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Cambios en los significados del trabajo en la cibersocied@d contemporánea en postadolescentes en busca de identidad profesional (página 2)


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2. Reevaluación de la identidad profesional juvenil en la sociedad glob[arroba]l

El hic et nunc de esta sociedad postindustrial, complejo, rápido, móvil y contradictorio, afecta a las crisis que se experimentan durante la adolescencia prolongada, al mismo tiempo que se nutre de las condiciones que impone aquélla. Hay que apelar a la furiosa tormenta del cambio a la que aludió con insistencia Toffler hace décadas (1970), a las metamorfosis en el trabajo (Gorz, 1995) o al surgimiento de nuevos utópicos postindustriales (Frankei, 1989) para intentar interpretar la reconstrucción continua de las condiciones que obstaculizan la definición y transformación adaptativa de las identidades de los jóvenes, entre ellas de la identidad profesional, para proponer intentos de superación de las crisis de valores que tratan de suplirse con reatribuciones de significados convenidos y nuevas jerarquías reasignadas.

Al mismo tiempo que se ha inculcado durante siglos la importancia del trabajo como medio no sólo de producción, sino de realización personal; que se ha valorado el desempeño a la par que se mejoraban las condiciones de trabajo y se intentaba crear una atmósfera favorable; en el momento en que se ha conceptualizado el trabajo como auténtico medio de desarrollo personal, como una suerte de medicina o habilidad enriquecedora, entonces, una vez magnificado, permanece poco menos que vedado para un colectivo de jóvenes preparados para su válida inserción sociolaboral. De esta paradoja se derivan consecuencias no sólo económicas, sino, fundamentalmente de carácter psicosociológico, asociadas a la problematización de esta oportunidad truncada de desarrollo de una actividad laboral que resulta ser una necesidad frustrada en condiciones de transición a la vida activa (véase Álvaro, 1992, 2001; Blanch, 2001; De la Torre y Conde, 2000; Garrido, 1992, 1996; Garrido y Álvaro, 1992; Moral y Ovejero, 1999). Todo ello provoca consecuencias de muy diversa índole en los postadolescentes, conscientes de los imperativos derivados de la sociedad postindustrial pero que, a pesar de las propias crisis del sistema, desearían participar del engranaje industrial, puesto que ello representa un eficaz medio de adultización.

2.2. Cambios de significado en el trabajo y la identidad laboral

La evolución del significado de trabajo ha ido pareja con cada época histórica en la que se han aplicado interesadamente nuevas calificaciones, se han sugerido reformulaciones de las conciencias colectivas, se han reasignado valoraciones, se han atribuido nuevos significados, se han reelaborado discursos ideologizados, se ha tendido a implementar prácticas con evidentes efectos de poder, etc., que han derivado en la consiguiente subordinación de la sociedad a la institución del mercado (véase Polanyi, 1992). Ello ha devenido con el paso del tiempo en un afianzamiento del poder del mercado y, en ciertos aspectos, en una aparente participación colectiva ya que se ha ido inoculando en forma de un consumismo conectado, erróneamente, a libres tomas de decisión. En las últimas décadas se conviene en afirmar que ha surgido una nueva economía a escala mundial, como hace años aventuró Bell (1973) quien también aludió a una sociedad compunicada -computerizada y comunicada en términos globales-, que parece haberse instalado definitivamente y que cuenta con defensores acérrimos y detractores. En esta sociedad globalizada han surgido una serie de procesos interrelacionados que han conformado la era y sociedad de la información (Echeberría, 1994, 1995, 1999, 2000). Lo incuestionable es que a raíz de la primera revolución industrial (último tercio del siglo XVIII) se produjo una segunda revolución mediante la que se hizo posible una organización del trabajo a gran escala, asimismo, ha de rastrearse toda una secuencia histórica de la revolución de la tecnología de la información sobre la que investiga Castells (1997, 1998a y 1998b) en un análisis comprehensivo de la tecnificación de los sistemas postindustriales y de la instalación de la nueva era de la información. Todas ellas han sido convenientemente matizadas en los análisis del citado autor en donde se ofrece una revisión del modelo social y económico de la era de la información, de modo que en un burdo resumen, podríamos sintetizar aludiendo a la necesidad de cambiar el énfasis analítico del postindustrialismo al informacionalismo. Se impone, en definitiva, un nuevo orden informacional y global. Precisamente, en su Sociedad mediática González Radío (1997) intenta desentrañar esa compleja red en donde los medios de información-comunicación se convierten en privilegiados agentes de la representación social, adoptando el papel de referentes y constructores, además de mero soporte. E incluso puede que se haya llegado al fin del trabajo donde, debido al advenimiento de la actual era de la información, se conduzca a la civilización a condiciones próximas a su desaparición, según Rifkin (1996) o las propias metamorfosis del trabajo que redundan en relegaciones de su rol central, como se evidencia en el análisis de Antunes (1999). En todo caso, se advierten cambios importantes a este nivel evidenciados en la recopilación de Agulló y Ovejero (2001) en condiciones como las actuales de transformaciones globales, en los términos planteados por Held (1999), en donde se imponen las tecnologías de la información que influyen decisivamente sobre el mercado laboral y el empleo, dada la reemergente transformación del trabajo y de las condiciones productivas y relacionales en la organización empresarial (véase Castells y Esping-Andersen, 1999; Castillo, 1999; Jaúregui et al., 1998; Ovejero, 2001; Rodríguez y Martín, 2001; Serrano, Moreno Martín y Crespo, 2001).

