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Por los nuevos predios del tratamiento penitenciario: el trato humano reductor de la vulnerabilidad

Enviado por ralarcon


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    "No creemos en la prisión como institución capaz se resocializar y menos de reinsertar, pero sí podemos dar testimonio de la capacidad para descomponer y de imponer un destierro sistemático a sus víctimas".

    José David Toro Venegas.

     

     

    INTRODUCCIÓN

    En momentos como los actuales, en que todo no sólo parece sino que realmente va muy deprisa; donde quien no tiene un mínimo de conocimientos informáticos es catalogado poco menos que de analfabeto; en el que el dinero y el poder son las metas a conseguir a costa de lo que sea necesario; donde parece ser que el planeta ya nos viene pequeño; y donde una de las grandes preocupaciones gira en torno a la supervivencia de la especie humana en el mundo, la elección de un tema de estudio como el de la cárcel es lógico se catalogue poco menos que de anacrónico, toda vez que algunos apuntan a que es más coherente con tiempos pasados, en que las nuevas realidades surgidas con el devenir vertiginoso de los hechos inherentes a la modernidad no requerían de la atención de que hacen, lógicamente, exigencia en la actualidad.

    Precisamente por constituir la cárcel una de esas tristes realidades que aún nos amarran a una concepción penal, se hace necesario hacerle frente con más ímpetu que nunca, si realmente queremos hablar con propiedad de modernidad y avance. Porque, aunque no queramos verlo, aún hay analfabetos de los de siempre, de los de lápiz y papel. Porque, aún son muchos los que no saben que significa la codicia de dinero y poder. Porque aún, son muchos los que olvidan que nuestro planeta tiene las tres cuartas partes cubiertas de agua. Y porque en definitiva, muchos olvidan que la cárcel puede estar más cerca de lo que puedan imaginar, quizás esperando a la vuelta de la esquina, en silencio, al igual que el cementerio. No quiero ser pesimista, ni mucho menos, tan solo pretendo constatar una realidad que esta ahí, delante de nuestros ojos, por mucho que volteemos la cara.

    La prisión, en tanto sanción penal de imposición generalizada, en contra de lo que suele creerse no es una institución antigua. Casi diecisiete siglos, después de nuestra Era, ha tardado el hombre en descubrir el intercambio como reacción penal. En la actualidad es por antonomasia la sanción propia del Derecho Penal; pero si su finalidad es la plena reintegración social del recluso, las cifras de reincidencia delictiva muestran la amplitud de su fracaso; es por ello que el debate en torno a su futuro ha alcanzado su punto más alto. El mal de la prisión, expresan algunos autores, consiste en la sola privación de libertad, sin marginar al recluso de una sociedad de la que continúa formando parte. La idea no se apega a la verdad. El procesado no abandona sus muros y la sociedad solo llega a traspasarlos en forma ocasional y con los minutos contados. Se propugna ahora por hacer un uso racional de la prisión, en vista de que lo que se obtiene no es satisfactorio; ya que el diagnóstico es claramente verificable: la prisión aún persiste. Es urgente que la pena de prisión sea revisada desde su raíz. Todo lo que converge al resultado fallido debe examinarse y en su caso modificarse. Las personas, aún cuando estén privadas de libertad, debemos sentir para ellos respeto a su integridad física, a su integridad psíquica, el trato justo y humano que deben recibir durante el proceso de cumplimiento de su sanción y, sobre todo, la proyección de garantizar siempre un proceso satisfactorio de reincorporación a la sociedad, una vez cumplida su sanción.

     

    1.1. LA CARCEL COMO TEMA DE DISCUSIÓN EN SÍ MISMA

    A raíz del acelerado desarrollo de la industrialización, de la urbanización y de los cambios tecnológicos, se apeló, a escala mundial, a la pena de prisión y al consecuente internamiento penitenciario. Esto trajo como significativa consecuencia el hacinamiento de la población penal, la incapacidad de los sistemas de justicia penal para reaccionar con eficacia frente a las nuevas modalidades y dimensiones de la delincuencia. En contra de la pena privativa de libertad se ha aducido, además: la naturaleza deshumanizante del encarcelamiento: la debilitación de la personalidad humana que produce el internamiento total; la incapacidad de las instituciones penales de reducir las tasas de delincuencia. Obviamente, el objetivo del encierro es evitar que la persona vuelva a delinquir y reeducarla según las pautas de comportamiento que la sociedad considera adecuadas. Pero lo que ocurre es que esa buena fe inicial no va de la mano del resultado final. (1)

    La prisión –escribe Foucault– es la última figura de la edad de las disciplinas. (2) Conjuntamente con lo anterior podemos afirmar que los primeros años del último tercio del siglo XX fueron testigos de una crisis doctrinal generalizada de la pena de privación de libertad. (3)

    1. Las penas de prisión constituyen en fracaso histórico: no solamente no socializan, sino que, a partir de las investigaciones sociológicas desarrolladas desde el enfoque del interraccionismo simbólico, se han aportado valiosos datos para demostrar lo contrario;
    2. Por otro lado es dable advertir que las prisiones no sólo constituyen un perjuicio para los reclusos, sino, también, para sus familias; especialmente cuando el internamiento representa la perdida de ingresos económicos del cabeza de familia;
    3. Otro aspecto que ha coadyuvado a la crisis actual viene dado por la falta de interés social por el problema de las prisiones. Apatía que no se limita al ámbito carcelario común, sino que –lo que es mucho más grave- se extiende a quienes tiene a cargo la conducción del Estado. En tal sentido, y más allá de loables excepciones es patente la falta de voluntad política de los Estados en cumplir sus propias leyes de ejecución y sus propios compromisos internacionales en materia de sistemas penitenciarios. (4)
    4. Por fin, al lado de estos cuestionamientos observamos una crítica no menos profunda. Nos referimos, más concretamente, a aquella concepción que censura la denominada "ideología del tratamiento" por considerarla un mero "conductismo"; una manipulación de la personalidad del interno; una negación de sus derechos y libertades fundamentales, en donde el sistema normativo de los Estados asuma, más bien, un postura propia de una moral autoritaria que la de un ordenamiento jurídico democrático. Esta crítica fue muy bien captada, desde los inicios mismos de la orientación político –criminal que, desarrollada al amparo de la crisis de la prisión, postuló la formación de un nuevo sistema de reacciones penales. Así, el Comité Nacional Sueco para la Prevención del Delito, en Julio de 1978 produjo el Informe # 5, que lleva por titulo, precisamente, "Un nuevo sistema de penas. Ideas y Propuestas". Allí, sobre este tema, se dijo: "(….) las criticas contra la idea del tratamiento no suponen una oposición como tal, una negativa a suministrar a los delincuentes servicios y tratamiento de tipo diverso. Lo que, ciertamente no es justificado, es fundamentar la concreta intervención penal elegida en un supuesta necesidad de tratamiento. Lo que, desde luego, se permite, e incluso es necesario, al intervenir penalmente, se le ofrezca al delincuente en la medida en que sea posible, el servicio o tratamiento que pueda precisar. Quizás de este modo puedan lograrse ciertos resultados rehabilitadores, en especial si de acuerdo con el delincuente, se establecen diversas formas de ayuda social. Pero este argumento no justifica la obligación de la realización de tales ofertas. Los individuos sometidos en la actualidad a las sanciones penales más completas son, con frecuencia, personas no privilegiadas en muy distintos sentidos (…)". Dicho en palabras de Muñoz Conde: (…) el tratamiento (…), es un derecho que tiene el afectado por él, pero no una obligación que pueda ser impuesta coactivamente. El deber de someterse a un tratamiento implica una especie de manipulación de la persona, tanto más cuando éste tratamiento afecte a su conciencia y a su escala de valores. El "derecho a no ser tratado" es parte integrante del "derecho a ser diferente" que en toda sociedad pluralista y democrática debe existir. Si se acepta éste punto de vista el tratamiento sin la cooperación voluntaria del interno deberá considerarse simple manipulación, cuando no imposición coactiva de valores y actitudes por medio de sistemas más o menos violentos. El tratamiento impuesto obligatoriamente supone, por tanto, una lesión de derechos fundamentales, reconocidos en otros ámbitos. (5) De hecho los autores han señalado que, una de las ideas que deben inspirar a una política penitenciaria progresista está dado, precisamente, por el denominado principio de "democratización", según el cual es necesario y conveniente obtener la participación voluntaria del interno en los programas resocializadores.

    El monótono discurso criminológico lleva dos siglos reproduciendo la cantinela humanista de regeneración del preso y comprobando el continuo fracaso de la prisión a la hora de alcanzar esos objetivos altruistas: lejos de mejorar, los delincuentes reinciden. (6) En fin, la cárcel es medio poco terapéutico y difícilmente rehabilitador. La cárcel es contraria a todo modelo ideal educativo, porque estimula la individualidad, el autorrespeto del individuo, alimentado por el respeto que le profesa el educador. La educación alienta el sentimiento de libertad y de espontaneidad del individuo; la vida en la cárcel, como universo disciplinario, tiene un carácter represivo y uniformante.

