Estado de la cuestión: La Plena Edad Media. Reforma religiosa y movimientos heréticos (página 2)
Enviado por Juan Puelles L�pez
a) Simonía[10]Tráfico de dignidades eclesiásticas. Los Emperadores acaparaban el derecho a investir con el báculo y el anillo. Tras la conquista de Inglaterra (1066), los reyes normandos distribuyeron asimismo entre sus adeptos las se-des episcopales inglesas.
b) Nicolaísmo: matrimonio de los sacerdotes, generalizado en Alemania, Fran-cia e Italia.
Pronto empezaron a aflorar diversos intentos de reforma de la Iglesia, al princi-pio tímidos, como los movimientos eremíticos italianos de San Nil de Grottaferrata, San Romualdo, San Juan Gualberto, etc., que acabaron cristalizando en la llamada reforma gregoriana, impulsada por al Papa Gregorio VII a partir del año 1075, fecha en la que se hizo público el "Dictatus Papae", una recopilación de los principales puntos canóni-cos –elaborados en gran parte por pontífices anteriores- sobre los que aquél asentaba su programa de "primacía jurisdiccional" y que significaban una concentración de poderes y un grado de centralización jamás alcanzados hasta entonces por la Santa Sede, no sólo afirmando la independencia de la iglesia frente a los anteriormente mencionados pode-res laicos, sino pretendiendo instaurar, además, una teocracia pontificia (sumisión del poder temporal a la autoridad espiritual o, en última instancia, capacidad del Papa para deponer al mismísimo Emperador del Sacro Imperio)[11].
La "reforma gregoriana" se ha-llaba en realidad inscrita en un movimiento mucho más amplio que se extendió aproxi-madamente desde 1050 hasta 1150. Se trataba de un intento de adaptar el cristianismo a las nuevas condiciones sociales surgidas durante la Plena Edad Media. Apareció enton-ces una nueva cristiandad, la del trabajo de la tierra, la construcción de iglesias y de pla-zas fuertes, del desarrollo urbano, de la expansión del comercio y de la economía mone-taria. Con el nuevo milenio se le plantearon a la Iglesia dos posibles vías de actuación: integrarse en el siglo, o bien negarlo. Ambas opciones no eran nuevas, puesto que ya habían sido expuestas en su día por San Agustín con su distinción entre la "ciudad de Dios" y la "ciudad de los hombres"[12]; la Iglesia del período que estudiamos optó por una vía intermedia: separarse del siglo de los laicos para así dominar mejor –desde una esfera superior- el nuevo mundo que se estaba formando. Los acontecimientos históri-cos relacionados con la susodicha reforma se sucedieron –cronológicamente y en sínte-sis- como sigue[13]
a) Ruptura de Roma con Bizancio
Cisma de 1054 (pan ácimo, matrimonio de sacerdotes, polémica en torno al "filioque" –el Espíritu Santo, surgido del padre y del Hijo)
Prerreforma de León IX (1048-1054): Condena de la simonía y del nico-laísmo.
b) Decreto de 1059 (Nicolás II)
Queda reservado a los cardenales la elección del Papa.
Se prohibe el dominio de los laicos sobre las iglesias.
Se prohibe asistir a misas celebradas por clérigos casados o amanceba-dos.
c) Concilio de Roma (Gregorio VII, 1074)
Destitución de sacerdotes "simoníacos", casados o amancebados
Dictatus Papae (1075)
Sínodo de Roma (1075 ; se prohiben las investiduras laicas
Excomunión del Emperador Enrique IV (1076), deponiéndolo y desligan do a sus súbditos del juramento de fidelidad
Penitencia de Canosa (1077): Enrique IV se libra del castigo
Segunda excomunión de Enrique IV (1080). Gregorio VII reconoce co-mo Emperador a Rodolfo de Suabia
Enrique IV invade Italia ; asedio de Roma (1084). El Papa huye a Saler-no ; muere en 1985
d) Solución de compromiso propuesta por Ives de Chartres:
La investidura espiritual no pertenece a los príncipes, a quienes está re-servada, en cambio, la investidura temporal.
Aceptada por Enrique I de Inglaterra en 1975
Francia la aceptó bajo Luis VII (1137-1180)
Enrique IV de Alemania vuelve a invadir Italia y expulsa de Roma a Urbano II ; éste vuelve al pontificado en 1095, tras convocar la 1a Cruzada.
e) Concordato de Worms (1122): El Sacro Imperio acepta la solución de com-promiso
f) 2o Concilio Ecuménico de Letrán (Calixto II, 1123), primero que la Iglesia Romana celebró sola, tras su separación de Oriente.
En opinión de Jacques Le Goff, la 1a Cruzada (independientemente de su posible significado político –que nosotros, por nuestra parte, le adscribimos-, relacionado más o menos directamente con el conflicto de las investiduras) fue interpretada por los cristia-nos de la época como una necesidad ineludible.
Según él, "… todavía la joven cristian-dad en expansión no era lo bastante fuerte como para absorber por sí sola el exceso de fuerzas nuevas. Recurrió entonces a la expansión exterior, a la cruzada. Si bien la pre-sión demográfica debió tener un papel capital en el origen de la cruzada, sus motiva-ciones fueron puramente religiosas"[14]. Volvía, pues, a manifestarse la cara violenta e intolerante de la Iglesia cristiana, que procuraba, evitar, como hemos visto, los enfren-tamientos entre sus propios correligionarios, pero que no tenía ningún inconveniente en desencadenar las energías de los mismos contra los no-cristianos.
El cristianismo tendió, en efecto, desde sus inicios a la intolerancia a causa de su autoconvencimiento religio-so[15]Siempre se concibió a sí mismo como una revelación de la verdad divina hecha humana en la propia persona de Jesucristo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida ; na-die llega al padre más que yo" (Juan, 14:6). Ser cristiano es "seguir la verdad" (3 Juan); la proclamación cristiana es "el camino de la verdad" (2 Pedro, 2:2). Aquellos que no reconocen la verdad son enemigos "de la cruz de Cristo" (Filipenses, 3:18) que han "cambiado la verdad acerca de Dios por una mentira" (Romanos, 1:25), haciéndose así abogados y confederados del "adversario, del demonio", que "da vueltas como un león rugiente" (1 Pedro, 5:8). Según esto, no pueden hacerse acuerdos con el diablo y sus partidarios –he aquí la base de la intolerancia cristiana.
La Iglesia, a consecuencia de lo anterior, ha practicado una actitud intolerante sistemática en sus relaciones con el judaísmo y el paganismo, así como con la herejía en sus propias filas. Desplegando esa intolerancia para con el culto romano al Emperador forzó al Estado romano a ser intolerante a su vez. Roma, no obstante, no consiguió adaptarse a un tratamiento del hecho religioso que se oponía a sus propios fundamentos, bastante más comprensivos para con los cultos foráneos, como se sabe, y esa circunstan-cia influiría más tarde en el derrumbe del paganismo.
El objetivo principal del cristia-nismo primitivo estribaba precisamente en eliminarlo –destruir sus instituciones, tem-plos y tradiciones y el orden de vida que sustentaba- ; después de su victoria final, de las religiones greco-romanas sólo quedaron las ruinas. En siglos subsiguientes, los misione-ros cristianos se afanaron por destruir las creencias autóctonas del norte de Europa con sus lugares de culto y sus tradiciones (v.gr., las misiones en tierras de anglosajones, ger-manos y eslavos). Esa actitud intolerante se vio reforzada más tarde cuando el cristianis-mo se enfrentó al Islam a partir del siglo VII. Dicha religión se entendió siempre a sí misma como la conclusión y cumplimiento de la revelación contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento ; desde el punto de vista cristiano, sin embargo, el Islam se en-tendió de una manera escatológica, es decir, como la religión de los "falsos profetas" o del Anticristo. La constante agresión del cristianismo contra el Islam –en la Península Ibérica, en Palestina y en todo el Mediterráneo Oriental durante la época de las Cruza-das- se llevó a cabo, en efecto, desde una actitud fundamental de intolerancia, Como lo pone Le Goff[16]
"La cruzada, al mismo tiempo que nos muestra una cristiandad segura de sí misma, nos la muestra también alérgica a los otros. En realidad mata, sólo espo-rádicamente busca la conversión. Esta agresividad se manifestó primero en Eu-ropa contra los judíos más que contra los musulmanes. Pogroms y cruzadas están relacionados. Raúl Glaber nos ofrece ya en los comienzos del siglo XI el bien montado mecanismo: rumores de actos anticristianos por parte de los musulma-nes de Palestina, vanos deseos cristianos de cruzadas, pogroms en Occidente. La ruta terrestre de la primera Cruzada estará sembrada de pogroms, desde Lorena hasta Bohemia".
