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Minimalismo (página 2)


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Desde el modelo histórico subjetivo que propone Foster, pero esta vez (re)leyendo la historia como si se tratara de un sujeto psicoanalítico, un acontecimiento únicamente lo registra otro que lo recodifica; llegamos a ser quienes somos sólo por acción diferida[7]. O en la expresión de T. S. Eliot con que Piglia da inicio a Respiración artificial: we had experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience. Y Derrida citado por Foster: Lo que se vuelve enigmático es la idea misma de primera vez. Y casi como si completara la expresión de Eliot: es por tanto el aplazamiento lo que está en el inicio[8]. Y Alejandro Dolina en su programa radial: "La venganza será terrible": en la post-modernidad, todos somos Pierre Menard

Y Sontag: Al artista le resulta casi imposible escribir una palabra (o producir una imagen o ejecutar un ademán) que no le traiga el recuerdo de algo ya logrado[9].

Es una idea extendida que el arte minimal constituye el final de la Vanguardia y la Modernidad y el comienzo del la Postmodernidad y el arte postvanguardista. Según Foster, el minimal habría sido el ataque más certero al "vanguardismo formalista", representado en la crítica y la historia del arte de los años sesenta por Greenberg y Fried[10]

Y continúa el análisis de Carreño (2003), Foster asumiría la idea de "moderno" o "modernista" del propio Greenberg, como categorías afines o sinónimas de "formalista", y vería en la autonomía artística su presunta razón de ser. De allí la crítica negativa de Greenberg y Fried, para quienes la escultura minimal suponía una ofuscación de la autonomía formal del medio artístico definido, y vuelto a definir al interior de un proceso de "vanguardia", del que se pretendía que hallaría en las progresivas rupturas consecutivas, impacto en el ámbito de lo público. Según Foster, Greenberg al defender la autonomía artística, vería en el minimal un tipo de arte que se alinea con la política institucional que le da cabida, invalidando así sus eventuales poderes críticos, antiacadémicos y novedosos, prerrogativas éstas de la auténtica vanguardia. Las razones por las que Greenberg califica al minimal de arte pequeño burgués disfrazado de arte avanzado, serían las del abandono de las convenciones de los géneros en las que residiría la especificad de lo artístico. Las rupturas "vanguardistas" deben ser realizadas en el marco convencional del lenguaje que es propio de cada forma artística; esto implica una visión de la historia del arte moderno en el que se omiten (¿reprimen?) las vanguardias transgresoras tales como el surrealismo y el dadaísmo, y en el que la estructura profunda del progreso está marcada (y dictada) por la línea abstracta. La falta de calidad del arte minimal, por tanto, se concreta [para Greenberg] en una carencia no tanto de complejidad formal o de composición y, menos de proporción, sino en que sus formas (en sentido amplio, sus características formales) no sean "sentidas", "inspiradas", o correctas. No hay nada objetivamente incorrecto en el arte minimal, porque esto no tiene sentido. (…) De lo anterior se sigue que el rechazo del minimal se debe a motivos relacionados, en el caso de Greenberg, con presupuestos de tipo humeano[11]

En La norma del gusto (1757), Hume busca explicar el rango ontológico de las propiedades estéticas y la competencia de los buenos jueces en materia de apreciación estética a través de la parábola cervantina de los parientes de Sancho, entendidos en vinos. Dice Sancho: A dos de mis parientes les pidieron en una ocasión que dieran su opinión acerca del contenido de una cuba que se suponía era excelente (…). Uno de ellos lo degusta, lo considera y tras maduras reflexiones dice que el vino sería bueno si no fuera por un ligero sabor a cordobán. El otro (…), pronuncia también su veredicto a favor del vino, pero con la reserva de cierto sabor a hierro.[12] En un principio, los catadores fueron ridiculizados, pero al vaciar la cuba, se encontró en el fondo una vieja llave atada a una correa de cuero. Independientemente del hecho señalado por Gérard Genette (1997) de que un diagnóstico no es una apreciación, y de que no se puede saltar del plano de los hechos al plano del valor sin defecto lógico; lo que Hume busca mostrar es que aunque es verdad que la belleza y la deformidad no son cualidades de los objetos más de lo que puedan serlo lo dulce y lo amargo, (…) debe admitirse que hay ciertas cualidades en los objetos que por naturaleza son apropiadas para producir estos sentimientos particulares. (…) Cuando los órganos de los sentidos son tan sutiles que no permiten que se les escape nada, y al mismo tiempo tan exactos que perciben cada uno de los ingredientes del conjunto, denominamos a esto delicadeza del gusto[13].

Greenberg, que confiaba ciegamente[14] en su delicadeza del gusto, no veía en las producciones minimal esas cualidades del objeto capaces de despertar el sentido del gusto, y con él los juicios y la experiencia estética propiamente dicha.

En la visión greenbergiana, las propiedades estéticas de las obras son disposicionales, emergen a la existencia, se actualiza su valor de uso (estético) cuando la experiencia entre el sujeto y el objeto es la adecuada; la subjetividad del juicio del gusto queda salvaguardada del relativismo mediante el consenso basado en la tradición (lo que en Hume equivaldría al conjunto de los veredictos de los expertos), en la comparación con obras maestras de la vanguardia, en cuya familiaridad se ha educado el gusto del crítico

Michael Fried, por su parte, considera que la "literalidad" y la "teatralidad" del arte minimal atacaban convenciones muy arraigadas en la práctica productiva, interpretativa y crítica del arte… (…) tachaba la escultura minimal de objetual y literal, adjetivos que suponen su segregación del ámbito de lo artístico. Un objeto no es una obra de arte sólo por ser exhibido o tratado como tal; para funcionar como una escultura ha de superar de alguna manera la pura objetualidad[15].

Nelson Goodman en Maneras de hacer mundos (1978) describe como el cuarto síntoma de lo estético (en un elenco de cinco características que nos permitirían saber cuándo un símbolo está funcionando como obra de arte), la ejemplificación, a saber, un símbolo, posea o no denotación, simboliza en la medida en que funciona como una muestra de las propiedades que posee literal o metafóricamente[16]. En este sentido, las obras de arte no sólo muestran algo bajo una determinada luz, sino que poseen las propiedades de aquello que muestran: (e)l Guernica de Picasso representa un episodio de la Guerra Civil, pero también expresa la crueldad de la guerra y ejemplifica un uso particular del color gris[17]. Un signo, como una muestra, especifica ciertas propiedades y no otras. La muestra de sastre es un ejemplo de textura, color, etc., pero no lo es del tamaño o de la forma.[18] Entonces, en principio, las obras de arte, por contraste, son muestras cabales o ejemplificaciones tautológicas de sí mismas, en la medida en que todo en ellas es relevante al análisis o la observación[19].

Arthur Danto ha propuesta una teoría del arte en que no hay correlación ni unidad acrítica entre obra y objeto; en "The Transfiguration Transfigured" (2007) argumenta que una obra de arte consiste en aquellas partes y propiedades del objeto seleccionadas por el significado. El peso en kilos, o el tamaño en centímetros cuadrados, no son usualmente parte de la obra. Cuáles sí lo son, es un asunto de interpretación. La estructura de la obra es una fusión de significado y materia que es paralela a la fusión de cuerpo y alma en un ser vivo[20].

Sin entrar en el análisis de los otros cuatro síntomas  de lo estético (densidad sintáctica, densidad semántica, plenitud relativa y referencia múltiple y compleja), podría pensarse heurísticamente en las producciones minimal como obras que ejemplifican ejemplarmente la ejemplificación goodmaniana.

