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La educación por venir (página 2)


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Se responderá de inmediato: sí, sabemos que la educación es así o asá, que tiene estos problemas, que intenta resolverlos de esta o de esta otra forma,

que afronta tal o cual desafío, que no podrá seguir por ciertos caminos, etc. Estamos equipados con métodos modernos, disponemos de diagnósticos, hay mucha gente investigando, hacemos foros, tenemos experiencia, se dice. Podemos prever, por ejemplo, que dentro de diez años la demanda de acceso a la educación duplicará o triplicará su número actual, que las exigencias de financiamiento se dispararán y exigirán nuevos esquemas, que se producirá un reacomodo radical de la matrícula en virtud de la llamada globalización, que desaparecerán disciplinas o serán reemplazadas por nuevas tecnologías, que la revolución de la informática virtual barrerá con las viejas estructuras, etcétera, etcétera.

No hay duda de que es posible —y provechoso— proyectar algunas tendencias y esperar, razonablemente, el cumplimiento o profundización de determinadas transformaciones. Pero ello es posible, justamente porque el futuro ya está entre nosotros. Al enorme peso del pasado se añade el peso del proyecto, la densidad del futuro, las compulsiones del plan, la discreta violencia del pronóstico. El futuro también deja marcas y cicatrices en el presente.

¿Cómo —se preguntarán— puede suscitar efectos algo que en principio (según nos ha instruido el sentido común) no existe? Digámoslo así: el futuro deja marcas en el presente exactamente del mismo modo en que lo sobrenatural se sobreimpone y determina a lo natural. Los fantasmas no existen, pero son quienes verdaderamente mandan: el espíritu, sin ser una "cosa", es la sujeción a la ley. Ahora debemos admitir que el futuro no existe de la misma manera que existe el pasado. Pero el presente, si algo se puede saber o decir de él, es que es la colisión, el violento, fulgurante, inasible encuentro de esos dos modos —¿simétricos?— de (ya) no-existir.

Y todavía podríamos seguir preguntando: ¿Es eso la educación? ¿Sólo eso? ¿Qué tiene que ver con nosotros? ¿Cómo se articula con lo que viene? Nadie puede estar seguro que la educación, tal como ahora creemos conocerla, puede seguir siendo como es pero tampoco puede asegurar que no lo hará. "Ningún golpe de dados abolirá el azar", decía el poeta. Pero aquí no se trata solamente de la contingencia a la que todo propósito se halla expuesto. No es que los planes y los proyectos sean más o menos impotentes ante el azar y la indeterminación del acontecer. No, el problema es, además, que son esos mismos planes los que generan impredecibles turbulencias y suscitan efectos que jamás se habían previsto.

La previsión altera el presente, modifica incluso lo que ya ha sido. Eso que es (ahora) la educación representa un efecto lógico —y, al mismo tiempo, perverso— del ensamblaje del pasado y del futuro: es el producto de una voluntad —histórica— de someter toda contingencia a la autoridad del proyecto. Es el resultado de una viejísima voluntad de ley la voluntad de hacer del tiempo una dimensión manejable. Es la voluntad de futuro que viene a nuestro encuentro desde el pasado.

Pero es esa misma voluntad de ley, esa exigencia de ajustar el tiempo a los ritmos del proyecto, de hacer del presente un servidor del futuro, de olvidar la fuga del instante —y lo que en ello hay de imprescriptible, generoso e insensato— lo que ha hecho del presente un lugar inhabitable.

Un lugar desde el que, reconozcámoslo, ni siquiera es posible imaginar otro futuro.

El tiempo del proyecto

Desde el presente. No pensar el presente, sino pensar desde su imposibilidad. La cuestión decisiva, por lo que se alcanza a ver ahora, es esta: no podemos sujetar al tiempo. Podemos, eso sí, creerlo. Creer que es posible someter el tiempo —su infinita huida, su irreversible (de)caer— al proyecto, al tiempo del proyecto. No es el tiempo, somos nosotros los sujetados. Sujetados por un tiempo que no es "nuestro": tiempo cuantitativo, abstracto, separado, expropiado a las cosas de esta tierra. No el tiempo de vida, sino el tiempo debido, el presente que debe hundirse en su concha para que el futuro siga emitiendo sus órdenes.

