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José Martí, compilación de artículos sobre deportes (I) (página 3)

Enviado por Ramón Guerra Díaz


Partes: 1, 2, 3

Agoniza en la arena, y lo sacan en brazos. El juego sigue, y el vítor, y el aplaudir de las mujeres. A otro le cuelga el brazo dislocado. A otros les corre la sangre por los rostros. Y pujan, y arremeten, y se revuelven y retuercen sobre la bola, y uno se queda exánime, cuando el montón clarea, con los brazos tendidos, y la vida en vilo. Dos jugadores se arrodillan a su lado, le sacuden el pecho, le golpean sobre el corazón; cambian con él alientos: ya está en pie, tambaleando. Las mujeres lo saludan y vocean: todo el aire es pañuelo. Toma otro su lugar, y sigue el juego. Si el día no acabase, no cesaría. Yale vence. No se pregunte por los nombres de los combatientes, muchos de ellos de casas famosas. El lucimiento mental se desdeña, y se apetece el brío-del músculo. En los colegios befan a los aplicados, y admiran y regalan a los fuertes. Alarmados, comienzan este año los colegios a poner coto a estos alardes físicos. Ya no habrá este año en Harvard pelota de pies. Pues los niños en Boston, de donde es el púgil Sullivan, ¿no han empezado a ir al matadero público a beber tazas de sangre, porque a uno de ellos, que peregrinó por ver una pelea del púgil, le dijo éste que para ser fuerte bebía sangre? Y se escapan de las escuelas, y van a ver, en su taberna, llena de cuadros lascivos, al bostonés formidable que de una puñada abate un cráneo. Su cara es roja e informe, como un bulbo. Cuando pasa por los pueblos, a dar fiestas de boxear, la gente sale a los caminos, y lo reciben en diputación, y lo aclaman. (…) (Pág. 132-134)

La Nación. Buenos Aires, 11 de enero de 1885. Tomo 10. Obras Completas de José Martí. 1975

Allá van, y allá iremos por la tarde, a ver cómo juegan la pelota de pie, a rodillazos y cabezadas, ante un circo de veinte mil vociferadores, los once estudiantes de Princeton, amarillos y negros, contra los estudiantes de Yale, los once azules. Allá va todo Nueva York, en coche de campo, con trompetas y mujerío en la imperial (512)

(…) Y niñas y damiselas pasean la ciudad, con los colores del bando de pelota que van a favorecer en el juego famoso de la tarde, colores que lucen en cinta alegre al brazo de la damisela y en un moño galán al cuello del perro que lleva de la mano. Allá van, y allá iremos por la tarde, a ver cómo juegan la pelota de pie, a rodillazos y cabezadas, ante un circo de veinte mil vociferadores, los once estudiantes de Princeton, amarillos y negros, contra los estudiantes de Yale, los once azules. Allá va todo Nueva York, en coche de campo, con trompetas y mujerío en la imperial;-en los vapores de música y bandera;-en los trenes, que bufan por el aire, (…) (Pág. 513)

La Nación. Buenos Aires, 11 de enero de 1891. Tomo 13. Obras Completas de José Martí. 1975

La mujer y el deporte

La mujer debe aprender, en lo esencial al menos, cuanto aprende el hombre, para que no se haga por incompetencia de la mente, en el frío de la casa, el divorcio que a pesar de su realidad no acepta, acaso con sabiduría, la ley. Y como el hombre más ruin vive, sin saberlo, enamorado de la belleza, y sujeto a su influjo como el mastín al cazador; como no hay alivio para la vida ni pie para el carácter, mejores que la hermosura, sabe la mujer, lo mismo que el hombre, cuidar de que su tez sea lisa y bruñida como la concha; que es para lo que pasean tanto aquí al aire libre las alumnas de los colegios: y reman tanto y tan bien, en el río campesino, que el colegio de Wellesley acabó este año sus fiestas, con una regata en que había nueve botes, tripulados por la clase de Filosofía, -de Matemática, de Ciencia Natural, de Historia, de otros temas, cada una con colores diversos, y el birrete de bachiller y los brazos al aire: se llevó In bandera del triunfo, por supuesto; la clase que más ha andado por los caminos recogiendo yerbas y flores: la clase madre: la de Ciencia Natural. (301) (.)

