Los grandes objetivos de la revolución son superar el subdesarrollo y conquistar la independencia económica del Perú. Su fuerza viene del pueblo cuya causa defendemos y de ese nacionalismo profundo que da impulso a las grandes realizaciones colectivas y que hoy, por primera vez alientan en la conciencia y en el corazón de todos los peruanos. Esta revolución se inició para sacar al Perú de su marasmo y de su atraso. Se hizo poro modificar radicalmente el ordenamiento tradicional de nuestra sociedad. El sino histórico de toda verdadera transformación es enfrentar a los usufructuarios del status quo contrae el cual ella insurge. La nuestra no puede ser una excepción.
Esa oligarquía, sus aliados de dentro y sus amos de fuera son, pues, y serán siempre nuestros adversarios implacables. Tengamos conciencia de que hemos sido los únicos que en este país han afectado sus intereses. Esta es la primera vez que esa oligarquía carece de influencia política, la primera vez que no gobierna. Por eso, no perdona ni jamás perdonará a quienes se han atrevido a desafiar su poder, su dinero, su fuerza. Ella permanecerá al acecho, aguardando el momento propicio para afrontar una ofensiva frontal contra el Gobierno de la revolución.
No creemos, pues, que el adversario de la revolución ha sido ya vencido definitivamente. Ha sufrido algunas serias derrotas, pero la guerra no ha concluido aún. Terminará cuando la Revolución Nacional haya afianzado profundamente sus raíces; cuando el pueblo pueda sentirse absolutamente seguro de que esa oligarquía, que, con sus cómplices lo hundió en la pobreza y en el engaño, ya no puede intentar su retorno al control del país. Nosotros no podemos cometer el grande y trágico error de creer que la revolución ha sorteado ya todos los peligros. En realidad, ella recién está comenzando a confrontarlos. Mantengámonos vigilantes, alertas, decididos. Nuestro compromiso no es con un ordenamiento político tradicional, formalista, básicamente inoperante y obsoleto. Nuestro compromiso es con el pueblo y con la revolución que ese pueblo demanda. A nada ni a nadie debemos lealtad sino al Perú, a su causa de justicia social que la revolución encarna y representa.
De la oligarquía y sus soldados, la revolución no espera nada, así como ellos no deben esperar nada de la revolución. Entre ellos y nosotros las líneas de separación están bien claras. Entre la revolución y la anti revolución no hay compromisos posibles. Pero, muchos critican a la revolución sin ser miembros de esa oligarquía o de sus grupos de complicidad. Creemos que en estos casos se trata de gentes poco avisadas, que hasta hoy no saben percibir el significado profundo de lo que está aconteciendo en nuestro país. O se trata de gentes que no pueden comprender que todos hemos cambiado en el Perú, unos para bien y otros para mal. Estos son los casos de persistencia de prejuicios que deben ser superados de lealtades a personas por encima de lealtades a principios. Nosotros esperamos que, quienes así piensen, lleguen a modificar su posición.
Realizar la transformación profunda de las estructuras sociales y económicas que el pueblo siempre quiso, es la finalidad de esta revolución nacionalista. No es cierto que ella tuviera por objeto cerrar el paso a nadie. Si hubiera sido así, no estaríamos iniciando los cambios más profundos de nuestra historia republicana. Nos habríamos contentado con tomar el poder. Aquí está la mejor prueba que esta revolución nunca fue dirigida contra partido político y muchísimo menos contra ninguna ideología renovadora o contra quienes con ella simpatizan. La revolución se hizo para emprender la transformación socio-económica del Perú y para darle a nuestro pueblo un ordenamiento de efectiva justicia social.
Nosotros estamos contra los grandes acaparadores del dinero y la riqueza, que son los integrantes de esa oligarquía que siempre dominó la vida económica y política del Perú. Por ello, aún cuando algunos de los representantes del capitalismo dependiente y tradicional declaran estar de acuerdo con la necesidad de hacer cambios fundamentales con la estructura económica y social del Perú, y en los hechos se oponen a esos cambios porque necesariamente alteran sus privilegios y afectan sus intereses, esto no debe conducirnos o confundir nuestra posición. Esas personas que controlan poderosos intereses económicos, casi siempre subordinados o, por lo menos, vinculados a grandes empresas extranjeras, creen poder minar la fuerzo de la revolución. Persiguen paralizar la economía del país, producir la desocupación masiva, estimular la carestía de la vida y así debilitar al Gobierno de la Fuerza Armada y destruir la revolución. Pretenden arrastrar en su maniobra a los industriales y capitalistas verdaderamente peruanos, con quienes casi nada tiene en común.
A ellos nada nos vincula. Junto a la oligarquía que siempre impidió el surgimiento del verdadero industrialismo peruano están también del lado de los grandes consorcios extranjeros.
Nadie los librará jamás del oprobio de haber sido y ser, los explotadores del pueblo, vendedores de su soberanía, virtuosos del entreguismo, traficantes de la esperanza popular, corruptores de conciencias, suma y raíz de lo antipatria.
Ellos representan el pasado. Nosotros estamos construyendo el futuro del Perú.
Con motivo de la promulgación de la Ley de Reforma Agraria se han producido actos orientados a entorpece e impedir su aplicación. Es evidente la campaña organizada que contra esta reforma lanzan los sectores afectados de lo oligarquía, los dirigentes de las agrupaciones políticos que a ellos defienden, y la prensa que sirve a sus intereses. No nos sorprende esta acción concertada de quienes se identifican con los privilegios y las injusticias de un ordenamiento socio-económico ya cancelado para siempre. Lo oligarquía que ha visto afectados sus intereses por la Ley de Reforma Agraria, no invierte su dinero en el país. Este es el gran complot de la derecha económica, su gran estrategia antirrevolucionaria, su gran traición a la causa del pueblo peruano. Se persigue de este modo crear una ficticia crisis económica que vulnere la estabilidad del gobierno. La excusa para no invertir, es que no existe en el país un "clima de confianza". Esta frase manida es el estribillo, pero también el arma sicológica, que día a día utiliza la reacción para cubrir con cortina de humo su verdadera, intención antipatriótica. Frente a ella reafirmamos nuestra decisión de ser inflexible en la aplicación de la reforma. Llegará un momento en que esto oligarquía; esos dirigentes políticos y ese prensa, hoy unidos pero defender lo inconfesable, se convenzan de la inutilidad de sus esfuerzos porque en el empeño revolucionario no estamos solos; nos respaldan en esta tarea campesinos, obreros y estudiantes y la inmensa mayoría de intelectuales, sacerdotes, industriales y profesionales del Perú. La Revolución proseguirá con firmeza su acción transformadora. Los estorbos quedarán a lo largo del camino, como testimonios de lo que hubo que dejar de lado para realizar la justicia social en el Perú.
Uno de sus principales instrumentos es la sincronizada propaganda deformada de la verdad, que opera a través de ciertas agencias noticiosas extranjeras, de algunas revistas de circulación internacional y de algunos periódicos y revistas que se imprimen en el Perú que representan y defienden los intereses de la oligarquía peruana y sus cómplices foráneos.
En esta insidiosa campaña de mentiras, bien poco o nado tiene que ver la inmensa mayoría de los periodistas peruanos, que no son responsables de la línea de acción que impone la mayor parte de los propietarios de los medios de prensa. En general, esa inmensa mayoría de periodistas simpatiza realmente con la revolución. Pero quienes controlan y monopolizan la propiedad de esos órganos de prensa son miembros de lo oligarquía enemiga de la transformación que estamos realizando.
Las excepciones son pocas y muy honrosas. Esos diarios y revistas sufren en carne propia las represalias económicas de la oligarquía a quien se niegan a servir. La honradez de su posición independiente frente al Gobierno Revolucionario los hace acreedores al respeto y a la gratitud del pueblo peruano.
La oligarquía nunca fue solamente la expresión de un poder económico y político centralizado en la capital del país. Siempre hubo oligarquía en todas nuestras instituciones y en todos los niveles de la vida nacional. Al proponerse transformar la sociedad peruana, nuestra revolución propone en realidad cancelar los distintos privilegios de todas esas pequeñas oligarquías.
