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La economía (página 2)


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¡Bueno! Respirar profundamente. ¿Cómo era eso? Instituciones socioeconómicas-ley pública y privada-fuerzas síquicas-parecido y similar-similar y parecido-estadísticasestáticadinámica-cuadro de situación-desarrollo causal-juicios de valor histórico-morales… El común de los mortales no puede dejar de preguntarse, luego de leer esto, por qué su cabeza le da vueltas como un trompo. Con fe ciega en la sabiduría profesoral que aquí se dispensa, y buscando tozudamente un poco de sabiduría, se podría tratar de descifrar este galimatías dos, quizás tres veces; tememos que el esfuerzo sería en vano. Aquí no hay sino fraseología hueca, cháchara pomposa. Y ello constituye, de por sí, un síntoma infalible. Quien piense con seriedad y domine el tema que está estudiando, se expresará concisa e inteligiblemente. Quien, salvo cuando se trata de la acrobacia intelectual de la filosofía o los espectros fantasmagóricos de la mística religiosa, se expresa de manera oscura y carente de concisión, revela estar en la oscuridad… o querer evitar la claridad. Más adelante veremos que la terminología confusa y oscurantista de los profesores burgueses no es fruto de la casualidad, que refleja no sólo su falta de claridad sino también su aversión tendenciosa y tenaz hacia un verdadero análisis del problema que nos ocupa.

Se puede demostrar que la definición de la esencia de la economía es asunto polémico apoyándose en un hecho superficial: su edad. Se han expresado las opiniones más contradictorias en torno a la edad de esta ciencia. Por ejemplo, un conocido historiador y ex profesor de economía de la Universidad de París, Adolphe Blanqui -hermano del famoso dirigente socialista y soldado de la Comunna Auguste Blanqui- comienza el primer capítulo de su Historia del desarrollo económico con la siguiente frase: "La economía es más antigua de lo que generalmente se cree. Los griegos y romanos ya la poseían." Por otra parte, otros autores que han estudiado la historia de la economía, por ejemplo Eugen Dühring,78 ex profesor en la Universidad de Berlín, consideran importante recalcar que la economía es mucho más moderna de lo que generalmente se cree; surgió en la segunda mitad del siglo XVIII. Para dar también una opinión socialista, citemos a Lassalle, en el prefacio de su clásica polémica escrita en 1864 contra Capital y trabajo de Schultze-Delitzsch: "La economía es una ciencia cuyos rudimentos existen, pero que todavía no ha sido definida".

Por otra parte, Carlos Marx le puso a su obra maestra de la economía -El capital el subtítulo de Crítica de la economía política. El primer tomo apareció, como para cumplir la profecía de Lassalle, tres años más tarde, en 1867. Con este subtítulo Marx coloca a su obra fuera del marco de la economía convencional, considerando que ésta está terminada definitivamente: sólo resta criticarla.

Algunos sostienen que esta ciencia es tan antigua como la historia escrita de la humanidad. Para otros tiene apenas un siglo y medio de antigüedad. Un tercer grupo sostiene que se halla en pañales. Otros dicen que está perimida y que ha llegado la hora de pronunciar un juicio crítico y definitivo para acelerar su desaparición. ¿Quién no está dispuesto a reconocer que semejante ciencia presenta un fenómeno único y complicado?

No sería aconsejable preguntarle a algún representante oficial burgués de esta ciencia: ¿Cómo explica usted el hecho curioso de que la economía —ésta es la opinión predominante en nuestros días- haya comenzado hace apenas ciento cincuenta años? El profesor Dühring, por ejemplo, respondería con un gran palabrerío, afirmando que los griegos y los romanos no tenían concepciones científicas de los problemas económicos, sólo nociones "irresponsables, superficiales, muy vulgares" extraídas de la experiencia diaria; que la Edad Media fue "acientífica" hasta la enésima potencia. Es obvio que esta explicación erudita no nos sirve; por el contrario, es bastante engañosa, sobre todo esa forma de generalizar sobre la Edad Media.

El profesor Schmoller nos brinda una explicación tan peculiar como la anterior. En su obra, que citamos más arriba, añade la siguiente perla a la confusión reinante: "Durante siglos se habían observado y descrito muchos fenómenos económicos privados y sociales, se habían reconocido unas cuantas verdades económicas y los códigos legales y éticos habían discutido problemas económicos. Estos hechos sin relación entre sí, fueron unificados en una ciencia especial cuando los problemas económicos adquirieron importancia sin precedentes en el manejo y administración del Estado; desde el siglo XVII hasta el XIX, cuando numerosos autores se ocuparon de estos problemas, el conocimiento de los mismos se convirtió en necesidad para los estudiantes universitarios y al mismo tiempo la evolución del pensamiento científico en general condujo a interrelacionar estos dichos y hechos económicos en un sistema independiente utilizando ciertas nociones fundamentales, tales como dinero y comercio, la política nacional en materia económica, el trabajo y la división del trabajo: todo ello lo intentaron los autores del siglo XVIII. Desde entonces la teoría económica existe como ciencia independiente."

