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Acerca de la historia de la isla de Quinchao (página 3)

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8. Hacia la formación de la residencia en Chequián (fines del siglo XVII)

No obstante el conflicto pareciera resuelto, la comunidad hispánica seguía deseosa de abandonar al archipiélago y volver a ocupar las tierras osorninas, o bien, asentrase en cualquiera otra area de Chile, con tal de dejar aquella islas tan lluviosas y, sobre todo, aisladas de la Capitanía. Esta exigencia de los colonos fue señalada a las autoridades coloniales en el memorial que escribió don Francisco Gallardo del Aguila en 1684, en el cual se proponía el abandono total del archipiélago, tanto por parte de los españoles, como de los indígenas: un memorial en el cual abundan "las razones para que indios y españoles abandonen la isla" y donde se trata de "desvanecer todas las objecones que se puedan hacer en contras".

Con tal que no se abandonara el archipiélago, las autoridades – tanto de la Capitanía General, cuanto del Virreino – toleraron cualquier abuso de parte de colonos y encomenderos en contra de los indígenas; así mismo se permitió que en repetidas ocasiones los encomenderos se fueran a vivir a Concepción, confiando sus encomiendas a mayordomos ávidos y crueles.

Siempre con el fin de estimular a los colonos para quedarse en el archipiélago, se incrementaron notablemente las distribuciones de tierras: "sólo entre 1670 y 1696 se hicieron 29 concesiones de mercedes de tierras a españoles, con superficie que variaban entre 50 a 80 cuadras, y algunas de 300, 400 y hasta 1.000 cuadras, entregadas a la Compañía de Jesús". Es así que la situación del peón indígena, marginado en su propia patria y cada vez con menos tierra para ssustentarse, empeoró grandemente, y su servitud forzada adquirió cada vez más las características de explotación de clase.

En la segunda mitad del siglo XVII, entre mercedes de tierras, donaciones y concesiones continuativas de encomiendas, la Compañía jesuítica se convierte en el principal tenedor de tierras en todo el archipiélago. En la extremidad meridional de la isla de Quinchao, los jesuitas poseían una grande propiedad agrícola con una extensión de 500 cuadras, situada desde la punta de Chequián, donde había una capilla, hasta el estero de Joachin, Tallen, Lac y Cuen, la cual les fue donada por don Gregorio de los Olivos. Fue así que Chequián acreció su importancia no sólo en óptica de lugar de evangelización, sino en cuanto centro de producción de bienes agrícolas, necesario para el sustentamento de los misioneros y, muy a menudo, utilizados también para ayudar a los indígenas más desamparados.

GOBERNADORES DE CHILE (1656-1700)

GOBERNADORES DE CHILOE (1669-1700)

1656-1662

1662

1662-1664

1664-1668

1668-1670

1670-1682

1682-1692

1692-1700

Pedro Porter Casanate

Diego González Montero (interino)

Angel de Peredo

Francisco de Meneses

Diego de Dávila Coello y Pacheco (interino)

Juan Henríquez

José de Garro

Tomás Martín de Poveda

1669-1670

1670-1671

1671

1671-1673

1673-1676

1676-1678

1678-1680

1680-1684

1684-1685

1685-1686

1686-1688

1688-1689

1689-1692

1692-1695

1695-1698

1698-1700

Juan Obando Morgado

Francisco Gallardo del Aguila

Juan de Olavarría

Juan Obando Morgado

Agustín Gallardo del Aguila

Francisco de Morante

Hernando López Varela

Antonio Manríque de Lara

Juan Verdugo de la Vega

Antonio Ibáñez de Echeverri

Bartolomé Díez Gallardo

Blas de Vera Ponce de León

Juan Esparza

Pedro Molina Vasconcelos

Baltasar de Cozar y Gallo

Francisco Zamorano Pocostales

GOBERNADORES DE CHILOE (1658-1669)

1658-1660

1660-1662

1662-1663

1663-1666

1666-1667

1667-1669

Martín de Erize y Salinas

Juan Alderete

Fernando Cárcamo Lastra

Cosme Cisternas Castillos

Juan Verdugo de la Vega

Rodrigo Navarros

JESUITAS PRESENTES EN CHILOÉ (1660-1703)

Jerónimo de Montemayor, Nicolás Mascardi (1662->1670) rector del Colegio de Castro, Antonio de Amparán, Francisco Tejero, Felipe Laguna (1702-?), Francisco Astorga (1665-?) rector, Bernardo de la Barra (1680-?) rector

Después de los intentos de sublevación de mediados del siglo XVII, las relaciones entre la dos naciones – la mapuche y la hispánica – volvieron tan deconfiadas como a comienzos del siglo, no obstante que la comunidad indígena hubiese aceptado juntamente con la doctrina cristiana, también la autoridad de la Corona madrileña, a la cual profesaba sincera fidelidad. Ahora que el mismo concepto de "indio" había subido una profunda transformación, convirtiéndose en el identificador más de una forma de vida, que de una diferenciación racial ("es indio quien vive como indio"), pues en el aspecto físico entre los plebeyos hispánicos y los indígenas hay bien pocas diferencias. También se le atribuye valoración a la piel clara, interpretada como una indicación de origen hispánica (el valor de "ser clarito" contrapuesto al "ser morocho"), lo cual no corresponde a lo real, en cuanto la piel muy clara se puede asociar al origen tanto hispánico, cuanto chono.

La inclusión del mestizo en el grupo hispánico, muy a menudo contribuyó a crear una barrera entre el mestizo mismo y quien se identificaba como mapuche, aunque podía suceder que el "indio" tuviera más sangre castellana que el mismo mestizo. La legitimación del hijo, y con aquella le herencia del apellido, era el factor fundamental de diferenciación racial. Pues no eran "indios" los hijos reconocidos y dejaban de ser "indias" las mujeres que se casaban con los colonos españoles. Y ésto era el caso más frecuente, en cuanto las mujeres con más sangre hispánica eran "mercadería preciosa" y trataban de casarse únicamente con los "bien nacidos", y sobre todo con los encomenderos, con el fin de salirse de Chiloé. Es así que los colonos hispánicos se unían principalmente con mujeres indígenas: los más ricos con las hijas de caciques y fiscales, y lo más pobres con las campesinas mapuches. Por su parte, las mujeres indígenas ambicionaban casar con hombres con apellidos castellanos, pues representaba un adelanto social, aunque su vida siguiera tan modesta como antes: "somos pobres, pero no somos indios", podían decir los mestizos con estúpido orgullo. Todo lo cual contribuye a producir hacia fines del siglo XVII una disminución muy notable de la población indígena a ventaja de la hispánica, ésta última cada vez más mestizada.

Con el incremento de la población castellana y mestiza, viene a menos el temor a la reacción mapuche y a una eventual sublevación: entonces se procede a la asignación de mercedes de tierras indígenas a la comunidad hispánica sin ninguna consideración por las leyes: inútilmente el Cabildo de Santiago establece que a cada pueblo indígena debe dejársele un "cantidad de tierra para su labranza y crianza, dejándoles basyante copia, conforme al número de indios que hubiere, sin que puedan recibir daño de los comarcanos". Una vez más, las leyes se acatan, pero no se cumplen.

Todo lo cual incrementa la conflictualidad entre las dos comunidades, la cual se incentra en el derecho a la tenencia de la tierra. Una conflictualidad que ya dejóde constituir una seria amenaza para la comunidad hispano-mestiza: sin embargo el temor que genera, es estímulo para que aquella trate de separarse físicamente de la comunidad indígena, y lo hace tanto ocupando algunas áreas donde la población mapuche es más escasa, cuanto desalojando a la misma. Es lo que ocurre alrededor del canal de Chacao, estratégicamente muy importante, y en el sector de Curaco, en la isla de Quinchao, donde la población indígena ya a fines del siglo XVII es minoritaria, y alrededor de 1660 empieza a surgir un modesto caserío donde se establecen los colonos y los pocos encomenderos presentes en el archipiélago de Quinchao.

