Descargar

José Martí, compilación de artículos sobre deportes (I) (página 2)

Enviado por Ramón Guerra Díaz


Partes: 1, 2, 3

La atracción que tienen estas actividades dentro del pueblo hace que los temas deportivos sean muy demandados y rentables para los periódicos de ese país. Se publican a toda página grandes titulares sobre los resultados de los juegos de béisbol, las peleas de boxeo, las carreras de premio, el resultado en los hipódromos, las competencias de fútbol americano, muy popular en las universidades, y las regatas de remo y vela. Allí se describe en detalles las acciones de la actividad del músculo, muchas de ellas llenas del morbo de la violencia y la falta total de orientación en cuanto a la nobleza e importancia de estas prácticas para el mejoramiento humano.

Como puede inferir el lector se hacía necesario compilar en un solo volumen aquellos trabajos que dentro de la amplia bibliografía martiana están referidos a los temas del deporte, la recreación y la ejercitación física, para que puedan tener un referente más directo de la obra escrita por José Martí sobre esta temática, en esta primera parte presentamos los deportes y actividades que mayor espacio ocuparon en las descripciones martianas, dejando para una segunda entrega los temas referidos a las valoraciones más generales sobre el juego, la recreación y el entretenimiento.

Compilación

Los Caminadores

La Opinión Nacional, 22 de marzo de 1882

Los bárbaros caminadores: Atletas griegos y atletas modernos

Con más dificultad se abre paso el espíritu por entre las brumas húmedas de este mes de marzo, que lo espantan y contristan y lo invitan, no a salir de sí, sino a reentrar en sí,-que aquella con que, en este instante mismo, apretados los codos a ambos costados, cerrados los puños, jadeante la faz, y llagados los pies, tajan el aire en una carrera los "caminadores", que en torneos por dineros, comparten con sus hazañas repugnantes, su faz marmórea, y sus ojos salidos de las órbitas, la admiración de un público enfermizo que ha aprendido a mirar sin dolor las lastimaduras de los pies, y las del alma. Un héroe es un bellaco, y un caminador, es un héroe. Las almas asustadas y púdicas; los que no caben en sí y anhelan verterse en los otros; los que prefieren el derecho de vivir en paz en la vida próxima, al goce de una paz que se compra demasiado caro en esta vida; los que gustan más de ver ricas las arcas del alma, con cuyo oro se compra el bien eterno, que las arcas de dineros, cuyo cuño suele ser marca de infamia para el alma que la señalará en sus trances próximos,-como la cédula amarilla al presidiario francés,- son a los ojos de buena suma de neoyorquinos como flores enfermas o mentes sin seso, o maravilla extraterrena, u hombres de poca monta, que ven más por los otros que por sí: en tanto que de manos enguantadas y breves: acabado remate de airosos brazos femeniles, cae a los pies de un negrillo caminador, vestido de camisa de seda azul y pantalón de seda roja, una herradura de rosas opulentas con que la dama de Nueva York desea al negrillo buena suerte en el rudo torneo. Hurras responden a la dádiva, hurras estruendosos de aquellos diez millares de hombres que llenan el circo, henchido de humo espeso, humo de vicios y de ese aroma de frutas estrujadas, de naranja sin jugo, de manzanas mondadas, grato a las almas corrompidas. Caminan de día: caminan de noche, caminan sin tregua. La gente entra en el hipódromo de Madison a oleadas, no para ver el trance de adelanto de los hombres a un estado mental o moral sumo, sino para ver y vitorear el trance de retroceso del hombre al bruto.

Mas no lucen estos caminadores como aquellos corceles del desierto, sobre cuyo dorso musculoso ondea el albornoz franjado de oro del altanero beduino, y que parecen, más que siervos, señores de sus magníficos jinetes; sino que con sus zapatillas de caminar, y su camisa ceñida y calzón corto de colores alegres, hundido el rostro entre los hombros, pegado a las sienes enjutas el cabello lacio y sudoroso, respirando difícilmente por entre los labios pálidos y colgantes, andan al paso, galopan. trotan, se detienen sofocados, se disputan el puesto primero, se codean, se ofenden, hasta que vencidos por la fatiga, se refugian un instante en sus tiendas respectivas, a que sus cuidadores les bañen y cepillen los miembros hinchados y toman de manos de ellos sin detenerse en su carrera, una tajada de pan, una costilla de carnero, o un trozo de carne a medio cocer, en las que hincan los dientes voraces a par que galopan. Y así durante el día, así en la alta noche, así en el alba. En anchos carteles van anotándose las millas que andan. En pequeñas mesas, tienen abiertos los libros de apostar los que han pagado dos centenares de pesos por recibir apuestas, que se hacen a los pies de los hombres, como a sus puños, como a la ligereza de sus caballos. Y estos hombres se pesan, y se nutren, y se demacran de antemano. Cuál no toma más que leche que alimenta y no carga el cuerpo de excrecencias que estorban para la marcha; cuál sólo come avena, que da fuerza a los músculos; cuál vive de carne sangrienta, tal como la rebana el cuchillo del matador del lomo de la res. Y cada cual tiene sus hombres de cuidar que les preparan durante el torneo bebistrajos fortalecedores, y menjurjes, y friegas, y los reciben en sus brazos cuando ebrios de sueño y adementados se apartan un momento de la pista, y los ponen en pie, los reaniman con golpes eléctricos o golpes de puño, y los echan a andar aún dormidos por la arena, cubierta de aserrín, que miran con sus ojos abiertos y azorados, revuelven con sus pies tambaleantes, en tanto que tiritan en sus asientos, despiertos por el miedo de perder y el ansia de ganar, los apostadores; y se filtran por las hendijas y cristales el aire húmedo y las luces fantásticas de la madrugada.

Y esto lo hacen, porque se ha prometido que aquel de los caminadores que haya andado más espacio al cabo de ciento cuarenta y dos horas, ganará para sí tantos millares de pesos cuantos sean los que se han presentado a tornear, cada uno de los cuales deposita un millar a la entrada, y ganará también sí anda los seis días del torneo, quinientas veinticinco millas, o mas, todos los dineros del público que acude ávido a toda hora del día y de la noche a ver cómo el fornido ingles Rowell, de piernas cortas, que anda en veintidós horas y media ciento cincuenta millas, vence sin esfuerzo a Scott gigantesco, que viste camisa de lana blanca y calzón rojo, y a Hazael que tiene de zorra, y lleva piernas encamadas y azules, y al escocés Noremac, que tiene de lobo, y a .Fitzgerald famoso, que anduvo quinientas ochenta y dos millas en seis días, y a Sullivan, que luce traje verde, y a Hart, el negro esbelto, de andar rítmico y cuerpo donairoso, que corre por entre sus rivales con los brazos llenos de cestos de flores que le dan las damas, como aquellos flamencos antillanos que pasean ligeramente el cuerpo rosado por la arena abrasada de la margen marina.

Ni es ésta aquella garbosa lucha griega en que a los acordes de la flauta y de la cítara, lucían en las hermosas fiestas panateneas sus músculos robustos y su destreza en la carrera, los hombres jóvenes del ático, para que el viento llevase luego sus hazañas, cantadas por los poetas, coronados de laurel y olivo, a decir de los tiranos que aún eran bastante fuertes los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de Harmodio y Aristogitón. Ni es aquel aire balsámico de las serenas tardes atenienses, en que envueltos los hombres arrogantes en el majestuoso himation de ruda lona y anchos pliegues, y las mujeres en sus suntuosas diploidias, oían de pie que ceñían con sandalias, y con la cabeza, que ornaban con diadema, los versos desesperados y terribles de Edipo el Tirano.

Ni son los premios de estos caminadores, como de los que se disputaban el premio de correr en aquellas fiestas, coronas de laurel verde y fragante, o ramillas de mirto florecido. Sino que estos jayanes andan pesadamente, y dan vuelta al circo con una esponja en la mano y una toalla en la otra, y comen dando vueltas como perro famélico que huye con la presa entre los dientes, y se enlazan los pies,-y se hinchan el rostro, a punto tal que parece que estalla,-y se arrastran por la pista revuelta como jacos de posta, sudorosos y latigueados,-y ruedan por tierra, hinchadas las rodillas y tobillos, o caen inertes como resortes rotos o masas apagadas,-por unos cuantos dineros, a cuyo sonido, al rebotar sobre los mostradores de la entrada, aligeran y animan su marcha.

¡Oh El espíritu humano como la tierra, como la atmósfera, tiene capas. Las unas son de arena menudísima que el sol calienta, y movida de vientos extraños, asciende, en revueltas y brillantes columnas al sol: y son las otras de roca áspera, en que parece quebrarse impotente, como en masa intallable, el cincel divino. Ni se casarán al fin de esta lidia el astuto Hipómenes y la hermosa Atalanta, que vencía a todos sus rivales en la carrera, y les daba muerte con su acerada jabalina, mas no venció a Hipómenes, que dejó caer tras sí en la justa las manzanas de oro que tentaron la avaricia de la hermosa, y dieron tiempo al doncel enamorado para llegar, antes que la hija adusta de Esqueneo al término de la carrera cuyo premio era el amor de aquella vencedora de centauros: lo que

enseña que han de tenerse los ojos siempre cerrados a las manzanas de oro, y que acabará esta fiesta del hipódromo Madison en disputas y querellas de rufianes, malcontentos con haber de perder, o haber de compartir las monedas de la apuesta. De vapores de mirto iban oreadas las sienes de los esbeltos corredores de otros tiempos: y orean las sienes de éstos, en salones sombríos y húmedos, que parecen cuevas, los vapores del lúpulo (265-268)