Cuando extraemos el poco sentido que le encontramos a este verborrágico pasaje, obtenemos lo siguiente: existían varias observaciones económicas que, durante un tiempo, estuvieron tiradas aquí y allá, casi ociosas. Entonces, de repente, apenas el "manejo y administración del Estado" —quiere decir el gobierno— lo necesitaron, y en consecuencia se hizo necesario enseñar economía en las universidades, estos dichos económicos fueron rejuntados y enseñados a estudiantes universitarios. Asombroso, y a la vez, ¡qué típica de un profesor es esta explicación! Primero, en virtud de las necesidades del honorable gobierno, se funda una cátedra… cuya titularidad es ocupada por un honorable profesor. Entonces, desde luego, se crea la ciencia, si no, ¿qué podría enseñar el profesor? Al leer este pasaje nos acordamos -¿quién no?- del maestro de ceremonias de la Corte que afirmó estar convencido de que la monarquía perduraría para siempre; después de todo, si desapareciera la monarquía, ¿de qué viviría? Esta es, pues, la esencia del parágrafo: la economía nació porque el gobierno del Estado moderno necesitaba de esa ciencia. Se supone que la orden de las autoridades constituidas es el certificado de nacimiento de la economía: esa forma de razonar es típica de un profesor contemporáneo.

El sirviente científico del gobierno que, a pedido de éste, redoblará "científicamente" el tambor a favor de cualquier tarifa o impuesto para la Marina, que en época de guerra será una verdadera hiena del campo de batalla, predicador del chovinismo, el odio nacional y el canibalismo intelectual, semejante tipo no tiene empacho en imaginar que las necesidades financieras del soberano, los deseos fiscales del tesoro, la inclinación de cabeza de las autoridades constituidas, todo ello bastó para crear una ciencia del día a la noche… ¡de la nada! Para los que no ocupamos puestos de gobierno tales nociones presentan alguna dificultad. Además, la explicación plantea otro interrogante: ¿qué ocurrió en el siglo XVII, que obligó a los gobiernos de los estados modernos -siguiendo el razonamiento del profesor Schmoller- a sentir la necesidad de exprimir a sus amados súbditos en forma científica, de repente, mientras que durante siglos las cosas habían marchado bastante bien, por cierto, con los métodos viejos? ¿No se a vuelta las cosas aquí, no es más probable que las nuevas necesidades de los tesoros fiscales hayan sido una modesta consecuencia de esos grandes cambios históricos que fueron el origen real de la nueva ciencia de la economía a mediados del siglo XVIII?

En síntesis, sólo podemos decir que los profesores eruditos no nos quieren revelar de qué trata la economía y encima no quieren revelar cómo y por qué se originó esta ciencia.

Se suele definir a la economía de la siguiente manera: "ciencia de las relaciones económicas entre seres humanos". Este encubrimiento de la esencia de lo que estamos tratando no clarifica el interrogante, lo complica aun más. Surge la siguiente pregunta: ¿es necesario, y si lo es, por qué hay que tener una ciencia especial sobre las relaciones económicas entre "seres humanos", esto es, todos los seres humanos, en todo momento y circunstancia?

Tomemos un ejemplo de relaciones económicas humanas, si es posible dar un ejemplo fácil e ilustrativo. Imaginémonos viviendo en el periodo histórico en que no existía la economía mundial, cuando el intercambio de mercancías florecía únicamente en las ciudades, mientras que en el campo predominaba la economía natural, es decir, la producción para el consumo propio, tanto en las grandes propiedades terratenientes como en las pequeñas granjas.

Veamos, por ejemplo, las condiciones en las Highlands de Escocia en la década de 1850, tal como las describió Dugald Stewart: "En ciertas partes de las Highlands de Escocia […] apareció más de un pastor, y también chacarero […] calzando zapatos de cuero por ellos curtido […] vistiendo ropas que no habían conocido otras manos que las suyas, puesto que las telas provenían de la esquila de sus propias ovejas, o de la cosecha de su propio campo de lino. En la preparación de los mismos casi ningún artículo había sido comprado, salvo la lezna, la aguja, el dedal y la herrería empleados en el telar. Las tinturas eran extraídas principalmente por las mujeres de los árboles, arbustos y hierbas." (Citado por Marx en El capital.)

O tomemos un ejemplo de Rusia donde hasta hace relativamente poco tiempo, a fines de 1870, la situación del campesinado era la siguiente: "El terreno que él [el campesino del distrito de Viasma en la provincia de Smolensk] cultiva lo provee de alimentos, ropa, casi todo lo que necesita para su subsistencia: pan, papas, leche, carne, huevos, tela de lino, pieles de oveja y lana para el abrigo […] Utiliza dinero únicamente cuando adquiere botas, artículos de tocador, cinturones, gorras, guantes y algunos enseres domésticos esenciales: platos de arcilla o madera, útiles para la chimenea, cacerolas y cosas similares." (Profesor Nikolai Siever, Carlos Marx y David Ricardo, Moscú, 1879, p. 480.)

