- Construcción de la seguridad social
- Sociedad y comunicación
- Tratamiento del caso Blumberg por parte de la prensa escrita
- Leyes
- Reflexiones y conclusiones
- Bibliografía
CAPITULO I
Construcción de la seguridad social
Habitamos una época signada por y la sensación de inseguridad permanente. Un clima que estrecha los vínculos entre la construcción de la seguridad como problema social, las demandas ciudadanas y la agenda de políticas públicas en materia criminal.
Argentina no escapa a ello y gran parte de los contenidos que asumen las percepciones locales sobre el orden social han sido colonizados por el discurso de la seguridad y sus sensaciones. La construcción de la problemática en torno a la inseguridad ha sufrido dos grandes procesos: por un lado, al abarcar más dominios de la vida social, han pasado a ocupar un lugar cada vez más importante en la agenda pública; por otro, su sentido se ha centralizado en la inseguridad frente al delito.
La temporalidad de la sensación de inseguridad tiene sus comienzos en la década del noventa y se expresó sistemáticamente a fines de ese período. La construcción de la seguridad como problema fue transformándose: en la Argentina de mediados de siglo XX, el término seguridad representaba la integración en los colectivos de protección; desde hace poco más de diez años la seguridad se convierte en un sinónimo de seguridad urbana frente al delito; específicamente, frente a los callejeros o predatorios. A la vez, este tipo de "inseguridad" comienza a ocupar un lugar cada vez más preponderante en las representaciones sociales acerca del riesgo y, consecuentemente, en las agendas de gobierno (Niszt Acosta, 2006). Una exploración de la seguridad durante este siglo evidencia su difusión en diversos terrenos como el económico y el laboral. Sin embargo, específicamente durante 2002 y 2003 se desplazó hacia la protesta social, y los movimientos de trabajadores desocupados ("piqueteros"), se convirtieron en la personificación de la amenaza. En los últimos años, la preocupación por el delito retoma una trayectoria ascendente, en la cual la inseguridad se manifiesta como la mayor preocupación de la época, produciendo pedidos de soluciones extremas, profundizando el control social informal y naturalizando un estado de alerta sobre cualquier expresión de diversidad. En estos escenarios signados por la profundización de discursos de orden, seguridad y control social, nos preguntamos sobre los factores que intervienen en la conformación de las percepciones de riesgo, y las formas y contenidos que asumen las demandas de seguridad de las denominadas "mayorías silenciosas". Estas indagaciones nos conducen a examinar los procesos de construcción identitaria basados en la noción de víctima y la relación que, desde este posicionamiento, los actores entablan con la agenda de política criminal.
1.1. RIESGO Y PERCEPCION.
La consideración sobre las percepciones de riesgo requiere de una perspectiva que las enmarque en contextos específicos y logre captar su particularidad. Pensar el riesgo desde una perspectiva culturalista (en la cual su percepción pública y sus niveles de aceptabilidad son construcciones socio-históricas cambiantes), implica postular un fuerte vínculo entre la selección y jerarquización de peligros, por un lado, y la elección de determinada organización social y los valores que la sustentan, por otro (Douglas y Wildavsky, 1983). En este sentido, las sensaciones de amenaza frente a diversos tipos de eventualidades han recorrido la historia de la humanidad. La religión, la astrología, las profecías fueron utilizadas históricamente, en tanto estrategias anticontingencia, como maniobras para dar sentido a la opacidad de la realidad, para explicar el azar, el destino (Grecia Antigua), la divina providencia (Cristianismo), o la fortuna (Renacimiento, Barroco) (Francescutti, 2003). En estos marcos, la sensación de peligro se caracteriza por ser general y difusa; las posibilidades de sufrir un daño son imponderables e imprevisibles. De este modo, la contraparte de este sentimiento reside en la impotencia generalizada ante la existencia efectiva de potenciales daños y peligros, sin que se disponga de los medios adecuados para prevenirlos, medirlos, asumirlos.
No fue hasta fines del medioevo que estas percepciones del peligro pudieron entrar en la lógica del riesgo, es decir, en la expectativa calculable de sufrir un daño: un acontecimiento previsible, estimable y, por lo tanto, asegurable. La posibilidad de controlar, dominar, prevenir o -al menos- limitar las consecuencias del daño implicaron también la inclusión de la responsabilidad como un nuevo elemento a considerar.
La secularización de la fortuna, el conocimiento científico -con ellos, el desarrollo de la industria del seguro– y la filosofía del progreso coadyuvaron al avance del capitalismo. El XIX, fue el siglo de proliferación de riesgos y de oportunidades. De este modo, algunos riesgos se percibieron domesticados, mientras otros se minimizaron, negaron o fueron tomados como oportunidades positivas para el cambio y el progreso social e individual.
