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Los mecanismos consensuales del proceso norteamericano en las reformas procesales latinoamericanas

Enviado por Milton Gabinetti


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    Los mecanismos consensuales del proceso norteamericanoen las reformas procesales latinoamericanas

    Desde fines de la década de los ochenta y durante la de los noventa del siglo XX se han implementado importantes reformas en el proceso penal de los Estados latinoamericanos (y también en países europeos como Italia, España y Portugal). Muchas de ellas pretendían mejorar sistemas procesales penales aún sumergidos en el sistema inquisitivo, muy poco reformado de acuerdo a las premisas de los códigos del siglo XIX. A fines de aquel siglo el modelo a imitar por los países del ámbito iberoamericano era el Código procesal francés, con una instrucción secreta y un juicio oral de mayor contenido acusatorio. Esa fue la inspiración de la ley procesal española aún parcialmente vigente. Y luego también de casi todos los códigos procesales latinoamericanos, que fueron adoptando tal modelo lentamente en el siglo XX. Tan lentamente se realizó tal proceso que en muchos sitios esta adopción de los códigos llamados "mixtos" será coetánea con las reformas que mencionaré en un aspecto particular. Es así que hacia fines del siglo XX los procedimientos penales de la península ibérica y latinoamericanos serán reformados. 

    Como se señalaba, las primeras premisas de dichas reformas aparecieron vinculadas con los procesos de "transición" o de "democratización", que lógicamente debían de tener una consecuencia política criminal y sobre los derechos humanos. En el ámbito procesal, y así como la política criminal autoritaria se identifica con el modelo inquisitivo, dicha política criminal democrática pretendía tender hacia el acusatorio. Sin embargo, a poco de andar en esa dirección político criminal, una nueva premisa se convertiría en la bandera de las reformas ya iniciadas. El nuevo leit motiv sería el de la "eficacia" de las funciones penales. Esto afectaría a toda la política criminal, que abandonaría las pretensiones democráticas, y se manifestaría principalmente en las políticas policiales y en las ahora llamadas de "seguridad ciudadana". Los Estados a los que se hace referencia son desapoderados de todo poder fáctico desde fin de siglo, y sólo mantienen el poder penal o la fuerza. Pretenderán entonces aplicar ese poder frente a cualquier conflicto emergente. El modelo a imitar en todas estas políticas criminales erráticas y perjudiciales, será el de los Estados Unidos de América. En el plano de la reforma procesal penal, también el modelo anglosajón será influyente. Sin embargo, no se tomará dicho modelo como un todo (lo que no hubiera sido del todo erróneo en algunas constituciones latinoamericanas), sino que se le solicitarán prestadas algunas medidas aisladas, muchas veces denominadas "parches", "salvavidas" o "ruedas de auxilio" de otros sistemas que reconocen un origen totalmente diverso (el ya mencionado modelo francés). Se conformará entonces un híbrido del sistema continental europeo al que se le injertan aportes anglosajones; y se desvirtúa así tanto a uno como al otro, volviéndose las más de las veces a las viejas prácticas inquisitivas que se pretendían erradicar desde hace por lo menos 100 años. Es por ello que esa importación de instituciones estadounidenses aparece como menos evidente. Aunque igualmente tendrá importantes consecuencias. También se hace menos evidente puesto que se sigue declamando la adopción de un sistema acusatorio basado en la legalidad, pero se reclama haberlo "simplificado". La necesidad de "simplificar" el proceso penal mixto, o inquisitivo reformado viene fundamentada en que el mismo no puede dar respuesta, al menos no en tiempo oportuno, a la cantidad de causas que resulta necesario atender. Es para lograr estos objetivos que se intenta regular un procedimiento de imposición de condenas más sencillo. Como dice Binder, "uno de los usos de la palabra simplificación del proceso, en ciertos contextos concretos de la discusión de la política criminal, puede esconder una visión profundamente autoritaria del proceso penal"[1]. 

    Efectivamente, la búsqueda de los objetivos estatales desmedidos (aquellos hechos señalados por la criminalización primaria) son los que tornarán necesario contar con la colaboración del acusado, a quien se debe forzar para que deje de ejercer sus derechos. La promesa de imponerle en forma directa y sin juicio una pena que sería menor a la que se le podría imponer de optar por ejercer sus derechos, es la vía utilizada para obligar al acusado a "colaborar" acordando con la acusación. Los "acuerdos" así obtenidos representan un golpe mortal contra la estructura del juicio penal en un Estado de derecho liberal[2]. Sin embargo, este tipo de mecanismos "simplificadores" han sido adoptados por todos los Estados que, en medio de procesos políticos de "transición a la democracia", han querido construir justamente "Estados de derecho". La "conformidad" con la pena por parte del acusado tras el acuerdo con quien detente la pretensión estatal remite, como indica Ferrajoli[3], a las prácticas persuasorias permitidas por el secreto en las relaciones desiguales propias de la inquisición. Estos mecanismos simplificadores no solucionan el problema de la ineficacia, sino que lo ocultan. Como dice Maier, estos mecanismos "simplificadores" no son "otra cosa que la renuncia a principios fundamentales del sistema penal y, por la otra, no constituyen remedio alguno para la ineficacia del procedimiento penal, sino tan sólo paliativos que, la mayoría de las veces y casi exclusivamente, intentan ocultar esa ineficacia"[4]. 