Hay hogares campesinos similares en Bosnia y Herzegovina, en Servia y en Dalmacia hasta el día de hoy. Si le preguntáramos a un campesino que se autoabastece ya sea en las Highlands de Escocia, en Rusia, Bosnia o Servia sobre el "origen y distribución de la riqueza" y demás problemas económicos, nos miraría asombrado. ¿Por y para qué trabajamos? (O, como dirían los profesores, "¿cuál es la motivación de tu economía?") El campesino respondería seguramente de la siguiente manera: Pues, veamos. Trabajamos para vivir, puesto que —como dice el dicho— nada sale de la nada. Si no trabajáramos moriríamos de hambre. Trabajamos para salir adelante, para tener qué comer, poder vestirnos, mantener un techo sobre nuestras cabezas. Cuando producimos, ¿cuál es el "propósito" de nuestro trabajo? ¡Qué pregunta más estúpida! Producimos lo que necesitamos, lo que toda familia campesina necesita para vivir. Cultivamos trigo y centeno, avena y cebada, papas; según la situación en que nos hallemos tenemos vacas y ovejas, gallinas y gansos. En invierno se carda la lana; ése es trabajo para las mujeres, mientras los hombres hacen todo lo que haya que hacer con el hacha, el serrucho y el martillo. Llámelo, si quiere, "agricultura" o "artesanía"; tenemos que hacer un poco de todo, puesto que necesitamos toda clase de cosas en la casa y en los campos.

¿Que cómo organizamos el trabajo? ¡Otra pregunta estúpida! Los hombres, naturalmente, realizan las tareas que exigen fuerza de hombre; las mujeres cuidan la casa, el establo y el gallinero; los niños hacen lo que pueden. ¡No vaya a pensar que yo envío a la mujer a cortar leña mientras yo ordeño la vaca! (El buen hombre no sabe, agreguemos, que en muchas tribus primitivas, por ejemplo entre los indios brasileños, son las mujeres quienes cortan leña, buscan raíces en el bosque y recolectan fruta, mientras que en las tribus ganaderas de Asia y África los hombres no sólo cuidan a las vacas, también las ordeñan. Aun hoy, en Dalmacia, puede observarse a la mujer cargando un pesado fardo sobre sus espaldas, mientras el robusto marido la acompaña montado en su burro, fumando su pipa. Esa "división del trabajo" les parece tan natural como le parece natural a nuestro campesino que él deba cortar la leña mientras su mujer ordeña la vaca.) Prosigamos: ¿qué constituye mi riqueza? ¡Cualquier niño de la aldea podría responderle! Un campesino es rico cuando tiene un granero colmado, un establo poblado, una buena majada, un buen gallinero; es pobre cuando se le empieza a acabar la harina para Pascuas y le aparecen goteras en el techo cuando llueve. ¿Cuál es la pregunta? Si mi parcela fuera mayor yo sería más rico, y si en el verano llegara a haber, Dios nos libre, una granizada, todos los aldeanos quedaremos pobres en menos de veinticuatro horas.

Le hemos permitido al campesino responder a las preguntas económicas usuales con mucha paciencia, pero podemos tener la certeza de que si el profesor se hubiera apersonado en la granja, cuaderno y pluma en mano para iniciar su investigación, se le hubiera mostrado la salida con cierta brusquedad antes de que hubiese llegado a la mitad del cuestionario. Y en realidad todas las relaciones en la economía campesina resultan tan obvias y trasparentes que su disección mediante el bisturí de la economía parece realmente un juego inútil.

Puede, desde luego, objetarse que el ejemplo no es muy feliz, que en un hogar campesino que se autoabastece esa simplicidad extrema es realmente hija de la escasez de recursos y la pequeña escala en que se produce. Bien, dejemos al pequeño hogar campesino que logra mantener alejados a los lobos en alguna localidad olvidada de Dios, elevemos nuestras miras hasta la cima de un poderoso imperio, examinemos el hogar de Carlomagno. Este emperador logró convertir al Imperio Germano en el más poderoso de Europa a comienzos del siglo IX; emprendió no menos de cincuenta y tres campañas militares con el fin de extender y consolidar su reino, que llegó a abarcar la Alemania moderna además de Francia, Italia, Suiza, el norte de España, Holanda y Bélgica; este emperador también se preocupaba de la administración de sus feudos y chacras.

Nada menos que su mano imperial redactó un decreto especial de setenta parágrafos en los que sentó los principios a aplicarse en la administración de sus propiedades de campo: el famoso Capitulare de Villis, es decir, la ley sobre los señoríos; por suerte este documento, tesoro invalorable de información histórica, se conserva hasta hoy entre la tierra y el moho de los archivos. Este documento merece una atención especial por dos razones. En primer lugar, casi todos los establecimientos agrícolas de Carlomagno se trasformaron en poderosas ciudades libres: Aix-la-Chapelle, Colonia, Munich, Basilea, Estrasburgo y muchas otras ciudades alemanas y francesas fueron en tiempos remotos propiedades agrícolas de Carlomagno. En segundo lugar, los principios económicos de Carlomagno eran el modelo que seguían todas las grandes propiedades eclesiásticas y seculares de la Alta Edad Media; los señoríos de Carlomagno mantenían viva la vieja tradición romana y implantaban la exquisita cultura de las villas romanas al tosco ambiente de la joven nobleza teutónica; sus reglas sobre elaboración de vinos, cultivo de jardines, frutas y vegetales, cría de aves de corral, etcétera, constituyeron una hazaña económica perdurable.

Observemos este documento más de cerca. El gran emperador pide, en primer término, que se le sirva con honestidad, que todos los súbditos de sus feudos reciban cuidados y protección contra la pobreza; que no se les agobie con trabajos que superen su capacidad normal; que se les recompense el trabajo nocturno. Los súbditos, por su parte, deben dedicarse al cultivo de la vid y deben almacenar el jugo de la uva en botellas para que no se deteriore. Si se muestran remisos a cumplir con su deber, se les castigará "en la espalda u otra parte del cuerpo". El emperador decreta asimismo que se deben criar abejas y gansos; las aves de corral deben ser cuidadas y su número incrementado. Debe prestarse atención al cuidado del ganado vacuno y caballar y también del lanar.