Pero hay que detenerse, si ello es practicable, un (otro) instante. Decir "tenemos tiempo" es tan imposible —o tan absurdo— como decir "tenemos lenguaje", "tenemos técnica", "tenemos voluntad", "tenemos un cuerpo". El tiempo no se tiene ni, para el caso, se detiene. El tiempo da —o no da— lugar. Estar en el tiempo, ser tiempo no es lo mismo que disponer de él. Igual podemos decir del lenguaje, y de la técnica: ser animales que hablan, ser animales que crean y utilizan herramientas no es lo mismo que ser propietarios del lenguaje y de la técnica. Tener un cuerpo no es disponer de él como si de un mueble o de un instrumento se tratara. Ni el tiempo, ni los cuerpos, ni la técnica, ni el lenguaje, son objetos. Nunca están meramente a la mano.

Reparemos ahora en lo siguiente. Creernos dueños y señores del tiempo, del lenguaje, de la técnica, del cuerpo; eso es, exactamente, lo más característico, lo más propio de nuestra religión: la religión de los tiempos modernos, la religión del Hombre, la religión de la Voluntad. Creernos, en suma, herederos de un poder justo, omnímodo y sin fisuras, imaginarnos beneficiarios de un infinito testamento. Hijos (favoritos) del Señor.

No lo somos, evidentemente. Pero las evidencias son algo muy relativo para las pulgas de esta religión. Es evidente, por ejemplo, que se trata de una religión: es, ante todo, un sistema de creencias —y de aparatos: un orden de visibilidad y de legibilidad— que le otorga sentido y razón a la actividad de los hombres. Pero una religión, notémoslo, que tiene la peculiaridad de verse a sí misma como lo contrario de la religión. Las disyunciones se multiplican a partir de esta curiosa inversión. ¿Religión o técnica? ¿Mística o política? ¿Mitología o ciencia? ¿Superstición o razón? ¿Minoría o mayoría de edad? Sospechemos, por lo pronto, del valor o de la profundidad de estas oposiciones, y aceptemos que muy bien podríamos estar frente a un conjunto de conversiones o de transfusiones: en otras palabras, la religión es la técnica, la mística es la política, la mitología es la ciencia, la superstición es la razón, la minoría es la mayoría de edad.

El tiempo de la modernidad es el tiempo del progreso, es decir, el tiempo en que los opuestos devienen lo mismo. Tiempo del proyecto, colonización del futuro, reducción del afuera a un sistema de objetos, emplazamiento de la naturaleza, conquista y administración de la tierra. Tiempo homogéneo, continuo y uniforme, tiempo proyectado, tiempo segregado por el proyecto. La realidad del futuro disuelve la insensata proliferación del presente. De esa conjunción de tiempos que es el presente.

El tiempo del proyecto no tiene más propósito que borrar ese abismo y maniobrar en el centro de ese vértigo.

Evidencias secretas, sin embargo. De cualquier modo, hay cierta lógica en esa ceguera. Después de todo, el cristianismo, el cristianismo "histórico", no es (sólo) una religión: es, o ha sido principal y eminentemente, una política. Es decir: una religión, desde luego, pero una religión muy especial, la religión de la técnica. Una religión olvidada de todo lo que el hombre no pueda someter a su proyecto —edificada contra la irrupción de lo otro del proyecto. Un sistema de creencias articulado por la voluntad de sojuzgar todo lo que exceda— o se quede por debajo del proyecto.

¿Qué proyecto, qué futuro se fabrica? ¿De qué estamos hablando? Formulado en su articulación más esencial, de lo que se trata es de someter la particularidad (salvaje) al esquema universal de la especie (humana), el de someter la naturaleza —el cuerpo, la tierra, lo inmediato— a los mandatos del espíritu. Y, ¿qué es el espíritu sino el sueño, la ilusión de alcanzar una transparencia comunicativa sin residuo a fin de hacernos sentir —o al menos imaginarnos— señores de todo aquello que nos sustenta y de lo cual hemos emergido para retornar sin remedio?

Y allí, justamente en esa fractura y en esa flexión, es donde quizá la educación comenzaría, muy tímida y muy preliminarmente, a poder ser pensada.

Hemos visto que hablar del futuro es una ocupación bastante problemática. El futuro no existe, pero desde su espectral modo de no existencia se permite establecer coordenadas que conforman y deforman el presente. Por ello, el modo de ser del presente consiste en una torsión y una distorsión del peso combinado del futuro y del pasado.

El tiempo del proyecto, el porvenir que se ve venir es el tiempo prometeico de la voluntad. Es un tiempo premeditado, que reitera el pasado y hace del futuro una maqueta, un simulacro, un modelo: un objeto prefabricado. En rigor, un no-tiempo, que se impone desde el exterior a la multitud de tiempos concretos que ritman y otorgan sus escansiones a la vida de la tierra y también a la del pensamiento. Un tiempo previsible, obstinado, tiempo de la ciencia y de la técnica: "imperturbable, lineal, superficial, externo, extenso. Su destino no podía ser otro que la muerte permanente: tiempo encadenado, tiempo de condena"1.