Los cambios experimentados encuentran un reflejo, de la misma forma que también son reactivados, por las nuevas condiciones laborales (movilidad, superespecialización, etc.) y se tiende a producir y/o problematizar ciertos conflictos que afectan a las identidades no sólo de los trabajadores, sino, de aquellos jóvenes que, ante un mundo laboral de semejantes características, tras una dilación desmesurada entre su período de formación y su válida inserción, añaden a las incertidumbres e inseguridades derivadas de su estado psicosociológico aquellas que proceden de la complejidad de la morfología de la red sociolaboral (Moral y Ovejero, 1999). Entre las características que redefinen esta nueva situación se hallan cambios en el reparto y estructuración del trabajo (Recio, 1999; Riechmann, 1999; Riechmann y Recio, 1999), en condiciones de flexibilización laboral (Davis, 1996; Harrison, 1997; Lasierra, 2003) y aquellos cambios provocados por los imperativos de la globalización socioeconómica que afectan a las relaciones laborales (Ruesga, 2003; Ruesga y da Silva, 2003) y que imponen reajustes necesarios para favorecer adaptaciones. Precisamente, la identidad básica de las organizaciones, de acuerdo con la reevaluación del significado del trabajo que efectuó Rodríguez (1990, p. 73), se articula en entornos inciertos, complejos e interdependientes: "Estas tres características -eliminación del trabajo como eje central de la vida, incremento incesante de instrumentos mediadores entre el individuo y la naturaleza y la cosificación de la realidad humana a un entramado de sistemas informáticos- que, entre otras cosas definen al mundo actual, van a producir, están produciendo ya, profundos cambios en los marcos de identidad personal y social de los individuos".

Abunda la controversia acerca de las formas de socialización laboral y los cambios operados en el propio significado otorgado al trabajo por los jóvenes (véase Crespo, Moreno, Serrano, Fernández y Sánchez, 1998; Marín, Garrido, Troyano y Bueno, 2002). Así, el sentido otorgado por los jóvenes al trabajo, aunque es claramente instrumental -ya que anhelan lograr una incorporación laboral, y la independencia a múltiples niveles que de ello se deriva, para poner fin al retardo impuesto y avanzar en el proceso de inserción en la sociedad de los adultos- no se puede desligar de los requerimientos e implicaciones socioafectivas asociadas a la inserción propiamente. En efecto, la desvalorización del significado del trabajo por parte de los jóvenes va unida a una aceptación de su carácter instrumental, tal como recogen Jover y Márquez (1992), quienes otorgan un importante peso a la naturaleza política del proceso de formación, previo a la inserción. Incluso, el fin fundamental, de acuerdo con Marhuenda (1994), es el de permitirles la inclusión en la sociedad adulta como miembros de pleno derecho, priorizándose ese acceso por encima de la recepción de unos ingresos o de la necesidad de autorrealización personal. Efectivamente, la inserción profesional de los jóvenes es un elemento que les permite acceder a su condición de ciudadanos adultos, dependiendo, a su vez, el progreso económico y social de la colectividad de esa acción responsable (De Pablo, 1994). Este interés pseudobenefactor sugerido desde los estamentos de poder correspondientes por la adquisición de la condición de ciudadanía ha sido interpretado, desde posiciones críticas, aludiendo a que ese estatus, aunque se acompaña de ciertos privilegios, impone el cumplimiento de muchas más obligaciones. Se nos hace corresponsables, aunque no tanto copartípices. Es un derecho público que une a la organización estatal, así como un vínculo sociopolítico que obliga más allá de lo meramente contractual. Se nos normaliza mediante un sistema referencial del que nos apoderamos, haciéndolo nuestro y compartiéndolo como códigovico mediante el que mantener un celo por las instituciones, la comunidad y el sistema. Se adquiere una conciencia cívica correspondiente que nos obliga. Poder, control y vigilancia, por utilizar una terminología foucaultiana, se corporeizan. En estas condiciones, formar una ciudadanía crítica (véase Giroux, 1997) es la utopización necesaria en tiempos como los actuales.