Lo que tiene sentido de realidad concreta para los hombres y mujeres de nuestro pueblo, es la presencia oprobiosa y dominante de estas oligarquías que por generaciones han usufructuado el poder económico y político en todos los niveles de la vida peruana. Por eso, la tarea de la revolución no puede consistir únicamente en reconstruir nuestra sociedad desde "arriba". Parte fundamental de nuestra acción revolucionaria tiene que ser una transformación constructiva desde "abajo".
Nuestra acción revolucionaria es, pues, muy compleja y difícil .Porque las obras de transformación deben realizarse en todos los campos de nuestra sociedad. En un sentido muy importante, la realidad de esta revolución sólo podría captarse a plenitud cuando los hombres y mujeres de nuestro país directamente la perciban y realicen a nivel de cada colectividad local.
Antimperialismo y revolución
Como países secularmente atados al dominio económico extranjero, el nuestro no puede dejar de ser un camino de lucha antiimperialista. Pero tal comprensión no puede oscurecer la realidad de un problema evidente: la dependencia de nuestros países es un fenómeno multidimensional, aunque su punto de origen sea claramente el dominio de nuestra economía por centros foráneos de poder. El antiimperialismo de una genuina posición revolucionaria en los países subdesarrollados del Tercer Mundo, tiene, por tanto, que admitir una fundamental dimensión supra-económica. La lucha por la auténtica autonomía nacional involucra también, a nuestro juicio, los planos de conceptualización de un nuevo pensamiento revolucionario y de una nueva manera de concebir los problemas de nuestra sociedad y cultura.
Por esto en la esencia misma de nuestra filiación revolucionaria hay una clara posición anti-imperialista que no puede ser abandonada sino al precio de abandonar también nuestra propia razón de ser Gobierno Revolucionario del pueblo del Perú.
IPC: REIVINDICACIÓN Y DIGNIDAD
Lo expulsión de la IPC constituye el primer acto reivindicatorio de la revolución. Con él se fijó el rumbo de nuestro movimiento, se dio comienzo a un nuevo y luminoso periodo de nuestra historia republicana. El Perú comenzó a rescatar su orgullo nacional y a comprender el inmenso valor de ser por primera vez un país por entero soberano.
El nuevo espíritu nacionalista, hoy presente en todos los rincones de nuestro Patria, se inició en Talara, junto a los pozos de petróleo, junto a los campamentos, junto a la refinería, en el corazón de los trabajadores petroleros. Ese es el mismo espíritu que guía todos los actos de la revolución. El da sentido a toda la política revolucionaria y a nuestra unidad y nuestra fuerza.
Nuestra posición de la batalla del petróleo ha tenido amplias repercusiones en el campo internacional. Ha ganado para nuestro país la admiración y el respeto de todas las naciones, inclusive del pueblo norteamericano que ya ha empezado a comprender la verdadera naturaleza del problema con la International Petroleum. La tensión inicial con el gobierno norteamericano ha disminuido, sin que el Perú haya cedido en nada la defensa de una causa que sabe justa. El diálogo con los representantes del Gobierno de Estados Unidos ha servido para explicar y fundamentar ante el mundo la posición del Perú. Y esto ha contribuido de manera muy importante al éxito de nuestro país.
De otro lado, la posición nacionalista en el problema del petróleo ha servido de orientación normativa a todas las acciones del Perú en el campo internacional. La defensa de nuestra soberanía y de nuestros intereses constituye los fundamentos de la nueva diplomacia del Gobierno Revolucionario. Trátese de la ampliación de nuestras relaciones con los países socialistas o trátese de la firme defensa de los derechos del Perú sobre las doscientos millas, el norte de nuestra acción es siempre el mismo: velar por los intereses del Perú, inspirados en una clara y rotunda posición nacionalista.
Al recuperar la Brea y Pariñas y al expulsar a la lnternational Petroleum, el Perú recuperó también la plenitud de su soberanía y la plenitud de su dignidad como Nación. Hemos pagado por eso el precio de amenazas y presiones. Pero no importa. Hoy somos un país digno y soberano, dueño de su destino.
Esa primera acción señaló el rumbo profundamente nacionalista de nuestro movimiento. Y demostró con claridad nuestro firme propósito de romper con el pasado para siempre.
La presencia de la International Petroleum en el Perú simbolizó una época de oprobio. Las instituciones y los hombres que a espaldas de la ley legitimaron el despojo de un pueblo a manos de esa empresa extranjera, tendrán siempre un lugar de vergüenza en nuestra historia. Porque difícilmente la infamia y el cinismo podrían ser mayores de lo que fueran aquí, cuando se dieron mano y maña para defender intereses extraños al Perú en perjuicio de nuestra propia Patria.
Cuanto aquí se hizo para favorecer a la International Petroleum, formó parte de un patrón de conducta pública, de un estilo de vida política que influyó hondamente en el comportamiento de los partidos gobernantes del régimen pasado, resumen culminante de toda una época de dominio conservador en el Perú. Contra el significado total de esa época insurgió el movimiento revolucionario de la Fuerza Armada en Octubre de 1968. Nuestro propósito no fue remediar situaciones aisladas. Siempre reconocimos el carácter integrado de los diversos aspectos de la problemática sustantiva del Perú. Por tanto, comprendimos que el país requería soluciones de fondo que abarcaran los decisivos fundamentos sociales, económicos y políticos de su ordenamiento tradicional.
Por eso, la recuperación de Talara no fue la meto ni el fin de nuestro proceso revolucionario, sino apenas su inicio. Aparte de su hondo sentido reivindicatorio y justiciero, quisimos que fuese el símbolo de n nuevo pensamiento y una nueva actitud en el Perú. No se trotó solamente de restablecer lo soberanía de nuestro país sobre sus propias riquezas, sino de que nuestro pueblo comprendiese que una época llegaba a su fin y que otra, distinta y superior, se iniciaba bajo la advocación de un movimiento nacionalista y revolucionario llamado a transformar profundamente todos los órdenes de nuestra sociedad.
Por eso la recuperación del petróleo constituirá un hito en nuestra historia. Significó la cancelación de un periodo ominoso de la vida nacional. Puso término a un estilo político de genuflexión ante los países poderosos, y dio nacimiento a una nueva y vigorosa actitud nacional de orgullo patrio. Una nueva manera de ser en el comportamiento de los gobernantes, nació en este país cuando se puso término a lo ignominia, que representó la usurpación de la International Petroleum Company. Y ese fue el paso inicial, de la afirmación nacionalista que constituye el fundamento de toda la acción de Gobierno Revolucionario y la nota distintiva del nuevo Perú.
Los peruanos nunca debemos olvidar que los llamados poderes del Estado sancionaron el ntreguismo y la tradición en Talara. Quienes actuaron sabían muy bien lo que estaban haciendo. No pueden eludir su responsabilidad tras la máscara de ninguna inocencia, de ningún desconocimiento. La afrenta que se hizo a este país al pretender consagrar en Talara, la pérdida de su soberanía y la admisión de derechos que la International Petroleum nunca tuvo, fue la culminación del largo camino proditor de la oligarquía peruana y de sus cómplices. Y ahora se tiene lo osadía y la desvergüenza de decir que el Gobierno de la revolución se limitó a ejecutar lo que esos enemigos de la Patria habían querido hacer. No. Lo que nosotros hemos hecho no puede compararse con la traición que ellos quisieron perpetrar. Ellos quisieron entregar el país a la International Petroleum, y nosotros hemos arrojado a la International Petroleum del Perú.
No culpamos a las instituciones. Culpamos a los hombres que las dirigieron. No culpamos a los artidos ni a los militantes de esos partidos.
Culpamos a sus dirigentes que son los verdaderos responsables.
La complicidad, el miedo, el entreguismo y la paga que muchos recibieron de la empresa extranjera, fueron los verdaderos obstáculos para defender y hacer primar los derechos del Perú. De otra manera no se explican los largos años de regateos políticos, de vacilaciones y de engaños, que culminaron con la ignominia y la vergüenza de la página once. Es mentira que la Fuerza Armada influyera para que el Ejecutivo y el Parlamento del gobierno anterior no plantearan con rotundidad las demandas del Perú. Fue precisamente para que tales demandas fuesen respetadas que la Fuerza Armada intervino y depuso un gobierno demostradamente entreguista e inepto.