    Exámenes clínicos realizados mediante clásicos test de personalidad han mostrado los efectos negativos del encarcelamiento sobre la psique de los condenados y la correlación de estos efectos en la duración de éste. Los estudios de género concluyen que la "posibilidad de transformar un delincuente violento asocial en un individuo adaptable a través de una larga pena carcelaria no parece existir", y que "el instituto penal no puede realizar su objetivo como institución educativa". (7)

    El régimen de "privaciones" tiene efectos negativos sobre la personalidad y contrarios al fin educativo del tratamiento. La atención de los estudiosos ha recaído particularmente en el proceso de socialización a que es sometido el recluso, proceso negativo que ninguna técnica psicoterapéutica y pedagógica logra volver a equilibrar. Tal proceso se examina desde dos puntos de vista a juicio de Baratta: ante todo, el de la "desculturización", esto es, la desadaptación a las condiciones que son necesarias para la vida en libertad, la incapacidad para aprehender la realidad del mundo externo y la formación de una imagen ilusoria de él; el alejamiento progresivo de los valores y modelos de comportamiento propios de la sociedad exterior. El segundo punto de vista, opuesto completamente, es el de la "culturización" o "prisionalización". En este caso se asumen las actitudes, los modelos de comportamiento y los valores característicos de la subcultura carcelaria. Estos aspectos de la subcultura carcelaria, cuya interiorización es inversamente proporcional a las chances de reinserción en la sociedad libre, se han examinado desde el punto de vista de las relaciones sociales y de poder, de las normas, de los valores, de las actitudes que presiden estas relaciones, así como también desde el punto de vista de las relaciones entre los reclusos y el personal de la institución penal. Bajo este doble orden de relaciones, el efecto negativo de la "prisionalización" frente a cada tipo de reinserción del condenado se ha reconducido hacia dos procesos característicos: la educación para ser criminal y la educación para ser buen detenido. Sobre el primer proceso influye particularmente el hecho de que la jerarquía y la organización informal de la comunidad está dominada por una minoría restringida de criminales con fuerte orientación asocial, que, por el poder y, por tanto, por el prestigio de que gozan, asumen la función de modelos para otros y pasan a ser al mismo tiempo una autoridad con la cual el personal del centro carcelario se ve constreñido a compartir el propio poder normativo de hecho. La manera como se regulan las relaciones de poder y de distribución de los recursos (aún relativos a las necesidades sexuales) en la comunidad carcelaria, favorece la formación de hábitos mentales inspirados en el cinismo, en el culto y el respeto a la violencia ilegal. De esta última se transmite al recluso un modelo no solo antagónico del poder legal sino caracterizado por el compromiso por éste.

    La educación para ser un buen recluso se da en parte también en el ámbito de su comunidad, puesto que la adopción de un cierto grado de orden, del cual los jefes de los reclusos se hacen garantes frente al personal de la institución, forma parte de los fines reconocidos en esta comunidad. Esta educación se da, por lo demás, mediante la aceptación de normas formales del establecimiento y de las informales impuestas por el personal de la institución. Puede decirse, en general, que la adaptación a estas normas tiende a interiorizar modelos de comportamientos ajenos, pero que sirven al desenvolvimiento ordenado de la vida en la institución. Este deviene el verdadero fin de la institución, mientras la función propiamente educativa se ve excluida en alto grado del proceso de interiorización de las normas, aún en sentido de que la participación en actividades comprendidas en esta función se produce con motivaciones extrañas a ella, y de que se ve favorecida la formación de aptitudes de conformismo pasivo y de oportunismo. La relación con los representantes de los organismos institucionales, que de esa manera se torna característica del comportamiento del encarcelado, está marcada al mismo tiempo por la hostilidad, la desconfianza y una sumisión no consentida. (8)

    Lo cierto es que tales circunstancias han profundizado la controversia en torno a la utilización de la pena privativa de libertad, han contribuido a la crítica generalizada del sistema penal, y principalmente han propiciado el moderno desarrollo, en el ámbito de la teoría y en el de las legislaciones, de nuevas fórmulas sancionadoras para sustituir el internamiento. En general, los cambios se han centrado en tres esferas principales: primera, en la reducción del campo de aplicación del Derecho penal, mediante la aplicación de profundos y bien organizados procesos de despenalización; segunda, en la consideración del delincuente no como un mero receptor pasivo del tratamiento, sino como una persona con derechos, obligaciones y responsabilidades; y tercera, en el empleo del internamiento sólo como sanción extrema de "última fila", ampliando al mismo tiempo otros métodos de tratamiento o adoptando nuevas medidas que no entrañan la reclusión en centros penitenciarios.

    Es imposible afirmar que un día la humanidad alcanzará un grado de perfección tal que hará innecesarias las prisiones. Lo cierto es que en los tiempos que corren no podemos prescindir de ellas y engendra más problemas éticos, sociales, psicológicos y económicos que los que resuelve. (9)

    Obviamente, la solución al problema penitenciario no puede transitar por vía del endurecimiento en la ejecución. O como diría agriamente Foucault: cada reforma "es isomórfica a pesar de su idealismo" con el funcionamiento disciplinario de la cárcel, lo que lo lleva a concluir que toda esa preocupación acerca del éxito o fracaso de la cárcel está totalmente fuera de lugar ya que la cárcel inventa al delincuente; por tanto, no puede "fracasar" porque como todo castigo no está destinado a eliminar los ilegalismos, sino a distinguirlos, distribuirlos y usarlos. (10)

    Otro aspecto que ha motivado la polémica entorno a la comunidad carcelaria, viene dado por la falta de interés social por el problema de las prisiones. Apatía que no se limita al ámbito del ciudadano común sino que, lo que es mucho más grave, se extiende a quienes tienen a su cargo la conducción del Estado. En tal sentido, y más allá de loables excepciones, es patente la falta de voluntad política de los Estados en cumplir sus propias leyes de ejecución y sus propios compromisos internacionales en materia de sistemas penitenciarios. En este sentido, tanto el derecho penal como el derecho internacional pertenecen, al menos parcialmente, al ámbito del derecho simbólico, promulgado para dar la apariencia de que el Estado o la Comunidad de Estados asumen la función de defensa de la sociedad que la propia sociedad reclama.

    Muchas son prisiones donde rigen tres especies de normas: las leyes o reglamentos; las reglas definidas por los custodios; el código de conducta de los presos. Prisiones cuyo contagio generado por la convivencia intensa y forzosa, (11) las transforma en instrumentos de deterioro, en fábricas de malhechores relapsos. (12) Prisiones gobernadas por la corrupción, donde se paga por la lealtad; se compra el paso a determinadas áreas, (12) la ubicación en lugares más cómodos, la pieza para la visita conyugal, los exámenes criminológicos, los servicios médicos, odontológicos y psiquiátricos, los aparatos electrónicos, las llamadas telefónicas y mucho más. Prisiones donde menudean las revisiones abusivas a los atracos; y golpizas se suceden, con frecuencia turbadoras, a la luz del día. Prisiones donde hoyos oscuros, insalubres, sin lecho, se utilizan como celdas de aislamiento. (14)

    El sistema cuya selectividad reproduce y agudiza las desigualdades sociales, padece, cada vez más, la superpoblación, la violencia (física, psíquica y sexual) (15), la drogadicción, males que hacen de las cárceles ambientes de estigma, de inadaptación, de metástasis social, en donde se envilece la personalidad, se destroza la privacidad, se vulnera la dignidad, se destruye la identidad social, se acentúa la inseguridad, en un ejercicio continuo de despotismo y degradación por parte del personal administrativo y de los cabezas de la masa carcelaria.

    Con razón Juan Andrés Sanpedro ha planteado que el sistema penitenciario produce vergüenza; en lugar de cárcel tenemos verdaderas cloacas, máquinas cínicas como hornos crematorios que mantienen cadáveres vivos sufrientes. (16)

    Las condiciones deplorables en que viven los penados, en un número expresivo de prisiones hacen plantearse que hay mucho por hacer en pos de la mejoría del sistema carcelario en Latinoamérica. En este sentido existen autores que han propuesto enmarcar la cuestión penitenciaria en el contexto más amplio de la política social, la política criminal y la seguridad pública, así como pugnar por la clasificación de los condenados y la individualización de la pena (17); seleccionar e incrementar el número de funcionarios de las prisiones, principalmente custodios, y al mismo paso capacitarlos y brindarles mejores condiciones de trabajo, entrenamiento regular, carrera penitenciaria y una salario acorde con la importancia y la aspereza de su oficio, considerando siempre la advertencia de Cuello Calón de que el personal "si no lo es todo, es casi todo". (18) A lo expuesto anteriormente se suma la humanización de la pena privativa de libertad, puesto que la salvaguardia de los derechos humanos es un imperativo de la ley y de la justicia y obligación del Estado, (19) por ello, viene a garantizar al preso, sujeto de derechos y facultades, (y del mismo modo, de obligaciones y deberes), asistencia material jurídica, médica (preventiva y curativa), educacional y social. Ofrecer asistencia al egresado, lo que requiere, especialmente en los primeros meses, la participación activa de la comunidad, a quien toca no solo acogerlo sin discriminaciones, resistencias o rechazos, sino también darle oportunidad de empleo, a fin de evitar su marginación. Como dos últimos presupuestos tenemos la reducción del descompás entre la ley y la práctica, indudablemente uno de los mayores retos del sistema penitenciario; y expandir la conciencia –a través de congresos, seminarios, universidades, academias militares, magistraturas, entre otras instituciones- de que la prisión no es la única respuesta y que los sustitutivos penales encarnan un derecho penal moderno, centrado en la garantía de los derechos humanos. (20)

    El siglo XXI exige una nueva política penitenciaria que logre alterar la dramática situación de gran parte de nuestras prisiones, albergando, tal vez, una recreación del sistema de ejecución penal. Este es el mayor desafío: el de unirnos en el esfuerzo colectivo de romper el "silencio carcelario" de que nos hablaba Rosa del Olmo y perseguir un nuevo tiempo. Muchos podrán decir que es una utopía y que no vale la pena soñar. Prefiero, sin embargo asociarme a los que creen que las utopías, los sueños, deben ser avigorados siempre.

