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El Rey de la eternidad (página 3)

Enviado por Jesús Castro


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Han sido bastantes los autores —científicos en su mayoría— que han desarrollado en sus escritos la idea de que la física moderna presta un apoyo sustancial al milenario misticismo de oriente: Fritjof Capra, Gary Zuvak, Arthur Koestler, Michael Talbot, etc. El más célebre de ellos, Fritjof Capra, es un experto de la Universidad de California en teoría cuántico-relativista de campos, y en todo lo concerniente a su especialidad no cabe presentar ninguna objeción. Ahora bien, en cuanto deja de hablar como físico y se adentra en la metafísica, sus opiniones se convierten de inmediato en objeto de controversia al igual que cualquier otra aserción de esa clase. Valga como ejemplo el que en su más conocida obra, "El Tao de la Física", el profesor Capra aboga por una síntesis entre la comprensión intuitiva típicamente mística de las filosofías orientales y el saber físico actual, como una óptima vía de acceso a la comprensión profunda de la realidad. Un empeño ambicioso en el que otros fracasaron con anterioridad y en el que Capra no parece haber corrido mejor suerte por completo divorciada de la razón y la lógica, y el conocimiento científico, firmemente enraizado en una racionalidad progresivamente refinada por la experiencia.

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Estas dos visiones de la realidad resultan tan opuestas, en la práctica, que cualquier punto de contacto no puede dar lugar más que a conflictos. Y como Capra elude discretamente tales conflictos, su obra mística se limita a colocar alternativamente la física sobre las filosofías orientales (taoísmo, budismo e hinduismo) y viceversa, de modo que el lector acaba albergando la sensación de que el autor trata de utilizar cada una de estas disciplinas como señuelo para atraer la atención sobre la otra. Finalmente, la impresión general que cabe extraer del libro "El Tao de la Física" es que Capra se sirve de la teoría cuántica para afianzar los enigmas y elipsis de una religión que soporta tantas vaguedades dogmáticas como se quiera, en un círculo vicioso del que es imposible escapar, para el deleite de todos los aman el misterio que nace de la ambigüedad perpetua.

Nada diferente ensayó el escritor Gary Zuvak, cuyo estilo ágil y directo demuestra una notable facilidad para abordar los puntos de vista más esotéricos sobre la naturaleza, sostenidos por una reducida pero ruidosa minoría de físicos. Dando por sentado que la observación altera imprevisiblemente el estado de un sistema cuántico, Zuvak pasa a deducir que el fundamento de la física moderna es, en cierto sentido, el estudio de la conciencia, debido a lo cual sugiere que el programa de la carrera de física del siglo XXI incluirá clases de meditación trascendental.

Una consecuencia inmediata de la efervescencia que la nueva física ha provocado en la ideología de la contracultura y de la Nueva Era ha sido la aparición de infinidad de actividades etiquetadas con el término "cuántico": conciencia cuántica, psicología cuántica, medicina cuántica, etc. Todo ello con la expectativa de ceñirse de un engañoso aire de extrema modernidad. En consecuencia, ya todo es cuántico y las especulaciones más descabelladas parecen adquirir carta de respetabilidad sin más que añadirles este apellido.

Por desgracia, todas esta nuevas disciplinas no suelen mostrar sino un andamiaje colorista de metáforas y analogías. El físico y filósofo Danah Zohar, del MIT, no tiene el menor escrúpulo en comparar los bosones y los fermiones con individuos sociables e insociables, de responsabilizar a los bosones de la unicidad de la conciencia y otras disquisiciones del mismo jaez. Nada importa que Zohar emplee un efectista lenguaje poético, sin relación alguna con el rigor imparcial de la ciencia. El apetito por las modas exóticas, que impera en un nutrido sector de la población, nos deparará en un futuro probable cosas como la jardinería cuántica, el deporte cuántico, o las vacaciones cuánticas (aunque si esto último supone la posibilidad de disfrutar de la estancia en varios lugares por el mismo precio, la idea resulta terriblemente atractiva).

El pilar básico sobre el que se asientan los pretendidos vínculos entre la física de vanguardia y el esoterismo o la parapsicología, son las conclusiones obtenidas en el "experimento de Aspect". Dicho experimento vino motivado por un relativamente viejo problema surgido en 1935, la denominada "paradoja EPR". Era un experimento mental diseñado por Einstein, Podolsky y Rosen, dado en términos de posición (x) y momento (p) de una micropartícula, con el que se intentaba demostrar que la mecánica cuántica primitiva (no relativista, defendida por la interpretación de Copenhague) era una teoría incompleta (descripción deficiente o incompleta de la realidad). La paradoja EPR partía de la base, comúnmente aceptada, de que es posible conocer con precisión la posición (x) o el momento (p) de una partícula sin necesidad de actuar sobre ella, ya que basta con medir sólo la posición o el momento de otra partícula con la que la primera ha interactuado en algún momento pasado; por tanto, la posición y el momento de la primera partícula son elementos de la realidad, en contra de la interpretación de Copenhague, según la cual dichos elementos (los valores de las magnitudes de los objetos cuánticos o micropartículas) emergen en el mismo instante de su medición. En consecuencia, insistir que la mecánica cuántica es una teoría completa, según sostiene la interpretación de Copenhague, significa pagar el precio de aceptar la denominada "acción instantánea a distancia", que viola el principio indiscutible de la constancia universal de "c" (nada en nuestro universo puede desplazarse a mayor velocidad que la luz, denominándose "c" a dicha velocidad).

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En efecto, pues si la distancia de separación entre las partículas que han interactuado se supone superior a 3·105 km, y la medición sobre una de ellas se realiza con posterioridad, la "acción instantánea a distancia", que se desprende de la interpretación de Copenhague, implicaría una transformación cuántica de velocidad superior a "c".

En 1951, David Bohm reformuló la paradoja EPR en términos de "espín". Propuso estudiar la evolución física de 2 partículas que comienzan en un estado de espín total cero, más allá de cualquier posibilidad de interacción mutua (debido a una enorme distancia entre ellas, por ejemplo), de donde midiendo una componente del espín en una de ellas (asequible ésta al instrumento de medida) se puede predecir el valor del mismo parámetro en la otra sin necesidad alguna de interaccionar con ella. Pues bien, en 1964, John S. Bell elaboró un teorema que pretendía favorecer la postura EPR, al permitir su contrastación experimental futura (con lo cual EPR dejaría definitivamente de ser una conjetura mental), y consecuentemente haciendo de la interpretación de Copenhague una teoría en crisis. Pues bien, pruebas realizadas a partir de 1973, pasando por los famosos experimentos de Aspect en 1981 y 1982, hasta la época presente, muestran una violación de las denominadas "desigualdades de Bell", con lo que el teorema de éste adquiere un perplejizante efecto de rebote contra la hipótesis EPR y aboga en beneficio de las predicciones de la mecánica cuántica defendidas por el grupo de Copenhague. La conclusión ha dejado insomnes a los físicos teóricos, puesto que el postulado de "acción instantánea a distancia" que se desprende de la interpretación de Copenhague no puede ser negado, y con ello se arremete impunemente contra el denominado "principio de localidad", según el cual ninguna señal puede propagarse más rápidamente que "c" (la velocidad de la luz en el vacío). Sin embargo, como ya se ha comentado anteriormente, esta situación, extremadamente incómoda y pasmosa para la física moderna, puede ser eludida favorablemente merced a las nuevas concepciones de la mecánica cuántica de campos (releer la página 9 y su contexto).

Un amplio grupo de comentaristas, no siempre expertos, ha interpretado los resultados de Aspect según tres vías alternativas. Primero, especulan que el efecto de las observaciones podría remontar el curso de los acontecimientos hasta el pasado, suministrando con ello una base "científica" para poder explicar las profecías y augurios de los videntes. Segundo, piensan que la conciencia humana influye decisivamente en la existencia del mundo real, justificando así los fenómenos psicocinéticos (mover objetos mediante una supuesta energía cerebral) y demás acciones mente-materia. Y tercero, creen que se puede verificar una transferencia de información instantánea e independiente de la distancia, lo cual supondría un "firme" cimiento para los fenómenos telepáticos. Todo ello, siempre, bajo la opinión particularísima de este grupo de autores.