Se obstaculiza, pues, la inserción social (emancipación familiar, incorporación al trabajo, hogar independiente, asunción de responsabilidades, etc.) de los jóvenes en la sociedad adulta con los consiguientes problemas derivados de este desfase. Este alargamiento innecesario que provoca un aumento del tiempo de transición entre la escuela y el primer desempeño laboral se hace cada vez más evidente. Aumentan los tiempos de espera en condiciones más aceleradas y ante sistemas más móviles, las demandas de inserción hechas a la institución académica no se ven satisfechas, la preparación para el trabajo representa tan sólo una promesa incumplida, se derivan frustraciones de la escolarización forzada y se mantiene la eterna condición de educando en constante proceso de formación y cualificación profesional y ante sucesivos intentos de inserción. Hablaba Gorz (1995) de la metamorfosis del trabajo, así, al analizar las transformaciones que se están produciendo en la naturaleza del trabajo en las sociedades de nuestros días, abogaba por la necesidad de una reforma pedagógica que priorice la capacidad del alumno por aprender por sí mismo y por la adquisición de un conjunto de competencias que favorezcan la polivalencia. En esta misma línea se manifiesta Handy (1996) quien alude al colectivo juvenil como un demandante de una inserción social a través del trabajo en un mundo en el que la inestabilidad laboral, el rediseño de los puestos de trabajo o la demanda de profesionales pueden conducir a una persistente sensación de incertidumbre psicosociológica (en esta Era de la Ansiedad) asociada a las características del nuevo orden de la sociedad postindustrial. Evidentemente, estos postadolescentes en demanda de una identidad profesional ya no son niños, pero no son adultos sociales, he ahí su drama. En suma, lo que caracteriza la condición social de los jóvenes actuales es el evidente desequilibrio existente entre, por un lado, el reconocimiento de haber superado desarrollos puberales, de haber alcanzado estados superiores de habilidades intelectivas, y de haber abandonado su condición de adolescente de acuerdo con criterios meramente cronológicos, y, por otro lado, los obstáculos u omisiones de las condiciones facilitadoras que podrían satisfacer esas necesidades de emancipación social.

En el ámbito laboral este nuevo orden se caracteriza por la movilidad, la complejidad y la superespecialización, la informatización y uso de nuevas tecnologías en un mundo de la tecnociencia y cibercultura (véase Aronowitz, Martinsons y Menser, 1998). Se suceden cambios en entornos inciertos en el nuevo orden mundial (y el viejo) (Chomsky, 1996) que asiste a la internalización de la economía o la agudización a escala global de las diferencias de clase. La maquinaria normalizadora de los mecanismos de control trabaja incesantemente en el complejo arte de la simulación, no artificial, sino tan real que se impondrá como norma. A todo lo anterior, se suma la relativamente reciente invención de otro mecanismo distractor: las empresas de trabajo temporal (E.T.T.) (esta cuestión puede ser ampliada en el monográfico sobre trabajo temporal de la revista Capital humano, 136, septiembre 2000) que crean y responden a nuevas fórmulas de contratación (véase González, 1999) como auténtico destello de oportunidad de inserción sociolaboral que, por lo general, bajo una apariencia seductora, complican aún más la de por sí precaria situación aunque ello, dependa, efectivamente del sector y sus propuestas. Tal y como se expone en el trabajo de Peiró, Ripoll y Caballer (1998) acerca de esta cuestión: "Sin embargo, las condiciones de empleo pueden variar substancialmente en función del sector de actividad. Como afirma Lochet (1994), el empleo temporal puede ser más o menos habitual en función del sector. En algunos sectores, la temporalidad puede ser considerada como una 'antesala' del contrato indefinido, mientras que en otros sectores, el empleo temporal constituye una situación crónica que conduce a la precariedad. En este contexto, el riesgo de ocupar un trabajo 'precario' es mayor en el sector terciario que en el sector industrial. Así, tal y como Moncel y Rose (1995) indican, los jóvenes que acceden al sector industrial lo hacen más tarde, se quedan más tiempo y se benefician más de una promoción interna que sus homólogos del sector terciario" (p. 118). Se dilata cualitativamente, aún más, esta situación de espera que se puede cronificar y, en nuestra opinión, se originan incluso más desajustes psicológicos y adaptativos por la temporalidad del trabajo ofertado, aunque, bien conocen los psicólogos de la conducta que este reforzamiento intermitente provoca una extinción más lenta por el elevado nivel de expectación generado, perfeccionándose la sutileza de las técnicas de control.