Tomo 9 Obras Completas de José Martí. 1975

-De la última apuesta de los caminadores en Nueva York habló a nuestros lectores una de nuestras últimas cartas de aquella ciudad. Los apostadores remataron al fin su compromiso, y todos anduvieron en seis días, en torno a la barrera de un gran circo, quinientas veinticinco millas, y uno hubo, un inglés huesoso y macilento, que anduvo en los seis días seiscientas millas. Ya al fin de la carrera, no parecía que alzaban pies, sino troncos. No se alcanzaba a ver en sus rostros expresión de espíritu. Uno de ellos se arrastraba, con los ojos cerrados, enjugándose con las manos demacradas la frente sudorosa y fría. Otro, un negrito de Haití, de faz de malhechor, andaba con elegancia y firmeza extraordinaria: le llenaban las manos de regalos y de flores. A otro lo ponían

en pie tambaleando sus crueles enfermeros, y lo echaban a andar como a una bestia. Pues la empresa que tomó a su cargo manejar este espectáculo, dio cuenta de haber recogido en él $45,674, de los cuales $6,335 le vinieron como alquileres de los vendedores que pusieron sus tiendas en el circo; y el resto por el producto de las entradas de los concurrentes a la exhibición, que llegaron un día al dejar en el despacho

$10,618, y que en ninguno de los seis días del espectáculo dejaron menos de $5,000. De esos dineros, con $6,000 se quedó el empresario manejador por su trabajo y riesgos, $18,000 fueron puestos aparte para pagos de gastos, en lo que por de contado aprovechó también el empresario, y $21,000 fueron repartidos a prorrata entre los apostadores. (273)

La Opinión Nacional, 21 de abril de 1882. Tomo 23 Obras Completas de José Martí. 1975

¿Llevaré primero a los lectores de La Nación al hipódromo de la plaza de Madison donde catorce caminadores, ávidamente seguidos con ojos, palmas y voces por una colosal muchedumbre, se disputan el premio de dinero anunciado al que en seis días ande seiscientas veinticinco millas;(…)?(47)

(…) Aunque ahora, con las apuestas a las caminadas que están dando la vuelta a la pista del hipódromo de Madison, se habla menos de los candidatos presidenciales que de los que han de repartirse, acabada la odiosa faena, los dineros pagados por la enorme procesión de gente que a todas horas del día y la noche repleta el hipódromo.-Porque no es esta porfía de los andadores como aquel animoso estadio griego, donde a ligero paso, y dando alegres voces juntaban en las fiestas por ganar una rama de laurel los bellos jóvenes de Delfos; sino fatigosa contienda de avarientos, que dan sus espantables angustias como cebo a un público enfermizo, que a manos llenas vacía a las puertas del circo los dineros de entrada que han de distribuirse después los gananciosos.

Anoche, que era domingo, rompieron a las doce la caminata. Con la gente que llenaba el circo a esa hora, había para hacer la independencia de un país:-mas no, no con esa clase de gente; ¡que bien se están los países esclavos cuando los que los libertaran no han de honrarlos!

-No eran sólo los concurrentes habitantes del Bowery, que es en New York el barrio de la cofradía de gente torva, sino caballeros de buen ver; y mujeres de ricos vestidos, en cuyo seno palpitante lucían ramos de rosas que a pocas vueltas de los competidores estaban ya adornando los pechos de los atletas que sacaban la delantera en la primera milla.

Los caminadores son catorce; negro uno de ellos; inglés, de cierta cultura, otro; los más irlandeses avaros; uno, miembro el año pasado del municipio; otro, un joven indio. A un extremo de la pista, tiene cada uno de los competidores, hecha de pino sin pintar, su cabaña de reposo. Asomarse a ellas, da náuseas; y no por las cabañas mismas, llena la puerta de banderas y coronas, y símbolos de triunfo; sino por los hombree que en sus umbrales merodean. Allí están, como los galleros cerca de sus gallos, los que cuidan a los catorce hombres, preparando los menjurjes con que han de dar vigor ficticio, de aquí a unas cuantas horas, a los miembros fatigados de los caminadores: allí están, como los homicidas en los presidios españoles, el rostro lampiño, el ojo hinchado y hosco, los labios colorados y belfudos, la cabeza rasa:-¡si se les encaja en un mango, de fijo que esos hombres sirvan, por lo insensibles y duros, más que para hombres, para martillos!-Allí están, riendo de los contendientes ansiosos que pasan, como fantasmas, el jugador insolente, ricamente vestido, que ha pagado durante todo un año los vicios y necesidades de uno de los caminadores, para resarcirse luego. según contrato escrito, con la parte de ganancias que en la carrera le quepa; allí está el médico, sombrío como una guadaña, encargado de medir el sueño, preparar el alimento, tomar el pulso y echar a andar, mientras les lata la sangre en las venas, a los que todavía en estas primeras horas están dando vueltas a la arena, sin muestras de gran cansancio.

Mas cuando ya han pasado unos tres o cuatro días, y los diarios han contado por toda la tierra cómo se van hinchando los pies de Fitzgerald y el corazón de Rowell, y cómo se van hundiendo las mejillas de Noremac, y cómo tiembla, llora y balbucea el vejete Campana; cuando ya ha perdido todo su brillo sobre sus escuálidos cuerpos el calzón corto de seda de color y la camiseta de lanilla rosada con que, como los caballos con su divisa, entraron en la arena; cuando ya debajo de los vestidos sudorosos se les señalan los homóplatos agudos, las caderas descarnadas, el vientre seco,-no son seres humanos los que giran en medio de una multitud que monda frutas, casca maníes y ríe, sino unos como espectros o -insectos grandes, imbécil y vidriosa la mirada, caído el labio, la inteligencia en velo, la voz en hilo, apretados ambos brazos a los lados del pecho, como los de un mono moribundo.

Ya andan con las rodillas más que con los pies; el negro, más enérgico, camina airoso, y se lleva los ojos y los aplausos, por lo bravo y esbelto, que son admirables siempre la energía y la hermosura aun en medio de la mayor barbarie; los demás andan como si fueran focas, y como si se llevaran a rastras a si mismos y caminasen sobre el cuello.

Se ve que su sudor es frío; en un dedal de niña cabe la vida que les resta en el miserable cuerpo. No han comido; no han dormido; apenas han bebido. ," Andan treinta horas; duermen media; les dan a chupar una esponja; les bañan las sienes con aguardiente; pasan cojos y, anhelantes, jadeantes por entre el gentío de las barreras, apurando una taza de caldo, descascarando un mendrugo, royendo una costilla de carnero.

Por las mejillas les cuelgan las guedejas sudorosas; no responden, de miedo de exhalar sus últimas fuerzas, Y por encima del espectáculo monótono, en que aquellos catorce míseros dan vueltas sin cesar durante los seis días de la apuesta al inmenso circo, en levantada plataforma, con su ejército de chispeantes cronistas y taquígrafos, están todos los periódicos de la ciudad. No se contó de seguro el camino de la Cruz del Nazareno con más minuciosidad que las caídas, desmayos, ligeros sueños, refrigerios breves y reapariciones en la arena de los caminadores.

Con pluma vívida, coloreada y novelesca, y no sin galas de intriga y estilo, cuentan los jóvenes críticos, que allí van a hacer pruebas de ingenio, los cambios del rostro, las inclinaciones del cuerpo, el paso peculiar de cada contendiente. Y el World, que es periódico viejo en que ha entrado sangre nueva, no contento de haber publicado ayer en su hoja diaria los retratos de todos los nobles de la ciudad, venerables hijos de mercaderes y vaqueros, y las narices de las mujeres de más nota en el teatro, esta mañana salió a luz con burlescos y fieles retratos de los justadores del hipódromo. La multitud, por las calles, lee ávida los boletines extraordinarios en que se cuenta hora a hora el progreso de la competencia; y en una esquina se apuesta por el irlandés, y en otra se quita un mozo la levita, y la juega al indio (50-53)

La Nación, 6 de junio de 1884. Tomo 10. Obras Completas de José Martí. 1975

"¡Guerrero, Guerrero el mexicano va a la cabeza!" No bien lo pregonan en su alcance los vendedores de periódicos, La Nación -que ama a su sangre- sale a averiguar si es cierto que en una prueba de resistencia física, en la carrera de seis días y noches por ver quién anda en los seis días seiscientas millas, vence al escocés, al irlandés, al inglés, al alemán, al austriaco, al árabe, el mozo esbelto que va sorbiendo leguas, a paso de indio, como el gigante de las botas, el mexicano Guerrero.

Acaba de terminarse la carrera el vencedor no es Guerrero, como lo fue en un instante, pero en los seis días, aunque perdió por la nariz sangre a torrente, ha andado quinientas sesenta y cuatro millas, y sesenta y siete competidores el mexicano fue el tercero.

Solo Albert el vencedor, ágil y membrudo como Peleo, se le comparaba por el paso gallardo y la heroica resistencia. ¡Allí van los dos, hombro a hombro, momento antes de cerrarse, entre banderas y vítores, el circo!

Albert, el filadelfiano, no lleva más ropa que un traje de punto, como el de los gimnastas; con la cintura de terciopelo negro; andando seiscientas millas veintidós millas, pudiera volverlas andar: el paso es breve, rápido, seguro: el color no revela cansancio: va muy peinado, por la mano de su esposa que lo cuida: empuña a modo de talismán una varilla de ébano, como Mercurio el caduceo: el ojo le chispea.

Y allá va Guerrero no va, como Hércules cuando corría por conquistar la corona de oliva, sin más ropaje que su propia piel: ni lleva como Hipómenes una blusa de lona cuando competía con la mortal Atalanta por el premio de su mano; ni viste de camisa y calzonera de piel de venado con pasamanería de wampunes de colores, y diadema de plumas de cisne, como el veloz Pan-Puk en las bodas de Haiwatha: Guerrero es galán, aunque del Bowery, y tan celoso de su lindeza como de su velocidad: viste de cazadora de paño, polaina, y calzón corto: la cachucha es de jockey: con la rapidez del andar le flotan a la espalda las puntas del rico pañuelo de seda azul que para regalárselo se desató del cuello una admiradora: aquel no es paso, es columpio: cada paso suyo cubre dos de Albert: no parece que pisa, sino que vuela: el bigote es negro, la cara fina y larga, el ojo atravesado: va mirando hacia atrás, como si lo persiguieran espías o serpientes.