Los puntos primero y tercero serían en realidad equivalentes, aun cuando la falta de dominio de la física relativista que muestra la mayoría de los parapsicólogos les haya impedido percatarse de ello. Si la telepatía se entiende como una suerte de transmisión instantánea de información a distancia, entonces implicaría necesariamente efectos que retroceden en el tiempo; y a la inversa, el viaje en el tiempo de objetos e informaciones entraña velocidades superiores a la de la luz. Esta conjunción inseparable de telepatía y precognición, que debería darse si existieran tales fenómenos, raramente se pone de relieve en el terreno de lo esotérico, y constituye por sí misma otro elemento de conflicto entre la física y la parapsicología.

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Un error capital de quienes aseveran que la mecánica cuántica proporciona una garantía de la percepción extrasensorial radica en la suposición de que la "no-localidad" o "no separabilidad", experimentalmente confirmada, involucra algún tipo de influencia causal que viaja entre las partículas. Sin embargo, las correlaciones cuánticas no pueden servir de sistema de comunicación puesto que es imposible controlar los resultados de las medidas e impracticable, por tanto, establecer código alguno de señales. En concreto, la sugerencia propuesta por Costa de Beauregard y suscrita por Capra de que las partículas se vincularían mediante señales enviadas hacia atrás en el tiempo, que aparenta asentarse sobre unas representaciones esquemáticas de las reacciones entre partículas debidas al físico R.P. Feynman, carece de sostén teórico serio. Estos gráficos, conocidos como "diagramas de Feynman", se construyen sumando una serie de gráficos parciales, cada uno de ellos representativo de un mecanismo posible de interacción entre las partículas; y lo curioso del caso es que alguno de estos subesquemas parecen mostrar la equivalencia entre partículas que avanzan en el tiempo y antipartículas que retroceden en él. Pero, a diferencia de Costa y Capra y de otros investigadores del entorno de éstos que sostienen que tales diagramas han de interpretarse como estrictamente reales, sucede que la mayoría de los científicos optan por atribuir sentido físico sólo al esquema global y no a cada uno de los diagramas parciales. Hoy prácticamente nadie sustenta la postura retrotemporal y, a falta de mejores pruebas en contra, la interpretación convencional (contraria a la postura de Capra) ha salido vencedora en la contienda.

Con todo, el más sólido baluarte de los empecinados en desposar la física con el misticismo se halla en el punto segundo de los precitados; esto es, en la aserción de que el observador, a través de su acto de observación, crea de alguna manera la realidad que contempla. Las memorables experiencias de Aspect han sido consideradas valedoras indiscutibles de tal afirmación, y tanto investigadores de prestigio como periodistas de pluma sensacionalista se han visto tentados por ella hacia el terreno de la más enfebrecida especulación metafísica.

Nadie duda que la medida de los sistemas cuánticos altere el estado de éstos, pero eso no significa que no exista alguna realidad exterior independiente de nuestras mentes que resulte alterada por dicha medida. Esta distinción es fundamental, y tal vez por ello los místicos cuánticos la empañan sin cesar. La paradoja del "gato de Schroedinger" suele abanderar el aluvión de argumentos que ocultistas y esotéricos empuñan para probar la irrealidad del mundo. Resulta asimismo lamentable que invariablemente se silencie o minimice la explicación que goza del asentimiento general, a tenor de la cual cuando se produce un acontecimiento irreversible (muerte de un gato, señal en un detector de partículas) dicho acontecimiento adquiere un carácter tan real e independiente de nosotros como una montaña o una estrella.

Tampoco es cierto que la teoría cuántica verse exclusivamente sobre las mediciones que efectúan los observadores en interacción con los sistemas físicos que examinan. Es perfectamente posible axiomatizar la mecánica cuántica sin referencia alguna a observadores o mediciones (como han demostrado Bunge, Margenau y otros), analizando lógicamente la estructura de la teoría para poner al descubierto sus conceptos básicos. Obtendremos entonces una interpretación estrictamente realista de la misma sin más que dotar a su simbolismo fundamental de un significado puramente físico, representando así a entidades físicas y sus propiedades, no estados mentales o actos de percepción.

Las formulaciones subjetivistas de la mecánica cuántica, a las que tanto gustan de referirse los adalides del misticismo paracientífico, no existen en realidad. Un planteamiento tal debería comenzar por postular las características del sujeto observador, con lo que pasaría a convertirse en una parcela de la psicología. Todas las entidades físicas, así como sus propiedades y relaciones, habrían de caracterizarse en términos psicológicos, esto es, en función de las percepciones y pensamientos del observador.

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Una tentativa de este estilo terminaría por mostrarse inconsistente ya que el observador, a fin de cuentas, también está compuesto de partículas cuánticas. En consecuencia, resulta imposible refutar experimentalmente el realismo en tanto que todo experimento bien diseñado presupone la existencia autónoma de un mundo exterior sobre el que vale la pena experimentar, no importa cuán extrañas sean las conclusiones.

La principal fuente del atractivo que las filosofías orientales ejercen sobre estos autores reside en su capacidad para aportar un marco conceptual nuevo, una perspectiva renovada de la vida y el universo, rica en paradojas y contradicciones, en cuyo seno las perplejidades de la física moderna se antojan cosa natural. Esta indiscutible fascinación dimana de los paralelismos y similitudes que muchos creen haber descubierto entre los conceptos que estructuran la teoría cuántica y los que conforman las antiguas nociones místicas de oriente.

Ello no resulta asombroso en sí mismo, dado que las cuestiones existenciales que ha debido afrontar el ser humano desde tiempos inmemoriales (el sentido de su existencia, su relación con lo que le rodea, el origen y destino del universo) permanecen vigentes a través de las eras. La integración sujeto-objeto del misticismo, tanto oriental como occidental, brinda un vasto campo en el que podrían anidar todas las confusiones y tergiversaciones nacidas del malentendido papel del observador en la teoría cuántica y de su relación con el mundo observable.

La afirmación de Lao-Tse, fundador del taoísmo, de que el vacío, por oposición al universo sensible, es algo lleno de potencialidades, se ha querido engarzar de inmediato con las partículas virtuales y la teoría cuántica de campos. Por su parte, Buda declaraba que los fenómenos existen por sí mismos sin estar ligados a ninguna sustancia, y añadió que los seres del mundo sensible únicamente son una colección de imágenes en nuestra percepción. Estas aseveraciones convirtieron a Buda, según algunos, en precursor de las "líneas de universo" de la relatividad einsteniana. La doctrina budista, asimismo, enseña la irrealidad de los fenómenos que captamos con nuestros sentidos, lo que incitó enseguida a la comparación con el actual idealismo cuántico. Y tampoco han faltado quienes establecieron paralelismos entre la posición del budismo mahayana, que se abstiene de juzgar la realidad del mundo, con el pragmatismo de la escuela de Copenhague.

En todo caso, parece difícil ir más allá de una simple recolección de analogías más o menos peculiares. El avance se hace especialmente problemático toda vez que las citadas semejanzas devienen tanto más borrosas cuanto más de cerca las examinamos. No debemos olvidar ni por un momento el estilo lírico y plagado de metáforas que baña todo discurso místico cuando se utiliza en el intento de expresar lo inexpresable. El místico sabe que la fuerza de sus hondas intuiciones desafía cualquier descripción verbal y por ello, en lugar de explicar apelando a la razón, trata de conmover transmitiendo emoción. Es entonces cuando se ve obligado a recurrir a un lenguaje rutilante, cargado de poesía y simbolismos. Sin embargo, la riqueza en significados de un símbolo depende también de la capacidad interpretativa de aquél a quien se destina. De ahí la marcada disparidad de opiniones comparecidas a la hora de enjuiciar las crípticas alegorías de casi todos los místicos. Una disparidad, por otro lado, que crece en proporción directa a las diferencias psicológicas y culturales entre el místico y sus exegetas. Así pues, resulta no sólo posible sino extraordinariamente probable que las especulaciones legadas a la posteridad por filósofos e iluminados de antaño no guarden más que una remotísima relación con las que les atribuyen los místicos cuánticos de hogaño.

