- Introducción
- El Paraje y Su Misterio
- ¿Sobrevivirá el Valle?
- Nacimiento, gloria y decadencia del Valle de los Reyes
- ¿Qué es una tumba real?
- La cofradía de los constructores
- Del abandono del Valle a la invasión árabe
- De la conquista árabe al primer excavador
- James Bruce y Ramsés III
- La expedición de Egipto y Amenhotep III
- Belzoni, el buscador de oro
- El meticuloso señor Burton
- Wilkinson el numerador
- Champollion descifra el Valle
- Momentos bajos
- El escondrijo de Deir el-Bahari
- La tumba de Ramsés VI o la alquimia de la luz
- Tutmosis III (núm. 34) y el afortunado señor Loret
- Amenhotep II (núm. 35) o el segundo escondrijo real
- Tutmosis I el fundador y la nueva fortuna de Loret
- Un guerrero nubio, un alcalde de Tebas y tres cantores
- Theodore Davis, Howard Carter y Tutmosis IV
- La increíble tumba de la reina-faraón Hatshepsut
- ¿El faraón del Éxodo?
- Los primeros pasos de Ayrton y de Ramsés IV
- La tumba intacta de Yuya y de Tuya (núm. 46)
- Los éxitos de Ayrton: Un faraón, algunos perros y un visir
- La misteriosa tumba núm. 55 y el faraón de la máscara de oro
- Reyes, arqueólogos y un pequeño tesoro
- La tumba de Horemheb (núm. 57)
- Un artista desafortunado y una reina-faraón
- Carter, Amenhotep I y la gran guerra
- De la exaltación al fracaso: Las derrotas de Carter
- Tutankamón o el triunfo de Carter
- De los primeros tesoros a la muerte de lord Carnarvon
- Caída y redención de Howard Carter
- El enigma Tutankamón
- Las tumbas que no se encuentran
- Las Tumbas ?Privadas?
- El mensaje del Valle
- Anexos
- Bibliografía
- Fotografías incluidas en el libro.
Introducción
«El Valle de los Reyes… ¡Cómo hace soñar ese simple nombre! -escribe Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón-; de todas las maravillas de Egipto, no hay una sola que impresione tanto la imaginación. Aquí, lejos de los ruidos de la vida, en este valle desértico, dominado por la "cima", como por una pirámide natural, yace una treintena de reyes.»
El más célebre y visitado paraje del Egipto faraónico, el Valle de los Reyes, sigue siendo misterioso; subsisten numerosos enigmas.
El descubrimiento de las tumbas fue una verdadera epopeya que merece ser contada; aventureros, buscadores de tesoros y sabios se ilustraron de distintos modos, por lo general con una pasión que sólo un paraje de tanto poderío podía inspirar. A lo largo de esta obra encontraremos sorprendentes personalidades que ofrecieron al Valle una parte esencial de su existencia, buscando los secretos de los reyes de Egipto. ¡Cuántos golpes de teatro, locas esperanzas, decepciones, indescriptibles alegrías! Excavar, encontrar un faraón más o menos conocido por los textos y los objetos, seguir la pista de un fantasma que, de pronto, se convierte en realidad, cavar en una tierra milenaria para penetrar en una sepultura, intacta tal vez a través de los siglos, admirar pinturas y relieves de inefable belleza, leer textos que revelan las claves de la resurrección… ¿Cuántas emociones ha vivido el Valle, cuántas ha engendrado?
Durante cinco siglos y tres dinastías, las XVIII, XIX y XX, de 1552 a 1069 a. de C, el Valle fue utilizado para albergar las momias de los soberanos y algunos dignatarios admitidos a permanecer para siempre junto a los monarcas que marcaron con su huella aquel brillante período de la historia egipcia conocido con el nombre de Imperio Nuevo, de acuerdo con una denominación inspirada en la historiografía prusiana del siglo XIX. En aquella época, Egipto era un país rico y poderoso, faro de las civilizaciones mediterráneas y centro de una luminosa espiritualidad. Contar la historia de las excavaciones y los excavadores nos permitirá, de paso, evocar el reinado y la personalidad de los reyes que hicieron de Tebas su capital y del Valle su morada de eternidad.
Mis peregrinaciones al Valle han sido innumerables. En cada viaje, el encuentro es más intenso y más profundo. Cuanto más se conoce el Valle, cuanto más se estudia, más fascina. Ninguno de sus amaneceres, ninguno de sus crepúsculos se parece, y no pueden dejar indiferente. Sus piedras contemplaron los funerales de los Tutmosis, de los Amenhotep y de los Ramsés, sus áridas laderas guardan la memoria de aquel momento misterioso en el que el alma regresa a la luz de la que había salido. Cada tumba tiene su propio genio, sus colores, sus perfumes del más allá, su mensaje. Cada paso es un descubrimiento de la divinidad, severa y dulce a la vez, que protege el Valle, de esa diosa del silencio que nos hace escuchar la gran voz de los antiguos.
Cuando finaliza un milenio en el que el Valle de los Reyes, pese a su celebridad y a causa de esa celebridad, corre el riesgo de desaparecer, cuando la famosa tumba de Tutankamón y muchas otras se degradan irremediablemente, ¿tendremos la voluntad de salvarlas?