La cuestión se vuelve entonces, a la vez, más simple y más compleja. No se trata ya de determinar o calcular, solamente, las nuevas disciplinas y las nuevas formas de acceso y acreditación a los nuevos saberes. No se trata de prever lo que tiene que suceder y de prepararse para ello. Esa previsión es ineludible, porque, como hemos de reconocer, ese futuro ya está configurando y distorsionando nuestro propio presente.

Pero se trata, además, de saber si en el futuro —si en otro futuro, abierto por una emergencia de ese otro tiempo que emblematiza no Prometeo sino su imprevisible hermano Epimeteo— podrán las capacidades —y las virtualidades— del hombre seguir dependiendo de aparatos educativos hechos a la medida de nuestra religión —siempre al servicio del proyecto, el presente siempre sometido a las exigencias del futuro— o si aquéllas encontrarán nuevos canales y espacios para hacerse presentes o, más bien dicho, para hacer espacio al presente y plantear su juego.

Por lo demás, hablar tan genéricamente de educación es otro contrasentido o, más bien, conduce a otra clase de aporías. La educación no es solamente lo que ocurre en torno a las cátedras, los laboratorios, las bibliotecas, las aulas de clase. La educación no sólo tiene que ver con diseños curriculares, planes de estudio, eficiencias terminales, estudios de factibilidad y programas académicos. Verdad de perogrullo, pero rara vez asumida en el espesor y el alcance de todas sus consecuencias. Quizá el futuro de la educación, si esta expresión tiene algún sentido, será la desaparición de la educación en cuanto sistema único de administración, inoculación y legitimación de saberes.

Quizá la educación por venir sea un tema importante porque nunca será, nunca estará, en cuanto tal, "de cuerpo presente".

Ahora convendrá delinear algunos perfiles de eso que, a reserva de todo lo dicho, podría ser "el presente", la hora actual2. En su especificidad, la época que se abre en la modernidad "tardía", en este presente que nunca acaba de dar (toda) la cara, es la de la fungibilidad del ente; las cosas desaparecen bajo sus funciones, la realidad retrocede por debajo de la utilidad. La naturaleza, reducida a su estatuto de fondo de provisión, se ha convertido simplemente en "recurso natural".

Como contrapartida, esta disponibilidad generalizada se sustenta —profundizándola y universalizándola— en una fragmentación del saber, en una especie de esoterización múltiple de los saberes (científicos).

En tal respecto, la interdisciplinariedad se ha mostrado ineficaz ante la descomunal proliferación de los lenguajes técnicos. Se comprende así que la fungibilidad sea la cara ilumi-nada de un proyecto cuya faz oculta, siempre en sombras, es la pérdida de coordinabilidad global del sentido: la utilidad de lo que hay es un principio que sustituye —sin extinguirla— la necesidad existencial de una regulación simbólica. Que todo se convierta en medio pone en primer plano el problema del fin. Del fin último. Mientras Occidente experimenta la fragmentación del saber y la especialización de los lenguajes técnicos, la exigencia de una noción unitaria del ser pareciera tornarse cada vez más perentoria3.

Por lo mismo, acaso no se trata ya de sortear un temporal cuanto de naufragar correctamente en la época5. Una época donde todo es relativo excepto la neutralización del valor. Donde todo es contratable e intercambiable excepto el dominio de lo contratable e intercambiable. Donde todo es equivalente, indiferente excepto la necesidad de una equivalencia universal. En el nihilismo realizado, la respuesta a los interrogantes más pertinentes no la tienen ni los juristas ni los filósofos: sólo la tendrán los acontecimientos.

Lo cual es una forma de admitir el fin de Prometeo —el sueño prometeico consistente en la sumisión de la naturaleza al dominio técnico del hombre y la utilización de este dominio para asegurar el progreso de la humanidad, y cuya consumación extrema se alcanzó con el ensueño marxista de una sociedad sin estado y sin guerras— y el inminente advenimiento de una época marcada por el signo de Epimeteo: "Epimeteo es la figura que mejor define la conciencia actual acerca de los límites irrebasables de la política y que mejor puede llevar a cabo en campo abierto la exploración, que ha sido impuesta por la falta de fundaciones apodícticas y certezas absolutas"5. Tras el sacrilegio absoluto que representa la hybris de esos frágiles mortales por quienes Prometeo permanece en (eterno) sacrificio, por entre las ruinas de un "cosmos político ptolemaico", asoman las facciones de un universo que se entrega a una mirada paciente y humilde capaz de devolverle al dios la arrebatada administración de la justicia6.

