Pinedjem I dispuso ese escondrijo mientras Pinedjem II construyó el de Deir el-Bahari; por lo tanto, desde la XXI dinastía, poco tiempo después de que se dejaran de excavar tumbas en el Valle, los sumos sacerdotes de Amón consideraron que las momias reales no estaban ya seguras en sus sarcófagos y decidieron trasladarlas.
Subsisten misterios
Víctor Loret no hizo transportar las momias al museo de El Cairo (el traslado sólo se efectuaría en 1934) y volvió a cerrar la extraña tumba. Parece haber sido desvalijada, efectivamente, pero ¿por qué los vándalos no la emprendieron con la momia de Amenhotep II y el escondrijo, desdeñando así los primeros objetos codiciados? Un simple murete de piedra no podía impedirles entrar en el escondrijo en busca de joyas y amuletos.
Fueron utilizados otros refugios provisionales, las tumbas de Horemheb (XVIII dinastía), de Seti I (XIX dinastía) y de Sethnakht (XX dinastía) es decir un rey por dinastía. Finalmente, se eligió la tumba de Amenhotep II como último sepulcro para nueve faraones, siendo los demás transferidos al escondrijo de Deir el-Bahari.
Obligado es advertir que la tumba de Amenhotep II fue desvalijada de un modo muy curioso. Sería más lógico admitir que fueron los sacerdotes de la XXI dinastía quienes se llevaron el mobiliario fúnebre y cerraron la tumba en la que Loret fue el primero (sin duda tras uno de los Abd el-Rassul de los siglos precedentes) en penetrar después de tres mil trescientos años de olvido.
Fascinante evidencia, ¡tras la apertura de aquel segundo escondrijo, faltaban muchas tumbas reales en la lista! Esta vez era seguro que el Valle no había entregado todavía todos sus secretos y que era preciso emprender nuevas excavaciones sondeando zonas inexploradas aún.
El poder de Amenhotep II
El sucesor de Tutmosis III reinó veinticuatro años (1425-1401); organizó campañas militares contra Babilonia, Mitanni y el reino hitita, con el deseo de mantener el orden en las regiones pacificadas por su padre. No se opuso a Asia de modo violento; muy al contrario, la integró en el imperio y admitió la presencia, en el propio Egipto, de divinidades asiáticas.
La interpretación literal de la documentación hizo que, a menudo, Amenhotep II fuera calificado de «rey deportista»; le gustaban los caballos, manejaba el remo con hercúlea fuerza y lograba, por sí solo, tensar un enorme arco para disparar flechas que perforaban varios blancos de metal. Sin duda debemos superar el aspecto anecdótico y recordar que el rey es la encarnación del poder; utiliza en todas sus actividades la inagotable y sobrenatural fuerza de Seth, señor de la tormenta.
Una estela rinde un hermoso homenaje a ese rey del collar de flores, cuya tumba fue eficaz refugio para nueve faraones: «Su padre, Ra, lo creó para que construyera monumentos a los dioses».
Tutmosis I el fundador y la nueva fortuna de Loret
La suerte dura
Tras su extraordinaria temporada de excavaciones, en 1898, Víctor Loret comenzó otra a finales del invierno de 1899. Procedió a nuevos sondeos y destruyó así, según los arqueólogos contemporáneos, preciosos estratos; pero en aquella época se preocupaban poco por este tipo de detalles.
Loret trabajó en el gran barranco donde estaba situada la tumba de Ramsés IX, luego en el valle entre las tumbas de Amenhotep II y Tutmosis III. Ningún resultado, esa vez. Se desplazó a la zona comprendida entre las tumbas de Seti II y Tausert y, a comienzos de marzo de 1899, descubrió la entrada de un sepulcro.
Unos peldaños, un corredor bastante corto, de 1,70 m de alto, que desembocaba en una antecámara, una escalera llevaba a una cámara funeraria de forma oval y hacía pensar, por lo tanto, en un cartucho real; ése era el plano de la pequeña tumba, marcada por un descenso bastante brusco y un claro cambio de eje desde la primera cámara. El estuco había caído, a causa de la infiltración de las aguas de lluvia, y la decoración había desaparecido; sólo subsistían algunos frisos de kakheru, elementos florales que prodigaban una protección mágica. Al fondo de la cámara funeraria, seguida de una pequeña estancia destinada al cofre de los canopes, un magnífico sarcófago de gres rojo. El cofre de los canopes, que contenía las vísceras del rey distribuidas en cuatro compartimentos, estaba intacto.
Loret leyó el nombre del faraón en el sarcófago: ¡Tutmosis I! Acababa de descubrir, pues, la más antigua tumba del Valle, la primera que se había excavado en aquel paraje. ¿Acaso no correspondía a su papel de ancestro el que fuera la más pequeña y sencilla? Se recogieron pocos vestigios, fragmentos de alfarería, de una jarra de alabastro con el nombre del rey y, sobre todo, dos pedazos de calcáreo en los que figuraban textos del Libro de la cámara oculta, el Amduat, totalmente revelado en las tumbas de Tutmosis III y Amenhotep II, había sido inscrito ya, parcialmente, en el primer hipogeo. El indicio es capital, pues demuestra que las etapas de la resurrección del sol son consustanciales con el nacimiento del paraje y la función principal de las tumbas reales.
¿Tutmosis I el fundador?
La duración de su reinado se discute: doce o quince años (1506-1493); Tutmosis I no tenía parentesco alguno con su predecesor, Amenhotep I, y no pertenecía a la familia real. Su nombre nos indica que había «nacido de Thot», el señor de los jeroglíficos y de la ciencia sagrada.