En definitiva, el empleo representa una fuente de autoestima individual y, bajo ciertos presupuestos, la anticipación del mismo combinada con la dilación impuesta en su consecución definitiva, conlleva múltiples desajustes. En diversos estudios se ha corroborado la acción de los efectos negativos sobre el estado psíquico y la autoestima que, intuitivamente, se presuponen (véase Álvaro, 1992, 2001; Blanch, 2001; De la Torre y Conde, 2000). Siendo el trabajo un invento relativamente reciente, después de abandonar la posición humanista y la propia de la ética protestante, se arrincona a la postura marxista y se impone un peculiar significado social del trabajo: denostado, pero a la vez sobrevalorado, forma de realización personal y poder instrumental. En los términos expresados por Moral y Lozano (2000), se trabaja deprisa para poder vivir "despacio", aunque sometidos a una vorágine de consumo y ocio de masas que se va instalando como norma (auto)impuesta.

2.2. Preparación para el trabajo en postadolescentes en una cibersocied[arroba]d postindustrial

Los jóvenes contemporáneos intentan crear/reformular normas, discursos, valores, prioridades, costumbres, expectativas o fines que les permitan diferenciarse, al menos en apariencia, de la generación precedente. La redefinición de la(s) identidad(es) es posible tanto por vía positiva como por oposición, por comparación o por la mediatización singular de conciencias reflejas. En todo caso, el ejercicio de definir una generación vinculándola a la que la precede puede que no cuente, aún, con la suficiente perspectiva con lo que se complica la labor del investigador social. Ésta no podría ser asimilada del mismo modo sin la referencia explícita a la sociedad postindustrial y postmoderna que acoge a esta postadolescencia contemporánea.

Parece asistirse a la superación tecnológica de la Galaxia Guttenberg (McLuhan, 1962) en un estado de aldeanización global (véase McLuhan, 1964, 1968) y se van instalando una nuevas coordenadas de digitalización y extensión de las redes telemáticas que redefinen una suerte de cibercultura (Negroponte, 1999; Rheingold, 1996) en la calificada como sociedad digital (Terceiro, 1996). Se amplía un determinismo tecnológico (Heilbroner, 1996; Scranton, 1996; Smith, 1996) a consecuencia del cual parece asistirse al tránsito del moderno optimismo tecnológico al actual pesimismo postmoderno (Ovejero, 1999; 2001). Somos un nudo (ligamen) de esta sociedad-red. Nadie cuestiona que se ha producido una revolución digital durante los años noventa hasta hoy en torno a la red. Éste es un escenario globalizado, fragmentado y reconstituido en individualidades que importan por ser un nudo más, como nódulos, en la red comunicacional humana, del consumo exacerbado, de los contactos espurios, del imperio del conocimiento revelado en segundos, de la fragmentación de la esfera privada o del escaparate de lo físico y de lo humano. Una realidad virtual interconectada con efectos y desconexiones reales activa las respuestas dominantes y a los ciudadanos les sugiere interrogantes, anticipa conflictos y sugiere desafíos en los que los jóvenes son piezas clave de esa imbricada red cyberpsicosociológica.