    Concluiría con las palabras de Luis de la Barrera Solórzano, en "Prisión aún": "Por supuesto, lo mejor seria que no hubiera sanciones penales, y por ende, que no existiera la prisión, que no fuera necesaria porque se lograra que desapareciera la delincuencia; que el lado oscuro del alma quedara superado, en los procederes humanos, de una vez y para siempre. Pero como los sueños, sueños son hasta que no se conviertan en realidad; (21) debemos luchar por mejorar entonces las condiciones de las prisiones.

    La reintegración social del condenado no debe ser abandonada, sino que debe ser reinterpretada y reconstruida sobre una base diferente, porque a pesar de que la cárcel es una institución en crisis, la misma ha servido para que un grupo de reclusos se sientan a gusto en un ambiente propicio para el desarrollo de su personalidad y vida, toda vez que no encuentran en la sociedad el hábitat necesario para conformar sus exigencias como ser humano y buscan un reconocimiento por parte del grupo social, a lo anterior se suma la existencia de otros que influidos por el clima social y familiar donde se desarrollaron, se crearon las bases para una cultura carcelaria o la no adaptabilidad para la vida en sociedad, lo que conlleva a transgresiones de las normas sociales y jurídicas y su consecuente responsabilidad penal; otros encuentran en la prisión el amigo o amiga que lo comprende como ser humano, y le brinda el apoyo que necesita desde su punto de vista, o encuentra aquella persona que le sirve de patrón para el padre o madre que nunca tuvo y que siempre ha deseado tener y con el cual se identifica. A lo anterior se suma la conciencia social de represión de conductas delictivas a través de la prisión y la extirpación del agente comisor del seno de la sociedad, -recordemos que los ciudadanos esperan que el mal que se le inflige al condenado sea un freno al impulso del mal ejemplo. (22) Sin dejar de resaltar que en el Sexto Congreso de Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento al Delincuente, se reconoce que la privativa de libertad es aún una sanción pertinente y en tal razón se debe seguir utilizando. Bajo estos criterios, y con la preclara idea que la prisión es una institución que en estos momentos no está en condiciones de desaparecer por las mismas circunstancias sociales, debemos trabajar por una visión más humana del castigo basado en la fundamentación de una evolución de la conciencia social sobre el tema y con la aspiración de la implementación de procedimientos dirigidos a modificar hábitos y conductas delictivas con el empleo de técnicas y métodos que refuercen los valores del ser humano en prisión y su reincorporación a la sociedad.

     

    1.2. LA CRISIS DE LA PENA PRIVATIVA DE LIBERTAD. BÚSQUEDA DE ALTERNATIVAS.

    La pena moderna aparece, a grandes líneas, como técnica de privación de bienes, desde el presupuesto de su valoración cualitativa y cualitativa a efectos penales. Esto es, como privación de un quatum de valor –de un tiempo de libertad en las privativas de libertad, de una cantidad de dinero en las patrimoniales y de un tiempo de capacidad de obrar en las privativas de derechos-, cuantificable y mensurable, que le confieren, o al menos lo pretenden, el carácter de sanción abstracta, igual, y legalmente predeterminable, tanto en la naturaleza como en la medida, pretendiendo dar respuesta a la proporcionalidad, que en sentido amplio, debe siempre existir entre el delito cometido y la pena por él impuesta (23). Sin embargo, una cosa son las pretensiones y otra es la realidad. La respuesta penal "real" viene siendo, en líneas generales, desproporcionada por exceso y con connotaciones muy similares al Derecho Penal del terror tan característico en estados autoritarios. (24) Una vez desaparecidas –si bien solo en la teoría- las penas corporales (25), la prisión es la llamada a cubrir su vacío, alzándose como pena principal en todo el mundo reflejo de su general reconocimiento de instrumento imprescindible y de primer orden en la lucha contra la criminalidad sobre todo media y grave. La cárcel se convierte en la alternativa más importante a la muerte o a las torturas, y por ello conforma el principal camino de minimización de la violencia y racionalización de la penas en la época moderna. (26) Sin embargo, las cosas han cambiado y en la actualidad ocupa el centro de la discusión.

    Hoy en día la prisión no aparece idónea para cumplir los objetivos preventivos que con ella se persiguen, y al mismo tiempo la han justificado. Se conforma como la más grave y significativa de la penas a nivel mundial, y es objeto por ello de grandes preocupaciones, tanto por su incidencia sobre uno de los bienes jurídicos más preciados –la libertad-, como por su estrepitosa ineficacia en aras de alcanzar el objetivo resocializador que, en todo caso, esta llamada a perseguir; puede decirse que su único valor es el de mantener apartado de la sociedad a una persona peligrosa durante cierto tiempo. Las penas largas son puestas en entredicho porque tienen efectos demasiados perniciosos, y conducen a la destrucción de la personalidad del reo, y las demasiadas cortas porque dada su limitación temporal convierten en imposible el tratamiento, pero si hacen posible, en cambio, el contagio criminal. (27)

    La solución, parece no caber duda, está en adoptar lo que se ha dado en llamar "estrategias diferenciales" (28), que de una parte pretenden transformar en lo posible la pena privativa de libertad en una pena no carcelaria, y, de otra, reducir su ámbito de aplicación; ofreciendo todo un elenco de penas o medidas alternativas.

    Históricamente, los movimientos de reforma penitenciaria de las últimas décadas han profesado siempre una fe reduccionista, individualizando en las alternativas legales a la pena privativa de libertad la estrategia adecuada; por esto, el marco de reforma legislativa dentro del cual ellos se han orientado ha estado constituido por el de "sustituir la pena de cárcel con otra penalidad". (29)

    Pavarini es del criterio que se busca algo "diferente de la cárcel", pero siempre algo que sea sufrimiento legal, es decir, que sea pena. En otras palabras, el fin reduccionista de la cárcel ha sido entendido como posible de alcanzar mediante una estrategia única de alternatividad a la pena privativa de libertad, incluso fuera de una estrategia alternativa al sistema de justicia penal. Pero, hay algo más: pretender cada vez "abstenerse" más de la cárcel no ha sido siempre comprendido como objetivo inconciliable con elecciones políticas legislativas que concluían por recurrir siempre más al sistema de justicia penal. Esto es igual a decir que: menos cárcel y más justicia penal pueden convivir –afirma el mencionado autor. "Siempre menos cárcel" se ha depreciado, así progresivamente, en "siempre más alternativas legales a la pena privativa de libertad", quedando así fuera de cualquier perspectiva coherente de descriminalización y despenalización. (30)

    ¿Qué se entiende por alternativas legales a la cárcel?.

    Por cuanto histórica y culturalmente, también distantes y diversamente disciplinadas en los ordenamientos positivos, las alternativas legales a la pena privativa de libertad pueden ser reconducidas a algunas estrategias de fondo diferentes y, a menudo, inconciliables entre si. En última instancia, me parece que las razones de fondo que pueden convencer de la necesidad de encontrar alternativas a la pena privativa de libertad son fundamentalmente tres. (31)

    Un primer conjunto de alternativas legales a la pena privativa de libertad está motivado por las necesidades vinculadas con el paradigma clásico de la "pena justa".

    En una perspectiva atenta a aquello que puede llamarse "economía política del sufrimiento legal", no todos los delitos "merecen" la privación de libertad, aunque sea temporalmente limitada. En una concepción estrictamente retributiva no todas las violaciones de la ley penal pueden ser "pagadas" con la privativa de libertad.

    El complejo y encendido debate cultural de los siglos XVIII y XIX en torno a las penas pecuniarias, da fe de cómo el pensamiento jurídico clásico entendía a menudo como "excesivo" –y por tanto, "injusto"- el sufrimiento de la cárcel. Beccaria, acerca de este punto, arriesga la utopía por obtener más coherencia: todos los delitos contra la propiedad deberán ser punidos solo pecuniariamente, sin perjudicar jamás el derecho individual a la libertad personal. La pena que procura corregir por medio de la reclusión y la internación, no pertenece en realidad al universo del derecho, no nace de la teoría jurídica del crimen, ni se deriva de los grandes pensadores como Beccaria. (32)

    Diversamente, pero en igual medida, el debate decimonónico por la superación de las penas cortas privativas de libertad, muestra más una intolerancia respecto a un criterio de justicia retributiva (33) que a otro criterio de "utilidad sancionatoria". El sufrimiento de la cárcel, aunque como "el mínimo de los posibles", puede exceder todo limite impuesto a la debida proporcionalidad con el ilícito cometido.

    Solo en segundo término es que ciertas consideraciones aceptables de prevención general (34) pueden resistir a esta critica: la pena privativa de libertad puede ser –antes todavía que inútil o socialmente nociva- simplemente injusta. Es en cambio, de diversa naturaleza el proponer la cuestión de una pena que sea más útil que "la pena privativa de libertad". Para invocar esta vía que supone "algo mejor" que la cárcel –y no dijo algo "más justo"- existen precisas razones utilitaristas.