El padre de Hatshepsut reprimió, en el año 2, una revuelta en Nubia; fijó su frontera meridional en la tercera catarata y construyó una fortaleza que impidiera cualquier invasión de las tribus africanas. Al norte, el rey mantuvo la paz en Palestina y Siria. En Menfis, instaló una guarnición, desarrolló el arsenal y el puerto fluvial; de la gran ciudad partieron las tropas encargadas de mantener el orden en Asia. En Tebas, el maestro de obras Ineni construyó el recinto del templo de Amón-Ra de Karnak, una sala hipóstila ante el santuario de la barca y dos obeliscos ante el cuarto pilono. Además, Tutmosis I dio un decisivo impulso a la comunidad de Deir el-Medineh, creada sin duda por Amenhotep I a quien los constructores veneraron a lo largo de toda su historia.
Se afirma con frecuencia que la tumba de Tutmosis I (núm. 38) fue la primera que se excavó en el Valle; pero un egiptólogo inglés, John Romer, duda de esta certidumbre e intenta abrir de nuevo un expediente en el que, por desgracia, faltan las notas de Víctor Loret, mudo en lo referente a las exactas circunstancias del descubrimiento. Según Romer, los fragmentos de objetos datan de la época de Tutmosis III y no del reinado de Tutmosis I; por otro lado, el plano y la arquitectura de la tumba son parecidos a los de Tutmosis III. A éste último debiera atribuirse también, a su entender, el sarcófago en el que fue depositada la momia de Tutmosis I. Depositada o, con mayor exactitud, vuelta a inhumar pues, según la hipótesis de Romer, fue Tutmosis III quien hizo construir una tumba para su antepasado. Cierto es que las tumbas núm. 38 (Tutmosis I), núm. 42 (atribuida, aunque con discusiones, a Tutmosis II) y núm. 34 (Tutmosis III) tienen una planta parecida y elementos en común; ¿debemos concluir de ello que Tutmosis III hizo excavar los tres hipogeos para conferir unidad a su linaje?
Si la tumba núm. 38 no es la primera del Valle, ¿dónde está la que sabemos que fue excavada por Ineni, el maestro de obras de Tutmosis I? Romer propone la extraordinaria tumba núm. 20 que suele atribuirse a la reina-faraón Hatshepsut; de extraordinaria longitud, excavado en el acantilado, provisto de una pequeña abertura que corresponde a la voluntad de secreto expresada por Ineni, este hipogeo se abre en un inmenso arco aproximado que forma una planta única. Tutmosis I habría pues ordenado que acondicionaran la tumba núm. 20, reabierta por su hija Hatshepsut, autora de una nueva cámara funeraria en la que deseaba instalar la momia de su padre en un sarcófago de cuarcita, grabando en él el nombre de la reina que deseaba reposar junto a su padre. Pero no fue enterrada en esta tumba que, a su vez, fue abierta por Tutmosis III para trasladar la momia de su antepasado e instalarla en la sepultura núm. 38, con un nuevo equipo funerario.
Esta reconstrucción de los acontecimientos no es unánimemente aceptada; para el egiptólogo alemán Altenmüller, por ejemplo, la tumba núm. 20 no es la de Tutmosis I y la tumba núm. 38 debe considerarse, efectivamente, como la primera del Valle.
El examen de la momia considerada como la de Tutmosis I añade otras dificultades. Por un lado, la posición de las manos colocadas ante el sexo es anormal; por otro lado, la edad de la muerte, según los especialistas, debiera situarse en torno a los dieciocho años, lo que no corresponde a la duración de la vida ni del reinado del faraón. O la momia llamada de Tutmosis I no es la suya o tenemos que reescribir de nuevo la historia.
Un guerrero nubio, un alcalde de Tebas y tres cantores
Maiherpri, el guerrero nubio (núm. 36)
¿Qué podía esperar Víctor Loret, después de tantos éxitos? Otra tumba real, claro, y mejor aún, ¡intacta! La suerte no le abandonó, aunque cambió un poco. Concedió al afortunado señor Loret una ofrenda rarísima, la tumba intacta de un particular, añadiendo así un nuevo triunfo a un palmares fenomenal ya.
El arqueólogo prosiguió sus sondeos entre la tumba de Tutmosis 1 y la de Amenhotep II, y descubrió un pequeño pozo. Por lo común, este dispositivo conducía a una pequeña cámara no decorada que servía de sepultura a personas no reales; era así de nuevo pero, esta vez, había escapado a los desvalijadores.
Tras haber descubierto la primera tumba del Valle, la única tumba real que servía de escondrijo y la de Tutmosis III, Loret descubría, a finales de marzo de 1899, la primera tumba intacta. ¿Cómo no lamentar, una vez más, que esos formidables éxitos no hayan sido objeto de publicación alguna? La realidad es desoladora, ningún plano, ninguna fotografía, notas extraviadas y, sin duda, perdidas para siempre, objetos dispersos por distintos museos y, a veces, inencontrables, otros objetos vendidos en el mercado de antigüedades.
En el sepulcro de esta tumba, que llevará el núm. 36, un sarcófago negro, adornado con figuras divinas cubiertas de oro fino, contenía dos ataúdes momiformes también decorados con hoja de oro, pero vacíos; a su lado, un sarcófago de madera de cedro negro albergaba la momia de Maiherpri, cuyo nombre significa «El león en el campo de batalla». Habían desplazado la tapa, es cierto, y tal vez robado algunas joyas pero, en la minúscula estancia, muchos objetos estaban todavía en su lugar.