Deseamos, además, escribe el emperador, que nuestros bosques sean administrados con inteligencia, que no se los tale, que haya siempre en ellos gavilanes y halcones. Debe haber a nuestra disposición gansos y pollos gordos en todo momento; los huevos que no se consumen han de venderse en los mercados. En cada uno de nuestros señoríos debemos tener siempre a mano una buena provisión de plumas para colchones, colchones, mantas, enseres de cobre, plomo, hierro, madera, cadenas, ganchos, hachas, taladros, de modo que no se deba pedir nada prestado a los demás.

Además, el emperador exige que se le rinda cuenta exacta de la producción de sus feudos, es decir, cuánto se produjo de cada ítem, y hace la lista de éstos: vegetales, mantequilla, queso, miel, aceite, vinagre, remolachas "y otras cosas sin importancia", como dice textualmente este famoso documento. El emperador ordena asimismo que en cada uno de sus dominios haya artesanos, expertos en todos los oficios, en número adecuado, y hace la lista de cada oficio, uno por uno. Designa a la Navidad la fecha anual en que se le rinden cuentas de todas sus riquezas. El campesino más pobre no cuenta cada cabeza de ganado y cada huevo que hay en su granja con mayor cuidado que el gran Emperador Carlos. El parágrafo del documento dice: "Es importante que sepamos qué y cuánto poseemos, de cada cosa". Y una vez más hace una lista: bueyes, molinos, madera, embarcaciones, vinos, legumbres, lana, lino, cáñamo, frutas, abejas, peces, cueros, cera y miel, vinos nuevos y añejos y demás cosas que se le envían. Y para consuelo de sus queridos vasallos, quienes deben enviarle estas cosas, agrega sin malicia: "Esperamos que todo esto no les parezca demasiado dificultoso; pues cada uno de vosotros es señor de su feudo y puede exigir estas cosas a sus súbditos".

En otro parágrafo de la ley encontramos instrucciones precisas en cuanto al recipiente y modo de transporte de los vinos, asunto de Estado aparentemente muy caro al corazón del emperador. "El vino debe transportarse en cascos de madera con fuertes aros de hierro, jamás en odres de piel. En cuanto a la harina, será transportada en carros de doble fondo recubiertos de cuero, para que se pueda cruzar los ríos sin dañar la harina. Quiero también cuentas exactas de los cuernos de mis ciervos, además de los machos cabrios, asimismo de las pieles de lobos matados durante el año. En el mes de mayo no olvidéis declarar la guerra a muerte contra los lobos jóvenes." En el último parágrafo Carlomagno hace la lista de todas las flores y árboles y hierbas que quiere en sus señoríos, tales como: rosas, lirios, romero, pepinos, cebollas, rabanitos, semillas de alcaravea, etcétera. Este famoso documento legislativo finaliza con algo que parece ser la enumeración de las distintas variedades de manzanas.

Este es, entonces, el cuadro de la casa imperial en el siglo IX, y aunque estamos hablando de uno de los soberanos más ricos y poderosos de la Edad Media cualquiera reconocerá que tanto su economía familiar como sus principios administrativos nos recuerdan al pequeño hogar campesino que vimos antes.

Si le planteáramos a nuestro anfitrión imperial las mismas preguntas acerca de su economía, la naturaleza de su riqueza, el objeto de la producción, la división del trabajo, etcétera, extendería su mano real para señalamos las montañas de trigo, lana y cáñamo, los cascos de vino, aceite y vinagre, los establos repletos de vacas, bueyes y ovejas. Y es probable que no pudiéramos encontrar misteriosos problemas para que la ciencia de la economía analice y resuelva, puesto que todas las relaciones, causa y efecto, trabajo y resultado, son claras como el cristal.

Quizás alguien nos quiera observar que volvimos a encontrar un ejemplo poco feliz. ¿Acaso el documento no revela que no estamos tratando con la vida económica pública del Imperio Germano, sino con la hacienda privada del emperador? Pero cualquiera que contrapusiese ambos conceptos cometería un grave error respecto de la Edad Media. Es cierto que la ley se aplicaba a la economía de las propiedades y feudos del Emperador Carlo-magno, pero él regenteaba esta hacienda como soberano, no como ciudadano particular. O, para ser más precisos, el emperador era señor en sus propios señoríos, pero todo gran señor de la Edad Media, sobre todo en la época de Carlomagno, era un emperador en menor escala, porque su posesión noble de la tierra lo convertía en legislador, recaudador de impuestos y juez de todos los habitantes de sus feudos. Los decretos económicos de Carlos eran, como lo demuestra su forma, decretos de gobierno: forman parte de las sesenta y cinco leyes, o capitulare, de Carlos, redactadas por el emperador y promulgadas en la dieta anual de sus príncipes. Y los decretos sobre rabanitos y cascos de vino reforzados con aros de hierro provienen de la misma autoridad déspota, y están redactados en el mismo estilo que, por ejemplo, sus amonestaciones a los eclesiásticos en el Capitulare Episcoporum, la "ley de obispos", donde Carlos toma a los siervos del Señor de las orejas y les impone severamente que no deben blasfemar, ni embriagarse, ni frecuentar lugares de mala fama, ni mantener amantes, ni vender los sacramentos por un precio demasiado elevado. Podríamos cansarnos de hurgar en la Edad Media, y no encontraríamos una sola unidad económica rural donde los señoríos de Carlomagno no fueran prototipos y modelos, ya se trate de propiedades señoriales o de pequeños campesinos, de familias campesinas tomadas individualmente o comunidades aldeanas.