Éste es el obstáculo crucial que tan a menudo se olvida: la imposición de semejanzas profundas entre dos discursos, el místico y el científico, que a lo sumo comparten algunos rasgos parciales en su vocabulario circunstancial.

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Si las imágenes representativas de su pensamiento son llamadas metáforas en el caso del místico y modelos en el del científico parece claro que todo paralelismo entre ellas resultaría, en el mejor de los casos, artificioso y desmedrado. Así pues, deducir, por ejemplo, el principio de complementariedad de Bohr (releer la página 19) o la hipótesis del "bootstrap" (idea hoy en declive, según la cual las partículas elementales estarían potencialmente contenidas unas en otras) a partir de la filosofía taoísta de complementariedad de opuestos, yin y yang, equivaldría a desfigurar la realidad cultural de una civilización eminentemente agrícola y ganadera como la antigua China. La vida rural se ve dominada por el inexorable ciclo de las estaciones que se suceden sin fin, y por la contemplación de semillas que germinan para dar frutos que contienen a su vez más semillas. Estas realidades inculcan espontáneamente las nociones de proceso periódico y de etapas de un ciclo que contienen en estado latente a las siguientes, sin necesidad de mayores elucubraciones sobre la naturaleza de la materia.

El pensamiento tan querido por los místicos de que cualquier cosa está en verdad relacionada con el resto del universo, de modo que la realidad genuina pertenece al Todo inmutable y perfecto, el aislamiento de cuyas partes sería mera ilusión, parecería respaldado por la "no localidad" cuántica. A primera vista, este aspecto de la física de partículas otorga un espléndido aval a la concepción orgánica del universo, de acuerdo con la cual cualquier fragmento del mismo está en interacción con todo el resto y no puede ser comprendido por entero si no es como parte del conjunto total de lo existente. Ahora bien, no debemos olvidar que el conocimiento de una cosa no implica el conocimiento de todas sus relaciones con las demás, ni tampoco el conocimiento de algunas de estas relaciones implica el de toda las demás.

La vieja disputa filosófica acerca del libre albedrío también rejuvenece en manos de los místicos cuánticos, merced al principio de incertidumbre de Heisenberg. Este principio ha sido interpretado, sacándolo fuera de su marco conceptual propio, como una declaración inestimable en favor de la autodeterminación humana y de su libertad esencial. Ya que el electrón, se dice, es libre de tener la posición y la velocidad que en cada momento le venga en gana, goza de un margen de autonomía desconocido en la física clásica. Admitiendo ahora que nuestra voluntad es producto de una alocada danza de electrones en un profundo rincón de nuestro cerebro, la indeterminación electrónica es el correlato físico del libre albedrío espiritualista. Pocas veces como ésta se ha logrado ligar falazmente cuestiones tan distintas, concitando al mismo tiempo la atención y la aprobación de tantas personas mal informadas. Dejando a un lado si nuestra voluntad es resultado exclusivo de una configuración de partículas elementales en el cerebro, y si tales fluctuaciones son un requisito para la libertad más que una interferencia incontrolable, aún quedan gruesas objeciones que superar.

La totalidad del comentado punto de vista gravita sobre la noción de "incertidumbre" en las partículas elementales. A su vez, esta idea descansa sobre el supuesto tácito de que las partículas cuánticas son corpúsculos puntuales que modifican su posición y velocidad tan irregularmente como para frustrar todos nuestros intentos de medición. Esto es absolutamente falso: las partículas cuánticas son entidades de una clase nueva y diferente de todo lo macroscópicamente conocido, que reciben el nombre de "partículas" ("cuantones" para Bunge, "ondículas" para Feynman) a falta de una mejor denominación. El principio de Heisenberg nos dice en rigor que los entes cuánticos, híbridos inconcebibles de onda y corpúsculo para la mecánica cuántica primitiva, carecen inmanentemente de forma, posición y velocidad definidas. No hay, entonces, relación alguna entre el libre albedrío y la incertidumbre o imprecisión de algo (posición, velocidad) que no tiene sentido en el ámbito de la microfísica. Lamentablemente, los filósofos de uno y otro bando deberían resignarse a prescindir de esta clase de ayudas en la controversia si las injerencias de una nueva clase de místicos no les impidiesen percatarse de ello.

La ciencia comenzó como una prolongación empírica de la filosofía puramente especulativa de los griegos; baste recordar que durante el siglo XVII su nombre común era el de "filosofía natural". Aunque la inercia intelectual de algunos filósofos los ha detenido a menudo, resultó cosa corriente a partir de entonces que los pensadores invocasen el juicio científico para inclinar la balanza en su favor en medio de las disputas.

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La discusión sobre la continuidad o discontinuidad de la materia, sostenida desde la Grecia clásica, se decidió finalmente a favor de los últimos, mientras que el dilema sobre la naturaleza de la luz se saldó increíblemente con un empate entre partidarios de ondas y de corpúsculos. La situación se torna un tanto más vidriosa en cuanto que, en no pocas ocasiones, se ha querido ver en los descubrimientos científicos un apoyo explícito a ciertos credos políticos o filosóficos. La mecánica celeste de Newton, con su majestuoso despliegue de fuerzas centrales que hacían girar obedientes a los planetas en torno al masivo Sol, se empleó en defensa de la monarquía absoluta en el plano político.

En el plano religioso, curiosamente, las teorías del genio británico se enarbolaron tanto por ateos como por teístas. Los primeros indicaron que en un universo que se comporta como un mecanismo de relojería, sometido a férreas leyes naturales, la idea de Dios quedaba anticuada; pues un mundo con tales características no requiere ningún sostén divino para funcionar (miopía causal). Los segundos destacaban que toda ley precisa un legislador y que el orden del universo necesita ser explicado por medio de la presencia de un creador. Ciertamente, la sagrada escritura dice: "Los cielos están declarando la gloria de Dios; y de la obra de sus manos la expansión está informando" (Salmos 19: 1). Por lo tanto, Newton, Kepler y otros, aportaron, con sus descubrimientos, datos adicionales que corroboran la existencia de un Sumo Hacedor. Pero hay que tener presente que éstas son sólo pruebas adicionales, queriéndose indicar con ello que simplemente se trata de unas cuantas pinceladas, dadas con más o menos acierto, dentro del inmenso cuadro que el ser humano se siente impelido a dibujar respecto al universo, tomando los vislumbres de esa realidad, cuya cimentación pertenece al Todopoderoso, como un paisaje a representar. La complejidad de dicha realidad, tanto en sentido macroscópico como microscópico, excede por mucho lo que el hombre es capaz de captar, de manera que lo que la Ciencia ha conseguido atisbar sirve más bien de moraleja, que señala hacia el abismo insondable que se extiende por delante de nosotros y que sólo Dios conoce al detalle.

El advenimiento de la relatividad nada aclaró sobre Dios a los teólogos (aunque sí apostilló al creyente culto que el cosmos era verdaderamente mucho más complicado de lo que hasta entonces se había supuesto), pero sí pareció perjudicar a los autoritarios en favor de los anarquistas, al abolir el concepto clásico de fuerza. La última moda hasta el presente consiste en aplicar la no-separabilidad cuántica al colectivo humano y declarar que los individuos pierden parte de su significado existencial si se les separa de la sociedad en la que se desenvuelven. Es de temer que la concepción orgánica de un estado totalitario hallaría un sabroso argumento en interpretaciones como la precedente.