Consecuentemente, es un enigma idéntico al de Amenhotep II y otras tumbas del Valle; alguien entró tras el enterramiento, desplazó algunos elementos e inspeccionó el lugar. No puede tratarse, en modo alguno, de ladrones que, en épocas turbulentas, habrían tenido tiempo de desvalijar sin ser molestados y se habrían llevado el botín. Se piensa, más bien, en el paso de un ritualista que hubiera entrado para realizar ciertas ceremonias por el alma de los difuntos o para asegurarse de que todo estuviera en orden.
De acuerdo con sus títulos, Maiherpri era «hijo del Kap», es decir de una institución real que se encargaba de la educación de los príncipes y de ciertos hijos de dignatarios; cumplía las funciones de «portaabanico a la diestra del rey». Pero ¿de qué rey? Ningún indicio lo precisa de modo formal. El estilo de la tumba evoca la XVIII dinastía; como la tumba de Amenhotep II está cerca, se ha emitido la hipótesis, a menudo transformada en certidumbre, de que Maiherpri era un fiel compañero de armas de este faraón. A decir verdad, faltan pruebas. Según otra hipótesis, Maiherpri fue el amigo de infancia de Tutmosis III.
Cuando se quitaron las vendas, el 22 de marzo de 1901, apareció una soberbia momia que había sido protegida por tres ataúdes de madera; cabellos cortos, crespos, piel negra… ¡Un nubio, sin duda alguna!; el rostro era magnífico, la expresión digna y apaciguada.
Los nubios proporcionaban a Egipto cuerpos de élite y valerosos soldados; el nombre de Maiherpri hace pensar en un guerrero capaz de batirse como un león, pues el animal era también símbolo de la vigilancia. El examen de la momia demostrará que el nubio no sucumbió a una herida. Bajo la axila izquierda se había colocado un paquete de cebada germinada que evocaba la resurrección de Osiris, bajo la forma del grano que se pudre en tierra y recupera la vida durante la germinación.
Ignoramos todavía por qué Maiherpri fue recibido en el Valle. Su título de «hijo del Kap» permite suponer que su padre o su madre estaban vinculados a la familia real y que se benefició de una educación especial, dispensada en palacio. La momia parece la de un hombre joven, pero las opiniones de los especialistas varían.
¿Qué se encontró en esa tumba intacta que nos dé el reflejo de un material fúnebre destinado a acompañar al difunto por el otro mundo? En primer lugar, una reliquia osírica que evoca el proceso de la resurrección por medio de la germinación de la cebada, estableciendo también una de las bases del alimento que se servía en el banquete eterno de los paraísos; es el símbolo que se denomina «Osiris vegetante». Luego un bol azul adornado con peces, gacelas y flores en relación con el renacimiento y el dominio que el justo ejerce sobre el mundo animal y el reino vegetal; una redoma de perfume, sellada todavía, símbolo de la esencia de lo divino que respira el alma inmortal; algunas vasijas de barro que contienen los santos óleos, utilizados durante el ritual de regeneración; un juego de senet que ofrecía al viajero por el otro mundo la posibilidad de disputar una partida con lo invisible; brazaletes que servían para proteger los puntos de energía distribuidos por el cuerpo; algunas flechas que alejaban a los enemigos del más allá.
No deben olvidarse dos collares para perro, de cuero, uno decorado con escenas de caza y el otro con escenas de caballos; los fieles compañeros de Maiherpri le siguieron así al otro mundo. Como encarnación de Anubis, estaban incluso encargados de recibirle y guiarle por los hermosos caminos de la eternidad.
La expulsión de Loret y el regreso de Maspero
El «reinado» de Víctor Loret sobre el Valle fue resplandeciente; la lista y la calidad de sus éxitos es absolutamente notable. En dos cortas temporadas de excavaciones se impuso como un descubridor fuera de lo común. La lógica habría impuesto que prosiguiera durante largo tiempo; pero se mezcló la política.
A los ingleses, por oscuras razones, no les gustaba Víctor Loret. Y los ingleses eran los verdaderos dueños de Egipto, aunque aceptaran que un francés ocupara la dirección del Servicio de Antigüedades. Pidieron la cabeza de Loret y su sustitución. ¿Qué peso tenía el señor Loret frente a los juegos de la política y a los ententes diplomáticos? Tal vez aquella destitución, injusta en sí misma, fuese el origen de la falta de publicaciones que podían esperarse. ¿Qué ha sido de las notas y los informes de Loret? ¿Se los llevó con él, se extraviaron o fueron robados en el propio Egipto? La suerte abandonó brutalmente a Víctor Loret; el Valle no le había decepcionado, los hombres le traicionaron. Los egiptólogos que pasan por la universidad de Lyon, donde Loret fundó un notable centro de investigaciones, pueden dedicarle un conmovido recuerdo; su aventura en el Valle sigue siendo una de las más fascinantes.
¿Quién sustituiría a Loret? Un hombre que gozara de reputación suficiente y, sobre todo, de la benevolencia de las autoridades francesas y británicas. Pensándolo bien, sólo Gastón Maspero cumplía esas condiciones, aunque hubiera abandonado sus funciones oficiales en Egipto más o menos decepcionado. El ilustre sabio aceptó la proposición pero negoció con firmeza su contrato; exigió un salario considerable y una gran libertad de maniobra. Se lo concedieron.
En cuanto llegó a El Cairo, Gastón Maspero, de cincuenta y tres años, se ocupó de reorganizar el Servicio de Antigüedades para hacerlo más eficaz. Dividió así los parajes arqueológicos en cinco distritos sobre los que velarían inspectores; se había puesto en marcha una nueva política de excavaciones.
