y Chiloé.
GOBERNADORES DE CHILE (1639-1655) | GOBERNADORES DE CHILOÉ (1644-1658) | ||
1639-1646 1646-1650 1650-1655 | Francisco López de Zúñiga Martín de Mujica Antonio de Acuña y Cabrera | 1644-1647 1647-1648 1648-1649 1649-1650 1650-1653 1653-1654 1654 1654-1656 1657 1657-1658 | Ambrosio de Urra Beamonte Antonio Vidal Lazarte Dionisio de Rueda Lara Martín de Uribe López Ignacio Carrera Iturgoyen Francisco Pérez de Valenzuela Ignacio Carrera Iturgoyen Cosme Cisternas Carrillo Juan de Alderete Francisco Díez Gallardo |
GOBERNADORES DE CHILOÉ (1640-1644) | |||
1640-1641 1641 1641-1642 1642-1643 1643-1644 | Javier Cosme Cisternas Juan de Arce D. de la Rueda y Lara Andrés Muñoz Herrera Fernando Alvarado | ||
JESUITAS PRESENTES EN CHILOÉ (1640-1660) | |||
Juan López Ruiz (1643-1654), Juan del Pozo (1642- ?), Jerónimo de Montemayor (?), Lázaro de las Casas (?) |
En 1640, cuando Francisco López de Zúñiga, marqués de Baides, era gobernador de Chile y Cosme Cisternas Carrillo lo era de Chiloé, el profundo malestar de la sociedad indígena de Chiloé se tradujo en un intento de rebelión general. El marqués de Baides, quien no ocultaba su amistad y simpatía para los jesuitas, era favorable al retorno a la guerra defensiva, también porque "al paso que el poder español se había debilitado en Chile por las epidemias y las deserciones de los soldados, los indios estaban en una situación mejor para continuar la resistencia". Fue así que "el 6 de enero de 1641, […] se reunieron españoles y mapuches por primera vez en las paces de Quillín. Los jesuitas Alonso de Ovalle, el padre Rosales y otros, hicieron el trabajo de organización de este importante encuentro. […] La paz de Quillín tuvo grande importancia para los mapuches, ya que todos los parlamentos posteriores se basarán en lo allí concordado: […] reconocimiento formal, por parte de España, de la independencia de los territorios entre el Bío-Bío y el Toltén. Se constituyó éste en un territorio no perteneciente a la Capitanía General de Cile, relacionado directamente – como nación independiente – con la Colonia. Tal condición no fue una ‘graciosa concesión’ de su majestad, sino que costó aproximadamente medio millón de muertos al pueblo mapuche".
Con las paces de Quillín parecía finalmente acercarse el tiempo de la buena convivencia entre la nación india y la española, suprimiéndose la esclavitud y alivianándose la servidumbre, gracias a la intervención constructiva de los jesuitas, desde Penco hasta Castro. Sin embargo pasaron sólamente dos años y surgió otra causa de recelo. El 30 de abril de 1643 apareció frente a la costa occidental de la Isla Grande una escuadra naval de cinco navíos, al mando del corsario holandés Hendrick Brouwer, experimentado marinero y buen militar, quien se propuso de ocupar en Valdivia, en aquel entonces despoblada, para crear un asentamiento holandés luterano en la costa chilena, para apoyar la guerra contra la España católica en el Pacífico meridional.
Brouwer era un hombre ya "anciano, pero conocido por su intrepidez y condiciones de mando, […] hombre en todo el sentido de la palabra: valiente, recto, íntegro, de un carácter tan férreo que la dureza de su disciplina llegaba a ser odiosa para sus subordinados". Al momento de acercarse al archipiélago, el corsario disponía de una buena documentación acerca de Chiloé y de sus habitantes, fruto de las precedentes exploraciones holandesas, así que estaba bien enterados de los sentimientos de insoferencia de gran parte de la población indígena del archipiélago hacia las autoridades castreñas y los encomenderos, pensando de volverla a su favor.