¿Qué porvenir le cabe a la educación en ese cosmos regido por Epimeteo, cuya temporalidad ya no pertenece al proyecto, sino a la naturaleza: un tiempo apasionado, caótico, denso, interno, múltiple, intenso?

Engañar al destino

La idea de naufragio es constitutiva de Occidente, si se admite que éste tiende a auto-concebirse en cuanto que desgajamiento del maternal "vientre asiático", regido por "lo improductivo y la seducción"7. El signo principal de esta deriva es la catástrofe, el hundimiento, la difuminación de los contornos: el naufragio. Pues Occidente y la modernidad coinciden quizá menos con la conquista de un espacio físico que con la colonización del tiempo. La historia se configura como locus de toda hierofanía. En ella, las figuras decisivas —los mitos fundadores, o "metarrelatos" si se quiere emplear la expresión ligeramente más neutra de Lyotard— son la revolución y el progreso.

La colonización de la dimensión temporal implica, al menos, una doble reducción: el Mundo deviene Imagen en el mismo movimiento en el que el Hombre deviene Sujeto8. La tesis de la secularización reconoce en este proceso el cumplimiento de una operación practicada por y en la tradición cristiana, que funda en el "diálogo interior subyacente"9 la relación con la alteridad (social, natural). Si es verdad que la colonización del tiempo se encuentra "bloqueada" en la concepción griega (aristotélica) del cosmos, en la concepción judeocristiana esta posibilidad se abre con la noción misma de irreversibilidad temporal. El tiempo es el lugar de un viaje sin retorno —y da igual que avance hacia la plenitud— en la modernidad "emergente" —o se despeñe en la entropía— en la "hipermodernidad"10.

Brevemente: lo que se expresa en la imagen del naufragio es la exigencia de salir del impasse generado por la alternativa entre una perspectiva fatalista y una esperanza epifánica de resolución de los tiempos (modernos). El "respiradero" puede estar en una hermenéutica del exceso —que sin duda se podría desdoblar en una hermenéutica del residuo— capaz de concebir al ser humano "no como sede de la transparencia, sino como residuo que escapa a las leyes del proyecto y plantea el interrogante radical de la liberación"11.

La cuestión no puede ya eludirse: ¿es la modernidad un proyecto —entre otros— o designa más bien la época que se define justamente por su tendencia a proyectarse fuera de sí misma, es decir, por subordinar el tiempo a las exigencias y exclusiones del proyectar mismo? Ciertamente: el proyecto es asunto de la razón. Por ello la modernidad ha sido considerada esencialmente como el proyecto de desarrollo de la autonomía de la razón. Una autonomía concebida a su turno como disolución de lo sagrado: desmitización, secularización, desencantamiento del mundo. La autonomía de la razón determina una fractura y exige un programa global: combatir —o poner a su servicio— lo que ella no es, abandonar la caverna, sustituir la materia/madre por la paternidad (formal) de la Ley.

Autonomía de la razón es en realidad una fórmula que enuncia un propósito ejemplar: a saber, liberar al hombre de su culpable incapacidad 12. Desacralización, desencantamiento, han sido para la modernidad ilustrada procesos cargados con valores positivos: una y otro remiten a modalidades carenciales de la autoconciencia. Son infantilismos, minoría —injustificada— de edad. Modalidades de aferrarse a lo particular. En esta lógica, nadie tiene derecho a no ser moderno, nadie tiene derecho a no progresar: permanecer en la infancia es, más que un defecto, un atentado a la esencia de lo humano.

Ahora bien, que la modernidad sea entendida por lo que ella cree que quiere significa asumirla fontanalmente en su carácter de proyecto. Un proyecto que consiste en fundar una comunidad en la razón —no en las pasiones, no en el instinto—, guiada por la libertad —no por la dominación ni el vasallaje— y por el reconocimiento de la "igual dignidad de todas las personas"13 —no por el establecimiento o consagración de jerarquías fijas—.

La —presunta— nobleza del proyecto contrasta, inocultablemente, con su puesta en obra. Porque está claro que ni la razón es omnipotente ni su universalización está libre de suscitar miríadas de reacciones y efectos perversos. Mitos que simplemente cambian de piel, dioses que retornan envueltos en impersonales apariencias, avasallamiento de aquello que la razón (aún) no identifica de lo que no puede asimilarse.

Pero, según algunos, nunca por culpa de la razón y su proyecto. En cierto sentido, la apuesta por la razón termina en tablas: una de las lecciones más inquietantes —e insoslayables— de la dialéctica de la Ilustración es que la razón no libera. No lo hace, al menos, si la razón se queda anclada en el horizonte del entendimiento, distinción debida a la potente especulación dialéctica de Hegel y que la (primera) Escuela de Frankfurt desarrollará con imaginativa perseverancia14.