La sociedad chilota durante la segunda mitad del siglo XVII no experimenta ningún adelanto, ni en lo social, ni en lo económico. La expoliación de la propiedad indígena y su reducción a un estado próximo al de la esclavitud, siguen siendo "el único aliciente que mantuvo a los habitantes en esas apartadas regiones [y] la circunstancia que impidió […] de despoblar la isla e instalar a sus ahabitantes en zonas más benignas y septentrionales […] fue precisamente el temor a tener que prescindir del beneficio que significaba el trabajo forzoso".

Fig. 13. Hipótesis acerca de la evolución demogáfica de la población de Chiloé y de su composición étnica: se destaca la fuerte baja en la población indígena entre 1640 y 1650 debida a las epidemias y como a partir de 1640, el crecimiento demográfico total se debe únicamente al de la componente hispano-mestiza. Hay muchas discrepancias entre las diferentes fuentes que evalúan la población del archipiélago en el siglo XVII: se deben por un lado a la ambigüedad de las minutas que no siempre precisan si se incluye o menos a los menores, y por otro a la relatividad con que se define a la población en cuanto a su pertenencia a la comunidad hispánica o indígena. La diminución de la componente mapuche no corresponde plenamente a los hechos, sino en buena parte se debe a su inclusión en la componente hispánica.

Al origen de esta involución se encuentra el fracaso del desarrollo urbano y el abandono mismo de Castro, donde residen las autoridades coloniales – el gobernador, el cabildo, el cura – pero donde los pobladores concurren únicamente en determinadas ocasiones: las celebraciones litúrgicas esenciales, las reuniones del Cabildo, la discusión pública de temas de interés general, la llegada de algún navío. En una sociedad, como la occidental, donde "civitas" es al mismo tiempo sinónimo de "ciudad" y "civilidad", sin la primera no se da la segnda. La sociedad mapuche, detentora de una tradición donde la civilidad se fundamenta en la fidelidad a las tradiciones, el admapu, no logra transmitir este valor a la sociedad mestiza chilota, la cual sin desarrollo urbano se vuelve cada vez más pobre, tanto en lo económico como en lo espiritual. Esto se da con mayor evidencia en la isla de Quinchao, donde ni siquiera son presentes aquellos modestos elementos institucionales que se dan en Castro.

Además, desde que la nación hispano-mestiza quinchaína se encierra prevalentemente en el área de Curaco, deja también de participar a la vida religiosa de la isla, pues sus instituciones laicas – fiscales y patronos – son indígenas y las misma capillas, como repetidas veces precisan los jesuitas, pertenecen a la comunidad indígena. Es así que la sociedad hispánica se vuelve analfabeta, con muy pocas excepciones, y, paradojalmente, la componente ménos ignorante es dada por los fiscales indígenas, a los cuales los jesuitas enseñan algo de doctrina y también a leer y escribir.

Hacia fines del siglo XVII en la isla de Quinchao se dan dos polos opuestos: en Curaco se desarrolla un embrión de sociedad rural hispánica, mientras en Chequián y Vuta-Quinchao la presencia jesuítica, ahora cada vez más continuada, favorece el desarrollo de una sociedad indígena que hace propia la principal institución administrativa hispánica – el cabildo – pero atribuyéndole un rol prevalentemente religioso: ésto bajo la guía de la Compañía de Jesús. El archipiélago de Quinchao asume una particular importancia para la Compañìa, pues es donde se suman las propiedades que les vienen asignadas. En efectos, al final del siglo XVII los jesuitas son los principales poseesores de tierras en Chiloé y a ellos les corresponden importantes campos en Vuta-Quinchao, Chequián, Meulín (la totalidad de la isla), Caguach y Achao.

También la segunda mitad del siglo XVII fue afectada por la viruela: particularmente violenta fue la epidemia que se desencadenó en 1657, traida por un navío peruano y que durante cinco largos meses azotó el archipiélago. Una vez más, la población indígena pagó el costo más elevado.

Posteriormente a la visita del obispo de Concepción, fray Jerónimo de Oré, en 1625, los jesuitas castreños habían conseguido una mayor presencia de la Compañía en el archipiélago y en 1662 la residencia de Castro se convirtió en Colegio incoado y Nicolás Mascardi fue su primer rector. Lo cual fue muy importante en cuanto en ausencia de civitas el único factor civilizador era el jesuita. En el Colegio castreño se enseñaba a los niños, tanto indios cuanto españoles, a leer y escribir y también latín, aritmética y canto. Es así que no obstante la pobreza material que reina en todo el archipiélago, es justamente en la segunda mitad del siglo XVII cuando empieza a darse un desarrollo cultural donde empezamos a encontrar muchos de los elementos más característicos del ser chilote. Una cultura que tiene su origen en el mundo rural, sobre todo indígena, y que es deudor a los padres jesuitas de aquel impulso inicial que sólo ellos le dieron.

La enseñanza de la música a los niños indígenas tuvo dos precursores desde la década del 30, en los padres Francisco Vargas y Luis Berger. Al P. Vargas, "que combinaba su trabajo misionero con la afición a la música, se le atribuye la introducción de los cánticos sagrados" entre los indígenas quienes "no sólo los cantaban con gusto en las capillas […] sino también por los canales, ensenadas y golfos marinos, y por los caminos terrestres, en yendo de viaje, y en sus casas y campos, mientras se ocupaban en sus quehaceres domésticos, ó en su labranza". A su labor se agrega "en 1636 el hermano Luis Berger, pintor, músico, platero y médico, célebre en las reducciones del Paraguay, [que] fue prestado a Chile por dos años para enseñar la música y los cantos sagrados en Chiloé".

Es así que nacen los primeros temas de la música chilota – las marchas y pasacalles para acompañar a las procesiones – y también las canciones sagradas a través de las cuales los padres enesñaban la doctrina. Es posible que Francisco Vargas o Luis Berger hubiesen compuesto algunas músicas para acompañar a las celebraciones litúrgicas o para festejar la llegada de alguna visita, así como lo hizo el jesuita Bernardo de Havestadt en Araucanía.

Desde que se constituyó, el Colegio castreño tuvo cuatro padres residentes, además de un par de hermanos. Cuando no se encontraban empeñados en el Colegio, dos misioneros se establecían en el extremo meridional de la isla de Quinchao y durante parte del año atendían a la población indígena, allá donde era más numerosa, para asegurar continuidad a la formación de fiscales y patronos. Una estadía que también era finalizada a curar sus intereses materiales y organizar las faenas en sus vastos poderes rurales: esto en cuanto la importancia económica de las pertenencias jesuíticas en el archipiélago de Quinchao durante el siglo XVII adquirió una importancia cada vez mayor. Los bienes producidos por aquellos predios, por un lado aseguran el sustentamiento de los componentes de la Compañía en el archipiélago, y por otro les ofrece la posibilidad de ayudar, cuando necesario, a la comunidad indígena, de forma tal de no grabar en la misma durante sus visitas y estadías o en ocasión del desarrollo de las misiones circulares y, al contrario, volver éstas en una oportunidad de ayuda a los más necesitados.

Fig. 14a. "El coro de la Iglesia canta la Salve Regina", de Guamán Poma 1615:680.

Fig. 14b. "Los crueles maestros de coro y de escuela han a leer y escribir", de Guamán Poma 1615:684.

Parece que en aquel entonces los Padres dieran vida a una escuela en la parte meridional de la isla de Quinchao, en Vuta-Quinchao o en Chequián, para la enseñanza más esencial a los niños de ambas comunidades, la cual seguramente funcionó de forma discontínua.

La presencia de los padres jesuitas tuvo influencia también en un aspecto curioso de la vida cotidiana de la población del archipiélago: la costumbre de tomar mate. En efectos, hay muchos elementos que hace pensare que algunos jesuitas provenientes de las Misiones paraguayas fueran "responsables por su introducción en Chiloé, donde, inclusive, el hábito ha resistido más tiempo, al punto que mucha gente de Santiago dice que el mate ‘es cosa de Chilota’. Por las crónicas de la época de la colonia, se sabe que la yerba llegaba a Chiloé por barco, el llamado ‘buque anual de Lima’, que venía una vez por año del Perú con un cargamento destinado en su mayor parte a los jesuítas, donde figuraba también la yerba mate como artículo muy necesario, con el nombre de yerba del Paraguay".