    No obstante han sido adoptados en las últimas décadas, con diversa amplitud y alcance, por diferentes Estados. Así, en España en la reforma de 28 de diciembre de 1988 se impone con el nombre deconformidad; en Portugal en el nuevo Código Procesal Penal de 1987, el consenso; y en el ámbito latinoamericano, en la década del noventa en Guatemala, Panamá, Costa Rica, Chile, Bolivia, Paraguay, Brasil, El Salvador así como en los regímenes procesales penales argentinos (en 1992 Córdoba, en 1993 Santa Fe, en 1994 Tierra del Fuego, en 1997 el Estado federal, en 1998 Buenos Aires, etc.), se adoptaron formas procedimentales en las que se puede arribar a una pena luego del allanamiento del imputado a la pretensión del fiscal llamándose en todos estos casos juicio o procedimiento abreviado [5].  El modelo a imitar por todas estas legislaciones es el plea bargaining.

    Este sistema es una práctica en los sistemas procesales de los Estados Unidos de América y de Inglaterra y Gales. En rigor el modelo adoptado es el de una clase del plea bargaining: el sentencing bargaining, en el cual el acuerdo se realiza sobre la pena a imponer si el acusado asume la culpabilidad (guilty plea). Por la influencia del principio de legalidad penal en la tradición continental europea (y por ese medio en la iberoamericana) no se pueden realizar otros acuerdos, también realizados en el ámbito anglosajón, como el charge bargaining, lateral bargaining, etc., que permiten negociar también el hecho mismo o la calificación legal.  En efecto, una primera crítica a este tipo de acuerdos -como la de Schünemann o Ferrajoli en Alemania e Italia- se basaba en la posible vulneración del principio de legalidad procesal (que está consagrado constitucionalmente en algunos casos como los de Alemania e Italia[6]).

    El principio de legalidad es uno de los principios básicos del Estado de derecho liberal, tanto en su historicidad en el continente europeo, cuanto en su formulación teórica más general[7].  Como ha señalado Armenta Deu, es específicamente el principio de legalidad el que impide dar crédito probatorio total a la confesión de la parte, y por ello su crisis con las "soluciones negociadas". En los sistemas procesales continentales europeos (y latinoamericanos) el objeto del proceso penal no es disponible ni por el acusado ni por el funcionario estatal -que tiene el deber de perseguir todos los delitos y también el de esclarecer los hechos-, "en atención a la naturaleza pública del interés en juego"[8]. 

    El principio de legalidad procesal también reconoce idéntico origen que la garantía de legalidad sustancial. Aparece también tras la idea -más propia de la tradición revolucionaria francesa que de la americana- de que la ley es el límite más idóneo a la discreción y arbitrariedad de los funcionarios estatales. El sometimiento total a la ley, por parte de los poderes ejecutivo y judicial, es lo que garantiza impedir la vuelta al poder arbitrario del antiguo régimen. El principio de legalidad procesal constituye una exigencia de seguridad jurídica, y a la vez una limitación al poder. También constituye una garantía para los particulares que pueden controlar, de esta forma, al funcionario que, en régimen de monopolio en el sistema procesal mencionado, ejercita la acción penal[9].

    Para fortalecer el carácter intimidatorio de la ley penal, y para evitar arbitrariedades, los juristas de la tradición continental europea conceptúan "inseparable del canon de la obligatoriedad de la norma penal el principio de obligatoriedad de la acción penal, e incompatible con una visión democrática de la función penal el principio de discrecionalidad"[10]. Sin embargo, el principio de legalidad procesal se vería puesto en entredicho desde el mismo momento en que se pretende aplicarlo con rigor. Se intentó llevar a la práctica más que en otro sitio en la Alemania de Bismarck: "Cuando en 1877 entra en vigor la regulación procesal-penal, el principio de legalidad había logrado su punto de vigencia y conocimiento más álgido, al tiempo que dicha aplicación sin fisuras iba poniendo de manifiesto sus desventajas. Desde la perspectiva alemana, la historia de su vigencia a partir de este momento es la del progresivo decrecimiento en su aplicación"[11]. En efecto, con posterioridad Alemania nos da el ejemplo más terrible de la historia del abandono de los límites y principios ilustrados en el proceso y el derecho penal.