    Elena Larrauri es del criterio que las penas alternativas a la prisión, en la década del ´60 se fundamentaban extensamente en la incapacidad de la cárcel para conseguir la resocialización. Ello conllevó en los Estados Unidos de Norteamérica a una amalgama de castigos en medio abierto que pretendían especialmente evitar la institucionalización de la persona en un centro cerrado. (35) Se debe adicionar a lo anterior que la problemática de ésta primera fase fue puesta de manifiesto por Austin Krisberg (1981) y popularizada por Cohen (1985); planteándose que la orientación hacia la resocialización de las penas alternativas comportó, por un lado, que las nuevas penas alternativas fueran dotadas de una multitud de programas y condiciones que la persona debía cumplir en aras de conseguir el objetivo resocializador. Ello conllevó la crítica de que éstas nuevas penas eran "disciplinarias", pues regulaban múltiples aspectos de la vida del condenado que no guardaban relación directa con el delito. Esta plétora de requisitos –a juicio de Larrauri-, producía además que su cumplimiento resultara más dificultoso, por lo que, en ocasiones, la entrada en prisión se producía por el incumplimiento de la pena alternativa. Finalmente, debido a que se descuidó el objetivo de reducir el número de condenas a pena de prisión, su capacidad de disminuir el número de población reclusa quedó en entredicho ya que los jueces tendrían a aplicar una nueva pena alternativa, con más requisitos, en sustitución de una pena no privativa de libertad, ya existente, pero no en sustitución de una pena de prisión, por lo que esencialmente el número de gente condenada a prisión permanecía inalterado. (36)

    La segunda fase diferencial se produce en la década de los ochenta. En esta ocasión el impulso del movimiento descarcelador se ve influido por las teorías de just deserts, dominantes en aquella época en Estados Unidos. Este modelo da como origen unas penas alternativas quizá no muy distintas, pero sí proporciona una distinta fundamentación. En primer lugar cambia la denominación y se empieza a hablar de intermediate sanctions entre la prisión y la probation. El cambio de denominación responde por un lado al ambiente punitivo de la década de los ochenta, lo cual lleva a argüir que si se quiere que el público acepte penas distintas de la prisión se debe destacar más su carácter de "pena" que de "alternativa". Pero esta nueva denominación también es defendida por Morris-Tonry quienes advierten que seguir hablando de penas alternativas implica considerar que la prisión es la respuesta adecuada a todos los delitos. Se trata, por el contrario, de defender que determinados delitos no merecen una pena tan severa como la prisión y por consiguiente el legislador no debe prever la pena de prisión (y luego buscar una "alternativa"), sino una sanción intermedia adecuada a la gravedad del delito.

    La valoración de esta nueva fase no ha sido objeto aun de sistematización, pero creo que puede entreverse una cierta continuidad con la problemática detectada originariamente. A pesar del uso de estas nuevas sanciones intermedias no se ha conseguido el objetivo de disminuir el número de condenas a prisión –de hecho el aumento de la población reclusa en la década de los ochenta es dramático- y persiste el problema detectado de la plétora de requisitos cuyo incumplimiento lleva a la gente a la cárcel.

    La pena privativa de libertad –de algún modo, en coincidencia con su afirmación como pena dominante en la primera mitad del siglo antepasado –se revela inmediatamente como un fracaso en relación a cualquier criterio de utilidad social: no induce por tanto al delincuente, que ya ha violado la ley penal, cuanto al que todavía no la ha hecho; frecuentemente, más que inútil se revela dañina porque favorece la reincidencia.

    Las posibilidades de rehabilitación en las cárceles son mínimas, sus componentes principales son como todos sabemos –trabajo, educación, influencia moral y disciplina-, visto siempre desde la óptica del sistema social de que se trate, pero en fin prácticamente estos instrumentos permanecen inalterados y son tan antiguos como la rehabilitación y las cárceles mismas. Sin embargo las conclusiones avaladas por una abundante literatura de investigaciones criminológicas demuestran que las posibilidades de mejorar al individuo castigado con penas privativas de libertad son mínimas. (37)

    Algo "distinto de la cárcel" debe ser en consecuencia perseguido para que la pena sea socialmente más útil. Es el movimiento correccionalista, surgido de la cultura positivista, el que particularmente lleva a cabo esta estrategia de alternatividad a fines del siglo XIX y en las primeras décadas del XX; por lo tanto, se afirma que si no es siempre posible emplear un proceso de tratamiento con fines especial –preventivos en ámbitos carcelarios se puede, en cambio, pensar en "espacios extra –carcelarios ". El momento de la corrección y de la disciplina se vuelca así desde el "interior" de los muros hacia "afuera" de la cárcel.

    Esta estrategia de alternatividad no habría sido jamás posible, ni siquiera pensable, si el espacio social "afuera" de la cárcel no hubiese sido progresivamente homogenizado por instancias de disciplina social de tipo formal. En consecuencia, "fuera" de los muros de la cárcel no existe más el "vació disciplinario". Por el cual, muchos piensan que solo con la imposición del Estado Social, ésta "salida" de la cárcel hacia "lo social" -de la disciplina intramuros- es tanto pensable como realizable; cuestión que desde nuestro criterio está por comprobarse.

    Se comparte la idea de que una pena que tenga contenido disciplinario y se aplique mediante modos de tratamiento "en lo" social por agencias profesionalizadas "puede" ser más útil a los fines de prevención especial que otra pena que, teniendo siempre contenido disciplinario, se aplique en un ámbito penitenciario. Pero, que quede claro: "puede", más "no" necesariamente "debe". (38)

    Si el "telos" es la no reincidencia, la eyección de la pena "más" útil estará sujeto a un juicio pronóstico sobre el sujeto; es un juicio sobre el "autor". (39) Si en el caso concreto es más útil punir con la cárcel o con otra cosa "diferente de la cárcel", eso es algo que tendrá que ver con un juicio sobre la peligrosidad; fin preventivo especial(40) y juicio de peligrosidad son, entonces, categorías jurídicas inseparables. A lo anterior se suma los distintos resultados que puedan tener en la práctica porque puede que estén en el Código y no se apliquen nunca; que estén en el Código y se apliquen en sustitución de algunas privativas de libertad, con lo cual se reduciría considerablemente el ámbito de la pena privativa de libertad; o que nos encontremos con que están en el Código Penal y que tenemos el mismo número de presos, o bien que tenemos en número parecido o superior de condenados a penas privativas de libertad, con lo cual habríamos aumentado el número de penados sin disminuir el número de encarcelados. Por lo tanto puede ser un instrumento que reduzca el ámbito de penalización, o que aumente el ámbito de penalización. O bien, puede ser un instrumento que quede en el Código Penal y no sirva para nada, tal y como ha mostrado Zaffaroni. (41)

    A quien corresponda decidir entre la cárcel y "algo diferente de la cárcel" –sea el juez que condena, u otra autoridad- lo hará "apostando", si está convencido –sobre la base de valorizaciones discrecionales- que valga la pena arriesgar, ahorrando la experiencia de la cárcel, por cualquier otra cosa que siendo siempre pena, tenga siempre un contenido disciplinario, pero que es quizás más útil y ciertamente menos aflictiva. Más todo ello con una reserva: que cuando la "prueba" falle deberá necesariamente recurrir a la pena privativa de libertad.

    Existe, por tanto, una dependencia funcional entre alternativas a la cárcel por necesidad de prevención especial y cárcel; el espacio de realización de algo distinto de la cárcel solo pude construirse porque existe la cárcel. La participación en la actividad especial –preventiva en espacios extramuros está en cualquier modo garantizada por una doble extorsión: bien porque la alternativa a la cárcel es más "elegible" que la cárcel, en el sentido de que es "preferible" porque produce menos sufrimiento, bien porque la espada de Damocles de "acabar" en la cárcel –o sea, donde se sufre más- está siempre pendiente como una amenaza. En ausencia de estas dos condiciones, que reafirman la "centralidad" de la cárcel, no hay alternativa a ésta por razones de prevención especial.

    Llamar a estas modalidades de tratamiento carcelario extramuros "medidas alternativas a la pena privativa de libertad", a juicio de Pavarini es absolutamente falso; (42) ellas serán siempre penas carcelarias aun cuando sean sufridas, en parte, fuera de aquellos muros. El espacio de su funcionalidad es, en consecuencia, aquel que ha de insertarse en una lógica "premial" por razones "internas" a la cárcel. (43)

    Zaffaroni es del criterio que a todo suele llamársele penas alternativas, pero dichas penas alternativas serian alternativas a la pena privativa de libertad, que históricamente también fue alternativa a la pena de muerte. De modo que serian alternativas a la alternativa. (44)

    El destacado autor argentino razona que la lógica de estas penas seria la siguiente: desde el momento en que ponemos junto a la pena privativa de libertad, penas no privativas de libertad, habría menos aplicación de la primera y se reduciría el número de prisioneros en nuestras cárceles. Esa es la lógica penal, la lógica que manejamos los penalistas y que nos enseñaron en la Facultad de Derecho, pero es una lógica esquizofrénica, es una mentira, las cosas no son necesariamente así, esa lógica es falsa". (45)

    La solución, a juicio de Zaffaroni (46) es que no puede ser producto solo de una medida de propaganda como a las que nos tienen acostumbrados –refiriéndose a América Latina. No se trata de que el político en turno, que no hizo nada en el ámbito de la justicia antes de irse, o que para garantizar su clientelismo tiene que elevar su popularidad, mande de urgencia un proyecto de penas alternativas al Congreso, para que éste salga en tres días. Para que las penas alternativas tengan realmente alguna eficacia –desde un punto de vista socrático reductor del número de encarcelados en América Latina- es necesario que éstas se establezcan dentro del marco de una decisión política criminal previa: la de no aumentar el número de presos. Debemos dejar de incrementar al número de presos, porque si tenemos cárceles sobrepobladas y construimos nuevas cárceles, lo que tendremos serán más cárceles sobrepobladas. Tiene que haber alternativas para que solo queden encerrados unos pocos, pues de lo contrario vamos todos presos, se detiene la sociedad y no queda nadie para cerrar la puerta.