El Valle es una página esencial de la historia y la espiritualidad, grabada en la piedra y nutrida por los ritos que, gracias a la presencia de los bajorrelieves, siguen celebrándose ante nuestros ojos o al margen de nuestra presencia. En el corazón de esa «venerable necrópolis de los millones de años de Faraón», sonríe la diosa de Occidente, acogedora y apacible, que abre los hermosos caminos de la eternidad.
Para Egipto, la muerte no existe; por ello el Valle no es un lugar de muerte sino un canto de resurrección y un himno a la luz, al sol que desaparece en las tinieblas y renace tras haberlas vencido. Así es la aventura del Valle: un perpetuo renacimiento.
Lista de tumbas del Valle de los Reyes | |
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Para mayores detalles, y las fechas de descubrimiento, véase Anexo 4. |
Antes de poder abordar el Valle de los Reyes, es preciso dirigirse a Luxor, en el Alto Egipto, a seiscientos cincuenta kilómetros al sur de El Cairo. En la orilla este del Nilo se yergue la inmensa ciudad templo de Karnak, de la que el templo de Luxor forma parte.[1] Pequeña ciudad, perezosa y apacible, antaño, Luxor se ha convertido en una fábrica turística a donde afluyen decenas de embarcaciones de crucero. Desde esta orilla este, la mirada descubre el acantilado y la montaña líbica que se yerguen, hoscos, enigmáticos y casi hostiles, en la orilla occidental. Tras esa barrera montañosa, perdida a veces en la bruma matinal, tras el circo rocoso de Deir el-Bahari, se oculta el Valle de los Reyes, centro de una región aislada y árida presidida por el-Kurn, «el cuerno». Dominando esta depresión, la «cima», parecida a una pirámide, vela por las sepulturas reales; allí vive la diosa del silencio que sometía a ruda prueba a los artesanos encargados de construir y decorar las tumbas.
El Valle es el inicio de un ued excavado por las lluvias que desgastaron el calcáreo y formaron una depresión donde reina a menudo un intenso calor. Para llegar hasta allí, hay que seguir la carretera que sale del embarcadero, atravesar la zona de cultivos y, luego, sin transición alguna, serpentear por el desierto y sumirse en un paisaje de rocas y colinas. Este camino es el que siguieron, hace más de tres mil años, las procesiones funerarias que conducían a los reyes de Egipto hasta su última morada. Al norte del templo de Seti I, en Gurna, la montaña se convierte en una barrera protectora; impone respeto al peregrino y anuncia la grandeza del paraje, tan alejado del mundo de los hombres y de sus preocupaciones cotidianas.
Moldeado en la prehistoria por el lecho de los torrentes y las lluvias tormentosas, el Valle se divide en dos ramas; la del oeste, la más vasta, sólo comprende cuatro tumbas, dos de ellas sepulturas reales. La del este, considerada como el Valle de los Reyes propiamente dicho, recibió el nombre árabe de Biban el-Muluk, «las puertas de los reyes».
La entrada del paraje, antes de la ampliación debida a la construcción de la carretera moderna, era un estrecho paso; daba acceso a un anfiteatro delimitado por abruptos acantilados. Un cuerpo de policía especializada, alojado en una fortaleza, velaba por esa puerta de piedra.
Aquí se despliega una vida secreta, inmutable, que sólo el silencio permite advertir. Algunos gavilanes, murciélagos, un zorro de las arenas y algunos perros son los únicos huéspedes de ese paisaje mineral, insensible a las fluctuaciones del tiempo. La puesta en escena de la naturaleza es de perfecta eficacia; los muros de piedra parecen muy altos, la impresión de aislamiento es absoluta aunque los cultivos y el mundo exterior están relativamente cerca. El sonido circula de un modo sorprendente, de modo que los pasos del paseante resuenan de acantilado a acantilado.
El flujo de los turistas y la intrusión de la modernidad no eliminan el carácter sacro del paraje; el Valle fue creado con un espíritu y en un universo radicalmente distintos del nuestro, regulados por un rey-dios, Faraón, y una economía basada en la prosperidad del templo y la solidaridad. Ni deseos de rentabilidad ni búsqueda del beneficio material; lo esencial era descubrir un punto de condensación de la energía donde se unieran armoniosamente el cielo y la tierra. El Valle es uno de los lugares del planeta donde ese matrimonio es perceptible del modo más evidente; como escribe Romer, se trata de un «emplazamiento cuidadosamente elegido y controlado por grandes dramas cósmicos», el principal de los cuales es la muerte y la resurrección de Faraón.
El Valle no es fúnebre; muy al contrario, recibe la luz, unas veces de modo aparente en sus rocas y sus acantilados, otras de modo secreto en la paz de sus tumbas. No es humano, en la medida en que se sitúa más allá de la existencia terrestre. «Paisaje antropófago», escribe con razón Flaubert, porque devora lo humano para que aparezca lo divino. ¿Acaso el Valle no es «el bello Occidente», el más allá presente en la tierra y hecho visible?