Lo que más nos llama la atención en ambos ejemplos es que las necesidades de la subsistencia humana guían y dirigen el trabajo, que los resultados corresponden exactamente a las intenciones y necesidades y que, independientemente de la escala de la producción, las relaciones económicas denotan una asombrosa simplicidad y transparencia. Tanto el pequeño campesino en su parcela como el gran soberano en sus feudos saben exactamente qué quieren lograr en la producción. Y, más aun, ninguno de los dos tiene que ser un genio para saberlo. Ambos quieren satisfacer las necesidades humanas fundamentales en cuanto a alimentos, bebida, ropa y las distintas cosas buenas de la vida. La diferencia consiste en que el campesino duerme en un camastro de paja, mientras el noble señor duerme en un lecho de plumas; el campesino bebe cerveza, hidromiel y también agua; el señor, vinos finos. La diferencia está en la cantidad y tipo de bienes producidos. La base de la economía y sus objetivos, son los mismos a saber: satisfacción directa de las necesidades humanas. Va de suyo que el tipo de trabajo necesario para lograr este propósito se adecúa a los resultados que se quieren obtener. Y también hay diferencias en el proceso de trabajo: el campesino trabaja con sus manos acompañado de su familia; recibe los productos del trabajo que su parcela y la parte que le corresponde de la tierra comunitaria le pueden brindar o, más precisamente —puesto que hablamos del siervo medieval-, todo lo que le queda después de los tributos y diezmos que le extraen el señor y el obispo. El emperador y los nobles no trabajan, obligan a sus súbditos y arrendatarios a trabajar para ellos.

Pero, trabaje la familia campesina para sí o para el señor, bajo la supervisión del anciano de la aldea o del administrador del noble, el resultado de la producción es una cantidad simple de medios de subsistencia (en el sentido más amplio del término): lo que se necesita y en la proporción requerida. Podemos darle a esta economía las vueltas que queramos; no encontraremos en ella enigma alguno que requiera el análisis profundo de una ciencia especial para su solución. El campesino más torpe de la Edad Media sabía qué era lo que determinaba su "riqueza" (quizás sería más acertado decir su "pobreza"), además de las catástrofes de la naturaleza, que asolaban su propiedad tanto como la del señor. El campesino sabía que su pobreza obedecía a una causa muy simple y directa: primero, la infinita serie de impuestos en trabajo y dinero que le extraía el señor; en segundo lugar, el pillaje de ese señor a expensas de las tierras comunes, bosques y agua de la aldea. Y el campesino clamaba su sabiduría a los cielos cada vez que asaltaba las casas de los chupasangres. Lo único que le queda por investigar a la ciencia en este tipo de economía es el origen histórico y desarrollo de esta clase de relaciones: cómo fue que en Europa las que habían sido tierras de campesinos libres se transformaron en propiedades señoriales de las que se extraían rentas y tributos, cómo un campesinado antes libre se había transformado en una clase oprimida, obligada a rendir tributo en forma de trabajo, a permanecer en la tierra incluso en las etapas posteriores.

Las cosas toman un cariz enteramente distinto apenas volvemos nuestra atención a cualquiera de los fenómenos de la vida económica contemporánea. Veamos, por ejemplo, uno de los más notables y asombrosos: la crisis comercial.

Cada uno de nosotros ha vivido unas cuantas crisis comerciales e industriales y conocemos por experiencia el proceso que Engels describe en una cita clásica: "El comercio se paraliza, los "mercados están sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados sin encontrar salida; el dinero efectivo se hace invisible; el crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida precisamente por haberlos producido en exceso; las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha comienza a andar al trote; el trote industrial se convierte en galope y, por último, en una carrera desenfrenada, en una carrera de obstáculos que juegan la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de una crisis." [F. Engels, Anti-Dühring, Kerr, p. 286-287]

Todos sabemos cómo aterroriza el espectro de la crisis comercial a cualquier país moderno: la manera de anunciarse el advenimiento de dicha crisis es, de por sí, significativa. Después de unos cuantos años de prosperidad y buenos negocios, empiezan a aparecer vagos rumores en los diarios; la Bolsa recibe algunas noticias poco tranquilizadoras de ciertas quiebras; las indirectas que lánzala prensa se vuelven más específicas; la Bolsa se pone cada vez más aprensiva; el banco nacional aumenta la tasa de crédito, lo cual significa que el crédito es más difícil de obtener y los montos disponibles son menores; por último, las noticias de bancarrotas y cierres caen como gotas de agua en un chaparrón. Y una vez que la crisis está en pleno auge, empiezan las discusiones acerca de quién tiene la culpa. Los comerciantes echan la culpa a la negativa de los bancos a conceder crédito y a la manía especulativa de los corredores de bolsa; los corredores se la echan a los industriales; los industriales se la achacan a la escasez de dinero líquido, etcétera. Y cuando por fin los negocios empiezan a mejorar, la Bolsa y los diarios ven los primeros síntomas con alivio, hasta que vuelven por un tiempo la esperanza, la paz y la seguridad.