Ciertamente, los adelantos tecnológicos van escoltados de unos cambios sociales, demográficos y políticos no menos importantes, tal y como evidenció Toffler (1985). Sin embargo, este nuevo orden mundial "se parece demasiado al viejo, aunque con un nuevo disfraz", en palabras de Chomsky (1996). El postfordismo asociado a la mundialización de la economía, la demanda de (super)especialización, la descentralización de la producción, los sistemas de dirección vertical, el predomino del sector servicios, la división extremada de tareas o la flexibilización del mercado asociado al auge extraordinario de las comunicaciones, todo ello define estas particulares condiciones postmodernas, desde el ámbito económico-productivo. Los principios iluministas vinculados a la imagen tradicional de la escuela como Academia del Saber, la transmisión de conocimientos parciales no de saberes y prácticas globalizadoras, la educación como ejercicio de socialización mediante la que intentar conseguir la formación integral del alumnado, la preparación para la vida (¿laboral?, ¿social?..) o, más específicamente, el tipo de preparación para el trabajo adaptado a un sistema fordista y taylorista que ya ha sido superado, son algunas de las condiciones que siguen siendo empleadas como indicadores de este evidente desfase entre (post)escolarización e inserción laboral (véase la analogía de Potter, 1998). Como entrenamiento previo al ejercicio del desempeño laboral, mediante la rutinización que supone la escolarización, se van adquiriendo hábitos de trabajo como asunción por parte del educando de condiciones regladas, dados los disciplinamientos y prácticas tendentes a su configuración, mantenimiento e interiorización y, por otro lado, suponen condiciones de vigilancia y control externo con evidentes efectos de poder. Del análisis de la percepción subjetivada de los jóvenes acerca de su futuro profesional analizado en estudios como los de Ovejero y su equipo investigador (Moral y Ovejero, 1999, 2004a; Ovejero y Moral, 1998; Ovejero, Agulló, Moral y Pastor, 1998; Ovejero, García, Fernández, Grossa, Agulló y Moral, 1995) en los que se ofrecen análisis descriptivos y cualitativos de semejantes cuestión, se deriva la constatación del hiato entre la cualificación profesional de los jóvenes y sus expectativas, alumnos postmodernos en una institución como la escuela que sigue privilegiando valores y procederes modernistas y el futuro desempeño laboral. A profesionalizaciones de ciertas parcelas de la vida cotidiana se suman problematizaciones asociadas a la inadecuación de la elevada capacidad del profesional a un puesto de más bajo nivel que se ve obligado a realizar. A la extensión de una ética hedonista y pragmática que define el "mundo real" se opone la inculcación sistemática en el ámbito académico de unos valores que ensalzan el esfuerzo individual y la meritocracia. Se prioriza la competencia profesional sobre la interdependencia real y la cooperación en todo tipo de organizaciones de las cuales un exponente inequívoco sería la educativa. Se nos regula mediante poderes y controles que se refuerzan socialmente. Se nos educa como condición necesaria, aunque no suficiente, para la posterior incorporación al mercado laboral, pues no hay garantía alguna de la misma, aunque la sempiterna cuestión acerca del cómo puede servir mejor la educación a la industria es invertida por Coates (1977), quien, precisamente, cuestiona la necesidad de la proliferación de escuelas, colegios y universidades necesarios para educar nuevos científicos, administradores y técnicos y, por ende, adecuarse mejor a las condiciones laborales e invierte la pregunta inicial, reformulándola en estos términos (p. 43): ¿Qué clase de fábricas necesitan nuestras escuelas?. De un modo u otro, hemos sido entrenados en el ámbito educativo en el dominio de unas condiciones previas (sumisión, ocupación del tiempo reglado, sometimiento a fines extradeterminados, etc.) ensayadas en intercambios cotidianizados. Ha de entrenarse en habilidades comunicacionales, pensamiento crítico e interpretación de lo simbólico, algunos de los cuales son prerrequisitos para la posterior adaptación a las leyes del mercado y al propio desempeño laboral, así como reguladores de los contactos en la organización.