En el sello del Valle, grabado en las puertas de las sepulturas, figuraba el chacal Anubis sobre nueve enemigos atados. Simbolizaban las fuerzas del mal y los poderes destructores que debían ser controlados y sometidos; Anubis, detentador de los secretos de la momificación, es también el buen guía por los caminos del otro mundo.
¿Por qué ese atractivo por el Valle, por qué esa fascinación, si no porque oculta respuestas para los problemas más esenciales y nos hace participar, más o menos conscientemente, en su misterio? Durante cinco siglos, estuvo inscrito en la piedra y revelado en los muros de las tumbas: para Egipto, la existencia terrestre de Faraón era sólo un paso entre la luz de la que provenía y el paraíso en el que era admitido como ser «de voz justa».
Llegar a esa vida de eternidad, más allá del tiempo y del espacio, exige una ciencia del más allá que debe practicarse aquí abajo. Las tumbas del Valle están consagradas a la transmisión de esta ciencia. No es el rey fulano el que resucita, sino Faraón y, a través de él, su pueblo. En este lugar, del que ningún visitante sale indiferente, se celebra el juego de la vida y de la muerte. El Valle es un lugar de vida porque las moradas de los faraones, en vez de reducirse a sepulturas, son libros de enseñanzas, gracias a los jeroglíficos y a la imagen.
Corno escribió Forbin, director de los museos de la Restauración, al visitar «el valle sagrado», «todo a mi alrededor decía que el hombre sólo es algo por su alma; rey por el pensamiento, frágil átomo por su envoltura, sólo la esperanza de otra vida puede hacerle vencedor en esta continua lucha entre las miserias de su existencia y el sentimiento de su origen celestial… En estos lugares de tinieblas, me creía bajo el poder de Aladino, bajo un hechizo mágico; me parecía estar guiado por la luz de la lámpara maravillosa, y a punto de ser iniciado a algún gran misterio».
Este mundo cerrado, tan estéril en apariencia, tenía un nombre extraordinario: sekhet aat, ¡«la gran pradera»! Este simple detalle muestra la distancia que existe entre la visión egipcia de la muerte y la nuestra. Las piedras del Valle y sus tumbas son la traducción sensible de un paraíso celeste; para la mirada atenta, es la pradera maravillosa donde Faraón, tras haber superado las últimas pruebas, pasa una eternidad serena.
Antaño, y en cualquier estación, el aire era seco; aunque existiera la humedad, los rayos del sol la disipaban enseguida. Este sol de Egipto, en el que se encarna de manera visible el poder de Ra, era un poderoso factor de conservación de los monumentos. Cuando las tumbas estaban cerradas, reinaba en ellas una temperatura casi constante, fuera cual fuese el calor exterior, con las diferencias debidas a la exposición de la puerta de la sepultura. Gracias al clima que reinaba en el Valle, los procesos de degradación quedaban detenidos; por ello los descubridores se maravillaron ante la calidad de las pinturas y los relieves, cuando el vandalismo no los había destruido. Incluso las tumbas violadas en la Antigüedad, como la de Ramsés III, y abiertas pues al aire libre, conservaron su frescor durante siglos. Sin embargo, recientes comprobaciones demuestran que el Valle de los Reyes está en peligro y que, sin rápidas intervenciones, desaparecerá. ¿De dónde procede el peligro?
Violentas lluvias han amenazado, en todo tiempo, algunas tumbas; raras, pero muy abundantes, producían corrimientos de tierra y hacían caer torrentes de barro y piedras que invadían las sepulturas. En la Antigüedad se adoptaron medidas de protección, especialmente la construcción de muretes.
En nuestros días, si el cielo de la antigua Tebas, antaño de un azul liso y perfecto, se cubre cada vez más de nubes, se debe a un inexorable cambio de clima. La creación del inmenso lago Nasser, que destruyó Nubia y sus tradiciones, fue un error de consecuencias dramáticas que sólo ahora se comienzan a evaluar. Mañana, lloverá cada vez más y el índice de humedad crecerá; el gres de los templos se verá atacado, corroído, pinturas y jeroglíficos desaparecerán. La ecología se convierte, poco a poco, en una preocupación mundial, aunque el partido «verde» egipcio sólo agrupe algunos centenares de miembros, en un país donde la contaminación hace estragos. Para algunos, la construcción de la presa alta de Assuan, que está terminándose, condena a muerte a Egipto. La salvaguarda de los monumentos debiera, sin embargo, ser prioritaria, pues el turismo es uno de los componentes más importantes de la economía egipcia, sin mencionar la necesidad de preservar semejantes tesoros espirituales y artísticos. Las moradas de eternidad de los faraones, con el maná que atraen, contribuyen a alimentar a los vivos.
Otro peligro: los sobresaltos de la montaña tebana. Si los temblores de tierra son raros, se sospecha que uno de ellos dañó los templos de Karnak a comienzos de la era cristiana. Puede advertirse que el calcáreo del Valle se agrietó en algunos lugares y que el soporte de las pinturas está resquebrajado.