Desde la perspectiva crítica de Carreño, la objetualidad es uno de los temas centrales del minimal, pero no en el mismo sentido en que lo era la opticalidad o la visualidad formalista. El objeto minimal no está exento de una dimensión simbólica, aun cuando ésta tenga que ver consigo mismo. Y nuevamente, sin avanzar aún en el análisis de la posible auto-indexicalidad de las obras minimal, ni tampoco sobre el carácter presuntamente tautológico de sus producciones, resulta útil (a una comprensión post-formalista) contemplar la posibilidad de una dimensión del significado que tiene que ver con la configuración formal de la obra, pero que también puede servir a los fines de una iconografía de la ausencia.  

Ni Judd ni Morris tratan de buscar las objetualidad por sí misma, aplicando el argumento reductivista a la escultura. Menos aún pretenden realizar objetos sin cualidades, o que no se aprecien por ellas. (…) Para Judd es prioritario señalar la inseparabilidad de sustancia y accidentes. El color la forma y el material parecen indisociables, de ahí que utilice formas claras, contornos definidos, composiciones seriales, superficies pulidas y colores sólidos. (…) Para Morris es prioritario señalar hacia la experiencia en la que el objeto llega a reconocerse como tal, a la relación sujeto-objeto[21].

Los objetos minimal se refieren a su objetualidad, la subrayan o señalan, no se despojan de lo accidental o externo desde el punto de vista de la división  en géneros de las artes (por ejemplo: la ilusión de tridimensionalidad en la pintura, la planitud en la escultura) sino de una ontología superpoblada; reducen el universo (artístico, pero también cósico) de lo que hay, a uno, dos o tres… entidades, por eso son algo más, y no sólo "literalmente", objetos[22]. Parecen invocar a una atención original, a la cualidad de cosa del objeto. El arte tradicional invita a mirar. El arte silencioso engendra la necesidad de fijar la vista. El arte silencioso permite -por lo menos en principio- no liberarse de la atención, porque, en principio, no la ha reclamado[23]. Ahí está el objeto como objeto, aquí y alrededor de él, o en cierta posición respecto de él, nosotros, yo como sujeto. Sin embargo (y esto molestaba a Fried), las propiedades materiales del objeto no dan la impresión de estar al servicio de una experiencia (estética) en la que ya no se perciban como materiales, sino espiritualizadas, cargadas de sentido. El sentido, a través de la forma, modifica al objeto en obra de arte diferente de la cosa física[24]. Las propiedades del objeto no buscan el efecto (literal) en el resalto de sus características formales, no enuncian una articulación interna significativa e informe, no privilegian ninguna forma respecto de otra, es decir, ningún punto de vista, o ningún orden, y por ello (el objeto minimal) se comportaría, según Fried, como un(o) cualquiera[25]. En este sentido, las producciones minimal son teatrales, toda vez que su éxito artístico descansa en la puesta en escena de obras de arte colocadas en el mismo espacio arquitectónico (escénico) que los cuerpos de los espectadores, es decir que la obra pone en tela de juicio su propia autonomía ontológica al compartir el espacio de la representación; sumado a ello, las habituales dimensiones antropomórficas de las esculturas minimal, favorecen la sensación de ser alcanzado por un efecto más que por el contenido de una forma.

La obra sería teatral porque no conseguiría la unidad formal en sí misma, con independencia de su colocación espacial y porque, igual que el teatro, exigiría siempre una audiencia (…) la obra minimal está incompleta sin el espectador al que ha estado esperando. Lo peor sería que, aunque presuntamente persiga la mera objetualidad, el objeto minimal exige del espectador el comportamiento adecuado no ya ante objetos, sino ante personas. El arte minimal no habría abandonado el simbolismo, sino que se habría convertido en el símbolo de un cuerpo desalmado, vacío, autoritario. El aura que mantiene la escultura minimal, a pesar del principio de repetición, consiste en la enfadosa propiedad de devolver la mirada. Como en la celebración de un rito el espectador del minimal participaría en la revelación de una presencia[26].

De todas maneras, la crítica de Fried no se refiere exclusivamente a que el minimal ponga el acento de la experiencia artística en la fenomenología de la percepción de la obra de arte, sino que tanto el sujeto como la escultura, se presenten cargados sólo de mera corporalidad (exterioridad).

Volviendo sobre nuestros propios pasos: hay una movimiento que se produce a principios de los sesenta, y que halla en expresión de Richard Wolheim, el nombre de "arte mínimo", luego minimal, luego minimalismo… para los críticos formalistas, emblemáticamente Greenberg y Fried, el minimal oculta algo casi desleal; no se trata de un juicio sobre sus propiedades formales, ya que no parece del todo discontinuo con un proceso modernista de conquista progresiva de la abstracción y particularidad de cada medio artístico, hay otra cosa… quizás un salirse de la gramática de los lenguajes artísticos, una cierta cualidad híbrida, una presencia descentrada, opaca o bien transparente, pero que no dice lo que dice en lo dice, cuando Frank Stella pronuncia su enigmática y preclara sentencia: what yo see is what you see, tenemos la impresión de que no debemos tomar literalmente la expresión literal, hay un eco irónico latente… las obras minimal parecen intimidar de una manera que no parece corresponderse del todo con esta anodina expresión descriptiva… es como si lo antropomórfico, lo teatral, lo aurático resurgiera en forma de presencia. Del otro lado, críticos post-formalistas ven en el minimal algo apropiado: silencio, ironía, incomunicación, sustracción de los elementos deleitables, recodificación de lo traumático de la primera vanguardia, austeridad, conciencia crítica de la historia, tematización y crítica de un espíritu de época en el uso de procedimientos industriales, y toda la carga aneja de des-romantización de la creación artística.

¿Qué dice una obra minimal si sólo dice lo que dice cuando sólo dice lo que dice?

II. La interpretación fenomenológica de Didi-Huberman.

Lo que vemos, lo que nos mira (1992), no es un libro sencillo; de hecho parece el tipo de obra con la que uno se enfrenta ansioso de postrera incomprensión, valga como lenitivo que su rechazo manifiesto de cierto espíritu bivalente, y un ánimo doctamente intranquilizador, nos ponen a resguardo y en el resguardo de lo entendido a medias. No por eso deja de ser de inmenso provecho para abordar el minimalismo; y no sólo al compararlo con las más escuetas interpretaciones de la estética analítica, también se presenta como un trabajo que echa nueva luz sobre las propias lecturas fenomenológicas del minimal.

Huberman compone (y luego descompondrá) dos tipos de actitudes, encarnadas por el hombre de la tautología y el hombre de la creencia, lo que vemos no vale -no vive- a nuestros ojos más que por lo que nos mira[27]; ejemplifica este aserto con un pasaje del Ulises de Joyce en el que Stephen Dedalus está frente a su madre agonizante; cuando los ojos de ella se cierran definitivamente, él siente que es mirado por primera vez. Pasar de la madre muerta a las obras de arte, implica en el texto de Huberman, partir de una situación ejemplar y fatal en la que la cuestión del volumen y el vacío se plantea de manera irremediable a nuestra mirada. Es la situación de quien, ante él, se encuentra cara a cara con una tumba que posa los ojos sobre él (…). Por un lado está lo que veo de la tumba, es decir la evidencia de un volumen, en general una masa de piedra, más o menos geométrica, más o menos figurativa, más o menos cubierta de inscripciones (…) el mundo del arte y el artefacto en general. Por el otro, está -diré de nuevo- lo que me mira, y lo que me mira es una situación tal que ya no tiene nada de evidente, puesto que al contrario se trata de una especie de vaciamiento (…), a saber, el destino del cuerpo semejante al mío, vaciado de su vida, de su palabra, de sus movimientos, vaciado de su poder de alzar los ojos hacia mí. Y que sin embargo en un sentido me mira -el sentido ineluctable de la pérdida aquí en obra[28]. El hombre de la tautología recusa el aura del objeto; lo que ve es lo que ve y punto; cumple con una visión que responde a la estricta evidencia de lo que hay (fenoménicamente, como si dijéramos: en la superficie, aunque esta precisión carecería de sentido para tal ethos ontológico que confina lo nouménico, como alguna vez dijera Borges de la metafísica, al ámbito de la literatura fantástica). El hombre de la creencia, por el contrario, se comporta como el discípulo de Cristo, quien al llegar a la tumba vacía, vio y creyó (et vidit, et  creditit), según reza el relato de san Juan. ¿Qué es lo que ve? Nada, justamente. Y es esa nada (…) ese vacío de cuerpo, lo que habrá de desencadenar para siempre toda la dialéctica de la creencia[29].  

