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El valle de los Reyes, de Christian Jacq (página 5)


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Un americano de barba blanca

Alto, imponente, de rostro alargado y adornado con una soberbia barba blanca, Wilbour no tenía sin embargo más que cincuenta años cuando, impulsado por su pasión egiptológica, se interesó por el mercado de las antigüedades; en 1881, éste seguía siendo muy floreciente, incluyendo cierto número de falsificaciones, aunque también piezas auténticas.

El ojo de Wilbour no era el de un profano; discípulo de Maspero, sabía distinguir el buen grano de la cizaña. ¡Pero el buen grano circulaba de modo anormal! Alguien ponía a la venta, desde hacía varios años, objetos que procedían sin duda alguna de una tumba real que ningún arqueólogo conocía. La conclusión se imponía por sí misma. Una banda de ladrones había echado mano a un notable tesoro. Única solución: intentar tirar discretamente del hilo sin llamar, demasiado pronto, la atención de los culpables.

Hábil y tranquilizador, Wilbour se hizo pasar por un aficionado a las rarezas dispuesto a pagar hermosas sumas; un tal Ahmed Abd el-Rassul aceptó recibirle, en Gurna… ¡En una tumba! Apropiado lugar, donde los haya, para negociar un magnífico papiro. Una semana más tarde, Wilbour tuvo entre las manos vendas de momia con el nombre de Pinedjem I, rey-sacerdote de la XXI dinastía; como la pista iba precisándose, no podía ya actuar solo. Avisó a Maspero, quien, en compañía de Emile Brugsch y otros ayudantes, llegó a Luxor el 3 de abril de 1881. La investigación se acentuó; un pequeño revendedor se dejó dominar por el pánico y confesó que una importante familia de Gurna, los Abd el-Rassul, había descubierto una tumba cuyo contenido suponía cuarenta mil libras de antigüedades.

La gran jugada de los Abd el-Rassul

Maspero sabía que los habitantes de Gurna eran gente pobre, abrumada por los impuestos, y que el comercio de las antigüedades robadas en las tumbas era su único medio de enriquecerse; como egiptólogo, tenía que luchar contra aquel tráfico.

Interrogó a Ahmed Abd el-Rassul, que lo negó todo pese a la amenaza de ser encarcelado y, ciertamente, torturado, en Qena; seguro de sí y relajado, el interlocutor del arqueólogo no creyó que llegaran a semejantes extremos. Ni siquiera se enojó con el francés y sus relaciones siguieron siendo cordiales.

Ahmed, sin embargo, cometió un error; con el dinero obtenido con su tráfico, hizo construir en Gurna «la nueva casa blanca» que llamó la atención a las autoridades. La fortuna de los Abd el-Rassul se hizo demasiado visible.

Detenidos y encadenados, Ahmed y su hermano Hussein fueron encarcelados en Qena donde reinaba el terrible gobernador provincial Danud Pacha, una sola de cuyas miradas hacía confesar a los más endurecidos bribones; pero ambos hermanos guardaron silencio. Dos meses más tarde, fueron liberados.

Maspero y su equipo no tenían ya demasiadas esperanzas; habían agotado los medios legales. Fue entonces cuando, como en toda tragicomedia bien regulada, entró en escena el traidor. El hermano mayor de la familia Abd el-Rassul, Mohamed, quedó convencido de que la policía no se detendría ahí; aterrorizado, preocupado por las severas represalias, se dirigió a Qena y reveló el emplazamiento de una tumba que, por sí sola, contenía cuarenta momias.

El clan Abd el-Rassul lo había descubierto muchos años antes, en 1875 y, tal vez, incluso en 1870; como precio de su traición, Mohamed recibió quinientas libras egipcias y… ¡un cargo oficial! «Consideré que debía nombrarle reis de las excavaciones en Tebas -explica Maspero-; si pone al servicio del museo la misma habilidad que puso, durante largo tiempo, en perjudicarlo, podemos esperar todavía algunos hermosos descubrimientos.»

Las momias reales de Deir el-Bahari

El 6 de junio de 1881 un calor abrumador reinaba en Luxor; Emile Brugsch, que representaba a Maspero, se lanzó al asalto de la famosa tumba cuya existencia parecía casi extravagante. La sorprendente excursión no fue descansada; el ascenso a la colina perteneciente al circo montañoso de Deir el-Bahari, tras la colina de Gurna, era peligroso. En el flanco sur del acantilado, a unos sesenta metros por encima del suelo, se abría un pozo de dos metros de largo y doce de profundidad.

Brugsch, impresionado e impaciente, presentía un formidable descubrimiento. Sin vacilar, bajó al fondo del pozo con la ayuda de una cuerda; allí comenzaba un corredor de techo bajo. Avanzó de rodillas y se hundió en la roca, unos setenta metros. Objetos antiguos por todas partes: estatuillas funerarias, cofres para canopes y ataúdes. El arqueólogo comprendió que se hallaba en un escondrijo dispuesto, por un sumo sacerdote, Pinedjem 11, que había hecho ampliar una antigua tumba.[9]

Brugsch, tras haber girado a la derecha, descubrió un nuevo corredor; era largo, estrecho, pero más alto y lleno también de antigüedades; al final del recorrido, estupefacción y maravilla: una cámara de setenta pies cuadrados llena de sarcófagos, algunos de dimensiones colosales. El egiptólogo se acercó y leyó las inscripciones. Identificó los ataúdes de la familia de Pinedjem, lo que era de esperar, pero creyó sufrir alucinaciones cuando descifró la identidad de los personajes reunidos en aquel santuario: Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III, Ramsés I, Seti I Ramsés II, Ramsés III, Ahmosis, el fundador del Imperio Nuevo, Amenhotep I, el creador del Valle de los Reyes, la gran y venerada reina Ahmose-Nefertari, cuyo sarcófago estaba metido en otro de cuatro metros de altura.