Los peruanos tampoco debemos olvidar la ignominia que aquí significó la usurpación extranjera. Durante mucho tiempo Talara fue, en realidad, un pedazo de suelo extranjero hundido como espina en la tierra y en la conciencia de la Patria. Si bien las formas externas de la segregación fueron después en gran parte abolidas, siempre persistió el trato discriminatorio para el trabajador peruano. Pedazo del Perú ajeno para todos los peruanos, cercado de alambradas, campo de discriminación donde nosotros éramos extranjeros: ¡Eso fue Talara! Y esto no puede borrarse con mejores salarios. La conciencia de un pueblo no puede adormecerse con dinero.
La tarea de reconstrucción nacional tenía que empezar donde más grande había sido la afrenta infligida al Perú por sus malos gobernantes y por la voracidad de una empresa extranjera sin principios ni ley. Esa tarea tenía que empezar por donde la corrupción y el entreguismo habían sido más intensos y vergonzantes para el Perú. Por eso, nuestra primera medida fue recuperar el patrimonio petrolero del país. Por eso, la revolución comenzó por el petróleo.
Desde que el Perú naciera a la vida independiente hasta nuestros días, las leyes de la República reservaron para el Estado las riquezas naturales del subsuelo, no siendo por tanto otorgable en propiedad a persona natural o jurídica alguna. Sin embargo, la International Petroleum Company mantuvo de hecho la propiedad de nuestro subsuelo en los campos petroleros de la Brea y Pariñas amparándose en el irrito laudo de París, fechado el 24 de Abril de 1922, y declarado nulo, posteriormente por la ley de la República. Cuantos intentos se hicieron por resolver esta inaudita situación fueron quebrantados mediante todo subterfugio imaginable: Un recuerdo reciente te lo constituyen los acontecimientos, que culminaron en la madrugada del 12 de Agosto de 1968, con la claudicante "Acta de Talara" por la que, uno ve más, se trató de engañar al pueblo peruano, al aceptarse la condonación de una cuantiosa deuda al Estado contraria a todo principio constitucional y que condenaba a la Empresa Petrolera Fiscal a ser una simple entidad extractora de petróleo; beneficiando así a la compañía usurpadora.
La Fuerza Armada desde el Gobierno cumplió el anhelo ciudadano y patriótico de reivindicar una riqueza nacional que ilegítimamente explotaba una empresa extranjera. Así se reparó la dignidad y la soberanía de nuestra patria. Este fue un paso fundamental y decisivo de la revolución. Los irrenunciables derechos del Perú han prevalecido. El petróleo es peruano. La International Petroleum Company ha desaparecido del país. Hemos hecho frente a las presiones extranjeras no con altanería, sino con firmeza. Si el precio de defender esta causa nos convierte en blanco de abominables "enmiendas" que el Perú y el mundo entero han rechazado, estamos dispuestos a pagarlo. Nada modificará esta situación. Los días del entreguismo han llegado a su fin.
El pueblo del Perú debe prepararse para realizar todos los sacrificios imaginables antes que ceder, y borrar en esta forma la iniquidad que ha representado esta situación. Así lo han hecho otros pueblos cuya conciencia, igual que la nuestra ahora, les enseñó que a los países como a los hombres puede arrebatárseles muchas cosas, menos su dignidad, su honra y la resolución de vivir de pie, erguidos y con la frente en alto. Los países del mundo deben tener la certeza de que mantendremos en alto nuestra bandera de la justa reivindicación y, estoy seguro, que además de comprendernos, harán causa común para definir esta situación, porque el problema del Perú es el de los países llamados subdesarrollados de América Latina y del mundo.
200 MILLAS: SOBERANÍA
La tesis de la soberanía del Perú sobre las doscientas millas de nuestro mar territorial, se funda en irrecusables razones de orden histórico, científico, económico, social y político, de absoluta importancia para nuestro desarrollo nacional. La defensa de nuestro derecho al control y al uso de los inmensos recursos de nuestra cuarta región natural constituye, por eso, posición irrenunciable de la Revolución Peruana.
Otros países latinoamericanos comparten el interés y la preocupación del Perú con referencia a la doctrina de las doscientas millas y han extendido hasta ese límite el ejercicio de su soberanía sobre el mar.
Pues por encima de la singularidad que, respondiendo a nuestra historia y a la naturaleza de nuestra problemática de hoy, marca un rumbo distintivo y autónomo al proceso revolucionario del Perú, somos conscientes de compartir con otros hombres y otros pueblos un destino básicamente común en términos de una común oposición a todas las formas de dominio imperialista en los inseparables campos de la economía y la política.
La lucha por la soberanía es la lucha contra la dominación extranjera. Y la lucha por nuestro desarrollo es por eso también un esfuerzo constante por defender nuestras riquezas naturales, la riqueza de nuestro suelo y nuestro mar y el trabajo de nuestros hombres, a fin de que todo ello sirva a una causa de justicia para todos los peruanos y no al interés de quiénes no son nuestros.
Reivindicar los derechos del Perú y conquistar la plenitud de su soberanía no puede, por ello, ser un simple episodio. Hoy en el país una nueva actitud, una nuevo manera de actuar que responde a una posición esencialmente distinta, frente a los grandes problemas de la nación.
LA CERRO: VOLUNTAD ANTIMPERIALISTA Y EMANCIPADORA
La expropiación de la Cerro de Pasco Cooper Corporation, que significó el símbolo más fehaciente de la presencia imperialista en el Perú, tal cual lo fuera la International Petroleum Company, manifiesta la voluntad libertaria y antiimperialista de la Revolución Peruana. Serenamente, sin retroceder un sólo milímetro, con la enorme fortaleza que otorga ser fiel a sus principios, ella ganó así una nueva batalla moral, económico y política en la guerra por nuestra segunda emancipación.
Hemos cumplido más de seis años como genuina y auténtica Revolución Peruana. Que somos fuertes, austeramente fuertes, lo muestra el hecho de que seguimos conquistando victorias extranjeras de filiación, estructura y conducta imperialista. Quienes no juegan limpio con el Perú y su pueblo no pueden esperar sino nuestro indignado rechazo.
Con la dignidad y la soberanía esgrimidas como principio esencial de nuestra filosofía política y de nuestra conducta internacional, el Perú se yergue hoy, otra vez, armado con lo viril integridad revolucionaria de los pueblos que se respetan, que hacen honor a sus antepasados, que saben mirar con lo frente limpia hacia el futuro. Como toda auténtica Revolución la nuestra acrecienta su caudal, enriquece su contenido, levanta sus banderas y enrumba sus pasos con la decidida confianza en lo justicia de su causa.
Por ello, con esta medida trascendental, la Revolución Peruana se afianza y avanza. Y prueba, con la irrefutable claridad de los hechos, su meta y límpida filiación libertaria, dignificante y emancipadora. Es que el imperialismo y la Revolución no caben juntos en el Perú, en una hora de lucha cuya consecuencia principista con el pueblo, nos demandarán las generaciones venideras. Como puente histórico entre el pasado y el porvenir, somos una generación que tiene la responsabilidad de cancelar un sistema y una conducta caducos para dar nacimiento a un nuevo sistema, a una nueva conducta, a una nueva manera de concebir la vida entera de los peruanos y del Perú. Tenemos el derecho y el deber de hacer, pues, la Revolución. Porque no sólo es este el designio final, impalpable de la historia, sino sobre todo, lo voluntad concreta, tangible, palpable, diaria e insobornable del pueblo del Perú.
Con la expropiación de la Cerro de Pasco Cooper Corporation y con la extirpación de su dominio económico y de su poder político, la Revolución lanza la mejor respuesta a sus enemigos de la reacción y de la ultra-izquierda. A los primeros notificándoles que no sólo no hay ni habrá paso atrás, sino que nuestra marcha es indetenible, cualquiera que sea el costo que haya que pagar por ello. A los segundos, diciéndoles que los hechos son la verdad más pura e irrefutable de una Revolución.