El otro texto literario que escoge para ilustrar la diferencia entre las dos actitudes estéticas, éticas, y existenciales frente a lo que podemos ver y por lo que podemos ser vistos, es la conocida parábola de El Proceso de Kafka, en la que se describe la situación de un aldeano frente a una puerta custodiada por un guardián, a la que nunca consigue entrar, por mucho (la indefinida extensión de su vida adulta) que suplique. Frente a la imagen -si aquí denominamos imagen al objeto del ver y la mirada- todos se paran como frente a una puerta abierta a través de cuyo marco no se puede pasar, o no se puede entrar: el hombre de la creencia quiere ver algo más allá (es el aldeano, en su acto de miserable búsqueda); el hombre de la tautología se vuelve en el otro sentido, de espaldas a la puerta, y pretende que no hay nada que buscar en ella, y que cree representarla y conocerla por la simple razón de que se instaló a su lado (es el guardián, en su acto de miserable poder)[30].

Si el cenotafio o el umbral intraspasable funcionan como las figuras paradigmáticas de la actitud del hombre de la creencia, quizás las figuras minimal lo hagan para el segundo; así inicia Huberman un argumento narrativo que está al acecho por volverse contra sí mismo. A primera vista, continúa, la pequeña fábula filosófica ensayada, encontraría en esos paralelepípedos privados de toda imaginería, de todo elemento de creencia, voluntariamente reducidos a esa especia de aridez geométrica, los objetos tautológicos (volúmenes asintomáticos) del hombre de la tautología. 

Donald Judd y Robert Morris hablan de eliminar toda ilusión, de crear objetos específicos, objetos que no exigirían sino ser vistos por lo que eran; de esta manera, parece, comprender su programa de acción es comprender el elenco de las interdicciones a lo que puede ser producido, al modo de hacerlo, y al de percibirlo. El desafío, desde una perspectiva materialista, podría entenderse como la minuciosa privación de elementos que dieran pie al hombre de la creencia a desarrollar su vicio (la credulidad); Morris cargando contra la escultura de tipo iconográfica e iconológica, para concentrarse en su parámetros específicos, Judd rechando no sólo los modos tradicionales del "contenido" -contenido figurativo o iconográfico, por ejemplo-, sino también los modos de opticidad de la gran pintura abstracta de los años cincuenta, la que Rothko, Pollock o Newman habían puesto en obra[31].  

Para Judd la empresa ("Specific Objects", 1965) consistía en fabricar un objeto espacial, en tres dimensiones, productor de su propia espacialidad específica, un objeto que no inventara ni tiempo ni espacio más allá de sí mismo[32]. En particular, Frank Stella (al que se le atribuye haber creado los únicos cuadros específicos de aquellos años), y su sentencia: "lo que ves es lo que ves", parece dar lugar a una estética de la tautología; lejos incluso de la estética del silencio descripta por Sontag, en tanto aquélla reificaría la austeridad como imperativo moral y artístico. 

Son al menos cinco las restricciones del minimal según lo entiende Huberman: i) eliminar toda ilusión, ii) eliminar todo detalle, iii) eliminar toda temporalidad, iv), eliminar todo equívoco (o juego de significaciones) y v) eliminar todo antropomorfismo. Si el hombre, según la aserción baudelariana, fuera un niño extraviado en las selvas de los símbolos, el minimal aparecía, en principio, como una empresa de redención. Nuevamente, y a primera vista, las obras y los textos (las obras-textos) parecen dejarse leer en la inequívoca aprehensión de su superficie, y en un ayuno lapidario de todo misterio, connotación y aura.

Así podrá decirse que el puro y simple volumen de Donald Judd [1964, Sin Título, plexiglás naranja y acero laminado. Estate of D.F.] -su paralelepípedo en contrachapado- no representa nada como imagen frente a nosotros. (…) su aridez formal lo separa, según parece, de todo proceso "ilusionista" o antropomorfo en general. Sólo lo vemos tan "específicamente" y tan claramente en la medida en que no nos mira[33].  

Hasta aquí el análisis bivalente, pero a partir del capítulo cuarto: "El dilema de lo visible, o el juego de las evidencias", las cosas ya no son tan simples; y es preciso releer, continúa Huberman, las declaraciones de Judd, Stella y Morris entre los años 1964 y 1966 para comprender cómo los enunciados tautológicos no logran sostenerse hasta el final. Cuando Bruce Glaster le pregunta a Stella que quiere decir presencia, [algo que impone su específica presencia], el artista le responde, en principio, un poco rápidamente: "Sólo es otra manera de decir". Pero la palabra se ha soltado. A punto tal que, en lo sucesivo, no soltará el universo teórico del arte minimalista[34].

La apelación a la cualidad de ser, a la existencia evidente (como usted como sujeto) del what de la tautología stelliana: what you see is what you see, constituye a las claras, dice Huberman, una deriva lógica -en realidad, fenomenológica- con respecto a la reivindicación inicial de especificidad formal. Puesto que finalmente la cualidad y el poder de los objetos minimalistas se referirán al mundo fenomenológico de la experiencia[35].

Así, incluso la lectura más analítica de Carreño adhiere a la visión de Rosalind Krauss, (y en un sentido débil a la de Huberman, toda vez que no se consigna como en éste una fenomenología del aura) para quien el arte minimal supone la conciencia corporal del espectador y de esta manera la superación de una concepción exclusivamente óptica de la interpretación artística, ya que se pone en primer plano la fenomenología de la experiencia de la obra de arte[36]. De hecho, en el análisis de Carreño, la denostación formalista de Fried respecto del minimal tiene que ver con que percibió precisamente aquello por lo que Huberman lo ensalza, o al menos lo hace portador de una dimensión artístico-cognitiva peculiarísima, esto es, la posesión de un tipo especial de aura, relacionada con la capacidad de devolver la mirada, en tanto se muestra como algo vacío, que nos interpela a sondear ese vacío, para constatar una ausencia que nos devuelve al punto de origen (fenomenológico).

(L)a fueza del objeto minimalista fue pensada en términos fatalmente intersubjetivos. En síntesis, que el objeto se pensó aquí como "específico", abrupto, fuerte, indominable y desconcertante, en la medida misma en que, frente a su espectador, se convertía insensiblemente en una especie de sujeto[37].

Rosalind Krauss (citada por Huberman) da una clarividente descripción de esta dialéctica conceptualmente extraña: "poco importa, en efecto que comprendamos que las tres L [de Morris, 1965, Sin título, contrachapado pintado, tres elementos, 244 x 244 x 61 cm. cada uno, Musée d´Art contemporain, Burdeos] son idénticas; es imposible percibirlas -la primera erguida, la segunda recostada sobre un lado y la tercera apoyada en sus dos extremos- como realmente iguales. La experiencia diferente que se hace de cada forma depende, sin duda, de la orientación de las L en el espacio que comparten con nuestro propio cuerpo"[38].

Si para Fried la teatralización del minimal era una expresión sintomatológica de su degeneración artística; la perfomance de Robert Morris  en la que un paralelepípedo de dos metros de alto cae al cabo de unos minutos (y que originalmente estaba concebida para que el propio artista estuviera dentro y accionara la caída) con telón inicial y final, funciona cómodamente para sostener este juicio.

Michael Fried no hizo más que precipitarse en la brecha teórica ya explícitamente abierta por Robert Morris: a saber, la contradicción entre "especificidad" y "presencia", la contradicción entre transparencia semiótica de una concepción tautológica de la visión (what you see is what you see) y la opacidad fatal de una experiencia intrasubjetiva o intersubjetiva suscitada por la exposición misma de los objetos minimalistas[39].   