La contemplación de un nuevo paradigma antropológico en el que se pretenda conjugar las condiciones y condicionantes del entrecruzamiento de realidades descritas se hace recaer sobre un renovado homo oeconomicus, donde la satisfacción de sus necesidades autoimpuestas o sugeridas anima poderosamente su comportamiento ya que, en todo momento, se intenta extraer el máximo beneficio de los limitados medios de que dispone. El comportamiento utilitarista y la premeditación de los actos se suma a la imagen de un ser, concebido por el análisis económico, como alguien que actúa de forma totalmente racional, reestructurando su jerarquías de necesidades ante la constatación o anticipación de cambios externos que le afecten y relegando a un segundo plano necesidades determinadas por las costumbres, los hábitos, la opinión pública o la presión de las convenciones sociales que, sin embargo, se ha de reconocer que le afectan, lo cual representaría una crítica al análisis en el que se excluyen estas necesidades que, sin embargo, el individuo hace suyas. A este respecto, recordemos el aumento espectacular de las necesidades en la sociedad contemporánea que ya denunciase Illich (1977). En cualquier caso, hay condicionantes que contribuyen a subjetivar el surgimiento de un tipo de individuo asociado a unas necesidades concretas. Incluso el surgimiento, en el sentido cultural y sociorelacional, del homo sapiens sapiens se asocia al proceso de enculturación de lo humano, ya que, "nos hacemos humanos en el vivir humano", nos dirá Maturana (1996, p. 281). En esta sociedad de la información el homo mediaticus, en el sentido propuesto por Mills (1959), es el que se instala en unas particulares condiciones de hipercomunicación. Se trata de un homo videns (Sartori, 1998) en plena revolución multimedia. Ese hombre semiótico socializado en el ciberespecio al que alude Dieterich (1997) en su análisis acerca de la globalización, la educación y la democracia es, precisamente, un homo oeconomicus. De acuerdo con el citado autor, la lógica del neoliberalismo parece reconocer el homo oeconomicus como la forma legítima de individuo, dominado por la ley del valor, productor y realizador de plusvalía (Dieterich, 1997, p. 166): "De esta manera, el personaje del siglo XXI ha de ser en el aspecto real-cotidiano de su vida un trabajador productor de ganancias y un ente consumista, con un horizonte mental fijado en la inmediatez. En la dimensión existencial su largo andar por la historia amenaza con terminar en el homo abstractus". Cambian no sólo las condiciones del mercado laboral sino la esencia y existencia del sujeto en sí unido ello a cambios en la programación instruccional educativa.

Se constata un tremendo desfase entre las estructuras y procederes de la tradicional organización escolar y las coordenadas actuales de movilidad, de especialización, de búsqueda de gratificación inmediata, etc, que caracterizan a la empresarial. Se forma parte de una estructura de organización standard, de roles claramente definidos, de prácticas estandarizadas, de discursos seleccionados, de jerarquías establecidas, de normas fijadas, de significados atribuidos, de institucionalización de procederes, etc., que representan la unidad básica uniforme de la escuela de la era industrial ante unas condiciones socioeconómicas y culturales postindustriales cambiantes. De acuerdo con el análisis de Morgenstern (1995), las crisis acuciantes que afectan al reparto del trabajo y el reparto de la educación nunca son sólo económicas, sino que también resultan ser políticas e ideológicas. De ahí que la autora considere que, debido a ese carácter estructural, se ha de recurrir a factores extraeconómicos que cuestionan la legitimidad del propio sistema para explicar la propia crisis de acumulación en el capitalismo avanzado (Morgenstern, 1995). Una educación para el trabajo podría ser una opción que se sume a otros intentos ya clásicos como una educación para la vida o para la libertad, dada la preeminencia cada vez más evidente de la faceta laboral como una de las esferas a las que se les otorga mayor significación. Se trataría, en cualquier caso, no de satisfacer las exigencias del mercado, anteponiendo éstas a las de formación, epistémicas e intelectivas, sino coordinar ambas actuaciones en un ejercicio de desarrollo integral de un educando que se adapte al hic et nunc de la sociedad postindustrial, pero que, al mismo tiempo, actúe como agente promotor de cambios, no como mero producto estandarizado de la organización educativa y como un engranaje más del sistema de producción.

En consecuencia, estos postadolescentes se hallan en una encrucijada paradójica ya que, si bien por un lado, la formación profesional ya no es una garantía de empleo, por otro lado, la revalorización de la educación en términos relativos se asocia a la competencia creciente demandada para unos puestos de trabajo escasos donde las credenciales educativas, aun no siendo garantía, resultan ser elementos necesarios, hecho éste evidenciado por Fernández Enguita (1997). Y, habiéndose constatado que esta dificultad de inserción válida puede representar más que una incertidumbre sobre el futuro, hasta tal punto que puede afectar, según González Blasco (1994) a las identidades de por vida y que pueden derivarse consecuencias psicológicas para los jóvenes, tales como un estado ansiógeno o de frustración motivada por el permanente estado de transitoriedad, entre otras consecuencias de índole psicosocial (véase Agulló y Ovejero, 2001; Álvaro, 1992; Calvo, Martínez y Babiano, 1997; González Blasco, 1994; Moral y Ovejero, 1999; Valles, 1987), y otras muchas posibles alusiones a esta situación de grandes contradicciones, en lo único en que se puede convenir es en la sempiterna presencia de un desajuste, cada vez más agudizado, entre las expectativas y consecuencias derivadas de la formación profesional en la escolaridad y las condiciones y requerimientos, a nivel laboral, de la sociedad postindustrial.