¡Estalla la música! ¿Quién de los dos dará primero la vuelta a la pista? Albert recuerda, por su belleza escultural, a los héroes de las Olimpíadas: Guerrero recuerda a los daneses que se deslizan por los campos de nieve, buques humanos, con una vela a la espalda. Ya se acercan: ya llegan : de Guerrero es el triunfo: ¡Guerrero es el que viene al trote que venció en otra contienda de seis días a un caballo de California, rebotando más que corriendo sobre el aserrín, con las dos banderas americanas a los hombros, como dos alas!

Sí: ¿pero los infelices que en lucha bestial por una parte del dinero de la boletería halan hora sobra hora, legua tras legua, desencajados, expirantes, nauseabundos, cárdeno el blanco, ceniciento el negro, el mulato verde, uno royendo una costilla conforme anda, otro asiéndose del aire; otro plegado, babeando; casi lamiendo el aserrín; otro cayendo de bruces, desmayado, sobre la pista?

Los rufianes para apostar; las bribonas porque las vean, y por amor a cuanto excita su carne impura; y uno que otro curioso, atraído por el encanto de la tenacidad en cualquier especie de triunfo, son los que, con los ladrones y los policías, llenan día y noche el circo de Madison: sólo ellos pudieran, por la curiosidad morbosa, o el ansia de que gane su favorecido, asistir sin ira a estos certámenes preparados por los jugadores que viven de apuestas, y, a los que la tentación de la ganancia o el afán de la notoriedad, más necesaria aquí que en país alguno, atrae gente ruda, ridícula o enérgica a ejercicios odiosos que en nada aumentan la utilidad, gracia y ciencia del hombre: Guerrero era bello, sí: ¡como un venado! Albert era bello, sí: ¡como un caballo!

Desde las doce de la noche de un sábado hasta las doce de la noche del otro no se apagan en el circo las luces: por la tarde, o a prima noche, o al salir de los teatros o bailes, entran por pocos momentos los curiosos: tendidos sobre los bancos, o dormidos bajo el ala del sombrero, con las botas en la baranda y las manos en los bolsillos, pasan allí las madrugadas frías, mientras los míseros andarines dan vuelta a la pista, los apostadores, los tomadores del dos, los vagabundos, que no tienen mejor cama, los imbéciles, engolosinados con aquella competencia terrible y monótona.

A esa hora lívida es cuando se ve aquella escena desnuda. Ni las malas mujeres, vestidas con el lujo que debiera dejarse para ellas, ostentan en la delantera de la gradería su amante comprado, su abrigo de piel de foca y sus brillantes. Ni los carcamanes del arte de jugar, lampiños y relucientes, rivalizan en la pompa de los sobretodos y el tamaño de sus joyas con las beldades de alquiler. Ni la música aviva con estallidos y chispazos el paso mortecino de los descompuestos caminadores. Ni los que "pusieron" en ellos, como se pone en un caballo, el dinero requerido para la carrera, estimulan a su hombre con el regalo de un bastón o de un ramo de flores, o de un corazón de jacintos y claveles, o de un reloj de oro o de un billete de banco, o con lo que más de todo esto parece animarlos, con la carta de una mujer que, de veras o de mentiras, se interesa de amor por el que da en la contienda muestras de gracia viril o de tenacidad extraordinaria: el más infeliz, el que ni con la espuela de la música se aviva, el que sólo burlas arranca a la plebe por su paso rastrero o su figura bochornosa, rompe a correr sin cuidarse del vientre que le muerde ni de los pies que se les desmigajan, cuando recibe una carta de mujer o un ramo de flores.

¡Pero a la madrugada, lo que deja detrás de sí un perro indigesto es la única comparación propia de aquella fetidez y maldad! Los noticieros de los diarios, soñolientos, en su gran jaula, apuntan las veces que el austriaco de fealdad diabólica-que camina dormido-cae en la pista exhausto, y sin ayuda de una mano piadosa se levanta, o cómo se llevan insensible a su casilla a uno de los andarines vencidos, o cómo el escocés-andando casi de rodillas- va anunciando su paso con el estertor de sus bascas, o cómo con los brazos cruzados por la espalda por que no se les caiga al suelo-se llevan a un caminador moribundo dos parientes compasivos. Los anotadores, encaramados en su andamio, llevan la cuenta de las vueltas con grandes números movibles de loza blanca sobre un entablado negro, arrebujados en el gabán, o soplándose los dedos ateridos.

En las casillas, que alumbra con claridad de hospital la luz eléctrica: espera la mujer de Albert, con sus brillantes y su abrigo de foca, a que su marido al pasar le tome, sin detenerse, de las manos una taza de gelatina o un vaso de té helado: la novia de Strokel, del austriaco, se asoma por entre las muselinas de su puerta a animar con la mirada al pobre feo que ha entrado en la contienda para ganar un poco de dinero con que empezar la casa; los cuidadores azuzados por el apostador, echan a puñetazo al infeliz andarín, que viene como un pero, con la boca llena de espuma y los huesos por encima de la camisa, a buscar el sueño que le niegan aquellos bárbaros: la policía avisada a tiempo, cae sobre un pícaro que se desliza en una casilla desocupada para poner en la pócima unos polvos que le trastornen la salud y le hagan perder la apuesta.

Llenos de cáscaras, de colillas, de cuñetes vacíos, de rufianes de camisas coloradas, ¡el circo hiede! Las mujeres, velan como los hombres. Los andarines con los ojos vidriados o a medio cerrar, dan vuelta sobre vueltas, encorvados, chupados, pegada la piel del vientre al esternón, con las medias blancas salidas del gabán, como dos huesos.

Veamos en el último día, el circo, cuyo aire pudre el vapor del mal tabaco: a duras panas puede el concurrente abrirse paso por la muchedumbre que se agolpa en torno de la pista interesante aún, porque fuera de los tres vencedores que llevan ya andadas quinientas veinticinco millas- los que todavía no han caído por tierra, los diez que quedan en pie de los sesenta y siete, bregan por cubrir aquella distancia, que le dará derecho a una parte de los productos de la boletería. "No falta aquí uno solo-dice un policía- de la canalla da Nueva York: aquel de tabaco terciado y de cabello crespo, es el buen mozo de más bribonadas neoyorquinas: el caballero que va por allí, el que bebe ahora la sidra que le da aquel vendedor vestido de payaso, es el fullero más grande de todo el país y el rey del timo: aquel otro, que parece un reverendo, es un ladrón de bancos, y la señora que lo acompaña otra ladrona."Petimetres, extranjeros, y algunas damas curiosas pasean en aquel aire fétido y azul por el interior del circo, lleno de ventorrillos y puesto, de anuncio, mientras que, ya al cerrarse la carrera, amortiguada la curiosidad principal, dan los andarines sus últimas vueltas, que en algunos parecen ser las de la vida.

¡ Abrámonos paso, bien abrochada la levita! Ese es Albert, el primero de todos: lleva alta la cabeza: ni el sueño ni la fatiga se denuncian por el menor síntoma en su rostro triunfante: ha dormido tres horas al día: la gelatina ha sido su alimento, y su vino el champaña: el gamo salta así, como salta él: no bien desaparece por una cabeza de la pista, ya se le ve venir por la otra, ondeando la bandera, o leyendo un telegrama, o mirando el bastón que le regala un admirador, o repiqueteando un tango irlandés en al banjo que su mujer le cuelga al cuello coma las damas de antes ceñían la banda con sus colores al caballero vencedor.

El segundo, vestido de rojo, es el inglés Herty, hombre de caballerías, pernicaido, peludo, sudoso, con los hombros en la cintura, y la mirada turbia de los bueyes.

Guerrero le sigue, el paso tan elástico y abierto que, para ir hablando con él, tienen que trotar sus dos socios capitalistas en la empresa, Brodie, el vendedor de periódico que se echó al río desde lo más alto del puente de Brooklyn, y Dillon, un pugilista de fama, que mató hace poco de un puñetazo a su contendiente.

Strokel, el austriaco, a quien ya sólo falta una milla, pasa muriéndose: la cabeza como la de un muñeco, le gira sobre los hombros: mueve las manos como los peces las aletas: las cuerdas del cuello, amotinadas se le engrifan: se le han secado las piernas bajo los calzones: se le ven bailando los músculos del rostro; ¡son fatigas de horca las qua sufre, pero en la puerta da su casilla, fiel durante seis días, lo espera su novia!

Noremac, el escocés notable por su vigor al final de las carreras, asombra a la concurrencia cambiando su paso cojo por trote tendido cuando, al verlo venir, rompe la banda en una marcha marcial, y en aplauso el público: el rostro muestra el rosado enfermo de aquellos a quienes no obedece ya su corazón: tiene el velo mortal que los imagineros pintan en los crucifijos: hala sus pies hinchados, como si los desclavase.

En pos viene Moore, el irlandés: de entre las mejillas sin carne, coronadas por ojeras rojizas, le sale cubierta de gotas de sudor, la nariz enorme: se pasa la mano por el cráneo rapado, con el gesto de angustia de los monos.

Hart, el negro de Haití, gran andador, perdida la gallardía con que ganó su fama, pasa humillado, encogido, Micado, combo.

Stout, el árabe, va detrás de el, gigantesco y visible, muy bien envuelto en su gabán, los brazos como aspas, los ojos como ascuas, entrampados los pies colosales, que ni por la amenazas ni la burla animan al paso filosófico.

Yanqui tiene que ser, y es, el que sigue a Stont; Tailor, el yanqui, viejo arrugado de cabeza celta: la barba gris le cae al pecho: no lleva zapatillas como los demás sino medias; ni calzones, sino pantalones largos, sujeto de los hombros por tirantes azules, sobre la camisa de cotín, con letras rojas: pasa como la desgracia, como la noche, como el destino: no levanta loa ojos del suelo: no retarda ni aligera su paso: desaparece por la curva de la pista, triste y anguloso.