Sin embargo, es posible que no todos los representantes del minimal compartieran la misma empresa fenomenológica de aparición de una distancia en un objeto al alcance de la mano, al alcance de la percepción táctil, que a su vez parece ostentar el poder de accionar sobre nuestra mirada, sobre nuestra capacidad de sentirnos mirados. Para Huberman, tanto Judd como Fried soñaron con un ojo puro, un ojo sin sujeto, tal como los surrealistas soñaban con un ojo en estado salvaje. Los pensamientos binarios son ineptos para captar algo de la economía de lo visual, pues ver es siempre una operación del sujeto, por tanto, una operación hendida, inquieta, agitada, abierta. No hay que elegir entre lo que vemos y lo que nos mira. Hay que inquietarse por el entre y sólo por él. No hay que intentar más que dialectizar[40]

(E)l arte minimalista, en su "silencio de tumba", puede reducirse a una pura y simple iconografía de la muerte. Cuando R. Morris fabrica una especie de féretro de madera de exactamente seis pies de largo [Sin título, 1961. Madera, 188 x 63, 5 x 26,5 cm. Leo Castelli Gallery, Nueva York] (…) cuando Joel Shapiro produce sus volúmenes geométricos en referencia a una imagen de féretro [Sin título (Coffin), 1071-1973. Hierro fundido, 6,5 x 29,4 x 12, 5 cm. Paula Cooper Callery, Nueva York] (…). En resumidas cuentas, habrá que convenir que más allá de la muerte como figura iconográfica, la que regla ese ballet desconcertante de imágenes siempre contradichas es sin duda la ausencia. La muerte considerada como el motor dialéctico del deseo[41]

Huberman, como ya lo había advertido Sontag, ve en el procedimiento de falta (de sustracción) la operación formal más interesante, más innovadora del arte contemporáneo, y la operación literalmente anacrónica de todo deseo y de todo duelo humanos. Por su esencial silencio -que no es inmovilidad o inercia- y por su virtud de desemejanza, el "antropomorfismo" minimalista aportaba, en realidad, la más bella respuesta posible a la contradicción teórica de la "presencia" y la "ausencia"[42]

Para Huberman está justificado hablar de antropomorfismo en el minimal por sus reiteradas apelaciones a la interioridad, aún cuando se trate de un interior vacío, o sólo lleno con vacío (como cuando Morris concibe el cubo de madera que emite las tres horas de registro de su propia fabricación; Box with the Sound of its Own Making, 1961).

La obra de Tony Smith sería (así lo entiende Huberman) paradigmática de esta dialéctica de lo visible y lo legible; ¿(p)uede pensarse en un objeto más "específico" y más "simple" que un simple cubo negro? (…) Sin embargo, frente a esta forma perfectamente cerrada y autorreferencial habrá que admitir, indudablemente, que en ella bien podría estar encerrado algo distinto[43]. Y esto no es otra cosa que lo mismo que Fried había advertido (y por lo que se había sentido molestamente afectado) en los cubos de Smith, en este doble ser puesto a distancia al tiempo que invadido (infectado, contagiado y alcanzado) por cierta presencia:

"También allí parece capital la experiencia de una puesta a distancia por la obra… De hecho, ser puesto a distancia de tales objetos no es, creo, una experiencia radicalmente diferente de la que consiste en ser puesto a distancia o invadido por la presencia silenciosa de otra persona. El hecho de toparse de improviso con unos objetos literalistas en unas habitaciones más bien sombrías puede revelarse igualmente perturbador, aunque sea momentáneamente"[44]. Es como si Fried diagnosticara lo mismo para los objetos minimal que Huberman: algo que devuelve la mirada como cierta presencia subjetiva (casi siniestra) sólo que esta apreciación y juicio funciona al interior de su esquema crítico como una falta cometida, o al menos, como una impropiedad del producto.     

Y qué nombre darle a esta doble distancia se pregunta Huberman sino aquella que nos legó Walter Benjamín: aura, única aparición de una lejanía, por más cercana que pueda estar. Entonces quizás se pueda hablar de una fenomenología del aura, que recupere o haga pervivir los poderes conjugados de la distancia, la mirada, la memoria, el futuro implicado y que, sin embargo (o precisamente por ello) se salga o corra de su carácter estrictamente devoto y cultual.

Por lo tanto, en el proyecto de Huberman, habría que secularizar (nuevamente) el aura, incluso resecularizarla, sin olvidar, sin embargo, que Benjamín hablaba del silencio como de una potencia del aura[45]. Hay una obra de vapor de Morris (Sin título, 1968-1969. Vapor) que Huberman describe como una operación de "fabricar el aura" en el sentido más literal del término, ya que en griego y en latín aura designa una exhalación sensible (material) y sólo más tarde adoptaría el sentido del algo psíquico o espiritual. De modo que habrá que denominar aura a esa cosa sin contornos que Michael Fried llamaba "teatro" y señalaba tan justamente en el arte minimalista, pero para experimentarla como el elemento realmente insoportable y antimodernista de este género de obras. En efecto, era insoportable -en especial con respecto a una lectura demasiado canónica de Walter Benjamín- que unas obras modernas pudiesen no caracterizarse por una decadencia del aura, para fomentar muy por el contrario algo así como una nueva forma aurática[46]. Esto para Huberman, no constituye en absoluto una prerrogativa específica del minimal, aun cuando en sus producciones parezca darse de forma ejemplar; la doble distancia está presente (ser puesto a distancia e invadido a la vez por la una presencia silenciosa) en otras obras; entre las cuales menciona los diseños murales de Sol Le Witt, las esculturas de Richard Serra, la obra de Smithson, la pintura de Christian Bonnefoi y algunas producciones de James Turrell.

Y aun cuando la comparación (que es más bien una incorporación) pudiera resultar imprecisa, quizás no carezca de valor heurístico pensar en la posibilidad de desarrollar esta fenomenología del aura minimal en el contexto de una empresa historiográfica como la de Hal Foster: (u)n acontecimiento sólo lo registra otro que lo recodifica. Esta es la analogía que quiero aprovechar para los estudios modernos de finales de siglo: la vanguardia histórica y la neovanguardia están constituidas de una manera similar, como un proceso continuo de protensión  y retensión, una compleja alternancia de futuros anticipados y pasados reconstruidos; en una palabra, en una acción diferida que acaba con cualquier sencillo esquema de antes y después, causa y efecto y repetición[47]

Pues de hecho el mismo Huberman echa mano de Freud, así como Foster, para repensar el valor del arte minimal de neovanguardia (y por cierto también del surrealismo en Belleza compulsiva, 1993) y, en particular, el concepto de represión. ¿Qué significa, en definitiva, si no que toda forma intensa, toda forma aurática sea como "extrañamente inquietante" en la medida misma en que nos ubica visualmente frente a "algo reprimido que retorna"? ¿La intensidad de una forma llegaría a definirse metapsicológicamente como el retorno de lo reprimido en la esfera de lo visual, y más generalmente aún en la esfera de la estética?[48]

Por lo demás, Foster se sirve de Freud para repensar la historia desde el paradigma del sujeto psicoanalítico, en una suerte de personificación psíquica del devenir histórico, mientras que Huberman hace foco en la obra de arte como sujeto. Y al fin de cuentas todo parece indicar que hay más sujetos de los que tendemos a ver a simple golpe de vista, y de que las cosas son más complejas de lo que tendemos a ver a simple golpe de vista, y quizás, en la radical injusticia teórica de sendos procedimientos, se encuentre algo de esa voluntad por dialectizar, por des-creer de cada una de las bivalencias que seamos capaces de ver, como si la premisa terapéutica fuera volvernos un poco más escépticos, minuciosamente escépticos, y recién entonces (en un anacrónico e injusto cartesianismo) disponernos a eso que da pavor decir, que es un poco como suspender la incredulidad, pero no sólo eso, ya que ser invadido por un presencia que se ausenta, es poner la incredulidad en condición de ethos interdicto.    