En breve, la modernidad, de acuerdo con este diagnóstico, no puede estabilizarse confiando exclusivamente en el poder de la llamada razón instrumental. Mientras las modalidades no instrumentales15 de la razón no corrijan los excesos de la técnica, la modernidad permanecerá inconclusa e incumplida. Abandonarla como proyecto equivale, según quienes se proclaman sus (fidelísimos) herederos, a dejarle manos libres a la tecnocracia16.

Y así el Hombre nunca podrá llegar a ser dueño de su destino17.

Pero se trata en realidad de un proyecto cuya esencia (al menos desde Nietzsche) tiene un nombre propio: Nihilismo.

Aquí no podemos abordar sino superficial y tangencialmente el problema. Bastará remitirse al sistema especulativo que eleva a concepto los procesos que intentamos comprender. En Hegel, y en particular en la célebre dialéctica del Amo y el Esclavo desplegada en la Fenomenología del espíritu, la muerte es reconocida y, a fin de cuentas, absorbida por el deseo de vivir. En otros términos: la muerte es puesta a trabajar por la autoconciencia, siendo ésta misma un producto de aquélla negatividad actuante y progresiva. Un reconocimiento de la potencia de la muerte cuyo precio es su conversión en material doméstico. Se le desactiva en cuanto problema. Filosofía de la muerte, la de Hegel será también, cristianamente, filosofía de la muerte de la muerte18.

La auto-afirmación del hombre, la voluntad de autohumanización, la libertad humana pasan así, necesaria, indefectiblemente, por una exclusión de la muerte por cuanto ella remite a un fondo no sólo irrepresentable, impensable, sino abismalmente inhumano. La forma par excellence de rechazo al (lo) Otro. Con ello, el nihilismo, la dialéctica y el humanismo revelan su (oscura) pertenencia al horizonte irrebasable de la técnica: "conjuntamente la más exhaustiva obra de apropiación de la propia esencia y la más decidida definición de la esencia humana como obra"19.

La sustitución de lo sagrado

Nos hallamos en las últimas estribaciones de la edad de la crítica de una edad que, por muchos motivos, y en todos los sentidos, ha sido "crítica". Por ello, menos que de una línea divisoria, de un parteaguas, entre lo antiguo y lo moderno, o entre lo moderno y lo postmoderno, acaso sea más propio hablar de un cumplimiento, de una consumación; al madurar, los tiempos (se) reblandecen. Ya no parece posible seguir creyendo en una perversión de ideales: asistimos a su espectacular y polimórfica realización. No hay promesas que esperen el día de florecer: allí están todas, consumadas ya al quebrar de sus cascarones de incubadora.

Los antecesores retroceden, sin querer reconocerlos, ante sus legítimos retoños. De las pruebas de la existencia de Dios se ha completado el trámite hasta llegar a la existencia (divina) de la prueba; al dominar el espacio total de la representación, la metafísica parpadea al comprenderse a sí misma en su quintaesencia: infatuación, exacerbación, extrema-unción de la técnica. ¿Habría de corresponderle destino distinto al de aquella secta de trasmundanos devenida Iglesia Universal? También el cristianismo da la sensación de retroceder, espantado a la vista de su engendro que, por supuesto, es incapaz de admitir como legítimamente suyo. En breve: ni la metafísica es traicionada por la tecnocracia ni el cristianismo lo es por la anomía. Ambas son sus formas privilegiadas de tocar tierra.

Pensar el (propio) tiempo, ¿equivaldría a otra cosa que a declararlo difunto, cumplido, concluso, perfecto? Lo que amenaza al espíritu no viene de afuera, de su otro precisamente porque es, al contrario, la conversión de todo afuera en espíritu lo que mina desde dentro cada una de sus trabajosas conquistas. Con Hegel hay que ver esa gesta heroica, esa hazaña de la libertad (según la expresión de B. Croce) pero, contra él, hay que seguir viéndola como lo que también es: un gesto, un ademán, un conjuro contra el tiempo —la fuga del presente— a fin de que el espíritu no se salga de madre.

¿Ambición desmesurada del concepto o consumación —y consumo— de su promesa? De Hegel hay que recoger, también, sus actas de defunción: en primer lugar, del arte, corazón del mundo antiguo, y de la religión (cristiana), límite interior del mundo moderno por más que el Reino posponga día tras día su instauración ecuménica a remolque de la ratio, por más que tras la consumación sea difícil avizorar resurrección alguna.