Pillajes y degradaciones voluntarias dañaron para siempre varias tumbas. El pillaje llamado «científico» tiene una sola ventaja, la conservación de bajorrelieves expuestos en un museo.
Champollion y Rosellini, a regañadientes, recortaron cada uno de ellos un relieve de la tumba de Seti I, obras que pueden admirarse en el Louvre y en Florencia y que desearíamos ver de nuevo en su lugar de origen. Establecer el inventario de las figuras y las escenas arrancadas al Valle y dispersas por los museos del mundo forma parte de las tareas ingratas de la egiptología. Lamentablemente, gran cantidad de esculturas y objetos fueron destruidos; miles de piezas que formaban parte del «mobiliario fúnebre» de los más grandes reyes se han perdido para siempre. ¿Y cuántas colecciones privadas, reservadas a miradas egoístas y, por lo tanto, profanadoras, albergan obras procedentes del Valle? Queda lo mejor y lo peor, el turismo. Lo mejor porque proporciona a Egipto divisas, favorece una mezcla de lenguas, de costumbres, de culturas, rechazando el espectro del integrismo islámico; lo peor porque las tumbas del Valle no están destinadas a miles de visitantes apresurados, poco conscientes de la irremediable contaminación que provocan. ¿Y qué decir de algunas hordas bárbaras que se secan el sudor en los relieves y rompen pedazos de hielo destinados a refrescarles y contenidos en bolsitas de plástico golpeándolos contra los muros de las tumbas? Desde 1850, los visitantes fueron demasiado numerosos. La agencia Cook, a partir de 1840, llevó a cabo una política de viajes que hizo atractivo Egipto; país espléndido, clima agradable en invierno, aire sano y revitalizador en la región de Luxor, propicia a la curación de las afecciones respiratorias, hoteles de lujo, embarcaciones de crucero bien acondicionadas… ¿qué aristócrata de cierta fortuna habría renunciado a semejantes atractivos? El viaje a Egipto se convirtió en una obligación mundana. En 1880, Luxor era ya una estación turística muy frecuentada.
Las tumbas reales se convirtieron en un punto de paso obligado; los visitantes más estúpidos inscribieron su nombre en los muros con hollín, mientras el mismo hollín de las antorchas manejadas sin precaución ennegrecía los techos. La instalación de la electricidad suprimió aquella fuente de degradación pero, al facilitar el acceso a las tumbas, multiplicó el número de turistas.
Hoy, la situación se considera catastrófica. Pinturas visibles aún el siglo pasado han desaparecido; algunos textos jeroglíficos desaparecen. Se han llevado a cabo misiones de salvamento fotográfico, especialmente gracias al Instituto Ramsés, que, con muy escasos medios, memoriza por medio de la imagen lo que todavía es visible. Varios especialistas predicen que, si no se lleva a cabo una acción de envergadura, las maravillas del Valle de los Reyes habrán desaparecido dentro de diez años.
¿Soluciones propuestas? Hacer que los turistas paguen más caro. Pero, ya en el lugar, ¿quién va a renunciar al gasto? Medio más radical: cerrar provisional o definitivamente algunas tumbas, como la de Tutankamón, una de las más dañadas. Pero seria también necesario cuidarlas. Se piensa también en construir reproducciones fotográficas, pero edificarlas en el propio Valle quebraría su magia. Los debates enfrentan a las autoridades afectadas sin que se adopte una línea de conducta precisa. La pregunta está planteada: ¿Cómo salvar el Valle de los Reyes y permitir que siga siendo accesible?
Nacimiento, gloria y decadencia del Valle de los Reyes
Nacimiento del Imperio Nuevo
La historia del Valle se confunde con la del Imperio Nuevo que cubre tres dinastías, la XVIII, la XIX y la XX (hacia 1552-1069 a. de C.). Este Imperio Nuevo, durante el que Egipto apareció como el centro de la civilización y la sabiduría, nació en dramáticas circunstancias.
Hacia 2050 a. de C., Tebas se convirtió en una ciudad importante; se erige ya, en la orilla este, el primer Karnak, mientras los muertos son enterrados en la orilla oeste. Los soberanos de la XI dinastía hacen excavar sus sepulturas en la montaña de Occidente, aunque la capital se halla en el Medio Egipto donde se edifican todavía pequeñas pirámides. A finales de la XII dinastía se produjo la invasión de los hicsos, pueblos asiáticos que ocupan el norte del país; en Tebas, a finales de la XVII dinastía, tras largos años de ocupación, ruge la revuelta. Con el impulso de grandes damas de firme carácter, se forma un ejército de liberación, decidido a expulsar al invasor y a reunificar las Dos Tierras.
El príncipe Ahmosis vence a los hicsos y se convierte en fundador de la XVIII dinastía. Probablemente fue enterrado en Tebas, pero no en el Valle de los Reyes, que no se inauguró bajo su reinado; el emplazamiento de su tumba sigue siendo un enigma.