Aunque fracasaran, los propósitos de rebelión de los indígenas de mediados del siglo XVII fueron el pretexto para exasperar su explotación. El único obstáculo que se interponía a los abusos de encomenderos y gobernadores locales era la intervención directa de los jesuitas en defensa de sus derechos violados, y la denuncia que los padres hacían al obispo en Concepción o, en Santiago, al ‘protector de indios’ o directamente al mismo Gobernador de la Capitanía. De allí los repetido intentos de las autoridades castreñas para alejar a los jesuitas de Chiloé. Lo cual, casi lo lograron en 1680, aprovechándose de un cavilo jurídico.

En cuanto rentados por la Corona, el gobernador de Chiloé sostuvo que los padres jesuitas debierían haber fijado su residencia en Calbuco, para dedicarse a los indios reyunos. No obstante la oposición de los misioneros, el gobernador de Castro logró que dos jesuitas se trasladaran a Calbuco. Sin embargo, la queja elevada por los superiores de la Orden al Virrey en Lima tuvo buena acogida y al cabo de corto tiempo volvieron a Castro.

Aproximándose el final del siglo, en 1696, otra terrible epidemia de viruela golpeó duramente el archipiélago. "Encendióse tanto, que ninguna isla y tal vez ninguna familia quedó libre de ella. La gravedad […] del mal, por una parte, y el temor del contagio por otra, retraían á muchos de servir á los enfermos, y huían de ellos aun sus más allegados por razón de amistad ó parentesco. Los de la Compañía tomaron a su cuenta […] el cuidado […] de los cuerpos de aquellos infelices; á cuyo socorro volaban así de noche como de día."

Una vez que pasó el flagelo de la viruela y que se reafirmó la presencia de los jesuitas en Castro, acallándo la oposición de los encomenderos, también se hizo más continuativa la presencia de los padres en Chequián, en cuanto principal centro de sus posesiones fundiarias, como habíamos señalado precedentemente. Para mejorar las condiciones de los misioneros durante su estadía, en 1702 se fundó una residencia en Chequián: allí se construyó una habitación acomodada para los padres, y otra para el fiscal, encargado también de vigilar las actividades productivas que se desenvolvían en los predios jesuíticos de Quinchao, Meulín, Lemuy y demás islas. Así mismo, se resolvió la costrucción de una nueva capilla en sostitución de la precedente, para asegurar una construcción más sólida, duradera y proporcionada a la importancia adquirida por el caserío.

Con la creación de la residencia jesuítica, Chequián se conviertió en un punto focal para las familias castellanas asentadas en el extremo meridional de la isla de Quinchao: los Barrera, los López, los Mansilla, los Mella, los Muñoz y los Ojeda.

9. Los comienzos del siglo XVIII y la grande rebelión de 1712

La dureza del régimen de la encomienda y el desacato de todo cuanto había de favorable al indio en las Leyes y ordenanzas de la Corona, había mantenido elevada la conflictualidad entre los mapuches encomendados y los encomenderos y sus capataces en el archipiélago de Chiloè: un conflicto que no reventaba sólamente a causa del aislamiento en que se encontraban los mapuches chilotes. Al norte, había escaso entendimiento con los mapuches libres, en cuanto los del archipiélago luchaban en contra de la prepotencia de los encomenderos pidiendo el pleno respeto de las leyes y aceptando plenamente la autoridad moral de la Corona, mientras los de Arauco luchaban para conservar su independencia y en contra de la presencia española en su tierra, rechazando el derecho hispánico en todos sus aspectos, en cuanto foráneo. Al sur, las relaciones con los chonos se caracterizaban por las frecuentes malocas y, además, clima y geografía eran tales de imposibilitar el asentamiento de un pueblo dedicado prevalentemente a la agricultura. La experiencia había demostrado repetidas veces a los mapuches chilotes que en caso de derrota no había donde refugiarse, ni había posibilidad de vencer en un enfrentamiento con las tropas castellanas, a no ser de producirse en condiciones excepcionalmente favorables.

"En el mundo distante y casi inaccesible de Chiloé, las tasas y ordenanzas eran un simple formalismo que los encomenderos juraba respetar al momento de obtener la encomienda, pero una vez en posesión de ella, se regían por la costumbre. […] Los encomendero del siglo XVII y principios del XVIII, acusados de tener a sus indios en la más inhumana servidumbre, alegaban que el servicio personal durante todo el año y sin paga era preciso para sustentar la ‘república’ y que en Chiloé ésta era una ‘práctica antigua de mucha fuerza [… y que] intentar modificarla significaba, según la nobleza insular, poner en peligro la estabilidad de la república".

GOBERNADORES DE CHILE (1700-1717)

GOBERNADORES DE CHILOE (1700-1719)

1700-1709

1709-1717

1717-1717

Francisco Ibáñez de Peralta

Juan Andrés Ustáriz

José de Santiago Concha

1700-1702

1702-1708

1708-1711

1711-1713

1713-1714

1714-1716

1716-1719

Antonio Alfaro

Manuel Díaz

Lorenzo de Cárcamo Olavarría

José Marín de Velasco

Blas Vera Ponce de León (interino)

Pedro Molina (interino)

José Marín de Velasco

JESUITAS PRESENTES EN CHILOÉ (1703-1715)

Juan José Guillelmo (1703-? Rector), Bernardo de Cubero (<1710-1716 rector), Arnoldo Yásper (<1710 rector), José Imhof (<1713), Marcos de Castillo (?-1709 rector), Manuel de Hoyo (? Rector), Miguel de Olivares (1706?-1708?, 1712-1720), Francisco de Elguea, José Portel, Ignacio Morgado (>1709 rector), Gaspar López

No obstante la enorme dificuldad para rebelarse éxitosamente, los indios encomendados estuvieron a punto de dar comienzos a un malón general en 1710, durante el gobierno de Lorenzo Cárcamo Olavarría, empeñado en defender los intereses de los encomenderos y exigiéndoles a numerosos indios que trabajaran sin sueldo a su propio servicio. Sin embargo se estaba acabando el mandato del gobernador Cárcamo y habían muchas expectativas en su sucesor, José Marín Velasco. También los indios habían repuestos confianza en la próxima visita del obispo de Concepción, Diego Montero del Aguila, tal vez solicitada por los mismos jesuitas, conscientes de las crecientes tensiones y del riesgo de una estallida dirompente y confiados que de la autoridad del obispo pudiera madurar una cambiamento significativo en el comportamiento de los encomenderos.

Los jesuitas, además, pensaban de poder conseguir ventajas para los indígenas de Chiloé, fuertes de un importante éxito en su actividad apostólica entre los chonos, pues el 30 de enero de 1710, ocho grandes dalcas con un total de 166 chonos llegaron "voluntariamente y de paz, en crecido número. La frontera austral cercana a Chiloé había hecho efectos en ellos, y no tuvieron más alternativas que presentarse en el fuerte de San Miguel de Calbuco". Los encabezaba su propio cacique, Miguel Chagupillán, y pidieron que se les permitiera de vivir en paz con los españoles y de asentarse en la cercanía de alguna villa. Alejandro Garzón, capitán del fuerte de Calbuco, los recibió muy amablemente y el gobernador de Chiloé, Lorenzo de Cárcamo, que al momento se encontraba en el cercano fuerte de Chacao, resolvió de asentarlo en la isla Guar, de propiedad del padre Juan de Uribe, cura del fuerte de Calbuco, confiándolos a las curas de la Orden castreña.

La visita del obispo penquista a Chiloé nació, por lo tanto, en un momento muy feliz para los jesuitas del archipiélago, y se realizó entre fines de 1711 y los primeros días de enero de 1712. Sin embargo, lo que produjo fueron muchas alabanzas para los misioneros chilotes (pero muy poco sinceras), y una interesante relación sobre el estado del archipiélago… sin proponer ninguna solución para la justificada querella de los indios encomendados y para mejorar su situación que se ponía cada vez más dramática. La relación del obispo ni siquiera menciona los inhumanos comportamentos de los encomenderos y los crueles castigos con los cuales torturaban los indios, encomendados o menos, ni tampoco censura la inercia de los gobernantes o, peor, su complicidad.