El Occidente moderno sería esta (con)secuencia, esta caída, esta cadencia, este ocaso que opera y se ensaña en lo indisponible, en el antes de toda diferencia, matriz oscura y palpitante que aloja el tiempo sin confundirse con él, llevándolo primero a la luz, a la campana de los cielos —es decir: divinizándolo—, contraponiéndolo enseguida a lo humilde, lo tenebroso, lo terrestre —es decir: al humoso suelo de los humanos—.

Sagrado, digámoslo, es el nombre que remite a lo que no hay, fondo sin contornos, repliegue donde todo se despliega, generosidad que se sustrae, caos que deviene cosmos, ocultamiento que es condición de toda aparición: huella del unum ineffabile en la multiplicidad de las cosas, vestigio de lo que siempre está huyendo, escurriéndosenos de entre los dedos: la presencia, el presente, el aroma de lo inmediato, la sensibilidad pura, el desierto.

El futuro del proyecto no es más que la urbanización de la intemperie: el sujeto es el límite rebelado —gracias a la revelación— contra todo límite. El Espíritu (absoluto) —el mismo que preside el eficaz operar de ciencias y técnicas— no tiene frente a sí nada que no remita a sí mismo. Abolición de lo sagrado que equivale a una borradura del hiatus que rompe la continuidad entre el cielo y la tierra y, también, entre la vida y la muerte. Borradura que posibilita la homogeneización del campo de intervenciones es decir: que somete el todo a

la voluntad de una de sus partes. Neutralización del afuera, parcelización del exterior: lo sagrado respira en los poros del mundo pero el mundo, ¿qué es ya si no una superficie bruñida, tostada por el sol del Espíritu (Santo)? La naturaleza, cáscara a disposición de la cultura. Lo sagrado, útero reseco del Dios que es Ley y es Conciencia.

La edificación y expansión de Occidente se torna practicable en este proceso de desplazamiento o emplazamiento de lo sagrado por lo santo, del caos por la Ley, de lo turbio e inefable por la claridad de la representación colectiva: del azar por el plan. Desplazado, nunca realmente vencido o erradicado: entonces lo reprimido retorna bajo formas transgresivas, fantasmáticas, inmediatamente pulsionales. Al final, el sueño de liberarnos de lo sagrado se torna pesadilla.

En la época de la ciencia y de la técnica, el resplandor del misterio aureola (otra vez) al mundo: toda magia ya era técnica, toda redención será obra de la técnica. Incluso la transgresión está codificada —y propulsada— por la técnica. La modernidad es la magia revelada en cuanto que potencia técnica, y en tal sentido cumple un programa inscrito en la voluntad monoteísta de reducir el mundo a un estatuto de mera fungibilidad. La estrategia del alma21 ofrece sus frutos más jugosos, más propios, en la maquinización absoluta del ente.

Metafísica, cristianismo, derecho romano: en una palabra, técnica.

Al cabo de este trayecto —en el ocaso de la tierra del ocaso—, la imagen del Apocalipsis, el Apocalipsis de la imagen. Obscenidad, narcosis, simulacro sucedáneos de la burocracia y de la ideología. Una regresión programada. Nada a salvo de ser visto, convertido en tema de conversación reciclado para que la Megamáquina tecnopolítica continúe viviendo de la muerte —sacrificial— de sus engranajes. Ni el cálculo de las pasiones ni su gestión pública han conseguido otra cosa que rebajarlas a la mera animalidad. Lo demoníaco retorna, ten-tación de un mundo que ha trocado la (pasión por la) libertad por la (ficción de la) seguridad y el control.

Ante esta realidad, ante semejante "presente", ¿habría algo capaz o un modo de mantenerse a resguardo, indigerible, heterogéneo, inasimilable, que no fuera lo residual, lo caduco y lo ruinoso? ¿Lo sería también lo excesivo? ¿Qué "temible transformación" se incuba en todo presente?

La educación que viene

Por todo lo que hemos dicho, la educación, como la palabra, siempre está por venir. Si ha de afectar a los hombres en sus entrañas y no sólo en sus automatismos, si ha de abrirse a lo que ella misma nos prohibe, debe poder ser ante todo el juego mismo de las fuerzas y el espacio de los pasajes. La educación siempre por venir es una práctica que no instruye ni adiestra, que no prepara para la vida o nos ajusta a sus exigencias sino que se sostiene sobre el inextenso círculo que despliega y que dice "no" a lo que ella en cuanto tiempo del proyecto querría instituir, excluir, predecir y clausurar.