Lo más notable de esto es que todos los afectados, el conjunto de la sociedad, consideran y tratan a la crisis como algo fuera de la esfera de la voluntad y el control humanos, un golpe fuerte propinado por un poder invisible y mayor, una prueba enviada desde el cielo, parecida a una gran tormenta eléctrica, un terremoto, una inundación.

El lenguaje que suelen utilizar los periódicos especializados al referirse a la crisis está lleno de frases tales como: "el cielo del mundo de los negocios, hasta ahora sereno, se esta empezando a cubrir de negros nubarrones"; o cuando se anuncia un drástico aumento de las tasas de crédito bancario, aparece invariablemente bajo el título de "se anuncian tormentas", y después de la crisis leemos cómo pasó la tormenta y qué despejado está el horizonte comercial. Este estilo periodístico revela algo más que el mal gusto de los plumíferos de la página financiera; es típico de la actitud hacia la crisis, como si ésta fuera el resultado de una ley natural. La sociedad moderna contempla con horror cómo se cierne; agacha la cabeza temblorosa bajo los golpes que caen como una granizada; aguarda el fin de la prueba y vuelve a levantar cabeza, tímida y escépticamente; mucho después la sociedad comienza a sentirse segura una vez más. Así esperaban los pueblos de la Edad Media las plagas y hambrunas; la misma consternación e impotencia ante una prueba severa.

Pero las hambrunas y pestes son antes que nada fenómenos naturales, aunque en última instancia las malas cosechas, las epidemias, etcétera, también tienen que ver con causas sociales. Una tormenta eléctrica es un acontecimiento provocado por elementos físicos y nadie, dado el desarrollo alcanzado por las ciencias naturales y la tecnología, es capaz de producir o impedir una tormenta eléctrica. Pero, ¿qué es una crisis moderna? Consiste en la producción de demasiadas mercancías. No hay compradores, y por lo tanto se detienen la industria y el comercio. La fabricación de mercancías, su venta, comercio, industria: tales son las relaciones en la sociedad moderna. Es el hombre quien produce las mercancías, y el hombre mismo quien las vende; el intercambio se da entre una persona y otra, y dentro de los factores que constituyen la crisis moderna no encontraremos un solo elemento que trascienda la esfera de la actividad humana. Es la sociedad humana, por tanto, la que produce periódicamente las crisis. Y al mismo tiempo sabemos que la crisis es un verdadero azote de la sociedad moderna, esperada con horror, soportada con desesperación y que nadie desea. Salvo para algunos especuladores bursátiles que tratan de enriquecerse rápidamente a costa de los demás, y que con frecuencia no se ven afectados por ella, la crisis constituye, en el mejor de los casos, un riesgo o un inconveniente para todos.

Nadie desea la crisis; sin embargo ésta se produce. El hombre la crea con sus propias manos, aunque no la quiere por nada del mundo. Tenemos aquí un hecho de la vida económica que ninguno de sus protagonistas puede explicar. El campesino medieval producía en su parcela lo que su señor, por un lado, y él mismo, por el otro, querían y deseaban: granos y ganado, buenos vinos y ropas lujosas, alimentos y bienes suntuosos para sí y para su hogar. Pero la sociedad moderna produce lo que no quiere ni necesita: depresiones. De vez en cuando produce bienes que no puede consumir. Sufre hambrunas periódicas mientras los almacenes se abarrotan de artículos imposibles de vender. Las necesidades y su satisfacción ya no concuerdan más; algo oscuro y misterioso se ha interpuesto entre ellas.

Tomemos otro ejemplo de la vida contemporánea, que conocemos todos, sobre todo los obreros de cualquier país: la desocupación. Al igual que la crisis, el desempleo es un cataclismo que aflige de tanto en tanto a la sociedad; en mayor o menor medida es uno de los síntomas constantes de la vida económica contemporánea. Los estratos mejor organizados y pagos de la clase obrera que llevan el registro de los desocupados de su gremio saben de la cadena ininterrumpida en las estadísticas de desocupación para cada año y para cada semana y mes del año. La cantidad de obreros desocupados tendrá fluctuaciones, pero jamás, ni por un solo instante, se reduce a cero. La sociedad contemporánea demuestra su impotencia ante la plaga de la desocupación cada vez que ésta fe vuelve tan seria que los órganos legislativos se ven obligados a tratar el problema. Después de mucho discutir, estas deliberaciones concluyen en una resolución para iniciar una investigación sobre la cantidad real de desocupados. Generalmente se limitan a medir la envergadura de la tragedia, así como en las inundaciones se mide el nivel del agua con un indicador. En el mejor de los casos se aplica el débil paliativo del seguro al parado (a expensas, generalmente, de los obreros ocupados) para disminuir los efectos del fenómeno, sin siquiera tratar de llegar a la raíz del mal.

A principios del siglo XIX, el cura Malthus, ese gran profeta de la burguesía inglesa, proclamó con esa refrescante brutalidad tan característica en él: "Si el obrero no puede obtener medios de subsistencia de sus parientes, a quienes se los puede reclamar con justicia, y si la sociedad no necesita su trabajo, el que nace en un mundo donde ya existe el pleno empleo no tiene derecho a la menor partícula de alimento, en realidad nada tiene que hacer en ese mundo. No tiene un sitio reservado en la gran mesa de la naturaleza. Esta le ordena desaparecer y rápidamente ejecuta la orden." La sociedad moderna, con esa hipocresía "social-reformista" que la caracteriza, frunce el ceño ante tanta candidez. En los hechos le permite al proletario desocupado "cuyo trabajo no necesita", "desaparecer" de alguna manera, tarde o temprano: así lo demuestran las estadísticas de deterioro de la salud pública, de mortalidad infantil, los crímenes contra la propiedad en todas las épocas de crisis.