La actitud liberal frente a los riesgos, propia del siglo XIX, dio paso a su gestión Estatal entre fines de ese siglo y la primera mitad del siguiente; el Estado de Bienestar se caracterizó por la progresiva incorporación de áreas administrables. Su agotamiento supuso no sólo la crisis fiscal del Estado y un vuelco en la forma de gestionar las contingencias sino que también implicó cuestionamientos más generales en el plano social, político y cultural que transformaron nuevamente las percepciones sobre el riesgo. La idea de progreso, el determinismo científico, la noción de causalidad lineal fueron las más cuestionadas. En las ciencias sociales las concepciones de reflexividad y de consecuencias no deseadas de la acción, ocupan el primer plano. En el terreno del control social, ello no sólo debilita la posibilidad de planificación sino que a la vez derrota la confianza y el optimismo que imperó hacia mediados del siglo pasado sobre el control y la planificación segmentada y focalizada, la cual demostró prontamente señales de fracaso.
Así, el agotamiento del "estado de bienestar", signa en varios aspectos la subjetividad contemporánea. Los discursos actuales de orden y las percepciones de riesgo forman parte de la crisis del sistema de ideas que estructuró al control social formal e informal hasta hace pocas décadas (Garland, 2005). Estos discursos y percepciones echan luz sobre los vínculos entre los cambios efectuados en las racionalidades políticas, las funciones y responsabilidades asumidas por el Estado y la configuración de nuevas subjetividades. En este contexto, una característica primordial de la subjetividad contemporánea es su atravesamiento por el miedo. Entre los factores culturales que intervienen en esta configuración, la caída de la idea de futuro como motor de la sociedad burguesa tiene un papel protagónico. En el ámbito de los riesgos, la promesa de futuro como progreso funcionó como ideología, facilitando la aceptación de un cambio social cada vez más arriesgado y tendiendo a negar o minimizar posibles contingencias adversas. El cambio de signo en esta relación produce su reverso, el temor y el cálculo infinito de cada riesgo, entendido éste en su cara negativa, ante un presente que se percibe como inseguro. Pero, de modo general, la caída de la idea de futuro y de los sistemas que la apoyaban, desmoronan las certezas (reales o imaginadas) que apuntalaba el Estado de Bienestar y colaboran con el surgimiento de nuevas incertidumbres respecto a instituciones nodales de la dinámica social, incluido el propio porvenir colectivo e individual (Beck, 1998; Castel, 2004). Esto apareja fuertes consecuencias en la experiencia sobre el orden social y en las percepciones, los discursos y las prácticas locales. Como se adelanto, en el ámbito de las responsabilidades asumidas por el Estado, la mutación en la forma de administrar los riesgos supuso cambios sobre las áreas que la gestión benefactora había sumado y, en varios aspectos, el debilitamiento y la caducidad de estos sistemas de protección clásicos.
Estas transformaciones implican, por un lado, el regreso de riesgos sociales clásicos que, vinculados a la desigualdad, se percibían como controlados desde hacía décadas. Por otro, emergen nuevos peligros, que por su carácter, distan de poder ser anticipados y prevenidos (peligros devenidos del desarrollo científico y tecnológico). A su vez, ambos tipos de riesgos se presentan en un contexto de caducidad de las redes de protección clásicas de modo que la cuestión de fondo de estos temas es la percepción de desprotección y vulnerabilidad (Beck, 1989; Castel, 2004). Haciendo un juego de complementariedad con este rol del Estado Neoliberal, se configura una nueva racionalidad política que asume la gestión individual de los riesgos sociales y que, por ello, necesita y construye (en tanto tecnología del yo) individuos "prudentes" en todos los planos, responsables de su seguridad laboral, educacional, de salud, y también de su seguridad civil –mediante la prevención situacional del delito y el consumo del mercado de seguridad privada (O´Malley, 2006; Hener, 2008). En esta trayectoria de la gestión y de las percepciones de los riesgos, parecería volverse a la lógica de peligro impredecible e incalculable propio de períodos históricos previos. Justamente, los teóricos de la modernidad tardía, reflexiva o líquida han delineado la subjetividad contemporánea centrándose en las categorías de riesgo (Beck, 2000), de "pérdida de seguridad ontológica" -a partir de la distancia entablada con la tradición- y de "cultura del riesgo" (Giddens, 1993). En estas conceptualizaciones, el riesgo cobra un importante lugar: la subjetividad atemorizada, vulnerable, en la cual el orden se vive como precario, es el espacio en el cual la distinción entre riesgos clásicos y nuevos riesgos, por un lado, y entre riesgos civiles y sociales, por otro; cualquiera puede ser víctima de cualquier cosa, sin posibilidad de control ni gestión. Es la subjetividad cada vez más susceptible a advertir la posibilidad de peligro, sea real o no, en cualquier situación. Castel (2004) procura un avance sobre la "cultura del riesgo" planteada por los teóricos de la sociedad del riesgo global. La subjetividad contemporánea está atravesada por el temor, pero ello no debe naturalizarse. Castel facilita una distinción ausente en las nuevas teorías del riesgo: Si es evidente la caducidad de los sistemas de protección, es necesario captar la naturaleza de sus obstáculos para realizar un programa de seguridad con estrategias diferenciadas. En este sentido, distingue entre protecciones civiles y sociales -y su reverso, las inseguridades- concretando y acotando la noción de riesgo. Éstas proceden de diferentes procesos (la constitución del Estado de derecho y la constitución del Estado social), necesitan diferentes condiciones y se encuentran cuestionadas por diferentes limitaciones. Sobre esta distinción, el diagnóstico de Castel se acerca a los casos latinoamericanos. Para el autor, la complejidad del problema de las protecciones reside, como se adelantó, en la conjunta aparición de lo que denomina una "nueva generación de riesgos" vinculados al desarrollo de las ciencias y las tecnologías y la erosión de los sistemas de protección clásicos.
Lo importante de esta combinación es que produce un estado de incertidumbre frente al porvenir que también alimenta la inseguridad civil. En este sentido, Castel retoma el aumento del temor y la sensación de inseguridad analizados por Beck, procura señalar su conexión con el debilitamiento de las estrategias clásicas de gestión de riesgos sociales y denunciar la confusión que suponen.
Por eso, es necesario distinguir las contingencias que pueden dominarse colectivamente, de las que no. En esta dirección que el sociólogo francés crítica la noción de riesgo de Beck, considerando que se basa en una confusión entre riesgo y peligro: el riesgo puede preverse, estimarse y asegurarse mientras que, el peligro se caracteriza por dicha imposibilidad. Esta extrapolación de la noción de riesgo, mediante su vaciamiento e inflación, deriva en el "mito de la seguridad total" que coloca a la incertidumbre y el miedo en el centro de la existencia social, incrementando la demanda de seguridad hasta el infinito y disolviendo la posibilidad efectiva de estar protegidos (Castel, 1986 y 2004). Castel, propone hacer del riesgo un reductor de incertidumbre. De este modo, combatir la inseguridad implica disminuir el pánico generalizado y erradicar ese mito. Si la lógica de control ha colapsado, se debe despejar y rescatar la dimensión social y política de los nuevos factores de incertidumbre e interrogarse sobre las condiciones en que pueden ser enfrentados y manejados colectivamente. Esta propuesta entraña más beneficios para sociedades como la Argentina, en las que simultáneamente han proliferado y se han naturalizado riesgos clásicamente vinculados a la desigualdad social, que pueden ser neutralizados mediante la construcción de nuevas redes de protección.
1.2 SUBJETIVIDADES.
Mientras el riesgo opera como catalizador de las incertidumbres y la lógica del control sigue siendo el modo legítimo de conjurar el miedo, las subjetividades adoptan rasgos propios de estos escenarios. Las formas y contenidos que asumen las demandas en contextos de riesgo se definen a través de una subjetividad marcada: todos somos víctimas o, al menos, lo somos potencialmente. En el marco de los procesos de transformación socioeconómica, la dislocación entre la estructura objetiva y la constitución de las identidades sociales (Laclau, 1993) intenta acortarse a través de la apelación a dimensiones culturales y morales. De este modo, las referencias identitarias en los escenarios de inseguridad parecen guarecerse bajo un manto moral que delinea visiones y posiciones sobre el orden y el control social. Las percepciones de riesgos definen la constitución de colectivos a partir de la victimización. Con la desilusión generalizada respecto de la representación política mediante, la sociedad civil se organiza en grupos de ciudadanos que demandan al Estado por problemas concretos (Murillo, 2008). La articulación de estos reclamos -en gran medida, diversos- se centra en los anhelos de una comunidad ideal y la ausencia de parámetros de previsibilidad absoluta, es leída en clave de inseguridad. Estas narrativas se definen desde lo moral, nunca se presenta como política, ya que se trata de la comunidad de sujetos decentes enfrentados a los políticos corruptos y a los delincuentes (protegidos por los primeros). La sociedad civil victimizada adquiere un tono apolítico desde el cual se constituye como sujeto de reclamo; como un "todos" conjura imaginariamente las diferencias y desigualdades, y promete una comunidad armónica que eliminará todos los padecimientos.
En estos escenarios, emerge el denominado paradigma victimizante (Pitch, 2003). El declive de las viejas identidades políticas convierte al campo penal en un espacio propicio para la reconstrucción de actores políticos. Esto no significa que estemos sólo ante un cambio en el objeto de interés, sino que revela una compleja mutación semántica que conduce desde el paradigma de la opresión hacia el de la victimización.
El posicionamiento en tanto víctimas comporta ventajas, pues tiene la capacidad de transformar miedos difusos en una serie de actitudes focalizadas al identificar culpables, definir problemas y establecer chivos expiatorios. La principal fortaleza de estos recursos de identidad radica en delimitar una comunidad moralmente superior que hace posible la performace del grupo, como un cuerpo con intereses y valores similares desde el cual articularse. Así, se refuerzan los límites frágiles de su identidad social y se otorgan sentidos concretos a la alteridad.
Estas conformaciones requieren estrategias teóricas que ayuden a construir el concepto de víctima de la inseguridad y a desnaturalizarlo desde la pregunta por el modo de constitución del sujeto. Este novedoso tipo de establecimiento de los individuos en la arena pública permite indagar si estamos ante la existencia de una práctica social donde se puede localizar la emergencia de una nueva forma de subjetividad. La identidad de víctima, socialmente legitimada (ya que cualquiera puede ser el próximo), define el surgimiento de un individuo constituido políticamente que reclama al Estado cambios en las políticas públicas y en las normas penales. El "locus del dolor" (Pita, 2005) ayuda a estructurar los reclamos y a producir la identificación inmediata con la víctima, con su sufrimiento. La identidad se produce en la relación del hombre con su entorno y el saber es la consecuencia de las relaciones de fuerza en una estructura social determinada. El conocimiento de sí, las reglas del relato de la experiencia, el tipo de narrativas de la vivencia, la construcción de la idea de que cualquiera es una potencial víctima, define la importancia de reflexionar desde el establecimiento de identidades al interior de las relaciones políticas. Las condiciones históricas y sociales donde se forma el sujeto son la base sobre la cual existen subjetividades y dominios de verdad. Por eso, la caída de la idea de futuro, las incertidumbres respecto de las instituciones políticas, la caducidad de las redes de protección social, generan una identidad basada en la percepción del riesgo, en las vivencias subjetivas del miedo. Así, tanto la vivencia individual traumática, como el miedo difuso de ser el próximo, se fundan como verdad común y definen una subjetividad en el riesgoso devenir cotidiano: víctimas.
El conflicto se transmite, se narra, se unifica en el discurso y en las prácticas políticas. La experiencia del miedo se ordena a través de categorizaciones que permiten que la percepción individual se convierta en definición colectiva. El concepto se convierte en tal cuando desaparece la experiencia individual, cuando la unicidad del acto se ajusta a otros casos similares. La vivencia personal se iguala, desde la palabra, a una experiencia colectiva, hasta masiva, entendida por el temor. Se olvida la diferencia de cada caso y la subjetividad se constituye desde una conceptualización común.
Ante la crisis, el temor al devenir, el trauma o la imposibilidad de hallar políticas públicas que aplaquen el dolor, es necesaria la seguridad del orden subjetivo: juntarse con pares del miedo o del sufrimiento, reclamar cambios para que otros "no pasen por lo mismo" o para que "nuestros hijos" no sigan habitando en un mundo hostil, imprevisible, violento; en fin, un mundo inseguro. Este es el re-nacimiento de la comunidad.
1.3 DEMANDAS AL ESTADO.
El devenir se reconstituye en el modo en que históricamente cada sociedad, cada grupo social, genera la repulsión del otro. El miedo estabiliza la identificación con la noción de víctima, la noción de víctima se desborda a partir de su carácter despreciable. El miedo al otro, al violento, al desconocido. El pánico frente al sucio, al pobre, al de más allá, adquiere una forma corporal materializada en la noción de víctimas. Lo anormal nos ataca, nos victimiza. Si, por un lado, el orden es concebido en tanto seguridad y éste último se define por su ausencia, y si, por otro, la constitución de lo despreciable, en términos amplios, genera una subjetividad política que gira alrededor de la sensación de desprotección, la demanda que se establece como prioritaria (y frecuentemente como única) es la del endurecimiento del control social punitivo, más restrictivo de los derechos individuales y excluyente de los elementos conflictivos del orden.
En este terreno, los actores que motorizan demandas se configuran a partir de su práctica política como víctimas. Esta misma constitución transforma sus experiencias y delimita una idea de una comunidad de valores que posibilita la performance del grupo. Las comunidades de víctimas, muchas veces definidas mediáticamente como "mayorías silenciosas", se constituyen como personas colectivizadas por el único elemento que parece común, el miedo. Son individuos representados como miembros de la mayoría de los ciudadanos que no poseen filiaciones políticas ni tienen hábitos de manifestarse. Son los sujetos que salen de sus espacios privados, de su silencio público, para reclamar protección al Estado. Desde una retórica apolítica, las víctimas legitiman un posicionamiento público "transparente" a favor del reforzamiento punitivo.
En momentos de sutura de las diferencias internas de las comunidades de víctimas y en escenarios de reconstitución del otro, es posible que se generen campañas de Ley y orden. Desarrolladas en contextos sociales conflictivos, estas campañas buscan resoluciones morales, punitivas, caracterizándose por poseer discursos plurales e, incluso, antagónicos (Zaffaroni, 1993). En ellas, el orden se instaura desde el conflicto procurando establecer formaciones hegemónicas desde construcciones significantes en torno al castigo. Los cambios en la subjetividad contemporánea, los nuevos colectivos de víctimas y sus demandas se complementan, en varios aspectos, con las responsabilidades asumidas por el Estado. La gestión de riesgos se define desde un recurso que para el Estado se presenta casi como el elemento exclusivo de relegitimación política: el endurecimiento de políticas de Seguridad. Esto remarca la mutación del Estado social hacia un Estado de la seguridad, desde el que se enfatizan las propuestas de "Ley y el orden" y el ejercicio de la autoridad punitiva. Pero, a la vez, sus políticas se basan sobre promesas falsas que supone pensar a la seguridad social y la seguridad civil como esferas separadas. En este punto, no caben dudas que la seguridad civil debe estar garantizada por el Estado. Pero, el combate a la inseguridad civil no puede efectuarse por cualquier medio, ni ignorando la interrelación y retroalimentación entre seguridades civiles y sociales. Aún más, si la inseguridad civil debe combatirse debe hacerse, en gran medida, a través de la lucha contra la inseguridad social. Ello implica desarrollar y reconfigurar protecciones sociales, por un lado, y denunciar la inflación del sentimiento de inseguridad, propio de la época, por el otro.
El sentimiento de comunidad victimológico no puede sino devenir excluyente; los propios riesgos nos excluyen de pensarnos con otros, a través de otros, desde otros. Reconfigurar identidades colectivas capaces de demandar políticas sociales inclusivas define parte de la constitución de ciudadanías que puedan volver a pensar un porvenir. Es un proceso en el que, en paralelo, las propuestas estatales deben tender (al menos) a establecer oportunidades más igualitarias que permitan reconfigurar un nosotros más amplio. Democracias peligrosas o democracias inclusivas. Una de las dicotomías centrales del tránsito democrático latinoamericano de los próximos años.
CAPITULO II
Sociedad y comunicación
2.1 PENSAMIENTOS DESCRIPTIVOS SOBRE LA COMUNICACION.
GENERALIDADES.
A partir de los años noventa la inseguridad ha sido tan debatida en los espacios públicos de discusión, -y no tan públicos-, desde donde se construye la sociabilidad y, al mismo tiempo, tan hondamente sentida desde la intimidad familiar subjetiva, que ha llegado a formar parte de la cotidianidad de los Argentinos.
Cierto es que se cometieron más delitos que en décadas anteriores; en consecuencia, la magnitud del fenómeno es mucho mayor. Además, han aparecido formas emergentes de violencia -secuestros, homicidios, extorsión, robos con lesiones, etc.- que le agregan dramatismo y espectacularidad. En la medida en que estas manifestaciones de la violencia son representadas desde la visión mediática, tienen repercusiones significativas en el ánimo de la población que se siente temerosa, indefensa, en riesgo de ser víctima de un hecho delictivo.
Aunque existe una base estadística que muestra un aumento de los actos delictivos violentos, de acuerdo con investigaciones socio-criminológicas, la apreciación de la población sobre el aumento de la inseguridad está más asociado al imaginario colectivo que a la objetividad del fenómeno. Científicos sociales se han dedicado a estudiar y explicar este fenómeno de la inseguridad como un elemento subjetivo o emocional a partir de categorías como sentimiento, percepción, sensación de inseguridad y, más recientemente, construcción social del miedo.
Buena parte de estas investigaciones están centradas en la forma como los medios de comunicación modelan el comportamiento que las personas tienen de la realidad, considerando a "… la comunicación de masas como un proceso de mediación social en la creación de significados" (Barata, 2000:260). Como señala Pegoraro (2000:17), "… el miedo al delito se nutre de las representaciones imaginarias que tenemos tanto del delito como de los delincuentes, que generalmente son producidos por los medios de comunicación en cuanto seleccionan y amplifican casos paradigmáticos". Como ha ocurrido claramente con el secuestro y posterior homicidio de Axel Blumberg.
La alarma social y los ribetes dramáticos presentes en las informaciones periodísticas sobre hechos violentos, hacen que se acrecienten los miedos e inseguridades presentes en el ánimo colectivo. En este sentido, se ha responsabilizado a los medios, del clima de terror o pánico urbano expresado en la sensación de vulnerabilidad de la población: "… los medios causan una visión errónea de la distribución y efectos del delito violento, una distorsión de la imagen social del delincuente, una difusión irracional del miedo al delito y, en consecuencia, dificultan la resolución del problema real de la delincuencia violenta" (Pérez Perdomo, 1997: 3).
Investigaciones más recientes señalan que los medios no sólo construyen la imagen estigmatizada del victimario; además, contribuyen a la creación de un tipo social de víctima, "… favorecen la creación de una única víctima: "la clase social media o alta". (….) Se construye la idea de que la violencia es sólo padecida por los sectores medios y, por otro lado, se crea un sentido de "desechabilidad" de todo un sector de la población, es decir, un sector que no es indispensable para la sociedad" (Zubillaga y Cisneros, 2002:78).
Pero no sólo inciden los medios sobre la construcción social del miedo -identificando al victimario, su modus operandi, las situaciones, los lugares peligrosos y a la víctima-. La dinámica que generan mediante los discursos construidos provocan efectos y consecuencias inmediatas sobre la estructura del control social.
"Más que tener una función de drenaje de la energía agresiva, la violencia en los medios tendería a instigar el comportamiento violento produciendo un "efecto de imitación" en la audiencia" (Aronson, citado por Arraigada y Godoy, 1999:10).
Así mismo, los medios son acusados de manipulación con fines ideológicos. En este sentido, afirma Barata (1994:3) que la prensa "… elabora su propio discurso de la realidad, lo difunde y esa nueva visión se convierte en punto de referencia para la opinión pública y la clase política. Pero ocurre que no siempre la realidad construida por los medios es un reflejo de lo social".
En la construcción que los medios hacen de la realidad, se privilegian ciertas visiones del mundo, con su carga de intereses, sobre otras; se fabrica un discurso cargado de presencias -lo socialmente posible- y ausencias -lo que se encuentra fuera del ámbito de lo posible- "… donde lo "presente" y lo "ausente" tienen por objeto eliminar, borrar, de la conciencia colectiva y de la existencia social, las realidades no mencionadas; destruir las categorías, los conceptos, las imágenes que nos permiten pensarlas y actuar sobre ellas; generar el olvido social" (Rodríguez, 1997:410). "Lo que fabrican y distribuyen no son ya bienes, sino opiniones, juicios y prejuicios, contenidos de conciencia de todo género", sentenciaba H.M. Enzensberger
La "presencia" en la construcción social del miedo viene expresada por la cobertura, relevancia y tratamiento que los medios le otorgan a la criminalidad violenta, por encima de otros asuntos públicos de mayor significación e importancia. Esto es lo que Baratta (1989) llama función de management de los medios masivos, cuya intención al colocar el problema delictivo por encima de otros problemas es la de conservación y mantenimiento del orden social. De esta forma,
"… en ausencia de información controlada de la realidad criminal por parte del Estado, que oriente las políticas públicas de seguridad, los aparatos de representación no sólo colonizan el discurso producido por el sentido común al respecto, sino también el ámbito del control formal, privatizando de facto las polís". "penetrar profundamente en la complejidad de muchos fenómenos y procesos particulares de grupos más o menos determinados en extensión y que pueden ser abarcados intensivamente" (Romero Salazar, 1997: 29-30),
"Un nuevo y temible Cuarto Poder de los Medios, no existe como tal simplemente porque el de los Medios, no es un poder independiente; el verdadero Cuarto Poder salido de la Post – Guerra Fría, es la Plutocracia como forma degenerada del capitalismo y la democracia". (Pasquali)
En la producción del discurso periodístico ocurren operaciones de selección, resumen, combinación y reformulación estilística, realizadas a partir de los mensajes iniciales provenientes de las fuentes de información. En esta transformación de los discursos de fuente intervienen, entre otros factores, los procesos cognitivos e ideológicos de los periodistas, los intereses corporativos, las rutinas institucionales y los formatos esquemáticos de los textos periodísticos.
Además del consenso profesional sobre lo que se considera noticiable, existe también un componente ideológico que determina la relevancia de los textos periodísticos sobre instituciones Estatales y otros grupos de elite. Por lo general, la rutina periodística se centra en las instituciones y grupos que ostentan el poder. Esto significa, por ejemplo, que a las versiones policiales de un suceso como puede ser una manifestación, un crimen o una huelga, se les concede mayor importancia que a la versión dada por un manifestante, o que a la opinión del sospechoso, o a la del huelguista. Este sesgo también se manifiesta en las diversas estructuras textuales.
Los miembros de los grupos poderosos son, a menudo, los protagonistas de las noticias, a ellos se les cita más a menudo, aparecen con mayor frecuencia en los titulares y sus declaraciones se presentan como más dignas de crédito. Por el contrario, los menos poderosos suelen tener escasa prominencia en los textos periodísticos; sus versiones de un hecho particular suelen marginarse o ignorarse y no aparecen como fuentes de información confiable o como protagonistas de los hechos, a menos que ejecuten acciones violentas o causen algún tipo de "problema".
Por otra parte, los medios de comunicación establecen cuáles temas son importantes, dignos de captar el interés del público, y cuáles temas han de ignorarse. De esta manera, por exceso o por defecto la realidad se desvirtúa, se deforma hasta perder su esencia y convertirse en otra realidad construida y mediatizada por los flujos informativos. Sólo parece real lo que se legitima mediáticamente; el resto de la realidad no lo es.
Sunkel (1985) explica que el lenguaje y la estética son dos elementos centrales que caracterizan la prensa sensacionalista. De acuerdo con este autor, los diarios populares han tenido dos líneas de desarrollo vinculadas a corrientes de pensamiento diferentes: una racional-iluminista y otra simbólico-dramática. La segunda vertiente es la que ha marcado al sensacionalismo y lo ha imbuido de una concepción mítico-religiosa que representa al mundo en términos dicotómicos (el bien y el mal, el paraíso y el infierno…) y, al mismo tiempo, lo ha provisto de una estética cuyo fin es impresionar al espectador mediante la representación teatral de los sentimientos y las pasiones.
Según Ferri de Barros (2001), el periodismo sensacionalista cumple la función social de establecer una perfecta delimitación entre el bien y el mal. Al atribuírsele la maldad extrema a los "otros", a los criminales, los restantes miembros de la sociedad reafirman los valores contrarios.
La sociedad de nuestros días es esencialmente mediática; de allí que sean los medios y no las instituciones públicas quienes la dotan de estructura interna. La representación mediática se convierte en un nuevo proyecto de vertebración social. (Castells, 2000; Bisbal, 2004).
Se puede entender por medios de comunicación cualquier objeto que hace las veces de vía para conducir información de un sujeto a otro.
La democracia, de acuerdo con la definición ya clásica de O'Donell y Schmitter, "se entiende como un proceso histórico con fases de transición, consolidación y persistencia analíticamente distintas, aún si empíricamente son superpuestas".
Por lo tanto, la relación entre medios y la democracia, como ya varios autores han afirmado, consiste en que la información es la base de todo proceso democrático, o dicho en términos de Diego Valadés, "todo proceso democrático es un proceso comunicativo", de ahí que existan intereses diversos en la posesión y ejecución de los medios, entre ellos el Estado, los mismos empresarios de los medios y, en ocasiones, la sociedad organizada. Y es que la democracia es el resultado de procesos deliberativos y toda deliberación "supone la modificación endógena de las preferencias a través de la comunicación".
En concreto, los medios de comunicación en una sociedad democrática se asume que cumplen con las siguientes funciones:
a) producir información, cultura, educación y entretenimiento que contribuya a la formación de una cultura cívica; b) supervisar y vigilar la gestión y organización del poder público; c) servir al interés público de los ciudadanos; d) difundir dicha información y convertirla atractiva para la audiencia.
En este aspecto, una vez que se hayan establecido las normas jurídicas que den figura a un sistema democrático, el papel del Estado, en palabras de J. R. Cossío, "se reduce a velar por el cumplimiento de las modalidades de los derechos, sea para impedir los abusos, o sea para anular los actos contrarios a las normas".
Los medios en la democracia se basan en el modelo de "espacio público", donde se pondera el interés público, y este último ha tenido diferentes acepciones. Siguiendo la definición de Croteau y Hoynes, cuando hablamos de interés público, se identifica al sistema de medios como una de las áreas clave, en la que los ciudadanos se constituyen, se informan y tienen la posibilidad de deliberación. Desde este enfoque, la evaluación y análisis que de los medios se pueda hacer a la luz de la democracia, definitivamente debe pasar por la prensa, radio, televisión, cine, internet, libros, etcétera, es decir, por todos los productos mediáticos.
En la realidad, el interés público tiene mucho menos atención en los medios, que las ganancias económicas generadas por el sensacionalismo, las historias triviales y el amarillismo. A principios del siglo XXI, el equilibrio entre el interés público y las ganancias económicas de las industrias, es lo que dibuja el dilema de los medios en una democracia; pero estos dos aspectos no lo son todo, ya que la cultura cívica de las sociedades conserva sus propias paradojas y contradicciones que fortalecen la industria comercial mediática.
José Manuel de Pablos Coello, advierte que este tipo de intervenciones que atentan contra la prensa, se encuadran dentro de la llamada prensa amarilla, la cual reconocemos como la antítesis del Periodismo serio, riguroso, objetivo y transportador de la verdad. "Prensa capaz de provocar la noticia aún cuando no existe y de deformar la información con el fin de hacerla más atractiva y comercial, para el crédulo lector".
La apelación a la ética, tiene, pues, una explicación pragmática, de eficacia. Exige salvaguardar permanentemente estos principios de cualquier intento de restricción o coacción procedente de toda forma de poder, así como de su posible degradación, producida por su eventual inobservancia o adulteración por los propios medios o de quienes trabajan en ellos; es decir antes de emitir o de publicar un mensaje, debe ser consciente del poder del instrumento que usa y de los efectos que puede provocar.
La responsabilidad ética, es la que han contraído con la opinión pública y la sociedad en su conjunto. La complementan una responsabilidad para con la comunidad internacional, que tiene que ver con el respeto a los valores universales. Subordinadas a estas dos se reconocen la responsabilidad contractual para con la empresa a la que presta su servicio profesional, y una cuarta responsabilidad derivada del respeto a la Ley civil y penal.
Así bien, Gabriel Almond y Sidney Verba, dieron origen a la idea de cultura cívica, intentando analizar la relación entre actitudes políticas de un pueblo y la naturaleza de su sistema político. En cuanto a que las actitudes políticas de los individuos son influenciadas por los medios de comunicación, éstos deben promover cierto tipo de posturas que den razón de un sistema político democrático o no democrático. La cultura cívica se basa forzosamente en "una estructura social muy diferenciada y articulada, como clases sociales, sectores étnicos y ocupacionales, y grupos religiosos o regionales relativamente autónomos", y particularmente, se caracteriza porque tiene la capacidad de organización y coacción.
Por esta razón, la cultura cívica en una sociedad democrática necesita de un sentimiento popular democrático, producido por la asimilación consciente de los principios democráticos básicos –tolerancia, pluralismo, respeto a los derechos humanos, publicidad de los actos del poder público, responsabilidad de los funcionarios, inexistencia de inmunidades del poder, etc.-.
Sin alejarnos de la cuestión, es obligatorio volver la vista a lo que realmente los medios de comunicación ofrecen y ponderan en un esquema de conglomerados que concentran la información. Recordando que una de las características o estrategia de negocios de las empresas mediáticas es el sensacionalismo o dramatismo en las historias, se crea, pues, un sistema de valores falsos que son sostenidos por estudios de mercado y lanzados como "lo que interesa al público", que no es lo mismo que "el interés público".
El hecho es que si los medios de comunicación no fomentan los valores democráticos y enriquecen la cultura cívica, resulta que el negocio que los medios representan no es compatible con los propósitos democráticos -o útil siquiera al Estado de derecho-. Es más: el sensacionalismo ha probado ser mitigante de los valores democráticos.
"el poder económico se traduce en poder político, que a su vez puede utilizarse para reforzar el poder económico, y así sucesivamente".
"el paso decisivo hacia la democracia es la transferencia del poder de un grupo de personas a un conjunto de normas".
De acuerdo con David Eeaston, políticas es definido como "the authoritative allocation of values for a society", ("La asignación autorizada de valores para una sociedad"), sin embargo, algunos argumentan que no es adecuado hablar de los valores sociales en general, más bien, consiste en individuos que interactúan, maniobran, crean estrategias, cooperan y, mucho más que eso, mientras buscan un objetivo -cualquiera que éste sea- en un grupo social.
Las políticas públicas son implementadas por servidores públicos y su "valor" y credibilidad dependen de la representatividad y legitimidad del gobierno electo, así como de la técnica y preparación de la burocracia.
El valor no existe en sí; es la "propiedad" que adquiere una cosa. O bien los parámetros morales que adquiere una realización humana; la que debe ajustarse a dos grandes limitaciones, no debe perjudicar la libertad de nadie, (si quieren ser respetuosos con los derechos básicos de cada cual), y debe utilizarse para bien y no para mal. Conocer estos valores y cultivarlos, es una forma de integrarse a la familia humana.
En un sistema democrático liberal, para que el gobierno intervenga en un asunto público es necesario que el valor del producto exceda el valor de los recursos invertidos. Además, conciben al ciudadano como consumidor, por tanto, los esfuerzos del sector público deben ser evaluados en función del mercado político de los ciudadanos y de las decisiones colectivas de las instituciones democráticas representativas.
A principios del siglo XX, Robert Dahl consideró dos instituciones básicas de un sistema democrático:
Libertad de expresión. Los ciudadanos tienen el derecho a expresarse, sin correr peligro de sufrir castigos severos, en cuestiones políticas definidas con amplitud, incluida la crítica a los funcionarios públicos, el gobierno, el régimen, el sistema socioeconómico y la ideología prevaleciente.
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