Howard Carter entra en escena
Entre los inspectores a quienes el experimentado Maspero concedió su confianza, figuraba el joven Howard Carter. Permanecía en Egipto desde sus dieciocho años sirviendo de dibujante al arqueólogo Newberry y tenía ya una gran experiencia en el país.[10] Carter hablaba árabe, se había iniciado en la práctica de los jeroglíficos y conocía bien la región de Tebas; por ello, aunque sólo tuviera veinticinco años, Maspero le nombró inspector de las Antigüedades del alto Egipto, importante puesto que exigía mucho trabajo. Carter sentía una verdadera pasión por el Valle de los Reyes. Era su paraje, sentía deseos de explorarlo de cabo a rabo, de modo que ninguna pulgada de terreno escapara a sus investigaciones; bajo los montones de cascotes antiguos y modernos se ocultaban, forzosamente, tumbas. La primera tarea, a su entender, consistía en despejar el Valle y encontrar el antiguo suelo; los excavadores no se habían preocupado de evacuar las toneladas de piedras y arena que habían desplazado, ocultando así algunas zonas del paraje que seguían sin explorar.
Aunque el razonamiento podía parecer acertado y digno de interés, su puesta en práctica planteaba problemas insuperables; ¿no sería necesario contratar gran cantidad de obreros para emprender un trabajo titánico, lento y penoso, con una muy débil esperanza de obtener resultados concretos? Los proyectos de Carter no sedujeron a Maspero, que no sentía demasiado interés por el Valle; sin embargo, los dos escondrijos, el de Deir el-Bahari y el de la tumba de Amenhotep I, demostraban que cierto número de hipogeos no habían sido descubiertos todavía. Además, el éxito de Loret ofrecía serias posibilidades para el porvenir; pero era Loret, precisamente; ¿no sería mejor olvidarle? Carter y Maspero se pusieron de acuerdo en un punto preciso: en aquel año de 1900, la afluencia turística llegaba al límite soportable y se convertía en un peligro para el Valle. Desde diciembre hasta abril, una muchedumbre de curiosos, de estudiantes y de enfermos, invadía Luxor, famoso por su clima y sus maravillas artísticas. Barcos y hoteles estaban al completo; se jugaba al tenis, al bridge, se organizaban bailes y veladas sociales, y se hacían excursiones gracias a la agencia Cook, que demostraba su conciencia social construyendo hospitales. Uno de los pasatiempos obligatorios era la excursión al Valle de los Reyes.
Si Carter, simple inspector, no podía tomar la decisión de emprender la gigantesca campaña de exploraciones en la que soñaba, obtuvo al menos la autorización para proceder a ciertos acondicionamientos. Gracias a un generador instalado en el Valle, las cinco tumbas más hermosas se beneficiaron de la luz eléctrica que eliminó las iluminaciones contaminantes, como antorchas y velas; se edificaron muretes alrededor de algunas tumbas, para protegerlas contra las inundaciones y la acumulación de cascotes; se trazó un sistema de pasos para que los turistas utilizaran un camino preciso. Algunas caídas de piedras en la tumba de Seti I exigieron trabajos de restauración. Howard Carter se preocupó sin cesar por el Valle; le hubiera gustado que se convirtiera en un lugar cerrado y protegido, al abrigo del mundo profano.
El regreso de los Abd el-Rassul
Loret, como recordaremos, había cerrado la tumba de Amenhotep II donde el faraón descansaba en su sarcófago y donde había otras nueve momias reales. Maspero, de acuerdo con sus costumbres, quería que todo pasara al museo de El Cairo; ordenó pues el traslado de los ilustres personajes, a excepción de Amenhotep II.
La tumba fue de nuevo accesible a los visitantes… ¡y a los ladrones! Aterrorizado, Carter advirtió que unos desvalijadores habían arrancado las vendas del rey. La cosa precisaba cierto número de complicidades; el inspector realizó una investigación que le llevó, como era de esperar, a los Abd el-Rassul. Como era de esperar, también, no obtuvo prueba alguna y el culpable siguió en libertad.
La momia de Amenhotep II fue restaurada, mejor protegida y permaneció en su sarcófago iluminado hasta 1931; en esta fecha, por desgracia, fue llevada al museo de El Cairo tras haber viajado en primera clase de los coche-cama del tren. Es deplorable la glotonería de un museo donde, por bien organizado que esté, nunca se siente la irreemplazable atmósfera del paraje. Una reproducción en el lugar original es siempre más sugerente que un original encerrado en un edificio administrativo al que no estaba destinado.
La misteriosa tumba núm. 42 y el alcalde de Tebas, Sennefer
Como inspector del Servicio de Antigüedades, Carter tenía la posibilidad de conceder autorizaciones de excavación en un lugar preciso y por un período limitado. En el otoño de 1900, dos residentes en Luxor solicitaron un permiso para… ¡el Valle de los Reyes! Fácil es imaginar la sorpresa del egiptólogo. Los dos curiosos personajes afirmaron conocer el emplazamiento de una tumba desconocida. ¿De dónde habían sacado tan preciosos informes?
La respuesta era fácil de imaginar: de los obreros de Loret, que los habían obtenido de un excelente conocedor, probablemente un Abd el-Rassul.
Intrigado, Carter concedió el permiso pero hizo supervisar los trabajos por su amigo Ahmed Girigar y pensó en dedicarles, personalmente, una atenta mirada. Ahmed Girigar era un reis, dicho de otro modo el actor principal en el drama que constituye una excavación arqueológica; el reis contrataba los obreros, controlaba su actividad, les pagaba, les daba órdenes y dirigía, efectivamente, las maniobras en la excavación. Sin un buen reis, el mejor arqueólogo obtenía sólo resultados mediocres. Carter tuvo la fortuna y la inteligencia de tomar por amigo y confidente a aquel hombre excepcional, Ahmed Girigar, que durante cuarenta años le sirvió con una fidelidad a toda prueba.