La Cerro de Pasco Corporation desaparece física, real y nominalmente del país. Queremos erradicarlo para que no quede por oposición, sino en el recuerdo de un pasado que se está borrando del Perú. Por ello, la empresa que hemos recuperado está naciendo a la vida activa de la Nación con un nuevo nombre: "Empresa Minera del Centro del Perú" (CENTROMIN-PERÚ). Ella, es y será en el futuro el símbolo de la minería revolucionaria en el territorio económicamente liberado sobre el cual ejercerá sus actividades. La Revolución y los trabajadores en esta nueva empresa hemos adquirido un serio compromiso con el pueblo del Perú.
Quienes hemos jurado brindar lo mejor de nuestro empeño y de nuestra existencia por la liberación del Perú, debemos ponernos de pie y renovar nuestro juramento de lucha, haciendo lo posible y lo imposible, por un Perú renacido, libre, justo, digno y soberano.
ANTIMPERIALISMO Y RECURSOS NATURALES
Los pueblos del Tercer Mundo luchan por superar definitivamente las condiciones generales del subdesarrollo que secularmente han hecho de ellos pueblos explotados. Aquí se encierra una causa de justicia que no puede ser ignorada y menos desdeñada. Tenemos plenitud de derecho para construir la realidad de un futuro mejor, más justo y más libre.
En esta lucha gigantesca nuestros recursos naturales tienen una importancia decisiva. Ceder en ella equivaldría a renunciar a la posibilidad de cancelar definitivamente un pasado ominoso que nos hundió en la miseria y el atraso. Nadie puede pedirnos que actuemos de este modo. Se han abierto ya definitivamente las puertas de una nueva era. En ella no pueden tener cabida las prácticas expoliatorias del pasado. Ser poderoso ya no puede significar impunidad para oprimir a los demás, ni para basar su grandeza en la miseria de los otros. Hay un mundo insurgente en nuestra época que ya no puede ser detenido en su camino. Es el mundo que constituyen los pueblos hasta ayer oprimidos de la tierra. Es nuestro mundo. El mundo de las naciones que han empezado a transformarse para ser libres. Ese es el mundo al cual el Perú pertenece y al cual habrá de pertenecer en el futuro.
Para nosotros no existe posibilidad alguna de construir una sociedad de justicia si mantenemos la realidad y las normas del pasado. Su transformación inexorablemente significa romper las ataduras que hasta ayer nos supeditaron a los centros de poder extranjero. La lucha por la soberanía nacional está en el corazón mismo de todo esfuerzo revolucionario. Y esa lucha necesariamente entraña restituir a los Estados soberanos el poder de decisión sobre todos sus recursos naturales. Tal restitución decreta el inevitable enfrentamiento con los intereses de la dominación económica extranjera, parte esencial de la realidad que toda revolución nacionalista tiene que cambiar de raíz. Por todo ello el nacionalismo militante que defiende nuestra soberanía tiene, por necesidad que ser de clara e inabdicable naturaleza anti-imperialista.
Sólo comprendiendo la absoluta justificación histórica y la plena razón de justicia de posiciones como la nuestra, podrán los países poderosos del mundo estar dispuestos a encontrar formas de solución real que garanticen un nuevo trato equilibrado, económico, político y moralmente viable.
Tal es a nuestro juicio el pre-requisito de cualquier solución perdurable a los innegables problemas que hoy existen entre nuestros países y aquellos que hoy detentan el poder en el mundo. Nadie crea que somos naciones desvalidas. En nuestra riqueza radica potencialmente nuestra fuerza. Pero nuestra unión es el camino para actualizar esa extraordinaria potencialidad. En la medida en que seamos capaces de implementar políticas unitarias, podremos alcanzar relaciones verdaderamente justas y durables.
Una visión realista y generosa del futuro demanda el reconocimiento de que estamos proponiendo un enfoque sensato a los problemas que encierra nuestra relación con los países que necesitan las materias primas que nosotros producimos. El afán de justicia de los pueblos del Tercer Mundo no podrá ser en adelante sofocado. No se trata, por cierto, de plantear políticas imposibles. Se trata solamente de reconocer necesidades e intereses plurales y distintos. Ello exige redefinir de manera profunda las relaciones desequilibradas e injustas que hasta hoy han prevalecido entre el sector desarrollado del mundo y los pueblos emergentes que estamos luchando por nuestra independencia verdadera. Nadie puede desconocer el legítimo derecho que tenemos a defender lo nuestro.
Esta es la posición del Perú. Es una posición irrenunciable.
ANTI-IMPERIALISMO Y SEGURIDAD
Si la Fuerza Armada tiene la responsabilidad principal de garantizar la integridad del Perú como territorio, como nación y como Estado, tenemos que ser conscientes de que tal responsabilidad no habría podido ser cumplida cabalmente si nuestro país hubiera seguido manteniendo intocados sus grandes problemas de atraso y de miseria, de explotación y de ignorancia, de marginación social y de sometimiento a las presiones de un poder extranjero que más de una vez hizo tabla rasa de nuestra soberanía nacional.
La efectiva defensa de la Patria sólo es posible en base a la grandeza, el bienestar y la justicia de todos los peruanos. Mientras fuéramos un país de privilegios, de explotación, de ignorancia, de miseria, de subordinación al extranjero, siempre habríamos sido un país fundamentalmente débil, fundamentalmente vulnerable.
Creernos que nuestro país no puede alcanzar ni seguridad ni grandeza, manteniendo intocadas sus viejas estructuras de discriminación de las mayorías nacionales.
Desde este punto de vista, es preciso recordar aquí la indesligable relación que existe entre los problemas de la seguridad nacional y los problemas del desarrollo. Al fortalecer de manera decisiva el frente interno de nuestra nación, mediante las reformas estructurales que para siempre cancelen los desequilibrios y las injusticias que resultaron en el empobrecimiento de las grandes mayorías, el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada está contribuyendo también de modo decisivo a dar una base de solución permanente a los problemas de la seguridad nacional. La acción de un Gobierno de veras consciente de sus responsabilidades es siempre, de necesidad, una acción unitaria. Lo que el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada está realizando habrá de traducirse inevitablemente en el fortalecimiento integral de nuestro país. Nuestra tarea de gobernantes es, de este modo, indesligable de nuestra condición de militares. Nuestra preocupación por la seguridad nacional y nuestra preocupación por los problemas fundamentales de la sociedad peruana no pueden ser preocupaciones separadas. Ambas se encuentran en la base misma de nuestra conducta gobernante. Y ambas se hallan también en la raíz de nuestra vocación revolucionaria, es decir, de nuestra irrevocable decisión de continuar ahondando y perfeccionando el rumbo de las grandes transformaciones sociales y económicas que por primera vez ha sido posible realizar en el Perú bajo el liderazgo de un Gobierno que representa la unidad institucional de las armas peruanas.
PERÚ, TERCER MUNDO Y ANTI-IMPERIALISMO
Las naciones del Tercer Mundo somos nociones de una antigua tradición enriquecida a lo largo de siglos. Pero también naciones que a lo largo de siglos han ido acumulando fundamentales problemas irresueltos. De ellos parten las hondas corrientes de cambio que hoy empiezan a brotar con fuerza incontrastable.
La Revolución Peruana es consciente del hondo nexo histórico que une su destino al destino de los demás países de América Latina y también al destino de- los pueblos que son, como el nuestro, parte del Tercer Mundo; de esa vasta constelación de países que emergen hoy al plano frontal de la realidad contemporánea para reclamar vigorosamente la cancelación definitiva de un orden internacional injusto y discriminatorio que a todos no afecta adversamente.
Es también consciente del sentido radicalmente nuevo del momento que hoy vive la humanidad. Esto es mucho más que una expresión retórica. Es una comprobable descripción de la realidad. Porque todos deberíamos comprender que el viejo sistema de dominación internacional tiene que ser abandonado. Las categorías que en el pasado sirvieron para expresar la realidad política del mundo tienen que ser redefinidas. Los conceptos de paz, seguridad, "ayuda" y cooperación internacional deben ser, entre otros, profundamente revisados. Y en el sentido más hondo de la expresión, el orden moral que sirvió de sustento a las relaciones internacionales del pasado, tiene que ser alterado también de modo sustantivo.