    Nosotros si queremos dejar por sentado que uno de los momentos centrales de esta crítica estuvo representado por la aparición de dos obras fundamentales. Nos referimos, concretamente, a la investigación de Andrew Scull, bajo el titulo: "Decarceration. Community treatment and the deviant a radical view", en 1977, y, años más tarde, en 1985, a la de Stanley Cohen, intitulada, "Visions of Social Control"; ambos trabajos citados por José Daniel Cesano. (47) Si bien los mismos tuvieron por objeto analizar el cambio maestro que representó el paso a la denominada era de la "desinstitucionalización", se caracterizaron también, por mostrar, muy bien, el surgimiento de nuevas formas de control social: el control dentro de la institución cerrada daba paso, ahora, a redes de control dentro de la ciudad.

    A partir de estas elaboraciones comenzó a repararse en que, las alternativas a la cárcel redundaban en unas redes más fuertes, amplias e intensas que comportaban un mayor control social. De esta manera, como refiere Elena Larrauri, "(…) las alternativas permitían abarcar a un mayor número de clientes, (…) estaban más difundidas y (…) resultaban más intromisivas y disciplinarias. Todo el arsenal de alternativas acababa configurando (…) un "archipiélago carcelario". Quizás sí desaparecería la cárcel pero ésta sería sustituida por una sociedad disciplinaria. (48)

    No menos pesimista con relación a esta problema se muestra Pavarini, si repara en el siguiente pasaje: "(…) las circunstancias de que el ordenamiento contemple abstractamente algunas medidas alternativas de aplicación discrecional, no da ninguna seguridad respecto a su actuación ejecutiva. Al mismo tiempo, la ampliación de la gama sancionatoria, favorece la posibilidad de punir "de todas formas" donde, en ausencia de alternativas entre privación de libertad y libertad, consideraciones de oportunidad hubieran sugerido no castigar.

    En conclusión, no se sabe si, siguiendo esta estrategia de alternativas, las alternativas a la cárcel serán aplicadas en lugar o junto a la cárcel: ¿alternativas a la privación de libertad o alternativas a la libertad?. (49)

    Sobre la base de estas criticas se pudo decir que las alternativas más que sustitutos para la penas de encierro, constituían un auténtico complemento de la cárcel. Y éste efecto de complemento parecía deberse a varios motivos:

    1. En primer lugar, por su presunta benevolencia, las alternativas eran aplicadas más frecuentemente de lo que hubiera sido una condena de cárcel. Pero, al mismo tiempo, el cumplimiento del sustituto penal normalmente se aseguraba como una prisión subsidiaria, en forma paralela surgían nuevos motivos de encarcelamientos si aquellos no se ejecutaban. Así por ejemplo, en Inglaterra, "community service" (50), en caso de incumplimiento conduce a la imposición de penas privativas de libertad. Y de hecho Bárbara Huber señala, en base a literatura específica, que, en 1991, cerca de un tercio de las órdenes no cumplidas acabaron en una pena privativa de libertad.
    2. En segundo lugar, por cuanto, al descomprimir inicialmente el número de condenas a prisión, la cárcel, al poco tiempo, expandía su capacidad, por lo que, los tribunales, nuevamente podían sentenciar a esa pena.

    Por fin, el fracaso de estas alternativas respecto de los considerados delincuentes duros relegitimaba que, para estos, la cárcel era la única posibilidad. (51)

     

    1.3. EL PARADIGMA RESOCIALIZADOR. CRISIS Y PERSPECTIVAS DE FUTURO

    La orientación reformadora alcanza significativa importancia a finales del siglo XVIII –que es cuando se consolida la nueva pena privativa de libertad–, pero no es sino hasta bien adentrados en el siglo XIX, por los efectos que trae consigo la industrialización, que se generaliza y fortalece su meta resocializadora, hasta entonces marginada a determinadas instituciones del sistema penal. Desde aquel momento se asiste a una importante renovación en los sistemas penales internacionales –dirigida siempre hacia el objetivo resocializador– que llega hasta nuestros días, si bien con importantes trabas. (52) Unas trabas que están siendo edificadas a partir de los propios restos en que se está convirtiendo la panacea de la resocialización, debido a la crisis en la que actualmente se ve envuelta. Y es que la resocialización ha pasado, en un breve periodo de tiempo, de constituir la alternativa de futuro al Derecho Penal clásico a plantear graves dilemas con su consecuente puesta en entredicho. (53)

    El optimismo de los primeros momentos comenzó a decaer ante las graves objeciones que se iban vertiendo sobre ella, en torno sobre todo a la escasez de resultados prácticos. Esto sucedió en los años ’70 y desde entonces ha sido cuestionada. Como aspecto positivo debemos destacar, que promociona la persecución de nuevas vías resocializadoras no coactivas, y reaviva las esperanzas en una sucesiva abolición de la pena privativa de libertad –mediante la cada vez mayor, aplicación de sustitutivos y la sucesiva descriminalización de conductas–, su aspecto negativo es, por desgracia, más realista y, lo que es peor, mucho mas cercano. (54)

    Si se hace equivaler el término "reinserción" al proceso de introducción del individuo en la sociedad, y si es verdad que –como afirma Durkheim– la criminalidad es un elemento integrante de la sociedad sana, siendo esa misma sociedad la que produce y define esa criminalidad; coincidimos con Muñoz Conde que hablar de la resocialización del delincuente sin cuestionar al mismo tiempo, el conjunto normativo al que se pretende incorporarlo, significa aceptar como perfecto el orden social vigente sin cuestionar ninguna de sus estructuras, ni siquiera aquellas más directamente relacionadas con el delito cometido. (55)

    Dejémonos de tanto sueño utópico. Lo único real y cierto es que la cárcel sigue ahí, por mucho que no queramos verla, y mientras no desaparezca no podemos dejar en el olvido a los que en ella se encuentran. Es nuestra responsabilidad, es responsabilidad de toda la sociedad. El sistema penitenciario necesita una orientación definida; la imposibilidad de abolir la prisión impone esta necesidad; recordemos las palabras de Aniyar de Castro cuando planteó que el mejor sistema penitenciario es el que no existe. (56) No se debe, en consecuencia, dejar de ofrecer ayuda al condenado para su reinserción en la sociedad y en las normas. Retomemos la hipótesis de Foucault del ensanchamiento del universo carcelario a la asistencia anterior y posterior a la detención, de modo tal que este universo se tenga constantemente bajo el fuego de una observación cada vez más científica, que a su vez hace de ella un instrumento de control y observación de toda la sociedad. (57)

    La mayoría de los autores abogan por una resocialización encaminada por criterios de legalidad, o lo que es lo mismo, por una resocialización cuya meta debe ser que el sujeto concreto se adecue externamente a las normas imperantes en la sociedad, y no que asuma con naturaleza forzosa los valores "de los otros" que lo único que conseguiría seria afectarle en su autonomía, provocando en él "actitudes de resignación, apatía o perdida de identidad". (58) Rechazando algunos, por tanto, los "programas máximos" que no conformes con pretender que el sujeto respete externamente la ley aspiran a conseguir el convencimiento ético del individuo, o su adhesión interna a los valores sociales, violando con ello el primer derecho de cada hombre: la libertad de ser él mismo y de seguir siendo como es; en el fondo, implica una exigencia exagerada e iliberal, en cuanto supone la imposición de valores morales que el condenado puede perfectamente no compartir e incluso rechazar, al paso que también se nos filtra subrepticiamente una moralidad del Estado (…) que nada tiene que hacer en un Derecho Penal liberal y que cuadra mejor en un esquema político autoritario, por no decir totalitario. (59) Otros apoyan, en consecuencia, "los programas mínimos" con exclusivas pretensiones de facilitar al delincuente una vida futura sin delitos. (60)Este tipo de programa tiende a obtener, por parte del autor de un delito, una conducta respetuosa con la ley y los derechos de los demás. Este punto de vista, que considera términos correlativos "readaptación social" y mero "respeto de la legalidad" es consecuente con la estructura funcional del sistema sancionatorio penal: la norma penal contiene una serie de expectativas de conducta legalmente determinadas cuya frustración posibilita, bajo ciertas condiciones, la aplicación de la pena. (61)

    Autores como Eser, basan su propuesta en la "Pedagogía de la Autodeterminación" de V. Henting que consiste en ofrecer al penado distintas alternativas en el camino a su autorrealización, inculcándole, al mismo tiempo, más que el respeto por las normas penales una actitud positiva hacia los valores y bienes jurídicos que se esconden detrás de sus prohibiciones. Haffke, por su parte, nos habla de una "Terapia social emancipadora" que consiste en asignar a la ejecución de las penas privativas de libertad una doble misión: el respeto a la libre autonomía individual, junto al ofrecimiento al recluso de toda la ayuda necesaria para superar los problemas que le condujeron a delinquir. (62) Sin embargo, y muy a pesar de sus buenos propósitos, tampoco estas propuestas nos dan una solución efectiva al problema resocializador.