    Lo cierto es que todas las agencias burocráticas estatales adquieren una mayor discrecionalidad, haciendo conjugar una amplitud inmensa de conductas incriminadas -ampliación e indeterminación de las mismas- con una imposible obligación de perseguirlas, que confundiría tareas de represión con las de prevención. Al no realizarse nunca (pero menos con la inflación penal de fines de siglo XX) el ideal iluminista de un derecho penal garantista -necesariamente mínimo-, se comprueba que las instancias de aplicación del sistema penal no pueden actuar sobre todas las conductas señaladas en las leyes. Los estudios sobre la "cifra negra" de la criminalidad dejaron demostrado en el siglo XX que son muy pocas las conductas incriminadas efectivamente procesadas por el sistema penal. Esto nos remite a la ya señalada crisis del principio de legalidad, en cuanto a la obligatoria persecución oficial de todos los crímenes -de imposible cumplimiento en el derecho penal máximo-. Tal crisis es lo que llevaría a los sistemas jurídicos occidentales, según algunos autores, hacia la asunción de criterios dispositivos pero en particular a la posibilidad de lograr acuerdos[12]. 

    También hacia fines del siglo XX se formularon críticas ideológicas a lo que se consideró un peligroso modelo de perseguir todos los delitos. Se considera peligroso puesto que se corre el riesgo de imponer una sociedad represiva y deslegitimada persiguiendo aquel mito. Otra vez a principios del siglo XXI se señala que tal pretensión es un mito, puesto que es irrealizable con la cantidad de conductas incriminadas actualmente. Y los sistemas que creen en el mito, pueden tornarse peligrosos si intentan alcanzarlo y tienen como principal objetivo para ello a la pena. Ningún sistema judicial tiene capacidad para procesar todos los delitos[13], ni siquiera con los mecanismos más simplificados. Todo ello, evidentemente, puede empeorar si se pierde la formalidad del acto ritual judicial, si se recurre a otros medios que lo hagan ampliamente operativo[14], y si se hace todo ello utilizando la oscuridad y la coacción en el proceso de imposición de penas. 

    Esta crítica al modelo de la legalidad no debería señalar la imposibilidad teórica del mismo, sino la imposibilidad fáctica, frente al actual modelo de política penal. Así, no se ha tomado en cuenta realmente el problema del derecho penal máximo. Aquí está, tal vez, el inconveniente de las soluciones parciales que se proponen. El principio de legalidad continúa cumpliendo una importante función de límite a la arbitrariedad estatal, y su imposible cumplimiento debería llevarnos a limitar sus objetivos. Como dice rotundamente Braum: "Con la aniquilación del principio de legalidad procesal, el peligro de los abusos por parte del Estado se hace omnipresente e incontrolable: se va camino hacia la pérdida absoluta de libertad. La Ilustración se ha topado de pronto con su brutal fin"[15]. Junto a la crítica por violación al principio de legalidad, que parece definitiva, las soluciones "consensuales" merecen otra crítica. La misma está intrínsecamente unida al respeto del principio de legalidad procesal, pero tiene que ver con el método de comprobación de la verdad que implica el juicio público. De esa forma se entiende que sea Ferrajoli quien encabece este tipo de críticas[16].

    Sin embargo, han surgido en los últimos años incluso argumentos teóricos contra la forma de entender a la "verdad" desde un punto de vista jurídico garantista, y se han sostenido criterios de "verdad" procesal distintos, ya no en base al sistema de comprobación legal sino como fruto del acuerdo, y que por eso llaman "verdad" consensual[17]. Para los defensores del criterio consensual de verdad, la única ventaja del acuerdo no está en acercarse mejor a la "verdad", sino en terminar esa búsqueda más rápido. 

    Rapidez y eficacia son los objetivos del poder punitivo estatal, aunque puede confundirse con el derecho elemental a no sufrir una persecución penal prolongada. Así el Consejo de Ministros del Consejo de Europa en su Recomendación R (87) 18, de 17 de septiembre de 1987 ya daba indicaciones para realizar en tal ámbito la serie de reformas mencionada, buscando acelerar la justicia y sugiriendo abiertamente el modelo del guilty plea estadounidense, como mecanismo de "simplificar" y agilizar el proceso, sin discutir en profundidad la naturaleza y funciones del principio de legalidad procesal y, mucho menos, ir al centro de gravedad del problema: la cantidad de conductas incriminadas. Como se señaló, al poco tiempo diversos Estados europeos, entre ellos Portugal y España, adoptarían mecanismos de esta clase. España lo ha introducido, por la Ley Orgánica 7/1988 de 28 de diciembre, en los arts. 791.3 y 793.3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Por otro lado, también lo ha hecho en la Ley del Tribunal del Jurado (LO 5/1995), que ha copiado el mencionado art. 793.3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