Reforma interna de la Iglesia
Por debajo de todos esos acontecimientos se fue verificando la progresiva conso-lidación de las estructuras institucionales dentro de un sistema eclesiástico en que iban madurando, como hemos apuntado, nuevas formas, ideales y manifestaciones más com-plejas y variadas de religiosidad, piedad y práctica. Ya desde el siglo XI comenzó el Pa-pado, como se ha visto, a desarrollar su primado jurisdiccional y sus capacidades para controlar el aparato gubernamental de la Iglesia latina. Algunos de los cargos adminis-trativos databan de la época carolingia: el bibliothecarius, o secretario del pontífice, el primicerius, jefe de su cancillería, el vestararius, o tesorero, el karcarius, recaudador de fondos, y el vicedominus, o jefe de la Casa papal. Los recursos financieros provenían del Patrimonio de San Pedro y de los territorios de la Santa Sede, amén del procedente de las contribuciones de algunas Iglesias (p.ej., el "dinero de San Pedro", enviado desde Inglaterra, Polonia, Hungría y Escandinavia), de las tasas sobre iglesias y monasterios sujetos directamente a jurisdicción pontificia, etc.[17].
Fundamental en la tarea de sistematizar y ampliar el Derecho Canónico a través de los organismos jurídicos adecuados fue el redescubrimiento, durante el segundo ter-cio del siglo XI, del Derecho Romano Justiniáneo. Las primeras compilaciones del mis-mo inspiraron, sin duda, el citado "Dictatus Papae", así como otras recopilaciones lega-les eclesiásticas de la época. Los ulteriores progresos del Derecho Canónico a partir de mediados del siglo XII posibilitaron, por otra parte, la aplicación más continua de los poderes judiciales de la Santa Sede.
También resultó primordial a la hora de asegurar la autoridad de Roma en los diversos países la reivindicación de libres elecciones episco-pales (no mediatizadas por los poderes laicos), así como el envío sistemático de "lega-dos pontificios", ya desde los tiempos de Gregorio VII. Al principio este cargo era des-empeñado por prelados de sedes importantes o eclesiásticos que gozaban de la confian-za del pontífice : más adelante se generalizó la costumbre de enviar cardenales como le-gatii ad latere para que permaneciesen un cierto tiempo en el país de que se tratase pre-sidiendo sínodos, preparando elecciones episcopales, reformando monasterios, etc. Di-chos cardenales solían ser los consejeros habituales del Papa y los miembros de su Cu-ria , sus orígenes fueron más bien modestos, pero su auge comenzó a hacerse notar des-de el momento en que, desde 1059, se les reservó en exclusiva la elección pontificia. Su papel en el Consistorio, órgano de gobierno y justicia asesor del Papa, llegó a su pleni-tud entre Alejandro III e Inocencio III. La organización eclesiástica que hemos descrito se fue extendiendo paulatinamente por todos los países europeos, en diversas etapas, a lo largo del siglo XII.
Reforma de la vida monástica
La llamada "segunda oleada de reformas monásticas" se basó en un retorno a la eremítica y al benedictismo de antaño. La cartuja, movimiento iniciado por San Bruno hacia 1084 y cuyas reglas quedaron establecidas definitivamente en 1130, no tuvo mu-cha difusión a causa de sus exigencias estrictas de aislamiento y silencio, característica que, por otra parte, permitió a la Orden conservar su aspecto primitivo durante mucho tiempo. El Císter, por otro lado, iniciado por Roberto de Molesmes en 1098 al fundar el monasterio de Citeaux, de donde proviene el nombre de la Orden, vino a ser la respuesta más precisa a las demandas que la sociedad europea dirigía por aquel entonces al mo-nasticismo, y también la mejor aceptada. Sus estatutos –la Carta Caritatis– no se com-pletaron hasta 1120. Los ideales cistercienses se resumían en el cumplimiento literal de la regla benedictina: rechazo de toda riqueza o lujo y exaltación de la labor manual di-recta de los propios frailes, auxiliados, eso sí, por laicos conversi. La organización cis-terciense, frente a la regla promovida hasta entonces por los abades de Cluny, permitía una flexibilidad mucho mayor de relaciones y un reparto de responsabilidades más com-plejo, por lo que puede considerarse como modelo y antecedente, en algunos aspectos, de la que desarrollarían, ya en el siglo XIII, las Ordenes mendicantes, tanto más cuanto que el 4o Concilio de Letrán (1215)[18] dispuso que todas las órdenes monásticas adapta-sen su organización al modelo cisterciense[19]
La difusión de reglas entre los canónigos, casi siempre en medio urbano, para su vida comunitaria según los ideales apostólicos fue otro aspecto importante relacionado con el último período de auge del monasticismo desde mediados del siglo XI, aunque arrancaba también, como se ha visto, de precedentes muy antiguos (p.ej., la Institutio Canonicorum, del siglo IX). En la segunda mitad del siglo XI proliferaron, además, de nuevo las fundaciones de casas de canónigos según la regla de San Agustín (los agusti-nos, o "monjes negros") ; la extensión del fenómeno a lo largo del siglo XII hizo que és-te cobrase una importancia considerable, sobre todo en Alemania y en la comunidad pa-risina de San Víctor. Toda esa actividad monástica se reflejó en el plano espiritual por la proliferación de tratados y escritos diversos acerca de mística y moral, así como de lite-ratura hagiográfica. En general, la calidad literaria de aquellos autores fue excelente por su propia convicción, por el hecho de dirigirse a un público bastante amplio y también por su conocimiento de autores del período clásico como Cicerón o Séneca, o bien de la patrística. La tradición benedictina aparece reflejada en las obras de San Anselmo, y la eremítica en las de San Bernardo, un hombre al parecer de vasta cultura, aunque conser-vador en su concepción de la sociedad, o en las de Guillermo de Saint-Thierry, el escri-tor místico más profundo del siglo XII. Un fenómeno nuevo, por fin, propio también del siglo XII y de la espiritualidad cisterciense, fue el nacimiento en aquellas fechas del misticismo femenino, iniciándose de esta manera una corriente intelectual que tendría su apogeo durante el siglo XIV y que constituiría un eslabón importantísimo en la historia de esta faceta de la religiosidad durante la Plena Edad Media.
Herejías y movimientos heterodoxos
a) La pobreza voluntaria
Según Michel Mollat[20]desde principios del siglo XI se experimentaron en la Europa cristiana una serie de mejoras socioeconómicas innegables. Merced a la institu-ción de la "paz de Dios", que ya hemos mencionado, la devastación de los campos por la guerra no era ya crónica, y la roturación de nuevas tierras contribuía en los años buenos a equilibrar las cosechas con las necesidades alimenticias de la población. Por otro lado, la mejora de las comunicaciones permitía en ocasiones suplir las deficiencias que se pu-dieran producir. Sin embargo, todo ello no bastaba para paliar el frío y el hambre, sobre todo de los campesinos, pero también de algunos nobles. La pobreza obedecía, tanto en-tre los nobles como entre los plebeyos, a las mismas causas, ya que todos ellos se desen-volvían en un medio mayoritariamente rural y se hallaban expuestos a las mismas cala-midades, como fue el caso de las crisis de los años 1144-47 y 1194-99 en el Languedoc. Pero la pobreza no sólo afectaba al campo, sino que también alcanzaba a las ciudades, en este caso ligada a las duras condiciones del trabajo cotidiano y a la precariedad de las condiciones de existencia. Todo ello llevó, según este autor, directamente a la aparición de los movimientos de "pobreza voluntaria":
"La tradición sostiene que Vaudés [Pedro Valdo] halló simultáneamente en 1173 la pobreza física y la pobreza ideal. El canto por un juglar de la Leyenda de San Alexis le desveló al parecer las realidades del desarraigo. Consultando a un teólogo acerca de la significación del choque psicológico que experimentó, éste le orientó como sigue en sus aspiraciones a la perfección: "Ve y da todos tus bie-nes a los pobres" ; le propuso una pobreza evangélica y voluntaria, secular y siempre actual. El drama se desarrollaba, por tanto, a dos niveles y sin concesio-nes, con sus eternos personajes, el pobre, el llamado y el Cristo, y en tres actos: presencia de los pobres, incomodidad y crisis de conciencia y compromiso con la vía salvífica de una pobreza aceptada o querida. Esos datos y fases podrían re-sumir los términos del problema de la pobreza a finales del siglo XII y aclarar ciertas circunstancias fundamentales del movimiento valdense".