El personaje merecería ser mejor conocido, pues su acción fue decisiva; su reinado fue largo, un cuarto de siglo aproximadamente (1552-1526), y dio a su país una filosofía política destinada a evitar otras invasiones. Descansaba en la voluntad de mantener una zona de seguridad entre Egipto y los países de Asia y enviar cierto número de cuerpos expedicionarios, en períodos regulares, para desalentar sediciones y conspiraciones. No se trataba de colonizar sino de prevenir cualquier tentativa de agresión en un mundo inestable donde no faltaban aventureros y jefes de guerra.
Al Egipto del Imperio Nuevo le gusta la paz y se procura los medios para preservarla; practica una muy activa política de disuasión, que se traduce también en la recepción de riquezas y tributos. ¿No es acaso el dios de Karnak, Amón, «El oculto», quien ha dado la victoria a Faraón? Nada será demasiado hermoso para su santuario. El Imperio Nuevo celebra la gloria de Amón; Ahmosis, «El que nació de la luna», ha dado el primer paso.
El innovador, Amenhotep I
Durante veinte años, Amenhotep I (1526-1506), tal vez más según otras cronologías, reina sobre el Doble País unido de nuevo. Es el primer rey del Imperio Nuevo que incluye a Amón en su nombre, que significa «El principio oculto (Amón) está en su plenitud (hotep)». El emplazamiento de su tumba, como veremos, plantea problemas; cierto es, sin embargo, que ese faraón de apacible reinado fue el primero que separó la tumba real, excavada en el desierto, del templo donde se celebraba el culto del poderío real, transfigurado y deificado.
¿Por qué semejante innovación, sino para insistir, de un modo espectacular, en el simbolismo de la dualidad que marca la historia de la civilización egipcia? Templo y tumba, distintos en la forma y en el emplazamiento, no lo son en el espíritu. Indisociables, forman los dos elementos complementarios de una unidad energética por la que circulan la potencia vital, más allá de la muerte. La tumba es el lugar secreto donde perdura el alma de Faraón; el templo es el lugar visible donde algunos especialistas practican los ritos.
Amenhotep I fue considerado el protector del paraje del Valle y de la necrópolis de Occidente; los constructores le invocaron de buen grado, como un genio bueno capaz de inspirarles y guiar su mano.
El fundador, Tutmosis I, y su maestro de obras, Ineni
Aunque el reinado de Tutmosis I sólo duró unos quince años (1506-1493), es particularmente importante porque fue, al parecer, el primer faraón que hizo excavar su tumba en el Valle de los Reyes. «El que nació de Thot», el dios de la sabiduría, del conocimiento y de las ciencias sagradas, disponía de las competencias necesarias para inaugurar tan extraordinario paraje.
Su principal colaborador fue el maestro de obras Ineni, que trabajó en secreto y en silencio; «sólo yo -proclama en un texto tan célebre como enigmático- vigilé la construcción de la tumba. Nadie vio, nadie oyó. Procuré con atención construir lo más perfecto que existía, y velé por el buen desarrollo de los trabajos; hice cubrir las paredes de revoque. La obra fue tal que los antepasados nunca vieron otra igual». El guía del maestro de obras fue la sabiduría que albergó en su corazón; hizo que la sepultura del rey fuera inviolable para satisfacer su deseo.
Aunque la morada de eternidad de Tutmosis I fue, sin embargo, descubierta, veremos que plantea serios problemas de identificación. La tumba de Ineni, por su parte, es bien conocida; fue excavada en el «valle de los nobles» y lleva el número 81. Fue despejada a finales del siglo XIX. Ineni, arquitecto poderoso y respetado, director de la doble casa del oro y de la plata, director del doble granero de Amón, constructor de la primera tumba del Valle de los Reyes, de la parte central del templo de Amón en Karnak, maestro de obras con Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III y Hatshepsut, dignatario anciano, cargado de honores y sabio entre los sabios, eligió como última morada una sepultura inconclusa del Imperio Medio. En vez de un espléndido monumento, optó por la humildad y la tradición, siguiendo con sus pasos las huellas de sus antepasados. Sabemos también que dispuso la tumba de su hijo Nefer, «El perfecto», en Dra Abu el-Naga.
El enigma de Tutmosis II
Sucesor de Tutmosis I, Tutmosis II es un rey muy enigmático. Los especialistas en cronología no se ponen de acuerdo sobre la duración de su reinado, ¡tres años, ocho años o doce años! De él, de su política, no sabemos casi nada. Su tumba, que durante mucho tiempo se creyó que era la sepultura núm. 42 del Valle, tal vez se halle en otra parte. ¿Ese misterioso faraón quebró tal vez la tradición inaugurada por Tutmosis I eligiendo otro paraje, tal vez Deir el-Bahari? En este campo, nos haremos más preguntas que respuestas daremos.
Tutmosis III y la gloria del Valle
Con Tutmosis III, que reinó más de cincuenta años, la elección del Valle se impuso de un modo definitivo. A partir de entonces, a excepción de uno o, tal vez, dos reyes, todos los monarcas egipcios, hasta el final del Imperio Nuevo, eligieron el paraje como última morada.