¿Y ese infeliz que viene ahora, el último, el párroco Filly, cuya agonía, cuya cabeza hundida, cuyos brazos a medio caer, como las alas de un pollo sin plumas, saluda el público con silbidos y carcajadas? Le han dado la bandera, que se le cae de la mano: exprime el pañuelo empapado en sudor: la cabeza la lleva hacia atrás como si se le hubiera enroscado la médula: carga a la espalda un anuncio, como la silla de un caballo. Y va cantoneando el cuerpo huesudo, como quien quiere parecer bien a las damas.

En las casillas, y en loa hoteles de la vecindad, a la hora en que el vencedor aún tenía fuerza para despedirse de la concurrencia con un discurso, las esposas de loa vencidos lea bañaban los pies, negros y fétidos; o les acomodaba el médico la cadera enjuta; o interrogaba un periodista en vano la mente hueca del caminador, tendido exánime en

un catre de campaña, entre florea marchitas, potes embadurnados de jalea, cascos de huevo con fondos de vino, huesos de cordero a medio mondar, cepillos, tabacos, trapos manchados de sangre, libras de té y botellas de champaña descabezadas(401- 406)

La Nación, 15 de abril de 1888. Tomo 11. Obras Completas de José Martí. 1975

Boxeo

… Acompañados de gran séquito, de aficionados y apostadores, van a un rincón del Estado de Ohio, a luchar "por el premio de la pluma", el primer pugilista inglés y el primer pugilista americano; y desnudos de pecho y brazos, en el centro de la preparada arena, rodeados de gente ansiosa que gesticula y vocea, a pocos pasos del guardián que con una rodilla en tierra, espera el instante de restañar la sangre y bañar los músculos hinchados de los combatientes con el menjurje que llena la ancha tina que tiene junto a si, el recio Holden y el torvo White se dan, con el puño cerrado, hasta que la policía los interrumpe, sendos golpes de maza en frente y labios… (Pág. 131)

La Opinión Nacional. Caracas, 10 de diciembre de 1881. Tomo 9. Obras Completas de José Martí. 1975

Nueva York, Febrero 17 de 1882

Señor Director de La Opinión Nacional:

Vuela la pluma, como ala, cuando ha de narrar cosas grandiosas; y va pesadamente, como ahora, cuando ha de dar cuenta de cosas brutales, vacías de hermosura y de nobleza. La pluma debiera ser inmaculada como las vírgenes. Se retuerce como esclava, se alza del papel como prófuga y desmaya en las manos que la sustentan, como si fuera culpa contar la culpa. Aquí los hombres se embisten como toros, apuestan a la fuerza de su testuz, se muerden y se desgarran en la pelea, y van cubiertos de sangre, despobladas las encías, magulladas las frentes, descarnados los nudos de las manos, bamboleando y cayendo, a recibir entre la turba que vocea y echa al aire los sombreros, y se abalanza a su torno, y les aclama, el saco de moneda que acaban de ganar en el combate. En tanto el competidor, rotas las vértebras, yace exánime en brazos de sus guardas, y manos de mujer tejen ramos de flores que van a perfumar la alcoba concurrida de los ruines rufianes.

Y es fiesta nacional, y mueve a ferrocarriles y a telégrafos, y detiene durante horas los negocios, y saca en grupos a las plazas a trabajadores y a banqueros; y se cambian al choque de los vasos sendas sumas, y narran los periódicos, que en líneas breves condenan lo que cuentan en líneas copiosísimas, el ir, el venir, el hablar, el reposar, el ensayar, el querellar, el combatir, el caer de los seres rivales. Se cuentan, como las pulsaciones de un mártir, las pulsaciones de estos viles. Se describen sus formas. Se habla menudamente del blancor y lustre de su piel. Se miden sus músculos de golpear. Se cuentan sus hábitos, sus comidas, sus frases, su peso. Se pintan sus colores de batalla. Se dibujan sus zapatos de pelea.

Así es una pelea de premio. Así acaban de luchar el gigante de Troya y el mozo de Boston.. Así ha rodado por tierra, ante dos mil espectadores, el gigante, inerte y ensangrentado. Así ha estado de gorja Nueva Orleáns, y suspensos los pueblos de la Unión, y conmovido visiblemente Boston, Nueva York y Filadelfia. Aun veo, prendidos como colmena alborotada a las ruedas y ventanas del carro donde les venden los periódicos, a esas criaturillas de ciudad, que son como frutas nuevas podridas en el árbol. Los compradores, en montón, aguardan en torno al carro, que ya anda, arrebatado por el grueso caballo a que va uncido, en tanto que ruedan por tierra, revueltos con paquetes de periódicos, míseras niñas cubiertas de harapos, o pequeñuelas bien vestidas, que ya desnudan el alma, o irlandesillos avarientos, que alzan del lodo blasfemando el sombrero agujereado que perdieron en la lucha. Y vienen carros nuevos, y luchas nuevas. Y los que alcanzan periódicos, no saben cómo darlos a tiempo a los compradores ansiosos que los asedian. Y la muchedumbre, temblando en la lluvia, busca en los lienzos de noticias que clavan en sus paredes los diarios famosos, las nuevas del combate. Y lee el hijo, en el diario que trae a casa el padre, a qué ojo fue aquel golpe, y cuán bueno fue aquel otro que dio con el puño en la nariz del adversario, y con éste en tierra, y cómo se puede matar empujando gentilmente hacia atrás el rostro del enemigo, y dándole con la otra mano junto al cerebro, por el cuello. Y publican los periódicos los retratos de los peleadores, y sus banderas de combate, y diseños de los golpes. Y se cuenta en la mesa de comer de la familia, que este amigo perdió unos cien duros y aquél ganó un millar, y otro otros mil, porque apostaron a que ganaría el gigante, y sucedió que ganó el mozo. Eso era Nueva York la tarde de la lucha.

¿Y en el campo de la lucha? Fue allá, en tierras del Sur, junto al mar, bajo cedros y robles. No son éstas querellas de bribones, que la ira encona, el azar cansa, y el capricho legisla: son troncos de antemano concertados, en que se dividen-como en las justas antiguas-el campo y la luz, y se determina, como para los caballos de carrera, el peso y el modo de justar y se acuerda en tratado formal y manera minuciosa: que los peleadores pelearán de pie, y sin piedras ni hierros en la mano, ni más que tres espigas de punta redonda y media pulgada de largo en la suela del zapato, y se establece, como mejora de decoro, que aquella vez no muerdan, ni se rasguen la carne con las uñas, ni se dé golpe al que ya tiene una mano y una rodilla en tierra, y a aquel a quien se sujeta por el cuello contra las cuerdas o estacas del circo, que ha de ser prado llano, y no mayor de 24 pies en cuadro, y ha de ostentar al sol, enarboladas en las estacas del centro, los colores de pelea de ambos rufianes, los cuales fueron esta vez arpa, sol, luna y escudo, y águila de anchas alas sobre esfera tachonada de estrellas para el gigante de Troya, y águila que sustenta en las nubes un escudo americano, cercada de banderines de Irlanda y Norteamérica, para el mozo fuerte de Boston. Porque de Irlanda vino a esta tierra, con la poblada numerosa, la bárbara costumbre.

Los tiempos no son más que esto: el tránsito del hombre-fiera al hombre-hombre. ¿No hay horas de bestia en el ser humano, en que los dientes tienen necesidad de morder, y la garganta siente sed fatídica, y los ojos llamean, y los puños crispados buscan cuerpos donde caer? Enfrenar esta bestia, y sentar sobre ella un ángel, es la victoria humana. Pero como el Caín de Cormon, en tanto que los aztecas industriosos y los peruanos cultos hacían camino en la cresta de los montes, echaban por canales ciclópeos las aguas de los ríos, y labraban para los dedos de sus mujeres sutilísimas joyas, los hombres de aquellas tierras del Norte, que opusieron a los dardos de los soldados de César el pecho velludo, y las espaldas cubiertas de pieles, alzaban tienda nómada en la tierra riscosa, y comían en su propia piel, ahumada apenas, la res ensangrentada que habían ahogado con sus brazos férreos. Los brazos de los hombres parecían laderas de montaña, sus piernas troncos de árboles, sus manos mazas, sus cabezas bosques. Vivir no fue al principio más que disputar los bosques a las fieras. Más hoy la vida no es montaña áspera, sino estatua tallada en la montaña.

Así se espantan los ojos, como si de súbito se viera pasar por las calles de una ciudad moderna a Caín, de ver cómo las artes de la pintura y de la imprenta lamen sumisas los pies rugosos de estas bestias humanas, y copian y celebran al bruto magnífico, y le espían anhelantes en el instante en que, desnudo el torso montuoso, y encrespado el brazo troncal, ensaya en una bola de cuero, que envía bamboleando al techo de que cuelga por fajilla de cuero, los golpes que ha de dar luego, entre hurras y vítores, en el cráneo crujiente, en los labios hinchados, en el cuerpo tambaleante de su adversario estremecido. Se educan para la pelea, se fortalecen, se consumen en la carne superflua que pesa y no resiste, se recogen en población de campo, en casa apartada, con sus educadores, que les enseñan golpes excelentes, y les prohíben excesos corporales, y los muestran a los que apuestan de oficio, y quieren ver, antes de apostar a su hombre, porque "ellos van de negocio" y deben apostar "al mejor hombre". Y de negocio también van los peleadores, que jamás se vieron a veces, y van a verse por primera vez en la arena del circo. Pero un chalán ha puesto a los brazos de uno, dos millares

de pesos, y un diarista ha puesto a los brazos de otro, dos millares, y ajustan la pelea, la sangrienta pelea, porque no viene mal ganar, rompiendo huesos y sacudiendo en los cráneos los cerebros, los dineros y la fama de "campeón del peso grande de la América", porque hay menguados que pesan ciento treinta libras, y se baten por la fama de ser los más ricos golpeadores entre los de poco peso; mas hay mancebos que pesan doscientas libras, y éstos lidian por merecer el derecho de campeón entre los de peso grande.