Bajo los acantilados donde se ocultaba el hipogeo de Tutmosis III existía, efectivamente, otra sepultura; el informe era exacto. En cuanto fue descubierta, a finales de 1900, el inspector Carter acudió al lugar. La tumba era pequeña, simple, correctamente perforada; su planta se parecía a la de Tutmosis I. En una cámara funeraria oval, un sarcófago inconcluso, sin decoración y visiblemente desplazado; en las paredes, ninguna inscripción, ninguna decoración. Evidentemente, no se trataba de una tumba real. Sin embargo, en la mayoría de las obras, esta tumba núm. 42 se atribuye a Tutmosis II.
¿Qué se advierte cuando se abre de nuevo el expediente, con la ayuda de la primera publicación arqueológica seria de una tumba del Valle, debida a Carter? El egiptólogo identificó un depósito de cimientos (lo que hoy sería una primera piedra) con el nombre de la reina Hatshepsut-Merytre, gran esposa real de Tutmosis III; sin embargo, la reina no fue inhumada en aquel lugar y su momia, probablemente, fue depositada en la tumba de su hijo, Amenhotep II. Carter llegaba a la conclusión de que la sepultura databa de la época de Tutmosis III, que le había dado la planta de su propia tumba, y que estaba destinada a un príncipe o a una reina.
Por lo que a los ocupantes de la tumba se refiere, vivieron durante el reinado siguiente, el de Amenhotep II. Se trataba de un personaje importante, el alcalde de Tebas, Sennefer, y su esposa, Sentnay, y otra mujer, Baketre, que llevaba el antiquísimo título de «ornamento real»; sabemos que Amenhotep II tenía en mucha estima a Sennefer y que éste último fue un notable gestor, preocupado por la prosperidad y la dicha de su ciudad.
Forzoso es advertir que ningún objeto con el nombre de Tutmosis II fue exhumado y que ningún indicio permite afirmar que la tumba núm. 42 fuera la de este faraón.
La tumba de los tres cantores de Amón (núm. 44)
¿Había entrado Víctor Loret en la tumba núm. 42? Algunos lo suponen, aunque no anunciara oficialmente su descubrimiento. La misma observación vale para la tumba núm. 44 en la que Carter, utilizando una información que el reis Ahmed Girigar obtuvo de los obreros de Loret, penetró el 26 de enero de 1901.
Cercana a la tumba de Ramsés XI, data del Imperio Nuevo, pero había sido vaciada de su contenido original y vuelta a utilizar para albergar las momias de tres cantores del templo de Amón en Karnak, adornadas con coronas de persea, mimosa y loto azul. Estos ritualistas habían vivido durante la XXII dinastía y parece muy verosímil que los Abd el-Rassul tomaran sus cuerpos del escondrijo de Deir el-Bahari para «almacenarlos» en aquella sepultura vacía. La identidad del primer ocupante se ha perdido para siempre.
Theodore Davis, Howard Carter y Tutmosis IV
Un americano a la conquista del Valle
1902 es un año decisivo para el Valle. Theodore M. Davis, rico abogado neoyorquino de sesenta y cinco años, deseaba dedicar su jubilación a una ocupación original y hacer excavaciones en Egipto. La idea estaba de moda; cuando se disponía de una evidente fortuna, era de buen tono pasar el invierno en la tierra de los faraones y cavar algunos agujeros con la esperanza de descubrir un tesoro. El Servicio de Antigüedades, cuya falta de medios financieros era una enfermedad crónica, alentaba a los generosos donantes que, a cambio de un permiso, financiaban sus propias excavaciones y compartían los eventuales hallazgos con el Servicio. Naturalmente, el comanditario no empuñaba herramienta alguna y se limitaba a supervisar, desde muy lejos a veces, los equipos contratados; sin embargo, los descubrimientos se le atribuían y, si llegaba a descubrirse una tumba, él era el primero que debía entrar. El trabajo para los obreros, la gloria para el financiero.
Theodore M. Davis, al revés que los aristócratas que pronto se cansaban de las aburridas campañas arqueológicas, con frecuencia improductivas, era un hombre obstinado. Bajo, fornido, autoritario, no era un modelo de amabilidad y cordialidad; su silueta era la de un personaje acostumbrado a mandar, de maneras abruptas, cortantes incluso. En su comportamiento, nada despertaba simpatía. No obstante, le dominaba una pasión: la de las reinas de Egipto.
Eligió el Valle de los Reyes como lugar para sus experiencias. Gastón Maspero, feliz al recibir dinero fresco, le ofreció la concesión, de la que dispondría hasta 1915. Durante trece años, el Valle iba a conocer la más intensa campaña de excavaciones nunca llevada a cabo para arrancarle sus últimos secretos.
Naturalmente, era preciso nombrar a un arqueólogo de profesión como verdadero excavador; ¿y quién más competente que Howard Carter?
Un superior de templo y dos viejas damas
Desde el comienzo, las relaciones entre Davis y Carter fueron bastante tensas; el americano consideraba al arqueólogo como un simple empleado, el inglés consideraba a su «patrón» como un personaje insoportable y carente de conocimientos egiptológicos serios. Nombrado por el Servicio de Antigüedades, Carter cumplió sin embargo sus funciones con tanto más ahínco cuanto trabajaba en su querido Valle, que Davis había abandonado para descansar en Assuan, lejos de los desérticos acantilados de la necrópolis real.