    Coincidimos con Sanz Mulas en el sentido de que ambas direcciones son acríticas respecto del sistema, carecen de contenido. Se limitan a legitimar las cosas tal y como están y no se detienen a cuestionar la cárcel en si misma sino que la aceptan como una amarga necesidad, como una realidad inevitable, cuando es precisamente esa realidad el principal obstáculo para llevar a la práctica tantas y tantas palabras bellas que se dan en la teoría. Y es que, tal y como alega Muñoz Conde, "por muy humana que sea –que no lo es, y muy bien organizado que esté el sistema carcelario –que no lo está-, mal se puede ofrecer solucionar los problemas del recluso, cuando el primero y el principal problema que tiene es estar precisamente en la cárcel". (63)

    Si bien la resocialización debe seguir siendo el inexcusable punto de referencia, debemos, no obstante, ser conscientes de que es indispensable analizar con cuidado su alcance, y no ignorar, en ningún momento, las limitaciones a las que esta sometida. (64) "Hay que tener cuidado –nos recuerda Young-, pues es común que dentro del guante de terciopelo de la terapia y el tratamiento se esconda la misma garra del hierro del castigo". (65) Ya que la rehabilitación propuesta en numerosas legislaciones penales del mundo ha contribuido en la practica a generar frustración, desesperanza y rebeldía contra una sociedad que cierra sus puertas a los exreclusos.

    Porque lo máximo que se puede perseguir, en aras al respeto de los derechos inherentes a la dignidad humana, es la evitación de un nuevo delito sin aspirar a cambiar las convicciones personales del condenado, buscando un cumplimiento de la pena que no termine en peores condiciones de socialización que las que presentaba antes. O lo que es lo mismo, se impone el criterio de la no desocialización como rector de la ejecución de la pena. Lo que nos conduce a afirmar el efecto fundamentalmente desocializador de la cárcel, tal y como la planteara la destacada criminóloga Aniyar de Castro. (66)

    Fin resocializador, como diría Sanz Mulas, pero no como imposición sino solo como oferta, y dada la fundamentación neopersonalista coherente. (67)

    Debemos destacar las ideas expuestas por Mapelli Caffarena cuando expresa que la resocialización penitenciaria no debe entenderse como un intento de buscar una salida a la crisis de la pena privativa de libertad a través de su perfeccionamiento y potenciación. Somos conscientes de que, a nivel programático, la pena de prisión no tiene más alternativas que desaparecer (….), así como ocurrió con las penas de tortura y de trabajos forzados. (68)

    Se busca una concepción limitada de la resocialización que le otorgue un contenido mínimo y básicamente abierto. Estamos llamados –a juicio de Silva- a apostar por medios liberales, comunicativos, de resocialización. A proponer estrategias que surgiendo de una corriente autocrítica en el seno de la Nueva Criminología vean la necesidad de pasar del idealismo al realismo, y tiendan a una disminución real y efectiva de la criminalidad desde perspectivas progresistas, abandonando viejas pretensiones de abolición, pero "sin infravalorar totalmente" –nos recuerda Pavarini- los efectos saludables de esta tensión utópica, de este optimismo de la voluntad particular en nuestra contingencia histórica- política. (69) Debemos andar, en definitiva, por el camino del Derecho Penal mínimo (70) a través de un concepto más realista y abierto de resocialización. Una resocialización que, no cabe duda, es más fácil de lograr fuera de los muros de la prisión, si por resocialización se entiende, como mínimo, no desocialización.

    Autores cubanos partiendo de que la resocialización es un proceso mediante el cual un individuo recibe tratamiento penitenciario con el fin de modificar su conducta delictiva y posteriormente se incorpora al medio social de origen, luego de haber permanecido, por un periodo más o menos prolongado, en una institución penitenciaria; han definido tres componente básicos para alcanzar el optimo tratamiento penitenciario, a tenor:

    1. Condiciones materiales y de vida adecuadas en los centros donde se extingue sanción;
    2. Personal con alto nivel de preparación y disposición para acometer el trabajo reeducativo;
    3. Existencia de programas de empleo y superación acordes a las características y necesidades de los reclusos. (71)

    La resocialización puede consistir, por tanto, en actividades que tienden a ampliar las habilidades sociales, hábitos, valores de libertad, a través de la educación, capacitación profesional, actividades deportivas; es contar con políticas activas que tiendan a morigerar el problema central de los reclusos: la restricción de su libertad; es mitigar los efectos negativos y desocializadores que genera el encierro.

    El proceso de resocialización se convierte así, en palabras de García Valdez, en una "plataforma de promoción social y un elemento de reconstrucción de la personalidad del delincuente afectada por el delito". (72)

    En concordia con lo planteado por Sanz Mulas es evidente que el debate en la actualidad ha variado de objeto. Sin abandonar la crítica de la resocialización en si misma, la discusión ha ampliado su campo y ahora llega hasta el cuestionamiento sobre la idoneidad o no de los medios usados en aras a su alcance. La discusión hoy en día gira sobre el tratamiento penitenciario y la incompatibilidad de sus objetivos con los medios de que dispone. Se asiste, en definitiva, al reconocimiento de la por encima inconciliabilidad entre tratamiento y privación de libertad. (73) El tratamiento penitenciario se ve, en pocas palabras, sometido a duras criticas, y la pena privativa de libertad que le sirve de marco de desarrollo es lógico se vea arrastrada por la crisis de aquel.

    ¿Es posible encontrar una nueva filosofía penitenciaria?

    La crisis da la filosofía del tratamiento resocializador ha dejado a los operadores penitenciarios con discurso desacreditado o, directamente, sin discurso. En general, se ven enfrentados a la necesidad de articular el viejo discurso desplazándolo hacia el futuro.

    Sin embargo, la situación esta llegando a su limite y la paradoja ya no resiste la prueba irrefutable de los hechos; la resocialización se percibe cada día más como un absurdo; hace 200 años que las instituciones totales vienen teniendo un efecto deteriorante y reproductor y, por ende, nunca podrán ejercer una verdadera función preventiva. Va siendo casi inevitable la necesidad de asumir esta realidad si se pretende elaborar un discurso que no recaiga en el absurdo y que haga algo más que profundizar la anomia actual, en la que apenas se balbucean trozos de un discurso en el que nadie parece creer o que, un tanto escatológicamente, ha devenido una materia de fe remitida al futuro, pese a su ínsita contradicción.

    Creemos que es tiempo de archivar el discurso del tratamiento resocializador fundado en la criminología etiológica y, especialmente, en la criminología clínica. Creemos llegado el momento de comenzar la elaboración de una filosofía de "trato humano reductor de la vulnerabilidad".

    La misma se diseña como guía, aspiración o fundamento teórico que implica la implementación de nuevas estrategias penitenciarias "aptas", capaces de hacer desaparecer paulatinamente las líneas divisorias que separan al presidio de la sociedad, con la consecuente transformación de la conciencia social sobre el tema, e idóneas para alcanzar los fines que las justifican; donde la relación entre los sujetos no se sustente en el binomio celador (a) –recluso (a) sino humano –humano y en el que los centros penitenciarios se presentan como talleres del saber y el mejoramiento humano.

    Presentándose como exigencias las siguientes:

    El recluso como objeto del tratamiento educativo, y eslabón fundamental entre la pena y dicho tratamiento;

    Tratamiento educativo basado en un sistema penitenciario progresivo;

    Oportunidades laborales y de superación profesional;

    Apertura de un proceso de comunicación e interacción entre la cárcel y la sociedad;

    Valoración de la personalidad del recluso;

    Personal penitenciario idóneo;

    Aseguramientos de condiciones de vida dentro de la prisión;

    Clima y un ambiente de superación, o sea, dotación de medios para el ejercicio responsable de la libertad.

    Un programa concebido sobre esta base iusfilosófica tendría un objetivo claro y posible: agotar los esfuerzos para que la cárcel sea lo menos deteriorante posible, tanto para los reclusos como para el personal; permitir que en cooperación con iniciativas comunitarias se eleve el nivel de invulnerabilidad de la persona frente al poder del sistema penal. Somos del criterio que un programa nunca puede resultar acto intrascendente ni elucubración abstracta si lo inspira la seriedad y lo propugna aquel sentido de responsabilidad imbíbito en toda personalidad u órgano consciente: cada programa no será más que el código de una conducta futura y el desarrollo del complejo conjunto de reglas previamente establecidas como corolario de experiencias anteriores y principios vigentes. Su importancia radica en la firmeza del propósito y no en la brillantez literaria de los preceptos que lo integran. Por eso, la formulación de cualquier documento programático encierra multitud de dificultades.

    Este requeriría un cambio de actitud en los operadores de las instituciones penitenciarias, incumbiéndoles la máxima responsabilidad a los profesionales de las áreas de ciencias sociales que operan en los sistemas penitenciarios y que tienen intervención con presos y personal. Creemos que esta nueva actitud solo se impondrá en la medida en que el propio personal vaya tomando conciencia del efecto deteriorante de su comportamiento sobre los presos y sobre si mismo. Esta conciencia está en alguna medida obstaculizada por la prohibición de sindicalización que rige entre el personal penitenciario, fundado principalmente en la organización jerárquica militarizada.