Y no bien se publica que se ha ajustado la batalla, hácense cargo del peleador los que le "educan", que se llaman "sus segundos", e impiden que por el beber o el mocear comprometa "el hombre de pelea" la ganancia del que ha puesto dinero "a su espalda". Y es la nación circo de gallos. Van los dos hombres enseñándose por los pueblos, y peleando con guantes, desnudos de cinto arriba, en teatros, plazas y tablados de cantina, donde ondean sus colores, y narran sus hazañas, y palpan sus músculos y balancean las condiciones de ganancia o pérdida, antes de cruzar con el jugador vecino la apuesta de dinero. Créanse bandos en las poblaciones, que suelen parar en que ambos contendientes saltan, revólveres al aire y cuchillos en alto, al circo o al tablado: y Troya, que ama a su gigante, que es dueño de un teatro, y padre de familia, y pródigo de fama, como buen rufián, arde en celos de Boston, que está orgullosa de su bestia, porque no se ha puesto hombre en frente del mozo bostonés que no haya caído ensangrentado en tierra. No se pregunte quién lo impide, que cuando acontece en plazas públicas, un mes tras otro mes, no lo impide nadie. Hay leyes, mas como en México, donde prohíben las lidias de toros, buenas para hacer toros de los hombres, en el recinto de Tenochtitlán, y dejan las que haya en el pueblecillo cercano de Tlalnepantla, donde un tiempo oró en su torre alta el gran Netzahualcoyotl, poeta, rey y capitán excelso, y hoy desjarretan brutos: vestidos de toreros de comedia, hombres nacidos, por la grandeza de la tierra que los cría, a más glorioso empleo.

Cuando se acerca el día fijado para el combate, como cada Estado tiene ley diversa, y abundan entre los hombres distinguidos, que hacen las leyes, los abominadores de esta pelea de hombres, suelen los pugilistas andar de salto en salto, en fuga de las cárceles. Mas hallan siempre Estados que los amparen, y allí, es fiesta pública. Vienen los trenes, de comarcas lejanas, cargados de apostadores, que ponen punto a sus negocios, y dejan sin padre sus casas, por venir a centenares de millas, a apiñarse en la muchedumbre vociferadora que con el rostro encendido y las manos en alto, y el sombrero a la nuca, rodeará en la mañana anhelante, el circo de la lidia. Son banqueros, son jueces, son graves personas, miembros de las iglesias de su pueblo, son jóvenes ricos, de dinero que debiera trocarse en yugo para sus frentes: no son sólo bribones ni chalanes. Hay en toda ciudad un centro de estos juegos, y en algunas ciudades muchos centros. Cada agrupación envía sus diputados; cada postor que puso precio, envía su hombre a ver; cada amador del ejercicio va a gozarse en sus lances. No tienen cierre las puertas de los hoteles y cantinas. L os hijos pródigos del azar asombran con su fausto, y los boxeadores de oficio con sus fuertes músculos, a las damas y damiselas de la villa, que no apartan de ellos los ojos, como de seres aborrecibles, sino que les miran con curiosidad y con regalo, como a hombres magnos y seres de privilegio.

En Nueva Orleáns, en cuyas cercanías fue este combate, se abrieron las bolsas viejas, muy atadas desde los tiempos de la guerra terrible, para poner los ahorros mohosos a la bravura de los jayanes. Las calles parecían corredores de casas; y el suceso, suceso de familia. Todo era chocar de vasos, hablar en voces altas, discutir en tiendas y plazas los méritos de los mozos, en cohorte ir a saciar los ojos avarientos en la espalda robusta, el hombro redondo, y la cadera desenvuelta de los atletas. Y volvían los unos, mohínos porque su jayán tenía demasiada carne sobre las costillas, y los otros alborozados porque su hombre era todo huesos y músculos. Iban los médicos en grupos, a ver aquel ejemplar rico de bruto humano. Y las damas iban a poner su mano delgada en la mano huesosa de los héroes.

Toda la ciudad parecía de viaje en la noche que acabó en la madrugada de la marcha. En sillas, y en sofás y de codos en los balcones, dormían, temerosos de que partiese el tren sin ellos, los que habían comprado, a cambio de diez pesos, el derecho de ver la anhelada lucha. Vaciaban en los mostradores de los hoteles, porque no se las robasen en el camino, las joyas, a que son los rufianes muy aficionados. Y allá va al fin, cruzando los llanos pantanosos de la Luisiana, el tren veloz con los peleadores, con sus segundos, con la esponja y menjurjes de curar, con los dineros de la lidia, con sus vagones repletos, techados de gente, rebosada de los carros. Allí el beber; allí el vocear; allí el proponer apuestas y aceptarlas. Allí el decir que un buen peleador ha de tener arrojo, agilidad y resistencia. Allí al hacer memoria de cómo en otros tiempos se libraban al vigor del puño las contiendas electorales de los neoyorquinos; cómo un Mc Coy mató en el circo a un Chris Lilly; cómo cuando Hyer venció a Sullivan, en "pelea de huracán se encendieron luminarias en Park Row", que es la calle vieja y famosa, que da hoy al costado del correo, y se leyó por largo tiempo en un gran lienzo transparente: "Tom Hyer, campeón de América". Era allí el recordar entre sorbos de pócimas ardientes, que Morrisey dejó a Heenan por muerto; que cuando Jones peleó con Mc Coole recibió de él tal golpe en la frente, que rodó al suelo, víctima de náuseas y como con el cerebro desquiciado; y que Mace era un gran golpeador, que braceaba como aspa de molino, y quebró de un buen golpe el cuello de Allen. ¡Y el sol entraba a raudales por las ventanillas de los carros!

Ya en el lugar de la pelea, que fue la ciudad de Mississippi, estaban llenos de gente los alrededores del sitio elegido para el circo, y a horcajadas los hombres en los árboles, y repletos de curiosos los balcones, y almenados de espectadores los techos de las casas. Vació el tren su carga. Se alzó el circo en el suelo, y otro circo concéntrico, entre los que podían vagar los privilegiados; cantando alegres, se sentaron por la arena en batallón gozoso los cronistas, que cuando se pobló el aire de hurras, y fueron todas las manos astas de sombreros, era que venían el huraño Sullivan con su calzón corto y su camiseta de franela verde, y el hermoso Ryan, el gigante de Troya, en arreos blancos. En el circo, había damas. Y a la par que los jayanes se dieron las manos y ponían a hervir la sangre que iba a correr abundosa a los golpes, encuclillados en el suelo, contaban los segundos los dineros que se habían apostado a los dos hombres. ¿A qué mirarlos? A poco, ruedan por tierra; llévanlos a su rincón, y báñanles los miembros con menjurjes, embístense de nuevo, sacúdense sobre el cráneo golpes de maza; suenan los cráneos como yunque herido; mancha la sangre las ropas de Ryan, que cae de rodillas, en tanto que el mozo de Boston, saltando alegre y sonriendo, se vuelve a su "esquina". Atruena el vocerío, álzase Ryan tambaleando; le embiste Sullivan riendo; ásense de los cuellos y estrújanse los rostros; van tropezando a caer sobre las cuerdas; nueve veces se atacan: nueve veces se hieren; ya se arrastra el gigante, ya no le sustentan en pie sus zapatos espigados, ya cae exánime de un golpe en el cuello, y al verlo sin sentido, echa al aire la esponja, en señal de derrota, su segundo. Se han cruzado $300,000, apostados en todas las ciudades de la nación a la pelea de estos dos mozos; se han alquilado hilos de telégrafo para dar cuenta menuda a todos los vientos de los detalles de la lidia; han recorrido las calles de las grandes ciudades, muchedumbres ansiosas que recibieron con clamores de aplausos, o ruidos de ira, la nueva del triunfo; se ha celebrado con músicas y fiestas al bostonés victorioso; y se exhiben de nuevo en circos y cantinas, agasajados y regalados, el mozo y el gigante. ¡Aún está roja y castigada de los pies, en la ciudad del Mississippi, la arena de la mar! Es este pueblo como grande árbol: tal vez es ley que en la raíz de los árboles grandes aniden los gusanos. (Pág. 253-259)

La Opinión Nacional. Caracas, 4 de marzo de 1882. Tomo 9. Obras Completas de José Martí. 1975

"Acá es frenesí este amor al gladiador. Se tiene en él una gran vanidad, como si se encarnara y representase al país en lo que más se estima. Ahora mismo agita el papel en que esto se escribe, el aire que entra por la ventana, lleno de la música ruidosa con que van a saludar unos mozos al púgil Sullivan, rey de los puñetazos, que tiene ya cinco años de vida de triunfo, adorado y mimado por su fuerza. De un golpe abate a un hombre: de dos lo mata. Lleva una vida brutal. El día es para él Champagne; de noche cerveza; un puñetazo, el cielo. Le deleita quebrar labios y leyes. No tiene una bondad ni arranque de hombre. A su mujer la tunde. A su hijito de ojos azules, lo echa escalera abajo, Goza en magullar. Tiene el gusto burdo, y va todo él colgado de brillantes: lleva un puño de ellos en la pechera de la camisa: un anillo le relampaguea en la mano derecha: otro en la izquierda. Usa un sombrero blanco como la leche. Pero toda esta grosería y brutalidad se le perdona. La policía lo escuda y lo trata tiernamente. Los tribunales no le son hostiles. Se ve en él todo eso como ornamento y gracia de su majestad. Un cariño real acompaña y protege por todas partes a esta bestia.

"Aquí está en un hotel que abre sus balcones sobre el aire aromado del Parque Central, preparándose para la pelea enorme con que va a celebrarse el 4 de julio, ¡el día santo de la independencia patria!