Sin embargo, las repercusiones de los avances científicos han sido mucho mayores en los terrenos de la metafísica y el espiritualismo, quizás debido a que estos dominios trataban de afianzar mediante la ciencia la incertidumbre y parcialidad de sus posiciones. A causa de esto nos encontramos con hechos tan curiosos como el que el cardenal O`Conell de Boston previniese a los católicos contra la relatividad, manifestando de manera rotunda que "era una especulación nebulosa tendente a introducir una duda universal acerca de Dios y su creación", o que la teoría era "una mortífera encarnación del ateísmo". Por el contrario, el rabino Goldstein proclamó solemnemente que Einstein había proporcionado "una formulación científica en favor del monoteísmo". De manera similar, las obras de los astrónomos James Jeans y Arthur Eddington fueron reputadas como sendas defensas científicas del "cristianismo", en oposición flagrante a la opinión de los propios autores, quienes ni siquiera estaban de acuerdo entre sí.

El grave peligro que comporta este tipo de actitudes es el de enredar indebidamente ideas razonables con suposiciones desatinadas, desprestigiando las primeras por causa de las segundas o buscando introducir las segundas al socaire de las primeras. Este punto es importante puesto que, en tanto ningún ser humano sea infalible, toda doctrina elaborada por él contendrá un combinado variable de aciertos y errores. Ligando las creencias religiosas no inspiradas, o las ideas filosóficas, con una determinada teoría científica labraremos nuestra segura desorientación, pues antes o después el avance subsiguiente del saber tornará obsoleta la teoría que nos respaldaba y, por ende, toda creencia que se sustente irrenunciablemente en ella. Cuando esto ocurra correremos el riesgo de rechazar irreflexivamente la posible parcela de verdad contenida en la doctrina que abrazábamos junto con aquellas partes que se revelaron menos fiables, sin más culpable de ello que nuestra insistencia en no distinguir la una de las otras.

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Es muy probable, por ejemplo, que haya algo de cierto en las opiniones de Bohm sobre el comportamiento cuántico y su relación con un espacio de más dimensiones (de hecho, las actuales teorías de unificación trabajan con un espacio-tiempo de diez dimensiones). Empero, el fervor mostrado por este físico hacia la mística oriental ha provocado que sus teorías sean miradas con mucho mayor recelo del que en otras circunstancias hubiesen encontrado. Y viceversa, no es legítimo atribuir verdad general a un conjunto de creencias por el hecho de que algunas de ellas muestren cierta plausibilidad. La doctrina búdica de que el deseo es la causa del sufrimiento puede guardar algunos puntos de contacto con la moderna psicología del inconsciente, pero eso no es argumento bastante para admitir al mismo tiempo la doctrina de las reencarnaciones sucesivas o la necesidad de disolver nuestra conciencia en la nada universal.

Los actuales místicos cuánticos nos inundan con libros y artículos en los que se desgrana hasta el último indicio de parentesco entre la física moderna y el esoterismo o la parapsicología, sin el menor respeto por la precisión o la veracidad de sus escritos. Así, se nos invita a considerar a Demócrito de Abdera como uno de los padres del atomismo actual, olvidando que la única semejanza es la que se da por el uso del mismo término "átomo" (palabra que, por otra parte, ha perdido en física toda conexión con su etimología original). Así es: entre el concepto de atomismo compartido por los griegos y el que disponemos en el presente media la misma distancia que entre el diseño de un cachirulo y el de una lanzadera espacial.

Se ha dicho también que los grandes científicos de principios del siglo XX apelaron al misticismo por causa de sus investigaciones. A este respecto, el fuerte tirón materialista que la ciencia contemporánea ejercía sobre ellos impedía que en muchos casos se percataran de la posible trascendencia metacientífica de sus hallazgos; y, además, algunos temían el desprestigio que les ocasionaría desmarcarse del paradigma académico en cuyo seno encontraron aplausos. Por eso, a juicio de Einstein: "La relatividad es una teoría puramente científica y no tiene nada que ver con la religión". Eddington opinaba, por su parte: "No estoy sugiriendo que la nueva física aporte ninguna demostración de la religión, ni que ofrezca siquiera algún tipo de fundamentación positiva de la fe religiosa… Por mi parte me declaro absolutamente opuesto a esa clase de intentos". Para Schroedinger, la tentativa de amalgamar física y trascendencia era sencillamente siniestra: "El terreno del que algunos antiguos logros científicos han debido retirarse es reclamado con admirable destreza por ciertas ideologías religiosas como ámbito propio, sin que puedan realmente hacer de él un uso provechoso ya que su auténtico campo está mucho más allá de cuanto puede quedar al alcance de la explicación científica". Planck argüía: "El intento de unificar ciencia y religión proviene de una deficiente comprensión, o más exactamente, de una confusión de las metáforas religiosas con las afirmaciones científicas. Innecesario es decir que el resultado no tiene ningún sentido". Para James Jeans: "Se ha hablado mucho últimamente de las aspiraciones a dotar de un soporte científico a los hechos trascendentes. Hablando como científico, considero absolutamente inconvincentes las pruebas alegadas; hablando como ser humano, la mayoría de ellas me parecen además ridículas".

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Si tenemos presente que la ciencia es un tipo de conocimiento, así como también lo son la religión y la cultura, y que todos ellos tienen que poseer alguna clase de vinculación enriquecedora en la mente del que los alberga y concibe, cuesta bastante trabajo creer que el saber científico pueda desligarse y crear su propio compartimento estanco antinatural, independiente de todo lo demás, de tal manera que no reciba ni aporte elementos interactivos que proporcionen un mayor y mejor entendimiento de la realidad. Tal cosa es, sencillamente, un punto de vista demencial, que sólo se entiende bajo la criteriología dogmática de un paradigma, a saber: El materialismo científico dominante.

Han sido las suposiciones de algunos filósofos y teólogos las que han estropeado el feliz maridaje que podría existir entre ciencia y religión, al intentar imponer sobre la ciencia experimental un método eminentemente especulativo y atentar así contra su propia razón de ser: el método experimental, que tan buenos resultados ha dado, al hacer bajar de las "nubes" a teóricos soñadores que intentaban casar la realidad con sus propios puntos de vista, en lugar de procurar adaptar sus enfoques a la realidad. Por eso, los que defienden que la teoría cuántica trasciende la dualidad sujeto-objeto, abriendo el camino al conocimiento místico, han recibido respuestas tajantes por parte de investigadores más sensatos, aunque materialistas en muchos aspectos. Por ejemplo, Bohr aseguraba: "La noción de complementariedad no supone en modo alguno un alejamiento de nuestra posición como observadores desligados de la naturaleza". De Broglie: "Se ha dicho que la física cuántica reduce o difumina la línea divisoria entre sujeto y objeto, pero hay aquí (…) un uso equivocado del lenguaje. Porque en realidad los medios de observación pertenecen claramente al aspecto objetivo; y el hecho de que no podamos dejar de lado en microfísica las reacciones que esos medios producen en las porciones del mundo exterior que deseamos estudiar no suprime, ni siquiera disminuye, la distinción tradicional entre sujeto y objeto". Schroedinger no era menos severo: "El estrechamiento de la frontera entre el observador y lo observado, que muchos consideran una significativa revolución del pensamiento, a mí me parece una sobrevaloración de un aspecto provisional carente de un significado profundo".