    La Ley de Enjuiciamiento Criminal ya incluía desde su redacción original de 1882 un mecanismo similar, en su artículo 655, cual era la conclusión anticipada del proceso, siempre y cuando concurran una serie de circunstancias: a) que la pena solicitada por la acusación sea de prisión menor; b) que exista voluntad concurrente, tanto de la acusación como de la defensa; c) que el defensor no entienda necesaria la continuación del proceso; d) que, habiendo varios acusados, todos estén de acuerdo; y e) que la pena solicitada no sea inferior a la que el tribunal considera procedente, en virtud de la calificación acordada. Los artículos 694 y 695 de la LECr también apuntan hacia el mismo sentido. De cualquier manera la puesta en práctica de estos mecanismos no se hizo habitual sino tras las reformas de 1988 y tras su rápida aceptación por los operadores judiciales[18]. 

    Este tipo de resoluciones, como lo demuestra su inclusión sin alterar el sistema de la ley procesal penal decimonónica, no tienen nada que ver con la introducción de posibilidades de disposición de la voluntad punitiva por parte del funcionario estatal, "sino que, fundamentándose en el acuerdo del acusado y su defensor con el escrito de acusación, prescinde de todo el procedimiento subsiguiente, dictándose sentencia con arreglo a determinados presupuestos y produciendo, como efecto fundamental, el pronunciamiento de una sentencia condenatoria con un límite máximo en la imposición de la pena, en cuanto a que ésta no exceda de la mayor solicitada por las partes acusadoras"[19]. En ningún caso el funcionario estatal dispone de su pretensión punitiva, sino que son el imputado y su abogado quienes ceden frente a esta pretensión[20]. Esto es muy importante para la crítica a estas figuras. Con ellas se suprime el juicio, pero no se deja de lado la pena. Por el contrario, cada vez se dictan más penas, en menos tiempo y sin realizarse las importantes funciones del juicio público. 

    En efecto la forma de hacer esto era la adopción "a la española" del guilty plea, o asunción de la culpabilidad del acusado precedida por la negociación, que es la forma habitual de imponer condenas en el Estado que tiene mayores porcentajes de ellas, es decir los Estados Unidos de América. Allí, a partir de fines del siglo XIX y principios del XX se comienza a utilizar el plea bargaining como forma de evitar el procedimiento de enjuiciamiento por Jurados. Ello sucede paralelamente, entre otros factores, al desarrollo y burocratización de los órganos de persecución estatal, y a la ampliación de las conductas atrapadas por la ley penal, como surge del interesante trabajo de Alschuler. Este autor indica, además de estas causas históricas, que se llega, luego de su legitimación por el Tribunal Supremo, a una cifra cercana al 90 por ciento de penas impuestas mediante acuerdos hacia fines de los años 1970[21]. 

    A principios de los años 1990 el porcentaje aproximado de condenas impuestas en los Estados Unidos tras una negociación supera, conforme a la mayoría de la doctrina, el 90 por ciento[22]. Indica Langbein que en los tribunales estatales (esto es, los de los Estados federados) el 95 por ciento de los delitos son resueltos sin juicio, y de ellos en el 91 por ciento de los casos se impone condena por el método del plea bargaining[23]. Según otro gran crítico de este sistema, Nils Christie, "más del 90 por ciento -en algunas jurisdicciones un 99 por ciento- se declara culpable. Si esto no fuera así, si aunque sea un pequeño porcentaje de ellos no se declarara culpable, el sistema judicial entero de los Estados Unidos se paralizaría completamente"[24]. 

    Lo que vienen a denunciar estos últimos autores es que en los Estados Unidos, actualmente, se coacciona al imputado para obtener la confesión. Se reproducen, así, los sistemas autoritarios e inquisitivos impuestos con la consolidación de los Estados a partir del siglo XIII. Langbein no encuentra mucha diferencia entre amenazar con romper huesos o amenazar con sufrir años extras de prisión para obtener una confesión, en todo caso la diferencia es de grado y no de clase[25]. La seriedad de la amenaza con requerirle una sanción más grave si utiliza sus derechos y es declarado culpable es clara, ya que hay casi seguridad de que así sea (estudios sobre sentencing en los Estados Unidos demuestran que quien es condenado en juicio sufre un aumento significativo en el monto de su condena[26]). 

    El acuerdo entre el acusado y los funcionarios del Estado que sólo puede llevar a la imposición de un castigo eludiendo el juicio, entonces, tiene como base un intercambio desigual y, a decir de Ferrajoli, perverso. Ello en tanto se viola, de esta forma, todo el sistema de garantías. Y no sólo pierden vigencia el principio de inderogabilidad del juicio, el principio de publicidad y el principio acusatorio, presentes en el "juicio previo" estadounidense. También se afectan los principios de igualdad, de certeza y de legalidad sustancial, el de proporcionalidad entre delito y pena e, incluso, la presunción de inocencia y la carga de la prueba a la acusación (negadas por el papel fundamental que jugará el allanamiento del acusado)[27]. 