"Diez días faltan y ya no habla New York de otra cosa. Se olvidan las carreras de caballos, los desafíos de pelota, las noticias de que la hermana del presidente publica una novela de amores; las sentencias recaídas sobre los obreros coaligados que amenazan a los dueños, la demanda de un representante para que el Congreso impida que el gobierno francés tome sobre sí la obra del canal de Panamá. Todo eso se lee como de pasada. De nada de eso se trata en las convenciones. La primera ojeada de los que leen diarios es para los párrafos de Sullivan. Los diarios informan al público de que sus ojos están claros, vivos, buenos para la pelea. Tiene un cuidador que le amasa la piel dos veces al día, que le lleva al levantarse un vaso de agua, con cuatro yemas de huevo. Todo el día está en el hotel rodeado de gente. El campeón sale dos veces a tomar el aire, en su carruaje pomposo, que él quiere que sea muy grande, y de dos caballos. Si está almorzando adentro, la multitud cuchichea afuera: "Le han servido cuatro costillas": "no toma más que té y yemas de huevos": "ya pesa cinco libras menos". Si se acerca a la puerta para tomar el suntuoso coche, la multitud se arremolina, se siente como una unción, los policías halagüeños limpian el paso para el héroe el héroe sale, acogido por un clamor de victoria y cuando vuelve, pleno el pulmón de aire de flores, la gente es más, de la plazoleta del hotel, que es toda una cabeza, surge un vítor robusto que corean los chicuelos amontonados de todas partes de la ciudad para respirar siquiera el polvo del carruaje del campeón a quien admiran. Da frío ver criarse a un pueblo entero en el culto a la fiera" (44-45)

El Partido Liberal, México, 13 de julio de 1886. "Otras crónicas de Nueva York" José Martí. Compilador Ernesto Mejías. La Habana, 1983

(.) está sacudida Nueva York, porque para celebrar al gusto público el aniversario de la independencia, se nutre el púgil Sullivan, cargadas las manos y la pechera de brutales brillantes, con las costillas de camero, yemas de huevo y aire fresco del Parque que han de mantenerle claros los ojos y sueltos los músculos en la pelea tremenda contra un inglés rival y diminuto, a quien ceban y amasan dos guardianes en un pueblo de playas salutíferas. (15)

La Nación Buenos Aires, agosto de 1886. Tomo 11, Obras Completas de José Martí. 1975

(.) Boston mismo, que de shakesperiana y poética se precia; Boston, hogar de arte, y como academia del buen gusto, del periodismo experto y de la fina literatura; Boston, en cuyas cercanías pensó Emerson y rimó Longfellow ; Boston, en cuyo sacro Fanceuil Hall, cuna luego de la soberana oratoria del abolicionista Wendell Phillips nació "con palabras que han puesto cinta al mundo" la libertad americana, ¡Boston mismo, con su mayor a la cabeza, ha subido a un estrado de púgiles, para ceñir el vientre de John Sullivan, campeón de los peleadores, una faja de oro y diamantes, y águilas esmaltadas, y banderas de Irlanda y los Estados Unidos, que ha costado a los ciudadanos de Boston diez mil pesos! ¡Este es el magnífico bruto que derriba a cuanto hombre sale al frente, que tiene a la cofradía pasmada por el empuje y peso de su puñetazo. Que echa a tierra del golpe, rodeado de trémulos policías que lo disuaden tiernamente, al niño que le enoja, a la mujer con quien tiene hijos, al caballo que le cierra el paso! Babeando y hediendo va todas las noches a su casa este magnífico bruto, honrado ahora, ante el teatro repleto que lo vitorea, por el mayor de su ciudad de Boston. (259)

El Partido Liberal. México, 1887. Tomo 11. Obras Completas de José Martí, 1975

(.) Y el día sigue su curso. Cada cual va a su interés. Hoy empiezan en Jerome Park las carreras de caballos. Kilrain, el púgil, va a pelear a puño seco con un inglés desconocido, por la gloria de mil pesos. ¿Peleará en Nueva York, o en Indiana, donde hay menos polícía, (.) o peleará en la ciudad de Sioux, donde las peleas gustan mucho (.) (70)

La Nación. Buenos Aires, noviembre 22 de 1888. Tomo 12, Obras Completas de José Martí.1975

Eso llena ya la prensa; Y la pelea, que está al ser, del otro Sullivan, el púgil bestial de Boston, con el inglés Kilrain, por cinco mil pesos, más el cinto de brillantes de "campeón de los púgiles del mundo".

La Nación. Buenos Aires, 2 de agosto de 1889. Tomo 12. Obras Completas de José Martí.1975

Señor Director de La Nación:

Está de bárbaros el país. No se habla más que de la pelea de los dos púgiles Kilrain y Sullivan. De San Francisco a Nueva York, lo primero que trae el diario, escrito con maravilla de color y arte como de novela, es el recuento de lo que hicieron ayer los púgiles, de lo que come Sullivan, para rebajarse la carne, de lo que anda Kilrain, para fortalecerse las piernas. Se ha escrito de ellos, es la verdad, más que de la catástrofe de Johnstown, que todavía está pidiendo ataúdes. (.) (279)

Pero ni de eso, que es boca humeante por donde se le pueden ver las entrañas al país, se comenta, se telegrafía, se escribe tanto como del suceso, que a todos preocupa, puesto que se nota que los mismos que lo condenan, más hacen para tener ocasión de hablar de él. "Sullivan tiene siete pies." "De los pies es flojo, y tiene el brazo roto." "Un barril de whisky, no es quién contra un herrero que juega con los quintales." "Sullivan rompió ayer en el aire una bola de cuero de un puñetazo." "Kilrain tiene cables en las piernas." "Con avena hemos estado criándole los músculos a Sullivan." "Cien por Sullivan." "Diez por Kilrain." Y salen llenos de rufianes, de jóvenes de la prohombría, de representantes y jueces que llevan nombre supuesto, los trenes, anunciados, de público, en cartelones y periódicos, para el lugar de la pelea, para el circo que a quince por hombre, tiene ya recogidos treinta mil pesos.

Allá va toda la gente de cabeza rapada, y tabaco con el aro de papel, para que se le vea lo bueno. Van de sillón con cama y mesa de champaña, en el carro-palacio. Van con sus mozas, que saben como ellos dónde ha de ir una buena "derecha", o cómo se ha .de meter el brazo para llevarle al otro la ventaja en la "cruz". (281-282)

La Nación. Buenos Aires, 17 de agosto de 1889. Tomo 12. Obras Completas de José Martí. 1975

Regatas

Nueva York, Septiembre 19 de 1885

Señor Director de La Nación:

Estos han sido para New York días venecianos. Ha habido gran regata de yates nuevos, bajo el cielo azul de septiembre, vestidos los marineros de blusa de colores y anchos calzones blancos. Inglaterra y Estados Unidos van a disputarse la copa "América", que premia al yate que mejor corta el mar y doma el viento. Como los Estados Unidos hicieron en la regata anterior, el yate Genesta ha venido de Inglaterra a contender con el Puritan, elegido entre los americanos por el más velero. La entrada de la bahía es un campamento: suelo firme parece el mar de los vapores, por lo seguros que lo cruzan: van y vienen, como ayudantes de órdenes: el uno sale primero, el otro le alcanza con instrucciones nuevas, los dos juntos van a marcha igual hacia el Genesta; porque ya llegó la hora, hacia el Puritan que aguarda preparado: brilla más el Genesta; dice menos el Puritan: ¿no hemos de repetir sus nombres? ¿de qué se ha hablado aquí en estos quince días últimos? : las Bolsas, cerradas; los negocios semisuspensos; los hoteles, vacíos; todo el mundo en el mar, o a las orillas. El dueño del yate inglés, con ese amor al color que va salvando a su pueblo, viste de gala, blusa blanca y rosada, calzón blanco, gonilla azul: fuma, los tripulantes resplandecen, vestidos de dril blanco; del gorrillo negro les cae a la izquierda un doble rojo.

El capitán del Puritan lleva el azul de guerra, suelto y oscuro: el sol le curtió el rostro: en sus pupilas claras no se ve una mancha: son los ojos misteriosos y extrañamente bellos de los que ven lo inmenso: los ojos de los que descubren, de los que inventan, de los que navegan: el capitán aprieta los labios, y no fuma: aguardan sus órdenes los marineros severos, torres humanas, vestidos de un blanco que ya vio faena, y sin gorrillos. Un pito suena, es la primera señal; suena otro pito: ¡y en marcha!

Reloj en mano están a bordo del Genesta los ingleses: ¡allá va sobre el mar, la vela inflada! Arranca, gira, para: llegó antes que el Puritan a la línea de salida: de vapor en vapor rueda el aplauso. Y al fin parten seguidos de espesa masa de vapores. Los nobles rivales van parejos: poco casco en el agua, al aire mucha vela; andan de prisa y bien, contra lo que sucede en la tierra, que basta que una mente gallarda y de buena vela ande de prisa, para que los de casco pesado y vela ruin digan que no andan bien, hasta que con el envidiarlo y el decirlo se lo impiden. Sigue adelante la regata larga: unas veces saca ventaja de poca monta el americano; el inglés la saca otras, también de poca monta: ya van caídos sobre el mar y al frente, delgado como una hoja de cuchillo; ya tuercen viento, y regatean de lado; se acosan; el Puritan va atrás: ¡dónde tiene las espuelas que parece que le han cortado los ijares, y arremete sobre el mar, suelta la brida, el capitán al cuello, y alcanza, aborda, iguala al barco inglés, le saca la proa, le lleva ya toda la enorme vela, y dobla la flotante meta, que ostenta pabellón americano, con dos millas sobradas de ventaja?

Fuera de la bahía, han ido tras ellos, apretándose para ver mejor, vapores blancos de tres puentes, cargados de hermosuras, vestidas en traje azul de navegar, con listas blancas: cuando la calma enoja a los veleros formidables, adelantan sin cambio mayor en su camino; el tentempié comienza; la cubierta les sirve de asiento, de mesa la jaleta; un galán les trae la ensalada de pollo o de langosta, otro galán cerveza de jengibre, soda, vino del Don que a la champaña suple, o champaña: los sombrerillos de paja reposan junto a sus dueñas, que del aire del mar y el desorden de sus cabellos cobran más hermosura.