III. La interpretación analítica de Arthur Danto.

El minimal (allende los ejemplos del arte pop, fluxus y conceptual) es para Arthur Danto un "ejemplo crucial" con el que cotejar y probar su definición esencialista de obra de arte como significado encarnado; en la medida en que se trata, en principio, de un tipo de arte que habría negado su carácter representacional. La lectura de corte analítico de Danto está en las antípodas de la ensayada por Huberman. Danto, en principio, adheriría a la actitud del hombre de la tautología. En La transfiguración del lugar común (1981), introduce a J (un artista ficticio que remeda producciones minimal) como una figura que trata de parodiar los resultados del experimento de los indiscernibles (para toda obra de arte se puede imaginar un homólogo indiscernible que, no obstante, sea una mera cosa). Así, parece que J estaría probando los límites de una teoría del arte que no parece conceder demasiado a las apariencias de las cosas. Pero ¿consigue J su objetivo? ¿Es su cuadrado rojo [Danto, al comienzo de La Transfiguración… imagina una exposición de cuadrados rojos indiscernibles (ocho) que le sirve para desarrollar el experimento de los indiscernibles y la definición esencialista que sobre él descansa], en tanto que mero objeto, una obra de arte? La respuesta de Danto es no: las fronteras que separan las obras de arte de las meras cosas son nítidas. Es posible que tengamos dudas en determinar cuándo un objeto es arte, pero una vez que lo determinamos no es posible que un mismo objeto pertenezca plenamente a los dos mundos. Un mero objeto que se introduce en el mundo del arte -recuérdese la Fuente de Duchamp- deja de ser un mero objeto[49].

Para Danto, una obra tiene un número indeterminado de características físicas, sólo un subconjunto de las cuales pertenecen a la obra propiamente dicha. Y decidir esto es un asunto de interpretación, es decir, de identificar la ligazón a través de la cual una obra encarna en un objeto material. La obra es bella si la característica de ser bella contribuye al significado de la obra. Si los urinarios son bella porcelana transformada en estéticas piezas de fontanería, eso no quiere decir que Fuente de Duchamp sea bella. Menos aún después de sus retrospectivas declaraciones acerca de lo que lo llevaba a elegir cuidadosamente sus readymades: una ausencia total de buen o mal gusto, una anestesia visual. Por otro lado, la profundidad filosófica de Fuente o su disonancia no es transferible a los urinarios en tanto que meras cosas. 

Donald Judd define a la obra minimal como un objeto específico con capacidad de no significar nada y de estar desnudo de toda organización de signos y formas.[50] La tautológica frase de Frank Stella: lo que ves es lo que ves, no sólo haría referencia a la literalidad no ilusionista de un objeto artístico que posee exactamente las mismas propiedades que el objeto material del que está hecho "y que en Danto puede constituir su contrapartida no artística", sino que expresa, en palabras de M.ª José Alcaraz, nuestras expectativas de ver algo más, o de saber si lo que vemos está en lugar de otra cosa, o cuál es el significado que tiene.

Ya hemos esbozado el análisis de cómo la caracterización de arte literalista de Fried es confrontada por Carreño, que en un giro de naturaleza goodmaniano, hace ver que la objetualidad subrayada por las producciones minimal queda ejemplificada en una suerte de auto-referencia que impide que los veamos como meros (o literales) objetos.

J encarna la aspiración de producir una obra sin significado, sin tema; que sea nada más que el objeto físico de que está hecho. Así, habiendo visitado la exposición de los ocho cuadrados rojos que Danto reseña al comienzo de La Transfiguración… acerca del poder de acción de obras indiscernibles entre sí, J "de manera algo desafiante" pinta un simple cuadrado de rojo, y exige que se lo incluya entre las otras obras como noveno ejemplar de la muestra. Danto accede de buena gana, a pesar de considerarla un tanto vacía y pobre en comparación a producciones anteriores del mismo artista, y en contraste, por ejemplo, con la riqueza narrativa de los israelitas cruzando el Mar Rojo. Nótese que el significado objetivo de la obra está vinculado a las intenciones artísticas de su productor, y que la prerrogativa de que todo lo que la obra pueda decirnos descansa en su simple y llana superficie, en la obra misma, no rige en este esquema conceptual o paradigma intencionalista.

J sostiene que su cuadrado rojo es una obra de arte, aunque no representa ni expresa nada ni tiene tema alguno. De hecho, J dice que trata sobre nada, a lo cual Danto le concede que no está describiendo su contenido como si del capítulo segundo del Ser y la Nada se tratara. Trata menos de la mímesis de la vacuidad que de la vacuidad de la mímesis. Y al preguntarle por su nombre, responde naturalmente: "sin título". Todo parece indicar que se trata de una obra de arte sin significado.

Danto analiza hasta qué punto esta obra es un contraejemplo a su teoría. J pinta su cuadrado rojo en defensa del objeto, cuadrado rojo, que Danto ha incluido en su exposición pero al que le ha negado el rango de obra de arte. La intitulación de J. sobre su obra no deja de ser, por mucho que pueda pesarle, una orientación para la interpretación. Las cosas en tanto que clase ontológica no parecen tener derecho a título, a menos que entráramos en una versión textual de todo lo real, muy poco práctica (en término quineanos) y algo panteísta. Y aun así (seguimos en este punto el análisis de M.ª José Alcaraz) si entendemos el título como un nombre propio para la obra, tampoco parece que por este mero hecho la obra adquiera carácter representacional. Los nombres propios no tiene la capacidad de transformar meros objetos en obras de arte. Ser sobre algo, tener contenido intencional requeriría algo más.

La obra de J en un sentido mínimo (acorde a su pertenencia ontológica, producciones concebidas para ser exhibidas como obras de arte) satisface la condición de la interpretabilidad. Tenderíamos a agruparla junto con cosas que se interpretan, que son sobre algo, dada la intención significante con que han sido producidas. Así, el hecho de que la pregunta por su contenido sea pertinente es suficiente para mostrar que pertenece a la clase de cosas interpretables. Pero podemos pensar que las intenciones de J son más radicales, y que lo que busca es importar un mero objeto al reino del arte sin que pierda su meridad.

Como vimos Danto no parece dispuesto a aceptar esta estrategia. La razón hay que buscarla en la actitud que tenemos frente a unas y otras cosas. No nos paramos frente a los meros objetos o los fenómenos naturales a preguntar sobre sus significados, las intenciones de su productor, aquello de que tratan, el modo de corregir sus imperfecciones, etc. a menos, como dijimos antes, que se trate de un uso metafórico de estas expresiones o de cosmovisiones particulares. La pertinencia de la pregunta por el significado no parece modificar nada del objeto minimal (en la versión de Danto) pero tampoco éste se muestra como un contrajemplo a su teoría; toda vez que sigue teniendo espesor semántico, aun cuando esté en juego cierta pretensión de vacuidad, de no-ilusionismo, de no-equivocidad; en suma, de silencio.  

La interpretación (en la teoría del arte de Danto) es constitutiva de la obra. No es algo que se le adiciona a una obra a modo de apéndice. Un objeto es una obra de arte solamente en relación a una interpretación. La interpretación no es algo que esté fuera de la obra: obra e interpretación crecen juntas en la conciencia estética[51]. Como procedimiento transformativo, la interpretación el algo parecido al bautismo, no en el sentido de dar un nuevo nombre, sino una nueva identidad. El pensamiento determina qué propiedades físicas del objeto pertenecen a la obra, y si son internas a su significado, en cuyo caso no se tratará de características meramente superficiales sino, de algo profundo e interno, algo encarnado.