La época más gloriosa de la historia egipcia resucitaba, las momias de los reyes depositadas antaño en los ataúdes del Valle salían de la nada… Conmovido, Brugsch escribió esta frase exacta y extraordinaria: «Me hallaba ante mis propios antepasados». Le dominó una angustia, aquel fabuloso tesoro estaba en peligro. Ante todo, salir de la tumba; las antorchas podían pegar fuego a los preciosos sarcófagos.

Traslado de momias y enigmas reales

Reyes y reinas descansaban en hermosos ataúdes, algunos de los cuales habían sido desfigurados por los Abd el-Rassul, ávidos de joyas y amuletos; lo más sorprendente era una gran confusión, pues las momias no descansaban en sus sarcófagos de origen.

¿Qué había ocurrido? Textos y etiquetas de momias probaban que piadosos ritualistas, para salvarlas de una destrucción segura, las habían ocultado en aquella tumba que databa de comienzos de la XVIII dinastía y había sido reutilizada durante la XIX por el sumo sacerdote Pinedjem II y su esposa Neskhons. El secreto había sido bien guardado, sin duda porque los salvadores habían procedido con rapidez y en pequeño número; habían envuelto de nuevo algunas momias y redactado etiquetas que relataban su traslado de la tumba de origen al escondrijo. Varias momias habían pasado algún tiempo en la tumba de Seti I; él mismo y Ramsés II eran, por otra parte, los dos últimos llegados.

Alrededor de los sarcófagos yacían miles de objetos, copas, jarras, uchebtis, guirnaldas de flores, cestos con alimentos, cajas que encerraban pelucas, es decir elementos del material fúnebre recogido en las tumbas. Si algunos amuletos habían sido brutalmente arrancados por los ladrones, Brugsch advirtió que muchas joyas habían sido cuidadosamente recogidas por los ritualistas encargados de restaurar las momias reales. Es muy probable que la tumba de Ramsés XI sirviera de taller; se quitó la chapa de oro de los ataúdes y se ocultó en otros lugares, todavía no descubiertos, raras y preciosas piezas.

El traslado de las momias reales y su colocación en lugar seguro fue una operación cuidadosamente programada y ejecutada con rapidez y eficacia; nadie reveló el secreto y, hasta la intrusión de los Abd el-Rassul, nadie penetró en el escondrijo.

Un formidable enigma se planteó entonces; ciertamente, se acababa de resucitar la memoria de varios faraones identificando sus momias, pero ¿dónde estaban sus tumbas? ¿Dónde habían sido enterrados, por ejemplo, Tutmosis III y sus predecesores? Mas Brugsch tenía otras cosas en la cabeza.

Un viaje precipitado

Evidentemente, aquel descubrimiento merecía la mayor atención; habría sido necesario establecer un inventario completo de los objetos, pequeños y grandes, anotar su emplazamiento exacto, trazar un plano de los lugares, dibujar y fotografiar, en resumen, consagrar varios meses a aquel increíble hallazgo. El propio Brugsch estaba considerado como un buen fotógrafo; sin embargo, no disponemos del menor cliché, ni de un plano, ni de una lista de los sarcófagos tal como estaban colocados.

Aterrorizado ante la idea de que los ladrones pudieran apoderarse en cualquier momento de semejante tesoro, Brugsch tomó una decisión que se considera desastrosa desde el punto de vista científico: vaciar rápidamente el escondrijo de su contenido.

Los hombres de Daud Pacha reunieron trescientos fellahs que formaban buena parte de la población masculina de Gurna y, en menos de dos días, aquel pacífico ejército transportó sarcófagos y momias hasta un barco especial fletado por el museo de El Cairo.

Aunque Brugsch respirara porque el fabuloso tesoro estaba de nuevo seguro, ¿cómo no lamentar una precipitación que nos ha impedido, para siempre, reconstruir ciertos acontecimientos y escrutar mejor los misterios de aquel escondrijo? Al borrar las huellas del paraje, sin efectuar la menor anotación, Brugsch privó a la arqueología egipcia de uno de los fragmentos más apasionantes de su historia.

Algunos sarcófagos eran tan pesados que fueron necesarios doce hombres para llevarlos; cuando el barco surcó las aguas del Nilo, los aldeanos se reunieron en las orillas y saludaron ruidosamente a los antiguos reyes de Egipto. Como las antiguas plañideras, ciertas mujeres lloraron mesándose los cabellos mientras los hombres disparaban sus fusiles.

Un aduanero para las momias

Si el viaje de las momias reales se desarrolló sin incidentes, su llegada a El Cairo fue más movida y dio lugar a un incidente administrativo que ni el más fecundo de los novelistas hubiera podido imaginar.

La aduana, en todos los países del mundo, es una institución omnipotente. En el Egipto moderno, el aduanero medio es un personaje que cree en su importancia y debe demostrarla.

Cuando el barco que llevaba los sagrados cuerpos de los soberanos del Imperio Nuevo llegó al puesto de aduana encargado de tasar todas las mercancías que viajaban por el Nilo, el funcionario sintió una indiscutible turbación. Por un lado, debía aplicar el reglamento que no toleraba excepción alguna; por el otro, ¡dramático caso!, tenía que vérselas con una mercancía no inventariada. ¿Qué índice impositivo elegir? Desesperado, el aduanero incluyó las momias en la categoría de «pescado seco». Pagada la tasa, pudieron franquear la barrera de un mundo que no tenía ya, realmente, nada en común con la civilización faraónica, y llegar al museo de El Cairo.