La Opinión Pública. Montevideo, 1889. Tomo 12. Obras Completas de José Martí

Reflexión sobre los deportes

"Los juego son como los pueblos en que priman: este es golpe, ausencia de arte: se enriquecen y embriagan con ese juego burdo que cría admiración funesta por los fuertes, tanto (que) en los colegios se mira aquí como a pobres personas el que se nutre, como de estrellas que muerden, de ideas y sueños grandes: acá los prohombres de los colegios, los que llevan las damas y mantienen corte, son el que mejor rema, el que mejor recibe la pelota, el que más sabe de hinchar ojos y desgoznar narices, el que más bebe o fuma(.) (40)

El Liberal de México, 13 de junio de 1886. "Otras Crónicas de Nueva York", José Martí. Compilador Ernesto Mejías. La Habana, 1983.

Ajedrez

Problemas de Ajedrez

El Sr. Pedro Aguirre, amigo nuestro, que posee una ingeniosa colección de problemas de ajedrez, tanto de los propuestos por los clubs ajedrecistas más notables de la Estados Unidos y de Europa, como de los combinados por varios amateurs de México, nos ha ofrecido facilitarnos algunos para entrenamiento y solaz de nuestros suscriptores. En seguida publicamos el primero que nos remite en la inteligencia de que con gusto insertaremos el domingo próximo la solución que la persona que la descifrare nos envíe a esta redacción, así como su nombre y el de todas las demás que lo hicieren en el día. En lo sucesivo continuaremos publicando sumariamente un enigma, dando en cada número la solución del anterior en los términos ante dicho, o haciéndola saber por parte de Aguirre y nadie hubiera acertado. (220)

(A continuación el problema de ajedrez)

Revista Universal, México, 26 de diciembre de 1875. Tomo 4 Obras Completas de José Martí. Edición Crítica. 2001

Por los balcones abiertos invita otro pianista ruso, tocando melodías de Chaikovsky, a que suban los transeúntes al torneo de ajedrez, presidido por el retrato de Paul Morphi, donde el célebre Chigorin, maestro en el gambito de Evans, derrota con trabajo a McLeod, un muchacho de Quebec, que en un relámpago de genio inventa lo que años de talento no le pueden destruir. (194)

La Nación. Buenos Aires, 30 de mayo de 1889. Obras Completas de José Martí. 1975

Polo

"O el gran juego de "polo" que se juega montado cuatro caballeros, con sus mallete cada uno, pelean al mando de su capitán, por echar la bola del juego al campo de sus cuatro contrarios; y uno embiste y cae sentado sobre la bola, con el caballo riéndose; y otro, de un ancazo de su competidor suelta las bridas, y se ampara de las orejas. Cuatro de ellos se llaman los Ridemouts, y los otros cuatro se llaman los Backemups. El capitán de los Ridemouts carga botas de cueros, blusa de seda y cardenal y cachucha amarilla; y el de los Backemups va sin birrete, con la blusa de lana gris, calzón curado y perneras. Los Backemups y los Ridemouts, mallete por tierra y a galope, se echan sobre la bola, a empujarla al viento, uno a darle a la bola y el otro a quitársela; los dos jinetes, de un salto de los caballos, caen sentado a tierra, cachucha a cachucha, con la bola en medio. Alrededor, en carruajes magníficos, la nobleza ve el torneo, ansiosa y atenta (161)

El Partido Liberal, México, 26 de septiembre de 1890. Otras Crónicas de Nueva York. Compilador Ernesto Mejías. La Habana, 1983

Corridas de toros

"Guatemala"

Son las seis de la mañana, y sale la diligencia de Guatemala para la Antigua. Atrás quedan el castillo de San José, la allí inofensiva Plaza de Toros, donde ¡oh honor! se ha llamado asesinos a los espadas españoles; porque es hermoso lo de capear, y animado lo de burlar al bruto, y arrogante lo de retarlo, azuzarlo, llamarlo, esperarlo, y es lujoso el despejo, y gusta siempre el valor; pero lo de herir por herir y habituar alma y ojos de niños, que serán hombres, y mujeres que serán madres, a este inútil espectáculo sangriento, ni arrogante, ni animado, ni hermoso es. Así que, más que bravos toros, lidian en la plaza negros ojos de dama y atenoriados sombreros de hombre; que unas y otros gustan de ver, más que sangre, ágiles juegos de títeres, sin carácter de nobleza, pero sin carácter de crueldad.(126-127)