Es como menos curioso que Danto, heredero y continuador de la tradición estética analítica, se sirva con fines demarcacionales del inespecífico concepto de encarnación, cuyas connotaciones religiosas no evita, sino que por el contrario, enfatiza. Las obras de arte (en contraste con las meras cosas) significan algo y encarnan (a diferencia de las representaciones no artísticas) aquello que significan. De allí que un criterio de aplicación sea la imposibilidad o resistencia que rige en su ámbito para someterlas a procedimientos habituales (tales como la paráfrasis, la sinonimia, la traducción, la correferencialidad y, en última instancia, la simple y llana separación forma-contenido o significante-significado) en otros dispositivos simbólicos. Puede decirse de ellas que no se les predica aquella peculiaridad que entra en la definición de la palabra "signo" y que designa la arbitrariedad o el convencionalismo entre el referente y lo referido. El mecanismo lingüístico por el que se prueba este rasgo en un mero signo es la equivalencia de significado de distintos significantes en diferentes códigos[52], por ejemplo, palabras de más de un idioma haciendo alusión a un mismo concepto. Por el contrario en las obras de arte, el contenido o significado está encarnado en la forma o significante de manera que lo uno no se da sin lo otro. No hay, como si dijéremos, manuales de traducción de unas obras de arte a otras, o entre representaciones que son obras de arte a representaciones que no lo son. 

Esto en absoluto impide o limita la tarea parafrástica de la crítica, que según Danto consiste en identificar lo que la obra significa y después en mostrar cómo ese significado se encarna en la obra, sin embargo, la interpretación aun cuando sea constitutiva de la obra, no por ello se arroga el poder de diseccionar lo uno de lo otro, y si lo hiciera no por eso sería una experiencia cognitiva (allende de estética) vicaria de la experiencia real del objeto artístico. Las piezas de crítica, lejos de ser sus versiones proposicionales, no se atribuyen más poder que el de facilitar el acceso a la dimensión semántica de la obra.  Francisca Pérez Carreño (2005) distingue tres usos en Danto del término encarnación. Como metáfora, en La Transfiguración del lugar común, expresa aquella condición según la cual comprender una obra de arte es captar la metáfora que parece siempre haber en ella. Una obra de arte es metafóricamente lo que representa; la opacidad del medio condiciona y determina su significado. Las metáforas se caracterizan (Gerar Vilar, 2005) por llevar implícita una referencia no a cosas de manera directa, sino a representaciones de cosas. Un segundo sentido de encarnación es el de ejemplificación. Las obras de arte no sólo muestran algo bajo una determinada luz, sino que poseen las propiedades de aquello que muestran. Son ejemplificaciones encarnadas (Pérez Carreño, 2005) de las propiedades a las que se refieren. Como ya vimos, según la teoría funcionalista goodmaniana se trata de uno de los síntomas de lo estético.[53] En tercer lugar, encarnación es usado por Danto como un concepto afín al de coloración o Farbung de Frege. "(E)l concepto hace referencia a un aspecto del significado de una expresión que no puede ser explicado en términos del sentido –Sinn– y la referencia –Bedentung– de la expresión. La Farbung está relacionada con el uso del símbolo -pertenece a lo que llamamos dimensión pragmática del lenguaje- y a los aspectos significativos derivados del uso particular de un signo en un determinado contexto lingüístico".[54]

La coloración también puede ser entendida a partir de categorías tales como: tono, estilo, talante, modo, preferencia, matiz, modulación, en suma, todos aquellos rasgos que hacen referencia a las propiedades pragmáticas o retóricas de la obra, que intervienen en la relación entre el signo y el intérprete, y cuya activación o visibilidad depende de la existencia de códigos compartidos al interior de una comunidad artística. Características que no son directamente adscribibles a cualidades físicas del objeto (la belleza, por caso), como tampoco a su significado, pero que sin embargo modulan la presentación del signo y el efecto o actitud respecto del contenido en el intérprete.

La ambivalencia que está en juego (Pérez Carreño, 2005) es la que existe entre tener significado y contenerlo, a todos los signos se les puede atribuir la primera dimensión semántica, pero sólo a los símbolos, según Danto, la segunda.

Es posible que una peculiaridad del minimal, al menos, desde la lectura más acotada que habilitaría esta categoría tripartita de encarnación, sería la de solapar los tres niveles en un operación o estrategia artística de auto-señalamiento. Hemos convenido ya que la obra no es el objeto físico, o que la objetualidad de las producciones minimal no es mera objetualidad, todo lo cual no invalida que sí puedan funcionar como si fueran objetos, o que metaforizan, ejemplifican y colorean su propia condición objetual.

Por lo demás, es importante volver a señalar que en la teoría de Danto, la interpretación es una instancia de conformación ontológica de la obra de arte. En el artículo Artwork and Real Things del 73´, Danto enuncia lo que ocho años después en La transfiguración del lugar común se volvería una cláusula filosófico-existencial de la artisticidad de un objeto: en el momento en que algo se considera una obra de arte se vuelve sujeto de una interpretación; y en el 81´ lo expresa en términos de función: un objeto es una obra de arte sólo bajo una interpretación I, donde I es un tipo de función que transfigura o en una obra: I(o) = O. Entonces, incluso si o es una constante perceptiva, las variaciones en I constituyen diferentes obras. Ahora o se puede mirar, pero la obra aún ha de constituirse[55].

Esta perspectiva de análisis no parece querer evitar posibles lecturas idealistas, por el contrario, afirma que se puede ser realista respecto de los objetos e idealista en relación con las obras de arte, y la creencia de que la obra desaparezca o no emerja a la existencia sin la interpretación es menos sorprendente que la idea del obispo Berkeley de que los objetos desaparecen cuando nadie los percibe[56]. A su vez, esta posición ilustra lo que fuera su primera versión de la teoría del arte en su forma más decididamente institucional: que sin mundo del arte, no hay arte. Es decir sin ese soporte conceptual que funciona como el trasfondo en que aparece en un sentido estricto el significado de la obra, y en uno amplio: la obra misma; no hay posibilidad alguna de percibir el arte, y no percibirlo es poco menos que no habilitarlo a la existencia. Ser y significado están tan imbricados que no captar el significado es visto como una privación ontológica del ser de la obra.

Sin entrar en cuestiones de cómo distribuir esta responsabilidad sobre la existencia de la obra: si del lado de la intención artística o del de la recepción; lo cierto es que en el marco teórico de Danto, el artista debe tener la intención de producir un objeto semántico, esto es, que sea sobre algo, y por lo tanto pasible de interpretación para que halla arte. Por ello, el intencionalismo no sólo abarca la producción del objeto-representación sino también el modo en que ha de ser interpretado.

En La transfiguración del lugar común se fija que la interpretación correcta o incorrecta debe regirse o hacer referencia a lo que el artista puede haber pretendido dado el mundo del arte en que vive o vivió, de manera que la interpretación está determinada al menos en parte por las creencias e intenciones del artista al momento de crear la obra. Cinco años más tarde en The Philosophical Disenfranchisement of Art, fija las nociones de interpretación superficial y profunda. La primera está determinada por las intenciones del artista y por cómo éste se las representa a sí mismo, la segunda coincide con lo que suele llamarse hermenéutica de la sospecha, y toma el contenido de la superficial para asignarle una significación ulterior que no podía en principio ser prevista por el autor.

Peg y Myles Brands en Surface interpretation: Reply to Leddy (1999) señalan cómo en éste sentido la interpretación superficial es constitutiva del rango ontológico de la obra, en la media que un objeto o un evento es una obra de arte en virtud de la existencia de una interpretación superficial, mientras que la interpretación profunda, que une intenciones con marcos teóricos más amplios, se desarrolla en un ámbito diferente, propiamente epistemológico o teórico.