Desde esa época, se lo considera sagrado y especialmente precioso; soldados y policías velan por él. Ningún profano puede franquear su entrada, muy estrecha, practicada entre dos rocas. Todas las tumbas deben excavarse y decorarse en secreto. Los accesos son luego tapiados, bloqueados y disimulados. Un mapa, que forma parte de los secretos de Estado, se halla en los archivos del palacio y de la Casa de Vida.
¿Cuántas tumbas?
Sesenta y dos tumbas se excavaron en el Valle, cincuenta y ocho en el Valle de los Reyes propiamente dicho y cuatro en la rama occidental; existen inicios de tumbas abandonadas, tumbas sin inscripciones que tal vez estuvieran destinadas a reyes y otros tipos de sepulturas para personas no reales, a las que se les concedió, pues, un inmenso privilegio.
Casi todas las tumbas fueron más o menos desvalijadas, a excepción de tres, la de los padres de la reina Teje, la gran esposa real de Amenhotep III, padre del célebre Akenatón; la de Maiherpri, un soldado; la de Tutankamón, descubierta en 1922 por Howard Carter. Sus tesoros fueron transportados al museo de El Cairo, donde se exponen en salas contiguas; pueden advertirse numerosos parecidos entre los magníficos objetos de los padres de Teje y los de Tutankamón.
El tiempo de los Ramsés
De Ramsés I a Ramsés XI, de 1295 a 1069, doscientos veintiséis años, dos dinastías (la XIX y la XX), y una sucesión de magníficas tumbas en el Valle; pero también, tras el reinado de Ramsés III (11 Solí 54), una lenta erosión del poder faraónico y una degradación económica. Ramsés III había logrado rechazar dos tentativas de invasión y mantener la prosperidad de las Dos Tierras; sus sucesores verán cómo se desmorona la gloria del Imperio Nuevo.
Durante la XIX dinastía, la del gran Ramsés II, es probable que graves inundaciones devastaran una parte del Valle y causaran serios daños a las tumbas más expuestas. Cierto número de observadores, antiguos o modernos, evocaron las lluvias torrenciales que lo destrozan todo a su paso y amenazan los monumentos colocados al pie de una ladera.
Mientras la entrada de las tumbas de la XVIII dinastía está cuidadosamente disimulada y enterrada, los Ramsés adoptaron una posición muy distinta. El acceso a la tumba se convierte en un majestuoso portal, absolutamente visible. Ciertamente, el Valle estaba muy vigilado; pero el debilitamiento del poder central y los tumultos interiores debieron de convertir aquellas sepulturas en fáciles presas para los ladrones.
El Valle de las Reinas
El ser que está enterrado en el Valle de los Reyes es un faraón, término procedente de dos palabras egipcias, per âa, cuyo significado es «El gran templo». Simbólicamente, no es hombre ni mujer sino un ser cósmico encargado de hacer vivir la Regla divina en la Tierra y poner orden en vez de desorden. Por lo tanto, un hombre o una mujer pueden convertirse en faraón; el Valle de los Reyes alberga dos tumbas de mujeres que fueron elevadas al cargo supremo, Hatshepsut y Tausert.
Las grandes esposas reales de la XIX y de la XX dinastías fueron enterradas en un valle específico que se abre al sureste del Valle de los Reyes, frente al pueblo de Deir el-Medineh. En esta necrópolis, la más septentrional de la montaña tebana, se excavaron por lo menos ochenta tumbas que albergan también a hijas de rey e hijos de Ramsés III. Al parecer, al principio, ese «Valle de las Reinas» estaba reservado a los príncipes, a las princesas y a sus educadores. La primera gran esposa real que fue admitida en él se llamaba Sat-Ra, «La hija de la luz divina», madre de Seti I y esposa de Ramsés I.
Como han subrayado varios egiptólogos, el Valle de las Reinas es la única necrópolis tebana abierta en dirección al Nilo y los cultivos, al mundo de los vivos pues; la decoración de las tumbas utiliza pocos episodios del viaje del sol por el más allá, pero recurre al repertorio de escenas del Libro de los muertos y señala la última etapa de la resurrección del ser real.
Al fondo del Valle de las Reinas, en efecto, se dispuso una estrecha garganta que simboliza la matriz de la diosa Hator, soberana de Occidente, dama de las estrellas y dueña del nuevo nacimiento. Durante las lluvias, en la gruta se formaba una cascada; así se evocaba la llegada del agua celeste que transforma la muerte en eternidad. Así se simbolizaba, de modo monumental, el útero de la vaca cósmica donde resucitaban los seres que el tribunal de Osiris reconocía como justos.
El Valle de las Reinas se llama ta sekhet neferu, «el lugar de los lotos», símbolo de renacimiento solar; también puede traducirse por «el lugar del cumplimiento» es decir de la resurrección. Si el alma franqueaba el lugar de las pruebas, el Valle de los Reyes, «salía a la luz» en el Valle de las Reinas. Se advierte que los distintos sectores de la necrópolis tebana no fueron elegidos al azar y se dispusieron de modo que celebraran, en la Tierra, los ritos del más allá.