3. Discusión: Acerca de las paradojas y los retos de la inserción sociolaboral

La adolescencia como edad de la controversia y la redefinición (psico)social convive con la paradoja del tiempo sobreactivado, de los impactos globalizadores, la del trabajo de la sociedad postindustrial, la de la dilación de la inserción sociolaboral y la de la ocupación grupal concertada del tiempo libre, entre otras muchas contradicciones y modalidades de búsqueda y/o conflicto (véase Moral, 2003; Moral y Ovejero, 2004a). Los cambios de la sociedad contemporánea son el caldo de cultivo de la actual situación de inestabilidad psicosocial por la que atraviesan muchos postadolescentes, en parte debido a los imperativos del enlentecimiento del proceso que marca las actuales circunstancias de inserción sociolaboral, ya aludidos. Puede que los problemas de la sociedad postmoderna deriven, tal como se expuso con vehemencia en la tesis de Simmel, del intento del individuo adulto por preservar su autonomía frente a los envites del medio. A través de los imperativos globalizantes, de las desregulaciones sociolaborales, de las dilaciones impuestas, de los cambios en el significado del trabajo y, en su conjunto, de las demandas y prerrogativas de la sociedad postindustrial se sugiere al joven que acepte su tiempo de espera, su turno. Exageradamente se podía pensar en un paralelismo con el hombre descrito por Camus en El Extranjero, alienado, desconectado, sin lazos ni ataduras, víctima de la desintegración social, que utiliza la integración en beneficio personal, se nutre de las estructuras sociales y henchido cultiva el hedonismo y la satisfacción de lo inmediato. Para lograr todo ello el adulto de la sociedad actual cuenta con instrumentos a su aparente servicio que domina y que le controlan, bajo la falsa apariencia de libertad, tales como: a) la tarjeta de crédito asociada a una nueva ética en la que se prima el aquí y el ahora; b) la tele/ciber venta; c) los imperativos del viajar por la aldea global, y de recrearse en las experiencias vividas e imaginadas; d) una suerte de "mutación/evolución" adaptativa que en la sociedad postindustrial algunos sufren por el uso excesivo e inadecuado de las tecnologí[arroba]s; o, finalmente, e) los cinco minutos (no más) de gloria que solicitase Warhol, todo ello característico de la sociedad de lo efímero descrita por Lipovetsky (1990).

Ante esta panorámica mediante la que se representan las condiciones donde vive el hombre de la sociedad postindustrial, globalizada y massmediática y donde se desarrollan sus servidumbres -que él juzga que le liberan más que le encadenan-, bajo la apariencia de progreso y acción benefactora, se esconden unos anhelos artificiosos, en cuya consecución se implica, lo que le disuade de otras búsquedas personales e impulsa al joven a integrar su experiencia arquetípica en las coordenadas actuales. La problemática aludida se ve agudizada en nuestros días dados los retos que impone la inserción sociolaboral (véase Jover, 1999) y asociada al cuestionamiento acerca de las empresas de inserción como eficaz recurso de lucha contra la exclusión laboral de ciertos colectivos desfavorecidos por las dificultades de su empleabilidad (López-Aranguren, 1999) y la problemática de otros Sujetos frágiles (Varela y Álvarez-Uría, 1989), como en sentido laxo podría calificarse a los postadolescentes contemporáneos. Y es que la preparación para el trabajo como estrategia de redefinición de una identidad no fragmentaria y apertura ante el advenimiento de un nuevo (des)orden postindustrial ha de verse acompañada de un intento de cualificación socioprofesional mediante el que se favorezca, o cuando menos no se obstaculice abiertamente, el desempeño laboral en unas condiciones donde se prevé la emergencia de (des)órdenes cambiantes en un ejercicio de paradójica anticipación retrospectiva, donde la vuelta al pasado idealizado es un ejemplo inequívoco de estancamiento en un presente que se ve limitado tanto por el poder de la tradición como por los límites de la anticipación, donde resulta inútil volver sobre lo que ha sido y ya no es.