    A pesar que "si alguien busca en la Constitución de los Estados Unidos algún fundamento para el plea bargaining, buscará en vano" puesto que en su lugar se encuentra la garantía opuesta del "juicio previo"[28]; la totalidad de los actores del sistema y la mayoría de los comentaristas realizan la descripción del modelo de plea bargaining como aquel sobre el que reposa el "buen" funcionamiento del sistema estadounidense, y que conduce a la posibilidad de sanción de la inmensa cantidad de condenas actuales. La doctrina del Tribunal Supremo estadounidense, desde que se ha ocupado del tema, lo ha mantenido en base a las "ventajas mutuas" que obtendrían todos los interesados en el caso[29].

    Esa expresión es utilizada también por los autores que sostienen la conveniencia del método, aunque a nuestro criterio las únicas ventajas estarán a favor de la pretensión punitiva del Estado y de quienes trabajan profesionalmente con los conflictos penales, que tendrán menos trabajo. No han faltado las voces que han encontrado otros argumentos para señalar la ventaja de eludir el juicio público y por jurados que debería ser el ordinario en los Estados Unidos. Dentro de este ámbito se ha visto al acuerdo como una forma de proteger a los testigos que así no deberán hacer declaraciones traumatizantes para ellos mismos. Entre estos "defensores" de las víctimas está Fletcher. No obstante -y siempre sin criticar el sistema de acuerdos con el acusado puesto que en caso contrario el sistema se colapsaría, confiesa-, señala que deberían limitarse los poderes discrecionales de los fiscales y darle voz a los intereses de la víctimas antes que acordar secretamente[30]. El argumento de permitir que funcione el sistema penal sin colapsarse es el definitivo, y el que se impone sobre otros de tipo jurídico, filosófico, político o moral. En similares términos, más bien prácticos, se indica que ésta es la herramienta que hace funcionar al sistema punitivo británico, ya que en caso contrario no podrían realizarse todos los juicios.

    En la década de 1970, Baldwin y McCormick hacían esa referencia indicando la mayoritaria cantidad de condenas así obtenidas -en ese entonces 70 por ciento-, aunque también critican parcialmente la presión que sufren algunos acusados para aceptar la culpabilidad -incluso siendo inocentes-, lo que en todo caso presentaría problemas morales sobre la pena[31]. Por este sistema, combinado con otros recursos procesales y penitenciarios, se ha dicho de la lógica del sistema judicial inglés que "es sobre todo "gestorial". En la medida en que sólo concierne a la gestión de los Tribunales lograr más condenas y lo más rápido posible, es importante que el reconocimiento de la culpabilidad se produzca lo más pronto posible"[32]. Téngase en cuenta que fue mediante confesiones forzadas con este mecanismo que se produjeron los mayores escándalos por injusticias de las últimas décadas (entre ellos el proceso de "los seis de Birmingham", llevado al cine en "En el nombre del padre"). 

    Este es el modelo que se está imponiendo en los diversos sistemas procesales de España, Portugal y Latinoamérica, a pesar de ser criticado con firmeza por muchos doctrinarios. Como se ha señalado más arriba, todos los Estados aquí analizados adoptan algún tipo de mecanismos para eludir el juicio. Entre los ejemplos que se han señalado como más notables se encuentra el de Portugal, que también adoptó el plea bargaining en el marco de reformas que pretendían salir del modelo inquisitivo[33]. Algo similar ocurrirá en Latinoamérica.  Pero, a pesar de ser realmente una "importación" de un sistema con tradición histórica volcada al modelo procesal acusatorio, no es vana la comparación realizada por muchos autores de este mecanismo con las técnicas más tradicionales del sistema inquisitivo[34]. En efecto, son consustanciales a tales mecanismos de "simplificación" del proceso las dos herramientas que definían con mayor propiedad -al menos para los ilustrados del siglo XVIII- al inquisitivo: el secreto, y la confesión del acusado como prueba determinante de la culpabilidad. 

    Se puede argumentar que dicha confesión no es obtenida, ahora, bajo tortura. Sin embargo sí que, de alguna forma, quien "colabora" con el sistema penal "ahorrándole" la realización del juicio se encuentra coaccionado. No se tortura al acusado pero "como los europeos de hace siglos que sí utilizaban esas máquinas, hacemos terriblemente costoso para un acusado reclamar el ejercicio de su derecho a la garantía constitucional del juicio previo. Lo amenazamos con imponerle una sanción sustancialmente más elevada si se protege a sí mismo ejerciendo su derecho y, posteriormente, es declarado culpable", afirma Langbein[35]. Cabezudo Rodríguez, en su pormenorizado trabajo que fuera de tesis doctoral, analiza con detenimiento los mecanismos de negociación, encontrando paralelismos entre el recurso de acusar por delitos no realizados y solicitar penas gravísimas o demostrar que las conseguirán indudablemente en juicio (el overcharging y el bluffing) de los fiscales estadounidenses, y el fingimiento de pruebas inexistentes por los inquisidores, y asimismo con la promesa de una solución más piadosa si se aviniera a prestar la confesión[36]. 