La imposibilidad virtual de dirimir profundas diferencias por la vía de los enfrentamientos bélicos masivos, obliga a repensar todos los planteamientos clásicos de la conducta internacional de las grandes potencias. Y esto altera de modo fundamental la perspectiva que antes sirvió para enfocar los problemas internacionales. Porque implica aceptar una considerable reducción de las posibilidades efectivas que las grandes potencias tienen hoy para actuar en las áreas frontales de conflicto; y, consecuentemente, reconocer el desplazamiento de ámbitos neurálgicos de decisión real hacia las zonas del mundo hasta ayer consideradas periféricas.
Esto otorga a los pueblos que habitan las áreas "marginales" de conflictos, una posible dimensión de poder hasta ayer virtualmente desconocida. Pero ella sólo podría tornarse operativa en la medida en que esos pueblos fueran capaces de comprender lo potencial gravitación política que ahora poseen y el pre-requisito de acción unificada que demanda. Tal situación sugiere la necesidad de ponderar hasta qué punto podría resultar imperativa una profunda redefinición de las relaciones de poder político real en el mundo de hoy. En efecto, las grandes potencias económicas y militares deben reconocer en la actualidad muy importantes limitaciones a su ejercicio efectivo del poder, cerca y lejos de sus fronteras. Y esto inevitablemente significa un correlativo aumento del poder, real de países que hasta hace poco tiempo fueron considerados, piezas menores en la estrategia global de las naciones poderosas.
Desde una perspectiva como la nuestra, el futuro de los pueblos del Tercer Mundo no se aprecia en la forma excesivamente sombría que trasunta la simple enumeración de los datos que muestran las desequilibradas e injustas relaciones entre países desarrollados. Un enfoque esencialmente político, abarcador de todos los factores que constituyen la compleja trama de las relaciones internacionales, permite trazar un cuadro diferente y optimista. No es el Tercer Mundo un conjunto de pueblos irremediablemente perdidos y a merced de los países poderosos. En un sentido fundamental, aunque a veces desapercibido para muchos, de nosotros depende en gran medida el destino final y verdadero de las naciones que hoy tienen a nuestro juicio en forma transitoria, un papel dominante en el mundo.
Independientemente de cualquier otra consideración, el futuro del mundo en gran medida depende de quienes somos la mayoría de la humanidad. No es cierto que las naciones de alto desarrollo industrial nos muestren el camino de nuestro porvenir, ni que prefiguren en su realidad de hoy lo que necesariamente habrá de ser nuestra futura realidad. Lo importante, lo verdaderamente decisivo, era que emprendiésemos el camino de nuestra liberación. Ya lo hemos empezado. De nosotros -no de otros- dependerá en lo fundamental lo que tenga que ser nuestra historia del futuro. Por eso, debemos abandonar radicalmente todas las formas de obsecuencia y subordinación ante los pueblos y gobiernos que antes ejercieron el control indisputado del mundo. No debernos hablar mediatizadamente. Debemos hacerlo sin arrogancia, pero con firmeza, seguros de que estamos defendiendo un derecho y una razón que no son dádiva de nadie y que nos pertenecen en la medida en que somos y nos sentimos hombres libres y en la medida en que somos y nos sentimos naciones soberanas.
El propio sentido de la historia se orienta hacia la creciente liberación de los hombres y los pueblos. Las posibilidades de conquistar una auténtica libertad son hoy mucho mayores de lo que nunca fueron en el pasado. Por eso, asumamos la total responsabilidad de llegar a ser plenamente libres. Nuestras miserias y nuestras injusticias son también obra de nosotros mismos. Y poco adelantamos al pretender que otros sean responsables absolutos de que existan. Atribuir a los demás paternidad completa de todo lo que a nosotros nos ocurra es, en el fondo, aceptar una inferioridad que realmente no existe ni jamás ha existido. Sufrir dominación por parte de los poderosos nunca ha significado en la historia del mundo demostración de superioridad intrínseca de hombres ni de pueblos. Los dominadores de hoy fueron ayer con frecuencia dominados.
Hoy surge en lo médula más radical de un pensamiento de veras contemporaneizado, la interrogante que profundamente cuestiona la supuesta inevitabilidad de dominio de unos pueblos sobre otros.
Sabemos muy bien la dura realidad de la dominación imperialista que en diferentes grados afecta a todas las naciones del Tercer Mundo y también sabemos todo el significado del neocolonialismo contemporáneo.
Pero nada de esto nos debe conducir a ignorar la posibilidad real de que un nuevo pensamiento rector de las relaciones internacionales insurgió como resultado de los cambios profundos que hoy vive la humanidad en todos los planos de su existencia. Las etapas históricas que entrañan -como la nuestra- ruptura cualitativa del devenir del hombre, gestan su propio universo normativo, y edifican una nueva teleología social. Por eso, en puridad, no habría razón alguna para suponer que un nuevo pensamiento y una nueva valorativa integral tendrían, necesariamente, que ser similares a sus equivalentes del pasado.
Si todos fuésemos capaces de desterrar los dogmas y de mirar la historia sin prejuicios, comprenderíamos que no hay nada ilusorio en pensar de este modo. Algunos de los grandes idealismos del pasado y algunos de sus más deslumbrantes utopías constituyen ahora expresión de un realismo cuyo respeto es vital para la continuidad de la civilización y, acaso, de la especie humana. Ilusorio por eso, podría ser pensar que los principios sobre los cuales se construyó todo el sistema tradicional de relaciones internacionales puedan mantenerse intocados en medio de las hondas alteraciones que han transformado al mundo en las últimas décadas y que probablemente continuarán transformándolo en el porvenir.
La estructura política internacional se encuentra en proceso de recomposición. Nuevos y vigorosos centros de poder han puesto fin a la bipolaridad surgida de la guerra y contribuyen de modo decisivo a reconstituir la realidad del mundo contemporáneo. El pluralismo político que determinan esas nuevas áreas de poder de verdadero alcance mundial, obliga a replantear la perspectiva de análisis que imperó hasta hace pocos años. Hoy se trata de actualizar una visión del mundo que con fidelidad refleje su dinámica realidad del presente.
Frente a esa realidad, las normas y valores de política internacional basadas en el reconocimiento de una bipolaridad que ya no existe, tienen necesariamente que ser substituidos por otros que reflejen la significación de aquel emergente pluralismo de centro de poder que en mucho caracteriza la escena internacional de nuestros días.
En este momento transicional de la humanidad y ante el conflicto profundo que entraba las relaciones de las grandes potencias que compiten por ampliar sus áreas de dominación y de influencia, los pueblos del Tercer Mundo tenemos un camino y un designio fundamentalmente comunes. Sin embargo, la propia expresión Tercer Mundo no designa, en rigor, una realidad y una alternativa de carácter político frente a las áreas ordenadas capitalista y comunista que, encarnaron la dualidad de poder que emergió de la última conflagración mundial. Esa expresión designa fundamentalmente una situación económico-social dinámica y heterogénea, definida en relación a los países que, independientemente de su signo ideológico, han alcanzado altos niveles de desarrollo industrial. El Tercer Mundo es, por tanto, en esencia, el sector de pueblos subdesarrollados del planeta.
Sin embargo el Tercer Mundo es también, aparte de esto, un estado de conciencia que gradualmente a todos nos hace comprender que nuestros pueblos tienen una fundamental problemática común frente a las naciones de alto desarrollo. El Tercer Mundo engloba dentro de sí diversos ordenamientos socio-políticos que responden a ideologías diferentes.
El Tercer Mundo presenta, de este modo, acusada disparidad de tendencias y situaciones políticas basadas en una problemática socio-económica esencialmente similar. Pero sobre la base de esa fundamental similitud se dan entre nosotros además, diferentes intensidades de subdesarrollo. En consecuencia, a la heterogeneidad de sistemas políticos y de orientaciones ideológicas, es preciso añadir esta obra derivada de la distinta intensidad del subdesarrollo en nuestros pueblos. Ello no obstante, la generalización de peculiaridades distintivas no impide definir el perfil de un decisivo denominador común que a todos nos acerca.