Guatemala, 1878. Tomo 7. Obras Completas de José Martí. 1975

¿Le he dicho ya que ha habido fiestas? Regías bodas, de Borbón con Austria;(.).-Y toros, con caballeros en plaza, caballeros rejoneadores, que son galanes de burlas, y caricatura más que copia, de aquellos que alegraron en fiestas el coro de Madrid en los natales del rey moro de Toledo. (277)

Carta a Miguel Viondi, 8 de diciembre de 1879. Tomo 20. Obras Completas de José Martí. 1875

Corrida de toros en un pueblo

Francisco de Goya

Esta Corrida de toros en un pueblo,-en esa plaza que se ve tan llena de espacio y tan redonda,- no conserva de lo fantástico más que el color elemental. A vosotros, los relamidos,-he aquí el triunfo de la expresión, potente y útil sobre el triunfo vago del color. Parece un cuadro manchado, y es un cuadro acabado. Un torillo, de cuernos puntiagudos, y hocico por cierto demasiado afilado, viene sobre el picador, que a él se vuelve, y que, dándonos la espalda, y la pica al toro, es la mejor figura de esta tabla. Allá sobre la valla, gran cantidad de gentes. Tras el toro, un chulillo que corre bien. Junto al picador, el de los quites. Tras ellos, dos de la cuadrilla. Por allá, otro picador. En este tendido puntos blancos que son, a no dudar, mozas gallardas con blanca mantilla: y con mantilla de encaje. "Fuérzate a adivinamos, dice Goya, lo que yo he intentado a hacer". Prendado de la importancia de la idea, pasa airado por encima de lo que tal vez juzga, y para él lo son, devaneos innecesarios del color. Aquí parece que quiso dejar ver cómo pintaba, no cubriendo con la pintura los contornos que -de prisa, y con mano osada y firme-trazó para el dibujo. Dos gruesas líneas negras, y entre ellas, un listón amarillo: he aquí una pierna. Y cuando quiere, ¡qué oportuna mezcla de colores, o de grados de un mismo color, que hacen en este cuadro, a primera vista desmayado, un mágico efecto de luces! Así es la chaqueta del picador. (132-133)

Notas en un cuaderno de apuntes de 1879. Tomo 15. Obras Completas de José Martí

La corrida de toros

(Escrito en inglés)

The Sun Nueva York, 31 de julio de 1880

Los que viven hoy en Nueva York tienen la oportunidad de presenciar: una corrida de toros. Chulillos en espléndidos trajes, adornados de encaje y oro, lanzan al aire los pliegues graciosos de sus pequeñas capas rojas. Llevarán zapatos bajos y lucirán sus pantorrillas musculosas en medias de seda. Los saltos y el bramido de los toros asombrados podrán despertar en los espectadores maravillados sentimientos alternos de regocijo y de temor. Los animales embestirán a los astutos chulillos o intentarán escapar. Se les enloquecerá con retadoras capas carmesíes o con gritos torturantes. Los matadores podrán hacer brillante y atractivo uso de sus capas sin peligro. La corrida, sin embargo, sólo puede ser un pálido reflejo de una genuina corrida de toros española, porque Mr. Bergh no desea que los animales sufran. El extraño placer que produce una corrida de toros tiene su origen en los padecimientos del toro, en su terrible furia ciega, en el peligro de los hombres y el espectáculo de caballos ensangrentados que se arrastran por la arena. Es la emoción que nace de las agonías de la muerte, del olor a sangre y del aplauso febril que saluda el toro que hiere o mata a sus perseguidores, y agujerea con sus cuernos ensangrentados los cuerpos de los caballos muertos. Es el gran tumulto, esta feroz originalidad, lo que crea este placer salvaje.