    Ciertamente, se verá limitada la posibilidad "negociadora" del acusado si el acuerdo entre el acusador y el defensor se realiza sobre la pena a imponer, que "será más leve como contrapartida del consentimiento para el trámite abreviado, o de la confesión"[37]. Con estas voluntades "mancomunadas" se posibilita la omisión de la recepción oral y pública de la prueba y la formulación de las conclusiones de las partes sobre el mérito de la misma. La sentencia de condena se impone sin contradicción ninguna. El propio proyectista de la ley que impone este mecanismo en Argentina indica que, como contrapartida a la actitud de reconocimiento de la acusación, el imputado recibirá "una voluntad estatal (la del fiscal) para una pena más cercana al mínimo de la escala sancionatoria prevista en abstracto para el delito que se le atribuye"[38].

    Según otro penalista argentino, la reducción de la pena es el "precio" que cobra el imputado por contribuir a descargar el sistema penal renunciando a sus garantías[39]. Para justificar esta reducción se aduce que la confesión ha sido tradicionalmente valorada como una circunstancia atenuante de la pena. Esta costumbre, también arraigada en la historia penal de todos los Estados[40], castiga severamente a quien no confiese y por ello se propone desde postulados garantistas que sea erradicada a través de la absoluta prohibición legal de atribuir relevancia penal al comportamiento procesal del imputado[41]. Schiffrin ha dicho que al buscarse la confesión se le da validez a ésta de probatio probatissima, reemplazando la actividad probatoria[42].

    Esto es la base del sistema inquisitivo. Significa un retorno al inquisitivo si quien pacta es el Estado que coacciona al imputado con una amenaza penal mayor para que colabore evitando el juicio contradictorio, puesto que así lo que el Estado realmente busca es la confesión del imputado, que con ello ha logrado uno de sus objetivos (ha quebrado a su "contradictor") y por eso le reduce la pena. "El carácter inquisitivo del "juicio abreviado" pone de manifiesto la intención de condenar sobre la base de la confesión extraída coactivamente"[43]. 

    De cualquier forma, incluso quien hace hincapié (por razones históricas, en base al modelo de disputa, etc.) en el carácter "acusatorio" de los mecanismos de negociación, como Langer, no lo hace para defenderlos sino para mostrar cuales pueden ser los problemas que estos modelos procesales "acusatorios" presentan al proyectarse en los modelos de tradición histórica continental europea[44].  Pero insistiremos aquí que la ecuación secreto más confesión para obtener la verdad, remite a un principio cardinal de los sistemas inquisitivos[45]. La búsqueda de la verdad es un derecho absoluto y un poder exclusivo del soberano, en el método judicial inquisitivo. Es por ello que, aunque no se lo proclame en las legislaciones, los sistemas procesales iberoamericanos tienden nuevamente a obtener confesiones, y a no realizar el juicio oral y público. Almeyra ha dicho que esto significa dar un paso atrás en el intento de acercar el sistema argentino a un sistema acusatorio pues "el procedimiento abreviado supone una clara regresión al juzgamiento escrito y reverdece la figura de la confesión, tan cara a la ideología del inquisitivo"[46].

    En el mismo sentido advirtieron ya Andrés Ibañez y Lorca Navarrete sobre la raíz inquisitiva del instituto español de la "conformidad"[47]. Ello es así puesto que si el Estado, a más de apropiarse de la facultad de perseguir y de juzgar como ha hecho a partir del siglo XIII, se apropia de los mecanismos de consenso, las prácticas inquisitivas resultan definitivamente consolidadas. "En este sentido, las instancias consensuales, opuestas, en principio, al modelo inquisitivo de la persecución pública, terminan por resultar, en manos del estado, funcionales al modelo al cual sirven, y por consolidar la respuesta punitiva. Si ello es así la inquisición se reduce, en definitiva, al principio de la persecución pública, esto es, a la decisión de perseguir penalmente en manos del estado"[48].  En esta decisión se advierte el principal problema de los sistemas penales contemporáneos, cual es la pretensión de un enfrentamiento de partes en pie de igualdad que descansa sobre una profunda desigualdad real de las mismas. El Estado nunca puede ser una "parte" situada en el mismo plano de igualdad que su contendiente.