De todas formas, no se puede negar que muchos de estos científicos se sintieron movidos a plantearse hondos interrogantes acerca de un conocimiento del universo que ellos mismos habían contribuido a revolucionar. ¿Cuál es la razón de esa ambivalencia?, ¿qué les llevó a interesarse por tremendas cuestiones filosóficas, mientras rechazaban que la ciencia diese soporte a cualquier metafísica? La respuesta parece ser sencilla, pero profunda: porque todos ellos se vieron enfrentados al problema de la naturaleza esencial del conocimiento. Ellos sospechaban que el conocimiento místico llevaba a la unión íntima y substancial del sujeto y el objeto. También comprendían que la ciencia no proporciona esa clase de conocimiento, sino más bien la formulación matemática de las leyes que describen el comportamiento de las cosas. El místico, se supone, capta la esencia última de la realidad (aunque dicha suposición no tiene respaldo alguno en la sagrada escritura, la cual induce a pensar que el misticismo es un enfoque erróneo, que puede ser usado muy eficazmente por inteligencias sobrehumanas perversas para alejar a la humanidad de la verdad), mientras que el científico sólo obtiene los símbolos matemáticos que representan esa realidad.

La gran diferencia entre la física clásica y la moderna es que esta última se vio obligada a hacerse consciente de ese hecho; esto es, hubo de admitir que el saber científico no puede aspirar a ir más allá de la descripción abstracta del mundo. Desde la época de Galileo hasta la irrupción de la física cuántica y relativista, el científico creía estar ocupándose de la realidad en cuanto a tal. Fue a partir de entonces cuando quedaron forzados a asumir que el conocimiento científico, por su propia naturaleza, jamás podría rebasar el ámbito de las imágenes matemáticas; ficciones útiles si se quiere, pero tan alejadas de la realidad directa (que el místico dice aprehender) como las notas de una partitura lo están de la sinfonía que representan.

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Este estado de cosas, unido a su agudeza intelectual, fue lo que condujo a los sabios antes citados a especular con inquietud filosófica acerca de la naturaleza última de la realidad. Así lo hicieron y por ello contribuyeron grandemente al desarrollo de la metaciencia o filosofía científica, sin abandonar nunca la imparcialidad en la medida de lo subjetivamente posible, que para todo investigador concienzudo debería ser irrenunciable (pues hay que contar con la impregnación criteriológica al paradigma materialista dominante, cuya influencia subliminal les ha resultado humanamente ineludible).

Perturbaciones sobre un medio

La física nos ha ido mostrado progresivamente que el universo está hecho de elementos constituyentes, o sillares, cada vez más huidizos. Primeramente se vino abajo la antigua concepción de compacidad y solidez que aparentaba tener la materia, al descubrirse que ésta era en realidad un conglomerado de partículas (átomos y moléculas) más o menos próximas entre sí; y luego la propia idea de "materia" comenzó a resquebrajarse por insustancial, pasando a ser vista como una colectividad o sistema de átomos que en su mayor parte son espacio vacío. Posteriormente, los propios átomos y sus componentes subatómicas resultaron ser algo parecido a redes energéticas. Finalmente, los sillares del cosmos devienen en "campos cuánticos", siendo las partículas "epifenómenos" derivados de dichos campos (un epifenómeno es un fenómeno accesorio que acompaña al fenómeno principal y que no tiene influencia sobre este último). ¿Qué son los "campos"? No hay respuesta clara para esto. Últimamente se sabe que existen cuatro fuerzas fundamentales en nuestro universo, y cada una de ellas está asociada a un campo: electromagnetismo, gravitación, fuerza nuclear fuerte y fuerza nuclear débil. Ateniéndose al modelo estándar, se ha postulado, y confirmado en el CERN, la unión entre el campo electromagnético y el nuclear débil, resultando la fuerza "electrodébil" y, por ende, el campo del mismo nombre. Las teorías de gran unificación especulan con la posibilidad de encontrar en relativamente breve tiempo la forma de unificar las fuerzas electrodébil y nuclear fuerte, en la llamada fuerza "electronuclear" y obtener así el campo de dicho nombre. Finalmente, la llamada "teoría del todo", que está bastante lejos de ser satisfactoria, propone la unificación de la gravedad con la fuerza electronuclear, obteniéndose con ello el avistamiento de una única fuerza y un único campo, el singular sillar de todo nuestro universo.

Una razón importante por la que los físicos, y otros, se sienten inclinados a pensar en la fuerza o campo único es para obviar la incomodísima idea de la permeación (interpenetrabilidad) de unos campos con otros, que además suena a entelequia del todo irreal. Por otra parte, la marcha de los descubrimientos apuntan históricamente en el sentido de la unificación de campos (o fuerzas). Así que no es muy descabellado pensar que los sillares últimos de nuestro cosmos material corresponden tal vez a un solo espécimen, a un solo medio o substrato, sobre el cual acontecen perturbaciones que son interpretadas por nuestro sentido intelectivo-perceptivo como partículas materiales. Si esto es así, y existen fuertes indicios de lo sea, todo nuestro mundo material y nosotros mismos no somos más que perturbaciones sobre un medio o substrato: una obra de ingeniería superlativa montada sobre una sinfonía de perturbaciones. Ello nos trae a la memoria, de manera resonante, como los ecos de un trueno lejano, las palabras profundas del profeta de la antigüedad registradas en las sagradas escrituras hebreas:

«¿Quién ha tomado las proporciones del espíritu de Jehová (el Todopoderoso), y quién como su hombre de consejo puede hacerle saber algo? ?¿Con quién consultó para que se le hiciera entender, o quién le instruye en la senda de la justicia, o le enseña conocimiento, o le hace conocer el mismísimo camino del verdadero entendimiento?… ¡Mira! Las naciones son como una gota de un cubo; y como la capa tenue de polvo en la balanza han sido estimadas. ¡Mira! Él alza las islas mismas como simple polvo fino. Ni siquiera el Líbano basta para que se mantenga ardiendo un fuego, y los animales salvajes de éste no bastan para una ofrenda quemada. Todas las naciones son como algo inexistente delante de Él; como nada y como una irrealidad Le han sido estimadas. ?¿Y a quién podéis vosotros asemejar a Dios, y qué semejanza podéis poner al lado de Él?» (Isaías, capítulo 40, versículos 13 a 18).

Fenómenos emergentes

El término "fenómeno" proviene del griego "phainomenon" (lo que se muestra, o lo que aparece), y designa, en general, todo lo que se manifiesta directamente a los sentidos humanos, o lo que puede ser objeto de una observación empírica (basada en la experiencia) humana. Se denominan "fenómenos naturales" a las formas en la que la naturaleza nos muestra su cualidad de cambio o de entidad en movimiento; las mareas, las lluvias, los sismos, los terremotos y los volcanes, son algunos de ellos. Y se llaman "fenómenos paranormales" a los hechos o situaciones que no logran explicarse de acuerdo con los principios científicos o racionales vigentes, tratándose, por lo tanto, de fenómenos que escapan de la normalidad y que generan todo tipo de hipótesis sin contrastar.

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Existe un tipo de fenómeno que, sin ser paranormal, tampoco se puede explicar claramente usando los conocimientos científicos convencionales. Se ha denominado "fenómeno emergente" y se trata de un comportamiento colectivo que se observa en sistemas macroscópicos (a escala humana, por supuesto), especialmente detectables en conjuntos compuestos por muchos elementos, y que no se puede deducir reduciéndolo a sus elementos microscópicos constituyentes. Algunos de los ejemplos más emblemáticos de este tipo de fenómeno son: La vida, cuyo surgimiento no se comprende aunque conozcamos perfectamente las moléculas de ADN; la conciencia, la cual no se entiende aunque sepamos perfectamente cómo funciona una neurona; la sociedad (de seres humanos, animales o vegetales), incomprensible como simple suma de individuos. Todos estos problemas, tan diversos, tienen en común que el "todo" es más que la suma de las "partes"; y el comportamiento emergente surge de la interacción de los elementos constituyentes, entre ellos y con su entorno.