El tiempo de los pillajes
A partir del reinado de Ramsés IX (1125-1107), Egipto entra en un período de crisis. Una invasión libia provoca trastornos sociales y económicos; los obreros tienen hambre y se declaran en huelga. La región tebana es presa de convulsiones que el poder central no consigue dominar. En el año 9 del reinado de Ramsés IX se comete un crimen abominable: el pillaje de algunas tumbas. El esplendor de los sepulcros reales había aguzado ya la codicia de pandillas de ladrones, más o menos organizadas, pero sus tentativas, perpetradas contra las tumbas de Seti II y Ramsés II, habían abortado gracias a las consignas de seguridad que se aplicaban todavía en el Valle.
Los desvalijadores del año 9 no se atrevieron a atacar el Valle de los Reyes; con la probable complicidad de altos funcionarios, penetraron en las tumbas de la XVII dinastía y en algunos sepulcros del Valle de las Reinas. En el momento del reparto se produjo un altercado y uno de los bandidos habló demasiado; toda la banda fue detenida. Comenzó un largo proceso. Khaemuaset, visir y gobernador de Tebas, quiso establecer toda la verdad y procedió al examen de numerosas tumbas. Con gran satisfacción por su parte, advirtió que la última morada de Amenhotep I estaba intacta y que el Valle de los Reyes no había sufrido daño alguno. El tribunal se reunió en el templo de Maat, la Regla universal, construido en el paraje de Karnak, en el interior del recinto de Montu. Los diecisiete acusados reconocieron sus crímenes; habían excavado un túnel para penetrar en la sepultura del rey Sobekemsaf III, la de la reina Nubkhas y en algunas tumbas privadas. Tras haber violado los sarcófagos y despojado a las momias de sus joyas, las habían quemado.
Los profanadores pertenecían al personal de los templos de la orilla oeste; ninguno de ellos había sido iniciado en la cofradía de Deir el-Medineh, encargada de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes. Obligados a guardar secretos, los artesanos habían respetado sus compromisos.
La ejecución de los culpables no bastó para restablecer el orden. Ramsés X, la duración de cuyo reinado es incierta, parece ejercer cierto control sobre Nubia y, en consecuencia, mantener todavía las riendas del Estado. Su tumba, que lleva el núm. 18, no ha sido explorada más allá del primer corredor y es una de las obras futuras del Valle.
Cuando el último de los ramésidas, Ramsés XI, sube al trono en 1098 a. de C., se enfrenta con disturbios cada vez más serios. Hambre, inseguridad, huelgas, expediciones libias, abusos de poder de potentados locales. Esta descripción es, sin duda, demasiado apocalíptica, pero cierto es que la autoridad central vacila.
Al cabo de una larga evolución, los sumos sacerdotes de Amón se han convertido en príncipes del sur de Egipto; Tebas les pertenece. El país está de nuevo partido en dos.
Hacia el año 18 del reinado de Ramsés XI, unos desvalijadores violan las tumbas del Valle de los Reyes. Ya no tienen en cuenta la advertencia formulada por Ursu, dignatario de Amenhotep III: «El que profane mi cadáver en la necrópolis y rompa mi estatua en mi tumba será un hombre odiado por Ra; no podrá recibir agua en el altar de Osiris y no podrá transmitir sus bienes a sus hijos».
Esta vez, la cosa es muy grave. Una banda bien organizada, aprovechando la falta de vigilancia, se ha apoderado de numerosas riquezas. El oro, la carne de los dioses, excita su codicia. Altos funcionarios, extranjeros e, incluso, artesanos de Deir el-Medineh participan en la conspiración y compran testaferros que, en la tumba de Ramsés VI, actúan con rara violencia destrozando la momia y deteriorando el sarcófago.
Detener a los culpables y castigarlos no bastará. Se adopta una decisión dramática: es preciso abandonar el Valle de los Reyes. El Estado no es ya capaz de velar por la seguridad del paraje. De ese modo, en el año 19 del reinado de Ramsés XI, se asiste a un acontecimiento extraordinario: se proclama una nueva era, llamada «renovación de los nacimientos». Por una acción mágica, se suprime el pasado y se vuelve a poner en orden la creación. El sumo sacerdote Herihor está en el inicio de la mutación; el poder se distribuye entre él mismo, que reina en el sur, Ramsés XI y Smendes, que controla el norte del país y reside en Pi-Ramsés, la capital creada por Ramsés II. Egipto cambia, Pi-Ramsés pronto será abandonada en beneficio de Tanis, donde serán enterrados los faraones de la XXI dinastía. A la muerte de Ramsés XI, en 1069, Smendes subirá al trono mientras los sacerdotes de Amón seguirán afirmando su supremacía en la región tebana.
La última tumba del Valle: Ramsés XI (núm. 4)
Triste destino el del último de los Ramsés que, en veintinueve años de reinado (1098-1069), ve como Egipto se disloca ante sus ojos. Tebas y el sur se le escapan, luego Pi-Ramsés y el norte; la capital sagrada y la capital económica pasan a otras manos. Aunque el país no se sume en la guerra civil, sus divisiones lo debilitan. Ramsés XI no fue capaz de mantener la unidad de las Dos Tierras, su tumba fue la última excavada en el Valle, pero es probable que su momia nunca fuera depositada allí.