    La igualdad de partes se verifica (formalmente al menos, pues la igualdad material no es posible en el marco de las sociedades capitalistas) en un proceso civil. Pero en el sistema procesal penal que ha quedado configurado en occidente (tanto en los países de tradición continental europea como, con un desarrollo distinto y más tardíamente, en los anglosajones) es el Estado el que reemplaza a la víctima y se enfrenta con el acusado. Por lo tanto en estos procedimientos "simplificados" los que pactan, en realidad, no son iguales, sino que es el Estado, por intermedio de uno de sus agentes, quien se permite reducir su respuesta violenta frente a determinada acción si el ciudadano acusado resigna sus derechos constitucionales.  Como afirma Ferrajoli: "La negociación entre acusación y defensa es exactamente lo contrario al juicio contradictorio característico del método acusatorio…El contradictorio, de hecho, consiste en la confrontación pública y antagónica, en condiciones de igualdad entre las partes. Y ningún juicio contradictorio existe entre partes que, más que contender, pactan entre sí en condiciones de desigualdad"[49]. 

    El acusatorio puro, entonces, no existe en el proceso penal. Y es al reconocerlo que se le imponen reglas muy precisas (penales, procesales, etc.) al Estado, que limitan sus pretensiones punitivas. La desigualdad está dada por ser el Estado quien acusa. Las desigualdades que se verifican en un acuerdo entre el Estado con su voluntad punitiva -y que no tiene nada que "perder"- y el acusado de un delito son, con evidencia, de tipo material. La policía, la fiscalía y los juzgados de instrucción, salvo casos poco habituales, cuentan con más y mejores medios que los particulares acusados[50]. Y además esta desigualdad se refuerza con la utilización de otros mecanismos procesales que se oponen al modelo constitucional y garantista del proceso penal. Es así que la prisión provisional, además de utilizarse en sí misma como un adelantamiento del castigo y como una herramienta de control penal ilegítimo -cuando se sabe que no se podrá imponer una pena judicialmente-, hace las veces de máquina de tortura para obligar al imputado a reconocer una culpa que le permita salir en libertad -por cumplimiento de la pena-, o saber con certeza cuándo podrá hacerlo[51]. 

    Como ha indicado Schunemann, la psicología del juego enseña que el más poderoso es el que al final impone sus fines. Y esto lo logrará en el caso el Estado no por su fuerza moral o jurídica, sino por su posición superior en el organigrama del poder. El representante del Estado es, para el acusado, quien por propia decisión puede imponer una pena. No importa que esto no sea así en el proceso formalmente; para el acusado es así, y entonces no es posible hablar de un acuerdo entre iguales, ni siquiera formalmente. Se pretende que este tipo de procedimientos tenga algo que ver con una "negociación", "consenso" o un acuerdo entre partes iguales, a los que asiste, como en el derecho mercantil y civil, la libre voluntad para contratar. "Los actores de la escena penal (autoridades policiales y judiciales, acusados, víctimas) actúan, formalmente al menos, como asociados en lo que podría calificarse "un encuentro de voluntades"" afirma Tulkens, quien señala luego que, en todo caso, se estaría no ante una negociación libre sino ante lo que se conoce como pacto de adhesión[52]. 

    Se ha sostenido por muchos autores que el plea bargaining nos demuestra la influencia de los conceptos propios del "mercado" en el proceso penal y, si bien es muy descriptivo de la efectiva naturaleza del mismo, es por ello que desagrada a los juristas. Nos ilustra Lynch: "Los críticos señalan que la justicia no es una cuestión de regateo de bazar, sino de resolución meditada de conflictos. "Negociar" es diferente a "presentar argumentos razonados", y cerrar un "pacto", o incluso llegar a un "acuerdo", es diferente a obtener un "juzgamiento". El significado más coloquial de "bargaing" es peor aún. Un bargaing es un descuento, es algo obtenido a un precio reducido. Si los jueces y juristas rechazan la noción de "justicia negociada", el público, especialmente en nuestros tiempos de "inseguridad" y temor, no ve con agrado la posibilidad de que los imputados la "saquen barata""[53].

    A pesar de tales críticas, Langbein nos señala que en Estados Unidos "el esfuerzo académico más destacado para justificar el plea bargaining es el pavoroso artículo de Frank Easterbrook "El proceso penal como sistema de mercado".