Carter pudo utilizar un numeroso equipo, sesenta hombres, para emprender una primera campaña de excavaciones en nombre de Theodore M. Davis, en la zona de la tumba de los tres cantores. Despejando un barranco, llegó hasta la roca, utilizando un método que consideraba esencial, y sacó de la tierra un fragmento de alabastro con el nombre de Tutmosis IV, cuya tumba no había sido descubierta todavía. Por lo tanto se ocultaba, forzosamente, en aquellos parajes. Con la seguridad de estar cerca del objetivo, Carter contrató cuarenta hombres más.
El 25 de enero de 1902, su equipo descubrió la entrada de un pozo; llevaba a la sepultura de Userhat, superior de los dominios del templo en la XVIII dinastía. La tumba, que llevará el núm. 45, había sido ocupada en la XXII dinastía por un tal Mereskhons y su esposa.
El balance de la primera temporada fue más bien escaso. Davis, sin embargo, siguió confiando en Carter cuya reputación era excelente; en enero de 1903, el egiptólogo inglés sacó a la luz una segunda tumba privada (núm. 60), que contenía los sarcófagos de dos ancianas, una de las cuales era tal vez una dama llamada In, nodriza de Tutmosis IV. El sepulcro, que contenía también patos momificados, fue cerrado de nuevo y nadie lo ha examinado desde aquella fecha.
La tumba de Tutmosis IV (núm. 43)
Carter era perseverante. Tras haber exhumado muchos objetos rotos con el nombre de Tutmosis IV, seguía convencido de que la tumba del rey estaba muy cerca; al pie de la colina desenterró un depósito de cimientos constituido por modelos de utensilios, pequeñas jarras, discos de alabastro y placas de cerámica. Su presencia anunciaba la de un hipogeo que Carter descubrió el 18 de enero de 1903.
Una tumba real… ¡Carter vivió su primera gran alegría como arqueólogo y enamorado del Valle! De cuerdo con la costumbre hubiera debido aguardar la llegada de Theodore M. Davis y penetrar en el hipogeo después de su patrono; como el americano tardaba en regresar de Assuan, el inglés no resistió la curiosidad e hizo una rápida visita al monumento antes de la apertura oficial, que tuvo lugar dieciséis días más tarde, en presencia de Maspero.
Davis y las autoridades que participaron en la ceremonia se sintieron molestos por el aire pesado y polvoriento que dificultaba su avance; la tumba, grande y cuidadosamente tallada, decorada con pinturas, era digna de un faraón. La planta, con un recodo e interrumpida por un pozo, era característica de la XVIII dinastía; el hipogeo había sido desvalijado y los ladrones habían dejado en el lugar la cuerda que habían utilizado. El suelo estaba cubierto de restos y, en la cámara funeraria, yacían miles de fragmentos de objetos rituales en los que destacaba una soberbia cerámica azul.
Aquellos vestigios demostraban la existencia de un mobiliario fúnebre rico y abundante: jarras, platos, potes, vasos canopes, bastones arrojadizos de cerámica, taburetes, sillas, tronos, uchebtis, estatuillas del rey, juegos, telas, panteras de madera, cuatro ladrillos mágicos, espadas, arco, guantes de arquero, piezas de carros, alimentos para el más allá. Ningún elemento de lo cotidiano, transfigurado en el otro mundo, había sido olvidado. Todos aquellos objetos eran otras tantas obras maestras que atestiguaban el grado de refinamiento alcanzado por la civilización de la XVIII dinastía.
El sarcófago reposaba en una especie de cripta; su tapa, desplazada, estaba apoyada en una cabeza de vaca de madera y un montón de piedras; ¿tenía ese dispositivo un significado ritual, deseado por los sacerdotes que sacaron la momia del sarcófago para ponerla a resguardo en la tumba de Amenhotep II? En una capilla lateral, un horrible espectáculo aguardaba a los arqueólogos; la momia de un joven, liberada de sus vendas, había sido lanzada contra una pared y permanecía de pie, apoyada en ella, con el diafragma colgando.
Una inscripción permitió establecer que Maya, escriba real y superintendente del tesoro, había entrado en la tumba en el año 8 de Horemheb, para «renovarla», unos tres cuartos de siglo después de los funerales. ¿Qué significa exactamente ese término? Al parecer, implica algo más que una simple inspección. Sin embargo, en aquella época, el Valle estaba bien custodiado y no se había producido pillaje alguno; el hipogeo de Tutmosis IV, por lo tanto, no podía haberse degradado. Queda la momia: ¿exigió cuidados especiales? Tutmosis IV tuvo un reinado más bien corto (1401-1390), apacible y feliz. Ningún acontecimiento trágico turbó la serenidad de su época. El faraón siguió siendo célebre gracias a la estela que hizo colocar entre las patas delanteras de la gran esfinge de Gizeh para relatar una extraordinaria aventura.
Cierto día de gran calor, el joven príncipe Tutmosis cazaba en el desierto; fatigado, bajó de su carro y se durmió a la sombra de la esfinge, cubierta en su mayor parte de arena. En su sueño, escuchó la voz del león con cabeza humana, guardián del lugar donde se levantaban las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos. Encarnación del sol al amanecer, la divinidad de piedra le prometió la realeza si la liberaba de los montones de arena que la asfixiaban. El príncipe lo hizo y se convirtió en el faraón Tutmosis IV.
Howard Carter, gracias a aquel éxito, demostraba sus cualidades de arqueólogo y podía esperar una brillante carrera en el Valle. Por lo que al financiero Theodore M. Davis se refiere, estaba satisfecho de sus dos primeras campañas en Egipto: dos tumbas privadas y una tamba real. Su jubilación comenzaba con buen pie.