Cuando por fin en el verano de 1711 José Marín Velasco se había hecho cargo de la gobernación del archipiélago, desde el primer momento fue evidente que no sólo no iba a hacer nada para mejorar la situación de los indios encomendados, sino, al contrario, exigía el servicio personal para provecho proprio, alegando la práctica del ‘depósito para reformar la mala conducta’, aun más que los anteriores gobernadores. De allí una rabia creciente que sólo buscaba el momento favorable para poder reventar.

A la víspera de la rebelión, la población de Chiloé alcanzaba unas 15000 almas: unos 9000 indígenas y unos 6000 hispano-mestizos. Los indios encomendados eran unos 7500, repartidos en 48 encomiendas, y de éstos sólamente unos 2000 estaban en edad y condición de tomar las armas, aunque de hecho lo único que podían conseguir eran algunas picas, hachas y bastones. Los restantes 1500 indígenas eran ‘indios libres’: parte de los cuales eran aliados de los españoles, como los reyunos de Calbuco, y otros tenían una buena relación personal con los hispánicos, de cuya relación conseguían ventajas. De allí que los indios libres no sólo no hubieran apoyado una rebelión, sino se hubieran unido a los castellanos para combatirla. De hecho, al rebelarse los indios podían colocar en campo unas 1000 lanzas, siempre que todo el archipiélago participara en la sublevación. Las autoridades castreñas, por su parte, podían oponer una milicia constituida por unos 1000 soldados, a la cual podían agregarse otros 1000 vecinos, todos bien equipados. Por lo tanto a la grande disparidad en el armamento, se añadía la inferioridad numérica de los indios.

Es así que sólamente una concomitancia de eventos favorables hubiera podido consentir un levantamiento: la cual se originó en consecuencia de la querella que surgió entre el maestre de campo del fuerte de San Miguel de Calbuco, don Alejandro Garzón Garricochea, y el gobernador de Chiloé, don José Marín de Velasco.

En 1709 llega a Chile el nuevo gobernador de la Capitanía, el acaudalado vizcaíno Juan Andrés Ustáriz. Desde la misma España, lo acompañan algunos de los principales colaboradores de su casa de comercio, entre los cuales está don Alejandro Garzón Garricochea, que también es "pariente suyo". Su gobierno empieza con una inútil querella con el cabildo de Santiago, negándose en jurar, habiéndolo ya hecho en España: es una prueba de fuerza, de la cual sale ganador, pues el Consejo de Indias lo respalda. Hombre de negocios, coloca su hijo y sus empleados de la casa de comercio en las posiciones más importantes, con el fin de desarrollar la colonia en el aspecto económico, y sobre todo muy atento a no hacerlo "mal en las lucrativas a su favor [… y] usa, en beneficio de su actividad privada, las ventajas dadas por su condición pública".

Con el fin de colocar también en Chiloé un agente comercial de su confianza, en 1710 envió a su colaborador Alejandro Garzón, quien tenía el ambiguo título de ‘capitán del fuerte del Calbuco con funciones de gobernador en los lugares donde no estuviese el titular’. Este rol, Alejandro Garzón lo interpretó a la letra, pretendiendo ejercer aquella función doquiera no estuviera Lorenzo Cárcamo Olavarría, legítimo gobernador de Chiloé, el cual desde luego podía encontrarse en un sólo lugar a la vez. Se puede presumir que entre Garzón y Cárcamo hubiesen intereses comunes, pues el hecho no creó mayores problemas. Estos, al contrario, surgieron cuando José Marín de Velasco reemplazó a Lorenzo Cárcamo.

El 4 de enero de 1712, Alejandro Garzón viajó a Castro para exigirle al Cabildo el reconocimiento de sus poderes extraordinarios, a lo cual el Cabildo se negó. Cuando José Marín de Velasco contestó sus pretensiones ilegítimas, Garzón afirmó de ser él también gobernador de Chiloé y por lo tanto de no deberle alguna obediencia. Puesto al frente de una insubordinación tan grave, Marín alcanzó la villa de Calbuco con la caballería presente en Chacao. Persistiendo Garzón en su insubordinación, Marín lo declaró formalmente rebelde y ordenó que todos los comandantes y soldados calbucanos se presentaran en Chacao para rendirle obendiencia. Alejandro Garzón, entonces, al frente de su compañía y acompañado por unos 40 indios reyunos de Calbuco, arrancó por el camino de Nahuehuapí con el propósito de llegar a Santiago, donde sabía de poder contar con el apoyo de Ustáriz, llevando también las armas y municiones del fuerte.

Es así que a fines de enero de 1712, se dió aquella concomitancia desde hace tiempo esperada por los indígenas del archipiélago: los criollos se encontraban divididos y el fuerte de Calbuco desarmado.

Unas de las escasas ocasiones de descanso y de socialización indígena era dada por la celebración del juego del linao, la versión chilota del palín, y en aquellas ocasiones convenían al lugar donde se jugaba numerosos miembros y caciques de los diferentes ‘pueblos’ indígenas. Es lo que ocurrió en Quilquico, en el corazón de la península de Rilán, el 26 de enero de 1712:  un encuentro de linao proporcionó la ocasión para que numerosos caciques de Quinchao y del sector castreño, las dos áreas con mayor población indígena y las solas capaces de poner en campo un número importante de combatientes, pudieran hablarse y concordar de rebelarse en armas el siguiente 10 de febrero. En sus propósitos, el levantamiento debiera haber sido de carácter general, involucrando todo el archipiélago, así que se empeñaron para conseguir la adhesión también de los caciques ausentes y de los reyunos de Calbuco: éstos eran indispensables en cuanto en la parte septentrional de la Isla Grande la población indígena era muy minoritaria, y justamente allá los castellanos habían concentrado sus fuerzas para efrentar la insubordinación de Garzón.

Los caciques reunidos en Quilquico entendían rebelarse no "contra el rey, sino contra la tiranía de los que quitaban sus hijos y parientes para servirse injustamente de ellos". Sin embargo, al lado de los encomenderos estaban las autoridades castreñas, las milicias y los tantos ‘clientes’ que aprovechaban de aquel régimen y de la amistad o familiaridad con los encomenderos. De allí que era inevitable que el alzamiento se convirtiera en una lucha abierta en contra de una parte importante de la población castellana, aunque hubiera la voluntad de parte de los indígenas, de no involucrar a los inocentes y a las mujeres y niños, ni siquiera cuando familia de los encomenderos.

Aunque los caciques reunidos en Quilquico no hubiesen buscado la ayuda de los cuncos, sin embargo confiaban en la ayuda indirecta que podía venirles de las malocas que aquellos seguían llevando contra los españoles: y en efectos, pocos días antes del encuentro de Quilquico, los cuncos habían amenazado el obispo penquista mientras, por tierra, regresaba a su sede después de haber terminado la visita pastoral al archipiélago, empeñando en su protección las tropas acuarteladas en la Concepción.

El plan de guerra de los mapuches chilotes era complejo y postulaba numerosos frentes. Por un lado se contemplaba la ocupación de Castro, la cual corría por cuenta de los indios de la costa castreña y del archipiélago de Quinchao; y por otro la conquista del fuerte de Chacao, el mejor munido del territorio chilote, para lo cual confiaban en los reyunos calbucanos, quienes tenían también que tomar el control del fuerte de Calbuco. Para realizar este plan, había ‘corrido la flecha’ desde la tierra de los payos (Queilen), hasta la de los cuncos (Calbuco y Carelmapu).

Los mapuches de Chiloé lograron levantar una fuerza de unos 600 u 800 hombres en armas, frente a unos 1200 castellanos ya dispuestos para la batalla, y otros 800 o 1000 vecinos que hubieran podido rápidamente unirse a los milicianos regulares. Una relación de fuerzas de 1 a 3, sin tener cuenta la enorme diferencia en los armamentos disponibles: era tan desfavorable para los mapuches chilotes, que sólamente una enorme desesperación pudo empujarlos a rebelarse.