    Ya en todo el mundo se ha reconocido que los establecimientos penitenciarios organizados exclusivamente para castigar, tienen resultados negativos e indeseables más que positivos y readaptadores. Por eso, consideramos –sin abandonar nuestra posición abolicionista-, que la prisión de futuro deberá ser esencialmente escuela. Será escuela, donde junto a la instrucción propiamente dicha se desarrollen las facultades que distinguen al hombre de los demás seres de la naturaleza: criterio, voluntad, sentido de responsabilidad; facultades a desarrollar en cada individualidad. Sin ellas, podrá mantenerse al hombre como un ser natural; pero no podrá contarse con él como factor social, tal y como nos advirtió Jesús A. Portocarrero. (74) Debe hacerse de cada delincuente, en la medida de lo posible, un ser libre y autónomo y reformar en él los mecanismos sociales; enseñándole y cultivándolo después en él cuidadosamente, el principio de la obligación social, imperativo necesario de toda convivencia. Recordando el concepto de persona de William James, hay que capacitarlo para el esfuerzo humano, orientado por la perspectiva de alcanzar un fin. Persona es, en efecto, para William James, todo ser que lucha para la consecución de fines. Importa capacitar al hombre para una preocupación y una acción finalista. El delito es también un fenómeno finalista, sólo que dirigido a una finalidad inmoral y antisocial. La persona, según el concepto de Brightman, es una potencialidad de valores de un orden superior. La potencia se convierte en acto cuando la personalidad ha alcanzado su completo desarrollo y se desenvuelve dentro de los cauces de lo normal. Observa justamente Brightman (75) que la simple potencialidad de valores morales existe incluso en la persona no desarrollada, por ejemplo en el menor. También se ofrece en el delincuente. Lo que importa es orientar o rectificar su personalidad, (76) en el sentido de hacerla apta para la concepción y práctica de esos valores de un orden superior. Por eso, la pena ha de cumplir un fin de rectificación.

    Debido a los nefastos resultados de las cárceles, de la aplicación de penas y de todas las medidas para reprimir la delincuencia, ya hay numerosos autores que hablan del fracaso de la pena, del Derecho Penal, o cuando menos de que estos atraviesan por una crisis muy importante, que ha venido incrementándose a partir de cuando se comenzó a buscar la readaptación del delincuente, sin que la prisión respondiera a ello.

    En la realidad son poco congruentes al tratar, por una parte, de que el Estado imponga un castigo a quien ha delinquido, lo que implica causarle un sufrimiento más o menos grave, que no solo le afecta en lo personal sino que a toda su familia y, por otro lado, pretender que, al hacerse efectivo ese castigo, se imparta tratamiento, que implica "protección", en contra de un posible padecimiento "social". Y se es mayormente incongruente, cuando se quiere aplicar el "tratamiento", sin saberse que padecimiento se ha de combatir, ya que, en la inmensa mayoría de los casos "no se ha diagnosticado al sujeto", tal y como refiere Solís Quiroga. (77) Es indudable y elementalmente lógico que solo se puede prevenir eficientemente un fenómeno combatiendo sus causas.

    Debe pues, según este ultimo autor, estudiarse al individuo interdisciplinariamente, desde los puntos de vista medico, pedagógico, psicológico y social, para poder diagnosticar y definir el tratamiento, pero éste, que es protección efectiva, no es compatible con el afán de imponer sufrimientos al transgresor. (78)

    Razones que nos conllevan a afirmar que el tratamiento es la intervención de un equipo técnico criminológico, es decir, interdisciplinario, que cubra las áreas psicológica, social, pedagógica y médica, para dar la atención requerida por el interno. Donde la función primaria de ese equipo es evitar la prisionalización del interno, mantener su salud física y mental, romper la estigmatización y prepararlo para el muy probable etiquetamiento. Además, impedir que pierda el tiempo, utilizándolo en algo útil como el aprendizaje de un oficio, mejoría en el nivel académico, o el desarrollo de una profesión.

    Se ha criticado duramente, tal y como reflexiona Zaffaroni, (79) la ideología del tratamiento, o sea, la teoría que pretende asimilar la pena a un "tratamiento" terapéutico y somete la duración de la misma a las supuestas necesidades de ese "tratamiento", sin guardar relación con la magnitud del delito.

    Efectivamente, la ideología del tratamiento lesiona el principio de racionalidad de la pena, se enmarca en una etiología individualista que niega lo social y puede ser fuente de múltiples abusos. Entonces, una forma de sustituir la prisión es convertirla en una institución de tratamiento. "La transformación de la prisión en institución de tratamiento tiene por finalidad la desaparición de todo carácter penitenciario". (80) En cuanto la prisión se convierte en institución de tratamiento, no es más prisión.

    Ya Ruiz Funes decía que "si la prisión al justificar sus fracasos y subsistir como una institución de fines, será obligado que se convierta, de lugar más o menos confinado de contención, en auténtica escuela de reforma. (81)

    Y Pizzotti asegura que "será prácticamente imposible que se pueda llegar a la readaptación de los condenados si no se hace desaparecer el ambiente antinatural y artificial, que predomina. (82)

    Estamos seguros de que la transformación es posible, y los experimentos realizados incitan al optimismo, y a pensar no en grandes establecimientos de castigo, no en enormes catedrales del miedo o universidades del crimen, sino en instituciones de tratamiento.

    Se debe cambiar la usual actitud pasiva de "esperar por el tratamiento", hacia una concientización del sujeto para tomar parte activa en él. Di Tullio, el gran maestro italiano, afirma que "es necesario dar al detenido la sensación de que no es solamente un número, un culpable rechazado por la sociedad, sino un hombre entre los hombres". (83) Cada hombre es el escultor de sí mismo, según una conocida frase de Taine, y hay quien, con un sentido clásico de las proporciones, dirige todos sus esfuerzos a contener las suyas dentro de la normalidad, y otros que, atacados de daltonismo moral, son incapaces de conocer las monstruosidades de su espíritu, según el viejo concepto de Venturi, y las dejan crecer espontáneas y desarrollarse con características de caricatura. No en vano Funes ha planteado que la auto-filia es el germen de la paranoia. (84)

    La base de toda readaptación debe ser el obtener la plena salud física y mental, dentro de lo factible. Después, debe intentarse su reincorporación a la vida familiar, de trabajo y al grupo social al que pertenece, normalizando, cuanto fuere posible, sus actividades personales. Esto constituye la verdadera readaptación social –a juicio de Solís Quiroga-, (85) pero ella no es compatible con la represión y el castigo, aunque se requiera, forzosamente, de cierto grado de control del sujeto, para imponer el tratamiento de preferencia contando con su voluntad.

    Funes es sensato al decir que la pena de prisión ha de concebirse y organizarse con el pensamiento puesto en la mira de repersonalizar al delincuente. La personalidad del reo puede no estar desintegrada o desviada y ser su delito la obra de una personalidad normal. La pena entonces ha de cumplirse de modo que no la altere, aspiración de logro difícil, porque uno de los inconvenientes de la pena tradicional de privación total de libertad consiste en que deprime o disuelve las personalidades normales. Pero cuando se trate de una personalidad débil o anormal, la prisión ha de aspirar a fortalecerla o a curarla. (86)

    En consecuencia, su estancia en la prisión tendrá que aprovecharse para hacerle aprender a pensar y a buscar la verdad, allí donde estuviere, y a fijar con precisión las leyes del discernimiento. En tanto, que, con el reforzamiento paulatino de la voluntad, iremos alejando cada vez, con mayor celeridad, el trágico fantasma de la abulia: poblador de prisiones, destructor de vidas y perturbador de sociedades.

    Para todo exdetenido, la reinserción plantea innumerables dificultades. Pero hay que comprende que la delincuencia es, en ciertos casos un enfermedad incurable. Un detenido con buena voluntad que ha recapacitado durante sus años de encarcelamiento, que ha tomado gusto al trabajo, sabe que vida quiere llevar en adelante. Tiene una idea clara de su pasado y de su porvenir. Entiende porque ha pasado por tantas aflicciones y sufrimientos. Y recuerda con nostalgia sus años de infancia. (87)

    Tal y como nos dice Amadou Cisse, su mayor anhelo es tener una segunda oportunidad. (88) Termina por entender a la sociedad, algo que no había logrado antes porque no se había molestado en pensar en ello ni en observar el comportamiento de su prójimo.

    La reinserción esta erizada de obstáculos que solo los más intrépidos consiguen eludir. El mayor problema reside en los contactos que exige la vida en sociedad: el exdetenido necesita ante todo contar con la comprensión de los demás. (89) Un régimen penitenciario, a juicio de Portocarrero (90) -criterio con el que coincidimos-, sólo será eficaz cuando a su través, la sociedad logre alcanzar en grados sino absolutos, al menos apreciables, la reforma individual anhelada: únicamente entonces, es cuando podrá decirse de la prisión lo que deseamos que ésta sea: escuela de ciudadanos y valladar a la reincidencia delictiva.