La analogía que trazamos entre las inundaciones y la desocupación revela un hecho asombroso: ¡que nuestra impotencia ante las grandes catástrofes naturales es menor que la que padecemos ante nuestros propios asuntos puramente humanos, puramente sociales! Las inundaciones periódicas que provocan tamaños estragos en el este de Alemania todas las primaveras son, en última instancia, resultado de no aplicar contramedida alguna, como se ha demostrado hasta ahora. La tecnología, con el nivel de desarrollo que ha alcanzado, nos da los medios adecuados para proteger a la agricultura de las devastaciones provocadas por las aguas incontroladas. Desde luego que para poner freno a esta fuerza potencial es necesario aplicar en gran escala los medios que nos brinda la tecnología: un gran plan regional de control de las aguas reconstruiría toda la zona de peligro, protegería los campos de labranza y pastoreo, construiría diques y compuertas y regularía el curso de los ríos. No se está realizando esta gran reforma en parte porque ni el Estado ni el capital privado quieren aportar los fondos necesarios, y en parte porque el gobierno tendría que hacer frente al obstáculo del derecho a la propiedad privada en la extensa zona afectada. Los medios para el control de las inundaciones y para encauzar las aguas turbulentas existen, aunque la sociedad sea incapaz de utilizarlos

Por otra parte, la sociedad contemporánea no ha encontrado el remedio para la desocupación. Y sin embargo no se trata de una ley de la naturaleza, ni de una fuerza física de la naturaleza, ni de un poder sobrenatural, sino de un producto de relaciones económicas puramente humanas. Una vez más nos encontramos con un enigma económico, que nadie desea que nadie provoca adrede, pero que se sucede periódicamente, con la regularidad de un fenómeno natural, por encima de las cabezas de los hombres podríamos decir.

Ni siquiera tenemos necesidad de recurrir a hechos tan notables de la vida cotidiana como las depresiones y la desocupación, es decir, calamidades que quedan fuera de la esfera de lo normal (al menos la opinión pública sostiene que dichos eventos conforman una excepción al curso normal de los acontecimientos). Veamos, en cambio, el ejemplo más común de la vida diaria, que se multiplica en todos los países: la fluctuación de los precios de las mercancías. Hasta un niño sabe que los precios de las mercancías no son algo fijo e inmutable sino todo lo contrario, suben y bajan casi todos los días, incluso a toda hora. Tomemos cualquier diario, vayamos a las informaciones financieras y leamos los precios del día anterior; trigo: débil a la mañana, mejor al mediodía, más alto o más bajo al cierre. Lo mismo ocurre con el cobre, el hierro, el azúcar y el aceite de uva. Y lo mismo con las acciones de las empresas industriales, privadas o estatales, en la Bolsa.

Las fluctuaciones de los precios son un hecho incesante, "normal", cotidiano, de la vida económica contemporánea. Pero de estas fluctuaciones resulta que la situación financiera de los dueños de todas estas mercancías cambia en forma diaria y horaria. Si aumenta el precio del algodón, aumenta la riqueza de los comerciantes y fabricantes que poseen acciones en el algodón; si bajan, la riqueza disminuye. Si aumenta el precio del cobre, los accionistas se enriquecen; si disminuye, se empobrecen. Así con una simple fluctuación de precios, con los resultados bursátiles, una persona puede convertirse en millonario o en mendigo en cuestión de pocas horas. Desde luego, la especulación y el fraude se basan en este mecanismo. El propietario medieval se enriquecía o empobrecía con una buena o mala cosecha; o, como un caballero errante, se enriquecía si asaltaba en los caminos a una cantidad suficiente de comerciantes acaudalados; o aumentaba su riqueza (éste era el método consagrado y preferido) exprimiendo aun más a sus siervos mediante impuestos en especie y dinero.

Hoy una persona puede volverse rica o pobre sin mover Un dedo, sin que medie un acontecimiento natural, sin dar nada a nadie, sin robar cosa alguna. Las fluctuaciones de los precios son movimientos secretos dirigidos por un agente invisible que se mueve a espaldas de la sociedad, provocando cambios constantes en la distribución de la riqueza social. Observamos este movimiento así como leemos la presión en un barómetro, la temperatura en un termómetro. Y sin embargo los precios de las mercancías, con sus fluctuaciones, son asuntos evidentemente humanos, acá no hay magia negra. Nadie sino el hombre, con sus propias manos, produce estas mercancías y fija los precios, salvo que surja de sus acciones algo que no pretende ni desea; una vez más la necesidad, el objeto y el resultado de la actividad económica se encuentran en flagrante contradicción.

¿Cómo ocurre esto, cuáles son las leyes negras que, operando a espaldas de los hombres, conducen a la actividad económica del hombre contemporáneo a resultados tan extraños? Sólo la investigación científica puede resolver estos problemas. Se ha vuelto necesario resolver todos estos enigmas mediante la investigación exhaustiva, la meditación profunda, el análisis, la analogía, para penetrar en las relaciones ocultas cuyo resultado es que las relaciones económicas humanas no corresponden a las intenciones, a la voluntad, en fin, a la conciencia del hombre. De esta manera el problema que enfrenta la investigación científica puede definirse como la falta de conciencia humana de la vida económica de la sociedad, y así llegamos a la razón inmediata del surgimiento de la economía.