Concientes de su debilidad, los caciques creyeron que la única posibilidad de éxito venía de la situación de desorden creada por la insubordinación de Garzón y por la dispersión de las fuerzas hispánicas, a condición que el factor sorpresa fuera tan grande como para consentirles de adquirir algunas posiciones estratégicas fuertes – entre las cuales el control de la isla de Quinchao y de la villa de Castro – antes que los castellanos alcanzaran a organizar una reacción.

Las milicias castellanas se encontraban en los alrededores de Chacao, pero Castro no estaba sin defensa y su fuerte era presidiado. Los mapuches, al contrario, se encontraban desparramados en sus islas, siendo los castreños y los quinchaínos los únicos en condiciones de aunar rápidamente unas 200 personas respectivamente. Los de las demás islas que habían asegurado su apoyo – los de Llingua Meulín y Quenac, antes que todo, y también los de Apiao, Alao, Chaulinec, Chelín, Lemuy y Chauques, y, tal vez, los de Tranqui – no podían viajar libremente en cuanto para éso necesitaban ser autorizados por los encomenderos: de allí que para que también ellos pudieran unirse a las fuerzas alzadas, era indispensable esperar que la rebelión tuviera su propio comienzo. Es así que el plan preveía que los mapuches de las islas menores se embarcaran en sus dalcas sólamente después que quinchaínos, castreños y calbucanos dieran comienzo al ataque.

Los rebeldes consideraban indispensable impedir a las tropas hispánicas acuarteladas en Chacao de socorrer la villa de Castro: para lo cual habían decidido de instalar un campamento en Quetalco con una fuerza de unos 200 mapuches, mientras algunos pequeños grupitos iban a ocupar algunas posiciones estratégicas en la costa oriental de la Isla Grande, para detener los refuerzos castellanos y dar tiempo para la conquista de la capital. Otro campamento, en fin, era el de Huenao, en la isla de Quinchao, desde el cual acometer los encomenderos en Curaco de Vélez y al mimso tiempo amenzar los castellanos en la península de Rilán: éste campamento, además, iba a ser lugar de encuentro para los mapuches de las islas menores del archipiélago quinchaíno en la medida en que se unían a la lucha.

Luego de lograr la ocupación de la villa de Castro, la batalla del fuerte de Chacao iba a ser la clave del éxito o del fracaso de la rebelión: lo cual estaba en las manos de los indios reyunos, bien armados y entrenados al combate, pues servían en el ejército castellano. El objetivo no era tanto la conquista del fuerte mismo, cuanto impedir a los milicianos de socorrer a los encomenderos en Castro y Quinchao, asegurando a los mapuches isleños el tiempo necesario para acabar con ellos. No hay que olvidar que el fin último de la rebelión no era la expulsión de los criollos de Chiloé, sino terminar con el régimen de la encomienda. Con mucha ingenuidad, los caciques creían que una vez que hubiesen matado a los encomenderos, la Corona habría entendido sus razones y los habría perdonado.

Un plan muy articulado, que difícilmente pudo haber sido ideado sólamente en ocasión del encuentro de Quilquico y que, probablemente, había sido planeado por lo ménos un año antes, durante el gobierno de Lorenzo Cárcamo, así que en Quilquico se tomaron sólamente las resoluciones finales y se fijó la fecha del levantamiento.

La rebelión tuvo su comienzo en la noche entre el 9 y el 10 de febrero de 1712, miércoles de ceniza. Los mapuches ocuparon tanto el acceso a Castro, sitiando la villa y los españoles atrincherados en ella, cuanto gran parte de la isla de Quinchao, además de algunas islas menores: destruyeron numerosas casas de españoles, matando a varios encomenderos y apresando a sus mujeres e hijos. "Entre las víctimas de la primera noche de alzamiento aparecen sólo ‘vecinos principales’ y sus familias. No se cuentan entre ellos españoles ‘medios’, ni mestizos, ni frailes, ni curas", lo cual confirma que la rebelión era en contra de los abusos de los encomenderos y de las autoridades, y no en contra de la nación hispano-mestiza de Chiloé.

Conformemente a sus planes, las fuerzas mapuches se concentraron en Huenao y en Quetalco y enviaron pequeños destacamentos en la costa oriental de la Isla Grande. En la madrugada del día 10, el diseño de los caciques parecía ser bastante éxitoso, pues la rebelión había tenido su comienzo con una grande participación, y había sorprendido a los españoles causándoles numerosas bajas. Sin embargo no habían logrado ocupar la villa de Castro, donde sus vecinos ya se organizaban para resistir al sitio, y en buena parte de la costa oriental de la Isla Grande y de la península de Rilán, muchos españoles lograron esconderse en los bosques, mientras algunos vecinos de Curaco de Vélez lograron embarcarse y alcanzar la costa de Dalcahue, donde se unieron a otros fugitivos con el fin de buscar refugio en Chacao.

Al norte del canal, en la mañana del 10 los mapuches calbucanos asaltaron el fuerte y ocuparon el pequeño poblado de San Miguel de Calbuco, incendiando la mayor parte de sus construcciones y matando 16 españoles, entre los cuales una mujer. El mismo día 10, seis emisarios llegados de las islas se encontraron con los reyunos para entregarles la ‘flecha’, conformemente a cuanto acordado.

Todo parecía ir según los planes y así en la noche del 10 los mapuches en Quetalco y Huenao festejaron la victoria: sin embargo, fue una ilusión de la duración de una sola noche.

El día 11, los reyunos de Calbuco traicionaron a sus compañeros: los dos caciques Pablo Arel y Luis Nahuelhuay apresaron a los seis emisarios de los mapuches y acompañados por el capitán Pedro Gutiérrez, se dirigieron al fuerte de Chacao, donde los entregaron a los españoles. Así el gobernador pudo enterarse de la magnitud de la rebelión e inmediatamente dispuso para que se enviaran socorros a Castro: luego accedió a la demanda de los reyunos y les entregó los seis emisarios para que fueran ellos mismos quienes los ejecutaran, ‘alzándolos en la punta de sus lanzas’

Fig. 15a. "La cidad de Santiago de Chile, sede del obispo", de Guamán Poma 1615:1075.

Fig. 15b. "Batalla entre cristianos españoles e indios infieles", de Guamán Poma 1615:1077.

Desde Chacao, José de Marín, mientras preparaba todas sus tropas para alcanzar la villa sitiada, despachó inmediatamente una dalca "con seis hombres escogidos al mando de un cabo, llevando socorro de pólvora y municiones a los defensores" de Castro: sin embargo, éstos fueron descubierto por uno de los pequeños cuarteles mapuches colocados a lo largo de la costa oriental de la Isla Grande y tuvieron que regresar al fuerte de Chacao.

Entre tanto en Castro salir el mismo día 10 el cabo Juan Aguilar y don Diego Téllez de Barrientos lograban de la villa con algunos milicianos para incursionar entre los mapuches. Al día siguiente capturaron a tres rebeldes en la cercanía de Faren (?): dos los ajusticiaron allí mismo y uno lo remitieron a Castro para interrogarlo. Al pequeño grupo de milicianos castreños se les unieron algunos de los vecinos que habían encontrado refugio en los bosques, así que tuvieron suficientes fuerzas para seguir acometiendo a los alzados: antes en Tagul (?) y luego de "cuartel en cuartel, desbaratando juntas para que no hubiese ligas y tomasen cuerpo de gente que se atreviera a entrar a la ciudad a saquearla y prenderle fuego".

El día 12 transcurrió en pequeñas refriegas que les impidieron a los mapuches de asaltar Castro, pero que les consintieron de seguir en su propósito de matar algunos otros encomenderos que lograran cautivar. Todavía estaban convencidos que la rebelión siguiera conformemente a cuanto habían planeado, y nada podían saber de la traición de los reyunos.

El día 13 el capitán Alonso López de Gamboa y el corregidor de Castro, Fernando de Cárcamo y Céspedes, alcanzaban la ciudad con los socorros: la ropa reglada de caballería de Chacao, la tropa miliciana y 40 hombres de la guardia del gobernador: con lo cual, la batalla se volvía desesperada para los indios.