Situaciones de sentido comparable también se dan, sin embargo, en los países industrializados. En efecto, esos países tampoco constituyen una realidad totalmente homogénea. Hay niveles diferenciables de desarrollo industrial y tecnológico y hay, diversidad de situaciones político-ideológicas en las naciones de alto desarrollo. Más aún, algunos de sus más importantes sectores sociales comprenden la problemática fundamental de nuestros pueblos y, en cierta forma, se identifican con la causa nacionalista y revolucionaria del Tercer Mundo contra el sub – desarrollo y la dominación imperialista.
Lejos, por eso, de ignorar nuestras diferencias y nuestra diversidad, debemos reconocerlas. Los fundamentos y las razones de la esencial comunidad del Tercer Mundo son más fuertes que sus diferencias y su diversidad, pero sólo seremos capaces de unirnos de manera efectiva reconociendo que somos distintos y teniendo conciencia de que únicamente a partir de la realización de nuestra auténtica unidad podremos solucionar los complejos problemas que plantea nuestra relación con el mundo desarrollado. En consecuencia, sólo el doble reconocimiento de su visible heterogeneidad política y de su fundamental similitud de realidad económica, puede proporcionar al Tercer Mundo un punto de partida para estructurar una posición coherente y común.
En un sentido capital, lo anterior implica que nuestras diferencias no deben desunirnos, porque sólo la unión puede, en verdad, salvarnos. En la medida en que permanezcamos virtualmente atomizados e incapaces de vertebrar una acción de conjunto seremos igualmente incapaces de superar con éxito los conflictos y presiones inevitables en toda relación entre pueblos empobrecidos y naciones de un cada vez mayor poderío económico, tecnológico, militar y político. La heterogeneidad de orientaciones ideológicas que hoy se percibe en el Tercer Mundo, probablemente tenderá a disminuir de modo radical a medida que todos comprendamos con mayor lucidez la gravitación incontrastable de las realidades económicas concretas que nos separan de los países de alto desarrollo industrial.
Diferentes y conflictivas realidades económicas, generan diferentes y conflictivos intereses. Y así como dispares situaciones frente a la economía generan intereses contrapuestos y relaciones de inevitable conflicto entre grupos y clases sociales, algo fundamentalmente similar ocurre en el plano de las relaciones internacionales. La posibilidad real de que pueblos con intereses económicos divergentes compartan permanentemente posiciones comunes es, en el último de todos los análisis, muy limitada. Porque los intereses que surgen de situaciones económicas de clara divergencia tienden inexorablemente a determinar posiciones distintas que tarde o temprano tendrán que ser reconocidas. Aquí está el germen de la profunda unidad que los pueblos del Tercer Mundo debemos alcanzar. El común denominador de carácter ideológico y político que en gran medida hoy no tenemos, podría surgir en base a la conciencia de esa honda comunidad de realidades e intereses económicos concretos que deben fundamentar nuestra unión.
Esa unión debe institucionalizarse para que pueda ser verdaderamente fructífera. Política y económicamente, no existe otra solución de largo alcance para nuestros más apremiantes problemas. Comprendemos que esto implica un proceso de larga duración. Pero, por eso mismo, debemos comenzarlo sin tardanza. La constitución de organismos permanentes que tornen de veras efectiva una sistemática coordinación de las acciones que emprenden los pueblos del Tercer Mundo es el imperativo de nuestros días.
La dependencia surge fundamentalmente de la naturaleza de las relaciones económicas, financieras y comerciales de nuestros países con las naciones desarrolladas del mundo. Tales relaciones generan desequilibrios altamente perjudiciales para los países tercermundistas. Se deben introducir modificaciones sustantivas en áreas importantes de la acción internacional. En primer lugar, los términos del intercambio comercial con los países desarrollados, claramente desventajosos para los países subdesarrollados deben ser superados sin demora. En segundo lugar, la estructura del comercio internacional debe ser radicalmente modificada para reducir y cancelar las barreras arancelarias que nuestros productos manufacturados encuentran en el mercado estadounidense. Finalmente, se debe racionalizar la necesaria inversión de capitales extranjeros en nuestros países. La inversión privada extranjera, si bien crea focos de modernización económica, sirve en las actuales condiciones como mecanismo de succión de nuestras riquezas. Paradójicamente, pese a nuestra condición de naciones en vías de desarrollo, somos en realidad exportadores de capitales y financiadores del espectacular desarrollo de los países altamente industrializados. Con la riqueza extraída de nuestros países se dinamiza el desarrollo de otras áreas del mundo que operan como zonas de expansión del industrialismo moderno.
No obstante todos sabemos muy bien todo esto. Todos sabemos muy bien cuán justa es nuestra protesta contra un sistema de relaciones internacionales que sólo beneficia a los países desarrollados. Todos conocemos la verdadera naturaleza de una "ayuda" internacional que succiona nuestra riqueza y, paradójicamente, nos convierte en exportadores de capitales con los cuales estamos, en realidad, subsidiando la expansión industrial de los sistemas económicos dominantes hacia las áreas menos desarrolladas del mundo. Pero nada verdaderamente importante vamos a ganar en sólo seguir denunciando lo que ya es bien sabido.
Mientras los pueblos del Tercer Mundo no cambiemos radicalmente de actitud ante nosotros mismos y ante los demás, nuestros problemas fundamentales continuarán irresueltos. Debemos abandonar el tono denunciatorio y de pedido que siempre ha caracterizado nuestros pronunciamientos. Debemos convencernos de que nadie va a resolver nuestros problemas sino nosotros mismos. Debemos asumir la más alta conciencia de nuestra propia responsabilidad en las grandes cuestiones que afectan a nuestros pueblos. Debemos encarar valerosamente nuestro indelegable papel de hacedores directos de nuestro propio futuro sin responsabilizar a los demás por aquello de lo que somos realmente responsables. Y debemos, finalmente, comprender que, por encima de nuestras inocultables diferencias, hay razones profundas que imponen la necesidad de la unión realista y efectiva de las naciones del Tercer Mundo.
Si no comprendemos la radical divergencia de realidades y de intereses que nos separan de las grandes potencias dominantes; si no somos capaces de entender que para actuar con real independencia debemos pensar con plena autonomía; si no percibimos que todo esto supone una forma enteramente nueva y propia de conceptualización política y de direccionalidad valorativa, entonces tarde o temprano habremos de encarar la cruda certidumbre del fracaso.
Deberemos entonces admitir que no supimos interpretar el mensaje de la historia y que, puestos en el umbral de una nueva época, no tuvimos la sabiduría de hacer inteligible nuestro camino. En tal caso, seremos abierta o disfrazadamente vasallos de otros pueblos, repetidores de fórmulas foráneas, seguidores de rutas que no son las nuestras y, en fin, naciones que no han sabido edificar su propia vida y elevarse al plano de eminente conciencia histórica a donde sólo arriban los pueblos que hacen su destino y construyen su mundo.
PERÚ, TERCER MUNDO: ANTI-IMPERIALISMO E INDUSTRIALIZACIÓN
Estamos de acuerdo en considerar la industrialización como parte indispensable del esfuerzo por alcanzar el desarrollo integral de nuestros pueblos. Pero reconocemos que en relación con este vital asunto se plantea un problema de vastas implicaciones teóricas y prácticas en términos de una anchurosa perspectiva histórica.
En primer lugar, ¿qué forma de industrialización consideramos necesaria? Negamos la necesidad de un desarrollo industrial hipotecado al extranjero. Rechazamos por falso un desarrollo industrial asentado en la acción predatoria de las grandes corporaciones transnacionales, nueva modalidad de la penetración imperialista. Un desarrollo industrial bajo control foráneo es tan sólo un mecanismo de succión de nuestros recursos para favorecer la expansión de economías dominantes. Queremos, en consecuencia, un desarrollo industrial de pleno autonomía, cuya virtud principal sea beneficiar directamente a nuestros propios países, sin que esto signifique desconocer la necesidad de relaciones económicas que nos vinculen al resto del mundo en legítimas y justas condiciones de igualdad y respeto para todos.