Dos cosas es necesario señalar ahora: i) sólo se puede hablar de corrección o incorrección en el ámbito de la interpretación superficial, toda vez que una ajustada reconstrucción histórica de las posibles intenciones del artista, es la norma que rige en este ámbito, y ii) el artista es una autoridad epistemológica privilegiada sólo en el ámbito de la interpretación superficial; respecto de la interpretación profunda está en pie de igualdad con interpretes externos, tal como si se tratara de conocer las motivaciones ocultas de sus propias intenciones.

La fenomenología del aura practicada por Didi-Huberman entraría, en el esquema de Danto, en el ámbito de la interpretación profunda; no es necesario suponer entre las intenciones artísticas de sus practicantes algo así como una fenomenología del aura o una iconografía de la muerte, sin embargo, que la interpretación superficial haya sido realizada con justeza (esto es, con una verosímil constricción histórica) permite que la profunda funcione como un relato filosófico verosímil, (aunque ahora desde una perspectiva hermenéutica) de aquella; la interpretatia descansaría así en una reconstrucción ajustada de la interpretanda. Una virtud importante de la concepción crítica y filosófica de la teoría del arte de Danto es su peculiar modo de quedar abierta, como variable libre, a diferentes contenidos conceptuales. Así, la interpretación de Danto y la de Huberman no entran en conflicto, desde un punto de vista meta-lingüístico la primera contiene a la segunda, al menos, como posibilidad epistemológica, y la segunda se desarrolla en un marco conceptual ulterior, desde una perspectiva exegética respecto de la primera.

IV. Des-aproximación del minimal.

Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para temas históricos, en el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. (…) Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible[57].

Y en "Sobre algunos temas en Baudelaire", dice Benjamin:

Por lo tanto, la experiencia del aura depende de la transposición de una respuesta que es común en las relaciones humanas a la relación entre lo inanimado o los objetos naturales y el hombre. La persona que miramos, o que siente que está siendo mirada, nos devuelve la mirada a su vez. Percibir el aura de un objeto que miramos significa otorgarle la habilidad de mirarnos a su vez. Esta experiencia corresponde a los datos de la mémoire involuntaire [memoria involuntaria][58].

En 1936 Benjamin escribe "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica", allí hablaba de dejar de lado ciertos conceptos anticuados, tales como los de creatividad, genio, valor eterno y misterio. Los consideraba asociados, y más precisamente, contaminado por el fascismo, por ello, eran necesarias medidas de resistencia, ya que la alternativa que estaba en juego era: o bien la politización del arte, o bien la estetización de la política; alternativa ficticia según Foster, ya que el propio Benjamín en 1936 se aleja del análisis del fascismo como ritual, para encararlo en tanto que espectáculo.

Foster en Belleza compulsiva, entiende que estas presiones llevaron a Benjamín a sobrevaluar lo anti-aurático, lo cual a su vez, implicó la promoción de la liberación del arte de lo ritual. La tesis de Foster se refiere al alejamiento de Benjamín respecto del surrealismo, sin embargo, confiamos en que sirve para nuestro estudio, toda vez que adherimos a la intuición fosteriana de que las correspondencias auráticas (o simbolistas), son un imperativo psíquico del arte en general, y de la tradición modernista en particular[59]. 

Aunque resulte casi obscenamente fácil decirlo ahora [Benjamín], en parte se equivocó, por lo menos en el sentido de que al hacerlo, terminó concediéndole los poderes de lo arcaico al bando opuesto. Esta postura también representó una deformación de su propia teoría, ya que el elemento crítico no está en la reproducción mecánica y la innovación técnica en sí, sino en la articulación dialéctica de estos fenómenos con respecto a lo aurático y lo anticuado. (…) Y este error se repitió en el discurso izquierdista predominante sobre el arte posmoderno cincuenta anos después (en su completa aceptación de la fotografía, lo textual y todo aquello que fuera en contra del aura). Para ser honesto, esta posición fue la mía (…). No obstante, este prejuicio a favor de lo tecnológico también fue promovido por los análisis sistémicos de la cultura posmoderna. Como resultado, el aura no sólo se volvió tabú en el arte avanzado sino que, además, lo anticuado fue declarado obsoleto en el capitalismo tardío[60].

¿Por qué esta suerte de re-elogio del aura? ¿Por qué Didi-Huberman respecto del minimal y Foster respecto del surrealismo convocan nuevamente lo siniestro, lo arcaico, lo reprimido que retorna, lo familiar vuelto extraño (y a la inversa), la mirada que es devuelta desde un objeto encontrado o sembrado en el paisaje (natural y no-natural), la imagen dialéctica? Acaso ¿no es más sencillo y económico (en un sentido literal y en otro occamiano) hablar de una estética relacional, atenerse a la cómoda definición bourriadiana del arte como el lugar de producción de una sociabilidad específica[61]? ¿Por qué, en suma, tendría sentido en la coda de la posmodernidad repensar el aura, una fenomenología psicoanalítica del aura? ¿Huelga decir que es una pregunta que no planteamos para responderla? ¿Qué aplazamos el sentido de una experiencia, hasta que la experiencia se reedite, quizás con ventura con algún recodificado sentido filosófico, psicoanalítico, ético o estético?

De manera algo menos pretensiosa nos interesamos por la vigencia de la categoría o, si se quiere, por la verosimilitud filosófica de la pregunta, ya que llamar categoría o palabra-clave al aura suena a trampa analítica o al menos a cierto confiado positivismo que no hoy ni aquí nos proponemos sostener.

Triturar el aura era no sólo una posibilidad en el ´36, sino y precisamente por ello, una exhortación ético-ideológica. Si se puede hacer se debe hacer quizás rezaba la ética spinozista, o alguna otra maquiavélica, donde la voluntad de poder era la demanda (el motor inmóvil, es decir el móvil) al hacer. Triturar o hacer añicos el aura como dictamen revolucionario, como ética y estética de la resistencia. La secularización como imperativo moral; la no-ritualización como demanda a la razón estética. Que por milagro pagano de la prepotencia técnica el objeto cultual perdiera sus prerrogativas religiosas debió de ser tan humanadamente humano como políticamente necesario. Suerte de occamismo espiritual, alivinarnos, desembarazarnos de los pesados ropajes románticos-religiosos. Todo funciona, todo encastra a la perfección (constructivista), somos más puros en nuestro paganismo, más etéreos, más gaseosos, más relacionales, menos crédulos, menos ingenuos, menos totalitarios, más democráticos, más polifónicos, más inclusivos, más atonales, e incluso silenciosos y ascéticos. Pero ¿si de improviso, inapropiadamente, resulta que se reedita un kafkiano umbral intraspasable? Si lo que retorna en el objeto que retorna es su carga fenomenológica en la habilidad de reflejar la mirada. Si un objeto nos sumiera en la infantil y oclusiva situación kafkiana del aldeano. Si un cubo nos amenaza desde su opacidad antropomórfica. Si un objeto sembrado por un artista nos devolviera (irreverente, irrespetuoso, impiadoso, siniestro) la mirada. Entonces ya no habrá asilo en la tradición; seremos expósitos; niños expósitos en un mundo desértico de símbolos; asilo secular para niños incrédulos, ensayando hermenéuticas de cabotaje, pero aún con esa sed filogénetica del interpretacionismo. Todo para volver insatisfechos de sentido a nuestro reprimido lugar de origen exegético. Comienza el delirio interpretativo (dice Breton) cuando al hombre, inadvertido, lo sorprende un miedo repentino en la selva de los símbolos[62].