    Esta antinomia entre el delincuente y la sociedad es el principal obstáculo para que la prisión cumpla sus funciones. Más de sesenta años después del Congreso de Cincinnati, Abrahamsen lo preciso con justeza. "La sociedad es responsable ante el delincuente –escribe-, al menos hasta cierto punto, porque algunas de las causas de las actividades antisociales están enraizadas en ellas". También el delincuente es responsable ante la sociedad. (91)

    Lo que importa en relación con la pena, y con preferencia a cualquier otra preocupación, es el futuro del penado. Por eso, siempre según Seleilles, debe mirar al porvenir, no al pasado; al hecho por realizar y al resultado a obtener, más que al crimen cometido. (92)

    Como parte de nuestra línea de pensamiento iusfilosófica, proponemos a nuestro juicio una construcción teórica articulada en diez puntos correspondiente a un trato humano reductor de la vulnerabilidad:

    Simetría funcional de los programas dirigidos a reclusos (as) y exreclusos (as) con los programas encaminados al ambiente social y a la estructura social.

    Se debe prestar atención, no menor que la que se dedica al desarrollo de los servicios ofrecidos a las personas recluidas y exrecluidas, a la acción dirigida a hacer más idóneas las condiciones existentes en la familia, en el ambiente social y en la estructura de las relaciones sociales a las cuales el detenido regresa. La labor de reintegración y el trabajo social correspondiente se extienden a aquellas relaciones sociales y, por ello, implican roles, competencias y sujetos no comprendidos en el cuadro tradicional de los operadores del tratamiento educativo penitenciario. Cuando parezca oportuno, deben promoverse oportunidades de reinserción "asistidas" en un ambiente distinto del original. Se debe comprometer a los organismos institucionales y comunitarios competentes en la acción dirigida a asegurar la formación profesional y la ocupación estable de los reclusos.

    Presunción de normalidad del recluso (a).

    Debe abandonarse en todas sus consecuencias prácticas la concepción patológica del recluso(a), propia de la criminología positivista. (93) La única anomalía específica que caracteriza a toda la población carcelaria es la condición de recluso(a). Esta debe ser tenida en cuenta en los programas y servicios que tiene, en parte, la finalidad de reducir los efectos perjudiciales de la institución.

    En fin, el(la) recluso(a) no es tal porque sea diferente, sino que es diferente porque esta recluido(a). Los programas y servicios que se le ofrecen deben ser elaborados y realizados sin interferencia alguna con el contexto disciplinario de la pena. Desde este punto de vista, los dos puntos de referencia del concepto de "tratamiento" –por una parte, la disciplina penal y, por otra, los programas de educación y asistencia –son sometidos a una clara diferenciación funcional. En el primer caso, se trata de prácticas a las cuales es sometido el(la) recluso(a) y de las cuales es "objeto"; en el segundo caso –en la concepción que sostenemos-, se trata de servicios y oportunidades que se le ofrecen y respecto a las cuales el(la) recluso(a) es sujeto, también en el sentido en que su oferta y contenido dependen de su demanda y sus necesidades. Para facilitar esta diferenciación funcional, sería recomendable una operación semántica: llamar con nombres diferentes a dos "cosas" entre ellas distintas e irreconciliables.

    Exclusividad del criterio objetivo de la conducta en la determinación del nivel disciplinario y la concesión del beneficio de la disminución de pena y de la libertad condicional. Irrelevancia de la supuesta "verificación" del grado de resocialización.

    La separación estricta entre condena, disciplina y programas de reintegración social exige tener en cuenta solamente criterios específicos, objetivables para la progresión de los(las) reclusos(as) en los diferentes regímenes de severidad disciplinaria y para la consecución de beneficios.

    Por otra parte, el juicio sobre la conducta del(la) condenado(a), con el fin de conceder los beneficios correspondientes, no sólo no debe estar limitado a la ausencia de infracciones, sino que debe extenderse a elementos positivos, como el trabajo, la prestación de servicios útiles, la instrucción, entre otros. Esto significa que, en esta fase de su definición judicial, la ejecución penitenciaria, puede transformarse de intercambio negativo (infracción – pena), en intercambio positivo (buena conducta – libertad).

    Criterios de reagrupación y diferenciación de los programas independientes de las clasificaciones tradicionales y de diagnosis "criminológicas" de extracción positivista.

    Superando criterios tradicionales de diagnosis criminológica y clasificación de los reclusos –coincidimos con Granados Chaverri-, en que los criterios de selección y reagrupación se deben orientar hacia cuatro objetivos:

    1. Facilitar la interacción del recluso(a) con la familia y su ambiente social.
    2. Reducir las asimetrías en las relaciones entre reclusos(as), a través de los programas de tratamiento educativo.
    3. Optimizar las relaciones personales con el fin de mejorar el clima social en la cárcel y obtener espacios amplios de solución colectiva de conflictos y problemas, que eviten soluciones violentas y autodestructivas.
    4. Permitir una diferenciación racional de los programas y de los servicios con base en las necesidades y en las demandas. (94)

    Extensión diacrónica de los programas. Continuidad de las fases carcelaria y postcarcelaria.

    Si los programas y servicios son independientes del contexto punitivo –disciplinario, su contenido no necesita ni admite divisiones rígidas ni soluciones de continuidad relativas a la condición de recluso(a) o exrecluso(a).

    Relaciones simétricas de los roles.

    Uno de los defectos más notorios en los servicios de reintegración social y asistencia en la cárcel es la insuficiente valoración de la personalidad y la demanda del(la) recluso(a), así como la asimetría entre poder e iniciativa que caracteriza a la interacción entre operarios(as) y reclusos(as). Esta es una consecuencia de la interferencia del contexto penal disciplinario con los programas de asistencia y reintegración social. Esta interferencia coloca los programas dentro de un cuadro autoritario e institucional inadecuado para la realización de las concepciones pedagógicas y asistenciales más modernas y adelantadas. Es muy importante promover las condiciones para que la relación recluso(a)-operador se desarrolle entre sujetos y no entre portadores de roles de asimétricos.

    Reciprocidad y rotación de los roles.

    La cárcel es también una comunidad de frustraciones, que se extiende a todos los actores implicados en los diferentes roles: reclusos(as), educadores, médicos, asistentes sociales, funcionarios de prisiones y administradores. Todos, en diversa forma, son condicionados negativamente en su personalidad por la contradicciones de la cárcel: sobre todo por la contradicción fundamental entre "tratamiento -pena". La salud mental de los operadores no está menos amenazada que la de los(las) reclusos(as) por la alineación general que caracteriza las relaciones entre personas y entre roles del mundo carcelario.

    Desarrollar en todas sus consecuencias el principio de la simetría en las relaciones entre los roles de(la) recluso(a) y operador es la premisa para crear condiciones aptas para la reciprocidad y la rotación de los roles. Reciprocidad de los roles significa que la interacción entre sus portadores se transforma de funciones institucionales en oportunidades de auténtica comunicación, de aprendizaje recíproco y, por tanto, también de alivio de la perturbación, así como de liberación de los frecuentes "síndromes de frustración".

    Rotación de roles significa valorar, más allá de las competencias profesionales y de estructuras jerárquicas de la organización, las competencias y aportaciones de cada actor-recluso(a), de cada operador y administrador, e ir a la solución colectiva de los conflictos y perturbaciones; significa, en suma, promover la construcción de programas y servicios, así como la realización de los mismos.

    De la anamnesis (95) criminal a la anamnesis social. (96) La cárcel, como oportunidad general del conocimiento y toma de conciencia de la condición humana y las contradicciones de la sociedad.

    El malestar general, los conflictos que caracterizan el microcosmos carcelario reflejan fielmente la situación del universo social. El drama carcelario es un aspecto y un espejo del drama humano. En otras oportunidades se ha defendido la sustitución, en función pedagógica, de la anamnesis criminal por la anamnesis social por parte del(la) recluso(a). Está dirigida la reconstrucción de la propia historia de vida en el contexto de la sociedad en el que se halla insertado. La piadosa finalidad de la enmienda, del reencuentro consigo mismo por parte del individuo aislado (esta finalidad corresponde al origen de la concepción celular de la cárcel), se debería entonces sustituir por el reencuentro de la conexión entre la propia historia de la vida y el contexto de los conflictos sociales.

    Este proceso cognoscitivo consiste en facilitar, a través del desarrollo de la conciencia política, una actitud distinta a la reacción individualista, de búsqueda de soluciones expresivas de conflictos estructurales.

    La cárcel puede transformarse en laboratorios de producción del saber social; indispensable, por tanto, para la emancipación y el progreso social. (97)

    Valor absoluto y relativo de los roles profesionales. Valorización de los roles técnicos y "destecnificación" de la cuestión carcelaria.

    Se trata, con este último punto, de extraer todas las consecuencias de una estrategia de reintegración social que considera como una de sus premisas una progresiva desinstitucionalización del control de la desviación, así como, también, uno de sus objetivos finales. La continuidad de los programas de intervención, dentro y fuera de la cárcel, su doble dirección, dirigida al recluso(a) y a la sociedad, la rotación de los roles, la extensión potencialmente universal de las competencias para conocer, pensar y actuar en el ámbito de dicha estrategia, éstos y otros aspectos del programa tienen una consecuencia que puede ser identificada con la fórmula "destegnificación". (98) Destegnificación significa en éste contexto algo muy diferente a la "eliminación de los roles técnicos" de los operadores profesionales en la cárcel. Por el contrario, los principios de la estrategia de reintegración social que están aquí representados requieren, como es fácil reconocer, la valoración de la profesionalidad en todos los roles técnicos de la organización carcelaria y de la asistencia post-carcelaria.

    No hagamos que las palabras de Louis Perego se reafirmen y el trato humano reductor de la vulnerabilidad pase a figurar en la lista de palabras huecas y sin sentido, (99) tal y como está hoy la reinserción.

    Partes: 1, 2
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