Negamos, asimismo, la deseabilidad de un desarrollo industrial tecnológica y económicamente tributario de los centros foráneos de poder. Queremos un desarrollo industrial capaz de contribuir a la expansión de todo nuestro sistema económico, a la utilización de todos nuestros recursos humanos y naturales y, consecuentemente, a la realización de todo la potencialidad global de nuestros países.
En segundo lugar, ¿queremos los países del Tercer Mundo alcanzar lo que hoy se conoce como status de nación industrializada? En torno a esta posibilidad los hombres de la Revolución Peruana planteamos un cuestionamiento fundamental. No es cierto que los grandes países industriales señalen nuestra inexorable imagen de futuro ni que sean espejo de nuestro inevitable porvenir. Es más. No sólo recusamos la inevitabilidad de que eso sea así: sostenemos que ello sería indeseable. La evidencia empírica de que hoy todos disponemos, nos afirma en la convicción de que las sociedades altamente desarrolladas, bajo la orientación de diferentes sistemas ideológicos y dentro de distintos sistemas económicos hoy dominantes, son incapaces de proporcionar condiciones que permitan el verdadero y pleno desarrollo de los hombres.
Sociedades de alienación, en ellas perviven irresueltos fundamentales problemas que se afincan en la propia naturaleza del ordenamiento social. Nosotros no aspiramos a llegar a una situación así. No queremos encontrarnos mañana en la crítica situación en que hoy se encuentran las naciones que pretenden señalarnos un camino. Pensamos que es necesario plantear el problema en nuevos términos. Nuestro desarrollo industrial debe admitir una teleología diferente. No querernos ser una nación industrializada en el sentido convencional y concreto que esta expresión tiene en el presente. Recusamos los sistemas socio-económicos que finalmente cosifican al hombre y lo tornan instrumento de ciegos mecanismos tecnológicos, empresariales y político-económicos frente a los cuales se encuentra por entero inerme.
No queremos una sociedad deshumanizada basada en una economía de la deshumanización. En una sociedad así el hombre inevitablemente deviene objeto del anónimo e incontrastable poder de las corporaciones, los mecanismos de administración tecnológica, las burocracias y los sistemas de producción y distribución que tan sólo obedecen a consideraciones de eficacia estadística, por entero alejadas de las necesidades palpitantes de los hombres, de sus decisiones, de su participación y de sus sueños.
Una sociedad donde los seres humanos sean cada vez menos y los instrumentos que aherrojan su libertad y deshumanizan su vida sean cada vez más, no es nuestro ideal para el futuro del Perú. Queremos todo lo contrario: una sociedad regida por las consideraciones supremas que hacen del hombre el referencial más decisivo de la vida social. Y esto jamás será logrado si ilusamente seguimos el camino que marca el desenvolvimiento de las grandes potencias industriales del presente. El fin de ese camino está a la vista. Si no queremos para nosotros ese fin, no debemos tampoco querer para nosotros tal camino.
En consecuencia, uno de los grandes desafíos a nuestra imaginación y al poder creador de nuestros pueblos, es el que se refiere a la necesidad de diseñar rumbos cualitativamente diferentes para nuestro desarrollo industrial. Industrialización, sí. Pero una industrialización que no culmine con la creación de una sociedad de servidumbre humana. Esto a nuestro entender significa una industrialización de esencia y de finalidades diferentes a la de las naciones hoy desarrolladas.
Desde otro punto de vista, resulta por entero pueril, a nuestro juicio, aceptar una competencia que sólo puede ser resuelta en forma negativa para nosotros mismos, toda vez que se plantea en términos que no podemos superar en un plano en el que necesariamente gravitan de modo decisivo las diferencias cada vez mayores que nos separan, y continuarán separándonos, de los países de alto desarrollo.
En efecto, el carácter acumulativo del crecimiento económico y tecnológico de las grandes potencias industriales, torna ilusoria la posibilidad de que alguna vez podamos suprimir las distancias que de manera constante nos alejan a unos de los otros. En esos términos, la competencia real está perdida desde ya para los pueblos del Tercer Mundo. Por tanto, es indispensable modificar la forma en que hasta hoy concebimos aquella relación competitiva. Es urgente, por tanto, desde nuestro punto de vista, redefinir la naturaleza de nuestra relación y nuestra competencia con los países poderosos del mundo.
Pero no es en el terreno de la racionalidad que preside y orienta el desarrollo de los grandes países industriales que debemos plantear este problema. Es preciso hacer un esfuerzo para escapar a la lógica, a los supuestos, a la teleología de esa racionalidad, porque todo esto es adverso a los intereses y a la causa de los países que conformamos el Tercer Mundo. Los términos de referencia deben ser substantivamente modificados para poder diseñar con lucidez rumbos alternativos, esto es, finalidades diferentes. Es un trágico error que continuemos aceptando la definición de nuestras relaciones y nuestra competencia con aquellos países en el terreno y en las condiciones por ellos escogidas de manera virtualmente unilateral. Sólo cuando comprendamos con claridad todo lo que esto significa, estaremos en condiciones de formular la nueva concepción del desarrollo industrial que nuestros pueblos necesitan.
Consecuencia directa de todo lo anterior es reconocer que se debe abandonar radicalmente y para siempre el tono y la actitud que suelen asumir nuestros países frente a las naciones que económicamente dominan todavía en la escena del mundo. Las diversas formas de dominación económica y política no obedecen a los dictados de una ética afincada en los significados del bien y el mal. No es tampoco a la voluntad individual de nadie que tales formas de dominación responden. Por el contrario, se trata del accionar valorativamente neutro de complejos sistemas y mecanismos que no obedecen a ninguna normatividad moral, sino más bien a la fría necesidad de los intereses económicos, estratégicos y políticos. Son fuerzas por entero impersonales las que se hallan en juego. Mal podemos entonces apelar a consideraciones de justicia y razón para que las demandas de nuestros países encuentren atención y respeto. No podemos enfrentar la lógica del interés y la ventaja con la lógica de la justicia y la moral. Es aquella y no ésta la que orienta el comportamiento de los inmensos factores de poder que los sistemas y los mecanismos de dominación internacional controlan.
Debemos por ello comprender que libramos una dura y desigual batalla por nuestra integral liberación. Tan solo reclamar, demandar, exigir un trato de razón y de justicia habrá en ella de darnos siempre muy pocos resultados. En consecuencia, los avances en el camino de nuestra liberación habrán tan sólo de deberse siempre a los esfuerzos que nosotros mismos hagamos por luchar unidos y unidos defendernos en base a nuestros propios recursos económicos, a nuestras propias posibilidades políticas, a nuestra propia capacidad de decisión.
La causa de los países del Tercer Mundo es por entero justa. Lo saben los gobiernos de las naciones demasiado bien. Y, sin embargo, muy pocas cosas han cambiado en nuestro mundo. Por tanto, debemos tratar con aquellos gobiernos, no en base a la reiteración de la justicia de una causa que todos reconocen, sino en base a la concreta realidad de los intereses en juego. Porque jamás debemos olvidar que todas las formas de explotación se basan finalmente en el desconocimiento de los razonamientos de justicia. Por eso, la emancipación verdadera de los pueblos no se hace al fin de cuentas tan sólo con palabras. En consecuencia, emprendamos sin dilación alguna esfuerzos concretos de unidad para enfrentar la dura y difícil tarea de nuestra liberación verdadera, integral y definitiva.
Revolución, integración y no alineamiento
NUESTRA VOCACIÓN UNIONISTA
…Pacto Andino e integración
La política seguida hasta hoy por los países signatarios del Acuerdo de Cartagena es expresión adelantada de una posición que constantemente se vigoriza en todo el continente y que nos da fundamento real para esperar que en día no lejano todos los pueblos latinoamericanos emprendan una tarea similar para conjuncionar esfuerzos, para aunar voluntades, para hermanar propósitos. Y todo esto, a fin de desarrollar una política de integración liberadora que lleve a los países hermanos de América Latina a consolidar su verdadera independencia y a lograr un auténtico desarrollo que garantice la solución definitiva de nuestros grandes problemas del pasado.