Vapores blancos de tres puentes, cargados de niñas ricas, de adinerados negociantes, de jóvenes de buen vivir: vapores azules, rojos y verdes, fletados por los clubs y por las bolsas, donde hablan las botellas, se cuentan chistes acres, se dan a duendes los quehaceres del oficio, se canta y baila en coro; se saluda, con júbilo de loco, el cielo, el mar, el aire, la libertad grandiosa; vapores de gente burda, comerciantes de vicios, rufianes adineradores, apostadores de carreras, gente de diamante en pecho, vientre robusto y rostro rojo; vaporcillos innúmeros, de esta y aquella empresa, personaje, casa rica, o diario, a bordo la mesa de redacción y la escuadrilla de dibujantes y de grabadores; ejército de vapores, bordeándose, tropezando, andando lado a lado, lanzando al aire fuegos de artificio, cambiándose chistes, retos, apuestas y botellas, han seguido a los dos yates por el. camino ; se han juntado como aves de casa a la hora del maíz al llegar a la meta; y ya en mayor alboroto y desorden los han escoltado al volver; acá acercándose al Genesta, como para consolarlo, allá echándose sobre el Puritan, rodeándolo, yéndose tras la quilla, como si quisieran darle la mano.

"iHurra, hurra!" de todas las orillas, que están llenas de gente: bote se ha vuelto la ciudad, y sale al paso a recibirlos; en hilera, como soldados que aguardan a su jefe, están los yates de vela, poblados de lo mejor que tiene en niñas Nueva York y el vecindario; brazos, sombreros, pañuelos y banderas saludan al triunfante Puritan, que viene ya a remolque todo el velamen caído, como de la mano de su caballerizo el buen caballo que ha ganado la carrera. A remolque viene también el

Genesta. Sir Richard, el caballero de la blusa blanca y rosada y el gorrillo azul, pide que lo lleven al costado del Puritan, porque quiere saludarlo: todos sus marineros están detrás de él, con la gorrilla negra y roja en la mano derecha, silenciosos y en fila, y al pasar junto al yate vencedor, señor y marineros rompen a una, agitando los gorros al aire tres veces: –"lHip, hip, hooray!"

Y el capitán de rostro tostado, que tiene tras sí, no en fila, a SUS suecos, encajando en el aire los dos brazos altos, vocea una y otra vez: "¡ Hip, bip, hooray!

Glorioso llaman en inglés a este tiempo lucido, acaso porque con su aire fresco y cielo limpio invita a gloria. Las gentes se dan prisa, antes de que vengan las nieves, a nutrirse el pensamiento de las ideas vivas que inspira el verano, a gozar de estas horas de boda a que han de seguir luego tantas horas de féretro. Y es septiembre un festival prolongado, sin día que no sea acontecimiento, ya porque Maud S., la yegua más ligera que pisa tierra, anda una milla en dos minutos y nueve segundos, cuya hazaña celebran a la vez en Inglaterra y en los Estados Unidos juiciosos editoriales; ya porque los "nueve" de Chicago vencen en el juego de pelota a los "nueve" neoyorquinos, uno de los cuales gana al año diez mil pesos, porque no va una vez la pelota por el aire que él no la pare; y eche por donde quiera; ya porque un vapor lleno de bostonianos ha venido río arriba, con ocasión de las regatas, a mofarse de los petimetres neoyorquinos que no hallan cosa de su tierra que sea buena: y compran en Inglaterra yates que Nueva York vence, y andan por las calles a paso elástico y rítmico, como si anduviesen sobre pastillas, y hablan comiéndose las erres y la virilidad con ellas, acariciando con el mostachillo rubio el cuerno de plata del bastón que no se sacan de los labios: son unos señorines inútiles y enjutos, a quienes no se ve por las calles desde que venció el Puritan.

Las regatas, como tantas otras cosas, no son de valer por lo que son en sí, sino por lo que simbolizan. De los Estados Unidos se van las herederas a Inglaterra, a casarse con los lores; ningún galán neoyorquino se cree bautizado en elegancia si no bebe agua de Londres; a la Londres se pinta y escribe, se viste y pasea, se come y se bebe, mientras Emerson, piensa, Lincoln muere, y los capitanes de azul de guerra y ojos claros miran al mar y triunfan. La grandeza tienen en casa, y como buenos imbéciles, porque es de casa la desdeñan. Hasta la hormiga, la mísera hormiga, es más noble que la cotorra y el mono.

Pues si hay miserias y pequeñeces en la tierra propia, desertarlas es simplemente una infamia, y la verdadera superioridad no consiste en huir de ellas, ¡sino en ponerse a vencerlas! La regata ha dado esto bueno de sí, como da siempre algo bueno, aunque parezca puerilidad al que ahonda poco, todo acto o suceso que concentra la idea de la patria; ¡hay un vino en los aires de la patria, que embriaga y enloquece! Se le bebe, se le bebe a sorbos en estas grandes ocasiones y ¡parece que se deslíen por la sangre, con prisa de batalla, los colores de una gran bandera! (Pág. 295-297)

La Nación. Buenos Aires, 22 de octubre de 1885. Tomo 10. Obras Completas de José Martí. 1875

Béisbol

"(.) Si se mira a la calle por la tarde, no se ven sino mozos robustos que andan a buen paso, para cambiar sus trajes de oficio por el vestido de paseo, con que han de lucir a la novia, o el del juego de pelota, que aquí es locura, en la que se congregan por parques y solares grandes muchedumbres.

El Liberal de México, 13 de junio de 1886. "Otras Crónicas de Nueva York", José Martí. Compilador Ernesto Mejías. La Habana, 1983.

(…) la lucha empeñadísima de los periódicos de la mañana que a ocho centavos casi todos se siguen vendiendo y cada día inventan métodos con que arrebatar sus lectores a los diarios rivales, entre cuyos métodos el de escribir con ligereza y de burla (…) sobre los juegos de pelota, que ya empiezan, y los paseos en el Parque Central, que son ahora deliciosos, y los grupos de las mujeres por las calles que ahora en Abril se parecen a las rosas de mañana;(…) (Pág. 49)

La Nación. Buenos Airea, 6 de junio de 1884, Tomo10. Obras Completas de José Martí. 1975

Los niños que en Nueva York gustan más de pelotas y pistolas que de libros, porque en las escuelas las maestras que no ven en la enseñanza su carrera definitiva, no les enseñan de modo que el estudio los ocupe y enamore,-y de las casas, los padres acostumbran feamente empujarlos, como para que no les enojen con sus travesuras y enredos, a las calles; los niños, ¡válganos Dios!, o se detienen en las esquinas, lo que no es del todo mal, a trocar coqueterías con damiselillas pizpiretas de diez o doce años que con mirada y aire de mujer van solas; o se entran a la callada, a escondidas de la policía, en un patio a jugar a la pelota, o salen de las cigarrerías, que por esta maldad debieran ser tapiadas con el cigarrero adentro, ostentando en los labios sin bozo, encendidos pitillos. (…) (Pág. 61)

La Nación. Buenos Aires, 16 de julio de 1884. Tomo10. Obras Completas de José Martí. 1975

(…) sin que en lugar alguno falte una asamblea, ya de clérigos protestantes, (…) ya de jugadores de pelota, que es juego desgraciado y monótono que perturba el juicio, y como todos los demás, como las regatas, como los pugilatos, como las carreras, como cuanto estimula la curiosidad, las apuestas, y el amor natural del hombre a lo sobresaliente, aun en la fuerza física y el crimen, privan aquí tanto en verano, que para dar cuenta de quién recorrió el cuadro más veces o tomó más la pelota en el aire, publican los periódicos de nota al oscurecer, una edición extraordinaria. (…) (Pág. 258-259)

El Partido Liberal. México, 1887. Tomo 11. Obras Completas de José Martí. 1975

Ni los juegos de pelota han interesado tanto este año, aunque hay peloteros que han dejado la universidad para pelotear como oficio, porque como abogados o médicos, los pesos serían pocos y les costarían mucho trabajo, mientras que por su firmeza para recibir la bola de lejos, o la habilidad para echarla de un macanazo a tal distancia que pueda, mientras la devuelven, dar la vuelta el macanero a las cuatro esquinas del cuadrado en que están los jugadores, no sólo gana fama en la nación, enamorada de los héroes de la pelota, y aplausos de las mujeres muy entendidas en el Juego, sino sueldos enormes, tanto que muchos peloteadores de éstos reciben por sus dos meses de trabajo, más paga que un director de banco, o regente de universidad, o secretario de un departamento en Washington. (337)

La Nación. Buenos Aires, 25 de agosto de 1888. Tomo 13. Obras Completas de José Martí. 1975

(…) Dicen que irán treinta mil almas al juego de pelota, (…) (Pág. 61)

La Nación. Buenos Aires, 17 de noviembre de 1888. Tomo 12. Obras Completas de José Martí. 1975

"La población está de vuelta en las casas. ¿Qué yacht triunfó en la regata? ¿Qué peloteros ganaron, los de Nueva York, que tienen el bateador que echa la pelota más lejos, o los de Chicago, cuyo campeador es el primero del país, encuclillado fuera del cuadro, mirando al cielo, para echarse con ímpetu de bailarín o coger en la punta de los dedos la pelota que viene como un rayo por el aire?" (21)

El Economista Americano, 1888. Anuario del Centro de Estudios Martianos, Nº 2, 1979

(…) los peloteros que andan jugando la pelota yanqui, con su cuadro de bases y sus dieciocho jugadores por el Trocadero, por el Coliseo, por las Pirámides;(…) (Pág. 367)

La Nación. Buenos Aires, 17 de abril da 1889. Tomo 13 Obras Completas de José Martí. 1975