La mente es considerada por muchos como un fenómeno emergente, ya que surge de la interacción orquestada entre diversos procesos neuronales (incluyendo también algunos corporales y del medio ambiente) sin que pueda reducirse a ninguno de los componentes que participan en el proceso (ninguna de las neuronas por separado es consciente). El concepto de "emergencia" es muy discutido en ciencia y filosofía, debido a su importancia para la fundamentación del conocimiento y las posibilidades de reducción entre los diferentes saberes. Resulta igualmente crucial debido a las consecuencias e implicaciones que tiene para la percepción misma del ser humano y de su lugar en la naturaleza (los conceptos de libre albedrío, responsabilidad o consciencia dependen, en gran medida, de la posibilidad de la emergencia). El concepto ha adquirido renovada fuerza a raíz del auge de las ciencias de la complejidad, y juega un papel fundamental en la filosofía de la mente y en la metabiología.

Si bien el emergentismo como postura filosófica presenta innumerables antecedentes históricos, no será hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX cuando el concepto de "emergencia" (fenómeno emergente) se desarrolle explícitamente como tal, dando lugar a un prolongado y sofisticado debate. El origen de este debate se lo debemos a la polémica entre los vitalistas y los mecanicistas en la definición y caracterización de los fenómenos vivos, en el contexto del desarrollo de las ciencias químicas y la mecánica clásica). Los emergentistas se opusieron tanto a los vitalistas como a los mecanicistas: frente al vitalismo, negaron la existencia de sustancias, fuerzas o entidades de carácter sobrenatural como el "elan vital" (hipotética fuerza vital impulsora de la evolución biológica darwiniana de los organismos vivientes); frente al mecanicismo, se opusieron a la reducción de las propiedades de lo viviente a meros procesos químicos y mecánicos. "El todo", argumentaban, "es más que la suma de las partes".

En 1920 surgió la corriente de los emergentistas británicos, que sentaron las bases del debate moderno.

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Entre ellos destacaron Samuel Alexander (Space, Time and Deity, 1922), C. Lloyd Morgan (Emergent Evolution, 1923) y Charlie Dunbar Broad (The Mind and its Place in Nature, 1925). En su obra, Broad planteó el problema de la reducción, no sólo de algunas propiedades especialmente controvertidas (como la vida o la mente), sino de las propias disciplinas científicas entre sí. El concepto de emergencia se enmarcaba en la controversia sobre la posibilidad de la reducción de la psicología a la biología, de la biología a la química, y de ésta, finalmente, a la ciencia más fundamental, la física. Broad defendió que sólo hay dos opciones coherentes para el científico: el mecanicismo o el emergentismo. Para Broad, el mecanicismo concibe sólo un tipo de materia (o elemento constitutivo de la realidad) y una sola ley de composición de relación entre estos componentes y sus agregaciones de niveles superiores. Esto permite una reducción progresiva de unas ciencias a otras. Para el mecanicismo, por tanto, todas las ciencias son estudios de casos particulares de la física, ciencia última y universal cuyas leyes definen la unidad ontológica de toda realidad. El emergentista, en cambio, aunque coincide en la existencia de una última y única sustancia física, considera que esta materia se organiza en niveles caracterizados por propiedades específicas no reducibles a los niveles inferiores. Más concretamente, para Broad, una propiedad de una estructura E es emergente si y sólo si no puede ser deducida del conocimiento más completo posible de las propiedades de sus compuestos tomados aisladamente o integrados en otros sistemas diferentes a E.

A pesar del auge de los emergentistas británicos durante los años 1920, el concepto fue perdiendo fuerza en la década de los 1930 debido, según McLaughlin (1992), al desarrollo de la mecánica cuántica (que permitía dar razón de las reacciones químicas en términos subatómicos) y, posteriormente, de la biología molecular (que prometía dar cuenta de los fenómenos vivos en términos de sus componentes moleculares). Otro factor determinante para la caída del emergentismo, según Kim (1999), fue la influencia del positivismo lógico en filosofía y en psicología. El marcado carácter reduccionista y anti-metafísico de esta escuela filosófica buscaba eliminar toda referencia a conceptos metafísicos. Un ejemplo palpable es el del reduccionismo conductista, que evita hacer alusión a términos mentalistas que no sean directamente definibles en términos conductuales. Sin embargo, durante los años 1970 y 1980, el emergentismo volvió a renacer de la mano de posturas filosóficamente más sofisticadas en relación al problema mente-cuerpo y la fundamentación de la psicología (en concreto el funcionalismo) que desbancaron al fisicalismo reduccionista que defendían algunos positivistas lógicos.

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También el auge de las ciencias de la complejidad (vida artificial, biología de sistemas, teoría del caos, etc.) y las simulaciones por ordenador de propiedades sistémicas han dado lugar a un nuevo interés por el término.

El concepto de emergencia puede implicar aspectos tan variados como la naturaleza cuántica de los procesos físicos, la capacidad de generar modelos simulados por ordenador, la relación entre la perspectiva fenomenológica (subjetiva) y fenoménica (objetiva) de la realidad o propiedades matemáticas como el caos. Además, el concepto se aplica a ámbitos del conocimiento tan diferentes como la psicología o la termodinámica. La diversidad de teorías de la emergencia y sus aplicaciones es, por tanto, enorme y difícil de sintetizar. Podemos, sin embargo, profundizar en el concepto de emergencia resaltando ciertas características comunes a las diversas posturas emergentistas y distinguiendo diversos tipos de emergencia.

Una característica común a todas las posturas emergentistas es una combinación de naturalismo y antirreduccionismo: de acuerdo con el naturalismo, no existen sustancias sobrenaturales o especiales que no puedan explicarse científicamente; y de acuerdo con el antirreduccionismo, existen propiedades de nivel superior que no pueden reducirse a las del nivel inferior. Compaginar ambas posturas es una de las mayores dificultades del emergentismo. Dependiendo del concepto de reducción y de sustancia o componente natural, se definirán unas u otras formas de emergentismo. Por ejemplo, el filósofo y científico Mario Bunge (1977), se considera a sí mismo emergentista en oposición a la reducción por separación de componentes (al modo de un ingeniero mecánico) y define como emergente toda propiedad sistémica de carácter holista (concepción del objeto de estudio como un todo, distinto de la suma de las partes que lo componen). Sin embargo, según algunas concepciones del reduccionismo, como la de Nagel (1960), Bunge no sería un emergentista, sino más bien un reduccionista, ya que, a pesar de invocar la naturaleza holística de algunas propiedades, éstas serían, en última instancia, redefinibles en términos de una teoría más general.

El emergentismo, como postura filosófica, es inaceptable para el apologista de la sagrada escritura, puesto que el criterio emergentista se apoya en el naturalismo y éste niega toda incursión sobrenatural (no explicable por medios científicos humanos presentes o futuros) en los desenvolvimientos terrestres y cósmicos. Por ejemplo, para el filósofo naturalista el fenómeno de la vida carece de explicación trascendente, en el sentido de que ésta haya sido el producto de la obra creativa de un Sumo Hacedor, y defiende la idea de que la vida se presentó en el escenario por el concurso de causas puramente naturales, aunque las mismas sean desconocidas al presente de forma detallada. Por consiguiente, para un naturalista es mucho más fácil aceptar la doctrina evolucionista que lo que dice el Génesis respecto a los llamados "días creativos".

Ahora bien, el caso es que si hacemos distinción entre "emergentismo naturalista" y "emergentismo holista" (no naturalista), entonces podemos obviar la componente atea y materialista que impregna al emergentismo ortodoxo o académico y posicionarnos sobre un emergentismo holístico que no detrae a priori del relato creativo del Génesis. El holismo (del griego "yólos": "todo, por entero, totalidad") es una posición metodológica y epistemológica que postula cómo los sistemas (ya sean físicos, biológicos, sociales, económicos, mentales, lingüísticos, etc.) y sus propiedades, deben ser analizados en su conjunto y no sólo a través de las partes que los componen, y peor aún consideradas éstas separadamente. Analiza y observa el sistema como un todo integrado y global que en definitiva determina cómo se comportan las partes, mientras que un mero análisis de éstas no puede explicar por completo el funcionamiento del todo. El holismo considera que el "todo" es un sistema más complejo que una simple suma de sus elementos constituyentes o, en otras palabras, que su naturaleza como ente no es derivable de sus elementos constituyentes. El holismo defiende el sinergismo entre las partes y no la individualidad de cada una. El vocablo "sinergia" (sinergismo) proviene de una palabra griega que significa "cooperación", y se refiere a la acción de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales, usándose en biología para describir el concurso activo y concertado de varios órganos para realizar una función.