La educación que nunca hace acto de presencia, y que por ello permite que el presente fluya, se encuentra alejada de los imperativos morales que vuelven culpable a quien le falte y absuelve a quienes creen obedecerle. Pues lo que está por venir nunca pertenece al tiempo en que las cosas deben ponerse a nuestro alcance. Si la educación todavía conserva cierta dignidad, será por la fuerza que conserve para evitar que cada uno de nosotros se asegure en el Yo quiero, en el Yo sé, en el Yo debo a toda costa. La educación por venir no es un instrumento del Yo, ese verdugo de los cuerpos, ese vigilante insomne, ese amo temeroso del poder —del goce y del dolor— de los cuerpos.

Fuera o por debajo del tiempo del proyecto, un tiempo en fuga, el tiempo de los cuerpos: "El cuerpo es el morir de la vida, su lenguaje. El cuerpo se va, siempre se va. Habitar ese irse, incorporarlo, es el placer como resistencia, nunca como abandono: es el gozo de lo que se puede. A la par, el cuerpo es la marca de la imposible fusión, la finitud, la contingencia, la necesidad, la insatisfacción constitutiva del lenguaje hecho de hambres. Es esa palabra de la muerte que da importancia a la vida. la fiesta y la dicha de vivir como mortales en esta asamblea que fallece en el gozo de vivir y que se sabe yéndose por venir"21.

En definitiva, sólo podemos afirmarnos en la indecisión. Afirmarnos en los senderos de ese peligroso beduino que es el pensamiento incorporado o el cuerpo pensante, aquel que, como el arte, "nos ofrece enigmas, pero, por suerte, ningún héroe"22.

Notas

Cf. "Pensar el tiempo, pensar a tiempo", en Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, núm. 10-11, Barcelona, 1992, p. 14.

2  Remito, para lo que sigue, al capítulo primero de mi libro La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad, por aparecer en la Editorial I'lu de Madrid.

3 Gianni Vattimo formula así esta situación: "Desde el punto de vista de la apertura del ser que pertenece a la humanidad de la tardomodernidad (…), la exigencia de un principio primero, que motiva y caracteriza la metafísica de las épocas pasadas, se convierte en la exigencia de una 'noción' de ser que nos permita recomponer un significado unitario de la experiencia en la época de la fragmentación, de la especialización de los lenguajes científicos y de las capacidades técnicas, del aislamiento de las esferas de intereses, de la pluralidad de los papeles sociales de todo sujeto singular"; Cf. "Post-modernidad, tecnología, ontología", en Otra mirada sobre la época, Murcia, Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Librería Yerba, Cajamurcia, 1994, p. 74. Consignemos aquí que el optimismo que exhibe Vattimo con respecto a las "potencialidades emancipatorias" de la tecnología moderna particularmente cuando ésta rebasa el paradigma mecánico y alcanza el nivel comunicati-vo o informacional es lo que caracteriza su postura acrítica —por otra parte conscientemente asumida— respecto de la modernidad. La telemática, según su hipótesis, produce un debilitamiento del principio de realidad que impide el retorno —exorciza la tentación— de regímenes autocráticos, totalitarios, fundados en lo que él llama ontologías fuertes. Para Vattimo, la ontología sigue siendo indispensable para el pensamiento de Occidente, así sea para despedirnos dignamente de ella: "Seguimos necesitando una ontología, aunque sólo sea para mostrar que la ontología está destinada a la disolución", dice en loc. cit., p. 84

4 Cf. Massimo Cacciari, "El huésped ingrato", en F. Jarauta (ed.), Otra mirada… p. 104.

5 Cf. Umberto Curi, "Elogio de Epimeteo", en F. Jarauta (ed.), Otra mirada… p. 134.

6 Esta viene a ser la conclusión del ensayo de U. Curi: es el "epimeteico" un saber "que no abandone la tarea de cultivar, en el nuevo contexto copernicano, la basiliché techne de la política, sino que deje que la dike pertenezca a Zeus". La prosecución de una justicia gestionada por los hombres sólo ha conducido, según este analista, a una guerra generalizada que siempre ha operado en cuanto que esencia de lo político en Occidente.

7 Cf. G. Marramao, "Política y secularización", loc. cit., p. 137.

8 Cf. Martin Heidegger, "La época de la imagen del mundo", en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, trad. H. Cortés y A. Leyte, 1996, pp. 75-109. La modernidad es el tiempo en el cual el conocimiento se convierte en empresa de investigación, la técnica se despliega sin encontrar resistencia, el arte se vuelve estética, la acción humana es concebida en cuanto cultura… y los dioses se fugan (p. 75 y ss.). Es la época de la desdivinización, acontecimiento que es preciso situar en el doble —y solidario— proceso de cristianización de la imagen del mundo y de mundanización del cristianismo. En el cristianismo, la relación con los dioses pasa por ser una vivencia religiosa — y de ese modo permanece indecisa la cuestión de dios y los dioses.