Tutmosis III decepciona a Maspero

El comportamiento de Brugsch tiene una explicación; Maspero, su patrono, era un apasionado por las colecciones y sólo sentía un moderado interés por la arqueología de campo. Nada le gustaba más que ver como el museo se enriquecía con hermosas piezas. La llegada de las momias reales le colmó de satisfacción; decidió proceder al desenvolvimiento de los ilustres cuerpos comenzando por el de Tutmosis III, llamado a veces el «Napoleón egipcio» por sus victorias militares en Asia.

Los Abd el-Rassul la habían emprendido con la momia cortando algunas vendas para arrancar el escarabeo, símbolo de las mutaciones eternas, colocado en el emplazamiento del corazón. La decepción de Maspero fue muy grande, la momia estaba mal conservada. La cabeza separada del cuello, las piernas quebradas, las vendas saturadas de aceite y resina que se adherían a la piel. El sabio francés temió que las demás momias estuvieran en el mismo estado y aplazó sine die las operaciones. Seguros ya en el museo, Ramsés II y los demás faraones aguardarían días mejores.

El intermedio Lefébure

En 1882, el ejército británico bombardea Alejandría; el cuerpo expedicionario inglés se apodera de El Cairo y, muy pronto, la administración británica reina sobre el país controlando el gobierno egipcio. El acontecimiento es importante; durante un largo período, Gran Bretaña se interesará de cerca por el país de los faraones y lo colocará, cada vez con mayor firmeza, bajo su yugo.

En 1883, Eugène Lefébure, de cuarenta y tres años de edad, se convirtió en director del Instituto francés de arqueología oriental; sucedió a Maspero que se puso a la cabeza del Servicio de Antigüedades y reinó así sobre la arqueología en Egipto. Lefébure, poeta y amigo de Mallarmé, se interesó en el simbolismo del Valle de los Reyes; copió la totalidad de los textos de las tumbas de Seti I y de Ramsés IV, identificó los «libros» y comparó las versiones de base con las halladas en otros lugares. Tras dos meses pasados en la tumba de Seti I, trabajó cuatro años en las tumbas reales antes de ceder su puesto a Grébaut.

Lefébure ha sido, por lo general, juzgado severamente; los epigrafistas le reprochan un trabajo apresurado y poco cuidadoso. Por lo que a su comportamiento se refiere, aquel hombre se ganó las críticas; ¿no había abandonado, acaso, a su mujer y a un bebé en El Cairo para permanecer en la orilla oeste de Tebas donde, tras haber desalentado a sus ayudantes, estaba solo? Tras haber residido en la tumba de Ramsés IV, tuvo frío durante las noches de invierno y prefirió instalarse en una célebre morada de Gurna, «la casa blanca» de los Abd el-Rassul, construida con el dinero procedente del tráfico de antigüedades.

Nervioso, enamorado de la soledad, salvaje, Eugène Lefébure escribió una obra no desdeñable en la que destacan sus estudios sobre el mito osírico y sobre los ritos de protección de los edificios; su pasión por el Valle de los Reyes fue innegable y se colocó en la estela de Champollion al afirmar su voluntad de conocer mejor los textos inscritos en las paredes. ¿Y cómo no envidiar a un investigador que tuvo la suerte de permanecer cuatro años en el Valle?

Maspero desenvuelve

En junio de 1886, cinco años después del descubrimiento de Deir el-Bahari, Gastón Maspero, recuperado de su decepción, decidió examinar las momias reales. El estudio de los textos le reveló que habían realizado un evidente recorrido por el Valle; la momia de Ramsés II, por ejemplo, fue cuidada bajo el reinado de Herihor, transportada a la tumba de Seti I y, luego, a la de Amenhotep I, restaurada de nuevo y, finalmente, depositada en el escondrijo de Deir el-Bahari. Un equipo de especialistas velaba por esas preciosas reliquias después de que el Valle no fuera ya utilizado como necrópolis y, por lo tanto, estuviera poco o nada custodiado.

En compañía de Brugsch y de Barsanti, y en presencia del dueño del país, el jedive Tewfik, el primer día de la experiencia, Maspero desenvolvió las momias. Ciertamente, sufrió nuevas decepciones; por ejemplo, Ramsés III, cuyo rostro estaba dañado, o la reina Ahmose-Nefertari, muerta en la vejez, y cuyo cadáver se pudrió en cuanto estuvo al aire libre; pero le aguardaban dos sublimes hallazgos.

El primero fue el de Ramsés II, a quien Maspero liberó de sus vendas en menos de un cuarto de hora; ancho pecho, hombros cuadrados, con las manos cruzadas sobre el pecho, algunos cabellos en las sienes y en la parte trasera del cráneo, la nariz larga y fina, los pómulos salientes, el mentón prominente, las orejas perforadas, el rostro potente y voluntarioso, el gran monarca hizo una gran impresión al equipo de egiptólogos.

El segundo fue el del padre de Ramsés II, Seti I, cuyo rostro tranquilo y sereno es la más hermosa cara momificada nunca descubierta; a través de ella, se expresa la eternidad.

La tumba de Ramsés VI o la alquimia de la luz

Dos reyes en una tumba

En 1886, Grébaut sustituyó a Maspero a la cabeza del Servicio de Antigüedades; despechado y fatigado, el célebre sabio regresó a París. El nuevo director confió a George Daressy la tarea de despejar por completo las tumbas de Ramsés VI y Ramsés IX; aunque fueran ya muy visitadas desde la Antigüedad, estaban todavía llenas de cascotes. Aquella pequeña campaña de excavaciones dio interesantes resultados: los restos de una narria funeraria en la tumba de Ramsés IX y, en la de Ramsés VI, un objeto de madera que servía para encender fuego.