Deportes de Invierno

Nueva York, Febrero 4 de 1882

(…)Hay sol suave en la altura, y sol de gozo en los rostros de los hijos de estas tierras de nieve. Alzase en el Parque Central la amada bola roja que anuncia a los patinadores que ya está bueno de patinar el lago helado, y aquí es uno que ajusta los ricos patines, allá otro que se calza de modo que no se les vean los suyos modestos. Puéblase el lago de alegres danzadores. Una parte, sobre el patín afilado que corta, sigiloso como la calumnia, los hielos dóciles, y se balancea, se revuelve, se mece, se extiende, como si se extendiese sobre el cuello de un caballo invisible, se refleja, se acerca, gira presto, traza relámpagos, dibuja edificios, escribe su nombre, se abalanza, se para de súbito, toma de la mano a gallarda doncella y alegres como besos que volasen, se deslizan, veloces como sueños: otro más inexperto, aprende, con sus rudas caídas, cuán caro cuesta en la tierra intentar volar, y dura el regocijo, el reír de los que dan consigo sobre el hielo, el batir palmas y silbar- que aquí se usa por aplauso-a los que caracolean, revolotean y triunfan, el hacer cerco a los patinadores hábiles, el celebrar a las hermosas damas, el seguir con los ojos a los airosos caballeros el tomar notas de los agentes de periódicos, el poner orden de los guardianes del parque, hasta que va a dar la nieve en lodo, cual suelen las bellezas, y cae de lo alto del mástil, anunciando que el patinar ha terminado, la amada bola roja.(244)

La Opinión Nacional. Caracas, 18 de febrero de 1882. Tomo 9. Obras Completas de José Martí. 1975

Deporte Colegial

Pero la fiesta magna ha sido en la Universidad de Harvard.

Ya han pasado las regatas entre estas y aquellas clases de unos y otros colegios; que la mente ha de ser bien nutrida, pero se ha de ver de dar, con el desarrollo del cuerpo, buena casa a la mente. Así como el bambú, más lleno de rumores que de frutos, crece en hojas inútiles que dan con él en tierra, así el hombre en quien no anda aparejado, con sólido pensar, sólido cuerpo. No se ha visto palacio bien seguro sobre cimientos de arena.

Ya han pasado las justas de jóvenes remeros, en que los más ágiles del Colegio de Columbia han vencido esta vez a los más recios de Harvard. Ya se han dado a los vientos las canciones del año y los discursos. (Pág. 236)

La Nación Buenos Aires, 14 de agosto de 1883. Tomo 9. Obras Completas de José Martí. 1975.

(…) ya en los juegos de pelota, ya en las carreras de caballos, ya en la playa limpia de los pueblecillos veraniegos. Viendo como compiten, a modo de regata de alas blancas, los veleros yates, ya en las fiestas con que en este mes de Junio celebran los colegios-Yale y Harvard viejos, Vassar rico, Cornell útil (…) (Pág. 256)

La Nación. Buenos Aires, 24 de julio de 1885. Tomo10. Obras Completas de José Martí. 1975

"Esas fiestas de fin de curso, si no acabasen en regatas enconadas y en desafíos celosos de pelota, serían cosa bella (.) La pujanza los enamora y los domina, Les gusta lo que arremete, lo que violenta, lo que invade. ¡Ved cómo miman los estudiantes durante todo el año, no al poeta de frente grave que les leerá la oda de fin de curso, no al mozo pensador que ya desde las aulas medita la manera de que los problemas sociales se vayan resolviendo sin sangre y en justicia, sino a "los nueve" ágiles que deben vencer al Yale en el juego de pelota, a los "ocho" de brazos alados que han de competir por el premio de remo con los ocho del colegio vecino, al que en las brutales peleas de las que en otoño se inauguran las clases arrancó "el bastón" de las manos ensangrentadas al que lo defendía en nombre de las clases rivales! ¡Ved con qué saña, mal contenida durante todo el año, se entregan a estas regatas y desafíos, y apuestan sobre ella, no por aquel sano amor a los ejercicios viriles que hizo hermosos y fuertes a los primeros griegos, sino con aquella mercenaria y rencorosa rivalidad que afeaban las lidias tremendas de los gladiadores de Roma y de Pompeya!¡Ved cómo muchos de ellos, deslumbrados por la paga que aquí se da a los buenos jugadores de pelota, abandonan su carrera casi terminada, y truecan su libro augusto por la camisa azul y el pantalón corto de los histriones, en que los venera y aplaude el populacho! Pudren acá esos vicios de pueblo rudo y ambicioso el aire de los colegios. El aire deshace lo que hace la cátedra. La educación verdadera está en el coadyuvamiento y cambios de almas, Lo sórdido de la vida sofoca acá lo, luminoso de la escuela. Se debe vivir entre aquellos con quienes se ha de batallar." (43-44)

"El Partido Liberal", México 13 de julio de 1886. Otras crónicas de Nueva York, José Martí. La Habana, 1983

Como cosa menor han pasado, a pesar de que fueron a verlas miles de hermanas y de novias, las regatas de los estudiantes, de azul unos y de amarillo otros, y otros de rojo y de violeta, hasta que ganaron los azules de una universidad del campo, mientras que los de Nueva York, vencidos, no los pudieron vitorear como es así de costumbre, porque de los ocho que iban en el bote, seis cayeron desmayados sobre los remos. (279)

La Nación. Buenos Aires, 17 de agosto de 1889. Tomo 12. Obras Completas de José Martí. 1975

Sólo que este año los estudiantes están enojados, porque, tanto había crecido entre ellos estos cursos pasados, so capa de ejercicio físico, la práctica de lo más animal del hombre, con detrimento de lo más bello, que las universidades acordaron prohibir las regatas de río y juego de pelota, que eran ya ocupación mayor de los colegios, y asunto de apuestas y disputas, (…) (Pág. 52)

La Nación. Buenos Aires, 2 de noviembre de 1888. Tomo 12. Obras Completas de José Martí. 1975

(…) del yanqui alquilón, del yanqui pródigo y canijo que gasta en convites prematuros en su cuarto de las universidades retóricas, las espaldas que cría en el juego excesivo del polo o la pelota. (Pág. 242)

La Nación. Buenos Aires, 2 de agosto de 1889. Tomo 12. Obras Completas de José Martí. 1975

De mano en mano andan en cada colegio los libros suntuosos que publican a escote, con mucho lujo de papel y de láminas, las cuatro clases de cada curso: los "mayores" , que son los que se van ya con el grado; los "jóvenes" que les siguen; los "sofomoros" a quienes empieza a salir el bigote de la sabiduría, y los míseros "frescos"; los del primer año,(…) . En el libro están las "Fraternidades", que son lo que el nombre dice, hermandades de unión para llevar a cabo juntos lo que como colegiales les interese, y para valerse unos a otros en lo que quede de vida, puesto que estas amistades de colegio son a veces más tiernas y durables que los mismos amores; están las sociedades de juegos, de billar, de gimnasia, de carreras, de remar, de pelota, de velocípedos; (…) (Pág. 304)

La Opinión Pública, Montevideo, 1889. Tomo12. Obras Completas de José Martí. 1975

"La vida nacional es acá ruda, y puede en ella el interés más de lo que conviene, para la armonía de la dicha, a las dotes de humanidad y sentimiento, porque es hermoso y casi divino el hombre. En muchas universidades es más la pompa que la ciencia, y el pelotear que el leer, tanto que se ha dado el deshonor de que un mozo de prendas abandonase, ya al acabar, la abogacía, porque "como abogado, habiendo tantos, me es, pera mucha fatiga y poca paga; y de pelotero, como que nadie coge la pelota del aire mejor que yo, me dan diez mil pesos al año". (…) (Pág. 300)

La Opinión Pública, Montevideo, 1889. Tomo12. Obras Completas de José Martí. 1975

Fútbol Americano

Debajo de mis ventanas pasa ahora, en una ambulancia, en trozos unidos apenas por un resto de ánima, el capitán de uno de los bandos de jugadores de pelota de pies. Dicen que el juego ha sido cosa horrible. Era en arena abierta, como en Roma. Luchaban: como Oxford y Cambridge en Inglaterra, los dos colegios afamados, Yale y Princeton. Mujeres, abrigadas en pieles de foca, ricas en pedrería, hubo a millares. Naranjo era el color de Yale, y el de Princeton azul; y cada hombre llevaba su color en el ojal de la levita, y cada mujer una cinta al cuello. Caballeros y damas, de seda exterior vestidos, mas sin seda interior, se apretaban contra las cuerdas que cerraban la arena. Detrás de ellos, coronados de gente, doble fila de coches, como en las corridas de caballos. El cielo sombrío, como no queriendo ver. Los gigantes entrando en el circo, con la muerte en los ojos. Llevan el traje del juego: chaqueta de cañamazo, calzón corto, zapatilla de suela de goma: ¡todo estaba a los pocos momentos tinto en la sangre propia o en la ajena!

A las dos comenzó el juego: a las seis no era aún terminado. Los, de un bando se proponen entrar a puntapiés la bola en el campo hostil: y los de éste deben resistirlo, y volver la bola al campo vecino. Este pega: aquel acude a impedir que la bola entre: otros se juntan a forzarla: otros acuden a rechazarla: uno se echa sobre la bola, para impedir que entre en su campo: los diez, los veinte, todos los del juego, trenzados los miembros como los luchadores del circo, batallan a puño, a pie, a rodilla, a diente. Se asen por las quijadas: se oprimen las gargantas: se buscan las entrañas, como para sacárselas del cuerpo; resuenan, como duelas de caja rota, los huesos de los pechos. Se patean, se cocean, se desgarran. Y cuando se apartan del montón, el infeliz capitán del Yale, caída la mandíbula, apretados los dientes, lívido y horrendo, se arrastra por la arena hecha lodo, como una foca herida: gira sobre su cabeza, apoyado en un calcañal, con el cuerpo en bomba; se revuelca sobre su estómago; muerde la tierra; se mesa el pecho, como si quisiera arrancárselo a tajadas; y lo recogen del suelo, con un tobillo junto de la barba.

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente