Desde el punto de vista religioso y simbólico, Belzoni tenía ante los ojos piezas de gran valor; fueron vendidas al British Museum y… ¡perdidas! En el actual estado de las investigaciones, sólo subsisten al parecer una diosa hipopótamo, garante de la fecundidad, y una estatuilla con cabeza de tortuga, símbolo de la capacidad de resurrección. Los museos, lamentablemente, no son siempre lugares seguros y uno de los aspectos más tristes de la arqueología es ver cómo se desvanecen, así, objetos que un excavador arrancó del olvido.
La tumba de Ramsés I estuvo, durante mucho tiempo, en peligro, pues una parte del techo se derrumbó sobre el sarcófago y se temió que el conjunto de la sepultura amenazara ruina; apuntalándola, se evitó la catástrofe. La pequeñez de la tumba es poco apta para la invasión de grupos numerosos, y los colores no cesan de degradarse.
La capilla sixtina del arte egipcio: La tumba de Seti I (núm. 17)
Esta tumba puede considerarse la más importante del Valle, en la medida en que su estado de conservación es notable; antes de Seti I, además, sólo algunas partes de la sepultura estaban decoradas. Con él, descubrimos la primera morada de eternidad cubierta por completo de textos y relieves, desde el comienzo del corredor descendente hasta la sala del sarcófago. Y a Belzoni, el buen gigante atormentado, el entusiasta aventurero despreciado por tantos eruditos y espíritus refinados, le debemos tan fabuloso descubrimiento.
La excavación comienza el 16 de octubre. Basándose en sus observaciones sobre el curso del agua de lluvia, Belzoni excava al pie de una pendiente bastante empinada, en una especie de avenida en la que desemboca un torrente durante las precipitaciones. Los fellahs, que a menudo poseen la clave de una exploración y, a veces, están mejor informados que los sabios de despacho, le desaconsejan proseguir; pero el titán de Padua se obstina. A dieciocho pies por debajo del nivel del suelo del Valle, aparece una entrada cerrada por grandes piedras.
El 18 de octubre, a mediodía, Belzoni se abre paso y penetra en una tumba inmensa, de ciento diez metros de largo.
«Esta vez tuve la felicidad que me recompensó ampliamente de todas mis penas -escribe-. Puedo considerar el día de ese descubrimiento como uno de los más afortunados de mi vida. Y quienes saben, por experiencia, tener éxito en una empresa larga y penosa más allá de lo esperado son los únicos que pueden imaginar la alegría que me dominó al penetrar, primero de todos los hombres que actualmente viven en el globo, en uno de los más hermosos y vastos monumentos del antiguo Egipto; en un monumento que se habría perdido para el mundo y que está tan bien conservado que se diría que acababan de terminarlo poco antes de nuestra entrada.»
Belzoni, estupefacto, advierte que toda la tumba está decorada; los colores de los bajorrelieves están intactos; los techos, por los que vuelan buitres de alas desplegadas, símbolos de la madre regeneradora, están intactos. Es una maravilla… ¡y siente el irresistible deseo de llegar al fondo del hipogeo!
Un obstáculo inesperado se lo impide: un pozo de treinta pies de profundidad, catorce de largo y doce pies y tres pulgadas de ancho. A ambos lados, los muros están decorados hasta la bóveda; más allá del borde opuesto, una pequeña abertura permite suponer que la tumba continúa. Una esperanza, una cuerda atada a un pedazo de madera cuelga en el pozo. Cae hecha polvo cuando la tocan. Hay que aguardar al día siguiente, 19 de octubre, para regresar con otra tabla, colocarla sobre el pozo y cruzar el vacío.
Sí, la tumba continúa. La enumeración de las partes de su planta da vértigo: escalera, corredor, escalera, corredor, el pozo, una sala con cuatro pilares, un camino que se detiene en una sala con dos pilares, otro que prosigue por una nueva escalera, un nuevo corredor, una sala pequeña, una sala con seis pilares flanqueada por dos capillas, la cámara funeraria con bóveda de cañón que da, a la izquierda, a una sala con dos pilares y, a la derecha, a una pequeña estancia para el mobiliario funerario y, finalmente, una sala oblonga con cuatro pilares.
El buscador de tesoros se siente decepcionado: un cuerpo de toro, fragmentos de estatuillas momiformes y de distintas estatuas, restos de jarras, pero el Belzoni enamorado de la grandeza de Egipto queda fascinado por la inmensa cámara funeraria, la morada del oro, cuyo techo está cubierto de signos astrológicos y astronómicos. Aquí, el faraón descansa en el cuerpo perpetuamente regenerado de su madre, el cielo. El alma del rey vive en compañía de las estrellas imperecederas, las circumpolares, y de las estrellas infatigables, los planetas. Faraón se convierte en la gran estrella al oriente del cielo que crea las horas del día y las horas de la noche, y atraviesa para siempre tiempos y espacios.
La tumba de Seti I es, también, el conservatorio de los grandes textos simbólicos e iniciáticos que Faraón debe conocer para cruzar las puertas del más allá y vivir en eternidad: Libro de la cámara oculta (Amduat), Ritual de la apertura de la boca, Libro de las puertas, Letanías de Ra, Libro de la vaca celestial. Son las seguras guías que contienen las fórmulas indispensables de conocimiento.
Aquí, Faraón es «el gran dios, dotado de vida»; guiado por la Regla, sigue el camino de Occidente, unido a la luz creadora. Hace ofrendas a todas las divinidades encontradas y su ser regenerado se convierte en el conjunto de las fuerzas divinas. Por sí sola, la tumba de Seti I merecería una larga obra de descripción, traducción y comentarios; ciento setenta y cinco años después de su descubrimiento, no ha sido todavía objeto de una publicación científica y ha sido necesario aguardar hasta 1991 para que se publicaran las fotografías en blanco y negro de Harry Burton, tomadas en 1921.[7]
En 1988, cayeron algunos fragmentos del techo astronómico y la tumba fue cerrada al público. Actualmente se están llevando a cabo trabajos de restauración.
Belzoni advierte distintas etapas en el acabado del dibujo: algunas escenas están más o menos esbozadas, aunque la gran mayoría alcanza la perfección. Es imposible, evidentemente, hablar de que están inconclusas. El italiano, intuitivo, es el primero en comprender -y demasiados egiptólogos olvidan su opinión- que los egipcios quisieron, de este modo, hacernos ver «todo el procedimiento de los artistas encargados del embellecimiento de los sepulcros y los templos». Quien quiera comprender la naturaleza y la técnica del dibujo egipcio, debe, en efecto, estudiar las plantillas de proporciones que esta tumba revela.
Durante su último viaje al Alto Egipto, Belzoni tomará moldes de los bajorrelieves utilizando una mezcla de cera, resina y fino polvo que le permite obtener una pasta fácil de modelar. Él, el manazas, se vuelve entonces delicado y procura no dañar los colores. Atónito, cuenta más de dos mil «figuras jeroglíficas» cuyo tamaño varía de una a seis pulgadas; y no se ocupa todavía de los propios textos, de aquellos textos que viven y transmiten la vida. Muchas sutilezas se le escapan, y otras muchas se nos escapan aún; por ejemplo, algunas frases están escritas al revés pues el mundo subterráneo, mientras se halla en las tinieblas, está invertido. Cuando pasa el sol, en su viaje hacia la resurrección, todo se endereza.
El sarcófago, «del más hermoso alabastro oriental [la calcita]», deslumbra a Belzoni. No tiene igual en el mundo y «se vuelve transparente cuando se coloca una luz tras una de sus paredes». Decorado con figuras y textos del Libro de las puertas, esta obra maestra, cuya tapa fue arrancada y quebrada, se vio por desgracia transportada a Londres y acabó en un museo privado, el de Sloane, en Lincoln's Inn Fields. La comunidad científica internacional debiera movilizarse para repatriar ese sarcófago y devolverlo a su lugar de origen. Lo mismo debiera hacerse en lo que se refiere a los dos bajorrelieves cortados por Champollion y Rossellini, y que se hallan en el Louvre y el museo de Florencia. Si la intención era comprensible -mostrar al mundo la excepcional calidad del arte egipcio, este exilio no es hoy aceptable ya. ¿No se podría disponer al menos, y sin dilaciones, de una copia? La tumba de Seti I encierra un enigma ante el que Belzoni no fue insensible; más allá de la sala del sarcófago, un corredor se hunde en la roca como si el monumento renaciera y continuara. El italiano creyó en la existencia de un paso subterráneo que atravesaba la montaña; es imposible apoyarle o contradecirle porque no se ha iniciado excavación alguna.
Tal dispositivo no es único; existe en otras tumbas y significa, a nuestro entender, que la morada de eternidad, como el templo, nunca se termina. Lleva en sí misma su más allá, que escapa a cualquier comprensión humana. ¿Cómo simbolizar esa zambullida en lo invisible sino por medio de un corredor que se dirige al corazón de la piedra?
Un agá deseoso de botín
El descubrimiento de esta fabulosa tumba causó sensación: muy pronto circularon rumores. ¿No habría el titán de Padua exhumado un tesoro del que no habría hablado a nadie porque quería guardarlo para sí? Un potentado local, el agá de la ciudad de Qena, célebre todavía hoy por sus venganzas, no quiso aceptarlo. Sin perder un solo instante, montó en su caballo y partió a rienda suelta hacia el Valle, en compañía de una pandilla de milicianos armados.
Su llegada no pasó desapercibida; el agá y sus hombres dispararon tiros de pistola al penetrar en la necrópolis real. Belzoni les hizo frente, extrañado ante aquel despliegue de fuerzas. Con relativa amabilidad, el agá exigió visitar el sepulcro donde pudo hacer por fin, al excavador, la pregunta clave: ¿en dónde ocultaba el tesoro? Sus informadores se lo habían descrito: un gallo de oro lleno de diamantes y de perlas. El italiano, no sin trabajo, consiguió convencer a su interlocutor de que no había más riquezas que los prodigiosos bajorrelieves a los que el agá no había prestado atención alguna. Tras aceptar dirigirles una despectiva mirada, concluyó: «sería un buen local para un harén; las mujeres tendrían algo que mirar».
Seti I el admirable
La momia de Seti I no estaba ya en su sarcófago; los sumos sacerdotes Herihor y Smendes I se habían encargado de ella antes de que fuera transferida, en el año 10 de Siamon, al escondrijo de Deir el-Bahari.
La momia del creador de la obra maestra del Valle es la más hermosa de las momias y la mejor conservada; el rostro de Seti I es el de un hombre de raza blanca, grave, austero, de incomparables dignidad y nobleza. Una ligera sonrisa confiere a la expresión la serenidad más completa, que no excluye potencia y autoridad. Contemplar la momia de Seti I no es, ciertamente, enfrentarse a un muerto sino hallarse ante un faraón cuya alma ha vencido el obstáculo del óbito.
Seti I sólo reinó unos quince años (1294-1279) y murió entre los cincuenta y los sesenta años; pero aquel cuarto de siglo vio nacer una tumba sublime, el templo de Abydos, donde fueron revelados los misterios de Osiris y esculpidos los más hermosos bajorrelieves del Imperio Nuevo, la sala hipóstila de Karnak, la más vasta nunca edificada en Egipto, y el templo de los millones de años de Gurna, en la orilla oeste de Tebas. Semejante actividad arquitectónica, el genio de los arquitectos y los escultores que trabajaron en aquel bendito tiempo nos deja atónitos.
Cierto es que el rey se había colocado bajo la protección de Seth, el detentador del poder celestial; reina sobre un Egipto rico y apacible y, adepto de Seth, el asesino de Osiris, hizo edificar el mayor templo jamás construido para el dios muerto y resucitado, en Abydos, con el fin de que la fuerza destructora se vuelva fuente de resurrección.
Seti I, con el fin de garantizar la seguridad de las Dos Tierras, tomó de nuevo con mano firme el control de Siria-Palestina; beduinos y libios fueron controlados por el ejército y la policía del desierto. Ninguna amenaza de invasión perturbó el clima sereno que permitió a Seti el admirable construir las moradas divinas.
Gloria y decadencia de Belzoni
Pese a su formidable descubrimiento y a la primera exploración de la pirámide de Kefrén, Belzoni ve cómo su situación se degrada. No soporta ya ser el criado del cónsul general británico y se pelea con él, pero no se entiende mejor con sus adversarios, los franceses. Ni Salt ni el British Museum le agradecen los servicios prestados; no logra obtener el puesto oficial que pondría fin a su vagabundeo. Convertido en persona non grata, incapaz de financiar personalmente las excavaciones y obtener autorizaciones, sólo puede ya abandonar Egipto en 1819 y poner rumbo a Inglaterra, tras haber pasado por Italia y por su ciudad natal, donde es recibido como un héroe.
A fines de 1819 está en Londres. Gracias a los dibujos en color de Beechey y de Ricci, organiza una exposición de reproducciones de la tumba de Seti I. El éxito es inmenso; es la primera gran revelación del arte egipcio que, tras tantos siglos de olvido, se pone bruscamente de moda. El libro donde Belzoni cuenta sus aventuras obtiene, también, el favor del público. En resumen, el titán de Padua se convierte en una celebridad; con un indudable sentido del espectáculo, desenvuelve una momia ante una concurrencia compuesta por lores y ladies. Por lo tanto, incluso las momias pueden tratarse ya; por lo que a los faraones se refiere, en adelante forman parte de la cultura europea.
En 1822, el año en que Champollion descifra los jeroglíficos, la exposición de Belzoni llega a París. El éxito se confirma. Sin embargo, el descubridor de la tumba de Seti I sigue sin obtener la estabilidad soñada. ¿Qué le queda salvo la aventura? Sale hacia Tombuctú, con la intención de llegar a las fuentes del Níger y obtener así nueva fama. Pero, esta vez, la expedición termina mal; el 3 de diciembre de 1823, con sólo cuarenta y cinco años, el titán de Padua muere de disentería.
Ciertamente, Belzoni se equivocó al afirmar que en el Valle de los Reyes no quedaba ya nada por descubrir; pero marcó indeleblemente su historia al descubrir las tumbas de Ramsés I y de su hijo Seti I. El mejor modo de resumir un personaje simpático y excesivo a la vez es citar uno de sus pensamientos, ingenuo y profundo al mismo tiempo: «Los egipcios eran una nación primitiva: no encontraron modelos que imitar y se vieron obligados a inventar y crear».
La cotidianeidad egipcia de un gentleman
El Valle es una gran dama de generoso corazón; ninguna clase de hombre la asquea, siempre que sienta interés por ella. Tras el bullidor y tempestuoso Belzoni, el siguiente explorador, James Burton, que trabajó en el paraje a partir de 1820, es exactamente lo opuesto: lento, preciso, meticuloso, no haría descubrimiento espectacular alguno. Sin embargo, gracias a él, el conocimiento del paraje progresará un poco; tras el tiempo del titán, llega el de una hormiga británica.
A comienzos del siglo XIX, el apasionado por la arqueología debe tener un evidente sentido de la organización y adaptarse a las condiciones locales. Su primera tarea en El Cairo consiste en alquilar un barco, que habrá tenido la precaución de desinfectar para que la mugre, los insectos y las ratas se vean reducidos al mínimo; si llega con buena salud a Tebas, se alojará en el templo de Karnak, si le interesa la orilla este, o en una tumba de la orilla oeste, si le fascina el Valle de los Reyes. En Gurna, donde los aldeanos han construido sus casas sobre las sepulturas de los nobles tebanos, es fácil encontrar morada. El arqueólogo debe aportar lo necesario: una cama, una mosquitera, sillas, un tablero de dibujo, un sextante, medicamentos contra la diarrea y la oftalmia, té, vino, coñac y, naturalmente, las obras de los autores antiguos y los modernos excavadores.
La comodidad es sumaria, pero la experiencia no es tan dura; el salario de los criados no es muy elevado y un hombre de calidad debe tener varios. Antes de que salga el sol, el primero de ellos abre la puerta de la alcoba y anuncia alegremente: «¡El sol, señor!»; el segundo sirve una taza de café y una pipa, el tercero un sólido breakfast. ¿Cómo no sentirse en forma, tras tantas precauciones, para subir a un asno y dejar que el borriquillo os guíe hasta el Valle? Allí hay que observar, medir, dibujar, excavar; a mediodía, es conveniente regresar para comer. Aves, arroz, pastas, agua del Nilo y un vaso de vino francés en el menú. Viene luego la indispensable siesta, después del café. Finalmente, se regresa al trabajo, hasta el ocaso, con la esperanza de descubrir una tumba intacta.
Un enamorado de los planos
El honorable James Burton, que apreció los goces de aquella regulada existencia, fue un enamorado de la arqueología precisa, del dibujo puntilloso, del análisis arquitectónico y de los planos de las tumbas reales. Coleccionó, efectivamente, algunas antigüedades que se dispersaron en Sotheby's, pero redactó sobre todo setenta volúmenes de notas, planos y dibujos, ofrecidos al British Museum después de su muerte.
Poco preocupado por lo sensacional, el honorable señor Burton piensa primero en proteger la magnífica tumba de Seti I haciendo edificar muretes que impidan al agua invadirla y degradarla; luego vacía el pozo que tanto había molestado al impaciente Belzoni en su avance.
Intenta también vaciar la enigmática tumba núm. 20 -que, según más tarde sabremos, fue una de las sepulturas de la célebre Hatshepsut-, pero debe renunciar a la empresa; el polvo hace irrespirable el aire y la tarea exige una organización de la que se siente incapaz. James Burton no es un conductor de hombres y no tiene las cualidades de un jefe de equipo; prefiere visitar las tumbas abiertas, observarlas de cerca y trazar sus planos. Advierte, por ejemplo, que una parte del techo de la tumba de Ramsés VI está hueca; por un agujero que se abre a bastante altura en el muro del corredor, es posible introducirse en otra tumba. Para evitarlo, el maestro de obras aumentó el ángulo de inclinación del corredor.
Burton no es sólo un observador sino también un descubridor, aunque sus éxitos fueran modestos; la tumba núm. 3, primero, sin inscripciones ni decoración, destinada tal vez a uno de los hijos de Ramsés III; la tumba núm. 12, luego, muda también, que se abre al sur de la sepultura de Ramsés VI. De unos ciento siete pies de longitud, baja, es un caso único en el Valle, si nos atenemos al plano de James Burton, ¡el único que se ha establecido! Tiene, en efecto, muchas cámaras laterales; ¿se trataría de un panteón familiar fechado en la XVIII dinastía? El monumento fue cuidadosamente excavado, pero los muros están desesperadamente blancos, a excepción de las marcas de los artesanos para indicar «norte» y «sur».
La tumba de Meriatum (núm. 5)
James Burton realizó un tercer descubrimiento, más relevante; se trata también de una tumba no real, cuyo propietario es conocido, Meriatum, «El amado de Atum», uno de los hijos de Ramsés II, y sobre todo uno de los sumos sacerdotes de Heliópolis que llevaban el título de «Grande de los videntes» (o «El que ve al grande»). Personaje de consideración, en consecuencia, que fue uno de los primeros dignatarios del país en tiempos del más famoso de los Ramsés.
Naturalmente, el meticuloso James Burton levanta un plano del extraño monumento; un corredor lleva a una estancia cuadrada de dieciséis pilares en el que se abren varias cámaras. Nada comparable existe en el Valle ni en el resto de Egipto. A la izquierda de la entrada, la diosa Maat; en la tumba, muy deteriorada, Burton no señala objeto alguno.
Esta sepultura, digna de interés, no sólo no se estudió nunca de modo sistemático sino que hoy se ha perdido. Nadie ha entrado en ella desde 1920 y se halla en alguna parte, bajo el moderno aparcamiento, en un lugar que la hacía fácilmente inundable. Como la escala del plano de Burton se ha perdido también, no tenemos idea exacta alguna sobre sus dimensiones.
Tras los resonantes éxitos de Belzoni las hazañas de Burton parecen muy pobres; pero ¿tener tres tumbas del Valle, aunque no sean reales, en su activo no es acaso un honroso resultado?
¡Se han descifrado los jeroglíficos!
El 27 de septiembre de 1822, Jean-François Champollion lee su «Carta al señor Dacier», donde expone los principios para descifrar los jeroglíficos. En el mismo instante, y en función de una de esas casualidades de la historia que se confunden con el destino, pasan ante el Instituto de Francia unas barcazas que transportan las enormes reproducciones de la tumba de Seti I que se expondrán en París. Champollion será el más atento de sus visitantes. ¿Vio a Belzoni y hablaron del Valle de los Reyes? Lo ignoramos. Es fascinante pensar que el genial descifrador se demoró en las reproducciones de la más hermosa tumba de aquel Valle que tanto esperaba explorar y al que Belzoni nunca regresaría, aquel Belzoni que tantos textos había visto sin poder leerlos.
El fabuloso descubrimiento de Champollion permitía leer los nombres de los reyes inscritos en los óvalos llamados «cartuchos», comenzar a comprender las bases de la civilización, establecer una cronología, un orden de las dinastías, en resumen, abrir un gigantesco libro cerrado desde que la última comunidad de adeptos egipcios, la del templo de Filae, había sido aniquilada por fanáticos cristianos, en el siglo VI de nuestra era. Podríamos creer que Champollion fue festejado y cubierto de honores. Muy al contrario, numerosos oponentes, tanto franceses como extranjeros, discutieron la validez del desciframiento. Entre ellos están los miembros de la expedición de Egipto, celosos del joven egiptólogo más sabio que ellos, cuando aparecían los últimos volúmenes de la Description. El conde de Forbin, director de los Museos nacionales y espíritu mediocre, desplegó numerosos esfuerzos para dificultar la carrera de Champollion.
Éste no había tenido posibilidad todavía de partir hacia Egipto para verificar la magnitud de su descubrimiento; no será él el primero en leer los nombres de los reyes inscritos en las tumbas del Valle, sino un inglés: John Gardner Wilkinson.
El orden y el método británicos
Ya a la edad de doce años, Wilkinson, hijo de clérigo, hace una primera estancia en Egipto; nace una pasión que no hará sino aumentar durante las tres largas estancias que le llevarán al envidiable estado de primer egiptólogo ennoblecido, en 1837.
Tras sus estudios en Harrow y Oxford, se destina a una carrera de oficial; pero la llamada de Egipto es más fuerte. Un diplomático, sir William Gell, le alienta; como el joven dispone de algunos medios económicos, gracias a sus padres, se instala en Tebas ya en 1824, en una gran casa de ladrillos crudos, adornada con dos torreones, en la colina de Gurna, con la firme intención de proceder a un estudio sistemático de las tumbas del Valle.
Paciente y meticuloso, corrige los errores de sus predecesores y se interesa por lo que hoy se denomina «la cultura material» y la vida cotidiana de los antiguos egipcios. Redacta una obra monumental en cinco volúmenes, The Manners and Customs of the Ancient Egyptians, que le valdrá una reputación internacional. Como no tiene una cabeza metafísica y filosófica, Wilkinson no intentará comprender el significado de las tumbas reales, sino inventariarlas y clasificarlas; utilizando el método descifrador de Champollion, lee el nombre de los reyes inscrito en los cartuchos y, a partir de 1826, establece una primera lista cronológica de los faraones del Imperio Nuevo basándose en la documentación que proporcionan el Valle y otras inscripciones.
El bote de aceite oscuro de 1827
Para el Valle, 1827 es un año que cuenta, no porque Wilkinson saque a la luz una tumba extraordinaria sino porque numera todas las tumbas conocidas hasta entonces. Equipado con un bote de aceite oscuro y un pincel, inscribe los números a la entrada de cada sepultura; parte de la tumba más baja, asciende por el camino central atravesándolo a derecha e izquierda, hasta el punto más alto del Valle. Luego regresa al área central y desciende hacia la torrentera donde Belzoni descubrió la tumba de Seti I, a la que atribuye el núm. 17. Se dirige luego hacia la tumba de Montu-her-kopeshef, que recibe el núm. 19, luego desciende hacia las pendientes bajas del Valle. Así se otorgaron los veintiún primeros números. Wilkinson numera las catacumbas del valle del oeste en un sistema separado.
Advirtiendo que varias tumbas de la XIX dinastía estaban situadas en las partes bajas, Wilkinson teme que se inunden en las próximas lluvias torrenciales; asistió, por otra parte, a ese cataclismo cuando afectó la tumba de Merenptah. Un furioso torrente arrastró restos de roca que se introdujeron en el hipogeo. Conscientes ya del peligro, los antiguos habían construido pequeños diques ante las tumbas más vulnerables y bloqueado las puertas con piedras secas selladas con yeso muy resistente. Pero esos dispositivos se habían visto destruidos tras el abandono del Valle, expuesto ahora a la intemperie.
La tumba que apasionó a Wilkinson fue la de Ramsés III, no por sus colores sino por la representación de varios objetos utilizados cotidianamente: sillas, jarras, cestos, alfarería, etc. En opinión del arqueólogo, este material revelaba un alto grado de refinamiento.
Naturalmente, no desdeñó los dos famosos arpistas, que dibujó, al fin, con precisión.
Entre 1820 y 1830, Wilkinson copia las inscripciones y dibuja las escenas de las tumbas reales; ese enorme trabajo está reunido en cincuenta y seis preciosos volúmenes que contienen escenas desaparecidas o dañadas hoy. El arqueólogo, que sufría de oftalmia, se ve obligado a cambiar el Valle por las zonas desérticas donde el aire es más seco. No ha descubierto ninguna tumba nueva, es cierto, pero ha puesto a punto una topografía de Tebas y una numeración que sigue utilizándose.
Como Belzoni, Wilkinson está convencido de que en el Valle no hay ya nada que encontrar; la más antigua tumba conocida es la de Amenhotep III y, desde Ramsés I, casi todas las sepulturas de los soberanos han sido identificadas. Las que faltan fueron, por lo tanto, excavadas en otra parte.
El arqueólogo inglés es un personaje estirado, distante, que no inspira simpatía; demasiado preocupado por los detalles y los aspectos materiales de la realidad egipcia, no advirtió la grandeza del Valle. Pero su trabajo sigue siendo digno de estima y sus «maneras y costumbres» de los antiguos egipcios servirán durante largo tiempo como obra de referencia, gracias a un hombre de campo.
Correspondería al padre fundador de la egiptología, Jean-François Champollion, situar el Valle en su verdadera perspectiva.
El sueño realizado
Cuando llega a Egipto, Jean-François Champollion realiza su sueño más querido, conocer por fin la tierra de los faraones a la que se ha consagrado desde su juventud. Descifrar los jeroglíficos, ésa fue la vocación que le guió día tras día. Superdotado, aprendió gran cantidad de lenguas antiguas, preparándose para la iluminación de 1822, durante la que exclamó: «¡Ya lo tengo!», antes de desvanecerse. El desciframiento fue una cuestión de ciencia, de intuición y de videncia; todavía hoy parece una extraordinaria hazaña. En cuanto percibió las leyes de esa lengua en la que se mezclan lo simbólico y lo fonético, preparó una gramática, un diccionario y un tratado de mitología, trabajó con inagotable energía aunque su salud fuera frágil.
Tras mil dificultades, se embarcó finalmente hacia Egipto, a la cabeza de una expedición franco-toscana; el viaje estuvo a punto de ser anulado hasta el último minuto. Cuando el exiliado llegó a su patria espiritual, superó todos los obstáculos que levantaron en su camino Mohamed Alí, el cónsul general de Francia, Drovetti, y los traficantes de antigüedades; el descifrador quiso verlo todo, conocerlo todo, como si presintiera que aquel primer viaje de 1828-1829 iba a ser también el último.[8]
Una caravana de asnos y sabios
La primera visita de Champollion al Valle tuvo lugar en noviembre de 1828; fue una simple toma de contacto: «Iba a visitar a los viejos reyes de Tebas en sus tumbas o, mejor, en sus palacios excavados a cincel en la montaña de Biban el-Muluk; allí, de la mañana a la noche, a la luz de las antorchas, me cansé recorriendo la sucesión de aposentos cubiertos de esculturas y pinturas, en su mayoría de sorprendente frescura». Luego la expedición se dirige al gran sur y llega hasta la segunda catarata; en el camino de regreso, de marzo a junio de 1829, Champollion decide permanecer en el Valle para copiar lo esencial de las escenas y los textos de las tumbas reales. Su dibujante Néstor l'Hôte, que le conoce bien, no se hace demasiadas ilusiones: ¡lo esencial será todo! Conquistado, también él, por el Valle, no hará reproche alguno al descifrador pese al ritmo de trabajo que impone: tras la muerte de Champollion, L'Hôte regresará solo para completar sus dibujos.
«Una caravana compuesta de asnos y sabios», así describe Champollion la llegada de su equipo al lugar, cuidando de respetar el orden jerárquico de los factores; la carta del 25 de marzo de 1829 precisa las condiciones de alojamiento: «Ocupamos el mejor aposento y el más magnífico que pueda encontrarse en Egipto. El rey Ramsés (IV) nos da hospitalidad, pues habitamos todos su magnífica tumba, la segunda que se encuentra, a la derecha, al entrar en el Valle de Biban el-Muluk. Este hipogeo, de admirable conservación, recibe bastante aire seco y bastante luz para que estemos maravillosamente alojados… Es realmente una morada de príncipe, con el único inconveniente de la sucesión de estancia; el suelo está por completo cubierto de esteras y cañas; finalmente, los dos kauas (nuestros guardas de corps) y los domésticos duermen en dos tiendas plantadas a la entrada de la tumba».
Champollion, con mala luz, en posiciones extenuantes, respirando polvo, copia día y noche; se entrega al Valle y moviliza toda su energía, hasta el punto de caer desvanecido en la tumba de Ramsés VI cuyo mensaje espiritual le fascina.
En mayo, establece formalmente que el Valle es la necrópolis de los reyes originarios de Tebas, capital de Egipto por aquel entonces; cada tumba tiene su entrada propia y no se comunica con ninguna otra, a menos que algunos ladrones hayan excavado galerías. Y se extasía. ¡Qué inmenso trabajo para crearlo!
Admira las tumbas de Ramsés I, de Merenptah, de Seti I (en la que corta un sublime relieve para mostrar al mundo la perfección del arte egipcio), de Ramsés III (cuyos arpistas hace dibujar correctamente), de Ramsés VI y de Tausert; su gran decepción es el estado de la tumba de su querido Ramsés II, que encuentra llena de cascotes y habitada por serpientes y escorpiones. «Haciendo excavar una especie de intestino en medio de los restos de calcáreo que llena esta interesante catacumba, llegamos, arrastrándonos a pesar del extremado calor, hasta la primera sala. Este hipogeo, según lo que puede verse, fue ejecutado a partir de un plano muy vasto y fue decorado con esculturas del mejor estilo, a juzgar por los pequeños fragmentos que subsisten todavía.» Champollion preconiza una excavación completa que permita estudiar la tumba… ¡Una excavación que no ha sido practicada todavía!
Champollion el visionario
La estupidez humana irrita al descifrador: «Varias de esas tumbas reales llevan en sus paredes el testimonio escrito que eran, hace muchos siglos, abandonadas y visitadas sólo, como en nuestros días, por muchos curiosos desocupados que, como los de nuestros días, creían identificarse para siempre garabateando sus nombres sobre las pinturas y los bajorrelieves, que quedaron así desfigurados. Los tontos de todos los siglos tienen ahí numerosos representantes».
Este acceso de cólera no le impide hacer una predicción que se revelará acertada, pese a las opiniones de Belzoni y de Wilkinson: «Es probable que todos los reyes de la primera parte de la XVIII dinastía descansen en este mismo Valle, y que sea ahí donde deban buscarse los sepulcros de Amenhotep I y II, y de los cuatro Tutmosis. Sólo podrán descubrirse ejecutando inmensos movimientos de tierra al pie de las grandes rocas cortadas a pico en cuyo seno fueron excavadas estas tumbas».
Las cualidades de visionario del padre de la egiptología no se ejercieron sólo en el terreno arqueológico; descifrador de los jeroglíficos, Champollion lo fue también del Valle cuyo mensaje fundamental, con fulgurante intuición, logró percibir. Trabaja a menudo solo en las tumbas, para escuchar «la voz de los antepasados», en silencio y recogimiento; sin más instrumento de trabajo que su mirada, consigue leer textos de gran dificultad y desvelar «las viejas verdades que creemos muy jóvenes». Las representaciones de los suplicios de los condenados evocan El infierno de Dante, pero, más allá de las imágenes, se produce el encuentro del ser transfigurado -Faraón- con las fuerzas divinas, y se afirma la inmortalidad del alma.
Champollion es capaz de percibir el secreto inscrito en los hipogeos y su razón de ser; en unas pocas líneas, da la clave básica del recorrido simbólico que lleva desde la entrada hasta la sala del sarcófago: «Durante su vida, parecido al sol en su carrera de oriente a occidente, el rey debía ser el vivificador, el iluminador de Egipto y la fuente de todos los bienes físicos y morales necesarios para sus habitantes; el faraón muerto fue pues, también, comparado naturalmente con el sol que se pone y desciende hacia el tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de nuevo por oriente y devolver la luz y la vida al mundo superior». (Carta del 26 de mayo de 1829.)
Faraón y la luz son de la misma naturaleza; su aventura es idéntica. Si el sol no renace por la mañana, la naturaleza muere; si Faraón no resucita con él, la sociedad humana se sume en el caos. Como ha demostrado Assmann, los egipcios pensaron que el modelo faraónico, que está más allá de la Historia, era indispensable para la buena marcha del universo. Por ello, la enseñanza del Valle es, también, indispensable para la edificación de la espiritualidad; como Champollion comprendió, escenas y textos nos revelan las leyes del más allá y la vía de acceso para vivir en eternidad.
Las consecuencias de aquel desciframiento fueron considerables. Al probar que la Biblia no poseía la verdad absoluta, Champollion trastornó los hábitos y chocó con la Iglesia. Fue necesario admitir que la civilización se remontaba mucho más allá de Moisés; además, el padre de la egiptología demostró que los egipcios no eran idólatras ni politeístas, y que habían desarrollado una noción de la divinidad tan pura como la del cristianismo.
Aquella breve estancia en el Valle señaló una verdadera revolución del pensamiento; varios milenios de espiritualidad resucitaron y, a través de ellos, se perfiló una visión, a la vez muy antigua y muy nueva, de la vida y de la muerte. Champollion llevó a cabo una zambullida en las profundidades del alma egipcia y nos abrió un camino que estamos muy lejos de haber recorrido hasta el final; su experiencia supera el marco de la egiptología escolar y se inscribe, más bien, como la de un maestro espiritual. «Debes considerarme como un hombre que acaba de resucitar -escribe a su hermano, el 4 de julio de 1829-; hasta los primeros días de junio, yo era un habitante de las tumbas donde no se ocupan demasiado de las cosas de este mundo.»
Champollion no descubrió ninguna tumba nueva, pero vivió y transmitió el misterio del Valle; Wilkinson se ocupaba del número, Champollion percibió el Número, la realidad secreta. Su muerte frenó el florecimiento de la naciente egiptología. Traicionado, incomprendido, no tuvo ningún discípulo directo; sus obras más importantes no fueron publicadas y deberemos aguardar la época más reciente para verlas renacer.
Olvidando su predicción, la mayoría de los eruditos creyeron que el Valle estaba agotado y que todas sus tumbas habían sido sacadas a la luz.
El tiempo de los artistas
Entre 1820 y 1840, el Valle se convirtió en un lugar predilecto para los arquitectos y los artistas que se complacían dibujando las escenas de las tumbas reales; de este modo, el escocés Robert Hay, hijo de un terrateniente, se hizo construir una casa tras haber vivido en la tumba de Ramsés VI. En el suelo, alfombras compradas en El Cairo; contra las paredes, divanes y almohadones; cerca de la tumba, un corral con patos y pollos. Ante la entrada del sepulcro, perros guardianes. Trabajaban en los corredores, al abrigo del sol, y su mesa era la mejor posible.
Robert Hay, en un plazo de catorce años, efectuó varios viajes y reunió a su alrededor a jóvenes arquitectos y dibujantes, enamorados unos de Egipto y cediendo otros a una moda; a partir de 1842, Hay y su equipo efectuaron una considerable tarea; cuarenta y nueve volúmenes de dibujo, en los que se reproducen escenas desaparecidas o degradadas, serán depositados en el British Museum. Esta documentación, poco conocida, merecería una publicación.
Ni Hay ni sus compañeros pensaron en excavar; el Valle era un paraje tan bien explorado que parecía inútil desplegar vanos esfuerzos.
La expedición de Lepsius el prusiano
El Valle había acogido ya a algunos aventureros, eclesiásticos, soldados, sabios, artistas… Le faltaba todavía un emisario del rey de Prusia, el lingüista y museógrafo Carl Richard Lepsius que permaneció en Tebas de octubre de 1844 a febrero de 1845. Autoritario, organizado, condujo a redoble de tambor un disciplinado equipo que visitó el máximo de parajes y cuya ambición fue publicar una nueva descripción de Egipto centrada en la arqueología; el proyecto adoptará la forma de una monumental colección de textos y planchas, los Denkmäler aus Aegypten und Aethiopien que todos los egiptólogos dotados de suficiente fuerza física han manejado un día u otro; con las Notices descriptives y los Monuments d'Egypte et de Nubie de Champollion, son las primeras publicaciones arqueológicas de gran valor a las que debemos remitirnos para seguir la huella de monumentos desaparecidos.
Lepsius no marcó el Valle con su huella; se limitó a despejar algunas tumbas y levantar nuevos planos cuando consideró que los antiguos eran demasiado inexactos. Hizo un estudio sumario de la tumba de Seti I, rozó la gigantesca tumba núm. 20 y se ocupó de la sepultura de Ramsés II, de la que habría deseado sacar el sarcófago del ilustre faraón. Decepcionado, no encontró ni rastro. Sin duda es el autor de algunas degradaciones en la tumba de Seti I, de la que salió llevándose fragmentos de bajorrelieve.
El desencanto de Alexander Rhind
En distintos países, ciertos sabios se negaron a ver morir la egiptología tras el óbito de Champollion, cuyo descubrimiento fue discutido durante largo tiempo.
En Francia, el señor De Rouge estudió los textos de acuerdo con su método, cuya eficacia demostró. Alexander Rhind, por su parte, hombre de leyes de Edimburgo, obligado a permanecer en Egipto por su mala salud, decidió practicar la arqueología con rigor y método.
Estableciéndose en Gurna, en la orilla occidental de Tebas, comenzó a excavar en el Valle en 1855, a la cabeza de un equipo de veinte obreros y con una idea algo loca: ¿y si no hubieran sido descubiertas todas las tumbas?
Hacia 1850, la guerra de los cónsules había terminado por falta de combatientes y de hallazgos maravillosos; ¿quién podía pensar en iniciar largas investigaciones cuando expertos como Belzoni y Wilkinson habían considerado el paraje como definitivamente estéril? Como no existía reglamentación alguna, pequeños buscadores de tesoros cavaban aquí y allá, con la esperanza de echar mano a algún objeto precioso para revenderlo a buen precio en el mercado clandestino de antigüedades.
Pero el Valle se envolvió en su dignidad y se negó a esos ocasionales desvalijadores. Alexander Rhind era de otro temple; fue el primero que aplicó una ley básica de la arqueología moderna, anotando la posición exacta en la que encontraba un objeto. De momento, el detalle podía parecer sin importancia pero, tras una excavación bien dirigida, proporcionaba con frecuencia preciosas indicaciones.
Rhind esperaba excavar pulgada a pulgada, aunque las primeras tentativas fueran decepcionantes; ¡por fin la entrada de una tumba! La excitación del escocés llegaba al colmo. Tras dos días despejando, tuvo que rendirse a la evidencia, se trataba sólo de una roca que parecía haber sido tallada por manos humanas. Desencantado, decidió abandonar el Valle de los Reyes y explorar la rama oeste; pero su salud en declive le impidió llevar a cabo su proyecto. Entre Rhind, de evidente buena voluntad, y el Valle, no se estableció una corriente de simpatía; el total fracaso del escocés tendía a confirmar la inexistencia de otras tumbas.
Auguste Mariette o el Valle olvidado
De 1857 a 1872, Auguste Mariette, uno de los gigantes de la arqueología egipcia, excavó un considerable número de parajes. Hombre rudo, de difícil trato, paseó por todo Egipto su alta talla y sus autoritarias maneras. Temido y poco amado, impuso su formidable poder de trabajo y su pasión por la civilización de los faraones. En Mariette había algo de Belzoni; excavó mucho, con excesiva prisa a menudo, trazó su camino sin preocuparse por sus detractores y nunca cuidó su salud. Pero Belzoni fue siempre un aficionado mientras Mariette se convirtió en un profesional; no sólo se preocupó de exhumar sino también de preservar y conservar. Ya en 1857, propuso una legislación para terminar con el pillaje de antigüedades y consideró la creación de un museo en el que estarían a salvo de toda clase de codicia. En Bulaq, en un modesto local del barrio viejo de El Cairo, el obstinado Mariette abrió el primer museo de antigüedades egipcias en el propio Egipto; él fue, también, quien puso los fundamentos del futuro Servicio de Antigüedades, encargado de organizar y supervisar las excavaciones.
¿Y el Valle? Mariette, el devorador de parajes, lo olvidó. Sin duda consideró que no tenía ya nada que revelar, de acuerdo con la opinión corriente; sin embargo, lo hizo vigilar y dio consignas a los guardianes de las tumbas para evitar nuevas degradaciones. Aunque la eficacia de aquellas órdenes fue dudosa, pusieron freno sin duda a la actividad de los iconoclastas.
En 1860 se tomó la primera fotografía conocida del Valle; se ve en ella la antigua entrada del paraje, bastante estrecha, que por desgracia fue destruida en 1950 para dar paso a la carretera. Esta nueva técnica, tan útil para los arqueólogos, no suprimió la necesidad del dibujo, más explícito a menudo; pero comenzaba una nueva era.
Hacia 1870, Egipto se abrió al progreso; una sociedad europea, compuesta sobre todo por franceses e ingleses, se puso a la cabeza de sus finanzas, su comercio y su industria. Era agradable vivir en aquel país, sus posibilidades futuras parecían interesantes, su pasada grandeza sólo pedía renacer; pero el pueblo iba a pagar el precio del cambio y los políticos llevaron pronto a su nación al borde de la bancarrota.
1870 es una fecha significativa en la historia del Valle; aquel año, en efecto, aparecieron en el mercado clandestino de antigüedades unos objetos muy extraños. A los conocedores no les cupo duda alguna: procedían de una tumba real.
El escondrijo de Deir el-Bahari
Un nuevo conquistador: Gastón Maspero
Gracias a los esfuerzos de De Rouge, la egiptología no murió y la obra de Champollion no se olvidó por completo. Pacientes y laboriosos, jóvenes eruditos aprendieron los jeroglíficos y se formaron en la práctica de una nueva ciencia que alimentaron, poco a poco, con publicaciones francesas, inglesas y alemanas. Entre ellos, sobresale un nombre, el de Gastón Maspero, nombrado director de la nueva escuela de arqueología de El Cairo, adonde llega en 1881. Puesto a la cabeza del Instituto francés de arqueología oriental (IFAO), tuvo que aclimatarse a un Egipto que estaba descubriendo y afrontar una terrible prueba, la muerte de Auguste Mariette, agotado por largos años de intenso trabajo. Dramático final de una vida, puesto que Mariette estaba solo, necesitado, carecía de un reconocimiento oficial que sólo logrará después de su muerte; además, durante las últimas horas de su existencia, vio cómo se desmoronaba una de sus más obstinadas teorías. No había creído en el Valle, no creía que en el interior de las pirámides figuraran inscripciones. Pero Maspero, al penetrar en las pirámides de la VI dinastía, advirtió que sus paredes estaban cubiertas de franjas verticales de jeroglíficos, formando el más antiguo texto sagrado de Egipto. Mariette se había equivocado en un punto fundamental. Maspero emprenderá una traducción de aquellos Textos de las pirámides, de temible dificultad; fue su primera conquista arqueológica, pero le aguardaba otro milagro.
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