Los neoyorquinos no irán a la plaza, medio locos de excitación, comiendo naranjas y bebiendo buen vino de bota. No llegarán al anfiteatro gritando y cantando desde los techos de los ómnibus. Los ricos no viajarán en ese vehículo encantador, la calesa, cuya estructura polvorienta es halada por seis mulas briosas, cubiertas de cintas y de campanitas tintineantes, y conducida por un andaluz patilludo en un traje de lentejuelas y un pañuelo violeta, anudado a la cabeza. Hoy los palcos no estarán llenos de damas en mantillas negras, cada una con una rosa roja en los cabellos y con una rosa prendida en el lado izquierdo del pecho. Los hombres prontos a morir no responderán a los gritos alentadores de aquellos que están acostumbrados a este derramamiento de sangre. Los infelices no entrarán en la arena, alegremente vestidos, con caras risueñas y corazones desfallecidos, después de rezarle a la Virgen, ni agitarán las manos a sus amantes esposas, a sus madres temblorosas y a sus pobres padres viejos.

El público sin piedad, que nunca piensa que el torero se expone bastante o que el toro mata un número satisfactorio de caballos, o que la espada del matador se clava con demasiada hondura en el corazón del animal, estará ausente. No escucharemos de labios de los espectadores roncos y excitados las terribles palabras: "¡cobarde!", "bribón!", "¡ bruto!" lanzados a algún desgraciado picador, acaso montado sobre un caballo medio famélico y herido, enfrentándose, pica en ristre, con un toro de ojos rojizos y cuernos agachados.

Faltarán en esta exhibición los nuevos y siempre cambiantes peligros que mantienen en tensión a los nervios.

El señor Fernández intentará ofrecernos una corrida de toros, pero sabe que en atención a los sentimientos del público tiene que despojarla de sus características salvajes y genuinas.

¡Cuán espléndida y terrible es una corrida de toros en Madrid! El anfiteatro se llena por completo tres horas antes de la corrida. Se pagan los más altos precios por los asientos. Personas carentes de dinero lo buscan prestado para ir a la corrida. Todo el mundo bebe, come y grita. Chistes picantes cosquillean los oídos de las jóvenes más distinguidas. El sol brilla y quema. Hay un tumulto de pandemonio. Los espectadores silban, aplauden, se abofetean, y los cuchillos brillan en el aire. Al fin, el presidente de la fiesta entra en su palco. Frecuentemente asiste el rey. Este acompañado por la reina. Agita su pañuelo. Hay un tremendo estallido de aplausos. Suena la trompeta. Un oficial en traje de Felipe IV, sobre un corcel cabriolador, llega hasta el palco del presidente, que deja caer en su sombrero de plumas la llave del toril, o corral donde están encerrados los toros. Se va galopando y tira la llave al jefe de la cuadrilla de toreros.

Terminada esta ceremonia, se presenta un panorama deslumbrante, romántico y animado. Se llama el "despejo". Todos los toreros, burladores de la muerte, saludan al presidente. El jefe se llama "el espada". Cada espada cuenta con su cuadrilla. Se mueven lenta y graciosamente, brillando sus trajes a la luz del sol. Los chulillos, cuya misión es distraer y cansar al toro por el movimiento incesante de sus pequeñas capas, y los banderilleros, que clavan las banderillas en su piel, siguen a Frascuelo, Lagartijo, Machío, Arjona y el viejo Sanz, los grandes matadores que son halagados por las mujeres y saludados por los hombres. Los picadores, con anchos pantalones de cuero amarillo, con sombreros de felpa gris de ribetes tiesos, y con las piernas enfundadas en hierro, siguen a los que van a pie. Invariablemente pesan demasiado para sus caballos huesudos de $10.00. El cachetero, cuyo pequeño cuchillo afilado da al toro herido el golpe de gracia, les sigue. Cierran la procesión las mulillas, o mulas cubiertas de frazadas multicolores, y cargadas de bulliciosas campanillas. Son las que arrastran a los toros y caballos muertos fuera de la arena.