En el campo científico, el reduccionismo es a menudo considerado el opuesto del holismo. El reduccionismo científico postula que un sistema complejo puede ser explicado mediante una simple reducción del mismo a las partes que lo componen. Por ejemplo, los procesos biológicos son reducibles a la química, y las leyes de la química son explicadas por la física. Pero desde una perspectiva holista, por el contrario, los sistemas funcionan como conjuntos y su funcionamiento no puede ser plenamente comprendido si sólo se tienen en cuenta sus partes componentes.

En consecuencia, si bien en principio sigue siendo útil dividir un problema en partes más sencillas para así atacar y resolver cada una de ellas en forma separada e independiente, este enfoque tiene sus limitaciones, pues si se aplica indiscriminadamente, lastimosamente habrá relaciones y efectos importantes que quedarán afuera, sin explicar, sin comprender, sin solucionar, sin cuantificar, sin describir.

Para el apologista de la sagrada escritura (quien sin duda percibe que los enfoques holista y antirreduccionista tienen su lugar de honor en la descripción y estudio de la naturaleza), la perspectiva o punto de vista emergentista-holístico es provisionalmente aceptable (mientras no exista otro prisma mejor). Por consiguiente, en lo sucesivo, cuando hagamos referencia a los fenómenos emergentes, estaremos adoptando, pues, un enfoque antirreduccionista y holista (las emergencias holísticas), pero nunca naturalista.

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En el estudio y la investigación de los fenómenos que presenta la realidad es natural que la mente humana adopte el denominado "método analítico", entendido como la descomposición de un fenómeno en sus elementos constitutivos, para poder acceder al conocimiento de las diversas facetas de la realidad. De otro modo, no centraría la atención en un determinado elemento, al que acceder con el intelecto, y permanecería en un estadio superficial de sabiduría. Pero si se prolonga invariablemente en la situación de análisis, se hará reduccionista, por perder la visión de conjunto. En consecuencia, lo recomendable es compaginar el análisis con la "síntesis" (es decir, con el método sintético, holista) para así enriquecer la investigación y avistar hechos y propiedades que sólo emergen al contemplar el todo.

El emergentismo diferencia entre los niveles micro y macro en un proceso autoorganizado. Se considera que de las interacciones locales entre los componentes de una red (nivel micro) emerge una estructura o patrón global (nivel macro). Por ejemplo, un huracán puede considerarse un proceso emergente, donde el nivel micro está constituido por las moléculas de aire en movimiento y el nivel macro por el patrón en espiral que observamos.

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Los fenómenos emergentes están generalmente asociados a la novedad o la sorpresa y a la impredecibilidad de su aparición, dado un estado previo. Sin embargo, para muchos autores, la novedad o la impredecibilidad supone un criterio demasiado débil para la emergencia. Que algo sea novedoso o impredecible es una propiedad relacional entre el observador y el fenómeno observado, pues algo puede resultar novedoso la primera vez que se observa pero absolutamente predecible después de familiarizarse uno con el fenómeno. Además, según se vaya estudiando la naturaleza de los procesos emergentes y se vayan clasificando, la impredecibilidad tal vez podría dejar de ser un factor determinante de la noción de emergencia. Por otro lado, podemos intentar entender la impredecibilidad a través de la teoría del caos determinista. En este caso, un sistema puede pasar por estados caóticos pero también por otros no caóticos y fácilmente predecibles, lo que haría que el mismo sistema fuera emergente y no-emergente dependiendo del momento en que se encuentre. Por tanto, y en relación a la impredecibilidad, lo importante para una caracterización adecuada de la emergencia es su impredecibilidad esencial (es decir, independiente de la falta de conocimientos previos o de la falta de capacidad de cálculo del observador humano).

El término "emergencia" se ha utilizado para describir fenómenos muy diversos que, en muchos casos, no pueden considerarse estrictamente emergentes (lo son sólo en apariencia, o bien en relación a una teoría considerada incompleta). Para distinguir ambos tipos de fenómenos emergentes, se han acuñado los términos de emergencia débil y emergencia fuerte.

Se habla de "emergencia débil" cuando existen propiedades que son identificadas como emergentes por un observador externo, pero que pueden explicarse a partir de las propiedades de los constituyentes primarios del sistema. Es el caso de la cristalización (congelación) de las moléculas de agua: las cualidades del cristal no pertenecen ni al hidrógeno ni al oxígeno, pero pueden explicarse y predecirse a partir de ellos. En muchos casos, a los fenómenos de emergencia débil se los denomina "epifenómenos", ya que se consideran una construcción lógica del observador que no tiene consecuencias causales en la realidad (por encima de las que pueden explicarse en relación a sus componentes). El ejemplo del tornado, mencionado anteriormente, sería considerado por muchos como un ejemplo de emergencia débil.

La "emergencia fuerte" hace referencia a propiedades independientes de toda observación y con "poderes" causales propios. Se trata de propiedades intrínsecas al sistema y que actúan con los otros constituyentes del mismo de un modo original. La emergencia de la vida a partir de lo inanimado, o de la mente a partir del sistema nervioso, son los ejemplos clásicos de emergencia fuerte. Así, por ejemplo, se habla de "causalidad descendente" (término acuñado por Donald Campbell en 1974) cuando las propiedades del nivel emergente tienen efectos causales sobre las propiedades o procesos de nivel inferior. El uso del concepto de "causación descendente" se ha extendido al ámbito de la filosofía de la mente y se usa para hacer referencia al poder causal de propiedades mentales, como la intencionalidad o el deseo, sobre las físicas; por ejemplo, el efecto causal de la intención de mover un objeto (nivel emergente, psicológico o mental) sobre la posición del objeto (nivel inferior, físico).

El concepto de emergencia puede definirse en función de criterios ontológicos (relativos a la estructura de la realidad misma) o epistemológicos (relativos a la capacidad del ser humano de conocer esa realidad). La "emergencia epistemológica" hace referencia a la imposibilidad del observador de predecir el surgimiento de propiedades nuevas en el sistema que estudia. Cariani (1989, 1991) ha definido este tipo de emergencia como emergencia en relación a un modelo. Según esta concepción, dado un modelo del funcionamiento de un sistema, se da un fenómeno emergente si para predecir su comportamiento adecuadamente es necesario introducir un nuevo elemento o propiedad en el modelo (que no sea la mera combinación de sus elementos anteriores).

La "emergencia ontológica" contempla el problema desde la perspectiva de las propiedades intrínsecas del sistema, independiente de su relación epistémica con un sujeto. Según esta concepción, el mundo físico está constituido por estructuras físicas, simples o compuestas, pero estas últimas no son siempre meros agregados de las simples. Los distintos niveles organizativos tienen una autonomía tanto esencial como causal, que requerirá tanto conceptos como leyes distintas.

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Muchos autores consideran que la emergencia epistemológica es un tipo de emergencia débil, ya que depende de las capacidades predictivas del observador. Sin embargo, el problema radica en la imposibilidad de decir algo sobre la realidad si no es presuponiendo un aparato teórico y la dificultad de distinguir, en última instancia, entre qué propiedades son epistemológicas y cuáles ontológicas.