En 1888, Daressy concluyó la excavación de la tumba de Ramsés VI (núm. 9), que fue primero la de Ramsés V; dos reyes cohabitaron pues en una misma morada de eternidad, como si fueran indisociables el uno del otro.

El reinado de Ramsés V sólo duró cuatro años (1148-1144); su momia, bien conservada, es la de un hombre de 1,72 m aproximadamente, que parece haber muerto bastante joven. De acuerdo con dos de sus nombres, fue «Poderosa es la Regla (Maat) de la luz divina (Ra)» y «El que está hecho para existir gracias a la luz divina». Según la dedicatoria redactada para su tumba, precisó que había creado aquel monumento para sus padres, los dioses del espacio de regeneración, la duat; les concedía así un nuevo título de propiedad relativo a Egipto, para que los nombres divinos se vieran renovados.

Teólogo, Ramsés V hizo abrir de nuevo las canteras de piedra de Gebel el-Silsileh y las minas del Sinaí con la intención de emprender un vasto programa de construcciones; la muerte le impidió llevarlo a cabo.

Ramsés VI, que reinó durante ocho años (1144-1136), era uno de los hijos de Ramsés III; su momia, de 1,70 m, está por desgracia mutilada; se hallaba en el ataúd de un tal Re, primer profeta de Amón en el templo de Tutmosis III. Llevaba los nombres de «La luz divina (Ra) es el dueño de la Regla (Maat), amado por Amón, nacido de la luz divina, Amón posee su espada, el dios, el regente de Heliópolis». Se advierte la insistencia en el tema de la luz cuyas mutaciones se evocarán, precisamente, en la magnífica tumba que edificó desarrollando la de su predecesor.

¿Por qué lo hizo así en vez de excavar su propia morada de eternidad? Lo ignoramos. Lo cierto es que Ramsés VI quiso vincular su destino de ultratumba al de Ramsés V, sin duda a causa de una filiación espiritual.

Ramsés VI, que es el último faraón cuyo nombre consta en el Sinaí, hizo que la comunidad de Deir el-Medineh tuviera de nuevo sesenta artistas; no sólo se acercaba el fin del Valle y de la dinastía ramésida sino que Egipto sufría, también, una crisis económica y un debilitamiento del poder central. Lamentablemente, la documentación no es abundante ni explícita.

La tumba de los misterios

Cuando un iniciado en los misterios de Eleusis, que cumplía las funciones de portador de antorcha, visitó la tumba de Ramsés VI, se sintió conmovido y lleno de admiración; hizo una inscripción: «Yo, el portador de antorcha de los muy santos misterios de Eleusis, hijo de Minuciarus, el ateniense, habiendo visitado las siringas mucho tiempo después del divino Platón, he venerado y he dado gracias a los dioses que me han permitido hacerlo». Ese particularísimo visitante reconoció, en las paredes, figuras y escenas que evocaban la enseñanza secreta transmitida durante la iniciación en los misterios.

El plano de la tumba es simple; en un eje que lleva de la entrada al corazón de la piedra, un corredor, una antecámara, una sala con pilares, un segundo corredor, una segunda antecámara y la sala del sarcófago. En las paredes de los corredores se inscriben capítulos del Libro de las puertas, del Libro de las cavernas y del Libro de la cámara oculta; en el techo, capítulos del Libro del día y del Libro de la noche.

Se desarrolla aquí la pasión por el sol; la majestad del dios se acuesta en vida y penetra en el mundo inferior para expulsar las tinieblas. Debe pasar una sucesión de puertas, rechazar las agresiones, hacer brotar el fuego de la inmortalidad. Los seres inquietantes, provistos de afilados cuchillos, no amenazan al sol sino que decapitan a los enemigos de Osiris; la luz es el secreto de la vida que provoca el gozo de Faraón. El rey se vuelve semejante a la luz, pues su voz es justa; ve su belleza, sube en su barca, navega por el océano de los orígenes, lleva con él a aquellos cuyo corazón ha sido reconocido auténtico, pues quienes han cometido el mal no verán el principio creador.

La sala de oro, donde se halla el sarcófago, tiene un techo en bóveda de cañón donde están pintadas dos diosas del cielo, la una el cielo del día, la otra el de la noche; en ese lugar se desarrollaba el misterio de la creación del disco solar y del renacimiento del rey, idéntico al nuevo sol que renace tras la travesía de las horas de la noche.

El viaje se efectúa de distintos modos. La barca solar desciende al mundo subterráneo, ilumina las tinieblas y reanima las fuerzas latentes; pero el sol puede recorrer, también, a pie las etapas de su resurrección. Según B. H. Stricker, las representaciones esotéricas de la tumba forman un auténtico tratado de embriología; tras haber asistido a la separación del cielo y de la tierra, al nacimiento de la luz y a la formación de un ser con las dimensiones del cosmos, vemos la impregnación del embrión, el descenso del alma animadora como un fuego llegado del cielo, la revelación del huevo primordial que contiene las formas de vida y la circulación de los elementos.

La tumba de Ramsés VI es un lugar fundamental del Valle; la enseñanza que contiene es de las más esenciales. Como si los últimos ramésidas lanzaran las postreras chispas de una sabiduría, la tumba de Ramsés IX pertenece a la misma línea.

La tumba de Ramsés IX (núm. 6)

La última tumba del Valle espléndidamente decorada es la de un rey que reinó dieciocho años (1125-1107) y prolongó la obra esotérica y alquímica de Ramsés VI; su momia fue descubierta en el escondrijo de Deir el-Bahari. En el campo arquitectónico, se advierte una no desdeñable actividad, tanto en el norte, especialmente en Heliópolis, como en el sur, en Karnak. El nombre de Ramsés IX está presente en el oasis de Dakla y en Palestina. Escasos indicios, es cierto, que permiten suponer que, a pesar del creciente poderío de los sacerdotes de Amón, el poder faraónico recuperaba cierta soberbia. Pero en el año 16 del reinado se produjo un acontecimiento dramático, una pandilla desvalijó algunas tumbas. Este mero hecho es revelador de una crisis profunda que marcó el fin de la era ramesida.

Una de las escenas de la tumba de Ramsés IX, que debe estudiarse como complemento de la de Ramsés VI, es muy conmovedora; en ella se ve al rey haciendo ofrendas a «la que ama en silencio», la diosa de la cima tebana que protege el Valle de los Reyes.

A consecuencia de graves errores, la tumba de Ramsés IX está hoy degradada y la propia existencia de sus relieves se ve amenazada. Forma parte de los monumentos que deben restaurarse con urgencia, tanto más cuanto, también en este caso, falta una publicación correcta.

Tutmosis III (núm. 34) y el afortunado señor Loret

Momias sin tumbas

En 1891, Mohamed Abd el-Rassul justificó las esperanzas que Maspero había depositado en él; tras haber indicado el emplazamiento del escondrijo de las momias reales, reveló otro a Grébaut. A Daressy corresponderá el privilegio de descubrir, a la entrada de Bab el-Gasus, un escondrijo conteniendo ciento cincuenta y tres sarcófagos y unas doscientas estatuas de sumos sacerdotes de Amón posteriores a la XXI dinastía.

Aquel brillante hallazgo, como el precedente, tenía un irritante sabor; si se disponía de las momias, forzosamente tenían que proceder de tumbas. Estas estaban, pues, enterradas bajo la roca y la arena.

Víctor Loret, que había llegado a Egipto en 1881, con Maspero, quedó impresionado por la resurrección de varios grandes reyes del Imperio Nuevo cuyas momias habían sido piadosamente recogidas en el escondrijo de Deir el-Bahari; cuando fue colocado a la cabeza del Servicio de Antigüedades, ignoraba que, durante los años 1898-1899, el Valle iba a ofrecerle sus más mayores gozos de egiptólogo. Por sí solo, Loret iba a numerar dieciséis tumbas, aumentando así de modo considerable el más prestigioso de los catálogos; ciertamente, varias de ellas eran ya conocidas y se limitó a atribuirles un número de orden, pero llevó a cabo varios descubrimientos fabulosos-. ¿Fue afortunado el señor Loret? Sin duda, pero también era buen conocedor de Egipto y de los egipcios; sus métodos lo probaron.

Donde encontramos de nuevo a los Abd el-Rassul

En Tebas-Oeste, la célebre familia de Gurna sigue siendo un obligado punto de paso; el clan Abd el-Rassul conoce el terreno mejor que los arqueólogos. Ha explorado las colinas, los valles y los torrentes en busca de la más pequeña tumba, con la esperanza de descubrir tesoros negociables. Ha aprendido, con el transcurso del tiempo, a entablar otros diálogos con los excavadores europeos. A veces era más rentable vender una información que aventurarse en el mercado clandestino. Naturalmente, ese tipo de transacciones no puede consignarse en los informes oficiales ni mencionarse en las obras cultas. Pero ¿quién duda de su existencia y su utilidad? Víctor Loret supo llamar a la buena puerta. Discutiendo con el insustituible Mohamed Abd el-Rassul, a quien debiera considerarse, a fin de cuentas, como uno de los mejores arqueólogos del siglo XIX, obtuvo la tan esperada certidumbre, ¡una tumba desconocida todavía en el Valle de los Reyes! Es imaginable la fiebre que puede apoderarse de un excavador en semejantes circunstancias. Loret, metódico, ordenó que se llevaran a cabo una serie de sondeos que consistieron en excavar pequeños pozos en la masa de cascotes para llegar a la roca y descubrir la entrada de un hipogeo.

Contrariamente a lo que muchos imaginan, es muy raro que un arqueólogo ponga personalmente «manos a la obra»; suele limitarse a organizar y dirigir. La elección de los colaboradores y la formación de un equipo son decisivas. En ese terreno, Víctor Loret tuvo también suerte; confió a Hassan Hosni, inspector del Servicio de Antigüedades de Gurna, la tarea de proceder a las investigaciones en el extremo meridional del Valle, lejos de las tumbas ya conocidas, sin duda a causa de las informaciones facilitadas por Mohamed Abd el-Rassul.

Con el espíritu en paz, Loret se marchó a Assuan en viaje de inspección.

Una tumba de altura

Víctor Loret no tendrá tiempo para inspeccionar ni para aprovechar las dulzuras invernales del hermoso paraje de Assuan. El 12 de febrero de 1898, recibió un cable de Hassan Hosni anunciándole una especie de milagro: los sondeos habían tenido éxito, ¡se acababa de descubrir una tumba! Loret regresó el 20 de febrero al Valle donde le aguardaba una colosal sorpresa, el 21 estaba ya trabajando.

Aquella tumba no se parecía a ninguna otra; por sí solo, su emplazamiento era extraordinario, se podía llegar a ella por el interior del Valle o por el sendero montañoso procedente de Deir el-Medineh pues admirablemente disimulada, se hallaba en el fondo de una cavidad, a casi diez metros por encima del suelo; los bordes del gollete iban aproximándose a medida que se acercaba la entrada, y el paso final no tenía más que un metro de anchura.

Fueron necesarias varias horas de esfuerzos para llegar al agujero negro que señalaba la entrada del hipogeo. De ella brotaba el olor de la madera de cedro. ¿Probaba aquello que había objetos preciosos intactos todavía? La curiosidad se hizo tan viva que ampliaron el agujero para arrastrarse e introducirse en aquel paraíso recuperado, de apariencia tan poco acogedora; ¿no serían necesarios diez días para despejar el recorrido que iba de la entrada al pozo?

La puerta de la tumba tiene 2,04 m de altura y 1,35 m de anchura. De sección cuadrada, el primer corredor tiene diez metros de largo, va reduciéndose y llega a una escalera muy pendiente que lleva a un segundo corredor de unos 9 m, interrumpido por un pozo de vastas dimensiones (4,15 x 3,96 m).

El primer cartucho que leyó Víctor Loret no dejaba subsistir duda alguna sobre el propietario del lugar: Tutmosis III, a quien algunos consideran, no sin razón, el mayor faraón de Egipto.

El reinado y la obra de Tutmosis III

¿Cincuenta y cuatro años de reinado (1479-1425) o treinta y tres (1458-1425)? Todo depende de cómo se calcule. A la muerte de Tutmosis II, le sucede Tutmosis III y su reinado oficial comienza, pues, hacia 1479; pero el nuevo faraón es demasiado joven para reinar y una mujer excepcional, Hatshepsut, se hace cargo de la regencia antes de convertirse, ella misma, en faraón durante veinte años (1478-1458), sin eliminar por ello a Tutmosis III.

De esta situación han nacido numerosas novelas. El joven Tutmosis no fue encarcelado ni perseguido; aprendió pacientemente su oficio de rey, no inició conspiración alguna contra Hatshepsut, no ordenó asesinato alguno y subió al trono en 1458, cuando se extinguió la reina-faraón tras un feliz y brillante reinado.

Tutmosis III, cuya memoria era venerada todavía en tiempos de los Ptolomeos, fue un soberano de excepcional envergadura; su momia, de pequeño tamaño, fue mal conservada, lamentablemente, y no comunica el vigor espiritual de un monarca que marcó profundamente su época y legó a la posteridad obras irreemplazables.

El historiador admira al jefe de guerra, responsable de diecisiete «campañas» en Levante, de las que algunas fueron expediciones militares y otras simples desfiles destinados a mantener el orden. Consciente de los peligros de invasión y deseoso de proteger Egipto, Tutmosis III dirigió la reconquista de Palestina, de Siria y de los puertos fenicios que no se convirtieron en colonias sino en protectorados; los gobiernos locales tenían que mostrarse fieles a Egipto y enviarle tributos. Tras haber atravesado el Éufrates, el ejército de Tutmosis III impuso la paz egipcia en Asia occidental; babilonios, asirios e hititas se comportaron como compañeros económicos que mandaban a la corte de Faraón oro, plata, cobre, marfil y piedras preciosas.

La gente de Mitanni, cuya civilización estaba centrada entre el Tigris y el Éufrates, parecieron durante largo tiempo una seria amenaza; por ello, Tutmosis III, en vez de esperar sus asaltos, decidió pasar a hierro y fuego el propio territorio del enemigo. En el año 33 de su reinado, le infligió una derrota decisiva.

En adelante, se tratará menos de hacer hablar las armas que de disuadir, pacificar y educar. En el año 42 del reinado se llevó a cabo la última campaña; Mitanni se había convertido en un país tranquilo, desprovisto de cualquier intención bélica. Aquella transformación de un peligro real en factor de seguridad fue uno de los más hermosos éxitos de la política exterior de Egipto; la operación fue llevada a cabo con discernimiento y perseverancia. Desde el Éufrates y el valle del Orontes, al norte, hasta Nubia y Napata, al sur, Tutmosis III reinó en un imperio de más de tres mil kilómetros de longitud. En el terreno arquitectónico, el rey modificó el templo de Amón-Ra en Karnak cerrando, hacia oriente, el patio del Imperio Medio, centro vital del edificio, con una espléndida construcción, llamada akhmenu, «Aquel cuyos monumentos brillan». El término akh, que puede traducirse por «luminoso, glorificado, fulgurante, útil», designa la más alta calidad espiritual del ser; ahora bien, en ese akhmenu se celebraba la iniciación en los grandes misterios de los sacerdotes de Karnak y los visires. La documentación prueba que estuvo reservada a un reducidísimo número de adeptos y que hoy contemplamos lugares en los que muy pocos egipcios fueron admitidos a lo largo de los siglos.

Los maestros de obras del rey construyeron templos en todo Egipto; él mismo se interesó por las más antiguas tradiciones e hizo copiar los textos sagrados de los orígenes, los famosos Textos de las pirámides. De este modo, los ritos practicados en Karnak se vincularon a las enseñanzas de Heliópolis, la más sagrada de las ciudades santas. Esos rituales, formulados por la Casa de la Vida en la época de Tutmosis III, fueron practicados hasta la época grecorromana; en este campo, como en los demás, el rey actuó de nuevo como innovador y hombre de síntesis.

El Valle de los Reyes fue objeto de sus más atentos cuidados. Probablemente hizo acondicionar las sepulturas de los dos monarcas que le precedieron, Tutmosis I y Tutmosis II, para darles una forma parecida a la de su propio hipogeo; algunos especialistas consideran incluso que es el verdadero fundador del Valle y que fue él quien lo designó, definitivamente, como necrópolis real.

Afortunado Víctor Loret, en verdad, que acababa de entrar en la morada real de semejante personaje. Su reinado había sido largo y glorioso, el Egipto de Tutmosis III rico y omnipotente… ¿No debía contener la tumba fabulosos tesoros?

Esta tumba es un libro abierto

Loret advirtió que los artesanos habían trabajado cuidadosamente y el corredor había sido bien tallado; la decoración de la primera sala, de dos pilares, le asombró: gran número de divinidades dibujadas en el interior de rectángulos. Tenía ante los ojos las setecientas setenta y cinco fuerzas creadoras que engendra cotidianamente el sol y que permanecen ocultas en «las cavernas secretas de la totalidad reunida».

En el ángulo noroeste, una escalera que llegaba a la segunda estancia de la tumba, la cámara funeraria (15 x 9 m), sostenida por dos pilares rectangulares. Sus esquinas estaban cuidadosamente redondeadas; observándola atentamente, se toma conciencia de estar en el interior de un óvalo muy característico, el propio cartucho donde se inscribía el nombre de los faraones, dicho de otro modo, la sala es el ser del rey excavado en la roca; para Egipto, el nombre, que no debe confundirse con nuestro patronímico de estado civil, es uno de los componentes espirituales de la persona y no debe desaparecer. Nombrar es crear; siendo el nombre del rey una potencia creadora, sigue viviendo más allá del óbito.

En las paredes se desarrollan los distintos episodios del Amduat, el Libro de la cámara oculta o «Libro de lo que se encuentra en el espacio de mutación»; se trata de un gigantesco papiro desenrollado en las paredes, un libro abierto, pues, que tiene la particularidad de leerse a sí mismo por toda la eternidad, al margen de cualquier presencia humana. Debido a la especificidad del reinado de Tutmosis III, es posible que la tumba hubiera servido de lugar de iniciación y se hubiera revelado al adepto la totalidad de ese texto secreto que narra las metamorfosis del sol y su viaje por el más allá. Este viaje se inscribe en un óvalo; la tumba, por su forma, evoca también el espacio sagrado en el que se producen las metamorfosis de la luz.

En uno de los pilares, una diosa, confundiéndose con un árbol, da el pecho al rey. Según el texto, es «su madre Isis» la que lo amamanta; ahora bien, Isis era también el nombre de la madre terrenal de Tutmosis III, asimilada aquí a la diosa, su madre celestial, que le convierte en un ser cósmico ofreciéndole la leche de las estrellas. La dama Isis está, además, representada en el mismo pilar; se la ve bogando en una barca de papiro por los paraísos celestiales.

El sarcófago, de gres rojo pintado, estaba todavía en su lugar, sobre un zócalo de alabastro; Nut, la diosa del cielo, se encarnaba en aquel sarcófago concebido como la matriz cósmica donde el ser real renacía en eternidad. En las vendas de la momia de Tutmosis III estaba inscrito un texto redactado por su hijo Amenhotep II: «El dios perfecto, el Señor de las Dos Tierras, el señor de la acción, el rey del Alto y el Bajo Egipto, el hijo de la luz divina, nacido de su cuerpo, su amado, Amenhotep: él construyó esto como un monumento para su padre, de formas perfectas, ejecutando para él los libros de la realización espiritual».

Víctor Loret tenía realmente mucha suerte; devolvía a la luz el primer libro abierto de las tumbas reales, la primera revelación completa del Libro de la cámara oculta y nos ofrecía el privilegio de poder descubrir ese lugar único donde uno de los más poderosos faraones había elegido sobrevivir por la austeridad de un texto sagrado, prefiriendo la sencillez del dibujo y el rigor de los jeroglíficos al esplendor de la pintura y el bajorrelieve.

Los restos de un saqueo

Pese a su emplazamiento, la tumba no había escapado a los desvalijadores. En la cámara funeraria, y en las cuatro capillas anejas, Loret recogió un pájaro de madera asfaltada, sin duda un cisne, algunos fragmentos de estatuas y jarras, bastones rituales, modelos de barca, natrón, huesos de babuino, osamentas de toro y dos momias de una época tardía. Las capillas, cuyo suelo era más bajo que el de la sala del sarcófago, estaban cerradas por puertas de madera, contenían el mobiliario fúnebre, los emblemas y símbolos reales y los alimentos del banquete eternamente celebrado en el otro mundo. De las riquezas originales sólo quedaban, pues, modestos vestigios que, sin embargo, hubieran podido enseñarnos muchas cosas. Pero Víctor Loret, aunque tuvo la precaución de cuadricular el suelo para situar convenientemente la posición original de los objetos, olvidó publicar sus notas y sus trabajos. Una vez más, el descubrimiento de una tumba real no era acompañado por un trabajo científico que ya nunca más podrá realizarse.

El equipo de Loret vació la tumba en tres días; fueron necesarios ocho para extraer los últimos restos de piedra. Nos interrogamos todavía sobre la fecha del pillaje; indica el paso de vándalos que, descontentos al no hallar montones de oro, rompieron las estatuas de madera contra las paredes. Afortunadamente, no la emprendieron con los dibujos y los textos; para ellos, aquel tesoro no tenía valor alguno.

La inscripción de un escriba de la XX dinastía es difícil de interpretar; tal vez se trate de la señal de un informe de inspección. En la dinastía XXVI un alto dignatario, llamado Hapimon, copió el sarcófago de Tutmosis III, soberano que había llevado hasta su más alto grado el ideal faraónico.

Amenhotep II (núm. 35) o el segundo escondrijo real

Cuando la suerte persigue a un arqueólogo

Mientras Víctor Loret se encarga de la tumba de Tutmosis III, ordena que prosigan los sondeos en otra parte del Valle donde, hasta entonces, no había sido descubierto ningún indicio interesante. ¿Intuición, lógica o utilización del talento de los Abd el-Rassul? La pequeña historia guarda su secreto. En la colina situada sobre la tumba núm. 12, es un fracaso; pero al pie de los montículos que van del suelo del Valle a la terraza, un montón de cascotes calcáreos llama la atención. Tras haber despejado el terreno, aparece la entrada de una tumba. El 9 de marzo de 1898, se exhuma una estatuilla, un uchebti que lleva el nombre de Amenhotep II, hijo y sucesor de Tutmosis III. ¡Después del padre, el hijo! La suerte de Loret comienza a ser insolente. Sin embargo, el arqueólogo no se alegra; cierto número de objetos con el nombre de este rey han circulado ya por el mercado de las antigüedades; es, lamentablemente, prueba de que su última morada ha sido desvalijada y que no puede esperar hallazgos espectaculares.