El gran pozo inconcluso del sepulcro contenía restos diversos, especialmente fragmentos de un equipo funerario que databa de la XXII dinastía; hay rastros de un comienzo de incendio. Un estudio reciente prueba que esta tumba sirvió de taller donde se fabricaron objetos destinados a las procesiones y donde se «trataron» algunas momias reales amenazadas. Los cristianos la utilizaron como establo y cocina. Tal vez el sumo sacerdote de Amón, Pinedjem I, iniciara una restauración con la intención de convertirla en su propia tumba; pero la hipótesis parece frágil en la medida en que la era de la «renovación de los nacimientos» se había proclamado ya, poniendo fin al papel del Valle como necrópolis real.
El salvamento de las momias reales
Pinedjem I, que fue sumo sacerdote de Amón (1070-1055) y luego rey de Egipto (1054-1032), merece nuestro agradecimiento; a él le debemos la última inscripción jeroglífica del Valle y gracias sobre todo a este hombre piadoso se salvaron muchas momias reales. Pinedjem I comprendió que sus esfuerzos para proteger el paraje y sus reales ocupantes serían inútiles; los desvalijadores no retrocederían ante nada para apoderarse del oro, las joyas y los amuletos. Tomó pues una decisión desgarradora pero ineluctable: cambiar de lugar las momias reales.
A decir verdad, esta medida de protección se había llevado a cabo por etapas; varias tumbas, especialmente el sepulcro de Seti I, habían albergado temporalmente los ilustres cuerpos. Antes de Pinedjem, Smenedes, aunque fuera rey del norte, hizo restaurar la tumba de Amenhotep I y preservar la tumba de Tutmosis II. Ciertamente fue en la tumba desocupada de Ramsés XI donde quitaron a las momias cierto número de objetos preciosos y se recuperó el oro, que se había convertido en un material precioso al final de la explotación de las minas de Nubia. En realidad, muchos de los «pillajes» de las tumbas reales son el resultado de ese gran cambio de la XXI dinastía durante el que se sacaron momias y equipo funerario de su lugar original.
El escondrijo se eligió con cuidado y la elección se reveló excelente puesto que será necesario esperar a 1881, como veremos para que el secreto sea descubierto. Pinedjem hizo que le enterraran en el más venerable de los sarcófagos, el de Tutmosis I, el fundador del Valle; el sumo sacerdote que llegó a Faraón rendía así homenaje a su antepasado.
En 900 a. de C, la mayoría de las tumbas del Valle habían sido vaciadas; las Divinas Adoradoras de Anión, que formaban una dinastía femenina reinante en Tebas, eligieron algunas de ellas como sepultura. Las grandes tumbas ramésidas, con su visible portal eran de fácil acceso; no ocurría lo mismo con los sepulcros anteriores de entradas enterradas y ocultas.
En aquel primer milenio antes de Cristo, el Valle de los Reyes siguió siendo un paraje sagrado, cada vez más enigmático y misterioso Allí remaban las sombras de gloriosos faraones; con el declive del poder egipcio y el progresivo abandono de Karnak, el Valle se hundió en las tinieblas.
El término «tumba», que solemos utilizar, es engañoso. La tumba de un faraón no es un mausoleo a su gloria o un monumento de propaganda, que proclama sus grandes hechos, sus hazañas militares y civiles; textos y figuraciones son de orden esotérico y simbólico, sin ninguna anotación histórica. Nunca se aborda la vida privada de los monarcas, lo que desconcertó y desconcierta todavía a muchos egiptólogos. Además, una tumba no es una cueva de Alí Babá donde un potentado oriental acumulaba sus riquezas y su oro para sustraerlos al populacho; se trata, para utilizar un término alquímico adecuado a la naturaleza del lugar, de un atanor, un receptáculo donde se acumulan poderes y fuerzas que apuntan a la resurrección del ser real. Esa tumba, recordémoslo, es el naos del templo, su parte secreta donde se celebran perpetuamente rituales por las imágenes y las escenas cargadas de vida y de magia creadora. Lo que se lleva a cabo en el misterio de la tumba está más allá del entendimiento humano, pero no es menos real. Los textos inscritos son fórmulas activas, las divinidades transmiten la energía original que está también contenida en los amuletos. La tumba real puede ser considerada un laboratorio ultrasecreto destinado a producir eternidad; durante esta delicada operación, cierto material es útil: armas, carros, vajillas, ropas, cofres, muebles, vasos, uchebtis («los que responden», estatuillas que llevan a cabo, en el otro mundo, los trabajos en lugar del resucitado), capillas desmontables, etc. Ungüentos, óleos sagrados, alimentos sólidos y líquidos completan ese equipamiento gracias al que el alma del rey pasará las puertas del más allá y avanzará por sus hermosos caminos. Pese a las precauciones adoptadas, la mayoría de estos tesoros fueron pillados, saqueados o destruidos, a veces con un salvajismo que revela el fanatismo de los profanadores; el fabuloso contenido de la pequeña tumba de Tutankamón permite imaginar la magnitud de pérdidas irremediables.
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