Al margen de toda consideración retórica, quienes en el Perú luchamos por una causa salvadora de justicia social e independencia verdadera, estamos convencidos de que estos grandes ideales sólo podrán afianzarse como conquistas históricas irreversibles en la medida en que por ellos se luche y se construya en las demás naciones hermanas de América Latina. Nos estamos uniendo para garantizar nuestra propia libertad. Nos estamos uniendo para defender los intereses de nuestros pueblos. Nos estamos uniendo para cancelar definitivamente una época signada por el subdesarrollo y el dominio extranjero. Y sólo dentro de propósitos así podrá tener efectiva validez el anhelo y la lucha por construir en nuestro suelo un ordenamiento social basado en la justicia. De este modo, luchar por la unidad de nuestros pueblos es para nosotros inseparable del duro batallar en que hoy vivimos por reestructurar de manera profunda y permanente todo el ordenamiento tradicional de nuestra sociedad. Por eso la búsqueda afanosa de formas constructivas de unión con otras repúblicas hermanas representa, en esencia, dimensión inherente a nuestro quehacer revolucionario como soldados de una causa que con certeza representa la auténtica y profunda verdad de nuestro pueblo.
Esta es la razón por la cual el Gobierno Revolucionario del Perú dio desde el primer momento su respaldo total al planteamiento integracionista que sirve de sustento a la hoy día promisora realidad del Pacto Andino. Tal posición ha sido uno de los pilares más firmes de la política internacional del nuevo Perú que estamos construyendo. Nunca entendimos la integración al margen de su profundo valor instrumental. Desde el primer momento vimos en ella un me dio de lograr el fortalecimiento integral de nuestras naciones, una forma de lucha por afianzar la independencia económica de América Latina y, por tanto, un modo de contribuir o superar la secular subordinación de nuestras economías a los centros de decisión extra latinoamericanos. Instrumento liberador por excelencia, el Pacto Andino debe siempre por eso responder al propósito de cimentar nuestra autonomía económica y la creciente capacidad de nuestros pueblos para decidir por ellos mismos su destino.
Tales propósitos exceden con largueza la finalidad de un simple mejoramiento económico, exterior e intrascendente en términos de las grandes demandas históricas de los pueblos latinoamericanos. No queremos la vistosa irrealidad de una riqueza que en el fondo no es propia. No queremos el engaño de ningún auge económico ficticio. No queremos un crecimiento económico de propiedad extranjera. Querernos la sólida y veraz realidad de un verdadero desarrollo económico indisolublemente unido a objetivos de auténtica justicia social para los hombres de América Latina.
En consecuencia, si los objetivos centrales del Pacto Andino son alcanzar la máxima velocidad de un desarrollo así entendido y la superación definitiva de la dependencia económica que lo hace posible, resulta fundamental que nuestros países fortalezcan políticas homogéneas diseñadas en función de estas finalidades. Desde este punto de vista, el Perú reitera su decidido respaldo o un régimen común de tratamiento al capital extranjero como aspecto verdaderamente esencial del proceso integracionista. Sólo actuando mancomunadamente en este terreno decisivo podremos aumentar de modo considerable nuestra capacidad de negociación en todo lo referente al uso del capital y la tecnología provenientes de otras partes del mundo.
Y si bien es cierto que el objetivo de llegar a constituir una auténtica comunidad económica aún no ha sido plenamente alcanzado, el Perú considera que desde ya nuestros países deberían iniciar acciones concretas destinadas a proyectar la integración económica a los aspectos igualmente cruciales de lo social y cultural, particularmente en el dominio de la tecnología. En efecto concebimos el desarrollo como un proceso que indesligablemente encierra factores económicos y socio-culturales, la integración vinculada o tal proceso no puede ser planteada en términos exclusivamente económicos.
Por el contrario, ella debe incorporar en su campo de realizaciones concretas los fundamentales aspectos antes mencionados.
Parte importante de esta tarea es el esfuerzo de las naciones andinas para viabilizar una salvadora integración que refuerce nuestra lucha contra los males seculares de la dependencia y el subdesarrollo. En este esfuerzo el Perú cifra muy grandes esperanzas. Y aunque sabemos que será muy difícil afianzar, ampliar y concretar todas las posibilidades liberadoras de la política de integración subregional, sabemos también que de su éxito depende una parte vital de nuestro futuro como naciones latinoamericanas. Por esta convicción el Perú seguirá esforzándose para contribuir el triunfo del propósito común que anima a los países signatarios del Acuerdo de Cartagena.
Pues, en el más profundo de los sentidos, el problema que hoy confronta el Perú es un problema latinoamericano.
La batalla que hoy libramos, es un enfrentamiento desigual en que se juega mucho del destino de nuestro continente que hoy, más que nunca, eleva al rango de su conciencia más preclara la convicción de que el camino de su unidad es el camino de su salvación definitiva. Y mal harían quienes supusieron que el Perú va a dar paso atrás en el sostenimiento de una causa cuya más honda raíz de justicia responde a un clamor americano. Sabremos prevalecer. Pero, por ser la causa del Perú una expresión veraz de la causa de todo el continente, nosotros esperamos y demandamos la solidaridad de los pueblos fraternos de América Latina. Si hoy cayera el Perú, ningún futuro nacional tendría seguridad en esta parte del mundo. Es de aquí, de donde dimana la responsabilidad del continente latinoamericano frente a un país hermano como el Perú de hoy se juega el destino en defensa de su soberanía nacional en la incruenta lucha por su emancipación económica.
Nosotros continuaremos batallando seguros de nuestra razón que es de justicia, seguro del respaldo de nuestro pueblo que al fin ha visto restaurada su fe y recuperado su sentido de dignidad nacional, y seguros también de que estamos librando una lucha no sólo por el Perú, sino por toda América Latina cuyo destino histórico hoy vuelve a jugarse en suelo del Perú, como se hizo ayer en los días aurorales de nuestra vida republicana. Por eso, por tener nuestra lucha un sentido y una misión latinoamericana es que demandamos el respaldo y la solidaridad de América Latina, convencidos de que ser solidarios significa mucho más que decirlo.
El reconocimiento de que somos distintos no debe perturbar en absoluto la paz en nuestro continente. América Latina no puede volver a ser un universo político homogéneo. Han insurgido ya muy poderosas fuerzas de cambio orientadas a sustituir los ordenamientos tradicionales por nuevos ordenamientos de justicia. Nuestras sociedades hoy están en crisis. Y muy probablemente lo seguirán estando en el futuro. Nuevas formas de ordenación económica, política y social han empezado a surgir en nuestro continente al amparo de incontrastables corrientes de la historia. Nadie podrá detenerlas. Nada será capaz de interrumpir su curso definitivamente.
Tales procesos son hasta hoy bastante diferentes y probablemente lo serán en el futuro. Sólo tienen en común su rechazo a los sistemas de vida política y económica basados en la explotación y en la injusticia. Pero la forma concreta de construir las posibles alternativas al pasado, son distintas. Ello obliga al abandono final de la errada noción de la uniformidad latinoamericana. Pero todos deberíamos tener la suficiente madurez para reconocer las diferencias y las peculiaridades de nuestros países. Respetar divergencias no implica en modo alguno compartir finalidades y propósitos. Es tiempo ya de que todos nos acostumbremos a vivir en paz respetando las posiciones distintas a la nuestra.
Tal reclamo es particularmente importante para el Perú, porque aquí hemos iniciado hace seis años un rumbo nuevo en la experiencia latinoamericana. Estamos luchando por reconstruir nuestra sociedad de acuerdo a principios que no son los principios del sistema capitalista que nos hizo país dependiente y subdesarrollado. Sabemos que el nuestro es un rumbo distinto al escogido por otras naciones. Pero nadie, absolutamente nadie, podría jamás cuestionar el derecho del Perú a seguirlo con absoluta independencia. Y de la misma manera que respetamos a quienes no piensan como nosotros, exigimos que ellos también sepan respetar las decisiones soberanas del Perú. Porque parte muy sustantiva de la lucha por la reivindicación plena de nuestra soberanía se afiance en la noción de que el Perú es enteramente libre para determinar su propio destino.
…interamericanismo.
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