Asegurada la defensa de Castro, el capitán López tomó las iniciativas en la conducción de la batalla. Las tropas castellanas, – bien equipadas y suficientes para enfrentar a los alzados – se lanzaron al perseguimiento de los mapuches rebeldes, que trataban de resistir como podían, oponiendo sus impotentes macanas a los arcabuces de los criollos. En la medida que los mapuches se retiraban, se unían al capitán también numerosos encomenderos que se habían escondidos en los bosques con sus parientes, mayordomos y servidores.

Así cómo desde Quinchao vino el aporte principal a la rebelión, ahora en Quinchao se incentró la desesperada defensa indígena. Desesperada, porque la llegada de la tropa reglada desde Chacao les hizo entender que los reyunos habían fracasado, si es que ya no se habían enterado de la traición cometida a través de algún mensajero.

El capitán Alonso López alcanzó Huenao, donde se habían concentrados unos 200 mapuches. Después de un enfrentamiento tan desigual por las armas empleadas, la mitad de los indios habían muertos sin que hubiesen logrado producir bajas significativas en las tropas criollas, y entonces un centenar de sobrevivientes se rindieron.

El capitán dividió su tropa en tres partes: dos grupos, de unos 20 o 25 hombres cada uno, fueron puesto al mando de don Juan de Aguilar y don Diego Téllez de Barrientos, con el fin de seguir acosando los indios en la isla y exterminarlos. El tercer grupo, compuesto por una decena de soldados, quedó en Huenao para resguardar a los prisioneros. Don Diego Téllez y sus hombres todavía no se habían alejado, cuando aparecieron algunas dalcas con unos 60 mapuches que llegaban de la isla del encomendero José de Vilches Indo, quienes habían matado al mismo y a su esposa, para socorrer a los compañeros cautivados. López encargó Téllez que enfrentara a los que estaban llegando: así lo hizo don Diego, y mientras estaban desembarcando los atacó y aúnque los mapuches hubieran podido arrancar y salvar su vida, sin embargo "no quisieron darse de paz, sino morir peleando". Por mientras, el capitán Alonso López, muy bellacamente, hizo degollar a todos los mapuches que quedaban en Huenao, quienes se habían rendidos y estaban desarmados: alrededor de un centenar. Le prestó su ayuda don José de Vargas y Vásquez de Coria, quien tenía el rol de "protector de indios" (!), cargo que no le impidió de participar en el estrago.

Después de haber cumplido aquella injustificada matanza de prisioneros inermes, el capitán López y sus lugartenientes, a los cuales se adjuntó también Lorenzo Vidal Gallardo, se dedicaron a recorrer cada rincón de la isla de Quinchao en búsqueda de los que se habían rebelados para matarlos. Al grupo del capitán López, se agregaron el cabo de armas don Juan de Aguilar Alderete y Alvarado, ya encomendero en Lemuy, Chauques y Mellelhue, y don Marcos de Cárcamo y Céspedes, encomendero en Llingua, Lemuy, Terao, Dallico, Payos, etc., los dos con sus fieles. Durante ocho terribles días, los criollos se dieron a masacrar mapuches en todo Quinchao, sin que hubiese lugar alguno donde esconderse y sin perdonar la vida a los que deponían las armas.

En los mismos días, el sargento mayor José Pérez de Alvarado y el corregidor de Castro, Fernando Cárcamo, arrasaban con los mapuches en la Isla Grande, vinciendo su resistencia en Rauco, en Opi (?) y el Dalcahue. Luego se embarcaron y siguieron búscando a los que habían logrado arrancar, persiguiéndolos de isla en isla, hasta en las más alejadas.

Alrededor del día 20, cualquiera resistencia había cesado y la rebelión se había acabado. Los mapuches habían matado unos 30 hidalgos y habían dejado en el campo unos 800 hombres, es decir una tercera parte de todos los indios chilotes en edad de combatir o de trabajar presentes en el archipiélago. Y hubieran seguido los criollos en su matanza, si no se hubieran levantados los jesuitas "por todos los rincones del archipiélago haciendo valer sus respetos, sabedores del ascendiente que tenían sobre indios y españoles".

Entre los pocos alzados que sobrevivieron a la matanza, algunos se escamparon alcanzando las tierras alrededor del lago de Nahuel Huapí y refugiándose entre los puelches, y otros, muy pocos, encontraron amparo en los canales de las islas Guaitecas, entre aquellos mismos chonos con los cuales habían maloqueado tantas veces.

La rebelión de 1712 sorprendió a los vecinos de Chiloé y a las autoridades, tanto castreñas cuanto santiaguinas: tal vez los únicos que no fueron cogidos de sorpresa fueron los misioneros jesuitas. Cuando la dimensión de la matanza se conoció en su real alcance, en la capital del Reyno se creó un enorme desconcierto. Los principales responsables directos – el capitán Alonso López de Gamboa, y los encomenderos Juan de Aguilar y Diego Téllez de Barrientos – quienes la quisieron más allá de cualquiera ‘justificación militar’, tuvieron que justificarse: lo hicieron por un lado exagerando el peligro representado por el alzamiento, y por otro atribuyendo a los indios crueldades que nunca hubieron.

"Las autoridades chilenas calificaron el hecho como el más grave ocurrido en Chile desde la rebelión araucana de 1655", mientra las castreñas remarcaban que se estuvo a un paso de perder el archipiélago: "la lealtísima provincia de Chiloé ha estado a pique de perderse". Pero lo último es una falsedad. Es cierto que hubo la traición de los reyunos, pero éstos en ningún caso hubieran tenido la capacidad militar para conquistar el fuerte de Chacao: no por falta de ánimo, sino por disparidad de armamentos y de fuerzas en campo. Siempre los mapuches estuvieron en inferioridad numérica y el éxito apariente de la primera noche de batalla se debió únicamente a la sorpresa y al hecho que las tropas regladas se encontraban empeñadas en acabar con la insubordinación de Garzón. Y no obstante aquello, los mapuches no lograron conquistar la villa castreña, pues poco les hacían sus macanas contrapuestas a los arcabuces. Y aún de haberse cumplido plenamente su plan, los mapuches no hubieran conseguido nada, pues los criollos habrían reconquistado el archipiélago sin mayores dificuldades.

El propósito de los mapuches era de deshacerse de los encomenderos, no del dominio español, confiando en el sucesivo perdono real, pues les habían inculcado el cariño hacia la Corona, el respeto y el convencimiento que el rey fuera justo y bueno y que los gobernantes locales y los encomenderos podían actuar con tanta inhumanidad y menosprecio a las leyes, sólamente porque el monarca no estaba enterado. Así que la rebelión se fundaba en dos ilusiones: derrotar inicialmente – sólo inicialmente – a las fuerzas criollas para poder acabar físicamente con los encomenderos, y confiar en el perdono real. Dos ensueños que no tenían alguna posibilidad de cumplirse. De allí que el poder colonial en Chiloé nunca estuvo en peligro, ni amenazado, y ni siquiera puesto en discusión. Los encomenderos Juan de Aguilar y Diego Téllez, con el apoyo del capitán López, cumplieron su horrible matanza únicamente para vengar la muerte de otros encomenderos y, sobre todo, la destrucción de sus haciendas.

Los mapuches alzados seguramente en algunos momentos descargaron encima de los encomenderos cautivados toda la rabia y las frustraciones acumuladas. Es así que puede responder a verdad la acusación de haber decapitado a Lázaro de Alvarado y de andar exhibiendo su cabeza. Sin embargo las acusaciones que se les hicieron de beber la sangre de los españoles y hasta de haber cocinado y comido de sus cuerpos, no tienen otro fundamento que no sea él de tratar de justificar una matanza que no tiene justificación alguna.

Si bien, numéricamente, los pueblos de indios del territorio castreño y de la isla de Quinchao aportaron fuerzas similares, sin embargo parece que los principales autores de la rebelión eran los caciques de la isla de Quinchao. Por lo tanto, es hacia los mapuches de todos los pueblos quinchaínos que acometen de la forma más salvaje los criollos: lo admite el mismo Cabildo castreño cuando, en una carta remitida al rey, afirma que es en aquella isla que se concentraron las destrucciones de bienes y personas.