El empobrecimiento de campesinos y nobles no sólo favorecía, según Mollat, a los especuladores, usureros y prestamistas laicos. También había sectores de la Iglesia que se beneficiaban de la situación ; se conoce, por ejemplo, con toda exactitud el papel que jugaron los monasterios normandos de la época como establecimientos de crédito, y este autor se pregunta si acaso la existencia de las granjas agrícolas cistercienses a que nos hemos referido más arriba no contribuiría de manera decisiva a la erradicación de las pequeñas tenencias de tierra y al aumento del número de desarraigados. Porque lo que sí es cierto es que la interpretación que entonces se hizo fue puramente religiosa, sin criticar en absoluto la estructura social vigente, es decir, el feudalismo[21]
"Generalmente se admitía que al estado involuntario de pobreza se le podía considerar como una aflicción de carácter individual, análoga a una enfermedad, y que la existencia de un gran número de pobres era algo así como un fenómeno tan inevitable como un mal padecimiento. Se suponía, por tanto, que "los pobres estarían siempre ahí". ¿Semejante concepción no ha durado acaso lo mismo que la impotencia técnica frente a la Naturaleza y la inoperancia –por no decir la au-sencia- del análisis de los hechos sociales? Asimilada a una enfermedad, la po-breza era como la guerra: un mal al que no se podía poner remedio más que limi-tando su frecuencia y sus efectos. Como todos los sufrimientos humanos, la po-breza, habiendo nacido de los pecados de cada individuo y de los comunes a to-da la colectividad, competía, según una fórmula original de Rupert de Deutz, a la responsabilidad de la Iglesia en tanto que comunidad. Esta idea no se sitúa en el plano filosófico y sociológico de la actualidad, sino en el plano teológico, ecle-siástico y escatológico. De esta manera, la pobreza se inscribe en una perspecti-va sanitaria ; viene a constituir una prueba para el pobre, y para el rico una oca-sión de ejercer su caridad, así como un elemento necesario de una economía ge-neral de redención".
La "pobreza voluntaria" se desarrolló, por tanto, en el marco de la ortodoxia ca-tólica y sin expreso deseo de abandonarla, dentro de los fenómenos de reforma eclesiás-tica del siglo XI, que promovieron, como hemos visto, el retorno a los ideales de la po-breza evangélica: "En efecto, hacia finales del siglo XII, el malestar que provocaba la pobreza era sin duda más intelectual, moral y espiritual que social. Los elementos cons-tituyentes de este aspecto –el principal- del problema son diversos y se complementan entre sí: retraso e inadaptación de las actitudes mentales y de las prácticas para con los pobres y discordancias e infidelidades en relación con el ideal cristiano de la po-breza. No se trata de que en el siglo XII, como en cualquier otra época, se diese de lado la práctica de las obras de misericordia o el espíritu de la pobreza monástica. Muy al contrario, a los esfuerzos de las Ordenes cisterciense y cartuja hay que sumar un flore-cimiento de las fundaciones hospitalarias de iniciativa laica. Precisamente a causa de la aspiración a la pobreza evangélica, más vivamente sentido aún en las élites laicas, éstas sufrían tanto más de la falta de pobreza cristiana cuanto más presente se hacía la miseria hacia fines de siglo. Tal necesidad se presentaba tanto en las Ordenes monásti-cas como en los obispados, y con mayor razón entre los laicos con fortuna"[22].
En unos casos el ideal se procuraba alcanzar mediante el eremitismo y la suje-ción a regla ; en otros la adhesión a los ideales de la pobreza voluntaria daba lugar a crí-ticas y enfrentamientos con el alto clero, rico y feudalizado. En el siglo XI tenemos, por ejemplo, en el seno de la "reforma gregoriana", la vuelta de los patarinos[23]uno de cu-yos jefes fue el futuro Papa Alejandro II. En el siglo XII se formó un segundo grupo con esta misma denominación a partir del año 1130 aproximadamente ; seguía las enseñan-zas de Pedro de Bruys, en cuya doctrina pueden detectarse influencias dualistas o mani-queas[24]Un contemporáneo suyo, de ideas similares, Arnaldo de Brescia, fue declara-do hereje en 1139 ; luego marchó a París, donde estudió con Pedro Abelardo[25]y fue expresamente criticado por San Bernardo. Fue ejecutado en 1155, una vez vuelto a Ro-ma, tras la restauración del poder pontificio en la ciudad por obra del Emperador Fe-derico I ; sus seguidores fueron los arnaldistas, o pobres de Lombardía. A la generación siguiente apareció una nueva variante de este movimiento cuyo iniciador fue el ya men-cionado Pierre Vaudès [Pedro Valdo], un claro predecesor de San Francisco de Asís ; la fraternidad "valdense" se constituyó como iglesia aparte antes de 1120 y se extendió por el Norte de Italia y por el Sur y Este de Francia, el Nordeste español y posteriormente por Europa Central. Algunos de sus miembros, los llamados humiliati, aceptaron la re-gla agustina en 1201[26]
b) El catarismo
Las sectas "dualistas" aparecieron por diversos puntos de Europa desde los pri-meros decenios del siglo XI, aunque con perfiles borrosos ; Jacques Le Goff describe el fenómeno[27]
"El primer hereje de Occidente es un campesino de Chanpaña, Leutard, que a finales del año 1000, después de un sueño en el campo, abandona a su mujer, va a la iglesia de su pueblo, rompe la cruz y la imagen de Cristo y, declarándose inspirado por Dios, comienza a predicar, incitando a que se nieguen al pago de los diezmos y propagando el examen crítico de la Biblia. Seguido en un princi-pio por numerosos discípulos y abandonado después, terminó arrojándose a un pozo.
Herejías, tanto cultas como populares, se suceden en Orleans, Aquitania, Arrás, Monforte, Châlons-sur-Marne, en los Países Bajos con Tanchelm, en Mans con Henri de Lausana, en los Alpes con Pierre de Bruys y hasta en Rena-nia.
En 1163, un canónigo de Bonn que se había hecho monje, Eckbert de Schö-nau, llama por primera vez a los herejes "cátaros", es decir, puros. Son los mis-mos que en 1167 celebran un concilio en Saint-Félix-de-Caraman, cerca de Tou-louse. Ya no se trata de pequeños grupos, sino de un gran movimiento. Aparece la herejía del bien y del mal la religión dualista, que ya no es una herejía del cris-tianismo sino otra religión distinta. El mayor desafío al cristianismo medieval está hecho. Estamos ya en otra época".
El verdadero "catarismo", sin embargo, se individualizó a partir de 1170 en Lombardía y en el Languedoc, por influencia de los bogomilitas[28]serbios y de ideas similares aportadas por caballeros que participaron en la 2a Cruzada ; este último aspec-to es descrito por Henri-Charles Puech como sigue[29]
"Los hechos que refiere el Tractatus de haereticis, atribuido a Anselmo de Alejandría, son aún más decisivos: en el 1147 algunos francigenae o cruzados franceses originarios del Norte del Loira entra en Constantinopla en contacto con una secta local fundada por comerciantes griegos de la ciudad que en sus viajes de negocios a Bulgaria habían sido ganados por la herejía bogomilita y la habían difundido en torno suyo a su vuelta ; los cruzados adoptan la doctrina (el dualis-mo mitigado peculiar de una de las ramas del bogomilismo, el ordo Bulgariae) en tan gran número que llegan a constituir una comunidad aparte con su obispo propio, el "obispo de los latinos", y a su vuelta, poco después de Julio o Agosto de 1149, la llevan consigo a sus patria, donde constituirán una iglesia también dotada de obispo, la Ecclesia Franciae.
A partir de ellos –siempre según el mis-mo documento- es como los provinciales (los "provenzales", los herejes del Sur de Francia), más tarde agrupados en los cuatro obispados de Carcassonne, Albi, Toulouse y Agen, habrían sido contaminados, comenzando, pues, por ser gana-dos para el dualismo relativo. Desde entonces indiscutible, la implantación y di-fusión en Occidente del catarismo propiamente dicho queda confirmada por las Actas (de autenticidad sospechosa, no obstante) del concilio celebrado en el 1167 en Saint-Félix-de-Caraman, en la diócesis de Toulouse, donde vemos cómo un representante de la herejía oriental, Nicetas (Niquinta), obispo de Constanti-nopla, convierte al dualismo radical a las comunidades de Lombardía y del Sur de Francia, y preside la organización, o reorganización, de las diócesis y la jerar-quía. Intervención capital, pero que a la larga no tendrá efecto más que en el Languedoc, ya que las Iglesias italianas volverán pronto al dualismo mitigado".
Los cátaros lombardos desaparecieron pronto, pero la ideología dualista se ex-pandió por el Languedoc durante mucho más tiempo, tal vez por falta de aplicación y profundidad de la anteriormente referida reforma eclesiástica en aquella región, y no según criterios clasistas, puesto que no se trataba precisamente de una herejía de pobres o marginados, sino que fue aceptada, como se verá, por muchos aristócratas, profesiona-les urbanos, artesanos, curas rurales y campesinos.
Entre ellos permanecieron rasgos cristianos, en especial la continua mención de la Sagrada Escritura, el deseo de una vida piadosa y ascética, sobre todo entre los que alcanzaban el grado de "perfectos", y la aceptación de los pecados enumerados y descritos por la doctrina eclesiástica ; pero los rasgos maniqueos eran evidentes[30]; el mundo visible, según ellos, era obra del diablo, causa objetiva del mal, y sólo cabía liberarse de ellos para aportar una contribución real-mente humana en la lucha cósmica entre el Bien y el Mal. Entre 1190 y 1220 se desple-gó la época del "catarismo triunfante", la designación de obispos entre ellos e incluso la celebración de Concilios. Fueron perseguidos y exterminados por la Inquisición, que quemó o hizo desaparecer muchos de sus escritos, pero se han conservado algunos que permiten conocer razonablemente bien lo esencial de su doctrina[31]
c) El mito milenarista
En la concepción de este tipo de creencias se integraban varias ideas antiguas: una, la del eterno retorno[32]y la renovación cíclica de la realidad histórica a través de sucesivos mundos ; otra, la creencia en una supuesta Edad de Oro primitiva, a partir de la cual el mundo se habría ido degradando paulatinamente a través del tiempo. Sobre ellas actuaba la fe de tipo apocalíptico (lectura literal del Apocalipsis, 20, 1:6) en el fin de los tiempos, el retorno del Mesías y la instauración de un nuevo cielo y una nueva Tierra perfectos, suceso que restauraría la primigenia Edad de Oro anterior al pecado y la plenitud del mundo, y que tendría lugar tras un lapso de degradación final y triunfo transitorio del mal en el tiempo y ciclo presentes. La instauración de la Iglesia de Cristo se contemplaba como la señal de que el fin, la llegada del "milenio" futuro, estaba próxi-mo ; otra señal estaba constituida por el rechazo de la riqueza (la "pobreza voluntaria", que ya hemos tratado) como anticipo del "reino de los justos" y, sobre todo, la aparición de un "Emperador del fin de los tiempos" que se suponía iba a asegurar una época de paz y de expansión de la fe antes de que el Anticristo perturbara todo el proceso con su intento postrero de imponer el mal[33]Por supuesto, esta creencia, como todas, fue aprovechada desde una óptica política por los soberanos de la época, como constata Jean Séguy[34]
"Las especulaciones sobre el Rex iniquus, que precedería a la llegada del Anticristo y anunciaría la llegada del rey de los últimos tiempos, están presentes en toda la época medieval. Es sabido que las dinastías francesas y alemanas las utilizaron en provecho propio ya desde la primera Cruzada. Raimundo de Saint-Gilles, conde de Toulouse, Luis VII de Francia, Federico Barbarroja, Balduino IX, conde de Flandes, Federico II, etc., se hicieron pasar sucesivamente por este rey de los últimos tiempos. Después de la muerte de algunos de ellos, la creduli-dad popular imaginó que estaban simplemente ocultos, en espera del momento oportuna para reaparecer y cumplir su misión mesiánica".
El milenarismo, en efecto, siempre tuvo un componente mesiánico, ya desde sus primeras manifestaciones. En los primeros siglos del cristianismo, algunos padres y es-critores, fundándose sobre todo en el referido testo del Apocalipsis, enseñaban que Cris-to volvería al fin de los tiempos para reinar sobre la Tierra durante mil años. De ahí la denominación de esta doctrina, que también se ha empleado en su terminología griega: quiliasmo (de "khilias"=mil). Los principales representantes de la misma fueron San Pa-pías de Hierápolis, San Justino, San Ireneo, Tertuliano y Lactancio. Combatido ya en el siglo II, el milenarismo fue erradicado en el siglo V por Orígenes y no volvió a salir a la luz hasta la época que estamos estudiando[35]Esta creencia siempre fue perseguida, pues por lo general estaba relacionada con revueltas de tipo social y hasta con levanta-mientos nacionalistas ; en la Edad Media estuvo asociado a la "reforma gregoriana" y a "… sentimientos socioeconómicos de frustración exacerbados por hambres y pestes fre-cuentes", como lo pone Jean Séguy[36]
Dentro de los movimientos de penitentes más o menos ortodoxos que prolifera-ron en el siglo XI conviene destacar a los liderados por Tanquelmo por un lado y Eudes de Estrella por otro en el Norte y Noroeste de Europa en el seno del conjunto de revuel-tas sociorreligiosas –primero de inspiración burguesa, y más tarde de amplia raigambre popular- que conmocionaron esa zona[37]El primero, un funcionario de la Corte de Roberto II, conde de Flandes, se presentó como un nuevo Mesías: "Vestido con hábito monástico, atacaba las costumbres licenciosas del clero, en predicaciones al aire libre a las que acudían grandes multitudes. Bajo su influencia los habitantes de la ciudad re-chazan los sacramentos. Cuando Tanquelmo predica contra los diezmos, el pueblo deja de pagarlos al clero y los da al profeta y a sus discípulos, al presentarse éste como por-tador del Espíritu Santo. Es Cristo, es Dios … Rodeado de doce hombres y una mujer (que representa a la Virgen), el nuevo Mesías lleva una vida regia, ofreciendo suntuo-sos banquetes a sus amigos. Después de algún tiempo de predicación, sólo aparece re-vestido de ornamentos regios, escoltado de guardias, precedido de un crucifijo, un es-tandarte y una espada reales. Es el rey de los últimos tiempos, llegado para establecer un reino de igualdad en el que los humildes encontrarán compensación a sus pasadas desgracias". Tanquelmo murió en 1115, asesinado a manos de un sacerdote.
Al contrario que en el caso arriba descrito, el movimiento de Eudes de la Estrella (o Eudo de Stella), surgido aproximadamente 30 años después, no afectó a las zonas ur-banas e industriales, sino a regiones agrestes y recónditas de Bretaña y Gascuña: "Su significación sociológica no está tan clara. Sin duda hay que relacionarlo con la esca-sez de tierras explotables y con la agravación de la suerte de los campesinos en un pe-ríodo marcado por inviernos muy duros y hambres crueles. Eudes tiene pretensiones mesiánicas. De vida austera, ataca a la Iglesia, demasiado rica. Niega sus poderes y su misión y le opone una contra-Iglesia, un cuerpo episcopal cuyos obispos llevan nom-bres o títulos inesperados: Sabiduría, Conocimiento, Juicio, etc. A veces se ha querido ver en ello una prueba o una huella de gnosticismo. ¿Por qué no ha de tratarse simple-mente de un milenarismo espiritualista cuyos jefes toman sus nombres de los dones del Espíritu Santo o los títulos mesiánicos de Cristo? Porque Eudes de la Estrella, pertene-ciente a la pequeña nobleza bretona, víctima quizá del derecho de primogenitura[38]que empieza a imponerse, tiene pretensiones mesiánicas. Le siguen numerosos partida-rios que viven con él en los bosques. Saquean, queman, atacan todo lo que tiene rela-ción con el clero". Eudes murió de hambre en la cárcel en 1148, pero sus discípulos continuaron con la labor que él había iniciado ; muchos de ellos perecieron en la hogue-ra como herejes impenitentes.
La creencia milenarista, por tanto, fue vehículo, sobre todo a partir del siglo XII, para expresiones de tensión social que equiparaban bien y poder, mal y riqueza, e inclu-so fundamentó movimientos que hoy se denominarían de "contracultura". También sir-vió, aún antes (desde el siglo VIII), para estigmatizar a personajes que se tenían por An-ticristo, o bien para exaltar, como hemos visto, a algunos Emperadores, no muertos, si-no ocultos, que regresarían para realizar su misión benéfica antes del fin de los tiempos. Muchos acontecimientos contemporáneos, como las invasiones turcas a Tierra Santa, anticipaban para muchos de los autores que propagaban esta creencia la inminencia de la nueva era. Las predicaciones de Pedro el Ermitaño, por ejemplo, coincidentes en el tiempo con la 1a Cruzada, contribuyeron a arrastrar a múltiples pauperes y jóvenes, y la propia expedición militar, a pesar de su complejidad y de sus contradictorios resultados, dio lugar a relatos que exaltaron el "mesianismo" y la creencia en un próximo fin de los tiempos: importaba rescatar la tumba de Cristo y posesionarse de Jerusalén, ciudad más mística que material, especie de anticipación de la inminente Ciudad de Dios. De ahí el radicalismo primitivo, volcado contra los judíos, que se da ya en la "cruzada popular" de finales del siglo XI y se repite en ulteriores movimientos de cruzada, concretamente en 1146, 1197, 1212 y 1251[39]; Séguy confirma esta suposición[40]
"Así, por ejemplo, las cruzadas de los pastoureaux (la primera de las cuales tuvo lugar en 1251), continuación –fenomenológicamente- de la cruzada de los pobres que coincidió con la primera Cruzada. En estos movimientos, que se dis-tinguieron siempre por su antisemitismo sangriento y su anticlericalismo radical, encontramos las mismas gentes y las mismas esperanzas que en las sectas de predicadores errantes, monjes apóstatas o sacerdotes exclaustrados ; las mismas esperanzas mesiánicas, la misma pretensión de hablar en nombre de Dios y esta-blecer el Reino escatológico o favorecer su desarrollo".
Según Séguy, todos estos movimientos se localizaban en zonas muy determina-das de la geografía europea, con unas características socioeconómicas muy marcadas: "Su punto de partida y su principal área de reclutamiento se sitúa entre Bohemia e In-glaterra, en una franja de territorio delimitado exclusivamente por Escandinavia y el Norte de los Alpes. Francia queda atravesada por esta línea divisoria. En general se trata de países donde la industria medieval alcanza su máximo desarrollo. El creci-miento de la natalidad es también allí donde alcanza el nivel más alto. Los contrastes de fortuna son más patentes que en otras partes y la creación de un proletariado de campesinos desarraigados favorece la inestabilidad psicosocial. Las grandes pestes, la penuria, el hambre, parecen actuar sobre las masas de estas regiones como catalizado-res o reveladores. La mayor parte de los movimientos mesiánicos de la época coinciden con la aparición de una u otra de estas calamidades".
En el transcurso del siglo XII algunos escritores sentaron las bases teóricas y doctrinales para la permanencia y difusión del mito milenarista. El autor principal fue el monje cisterciense Gioacchino da Fiore (1130/35-1201/02), quien pretendía esbozar una magna interpretación lineal y progresiva de la historia humana, en cuyo transcurso se producían aclaraciones cada vez más exactas del mensaje divino[41]Desde el segundo tercio del siglo XIII sus ideas alcanzaron cierta difusión y se compusieron incluso textos apócrifos atribuidos al visionario calabrés. A comienzos de ese mismo siglo, los movi-mientos heréticos tenían ya un volumen suficiente como para preocupar a la Iglesia es-tablecida, sobre todo en Italia, Francia del Sur y diversas zonas de Alemania renana, de las cuencas del Mosa y del Mosela y de Flandes. Se vio preciso contener aquella reali-dad, pero sobre todo rescatar para la ortodoxia los impulsos y aspiraciones religiosas que se manifestaban detrás de ella. Tal sería la tarea encomendada a las órdenes mendi-cantes, y en los que tocaba al castigo, a la Inquisición[42]
Este trabajo pretende analizar con cierta profundidad la herejía cátara en su ver-sión "albigense", es decir, tal como se presentó en el Languedoc durante los siglos XII y XIII, situándola en el contexto cultural y socioeconómico de la Europa de la época. A tal fin comenzaremos caracterizando los cambios sociales que se produjeron a la sazón en todo el Occidente a raíz de la paulatina introducción del modo de producción feudal, que vino a sustituir a las estructuras del mundo carolingio en la Plena Edad Media. A continuación, una vez vistas las peculiaridades del nuevo sistema tal como se afectó a la economía provenzal y hecho especial hincapié en las relaciones sociopolíticas del Lan-guedoc con el Norte de España, y especialmente con el reino de Aragón, intentaremos situar a la herejía albigense dentro de ese contexto, indicando sus características princi-pales en lo que al hecho religioso se refiere, así como a las motivaciones que llevaron a la Iglesia Católica y a los poderes establecidos a reprimir salvajemente dicho movi-miento a lo largo del siglo XIII.
La plena Edad Media. Aspectos socioeconómicos
El crecimiento demográfico
El rasgo más característico del período que aquí nos ocupa es que se trató de una época de progreso que, comenzando a mediados del siglo X, se haría notar con mayor intensidad a partir del XI, iniciándose entonces una época de expansión. La causa fun-damental de este fenómeno estuvo constituida por una serie de avances técnicos que au-xiliándose en una climatología favorable trajeron consigo el aumento de productividad del suelo, así como una extensión de la superficie cultivable. Como resultado de todo lo anterior se produjo un importante auge demográfico. Los datos referentes a la pobla-ción, por otro lado, son por los general indirectos y únicamente permiten establecer hi-pótesis difíciles de corroborar ; fundamentalmente destaca el crecimiento de los núcleos de población, tanto rurales como urbanos, apareciendo incluso nuevos núcleos en co-marcas anteriormente despobladas.
Al aumentar la población en esas zonas aumentó co-rrelativamente en ellas el valor de la tierra ; ese alza de los precios da noticia de una ma-yor necesidad, con lo que se ha calculado que la población de Europa occidental pasó de 23 millones en 1100 a cerca de 55 millones hacia 1300 (un aumento promedio de un 12%o, oscilando según localidades)[43]. El ritmo de crecimiento más acentuado se produ-jo durante el siglo XI, con el aumento de las roturaciones ; a lo largo del siglo XII se mantuvieron las mismas características, aunque ya empezaban a notarse señales de re-troceso que ya anunciaban las condiciones que iban a reinar durante la Baja Edad Me-dia, que se anunció con una serie de pestes y guerras[44]
Se sabe que la tasa de natalidad era más alta en las clases aristocráticas, ya que sus mujeres no estaban sometidas a servidumbre como las de clase baja. La media de descendencia era de entre 4 y 4,5 hijos por familia. En cuanto a la mortalidad, se situaba en torno a un 40%o en los adultos ; la esperanza de vida ascendió a una media de 35,3 años entre 1200 y 1276, para descender hasta los 29,8 para el primer cuarto del siglo XIV. Uno de los indicadores que más se manejan a este respecto para la época posterior al siglo XIII es el de averiguar cuántos hombres tenían que pagar impuestos. Todos es-tos datos dependen, por supuesto, de las características de las distintas localidades. Hay que tener en cuenta que la conquista de nuevas tierras provocó también el desplaza-miento de la población rural hacia las ciudades, e incluso hacia localidades de nueva creación.
Las fuentes presentan a la población popular con un carácter más móvil de lo que en un principio cabría esperar. Tales desplazamientos poblacionales desde lugares superpoblados a lugares vacíos o a nuevas villas no bastaron en su momento para ate-nuar la diversidad existente entre las densidades de poblaciones regionales, ya que el movimiento demográfico no fue igual en todas partes, y era frenado a menudo por difi-cultades de tipo jurídico. El progreso técnico en la agricultura, por otra parte, fue asi-mismo incapaz de liberar, como hemos visto, a los campesinos de la penuria alimenti-cia ; a lo largo de los siglos XI y XII las irregularidades registradas en las cosechas (por la lluvia y el granizo, más que nada) condujeron a una mayor carestía del grano e hizo que multitud de hambrientos fueran a refugiarse a las puertas de los monasterios. Las clases altas, por el contrario, se encontraban más protegidas ante tales eventualidades climatológicas[45]
La expansión agraria
La misma se llevó a cabo a expensas de las praderas, os pantanos o incluso del mar. Los historiadores franceses y alemanes coinciden en considerar esta época de rotu-raciones como la más próspera en muchos siglos para el mundo rural. Los avances téc-nicos también fueron significativos[46]
a) Utillaje
Utilización cada vez mayor del hierro
Atelajes más adecuados (herraje de los animales)
b) Instrumentos de labranza
Arado de vertedera, perfeccionado y generalizado a partir del siglo XII
Mejor aprovechamiento de las fuentes de energía (se perfeccionan las téc nicas anteriores de energía hidráulica y eólica)
Molino de agua (conocido desde época romana como "rueda de agua" para moler grano ; en el siglo XI aparece, en la zona del Atlántico, el molino movido por agua marina[47]( Se utilizaba para el bataneado de pieles (desde el siglo XI, y generalizado a partir del siglo XIII), for ja (siglos XII-XIII), fabricación de pasta de papel (siglo XIII), afilado de cuchillos, estirado de cueros, etc.
Molino de viento (aparecido en Normandía en el siglo XIII)
Otras máquinas: torno, sistema de biela y manivela, etc.
Utilización creciente del caballo, anteriormente poco común por lo costo-so, frente al tiro de bueyes
Perfeccionamiento de las labores de la tierra y fertilización del suelo ; rastrilleo y escarda para compensar la falta de abono.
Aparte de los adelantos técnicos, también influyeron decisivamente en el desa-rrollo de los hechos los cambios climáticos que tuvieron lugar en el período: sequedad y frío. Estos factores incidieron positivamente en el rendimiento del campo, e indirecta-mente en la cuestión demográfica: al cesar la movilidad poblacional aumentaron auto-máticamente la natalidad y la esperanza de vida. Otro de los aspectos, y uno de los más interesantes, en relación con el desarrollo agrario experimentado durante esta época fue la ampliación de los campos contiguos por parte de los mansoveros, una práctica discre-ta y cómoda realizada generalmente a partir de la deforestación de los bosques y casi siempre a espaldas del gran propietario, por lo que apenas dejó rastros en la documenta-ción que hoy manejamos ; Georges Duby describe el fenómeno como sigue[48]
"Sin duda, la mayor parte de los nuevos campos fue una prolongación del antiguo terruño sobre los baldíos y pastos que lo rodeaban. Este era el procedi-miento más discreto y más cómodo, que incluso en ocasiones podía llevarse a efecto a escondidas del señor … Sin embargo, es posible apercibirse de que la ampliación del espacio cultivado fue en muchos casos una acción colectiva realizada por todos los hombres de la aldea bajo la dirección del señor: este fue por ejemplo el caso en algunos pueblos ingleses en los cuales un nuevo "campo" se añadió en el siglo XIII al terruño antiguo. Algunas veces, el señor estimulaba directamente los esfuerzos de los campesinos instalando en la localidad a nuevas familias".
El hábitat rural
Durante la Alta Edad Media existía un visible contraste entre las regiones que estaban densamente pobladas y aquellas que se encontraban vacías de hombres. Aque-llos espacios desiertos que primigeniamente habían resistido el asalto de los campesinos fueron vencidos finalmente gracias a la extensión del terruño mediante la creación de pueblos limítrofes. Los desiertos fueron paulatinamente colonizados por pioneros (de-nominados "forasteros" o "albarranes") que abandonaban sus pueblos natales y se esta-blecían en las tierras vírgenes. Trabajaban en comunidad, configurando un hábitat cohe-rente y tendiendo a crear un modo de vida social análogo al que habían dejado atrás. Por otro lado, si bien en la mayoría de los casos estos pueblos nuevos surgían de manera es-pontánea, algunos de ellos nacieron, sin embargo, por voluntad deliberada de los gran-des señores como medida para reforzar la seguridad de un camino, la frontera de un Es-tado señorial, etc. Estos nuevos pueblos se convertían automáticamente en centros de percepción de tasas ; de ahí el interés en su creación. La idea del señor consistía, por tanto, más en beneficiarse de la explotación de los derechos inherentes a su autoridad que en crear un nuevo territorio. El problema principal de tales empresas estribaba en atraer a los nuevos pobladores ; de ahí que se atribuyera a estos lugares unos estatutos jurídicos particulares, dotándolos de una serie de privilegios que atrajeran a los inmi-grantes. Los señores solían, a tal fin, asociarse entre ellos e incluso con los monjes y clérigos con vistas a la conquista de nuevas tierras y a la búsqueda de nuevos poblado-res para las mismas. Estos últimos, por su parte, exigían constancia documental, una carta de privilegio que protegiese sus intereses[49]
Las aglomeraciones campesinas de nueva creación se reconocen fácilmente por el nombre que llevan (Villafranca, Villanueva, Bastidas, Burgos, etc.), denominaciones que proliferan a lo largo de toda la Historia hasta bien entrado el siglo XX. Así, nume-rosas localidades germánicas llevan sufijos que denotan este mismo origen: -berg, -burg, -rode o –reuth ; Robert Fossier amplía esta información[50]
"Para ver con más detalle lo que los textos dejan tan a menudo en las sombras, la "Siedlungsgeschichte"[51]alemana ha resaltado el interés de la toponi-mia. Las sustracciones sucesivas de vocablos, por series cronológicas, hacen que aparezcan capas sucesivas de ocupación humana, y se sabe todo el jugo que A. Delèage sacó de este sistema hace casi cuarenta años, para la reconstrucción de la cobertura vegetal de Borgoña antes del año 1000: topónimos vegetales en pri-mer lugar, pero también formas con desinencias y composiciones típicas de una fase determinada de ocupación. El peligro radica respecto a la fecha o a las con-diciones de formación de los topónimos, ya que situándose en el 950 o en el 1000, poca importancia tendría que –willer o –viller sean del siglo IX y –heim o –curtis de los siglos VI y VII, puesto que no hay duda de que son anteriores a la gran oleada de los siglos XI y XII. Por el contrario, hay un hecho que es más perocupante, los topónimos como esos o bien otros, y que además son emplea-dos comunmente en todos los siglos, como en –hof, -dorf, -bach, -wald o ville, -mont, -bois, no permiten de ninguna manera descubrir el grupo humano que abarcaban ; ¿topónimos tradicionales de algún lugar no habitado? ¿Hábitat tem-poral? ¿Villorrio? ¿Emplazamiento artificial o creado? O peor aún, ¿lugares anti-guos rebautizados? Parece, pues, más seguro basarse solamente en las formas tardías sin discusión y que, aunque sólo se atribuyen a un puñado de chozas, se-rán demostración del retroceso del árbol, y en este caso se presentan pocas du-das: -rod, -ried o –schlag germánicos, leys, dens, hurst, shot y thwaite celtas o sajones, -essari o –rupi en Francia, -artiga del Oc, -ronchi lombardo, sin hablar desde luego de topónimos más tardíos pero que pueden a su vez rebautizar una aglomeración vieja".
Durante la Alta Edad Media el hábitat era básicamente aislado, a excepción de los pueblos o aldeas. Con frecuencia se encontraban habitaciones temporales dispersas ocupadas por cazadores, leñadores o ermitaños. Muchos monasterios, hosterías y hospi-tales creaban sus sedes en tierras desérticas. Fueron realmente los pioneros los que co-menzaron a vivir en comunidad, a veces a causa de la disposición topográfica y otras en razón de la preponderancia ganadera. La ganadería era utilizada en grandes manadas en las zonas europeas cercanas al mar con el fin de desalinizar las tierras. La nueva forma de ocupación del suelo llevó a una nueva mentalidad, una disposición diferentes del hombre frente a la naturaleza. Se determina, entre otras cosas, la extensión de un tipo particular de paisaje, como, por ejemplo, la utilización de cercados en zonas ganaderas. El hecho, por otro lado, de que las tierras vírgenes retrocediesen palpablemente era el más perceptible de todos los aspectos del fenómeno de la expansión agraria. No obstan-te, este fenómeno estaba estrechamente unido a otros, como podían ser los ciclos de los cultivos, determinados en primer lugar por la mayor importancia que iban cobrando los granos sembrados en otoño. Se trataba, sobre todo, del trigo candeal, caracterizado por producir una harina muy blanca, de superior calidad, para uso preferente en las mesas señoriales, y el centeno, Los cereales de primavera, en cambio (v.gr., el trigo trimesino, la cebada y la avena), estaban destinados a los estamentos más pobres. El pan seguía siendo la base de la alimentación en esa época ; de ahí la importancia de los menciona-dos cereales panificables de invierno. Es posible que el trigo candeal llegase a extender-se a lo largo de los siglos XII y XIII por medio de la difusión de los modos alimentarios aristocráticos ; en todo caso, contribuyó a una notable mejora de la calidad de vida en general[52]
Medios de transporte y comunicación. El comercio
a) Transporte y comunicación
Las posibilidades de crecimiento económico estaban ligadas, como es lógico, a las de transportar mercancías, hombres y noticias. Dicho progreso fue bastante limitado durante la Plena Edad Media, continuando de forma más rápida a partir del siglo XIII. No hubo innovaciones sustanciales en los medios de transporte terrestre: los caminos so lían estar por lo general mal cuidados, exceptuando los de las grandes peregrinaciones y los que conducían a los lugares donde se celebraban ferias comerciales. Por otro lado, la continuidad en el uso de las vías romanas hacía que las regiones del antiguo Imperio contaran con una red viaria mucho más completa que las de la Europa germánica y esla-va. Otra traba importante eran las numerosas gabelas y peajes locales a que se veían so-metidos los viajeros debido a la fragmentación de los poderes administrativos ; no era infrecuente que varios caminos próximos siguieran la misma dirección con el objeto de intentar soslayar dichos obstáculos. Hubo, sin embargo, un aspecto en el que las técni-cas góticas superaron en cierto sentido a las romanas: la construcción de puentes. Al ser realizados éstos en piedra, la obra resultaba muy costosa, pero la alta inversión era am-pliamente compensada por las ventajas económicas y fiscales, e incluso militares, que proporcionaban[53]Otro inconveniente del comercio terrestre estaba constituido por la carestía y la pequeña capacidad de carga de los medios de transporte por tierra. Este problema fue compensado en gran parte por el transporte por vía fluvial. Las grandes re-des fluviales del Po, Ródano-Saona, Loira, Sena, Rhin, Elba, Oder, Vístula, Támesis, y en menos grado el Danubio, fueron adecuadas por medio de diques, muelles y embarca-deros, caminos de sirga y canales complementarios. En muchos ligares se formaron aso-ciaciones para asegurar el servicio de las vías de agua ; por ejemplo, la hansa parisina o la cofradía zaragozana de tráfico por el Ebro. A pesar de la carestía de los peajes y otras trabas, la vía fluvial permitía transportar fácilmente, en barcazas de hasta 30 Tm, mer-cancías pesadas de poco valor intrínseco, cereales, sal, madera, vino, lana, frutas, heno, etc. Los caminos terrestres se limitaban la mayor parte de las veces a enlazar y comple-tar a los fluviales.
La navegación marítima, por su parte, estaba libre de peajes, salvo a la llegada a puerto, pero tropezaba con los inconvenientes de la piratería y, sobre todo, de las cir-cunstancias meteorológicas, que obligaban a realizar navegación de cabotaje y a evitar las peores época del año. De todos modos, era un procedimiento más barato, y en él ra-dicaría el auge del comercio a larga distancia durante muchos siglos. Hubo, además, mejoras técnicas: en el Mediterráneo se generalizó, ya desde el siglo X, la costumbre de construir la "obra viva" y el armazón de los barcos antes que la carcasa o casco, lo que abarataba considerablemente el proceso de fabricación de las embarcaciones. En el Me-diterráneo Oriental triunfó también, ya desde el siglo VII, la vela latina, que permitía aprovechar mejor los vientos. Las ánforas de barro para almacenaje fueron sustituidas por toneles de madera, aprovechándose mejor el espacio. Ya entre los siglos XII y XIV se añadiría a todo esto el empleo generalizado de agujas magnéticas, tablas de navega-ción y la vulgarización del estudio de las corrientes marinas y de los fondos costeros, lo que facilitó enormemente la navegación de altura. La "galera" (con dos mástiles y dos hileras de remos) era un barco bastante rápido y seguro ; podía servir tanto para el co-mercio como para la guerra. Sin embargo, resultaba poco económica, pues precisaba mucha tripulación. A partir del siglo XIII fue sustituida por la "coca", una embarcación mucho más grande, movida exclusivamente a vela, muy estable y adecuada para el transporte de mercancías ; su maniobrabilidad aumentó considerablemente con el inven-to del timón de popa, mucho más práctico que los timones de remos laterales con que iban equipadas las galeras. Fue precisamente la "coca" la que permitió el desarrollo que pronto alcanzaría el comercio marítimo atlántico.
b) Los intercambios comerciales
Como advierte Miguel A. Ladero[54]la llamada "revolución comercial" de la Ple-na Edad Media se fundamentó en el lento y desigual desarrollo de técnicas que a menu-do habían conocido y practicado ya otras grandes civilizaciones agrarias. Pero fue la ciudad la que protagonizó el hecho comercial en dos sentidos: porque fue la sede de mercaderes y negocios y porque actuó como centro de consumo y lugar de demanda y abastecimiento. Jacques Le Goff lo expresa como sigue[55]
"Los bienes medievales, tanto como el dinero, mostraron la fuerza y la confianza en sí mismas de las ciudades. Y una vez más las telas nos proporcio-nan un excelente ejemplo. Cada ciudad importante tenía sus propias medidas para una bala de tela, y su sello sobre las telas que exportaba constituía, a la vez, una garantía de calidad y una expresión de la personalidad urbana. De este mo-do, la ciudad tomó de la esfera económica una nueva forma de seguridad: el control. La garantía que proporcionaba la ciudad consistía en que aseguraba el éxito de sus productos. Cualquier comerciante que intenta-ra actuar independien-temente perdía en seguida su crédito".
El consumo de las ciudades se centraba básicamente en productos de avitualla-miento (v.gr., trigo, carne, vino, pescado), más que en las demandas del gran comercio internacional. En tales condiciones, oficios como el de carnicero, a pesar de su margina-ción social a causa del "tabú de la sangre", actividades como la entrada de vino cosecha-do por vecinos y la veda a la importación de otros y otras tareas al margen del mercado público, como la reventa, tenían que ser controladas estrechamente, lo mismo que el abasto, almacenamiento y venta de trigo a precios oficiales, en lugares determinados (alhóndigas), e incluso otros productos, como la sal, el aceite, el pescado y diversos ma-teriales de construcción. Entre los artesanos de las ciudades los había principalmente de dos tipos[56]
a) El que vendía su propio producto directamente en su tienda-taller o en el mercado. Se trataba de oficios vinculados a menudo al avituallamiento de la propia ciudad (alimentación, herreros, toneleros, vidrieros, orfebres, carpin-teros, etc.), sujetos a una reglamentación más antigua y estricta ; para ellos el monopolio y el exclusivismo en la venta era la mejor -y a veces, la única- garantía de supervivencia.
b) Los especialistas en oficios (cuero, textil) donde se imponía la división del trabajo.
El ramo o subsector textil lanero fue el más importante, primero para atender ne-cesidades locales, y paulatinamente también con vistas al gran comercio. A mediados del siglo XI se produjo la aparición del telar horizontal movido a pedal, que podía fabri-car piezas de hasta 15 o 20 m ; al mismo tiempo se introdujeron mejoras en los procesos de bataneo y tundido o tinte, y con ellas una lógica división del trabajo y la necesidad de que los propios mercaderes distribuidores del producto se responsabilizasen de todo el proceso productivo para orientarlo según las demandas que plantease el mercado. Estos cambios se iniciaron en Flandes desde la primera mitad del siglo XI y tuvieron como consecuencia el desarrollo de la única industria medieval digna de tal nombre. Otro sub-sector artesanal que creció de modo notable con la expansión urbana, nutriéndose a me-nudo de trabajadores recién llegado o menos integrados en el ámbito gremial de la ciu-dad, fue el ramo de la construcción, cuya importancia era indudable por las inversiones continuas y cuantiosas a que daba lugar.
El gran comercio, por otra parte, se vio condicionado, hasta cierto punto, por las admoniciones y reservas éticas procedentes de la Iglesia, la cual, aunque reconoció el ministerium mercantil como necesario para el organismo social, no prestó su aquiescen-cia, según se ha indicado, a los procedimientos que habrían facilitado una libre y rápida acumulación de capitales, al menos hasta la segunda mitad del siglo XIII, cuando ciertos teólogos, comenzando por Santo Tomás de Aquino, reconocieron la licitud del crédito comercial ante la observación de los incipientes fenómenos de capitalismo comercial y financiero que se daban en algunas ciudades italianas. En los comienzos era más fre-cuente la figura del pequeño o mediano mercader itinerante, y la feria constituyó el me-dio más adecuado para coordinar ese tipo de actividad comercial, tanto a nivel comarcal como regional o internacional. Tales ferias solían estar situadas en el cruce principal de caminos terrestres entre las regiones más urbanizadas y ricas de la época. Los mercade-res se organizaban por orígenes, con edificios especiales, a veces, otras con cónsules, delegando la representación, o formando "hansas". Los principales productos de inter-cambio eran la pañería flamenca y demás tejidos, mercería, especias, vino de la Francia del Norte y cueros[57]
Paulatinamente fue tomando importancia la ejecución de pagos y otras operacio-nes financieras, de modo que desde mediados del siglo XIII las ferias actuaron como una especie de clearing house[58]internacional, y en ello estuvo su importancia mayor, y su contribución al desarrollo del crédito, sobre todo en manos de prestamistas italianos, al principio a tipos de interés entre el 30 y el 40%, aunque pronto fue descendiendo a medida que aumentaban la seguridad y la fluidez de la circulación monetaria. Se ha es-peculado mucho con la importancia de la usura judía, que la tuvo sin duda, pero mucha mayor incidencia en el desarrollo del crédito tuvieron los mismos burgueses: los presta-mistas lombardos, entre otros, lograron renombre internacional. De todas formas, fue la función de los cambistas la más trascendente en el auge del crédito y el nacimiento de la banca ; de esta actividad se encuentran ya ejemplos notorios en la Génova del siglo XII, momento en el que también aparecieron los primeros contratos de cambio, antecedentes de la letra de cambio, aparecida en algunas plazas de la Toscana en torno al año 1300. Jacques Bernard explica esto último[59]
"Los orígenes, la evolución y las características de tales letras son ahora bien conocidos, gracias a la labor del profesor Raymond Roover. Su base general es, desde luego, un contrato para el cambio y transferencia de fondos, y su carác-ter más preciso se deriva del efecto de contracambio, a modo de negocio a crédi-to en el cual el interés quedaba oculto en el porcentaje del cambio, siendo éste más elevado en los lugares que detentaban "la cabeza del cambio" y marca-ban las cotizaciones "seguras", que en aquellos que marcaban las cotizaciones "inse-guras". La moneda de las primeras constituía el tipo o modelo y era cambiada contra un número variable de monedas de los lugares que daban cotizaciones in-seguras. Así, en Brujas el ducado respondía por un variable número de grats fla-mencos, pero, por otra parte, constituía la cotización segura (el escudo) de Lon-dres y Barcelona. Estas operaciones fueron del agrado de los teólogos, quienes no prestaban atención al interés oculto en los porcentajes de cambio. Pero, para compensar esta benevolencia, condenaban severamente el "cambio seco", donde el porcentaje de cambio futuro era predeterminado de modo arbitrario por las partes interesadas".
Poco a poco, a partir del siglo XII, fue surgiendo, aparte de los susodichos cur-sorii o mercaderes cursores, itinerantes, cuyos volumen de negocios era escaso, una ca-tegoría de mercaderes más poderosos, dedicados al tráfico de productos de lujo o a la comercialización de las producciones artesanas, sobre todo textiles, de mayor precio y especialización, y todo ello a larga distancia. Entre ellos surgió la necesidad de asociar-se para realizar negocios de mayores dimensiones, concentrar el capital necesario y ofrecer, además, un frente común para la obtención de mejores condiciones jurídicas en su trabajo. Tales sociedades mercantiles aparecieron primeramente en Italia, siguiendo modelos bizantinos e islámicos[60]
a) Commenda: La más simple y antigua. Uno o varios socios (el socius stans) facilitaban el capital para emprender y desarrollar el negocio, mientras que otro, un mercader (el socius tractans), viajaba con las mercancías, las nego-ciaba y retornaba con el capital en dinero o especie acrecido con las posibles ganancias, que se solían repartir en proporción de tres cuartos y un cuarto respectivamente. Dicha "commenda" se constituía para una sola operación y se disolvía a continuación, lo que limitaba el riesgo de los inversores, que podían tener intereses en varias de ellas a la vez.
b) Compagnia: En ciudades del interior, y para operaciones de comercio terres-tre y fluvial. Diversos miembros, a menudo familiares, concentraban su capi-tal en una misma empresa, únicamente a efectos de reparto de beneficios. Además del capital social, las "compagnias" dominaban el de los clientes que lo habían depositado en ellas como casa de banca, lo que les permitía am-pliar el ámbito e importancia de sus operaciones.
Fuera de Italia los procedimientos de asociación mercantil eran bastante más arcaicos, y el ejemplo italiano tardó en difundirse. En el ámbito flamenco, por ejemplo, lo habitual era que los mercaderes se agrupasen en ghildas o hansas destinadas a la ayuda mutua y a la solicitud de un derecho y tratamiento comunes en los países donde sus miembros actuaban ; su origen se encuentra en las geldonias vel confratrias del siglo IX, y hay en ellas un elemento germánico de fidelidad mutua, compotatio y otros ritos en común, cristianizados en forma de "cofradías". Los mercaderes utilizaban tales insti-tuciones preexistentes para controlar el mercado urbano, fijar precios y defender mejor sus intereses, hasta convertirlas, a menudo, en asociaciones mercantiles con su local so-cial, sus rentas, su reglamento y un ius mercatorum incipiente para resolver los litigios entre sus miembros. No se trataba en realidad propiamente de compañías de comercio al modo italiano, pero servían para crear condiciones más propicias para que los mercade-res las pudiesen establecer[61]
El renacimiento urbano
a) Características básicas del fenómeno
Entre los diversos períodos de urbanización que ha conocido la historia europea, ninguno ha tenido tanta amplitud y trascendencia como el ocurrido entre los siglo X y XIV. Casi todas las ciudades tradicionales de la Europa Occidental fueron, o bien edifi-cadas entonces, o bien profundamente transformadas, en el marco de la expansión y cre-cimiento propios de la Plena Edad Media y de las condiciones generales de mayor orden social que se vieron durante los siglos feudales. Los orígenes de ese "renacimiento urba-no" fueron lentos, humildes y a menudo difíciles en el seno de un mundo predominante-mente rural y agrario con un desarrollo mínimo de las relaciones mercantiles, de la arte-sanía y de los servicios especializados, integrado por grupos sociales ajenos por comple-to al modo de vida y a la mentalidad que caracterizan a las sociedades urbanas[62]Des-pués de siglos de decadencia, las ciudades medievales supusieron un impulso innovador y ejercieron funciones que sólo de un modo genérico y aproximativo pueden comparar-se con las observables en las aglomeraciones urbanas del mundo clásico. Este renaci-miento urbano revistió características diferentes en las diversas áreas regionales de Eu-ropa, pudiéndose distinguir cuatro grandes sectores[63]
1) Mundo mediterráneo (Italia, Sur de Francia, España): Mayor continuidad de la vida urbana respecto a los tiempo antiguos ; en algunos sectores (v.gr., la España musulmana) se vivió una larga etapa intermedia de florecimiento ur-bano.
2) Europa noroccidental (Norte de Francia, Países Bajos, Renania, Sur de Ale-mania, Suiza, Austria, Inglaterra): La vida urbana antigua –caso de haberla- había desaparecido casi por completo, pero se conservaron muchos emplaza-mientos de ciudades antiguas y líneas de comunicación de la época romana que sirvieron de punto de arranque al renacimiento urbano.
3) Europa Central y Septentrional (Norte de Alemania y Escandinavia): No ha-bía antecedentes urbanos ; las ciudades nacieron en torno a enclaves religio-sos o militares, o bien como centros de colonización.
4) Europa Oriental (pueblos eslavos): Igual que en el apartado anterior, salvo en el caso de los eslavos balcánicos, que, aunque de forma muy indirecta, re-cogieron alguna herencia urbanística de Roma.
Según Jacques Le Goff[64]la oposición que se estableció en el urbanismo pleno-medieval no fue precisamente entre ciudad y campo, sino más bien entre ciudad y de-sierto: "En torno a la ciudad había todo un mundo ordenado, habitado y cultivado, que incluía ciudad y campo. El desierto era lo no cultivado y salvaje, es decir, el bosque. En el ambiente eclesiástico y religioso la distinción entre los mundos urbano y eremítico era igualmente fundamental. Ya en el siglo IV, San Martín de Tours, según nos cuenta Sulpicius Severus, abandonó su sede episcopal urbana cuando sintió la necesidad de vi-vir en la soledad del yermo ; para él, esto significaba un monasterio en medio del bos que, donde pudiera recuperar su energía espiritual".
En la distinción de las sociedades urbanas con respecto a las rurales intervino la formación progresiva de lo que se ha de-nominado un "estado de espíritu" peculiar, sustentado en una mayor responsabilidad del individuo sobre sí mismo debido a la carencia o insuficiencia de los respaldos que faci-litan la propiedad de la tierra o la pertenencia a un linaje, lo que se tradujo en la multi-plicación de las asociaciones asistenciales, profesionales o para el ejercicio del poder, muchas de ellas exclusivamente peculiares del medio urbano[65]Residir en las ciudades obligaba, en suma, a la práctica de una convivencia más estrecha, aunque a veces menos personalizada, debido a la misma densidad de población y a infinidad de problemas de orden organizativo que surgían día a día. Tales funciones de sociabilidad necesitaban, para ejercerse, condiciones y lugares específicos: plazas, iglesias, cementerios, baños públicos, tabernas, molinos, fuentes y lavaderos, etc. De éstos, la plaza urbana consti-tuía el crisol donde se creaba una "cultura popular", un folklore urbanizado laico, satíri-co y paródico, creador de refranes y formas de hablar, que los escritores recogieron más adelante en contacto con los valores culturales eclesiásticos y aristocráticos. Muestra de esta nueva forma de ver la vida fueron el "renacimiento cultural" del siglo XII, los ya tratados ideales de pobreza voluntaria, también de aquel siglo, o, ya en el XIII, la difu-sión del arte gótico, el comienzo de las expresiones literarias que pueden considerarse propiamente burguesas, o la expansión de las órdenes mendicantes, que también hemos mencionado.
b) Espectro social I: estamentos no productivos
Sobre aquel fondo común, y utilizándolo de forma diversa, se perfilaba una so-ciedad bastante más compleja que la campesina. Hubo, por ejemplo, una nobleza urba-na, con los privilegios propios del estamento, dueña de buena parte del suelo de la ciu-dad y de propiedades en el campo contiguo, lo que permitía a sus miembros obtener rentas y beneficios como abastecedores del mercado urbano y mantener su oficio mili-tar. Su importancia fue mayor en las ciudades mediterráneas que en las del Norte, donde los nobles siguieron viviendo casi siempre en el campo. Ese grupo fue perdiendo, sin embargo, el dominio de la vida ciudadana entre 1250 y 1340, sobre todo allí donde cre-cieron las funciones mercantiles y artesanales, salvo aquellos que supieron adaptarse a las nuevas circunstancias, fundiéndose progresivamente con los dueños de los negocios y formando una especie de "patriciado urbano", casi siempre con las mismas caracterís-ticas: casas principales en la ciudad, generalmente de piedra, y estabilidad de su asenta-miento urbano durante generaciones ; además, propiedades inmuebles en el campo próximo, actividades mercantiles y financieras por encima del encuadramiento gremial, tren de vida mesuradamente lujoso y fuerte acumulación de bienes muebles para contar con capital fuertemente disponible.
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