9 Cf. G. Marramao, "Política y secularización", loc. cit., p. 141.

10 Hiper-modernidad es un término que parece preferible al de post-modernidad, ya que la época que designa "no se halla en absoluto en una relación de ruptura con lo Moderno, sino más bien de íntima continuidad (aunque sea la de una hija ilegítima)"; Ibid. , p. 150.

11 Ibid., p. 157.

12 Cf. Immanuel Kant, "¿Qué es la Ilustración?", en Filosofía de la historia, México, Fondo de Cultura Económica, trad. E. Ímaz, 1985, p. 25. Una incapacidad culpable es para Kant la que deriva menos de la estupidez que de la cobardía. El uso de la razón es antes que nada una cuestión de valor, de atrevimiento: Sapere aude!.

13 Cf. José A. Gimbernat, "Las tareas inconclusas de la modernidad", en Otra mirada sobre la época, p. 16.

14 La referencia obligada es la celebérrima Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, pero hay que remitirse, también, a Herbert Marcuse, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Madrid, Alianza, 1984.

15 Entiéndanse por tales la "razón teórica", la "razón práctica" y la "razón utópica" (J. A. Gimbernat, loc. cit., p. 172), últimas ensambladuras de un proyecto que ante la imposibilidad de dejar de ser precisamente eso: un proyecto, repite una y otra vez la imposibilidad de pensarse a sí mismo.

16 Ibid. p. 169. El mal, para esta un tanto trasnochada defensa de la Ilustración, es trinitario: la brecha entre ricos y pobres, la posibilidad de abusar de la energía nuclear y la amenaza al equilibrio ecológico. Tres figuras apocalípticas que sólo la modernidad puede conjurar, a despecho de ciertos "filósofos de la postmodernidad" que irritan por su narcisismo y por su desmayada resignación. Cf., paralelamente, José Mª Mardones ("El neo-conservadurismo de los posmodernos", En torno a la posmodernidad, Barcelona, Anthropos, 1994, pp. 21-38) quien, por lo demás, esgrime las mismas tesis —condenatorias— de un Habermas que sólo ha sabido domesticar la, en muchos sentidos, incómoda herencia de Adorno: los postmodernos nos dejan "en una situación de indigencia crítica y sin fuerzas para resistir la invasión y dominio de las estructuras y poderes contra los que se quiere luchar" (p. 32); el antídoto parece ser una lectura más bien naïf de W. Benjamin: "Sólo recordando la historia desde el punto de vista de los vencidos y muertos por la felicidad de los otros y ejercitando la compasión solidaria, crearemos formas de vida plurales y más humanas y nos preservará de la trivialidad" (yo subrayo), p. 38.

17 J. A. Gimbernat, loc. cit., p. 173: "Las propuestas de la modernidad siguen siendo, en su dimensión ética y política, las únicas que aún tienen vigor para ayudar al hombre a hacerse dueño de su destino y no convertirse en su víctima" (yo subrayo). A decir verdad, las defensas contemporáneas del proyecto moderno —casi todas procedentes, abierta o discretamente, de la socialdemocracia— se entretejen sobre un cañamazo puesto a punto hace siglos por la exegética cristiana.

18 "El comunismo "cumple" en la historia la filosofía hegeliana de la muerte. Y ello justamente en la medida en la cual no quiere reconocer a esta última como problema. En la medida, en otras palabras, en la cual se desea filosofía —y práctica— de la vida sin más. Filosofía de la muerte de la muerte. Absoluta inmanentización de una vida total e indefinidamente humana", cf. Roberto Esposito, Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política, Madrid, Trotta, trad. P. Ladrón de Guevara, 1996, p. 91

19 Ibidem.

20 Cf. Carlo Sini, Pasar el signo, Barcelona, Mondadori, 1987.

21 Cf. Angel Gabilondo, "El porvenir del cuerpo", en Huéspedes del porvenir, Madrid, Cruce, 1997, p. 240.

22 Cf. Maurice Blanchot, "No cabe la posibilidad de un buen final", en El libro que vendrá, Caracas, Monte Ávila, trad. Pierre de Place, 1992, p. 36.

Revista de la Educación Superior en Línea. Num. 112

 

 

 

Autor:

Sergio Espinosa Proa

Centro de Docencia Superior. Universidad Autónoma de Zacatecas.

Doctor en filosofía, antropólogo social, especialista en investigación educacional y ensayista

Universidad Autónoma de Zacatecas

Partes: 1, 2
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