La rebelión indígena y la matanza que le puso fin, modificaron sensiblemente la composición étnica del archipiélago: la décima parte de la población indígena fue exterminada y, en particular, fue muerto uno de cada tres hombres adultos. Aun más grave fue la situación que se dio en la isla de Quinchao y, tal vez, en algunas otras islas menores. Antes de la rebelión, la población indígena de Quinchao podía estimarse en unas 1500 personas, de los cuales entre 300 y 400 eran hombres adultos. Durante ocho días los encomenderos con sus tropas se dedicaron a matar a los indios doquiera en la isla: es así que los muertos de Huenao son sólamente una parte del total. Es razonable estimar que gran parte de los indios quinchaínos en grado de tomar una lanza hayan sido matado durante la venganza de los encomenderos. Todo ésto produjo también un desequilibrio entre hombres y mujeres adultos, que por un lado favoreció las uniones entre indias y criollos y la inclusión de aquellas en la ‘población hispano-mestiza’ prescindiendo de su efectivo origen racial, y por otro trajo una disminución de la natalidad en la componente indígena.

En lo económico, la rebelión de 1712 produjo un grave depauperamiento del archipiélago, reduciéndose en medida importante la disponibilidad de mano de obra indígena, lo cual se tradujo en un menor valor de las haciendas, el cual era consecuente al número de indios encomendados, más que a su extensión. En la medida que se reduce la importancia de la encomienda, crece el peso económico y social de los colonos criollos, que progresivamente se adueñan de las tierras indígenas, creándose las premisas para nuevos conflictos. Al mismo tiempo, la forma de vivir de los colonos se asimila cada vez más a la indígena, y ésto facilita la inclusión siempre más frecuente de la componente indígena en la criolla, modificando a favor de ésta la relación demográfica entre las dos comunidades.

El gobernador de la Capitanía, Ustáriz, al cual correspondía una grave responsabilidad por la insubordinación de Garzón, su antiguo y fiel agente comercial, presionó a la Real Audencia hasta conseguir que se enviara a Chiloé a don Pedro Molina Vasconcelos, en calidad de juez de comisión. Su encargo era de apurar los acontecimientos e identificar las responsabilidades: ésto en lo formal, pues el propósito efectivo era de deshacerse del gobernador castreño, José Marín de Velasco. Lo cual don Pedro Molina lo hizo puntualmente, acusándo al gobernador de ser la causa de la rebelión, suspendiéndolo de su cargo y remitiéndolo cautivo a Santiago.

En los apuros de reemplazar a Marín, en febrero de 1713 Ustáriz asignó la gobernación de Chiloé a don Blas de Vera Ponce de León, un encomendero castreño: inmediatas fueron las protestas de los indios, quienes rehusaron aceptarlo y amenazaron de oponerse con la fuerza. A la protesta indígena, se unieron también los jesuitas, los cuales no esitaron a contestar la voluntad del Cabildo y el nombramiento de Blas, mientras los encomenderos, a su vez, acusaban a los jesuitas de instigar a los indios a rebelarse nuevamente. Lo que menos quería Pedro Molina era encontrarse con una nueva sublevación: por lo tanto, cuando todavía no había transcurrido un año, se resolvió a dejar sin efecto su propio nombramiento, y asumió en primera persona también formalmente la gobernación del archipiélago, pues en los hechos siempre estuvo en sus manos. Desde junio de 1714 su firma aparece en los actos oficiales con el título de ‘Maestre de Campo y Gobernador de la provincia de Chiloé’.

Luego de haber removido a Blas de Vera, Pedro Molina trató de aplacar la rabia de la población mapuche del archipiélago y se empeñó para impedir que los encomenderos siguieran en sus excesos. Con este fin, se consiguió el apoyo de la Compañía en el archipiélago: un apoyo sustancial, ya que entonces los misioneros recorrieron a la grande autorevoleza que gozaban entre los indígenas para aplacar los ánimos.

El juicio intentado por Ustáriz en contra de Marín provocó la reacción de los encomenderos chilotes, quienes apoyaban a su gobernador, los cuales los defendieron acusando a Garzón de haber favorecido el alzamiento, abandonando el fuerte de Calbuco con buena parte de sus tropas y municiones. Por su parte, Ustáriz contestaba a los encomenderos de haber provocado la rebelión indígena con sus crueldades. No obstante las afirmaciones falsas de los encomenderos, quienes exageraban el riesgo representado por la rebelión indígena en el archipiélago, gracias a los testimonios de los jesuitas en Santiago se conoció la dimensión real de la matanza que hubo en Huenao y en toda la isla de Quinchao, sin que se pudieran alegar justificaciones de carácter bélico. Fue así que "los encomenderos perdían terreno, mientras los indios ganaban adherentes en el gobierno central", y entonces aquel proceso tuvo el resultado positivo de obligar a las autoridades santiaguinas para que se haciesen cargo de la situación inhumana que vivían los mapuches chilotes por los continuados y dramáticos abusos subidos por los encomenderos isleños. Si algo se movía a favor de los indígenas, no era por voluntad de justicia de las autoridades coloniales, sino a causa de las disputas que se producían tanto entre las mismas autoridades, cuanto entre los representantes del gobierno santiaguino y los más notables de las provincias.

Finalmente, la Audiencia en Santiago concluyó el juicio intentado por Ustáriz en contra de José Marín de Velasco sin que se encontraran méritos a cargo del gobernador chilote, y por lo tanto dispuso que éste volviera a encabezar el gobierno del archipiélago. Sin embargo las maniobras de Ustáriz lograron retardar la vuelta del gobernador a Castro, la cual se produjo sólamente en 1716, cuando en Santiago tuvo comienzo el proceso en la Real Audiencia en contra del operado del gobernador Ustáriz, después de las numerosas acusaciones formuladas a su cargo. Entre las imputaciones movidas a Ustáriz, también estaba su responsabilidad en el nombramiento de Garzón y en el conflicto de Chiloé, la cual tuvo un peso no marginal. El proceso se concluyó rápidamente con la condena de Ustáriz, el cual fue removido de su cargo, así que el oidor de la Audiencia de Lima encargado de realizar el juicio, don José de Santiago Concha, tomó la gobernación interina de la Capitanía.

El gobierno interino de José de Santiago Concha tuvo muy corta duración: desde marzo hasta diciembre de 1717, cuando llegó a Santiago el nuevo gobernador designado, don Gabriel Cano y Aponte. Sin embargo, no obstante la brevedad de su gobierno José de Santiago Concha enfrentó el problema del mal trato de los indios encomendados en Chiloé. Con este fin, recogió todas las informaciones necesarias para hacerse una idea clara de los acontecimientos de Chiloé, en cuanto aquel levantamiento había provocado mucha comoción en la capital de la Capitanía, ya que los mapuches chilotes gozaban fama de ser muy tranquilos y tímidos, además de buenos cristianos. Además corrían rumores que en el archipiélago se estaba preparando un nuevo levantamiento: "esos rumores se encargaba de difundirlos el mismo cabildo de Castro en su ánimo de demonstrar el error de una política a favor de aquellos. Deseaban, al contrario, convencer que la única forma de obtener tranquilidad y sosiego era la aplicación de un rígido sistema de encomiendas".

A las voces de una posible nueva rebelión en el archipiélago, se sumaban las noticias acerca del retorno de una amenaza corsara – ahora inglesa en lugar que holandesa – que hubiera podido buscar alianza entre los indios chilotes y prestarles ayuda en caso de alzarse. De allí que buscó informaciones fiables sobre las causas de la inquietud indígena, y solicitó informes a los jesuitas del Colegio castreño y del gobernador interino Pedro Molina. Ambos le dijeron que la causa principal se debía a los malos tratos de los encomenderos, a los cuales se sumaba la aplicación antojadiza y arbitraria del servicio personal.