Se saluda al rey. Las mulillas salen de la arena. Los picadores se despliegan junto al toril, con las picas en descanso. Los chulillos arrojan a la barrera exterior sus capas de seda y toman sus capas de combate, todas rotas y en harapos. La trompeta suena otra vez. Redobla el aplauso. Una puerta maciza, al final de un corredor estrecho y oscuro, se abre y sale el toro. Para enfurecerlo, se le ha mantenido en una oscura prisión, sin alimento ni agua, y ha sido torturado por golpes de pica. Cegado por el torrente de luz, aterrado por los gritos que lo reciben, indeciso en cuanto a su primer ataque, se detiene, escarba con cólera la arena, baja la cabeza y mira ferozmente a sus enemigos.

Puede que se arroje como relámpago contra un picador. El caballo recibe el tremendo choque y, herido o muerto, es lanzado contra la barrera. El picador generalmente queda sepultado debajo de su pobre bestia. Puede también suceder que el toro escoja un chulillo para su primer ataque. El diestro arrastra su capa tras sí o la echa a un lado para distraer la atención del toro enfurecido, y al llegar a la barrera, la salta como un rayo, como un pájaro sin alas.

Ahora lo que era juego se vuelve serio. EI gentío se entusiasma enloquece al toro, insulta a Ios toreros, y reclama la muerte de mas caballos infelices. Cuando cae eI picador, los chulillos provocan al toro para evitar que magulle al hombre. Rodean al animal con sus capas, y, finalmente, al sonido de la trompeta, el trabajo de los caballos ha terminado y comienza el de los banderilleros.

Los chulillos, alentados por los gritos de la multitud, avanzan sobre el toro. Sacuden ante él varillas en que están pegados papeles de vivos colores. Su revoloteo asemeja el crujido de la seda. Dardos en la punta de las varillas se clavan en el cuello del toro. A veces el banderillero se coloca casi entre los cuernos de la bestia enfurecida, con la nariz del animal a sus pies, y lanza los dardos sobre su carne temblorosa. El toro ruge y brama. Embiste, retrocede, se detiene, carga y vuelve a cargar, y finalmente se mueve alrededor de la arena, su gran lomo cubierto con Ios penachos de los dardos clavados en su cuello. Hay que matar más caballos. Aunque las patas débiles del toro apenas puedan sostenerlo, aunque los chorros de sangre corran de su cuerpo, y aunque llene la plaza con sus bramidos de dolor, una banderilla de fuego es arrojada contra su cuello. AI penetrar el dardo en la carne se enciende la "baqueta". El olor de carne quemada llena el aire y un humo negro sube en espirales del cuello ensangrentado. El bramido del infeliz animal se vuelve horrible. Algunas veces el toro se echa en Ia arena y se niega a seguir luchando. Entonces se acerca un hombre con una afilada hoz, atada a un palo, y en medio del aplauso del gentío le corta las rodillas y las piernas aI animal. Saltan lágrimas de los ojos enrojecidos. El toro caído trata de levantarse. Se arrastra por el suelo. Quiere vivir aún, Pero lo rematan con cuchillos.

El matador generalmente sigue a los banderilleros. Esconde su espada en una "muleta" roja. En su mano derecha lleva la "montera", una hermosa gorra redonda, y se dirige graciosamente hacia el palco presidencial, ante el cual ofrece su victima. "¡Al rey!" "¡a la reina!" "¡a las hembras andaluzas!" En este brindis se dicen las cosas más originales y extravagantes. La multitud da rienda suelta a un sordo murmullo. El matador le señala a su cuadrilla el lugar donde desea matar al toro. Los chulillos agitan sus capas ante el hocico del cansado animal y lo llevan hacia el lugar escogido por el matador, que da un paso hacia adelante.

El animal ha sido aguijoneado por los picadores, debilitado por los dardos de los banderilleros, y atontado por los gritos de la multitud y Ia caza de los chulillos. El espada lo deslumbra con los rápidos movimientos de una capa carmesí; el toro engañado se abalanza hacia el paño, y el espada le da una estocada en el corazón. A veces el espada faIla su golpe, hiere al toro en el cuello. La sangre salta de la boca del animal. Ninguna lengua puede pronunciar palabras más feroces que los epítetos lanzados al matador por la multitud defraudada que esperaba una diestra estocada.