Después de haber dedicados algunos días al reconocimiento de la región y al trazado cartográfico, el 9 de mayo de 1643 fondeó al frente de la península de Lacuy e intentó abocarse con los indígenas, pero sin éxito; repitió el intento algunos días después, el 16 de mayo, pero se encontró con la presencia de algunos españoles: en la refriega, éstos apresaron a un holandés, mientras que los corsarios se llevaron a una anciana india con sus dos chicos, con la cual no pudieron entenderse en cuanto los tres hablaban tan sólo mapudungún. Molesto por haber fracasado sus primeros intentos de abocamientop, el día 20 de mayo Hendrick Brouwer desembarcó en la costa de Carelmapu y sostuvo un encuentro con la tropa chilota, capitaneada por el gobernador del archipiélago, don Andrés Muñoz Herrera, el cual murió en la refriega. Dispersados los castellanos, Brouwer incendió el fuerte de Carelmapu. Luego decidió de dirigirse hacia Castro, para apoderarse de la villa.
El proyecto fundamental del holandés seguía siendo el de apoderarse de manera estable de una plaza en la costa al sur de Penco, para dar comienzos a una colonia holandesa en la costa americana del Océano Pacífico, lo cual era insostenible sin el apoyo de la población indígena. Se resolvió, entonces, a intentar otros abocamientos antes de dirigirse a la capital del archipiélago. Fracasado el primer intento en la bahía ancuditana, las otras áreas donde el corsario suponía de poder encontrar buenos apoyos, en base a la documentación de que disponía, eran el sector de la Isla Grande hacia la punta de Tenaún, y la isla de Quinchao: éso, en cuanto eran los dos sectores con mayor población indígena – y por lo tanto en grado de asegurarle aportes importantes en eventuales combatientes – y donde tenía motivaciones para creer que hubiese más desasosiego hacia el dominio castellano. La última dédaca de mayo y los primeros días de junio, los holandeses los emplearon en realizar fulmíneas incursiones contra los asentamientos de los colonos españoles, apoderándose de lo necesario para sustentarse y tanteando la posibilidad de favorer un levantamiento general de la población indígena.
A este propósito, consiguió algunos cautos apoyos en la isla de Quinchao (y tal vez también en otros sectores). Cautos y recelosos, en cuanto los ancianos bien se acordaban de haber pagado un precio muy cruel por haber sostenido a Baltasar de Cordes cuando éste había asaltado a la ciudad de Castro (19 de abril de 1600). Utiles para conseguir las necesarias informaciones y para realizar correrías en contra de los colonos, pero insuficientes para crear un asentamiento estable para sus compatriotas.
El 6 de junio de 1643, Hendrick Brouwer atacó la villa de Castro sin encontrar resistencia alguna, en cuanto la misma había sido abandonada por sus habitantes (el jesuita Jerónimo de Montemayor había organizado la huida de la población castreña mientras otro jesuita, Lázaro de las Casas, con algunos soldados había arrancado con un lanchón para alcanzar Concepción, llevando consigo un holandés prisionero, y así dar cuenta de la invasión holandesa). Los holandeses incendiaron la ciudad y arrasaron con los campos que la rodeaban.
Viendo que el apoyo indígena en Chiloé era insuficiente para realizar sus planes, "los holandeses ocuparon el mes siguiente en explorar la isla de Chiloé y realizar algunas correrías en contra de los asentamientos españoles que encontraron. Esto [les] hizo comprender que si trataban bien a los indios, podrían concertar una alianza con ellos que les permitiera expulsar a los españoles del sur de Chile". Nuevamente encontraron apoyos en la isla de Quinchao, "donde cogieron mucho ganado de los mismos P.P. y de otros vecinos [… y] trataron enseguida de levantar los naturales de aquel archipiélago contra los españoles; mas por mucho que hicieron y dijeron, no lograron seducir más que a unos pocos".
Fig. 11. Indios de Chiloé, de Margraf 1648 | Fig. 12. Taleros holandeses de la mitad del siglo XVII. |
Sin embargo, no fueron tan pocos los indígenas de Chiloé que se unieron a Brouwer, porque cuando después de haber vuelto a ocupar Carelmapu (11 de julio de 1643) los corsarios se dirigieron hacia Valdivia, desde el comienzo su objetivo principal, se les habían unidos "300 indios con sus familias". Y Barros Arana precisa que: "Muchos indios de Chiloé que habían auxiliado a los holandeses, temerosos, sin duda, de las venganzas de los españoles, y deseando libertarse de la esclavitud a que vivían sometidos bajo el régimen de las encomiendas, se mostraban dispuestos, como ya dijimos, a acompañar a los invasores, y habían obtenido que éstos transportaran en los buques a las mujeres y a los niños, ofreciéndose ellos a seguir su viaje a Valdivia por los caminos de tierra. «Cuando estuvieron prontos para partir, dice la relación holandesa, se les dio noticia de que los españoles les cerrarían con fuerzas considerables el camino de Osorno. Con este motivo pidieron se les permitiese hacer el viaje en los buques, lo que se les concedió, recibiendo en ello gran contento. Lo mismo que las mujeres y los niños que ya se habían embarcado, fueron estos indios distribuidos en los cuatro buques, formando entre todos un total de 470 personas. Llevaban consigo abundantes provisiones de cebada, arvejas, habas, papas, ovejas y cerdos para su sustento»".
Los holandeses reciben apoyos también en Carelmapu: "los indios, que al principio habían huido de los invasores, comenzaron a acercarse y a entrar en trato con ellos. Cuando supieron que éstos eran enemigos de los españoles, se mostraron todavía más afanosos en servirlos y en darles todas las noticias que pudieran interesarles".
Los relatos antiguos nada nos dicen acerca de la procedencia de aquellos indios de Chiloé que se unieron a Hendrick Brouwer: pero es razonable imaginar que fueran sobre todo quinchaínos, en cuanto en Quinchao es donde el holandés consiguió mayores ayudas y, por lo tanto, donde habían mayores temores de las venganzas de los españoles.
Inicialmente los cuncos de los entornos de Valdivia apoyaron a Brouwer. Sin embargo, el anciano corsario, tras una larga enfermedad, 7 de agosto de 1643 murió y su sucesor, Elías Herckmans no supo mantener su visión estratégica y comenzó a presionar a los mapuches para que les consiguieran oro, pues erróneamente pensaban los holandeses que el sur de Chile fuera rico de aquel metal. Además, se hizo muy evidente la intención de los holandeses de establecerse en la abandonada ciudad en forma estable, de echo sustituyéndose a los españoles. Todo esto suscitó la desconfianza de los indios, que al final abandonaron los corsarios a su destino y les negaron mayores ayudas. El 28 de octubre de 1643 los holandeses levantaron las anclas y empezaron el viaje para regresar a Brasil.
El intento de Brouwer fu aquello que anduvo más cercano del éxito y, de no haberse muerto, tal vez el anciano corsario hubiera logrado crear una colonia holandesa entre Penco y Chiloé para, sucesivamente, ocupar el archipiélago. Así es como lo vieron las autoridades de Concepción y de Castro, que tomaron todas las necesarias medidas; también en Lima el Virrey, don Pedro de Toledo y Leiva, se dio cuenta del peligro y trató, aunque con mucho retraso, de enviar un buque hacia el archipiélago, al mando del capitán Alonso de Mujica.
Por mientras, la atención de las autoridades tanto de la Capitanía, como del Virreino, "estaba fija en el peligro de una nueva expedición holandesa a las costas del Pacífico. En España y en América se hablaba de los grandes aprestos que los holandeses hacían en el Brasil para enviar a Chile una escuadra de dieciséis naves con un ejército de tres o cuatro mil hombres de desembarco, contra el cual era urgente prevenirse". Por lo mismo, trataron de usar discernimiento y moderación para castigar a los mapuches que ayudaron a los holandeses.
En Chiloé la ayuda indígena presentó características muy diferentes de cuanto había ocurrido en ocasión de la aventura de Baltasar de Cordes: éso porque los mapuches del archipiélago ya no estaban animados de un sentimiento contrario a los españoles, sino su rabia se dirigía a la institución de la encomienda y hacia aquellos castellanos – encomenderos, colonos y autoridades – que los maltrataban en menosprecio a las leyes reales. De allí que no hubo alguna participación indígena en la destrucción de Castro, mientras sí la hubo en las malocas en contra de algunos asentamientos españoles: es decir, la lucha indígena fue muy selectiva. Por la misma razón, fue igualmente selectivo el castigo de las autoridades castreñas, las cuales ya no tenía en contra quien ejercitarlo, pues los que colaboraron con los holandeses, los habían seguido en su aventura a Valdivia y no habían vuelto a Chiloé. Por lo tanto, es de presumir – pues faltan informaciones escritas – que las uatoridades castreñas se limitaron a castigos ocasionales y la principal consecuencia de la empresa de Brouwer para los indígenas de Chiloé pudo haber sido el hecho de que los españoles nombraran un cierto número de caciques de su plena confianza, en lugar de las figuras tradicionales.
La destrucción de Castro y, sobre todo, de tantos asentamientos chilotes, empobreció ulteriormente un archipiélago ya tan pobre. A lo cual se sumaron las consecuencias de un terremoto muy violento que en 1646 sacudió el archipiélago. Fue así que el cabildo castreño, no obstante la oposición del gobernador, valutó seriamente la hipótesis de abandonar el archipiélago y reasentarse en Valdivia, para desde allí tratar de reconstruir Osorno. Este plan llegó hasta la corte limeña, encontrando una incial aceptación: "Con el objetivo de reconcentrar más la población española del reino de Chile, y de procurarse gente con que llevar a cabo ese plan, el Virrey había aceptado la idea de abandonar Chiloé, que a juicio de sus consejeros era un territorio miserable y sin provecho alguno, y de trasladar a Valdivia los habitantes del archipiélago". Sin embargo, el mismo gobernador chilote, Dionisio de Rueda Lara "consiguió demostrar al Virrey «que el pasar la gente de Chiloé a Valdivia no era dar fuerzas a aquella fortificación, sino aumentar las del enemigo». En efecto, la despoblación del archipiélago por los españoles, habría dejado a los indios de las islas y de la región vecina en libertad para juntarse con los de Osorno y su comarca, y hacer más difícil la existencia de la ciudad que se quería repoblar". Abandonada la idea de despoblar al archipiélago, se procuró de todas maneras de repoblar Valdivia con nuevos colonos provenientes del norte.
El Virrey culpó el Capitán General de Chile, el marqués de Baides, de haber cometido muchos errores en aquellas circunstancias y lo reemplazó con don Martín de Mujica, el cual llegó a la ciudad penquista para hacerse cargo de su rol solamente en el mayo de 1646.
No obstante la moderación demonstrada por las autoridades castreñas en aquella ocasión, la ayuda asegurada por numerosos mapuches de Chiloé a los corsarios holandeses hizo volver atrás las relaciones entre las dos naciones y vino a menos aquella convivencia e integración lograda por los jesuitas.
Las paces de Quillín, celebradas en 1641 ratificada por el Rey de España, Felipe IV, con la cédula del 29 abril de 1643, "fueron recibidas con escepticismo general", y los únicos que en ellas habían repuestos grandes esperanzas eran los jesuitas. "Los indios mantenían cierta tranquilidad mientras estaban con el ejército español en sus proximidades o a la vista; pero si éste se alejaba, ellos iniciaban el robo, el atraco y el salteo. En gran parte, hay que reconocerlo, se mantenía vivo este ánimo de rebelión, por la guerra de exterminio que los españoles les hacían […] con el propósito de presentar a los prisioneros que lograban tomar, como si fueran cautivos destinados a la esclavitud por ser tomados en actos de guerra, lo que permitía venderlos y hacer un buen negocio. Esto, como se comprenderá, engendró abusos incalificables y, como respuesta natural, indujo a los araucanos a la rebelión y a un odio sin límites hacia el español". Sin embargo, las paces suscritas en Quillín crearon un marco de referencia para todos los parlamentos que se celebraron entre mapuches y españoles durante la colonia y las primeras décadas de la república, y no obstante las frecuentes violaciones por ambas partes, los lof que las habían pactado trataron de mantenerse fiel a su espíritu.
Sin embargo, mientras la firma del Rey de España vinculaba, almeno jurídicamente (y moralmente) a todo el mundo hispánico, en cuanto unitario y jerárquizado, las firmas de los lonkos mapuches empeñaba únicamente a sus lof, no habiendo entre ellos alguna autoridad de carácter nacional. Y es así que los pewenches y los cuncos no se sintieron de ninguna manera vinculado a aquel tratado y estos últimos siguieron enfrentándose con frecuencia a los españoles, y tratándo de comprometer en sus malocas también a los huilliches de Osorno y de Chiloé.
En 1650 asumió el rol de Gobernador de la Capitanía de Chile don Antonio de Acuña y Cabrera, hombre débil y dominado por los hermanos de su esposa, doña Juana de Salazar, muy vinculado al comercio de esclavos, a los cuales confió respectivamente el cargo de Sargento Mayor y Maestre de Campo del ejército en Concepción. Al momento de asumir el mando de la Capitanía, había mucha inquietud entre los huilliches, pero también se daban señales de "que los indígenas de Calle-Calle, Osorno, y aun los de Chiloé, practicaban algunas gestiones de paz". Finalmente el 24 de enero de 1651 se celebró un parlamento en Boroa, donde el jesuita Diego de Rosales actuaba como consejero del gobernador. Las paces sembraban bien asentadas, aunque los encomenderos y los cuñados del gobernador criticaran abiertamente aquella resolución y demandaran que se realizara una campaña general de guerra contra los mapuches.
A las pocas semanas de haberse celebrado el parlamento en Boroa, los cuncos – que no había partecipado a tal encuentro, ni mucho ménos lo había suscrito – asaltaron a un grupo de unos 30 náufragos españoles y los mataron a todos. Esto episodio, grave pero muy circunscrito a un grupo cunco, les aseguró a los fautores de la guerra el necesario ‘casus belli’ para convencer al débil gobernador a realizar una campaña militar de vastas proporciones cruzando toda la Araucanía para castigar los huilliches y los cuncos de todo el ampio territorio comprendido entre Valdivia y Chiloé. Las lisonjas de su esposa convencen al débil gobernador, Antonio de Acuña, que será él quien logre ¡finalmente! pacificar a la Araucanía y acabar con una guerra que dura desde hace más de un siglo. A lo cual dedica buena parte de 1652 y 1653 a peparar una campaña de grande proporción, no obstante desde Boroa hasta Chiloé les avisaran que había el riesgo de una sublevación general de todos los mapuches del sur, además de los cuncos.
A fines de 1653 se dan algunos abocamientos entre los mapuches de Chiloé, y en modo particular los de Quinchao, Llingua, Linlín y Meulín, y los cuncos para planear su partecipación a una sublevación general, pero el gobernador en Castro, Ignacio Carrera Iturgoyen, logra enterarse de los hechos y hace ajusticiar numerosos caciques sospechados de haberse aliados a los cuncos. La dureza de la reacción de las autoridades castreñas es tal que la situación parece precipitar: sin embargo el jesuita Juan López Ruiz tuvo que empeñarse en "sosegar los ánimos muy alterados de los indios de Chiloé por la pérdida de muchos caciques por dicho intento de rebelión".
Entre tanto, las tropas españolas al mando de Juan de Salazar, cuñado del gobernador Acuña, sufrieron una gravísima derrota de parte de los cuncos a las orillas del Río Bueno (11 de enero de 1654). No obstante lo ocurrido y los consejos de muchos responsables de diferentes plazas a directo contacto con el mundo mapuche, sigue el Gobernador en su propósito de preparar una campaña de guerra, desencadenando la rebelión generalizada de los mapuches que veían traicionado cuanto pactado en Quillín. "Hasta el gobernador de Chiloé avisó que los proyectos de rebelión se habían trascendido en aquellas islas".
El gobernador Acuña dejó en las manos del inepto cuñado Juan de Salazar el mando del ejército penquista, el cual a partir del 14 febrero de 1655 tuvo que enfrentar una rebelión general de los mapuches, subiendo numerosos reveses y sólamente en 1662 los castellanos lograron placar el alzamiento mapuche.
También el gobernador de Chiloé, Cosme Cisterna Carillo, logró poner en armas unas 700 personas, entre españoles e indios aliados, con los cuales entró en las tierras de los cuncos para unirse al ejército de Juan de Salazar.
Cuando finalmente regresó a Chiloé, a fines de 1655, Cosme Cisterna tuvo sentores de que también los mapuches chilotes erstuvieran a punto de alzarse y unirse a los cuncos y huilliches rebeldes: y estaba en lo cierto, pues "trataron los indios chilotes con gran secreto de alzarse (estarían sin duda, convocados por los de Chile que ya estaban en este tiempo alzados) como lo habían concertado. Dieron parte a los cuncos, señalando el día que habían de venir para ayudarles". Entonces hizo apresar siete indios, entre los cuales había también un cacique que sabía amigo de los españoles, al cual aseguró "mucho agasajo, tratándole como libre. Vistióle muy bien, sentóle a su mesa, dióle a su mujer i libertad a un sobrino suyo" y éste no vaciló en traicionar a sus compañeros y le contó al gobernador Cosme de la existencia de un quipu en el cual se fijaba dentro de tres días el alzamiento conjunto de los indios chilotes y cuncos, "para acabar con los españoles". A la cabeza de la rebelión estaba Clupillán, un cacique cunco, y en Chiloé habían adherido alrededor de 50 caciques, es decir una parte significativa de los lof del archipiélago.
Cosme Cisterna Carrillo hizo inmediatamente ahorcar a los 50 caciques, no obstante lo cual hubo igualmente un intento de sublevación, que fue ahogado fácilmente y que comportó que otros 16 caciques fueran ahorcados, entre los cuales se encontraba Francisco Deleo, "cacique de una isla hacia el Estrecho, […] que había dado secretamente bastimento al holandés que años antes entró por el estrecho, cuando quizo poblar Valdivia".
La tensión en Quinchao y en todo el archipiélago era enorme: sin embargo, la sociedad indígena había quedado descabezada, con gran parte de los caciques ajusticiados, otros renovados, y la misma institución del cacicado envilecida, tanto a los ojos de los españoles, cuanto de los mismo indios.
Para reconstruir la necesaria convivencia, otra vez intervinieron los jesuitas, quienes recorrieron "las islas con seguridad, exhortando a todos los indios a la fidelidad a Dios i al rei". Después de una década caracterizada por los intentos de rebelión de los mapuches chilotes, en los comienzos de 1656 la situación volvía tranquila, por lo menos en apariencia, pues las heridas creadas por los conflictos y, sobre todo, por la cruel explotación creada por el régimen encomendero, estaban muy lejos de ser sanadas.
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