Reintegrado al archipiélago a mediados de 1716, José Marín de Velasco intentó mitigar algunos de los aspectos más crueles del régimen de la encomienda: la medida principal fue la reducción del tiempo de trabajo a seis meses, lo cual les pareció demasiado a los encomenderos, quienes hubieran querido empeorar aun más las condiciones del indio para reponerse de cuanto habían perdido.

Por mientras, en la capital del Reyno, después de una atenta valutación de los informes recibidos, don José de Santiago Concha el 16 de octubre de 1717 promulgó un conjunto de normas específicas para la encomienda chilota, conocido como ‘Ordenanzas Concha’. En lo fundamental, éstas establecen "tres meses de servicio obligatorio ‘en tiempo que no haga falta a sus labranzas, siembra y cas’, de los cuales 52 días corresponden al pago del tributo y 5 días más que decretan las leyes. Los 17 días restantes se fijan como servicio al encomendero con jornal tasado a real y cuartillo, ‘descontando las faltas maliciosas’. El indio dispone de otros tres meses para contratarse libremente con quien desee, excepto ‘en oficios que no quiera admitir’. […] El medio año restante se fija para que el indio se dedique a sus propias labores". Otros aspectos importantes establecidos en las ordenanzas eran que "se prohibía sacar a los menores de la patria potestad de sus padres […]; por ningún delito sería lícito, por vía de pena, depositar a los indios o indias, para que sirvieran en casa de algún español; ordenaba mantener a los indios en la posesión de sus tierras".

Las ordenanzas de Concha fueron un paso importante para mejorar las condiciones de vida y de trabajo del indio chilote y rescatarlo de su estado de servidumbre: el primero después de 150 años de constante degrado, hasta alcanzar una situación poco diferente de la esclavitud del negro. Aquellas representan también un mejoramiento notable respeto a las disposiciones de Pedro Molina. Sin embargo, ya éstas habían provocado un sinfín de protestas de parte de los encomenderos: es así que las ordenanzas de Concha vinieron ampiamente contestadas y desatendidas. Y aúnque hubiesen sido respetadas, llegaban demasiado tarde: por lo tanto no obstante la rebelión de 1712 hubiese fracasado y terminado tan dramáticamente, sin embargo los indios de Chiloé no perdieron su animosidad y la voluntad de rescatar su libertad: es así que durante el segundo gobierno de José Marín de Velasco (1716-1719) y aquello de su sucesor Nicolás Salvo (1719-1723), hubo más de un momento en que pareció que una nueva rebelión iba a estallar.

Cabe preguntarse que rol tuvieron los jesuitas antes y durante la rebelión de 1712. Seguramente tuvieron muchos sentores de lo que estaba a punto de ocurrir y tal vez confiaron en la intervención del obispo penquista, Diego Montero del Aguila. Las relaciones entre los jesuitas y los encomenderos por lo general eran muy malas, y también con el Cabildo de Castro no faltaron las tensiones. El rector del Colegio, el padre Bernardo Cubero, avocó a si mismo la autoridad de nombrar al ‘protector provincial de los naturales’ – y lo hizo en la persona de padre Santiago de Salazar, cura de Castro – oponiéndose a la voluntad del Cabildo, el cual hubiera querido remitirse al ‘protector general del reino’. Así que tanto los encomenderos, cuanto el Cabildo, en muchas ocasiones acusaron a los jesuitas de fomentar desórdenes y la desobediencia del indio.

Es muy probable que los jesuitas tuvieran sentores de la rebelión que se iba preparando: sin embargo, tenía que tratarse de un conocimiento genérico, más referido a un estado de ánimo que iba a estallar, más que la disponibilidda de informaciones precisas acerca de los planes que habían madurado. Fuera mucho o poco lo que sabían, los jesuitas trataron seguramente de convencer a los indios a no rebelarse: no por no encontrarles la razón – que, al contrario, eran los primeros en hallarles motivaciones de sobra y en tomar sus partes – sino por darse cuenta que la ilusión indígena de poder oponerse con éxito a los criollos para finalmente conseguir el perdón real, era nada más que una ilusión, sin ninguna posibilidad de realizarse. Era claro, para los jesuitas, que la rebelión podía haber un sólo desenlace, aquello que se produjo, ¡aunque nunca pudieron imaginar que la venganza de los encomenderos habría alcanzado una dimensión tan horrorosa!

Sin embargo, el rol de los jesuitas durante la rebelión tiene que haber sido muy destacado, aunque no sepamos como.

A comienzos de febrero de 1712, el Colegio jesuítico de Castro contaba con seis misioneros: el rector era Bernardo de Cubero, quien se encontraba en el colegio mismo probablemente acompañado por Miguel de Olivares, el importante historiador de la Compañía. Otros dos misioneros se desenvolvían en la misión circular y por lo tanto se encontraban en estrecho contacto con los insurgientes, y otros dos en la misión de neófios en Guar, evangelizando a los chonos. No obstante estuvieran presentes y tuvieran la posibilidad de testimoniar los hechos, los históricos jesuitas son extrañamente reticentes acerca de la rebelión. Miguel de Olivares, que se encontraba en Castro, ni siquiera menciona los hechos en su historial, y tanto Enrich cuanto Eyzaguirre, quienes tuvieron muchas fuentes documentales, además de la obra de Olivares, tampoco los citan. El único que lo hace es Ignacio Molina, pero minimizándo los acontecimientos: "Los principios del siglo fueron señalados en Chile […] con la rebelión de los habitantes del archipiélago de Chiloe […]. Los isleños de Chiloe volvieron bien presto á la obediencia mediante la sabia conducta del Maestre de Campo, General del reyno, Don Pedro Molina, el cual habiendo mandado contro ellos un buen cuerpo de tropas, quiso mas bien ganarlos con buenos modos que con inutiles victorias ".

¿Porqué aquel silencio? ¿Porqué ocultar la rebelión de los isleños? Los jesuitas, ¿acaso habían jugado un papel en aquella sublevación que tenía que olvidarse? ¿Tenían alguna responsabilidad en los acontecimientos? Todas preguntas que quedan sin respuesta.

Al silencio de los historiadores jesuitas, se agrega una sorpresiva explulsión de la Órden ocurrida pocos años más tarde.

En 1716, Bernardo de Cubero, rector del Colegio castreño, viajó a Concepción con algunos chonos de la misión de Guar para demonstrar el buen endoctrinamiento alcanzados por los mismos. Estando en la ciudad penquista, se incendió un navío en la bahía, hundiéndose con su valiosa carga. Siendo excelentes busos, los chonos se empeñaron con buen éxito para recuperarla. "El Gobernador, no contento con aplaudilos, informó de lo que había visto y oido al real consejo; el cual escribió a la Compañía de Chile una carta gratulatoria, por el celo con que procuraba la educación é instrucción de los indios: carta que esta Provincia conservó en su archivo con la debida satisfaccion. Empero no aprobó ella al P. Cubero la temeridad o veleidad, que otra cosa [… mandando] que los restituyese a su provincia. […] Hízolo de mala gana; i estando ya en Chiloé, no se quiso sujetar a lo que ordenaban, que fué causa porque le despidieron".

Aparece incomprensible la expulsión del padre Bernardo de Cubero de la Compañía en base a las razones señaladas, pues tienen una relevancia muy escasa, sobre todo considerando que "pocos casos de expulsión hallamos en los documentos antiguos" y que hubo algunas situaciones que vieron jesuitas implicados en hechos de mucha gravedad – desde los abusos sexuales hasta la herejía – y que, sin embargo, no obstante hubiesen admitido sus culpas, fueron defendidos por la Órden y se llegó a su explusión.

Entonces cabe preguntarse cuáles fueron las reales razones de la expulsión del rector Bernardo de Cubero y su reemplazo por el padre Yásper en el gobierno de la Órden en Castro. ¿Acaso tienen a que ver con el rol habido por los jesuitas en la rebelión? Aquella expulsión, ¿fue el precio pagado por la Compañía para recuperar una relación comprometida con las autoridades del Reyno y para que se les perdonara su eventual apoyo a la rebelión? Todas estas preguntas carecen de una contestación.

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