Y ¿si lo que está en el origen es un aplazamiento, algo reprimido que retorna, y lo que está en tela de juicio es la idea misma de primera vez, y una experiencia que corre tras su huidizo sentido, y si por ventura de la historia el aura no es algo que emana del objeto, sino de la mirada, que tampoco está en el artista, ni en la obra, ni en la virtud estética del espectador, y sin embargo, y no siempre, y no frente a cualquier experiencia, no frente a cualquier atardecer de verano, no frente a cualquier paralelepípedo negro oscuro, lleno y vacío, no obstante, retorna, alegórica, desplaza, aplazada, i-rreligiosa, bastarda, invasiva, presencial? ¿Y dónde está entonces la particularidad del arte, de la experiencia del arte? ¿Cuántos (y cuántos) son los objetos naturales, encontrados, artísticos, capaces de la habilidad de devolver la mirada? Entonces, quizás, la situación prematura y parvularia, sea ahora tardíamente escandalosa, pues ya adultos y todavía niños, estaremos enfrentados a la experiencia que nada nos habilita a tener. Padeciendo el significado (esotérico), es decir, haciendo eso exactamente que hemos aprendido laboriosamente a no hacer, eso que hemos reprimido desde que somos adultos; traicionándonos a nosotros y a los que antes de nosotros nos señalaron una meditada ausencia, un terapéutico recogimiento de lo que ya no estamos habilitados (por la tradición y por la voluntad de poder de lo hecho añicos y por la no-voluntad de poder) a tener. ¿Por qué el minimal? Por ser opaco, literal, transparente, iconográfico de nada, por funcionar como umbral, por delatar nuestra presencia, por ser imagen crítica, por el juego de la doble distancia, por implicar el futuro en la memoria de lo pasado, por su facultad de devolver la mirada.

Nadie debería esperar nunca ningún aura en ningún lugar, ya no. El aura es una función ideológica, un valor de culto agregado al valor de uso, el aura es la exuberancia del símbolo, el non plus ultra del paganismo ritual. Nosotros (desde nuestra pluralidad mayestática) que buscamos la adultez y la autonomía, y la conciencia de la enunciación, no creemos en el aura pues eso es cosa de niños o de idólatras o de neuróticos kafkianos; y que el aura esté hecha añicos es una excelente noticia; lo fue, queremos decir. Sin embargo, no siempre y en todo lugar y frente a cualquier sujeto-objeto somos tan adultos y tan responsables; pues no ocurre con frecuencia que las cosas dejen intersticios por donde filtrar la mirada y sospechar el ser vistos. Entonces como el anti-héroe kafkiano, agotaremos nuestros esfuerzos, siempre insuficientes (ahí el sentido), embelesados por la interdicción.  

No obstante, quizás sea oportuno recordar el parecer de Freud acerca de que la resistencia es signo inequívoco de un conflicto; toda vez que ha de existir una fuerza que quiere expresar algo y otra que se resiste a consentir tal expresión, una vez develada y corrida la interdicción somos libres de su embeleso, nos corremos del encantamiento paralizante de lo reprimido. Nada obligaba al anti-héroe kafkeano a permanecer frente al umbral, nada más allá de (o salvo) su compulsión a hacerlo, compulsión alimentada a fuerza de prohibición o privación de permiso. Y Foucault en el ´84, en ¿Qué es la ilustración?, expone las bases de la propuesta kantiana para salir del estado de minoridad de la razón en su uso teórico, práctico y estético; la cuestión actual, dice Foucault, no es ya la autonomía personal en tanto renuncia a franquear ciertos límites, sino una actitud histórica-crítica como ejercicio responsable y racional de la libertad en transformaciones acotadas y precisas, que conllevan prácticas de franqueamientos posibles.

Ciertos límites son funcionales a determinados estados de crecimiento y maduración tanto personales como epocales, tienen que ver con el adiestramiento en la madurez, luego, y conforme mayor confianza nos prodigamos, puede llegar a resultar pertinente desarrollarse por fuera de tales constricciones.

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Autor:

Esteban Zenobi Fabi

Licenciado en Filosofía y escritor; realizando doctorado en Filosofía del Arte.

Universidad Nacional de Córdoba

[1] Sontag, (2005), p. 23, 26.

[2] Ídem, p. 18.

[3] Ídem, p. 21.

[4] Kundera, (1986), p119.

[5] Sería oportuno acompañar el estudio de los procedimiento de oclusión de los aspectos gastronómicos de las obras de arte con otras categorías tales como placer-displacer, placer negativo, inhibición, angustia, ansiedad, pulsión de muerte, trauma, etc., en suma, una correspondencia asintomática entre placer y puro (y simple) goce no es ni debería ser asumida sin cuestionamientos de naturaleza psicoanalítica, existencial y filosófica.

[6] Sontag, op. cit. p. 23-24.

[7] Foster, (1996) p. 54. 

[8] Ídem, p. 56

[9] Sontag, op. cit. p. 30.

[10] Carreño, (2003), p. 173.

[11] Ídem. P. 178.

[12] Hume, (1989) p. 33-34.

[13] Ídem, p. 34.

[14] El blindfold test, o inspección a ciegas o con los ojos vendados, consistía en llegar hasta la obra con una venda en los ojos para evitar así contaminaciones del entorno, y poder poner en juego de golpe el objeto artístico y la capacidades perceptuales del esteta

[15] Ídem, p. 179, 190.

[16] Goodman, (1990), p. 99-100.

[17] Tilghman, 2005, p. 22.

[18] Goodman, 1990, p. 95.

[19] Gran parte de las producciones del llamado arte relacional se caracterizan por su baja configuración y unidad sensible; de allí que la presunta unidad obra-objeto debiera ser matizada a esta nueva luz.

[20] Danto, (2007) …

[21] Carreño, op. cit., p. 191. 

[22] Son trabajos minimal paradigmáticos las obras de suelo de Andre, las estructuras abiertas de Sol LeWitt, los cuerpos geométricos regulares de Morris, T. Smith, y Smithson, los objetos específicos de Judd y los neones de Flavin (Lever, 1966, o Cuadrado de cobre, 1967 de C. André; Die, 1962, de T. Smith; Cubos de espejo, 1965, o Standing Box de R. Morris; Sin título, 1964 [plexiglás naranja y acero laminado] de D. Judd; El tres nominal, 1964, de D. Flavin; Repetición 19 III, 1968, E. Hesse; Proyecto serial n° 1, 1966, de S. LeWittt; Tilted Arc, 1987, de R. Serra, etc.), Ídem, p. 192-193.

[23] Sontag, op. cit. p. 32.

[24] Carreño, op. cit., p. 192

[25] Ídem, p. 192, 193.

[26] Ídem, p. 202.

[27] Huberman, (1992), p. 13.

[28] Ídem, p. 19

[29] Ídem, p. 24.

[30] Ídem, p. 169.

[31] Ídem, p. 28.

[32] Ídem, p. 30.

[33] Ídem, p. 34.

[34] Ídem. p. 35-36.

[35] Ídem, p. 36.

[36] Carreño, (2003), p. 203.

[37] Huberman, op. cit., p. 37. 

[38] Ídem, p. 37.

[39] Ídem, p. 42.

[40] Ídem, p. 47

[41] Ídem, p. 86.

[42] Ídem, p. 90-91.

[43] Ídem, p. 78.

[44] M. Fried, "Art and Objecthood", p. 17, citado por Huberman, op. cit., p. 79.

[45] Huberman, op. cit., p. 101. 

[46] Ídem, p. 109.

[47] Foster, op. cit. p. 54.

[48] Huberman, op. cit., p. 159-160.

[49] Alcaraz, (2006), p. 190.

[50] Guasch, A. M., p. 27, 2001.

[51] Vilard, G., p. 118, 2005.

[52] Para nombrar el significado silla se pueden especificar éstos entre otros significantes: chaise, chair, silla, stuhl.

[53] Goodman, (1990), p. 95.

[54] Alcáraz León, (2006), p. 278.

[55] Danto, (2004), p. 184.

[56] Ídem, p. 185.

[57] Benjamín, (1936)…

[58] Citado en Foster, (2008), p. 310.

[59] Ídem, op. cit., p. 318.

[60] Ídem, op. cit., p. 330.

[61] Bourriaud (2006), p. 15.

[62] André Bretón en El amor loco (1937), citado en Foster, op. cit., p. 7.

Partes: 1, 2
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