Se pensaría que iban a matar al matador. Le silban, y arrancan pedazos de lana de los asientos para arrojárselos. Pero si el pase tiene éxito, tabacos, sombreros, capas, y hasta los abanicos de las damas oscurecen el aire. La cantidad de obsequios que caen en la arena a veces evita que el matador pueda seguir haciendo nuevas reverencias a los que ocupan el palco presidencial. Entonces hay música y más gritería, mientras que las mulillas sonando sus campanillas, arrastran a los caballos, muertos y al toro todavía caliente. Dejan tras sí un gran rastro de sangre.

Suena la trompeta por tercera vez. Se abre de nuevo el toril, y aparece otro toro. Lo aguijonean, lo queman y finalmente lo matan, a veces con diez, a veces con veinte estocadas. En cada corrida se matan ocho toros. Si un toro magulla a un hombre y queda sobre el suelo, dado por muerto, a nadie le importa. Se continúa Ia función igual y a veces se aplaude al toro. Si da una cornada a un ayudante antes de que sus compañeros puedan venir en su auxilio, no sale un solo grito de temor o un murmullo de piedad de la multitud. El hombre es conducido al hospital, herido o muerto. El incidente, naturalmente, produce alguna agitación, pero el deporte sigue y las mujeres nunca abandonan sus puestos.

Cuando un toro hiere a dos o tres matadores y mata dieciséis o diecisiete caballos, su fotografía está en gran demanda. Todo el mundo la compra. Su cabeza es vendida a gran precio, y acaba por adornar la residencia de algún amante del deporte. Tal es una corrida de toros española en toda su desnudez. Afortunadamente, Mr. Bergh nos salvará de semejante exhibición en Nueva York. (175-179)

The Sun. Nueva York, 31 de julio de 1880. Tomo 15. Obras Completas de José Martí. 1975

En Madrid no ha cesado la gorja. Cestas de rubios vinos han cambiado de aposento en las fiestas alegres del Hipódromo y de motivo de deseo en sus mohosos envases, han venido a ser regocijo de la sangre en las calientes venas. Sobre certámenes, carreras de caballos. Y a par de éstas, las de toros; no ya con duques y marqueses como arrogantes rejoneros y diestros lidiadores, con sus cohortes de pajes vestidos a la turca, con sus penachos de cristal en hilos, y en sus turbantes encajada la media luna de plata reluciente, y sobre sus hábitos rojos, matizados de viva argentería, golpeando el corvo alfanje; no ya con aquel robusto señor de Medina Sidonia, que en las bodas del rey de los hechizos con la francesa Luisa, de dos embestidas de su rejón dio en tierra con dos toros; ni con aquel don Córdoba, que de la manera de caer hacía triunfo, y fue aplaudido -al alzarse del polvo entre sus cien verdes moriscos, enlindados con cintas muy rojas- por palmas de duquesas; ni con aquellos atrevidos marqués de Camarasa y conde de Rivadavia, que se entraron en liza, con séquito de negros muy galanamente puestos, de tela pajiza, y esterilla de plata, apretados de argollas los tobillos y de esposas las manos, en signo del poderío y riqueza de sus dueños; sino con estos matadores de oficio, reyes de plebe, favoritos de damas locas, amigos predilectos de nobletes menguados, que tienen el ojo hecho a la sangre, el oído a la injuria popular y la mano a la muerte por la paga. Mas no han sido estas competencias de caballos, ocasionadas a que suenen los nombres de sus dueños vanidosos, como Aladro y Villamejor, y Vega de Armijo, notable por sus artes en política y la entereza de su esposa, que fue de las que puso a aquella reina pálida, Victoria prudentísima, porque se colgaba los hijos de su pecho, y las llaves de palacio de su cintura, aquel apodo de ventera, que a otras mejor que a la apodada venía muy propiamente; no han sido estos regocijos importados, ni los toros mismos muertos de la espada del frenético "Frascuelo" o del torvo "Lagartijo", cuyos retratos, entre insignias de toreo, lucen en los aparadores de las tiendas a par de los del joven rey Alfonso, cercado de insignias reales: ¡más vacila el trono del rey que el del torero! (.) (119-120)

La Opinión Nacional. Caracas, junio 23 de 1881. Tomo 15, Obras Completas de José Martí. 1875