Se llama "emergencia diacrónica" a la que es concebida desde el punto de vista diacrónico, como una relación temporal entre los estadios que un sistema atraviesa desde un estadio simple a otro complejo. En este contexto, la emergencia se identifica con la impredecibilidad: las propiedades emergentes son propiedades de los sistemas complejos que no pueden ser predichas a partir del estado pre-emergente. La impredecibilidad es una propiedad epistemológica, pues no implica indeterminismo. Mark Bedau (1997) define este tipo de emergencia como "emergencia débil": en estos casos, los estados macroscópicos pueden deducirse (no siempre predecirse con exactitud) a partir del conocimiento de la microdinámica del sistema y de las condiciones externas, pero sólo mediante su simulación. Es el caso de los sistemas caóticos, cuya no-linealidad les hace sensiblemente dependientes de las condiciones iniciales.

Se llama "emergencia sincrónica", o dada desde el punto de vista sincrónico, a la emergencia que se define en el contexto de las relaciones entre los niveles micro y macro de un sistema. Desde esta perspectiva, la emergencia se identifica con la irreducibilidad conceptual: las propiedades y leyes emergentes son rasgos sistémicos de sistemas complejos gobernadas por leyes irreducibles a las de la física por razones conceptuales (tales patrones macroscópicos no pueden ser aprehendidos por los conceptos y la dinámica de la física). Éste es el tipo de emergencia definido por Paul Teller y Andy Clark. Para Paul Teller (1992), una propiedad es emergente si y sólo si no es explícitamente definible en términos de las propiedades no relacionales de cualquiera de las partes del objeto en cuestión. Andy Clark (1996) sugiere que un fenómeno es emergente sólo en el caso de que sea mejor comprendido atendiendo a los valores cambiantes de una variable colectiva. Una "variable colectiva" es aquélla que dibuja el patrón resultante de las interacciones entre múltiples elementos de un sistema (en teoría de sistemas dinámicos, la variable colectiva es también llamada "parámetro de control"). Cuando la variable colectiva incluye elementos tanto internos como externos al sistema, estamos ante un fenómeno de emergencia interactiva (Hendrick & Jansen, 1996).

Gran parte de la filosofía analítica define la emergencia en términos de "superveniencia": un grupo de propiedades X (nivel macro o emergente) superviene (acaece, sobreviene o sucede a partir de…) de un grupo de propiedades Y (nivel micro) cuando las propiedades del grupo X están determinadas por las del grupo Y. Varios autores se han opuesto a la definición de la emergencia como superveniencia, entendiendo que la relación entre propiedades primitivas y emergentes no tiene porqué ser unívocamente causal: Timothy O'Connor (2000) acude a la indeterminación cuántica, pues si los fenómenos cuánticos no están determinados, entonces los fenómenos que siguen a un estado indeterminado pueden ser diversos. Así, un electrón puede ser onda o partícula (propiedades emergentes) a partir de un mismo estado de indeterminación (propiedades pre-emergentes).

Paul Humphreys (1997) define las propiedades emergentes como resultado de una "fusión" entre entidades primitivas que, al formar parte de una unidad superior y dejar de existir como unidades separadas, pierden algunos de sus poderes causales, mientras que las unidades emergentes adquieren otros nuevos. La emergencia no es aquí superveniencia, pues las condiciones basales no coexisten con el rasgo emergente.

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Sin duda, el fenómeno emergente que más literatura ha producido es el de la mente y la consciencia. El propio Stuart Mill consideraba que las sensaciones (como el sabor o el olor) eran propiedades últimas no reducibles a las propiedades físicas de los objetos. Hoy en día se sigue defendiendo por mayoría que la mente es un fenómeno emergente (Searle 1992, 1999).

Independientemente de las controversias y disputas que se susciten alrededor de los fenómenos que se consideran "emergentes", una cosa parece estar clara. Es el hecho de que la ciencia actual es incapaz de explicar determinados fenómenos complejos a partir de los elementos simples que integran dicha complejidad, por muy bien que se encuentren escudriñados éstos. Y si ello es culpa de la incapacidad humana para comprehender la realidad en su totalidad o en su cuasi totalidad o por el contrario es una característica esencial de dicha realidad, no se sabe con certeza. Hasta podría ocurrir que fuera una mezcla de ambos aspectos. Quizás ni las criaturas sobrehumanas de las que habla la sagrada escritura, a pesar de su inconmensurable sapiencia en comparación con los simples humanos, sean capaces de desentrañar completamente la intríngulis de la fenomenología emergente, salvo el Creador de la realidad, el Dios Todopoderoso. Tal vez por ello, sólo Jehová Dios, el Altísimo, posee la herramienta cognitiva plena para predecir el futuro con cualquier grado de aproximación y llegar (si lo deseare) al límite de dicha aproximación; habida cuenta de que el futuro viene aclimatado al desarrollo, en la corriente del tiempo, de una ingente cantidad de fenómenos emergentes.

Metafenómenos

Como hemos dicho, la ciencia actual es incapaz de explicar determinados fenómenos complejos a partir de los elementos simples que integran dicha complejidad, por muy bien que se encuentren escrutados éstos; y parece que ni las criaturas sobrehumanas, de las que habla la sagrada escritura, cuya sapiencia es inconmensurable en comparación con la de los seres humanos, son capaces de descifrar completamente la realidad emergente que los inunda también a ellos, salvo el Creador de la realidad, Jehová Dios, el Todopoderoso. Por lo tanto, para desmarcarnos de la especulativa problemática emergentista y epifenoménica que trae de cabeza a muchos teóricos, con sus controversias concomitantes irresueltas, pero sabiendo no obstante que tenemos que tomar en cuenta esa clase de fenómenos emergentes porque a todas luces se presentan ante nosotros y no podemos eludirlos, acuñaremos el término "metafenómeno" para referirnos a groso modo a esa clase de fenómenos emergentes y controversiales.

La palabra "metafenómeno" es la fusión de los vocablos griegos "meta" (más allá de) y "fenómeno". Así, un "metafenómeno" es un fenómeno real que está más allá, o por encima, del nivel organizativo de otros fenómenos igualmente reales que lo soportan. La sagrada escritura nos permite notar que existen metafenómenos "creativos", entre otros muchos, los cuales sólo Dios puede hacer que existan en determinados niveles de diseño y complejidad. Por ejemplo, la vida es uno de ellos; y la vida compleja más aún, pues viene diseñada a la imagen y semejanza de Dios, como en el caso de las criaturas humanas y angélicas: un metafenómeno creativo de tan altísimo nivel que sólo el Todopoderoso puede causarlo.

Ahora se comprende que el Creador haya dado normas morales para regular la realidad de la vida social de sus criaturas terrestres inteligentes, en el nivel metafenoménico que se puede identificar con lo que comúnmente llamamos "sociedad humana". Dicha sociedad se puede considerar como un metafenómeno que se soporta (superviene) sobre elementos o fenómenos de más bajo nivel, como son los individuos humanos, aglutinados e interactivos. A su vez, cada individuo humano es un metafenómeno que se soporta sobre unidades celulares organizadas; y las unidades celulares se soportan sobre unidades moleculares; y las unidades moleculares se soportan sobre unidades atómicas, y éstas sobre micropartículas, y éstas son metafenómenos del campo cuántico, supuestamente unificado, y así sucesivamente, sin presumible final. De hecho, puede que no exista un final, pues la hipótesis del continuo (teoría matemática del número y la recta reales) nos permite vislumbrar un infinito descendente hacia la nulidad que, de ser cierto en la realidad, entonces sólo el Todopoderoso podría comprenderlo a cabalidad.

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El metafenómeno "tiempo"

En la monografía G086 (El Dios emotivo) aparecerá el siguiente comentario, en la página 52: "Siempre se había creído que la diferencia abismal que nos separa de los demás seres vivos de la biosfera terrestre debería reflejarse, al menos, en el estudio comparativo de la morfología interior de las distintas especies y en el genoma. Pero no ha resultado ser así, en absoluto. El avance de la biología nos ha revelado que diferencias infinitesimales en la composición de un determinado sillar orgánico pueden dar lugar a fenómenos fisiológicos y morfológicos ulteriores muy diferenciados (a veces, hasta inconexos) entre sí".

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