La increíble tumba de la reina-faraón Hatshepsut
Una mujer en el trono de Egipto
¿Quién no ha oído hablar de esta reina excepcional que, a la muerte de Tutmosis II, se encargó primero de una regencia y, luego, subió al trono de Egipto por un período de veinte años (1478-1458)? ¿Quién no ha admirado la escena de su coronación en la punta del obelisco caído, en Karnak, donde la reina está arrodillada ante Amón?
«La Regla (Maat) es el poder (ka) de la luz divina (Ra)», «La que besa Amón», «La más venerable de las mujeres», ésos eran los nombres de Hatshepsut. Verdadero faraón, cumplió celosamente su primer deber: construir templos. En Karnak, hizo erigir dos obeliscos y modificó la parte central del templo; en la zona que hoy se llama «museo al aire libre», pueden contemplarse los bloques de la magnífica «capilla roja», un edificio que probablemente nunca fue montado y que ofrece gran cantidad de escenas rituales raras. En la orilla occidental de Tebas, Hatshepsut hizo construir el templo de Deir el-Bahari, «el sublime entre los sublimes», cuyas tres terrazas ascendían hacia el acantilado; el último santuario se excavó en plena piedra. Los bajorrelieves, de maravillosa finura, narraban el transporte de los obeliscos y la famosa expedición al país de Punt de donde el ejército egipcio, compuesto por alegres y pacíficos soldados, se llevó árboles de incienso que fueron plantados en los jardines que precedían al templo. La explanada está hoy desierta, aplastada por el sol; es necesario imaginar los estanques, los árboles, las flores que ocultaban la arquitectura. El templo consagrado a Amón revelaba, también, los misterios de Anubis, encargado de momificar a los justos y conducirlos por los caminos del más allá.
Las tumbas de Hatshepsut
En el Imperio Antiguo, los faraones se hacían construir dos tumbas, si no tres; de este modo, en Saqqara, en el interior del recinto de Djeser, existían una tumba del norte y una tumba del sur, y es probable que se excavara una tercera sepultura en el Alto Egipto. El cuerpo físico del rey se depositaba en uno de los sepulcros; los demás recibían su ser invisible, aunque no menos real. Por ello no es seguro que las pirámides del Imperio Antiguo hayan albergado momias.
En el Imperio Nuevo, se produce un caso distinto; un gran dignatario hace preparar su tumba, pero, si se convierte en faraón, debe ordenar que excaven otra, correspondiente a la nueva función. Hatshepsut, como gran dama del reino, debía ocupar pues una sepultura al margen del Valle de los Reyes; una vez coronada, su morada de eternidad no podía estar en otra parte.
La tumba núm. 20 o el más largo recorrido del Valle
Situada junto al acantilado, la tumba núm. 20 era conocida desde hacía mucho tiempo; los especialistas de la expedición de Egipto la habían situado, Belzoni se había interesado por ella, James Burton había entrado; pero nadie había practicado, antes que Carter, una excavación seria. Tan seria y difícil que iba a exigir varios meses de trabajo y dos campañas, de febrero de 1903 a mediados de abril de 1903 y de octubre de 1903 a marzo de 1904.
Carter no esperaba encontrar un hipogeo de tanta longitud; una serie de pasillos, que bajaban hasta 97 m de profundidad, se desplegaba a lo largo de 213 metros. Sin duda alguna, se trataba de la más larga y profunda de las tumbas egipcias. ¿Por qué tantos esfuerzos cuando el pillaje, lamentablemente seguro, no permitía esperar mayores hallazgos? Porque Davis amaba a las reinas de Egipto y quería satisfacer su pasión; encargarse de Hatshepsut le parecía esencial.
Carter y su equipo se enfrentaron con temibles dificultades; la polvareda y el calor eran tan grandes que les fue imposible respirar normalmente; utilizaron una bomba de aire para poder trabajar en el interior del hipogeo. La luz se apagaba sin cesar y, en las tinieblas, casi asfixiados, tenían que mantener su sangre fría. Como casi todo el pasillo estaba lleno de cascotes, fue necesario vaciarlo; pero sólo dos o tres hombres podían llenar, al mismo tiempo, los cestos que evacuaban hacia el exterior. Cuando la limpieza hubiera terminado, se necesitarían unos veinte minutos de incómoda marcha para llegar al fondo de la tumba.
Durante el recorrido, Carter tomó fragmentos de jarra de piedra con los nombres de la reina Ahmose-Nefertari, de Tutmosis I, padre de Hatshepsut, y de la propia Hatshepsut; la memoria de aquellos tres ilustres personajes estaba pues vinculada a aquel lugar. Otro descubrimiento interesante: algunos bloques llevaban fragmentos del Amduat; el texto de «la cámara oculta» se revelaba en los muros.
Al cabo de considerables esfuerzos, Carter llegó por fin a la cámara funeraria; allí había todavía dos espléndidos sarcófagos de cuarcita, la más dura de las piedras; el uno estaba destinado a Tutmosis I, el otro a su hija Hatshepsut. Eran los primeros ejemplares de aquel tipo, inspirado en el Imperio Medio; inauguraban la incomparable serie de tumbas reales.
Las fantásticas dimensiones de aquella tumba, su planta única, hacen pensar a Romer, como hemos visto, que fue la primera excavada en el Valle por Ineni, el maestro de obras de Tutmosis I. Hatshepsut se habría limitado a agrandarla para descansar en ella, en compañía de su padre; pero Tutmosis III hizo excavar una nueva tumba para Tutmosis I y trasladó su momia. Son sólo hipótesis; el único hecho cierto es que dos tumbas, la núm. 20 y la núm. 38, fueron destinadas a albergar los despojos de Tutmosis I.