La noche del sepulcro

Aunque la entrada, oculta al pie del acantilado, sólo fuera accesible a las 7 de la tarde, la curiosidad prevaleció. Loret tuvo la impresión de bajar a una gruta; avanzó por el primer corredor cuya altura variaba de 2 metros a 2'30 metros y la anchura de 1,55 metros a 1,64 metros, luego dio con un pozo. En el techo, estrellas de oro sobre fondo azul. No renunció y, a la luz de las velas, pidió una escalera que, colocada sobre el pozo, permitió franquearlo. Loret penetró en una sala con dos pilares, no decorada; en el suelo, fragmentos de grandes barcos de madera, flores de loto hechas de cedro, una figura de serpiente. También allí, los desvalijadores habían roto y saqueado. De pronto, la sangre del arqueólogo se heló y casi fue presa del pánico.

Necesitó valor para no poner pies en polvorosa y salir de la tumba abandonándolo todo. Ante él, un monstruo. Un genio maligno del otro mundo, de pie en una barca. ¿Iba a moverse, a arrojarse sobre el intruso que turbaba su último sueño?

Nada aconteció. El corazón del arqueólogo latió más lentamente; prudente, se acercó. La llama de las velas iluminó una momia martirizada, provista todavía de largos cabellos oscuros, con un agujero en el lugar del esternón.

Su imaginación se inflamó: ¿víctima de un sacrificio humano o el cadáver de un ladrón asesinado por sus cómplices y abandonado? En realidad, se trataba sólo de una inocente momia, la del príncipe Ubensennu, superior de los caballos del carro real, que había tenido el insigne honor de ser sepultado junto al faraón. Los desvalijadores, que no respetaban la vida ni la muerte, habían arrancado sus vendas buscando joyas y mutilado el cuerpo con abominable salvajismo.

El faraón del collar de flores

Nunca se hablará bastante de la suerte de Víctor Loret; naturalmente, tuvo que afrontar una visión de horror, pero antes, había descubierto la tumba del gran Tutmosis III, y lo que todavía le aguardaba era igualmente milagroso.

Tras haber cruzado la sala con dos pilares, descendió por una escalera y penetró en una gran sala sostenida por dos hileras de tres pilares y decorada por completo.

En los pilares, el rey daba la cara a las divinidades que veneraba; Ra, la luz divina, afirmaba: «Pongo a Faraón a la cabeza de las estrellas». En los muros se desarrollaban, como en la tumba de su padre Tutmosis III, los episodios del Amduat, el Libro de la cámara oculta. El hijo había elegido, también, que su morada de eternidad tuviera la forma de un libro abierto. Su versión, escrita en hermosos jeroglíficos verdes, es muy completa y sirve de referencia para el establecimiento del texto. En el techo, las estrellas nos recuerdan que no estamos ya en la tierra sino en el cielo, en el espacio donde el espíritu de Faraón resucitado se convierte en una estrella.

Loret desdeñó los restos de objetos de madera y los fragmentos de alfarería; se vio irresistiblemente atraído por el sarcófago que reposaba en una especie de cripta excavada en el suelo. Se acercó, advirtió que era de gres, cubierto con un revoque rojo y brillante. Estaría vacío, claro, como todos los demás…

« ¡Victoria!», gritó Loret, entusiasmado. No, éste no estaba vacío. Amenhotep II seguía presente en su morada de eternidad; alrededor del cuello, la momia real llevaba un collar de flores. Sobre el corazón, un ramo de mimosas; a sus pies, una corona de hojas. De modo que los reyes recibían flores para su último viaje; se convertían en árbol, en planta y en flor, renacían como la vegetación cuya muerte aparente oculta una vida futura.

El afortunado Loret no había todavía agotado sus sorpresas; como en la tumba de Tutmosis III, cuatro pequeñas salas completaban la cámara funeraria y contenía los alimentos del banquete, entre ellos las primeras aceitunas identificadas. Subsistían también fragmentos de estatuas reales, de símbolos como la pantera, la serpiente de la diosa Neith, ladrillos mágicos, jarras, modelos de embarcación, un arco.

En una de las capillas de la derecha, estaban tendidas tres momias, una al lado de la otra. Entre un hombre y una mujer, un adolescente que llevaba en la sien derecha la trenza de los príncipes; el rostro del hombre estaba desfigurado, era horrible, pero la mujer era de gran belleza, con abundantes cabellos y una expresión majestuosa. Y no sabemos más; tal vez hubiera sido posible identificar a los tres personajes si el excavador se hubiera preocupado de redactar una publicación científica.

Una de las cuatro estancias pequeñas estaba cerrada con bloques de calcáreo. Intrigado por aquel insólito dispositivo, Loret hizo arrancar un bloque y lanzó una ojeada al interior de aquella cámara de tres metros por cuatro. ¡Vio… nueve ataúdes! Un nuevo escondrijo, pues; sin duda pensó en los sumos sacerdotes de Amón. Pero la verdad era mucho más sorprendente: ¡Nueve momias reales!

En aquel lugar cerrado descansaban dos faraones de la XVIII dinastía, Tutmosis IV y su sucesor Amenhotep III; tres de la XIX dinastía, Merenptah, Seti II y Siptah; cuatro de la XX dinastía, Sethnakht, Ramsés IV, Ramsés V y Ramsés VI. El excavador se equivocó confundiendo a Merenptah con Akenatón, y advirtió hechos extraños; por ejemplo, la momia de Amenhotep III se hallaba en una tina con el nombre de Ramsés III, cubierta por una tapa de Seti II.

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