En conclusión, asistimos a la emergencia de renovados órdenes en el plano económico, expansión de la sociedad del conocimiento, debilitamiento de los referentes iluministas y desregulaciones sociales e interaccionales que se están instalando y que ya parecen redefinir su idiosincrasia en ámbitos como el industrial, el social o el del pensamiento. Vivimos en una condiciones en la que se asiste al debilitamiento de los sistemas referenciales y donde se ponen en cuestión ciertas verdades socioconstruidas asumidas como tales, en donde se diluye y reconstituye cada vez en más instancias legitimadas (familia, escuela, grupos sociales, medios de comunicación, tecnologías, etc.) el poder socializador/normalizador y en unas condiciones en las que, a pesar de todo o quizá precisamente impulsado por la necesidad de apaciguar los estados de confusión, se siguen necesitando certidumbres en momentos de crisis y se demandan respuestas que sacien el ansia de hallar verdades en las que creer ante preguntas que han surgido a raíz de los cambios. La necesidad de asirse a un sistema y entorno referencial se agudiza, si cabe, en el caso de los adolescentes actuales, al ser sus propias crisis personales interdependientes de las primeras (Moral y Ovejero, 2004a). Se impone un proceso de socialización prolongada de estos jóvenes, eternos aspirantes a la condición plena de adulto y de ciudadano al salvar el escollo de la válida inserción sociolaboral (Castillo, 1997, 1999; Moral y Ovejero, 1999). Parejo a ello se prolonga el período de formación y escolarización, aunque ello ha dejado de ser una garantía de desempeño laboral (Fermnández-Enguita, 1997). Se participa de un sistema postindustrial encaminado hacia la globalización y las servidumbres impuestas por las macroestructuras, a consecuencia del cual se problematiza la identidad del hombre postindustrial, a pesar de que aumentan las búsquedas de sí mismo y de los otros y nos redefinimos a base de subjetivaciones y conciencias reflejas.

En estas circunstancias, proponemos que se precisa de una mayor sincronización entre la esfera académica en su función de cualificación profesional y la laboral, con objeto de promover una mayor interrelación entre ambos micromundos desconectados y entrópicos. En el ámbito académico han de implementarse cambios no exclusivamente formales sino que redunden en una preparación sociolaboral optimizante acorde con las exigencias del mercado, tanto posibilitando la apertura a la aplicación de las nuevas tecnologías al aula (Moral y Ovejero, 2004b), como el desarrollo del pensamiento crítico (Giroux, 1997), la modificación de la acción directiva y la cultura escolar (Álvarez Arregui, 2002), la potenciación de un adecuado entrenamiento en habilidades para la vida (Gardner, 2001; Sternberg, 1997) y reevaluaciones de los renovados estilos de pensar (Douglas, 1998) y tipos de mentes (Dennet, 2000) que se van imponiendo en sociedades como las contemporáneas. Cambios parejos han de incidir en la esfera laboral, tanto mediante intentos de controlar las desregulaciones derivadas de las imposturas de la globalización socioeconómica y del neoliberalismo, y sus manifestaciones en diversas instancias (véase Amin, 1999; Chomsky, 2000; Esping-Andersen, 2000; Luttwak, 2000; Martin y Schuman, 2000; Wallerstein, 1999), como promoviendo reajustes en las fórmulas de contratación de los jóvenes con una identidad laboral difusa (González, 1999; Jover, 1999; Moral y Ovejero, 1999) y un nivel más psicosociológico reajustando los estilos de liderazgo a la nueva cultura organizacional (véase Álvarez Arregui, 2002; Amador, 2002; Kauffman, 1999; Stringer, 2002). Las previsiones respecto al pasado mañana de la condición de ser y estar de los adolescentes sociales no son demasiado halagüeñas. Se agudizan los conflictos individuales y sociales como respuesta a otras puestas en entredicho en el ámbito sociolaboral o ante ideologizaciones que se inoculan sutilmente. Proliferan los estados confusionales y se extienden problematizaciones personales como réplicas a otros debacles. Siendo así, puede que nos cueste (re)construir y/o rescatar nuestra identidad profesional, dada la dificultad en tomar conciencia de nosotros mismos en circunstancias cambiantes, máxime en el caso de los adolescentes en condiciones de moratoria psicosocial.

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María de la Villa Moral Jiménez

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