Llena estaba Cáceres de portugueses que habían cruzado la frontera para ver lidiar toros al lidiador famoso, el osado Frascuelo, traído a Cáceres por dar placer y hacer honor al rey don Luís. A pesar de la terca lluvia: sobre los húmedos asientos del circo se movía en la tarde una multitud voceadora y frenética. Entiérrense en la arena mojada los pies de los aterrados lidiadores; el toro, merced a su mayor pujanza, se mueve con ventaja en la arena, que se tiñe poco a poco con la sangre de un infortunado picador. Frascuelo implora de los reyes que suspendan la corrida; y los reyes lo acuerdan; pero la airada muchedumbre amenaza con los puños a los toreros, alza vocerío inmenso, y los cubre de atroces injurias. A la corrida sigue magnifico banquete. (157)

La Opinión Nacional. Caracas, 31 de octubre de 1881. Tomo 14. Obras Completas de José Martí

No es la arena de Lisboa aquella arena de Madrid, de Valencia, o de Sevilla en que un pueblo frenético aplaude a la par, y con iguales palmas, al toreador que hunde su espada en el testuz del toro, o al toro que revuelve con sus astas las entrañas del caballo agonizante, y sacude luego al sol, con triunfantes mugidos, el cuerno ensangrentado. Se vocea, se injuria, se azuza como en las plazas españolas; pero ni el bruto muere a manos del hombre, ni puede hender sus astas, cubiertas en el extremo por una bola, en el pecho del caballo o del torero. Sólo puede venir allí la muerte de terrible golpe contra la valla de la plaza o contra la arena. Es el donaire, en imitación de los antiguos justadores moros, arremeter al bruto, caballero en diestro caballo, provocarlo, citarlo y detenerlo en su ciega carrera de un golpe de rejón sobre la cruz. La capo del picador flota al aire, en tanto que el viento agita las plumas del sombrero que alza en su mano triunfadora, y el bruto, ciego de dolor, escarba la arena revuelta que moja con su sangre. Capear al toro, afrontarlo, esquivarlo, encolerizarlo, domarlo, y hacerle bañar de espuma colérica el manto rojo con que el capeador excita y burla su furia, son, a más del rejón, los únicos lancea de la lidia portuguesa. Luego vienen recios jayanes, lindamente vestidos, se abrazan al bruto, y dan con él en tierra.

De esa fiesta, que es toda de fieras, fueron los reyes a prepararse para otra suntuosísima.

(348-349)

La Opinión Nacional. Caracas. 7 de febrero de 1882. Tomo 14. Obras Completas de José Martí

En tanto, pálido y agonizante, estaba en su lecho el torero Ángel Pastor. Lució al sol el vestido azul y oro; echó al aire, ante el palco del rey, la montera de negros alamares; tomó trémulo la muleta de capear y la cortante espada; y el toro, airado, clavó su asta en el cuerpo del torero. ¡Eran toros muy buenos, que sembraron la plaza de hombres heridos, y caballos despedazados! Expirando le sacaron de la arena, con la hostia le tocó en la plaza misma el sacerdote los cárdenos labios; vacía quedó la plaza, y llena la calle de gente que iba tras la camilla del torero. Y al pie de su cama, su mujer llorosa y sus temblantes hijos. Y la casa llena de nobles y de enviados de Palacio. Y en la pared, manchado de sangre, el traje azul y oro. Y Madrid alegre. (477)

La Opinión Nacional, Caracas 1882. Tomo 14. Obras Completas de José Martí.1975

¡Así, ante los toros que mueren a mano de los hombres en el circo enrojecido, suelen las damas de España lanzar al aire los grandes abanicos, y descalzarse del pie breve, para arrojarlo al matador, el chapín de seda, y enviarle la rosa roja que prende su mantilla, y batir palmas! (240)

La Opinión Nacional, Caracas, 1882. Tomo 13. Obras Completas de José Martí. 1975

Bibliografía

  • Centro de Estudios Martianos: Anuario, 1979

  • Martí, José: Obras Completas. La Habana, 1975

  • Mejías Ernesto: Otras Crónicas de Nueva York. La Habana, 1983

 

 

 

 

Autor:

Ramón Guerra Díaz

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