    Este autor señala, correctamente, que el comportamiento de los actores en el sistema del plea bargaining es similar al que se observa en el mercado. Bajo las limitaciones del sistema, los actores se comportan racionalmente, maximizan sus utilidades, asignan sus recursos, etcétera. Ciertamente, hemos creado un glorioso mercado persa en lugar de lo que diseñaron los constituyentes" concluye crítico Langbein[54]. Pero no es cierto que exista tal "regateo" en los Estados Unidos, dónde los fiscales tienen unas reglas preestablecidas para lo que pueden "ofrecer" en los casos comunes (pues distinto es el caso cuando se "premian" delaciones): "Las reglas se parecen más a las de un supermercado que a las de un mercado de pulgas, existe un precio fijo impuesto al caso, y no se podrá negociar con el fiscal más allá de ese límite, así como no se puede hacer una contraoferta por el precio de una lata de arvejas en un almacén"[55]. En referencia a otros procesos europeos, basados también en la "importación" de acuerdos del estadounidense, dice Tulkens que "En un contexto estructural de este orden, la libertad del "comercio" (negotiatio) es más ilusoria que real. Lejos de contribuir a la igualdad de las partes, los procedimientos negociados pueden reforzar la desigualdad de éstas, pues el contrato es también el instrumento privilegiado de dominación del fuerte sobre el débil"[56]. Esto mismo es afirmado en relación a la "conformidad" por Armenta Deu: las partes que negocian no son iguales "ya que en tanto una se mueve libremente en los márgenes del arbitrio legal y con la capacidad para generar asentimiento que deriva de su status, para el imputado el objeto de la negociación es su propia libertad"[57]. 

    En verdad el acusado sólo tiene dos opciones: o acepta la pena ofrecida por el fiscal reconociendo su culpabilidad, o se somete a un juicio dónde, casi con seguridad, se le impondrá una pena mucho más gravosa a la ofrecida. La elección no es libre y, en verdad, tampoco es opción, en tanto cualquiera sea su elección, la consecuencia será la segura privación de su libertad y de todos los otros derechos personales inescindibles de ésta que se pierden en la prisión.  Es por ello que se advierte otro peligro de la "conformidad" o el "juicio abreviado", tras la buena recepción de este mecanismo en la práctica judicial. Esta consecuencia se está verificando en estos últimos años y ya es una lacerante realidad en los Estados Unidos. La velocidad para conseguir condenas se traduce en un aumento de las penas impuestas con este sistema penal amplificado[58].

    Si se pretende inducir a más imputados a aceptar el juicio abreviado, es lógico que aumente la diferencia entre la pena que se le ofrezca al que se confiese culpable y la pena que lo amenace si se lo declara culpable en juicio. De esta forma la coerción es perfecta y ya nadie puede arriesgarse a ejercer sus derechos. Así, el procedimiento penal del Estado de derecho, fruto del compromiso político entre la razón de Estado y los intereses individuales, es reemplazado por un mecanismo para repartir dolor en manos de un Estado discrecional e ilimitado. Aunque no puedan afirmarse otro tipo de consecuencias de este procedimiento[59], ya nos parece bastante reveladora la cantidad de penas impuestas de esta manera, que no hubieran podido ser dictadas si hubiesen sido sometidas a juicio tantas causas. La que sale más beneficiada con este sistema es la pretensión punitiva del Estado, que así logra su objetivo en mayor número, a menor costo, más rápidamente y sin tener que debatir ni internamente ni de cara al público sobre la finalidad última de la tarea que realiza. Según Langbein este tipo de procedimiento, además de vulnerar el mandato constitucional americano, permite el aumento desmesurado del poder estatal de ese país[60]. Las consecuencias de la existencia de un sistema de penas fijas con penas muy altas son las vistas al analizar el índice de encarcelamiento en los Estados Unidos de las últimas décadas, señalado por Christie como una nueva forma de holocausto[61].

    Estas penas draconianas sin duda resultan funcionales para asustar y así obligar a los imputados a no provocar gastos estatales a la hora de imponer penas -y también para lograr mayor cantidad de penas, como se señaló-. Algunos de los motivos expuestos deberían analizarse en profundidad para encontrar las razones de la amplia aceptación del mecanismo por parte de los operadores de los sistemas penales de tradición continental europea, como los de Portugal, España y Latinoamérica. No hacen sino reproducir, al respecto, la amplia aceptación que ha tenido en las instancias de aplicación del sistema penal en Estados Unidos e Inglaterra algunos años antes. Pero además, desde la opinión de algunos otros autores del ámbito anglosajón se defiende a la negociación en la que el acusado asume su culpabilidad frente a la pretensión estatal, por considerarla una muestra del enorme contenido conciliatorio de este tipo de sistemas[62]. Sin percatarse de que en todo caso, esa "amplia" conciliación conduce a la imposición de condenas, que no por existir otras mucho más crueles dejan de tener un contenido aflictivo grave. 

    La reducción de la hipotética pena a cambio de la renuncia al derecho constitucional del juicio justo es un asunto peligroso para todos los ciudadanos, como posibles acusados en algún momento, a pesar de la circunstancial conveniencia de quien es acusado en el momento concreto. Es por ello que Aguilera ha sostenido que resolver el problema de lentitud y atasco de los Tribunales con este método tiene "un "precio" que más que excesivo resulta desorbitante: la desnaturalización del proceso penal y el sacrificio del régimen garantístico procesal"[63]. 

    Partes: 1, 2
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