La momia de Hatshepsut, preservada tal vez en el escondrijo de Deir el-Bahari, no ha sido identificada con seguridad; de su material fúnebre, totalmente desaparecido, subsiste sólo una arquilla con su nombre, que contiene, al parecer, un hígado momificado. Segundo enigma sin resolver, referente a las relaciones de la gran reina con el Valle: ¿la dama In, enterrada probablemente en la tumba núm. 60, era efectivamente su nodriza, a la que concedió el honor de vivir su eternidad en la necrópolis real?
La tumba de Merenptah el innovador (núm. 8)
Durante su campaña de excavaciones (1903-1904), Carter decidió despejar la tumba del rey Merenptah, parcialmente accesible desde la Antigüedad. Su entrada, señalada por un hermoso portal, no estaba disimulada y había atraído a ladrones y visitantes. Sin embargo, con el transcurso de los siglos, el hipogeo se había llenado de cascotes; Howard Carter consideró necesario despejarlo, asumiendo así una tarea abrumadora cuyos resultados, poco espectaculares, ocultaron su mérito. ¿No sacaría a la luz una obra maestra de la XIX dinastía?
La tumba, en efecto, fue el lugar de varias innovaciones. Si el plano es sencillo, un corredor de empinada pendiente que lleva directamente a la sala del sarcófago, se advierte un claro aumento en las proporciones de la tumba; la altura del corredor pasa de cinco a seis codos, incluso siete (más de tres metros). La anchura aumenta también, de modo que se abandona la proporción de cinco codos por cinco en vigor en la XVIII dinastía. La cámara funeraria toma un nuevo aspecto; el sarcófago se instala en una pequeña cripta excavada en el suelo de la cámara. Hay una evidente voluntad de penetrar en las profundidades donde renace la luz. Por lo que al sarcófago se refiere, se hace colosal; bajo la tapa de granito rosa hay tres ataúdes, encajados el uno en el otro. El cuerpo del rey, protegido así por una cuádruple envoltura de piedra, descansaba en un ataúd de alabastro del que sólo han sobrevivido algunos fragmentos. El pulido de la tapa de granito es de una perfección inigualable.
Del equipo funerario, del que un ostracon nos dice que se introdujo en la tumba en el año 7 del reinado, sólo subsisten algunos vasos canopes y uchebtis. Puede afirmarse que los objetos eran numerosos y soberbios. Por lo que concierne a los textos, si la presencia del Libro de la cámara oculta se adecúa a la tradición de la XVIII dinastía, y la del Libro de las puertas a la de la XIX, se advierte la aparición de una llamada al juez de los muertos que será reutilizada a partir de entonces. En muchos campos, por consiguiente, el hijo y sucesor de Ramsés II señala una etapa importante en la historia del Valle.
Merenptah y la defensa de Egipto
La sucesión de Ramsés II planteó problemas, aunque el rey tuviera numerosos hijos. Khaemuaset, ritualista, mago, sumo sacerdote y restaurador de los monumentos antiguos, parecía el más apto para ascender al trono, pero murió antes que su padre. Mientras vivía, Ramsés II eligió como faraón a Merenptah, «el amado de Ptah». Ptah era el dios de Menfis, la vieja capital situada en la conjunción del delta y el valle del Nilo propiamente dicho. Se manifestaba así cierto desafío a Tebas y una voluntad de situar en el norte el centro del poder, a causa de las profundas mutaciones que se anunciaban en Asia.
Merenptah reinó unos diez años (1212-1202); de edad avanzada cuando fue coronado, vivió en Pi-Ramsés, en el delta, cumplió su papel de constructor en todo el país y, como sus predecesores, hizo edificar su «templo de los millones de años» en la orilla occidental de Tebas.
El papel principal de este experimentado monarca, que había tenido la oportunidad de aprender a gobernar, fue defender su país contra una temible tentativa de invasión. En el año 5 de su reinado, «los pueblos del mar», coalición indoeuropea en la que predominaban anatolios y egeos, se lanzaron sobre las ricas tierras del delta con la intención de instalarse en ellas. El ejército egipcio, valeroso y bien organizado, consiguió contener la oleada; sin poder garantizar las cifras, se estima que una decena de miles de muertos quedó en el campo de batalla y que los soldados de Faraón hicieron un número semejante de prisioneros.
El problema del Éxodo
Bajo el reinado de Merenptah aparece, en una estela, la más antigua mención de Israel en un texto jeroglífico. Israel se considera como una tribu sumisa que no causa ningún trastorno particular al orden establecido.
Desde el punto de vista judío, el Éxodo es un acontecimiento considerable; desde el punto de vista egipcio, no ocurrió nada. Los escribas, que sin embargo tenían la costumbre de anotarlo todo, no hablan de una salida masiva de los hebreos de Egipto. Por lo que se refiere al exterminio de un ejército egipcio y a la derrota de un faraón junto al mar Rojo, ningún documento los menciona. El Éxodo, que probablemente no tiene fundamentos históricos, pertenece al mito. Los hebreos no eran esclavos sino asalariados que se ocupaban, en parte, de un sector clave de la economía egipcia: la fabricación de los ladrillos utilizados en la construcción de casas y palacios. Algunos ocupaban puestos importantes en la Corte. Salomón, deseoso de forjar una civilización duradera y de establecer la paz en el Oriente Próximo, no considerará a Egipto un enemigo y lo adoptará, incluso, como modelo. La película de Cecil B. De Mile, Los diez Mandamientos, es uno de los más deplorables engaños en technicolor que nunca se haya producido.
Las desgracias de Carter
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