Darwin, en la descripción de su viaje por el mundo, nos dice lo siguiente acerca de los indígenas que habitan Tierra del Fuego (en el extremo austral de América del Sur): "Suelen padecer hambrunas. El Sr. Low, capitán de un ballenero, que conoce íntimamente a los nativos de este país, hizo un relato curioso sobre la situación de un grupo de unos ciento cincuenta nativos en la costa occidental, sumamente delgados. Una serie de tormentas de viento había impedido a las mujeres recoger mariscos en la costa y a los hombres salir en sus canoas a cazar focas. Una pequeña partida de hombres salió una mañana y los indígenas que quedaban le explicaron a Low que se iban a buscar alimentos.

A su regreso, Low salió a su encuentro, y los encontró sumamente cansados. Cada hombre portaba un gran trozo de carne podrida de ballena, a la que habían hecho un agujero en el medio por donde habían pasado la cabeza, como hacen los gauchos con sus ponchos. Apenas la carne era llevada al toldo, un anciano la cortaba en tiras y las asaba durante un minuto, murmurando alguna cosa, y las distribuía a los hombres famélicos, que durante todo este tiempo se mantenían en el más profundo silencio." [Darwin, El viaje del Beagle.]

Estamos hablando de uno de los pueblos más primitivos de la tierra. Los límites que enmarcan su voluntad y planificación son sumamente estrechos. El hombre se encuentra todavía muy ligado a la madre naturaleza, y dependiente de sus favores. Y sin embargo, dentro de límites tan estrechos, esta pequeña sociedad de ciento cincuenta hombres cumple un plan que organiza a todo el cuerpo social. Las previsiones tendientes a garantizar el bienestar futuro son el depósito de carne podrida, oculto en algún lado. Pero esta miseria se divide entre todos los miembros de la tribu, y se cumplen ciertas ceremonias; todos participan, bajo una dirección y con un plan, de la recolección de alimentos.

Consideremos ahora un oikos griego, la economía familiar esclavista de la Antigüedad, economía que constituía un verdadero "microcosmos", un pequeño mundo. Observamos grandes desigualdades sociales. La pobreza primitiva ha cedido ante los confortables excedentes de los frutos del trabajo humano. El trabajo físico se convirtió en la maldición de unos, el ocio en privilegio de otros; el trabajador se volvió una propiedad del que no trabaja. Pero esta relación amo-esclavo tiene como base la planificación y organización más estrictas de la economía, del trabajo, del proceso de distribución. Su fundamento es la voluntad despótica del amo, su brazo ejecutor es el látigo del capataz.

En el señorío feudal de la Edad Media la organización despótica de la vida económica da lugar rápidamente al código de trabajo detallado, en el que se definen clara y rígidamente la planificación y la división del trabajo, los derechos y deberes de cada uno. En el umbral de este periodo histórico aparece ese bonito documento que vimos antes, el Capitulare de Villis de Carlomagno, rebosante de alegría y buen humor, gozando voluptuosamente de la abundancia de bienes materiales, cuya producción es el único objeto de la vida económica. Al fin del periodo histórico feudal encontramos un terrible código de tributos en trabajo y dinero impuesto por los señores feudales ávidos de riquezas, código que provocó las guerras campesinas del siglo XV en Alemania y que, dos siglos más tarde, redujo al campesino francés al estado de una bestia miserable que se levantaría a pelear por sus derechos al argentino clarín de la Gran Revolución Francesa. Pero mientras la escoba de la historia no barrió la basura feudal, la relación señor-siervo con toda su miseria determinaba clara y rígidamente las condiciones de la economía feudal, como una suerte preestablecida.

Hoy no tenemos amos, esclavos, señores feudales ni siervos. La libertad y la igualdad ante la ley liquidaron todas las relaciones despóticas, al menos en las naciones burguesas más antiguas; en las colonias -como todos saben— estos mismos estados frecuentemente introducen el esclavismo y la servidumbre. Pero en la propia casa de la burguesía reina la libre competencia como única ley que rige las relaciones económicas y todo plan, toda organización, ha desaparecido de la economía. Desde luego que si indagamos en las distintas empresas privadas, en las fábricas modernas o en un gran complejo fabril como Krupp o cualquier empresa agrícola en gran escala de Estados Unidos, encontraremos la organización más estricta, la división más detallada del trabajo, la planificación más minuciosa basada en la más reciente información científica. Aquí todo trascurre fluidamente, como por arte de magia, bajo la administración de una voluntad, una sola conciencia. Pero apenas nos alejamos de la gran fábrica o del gran establecimiento agrícola, nos encontramos en medio del caos. Mientras las innumerables unidades (y cualquier empresa privada, hasta la más gigantesca, es sólo un fragmento de la gran estructura económica que abarca a todo el globo) se encuentran bajo la disciplina más férrea, la entidad de todas las llamadas economías nacionales, o sea la economía mundial, está totalmente desorganizada. En la entidad que abarca océanos y continentes no existe planificación, conciencia ni reglamento, solamente el choque ciego de desconocidas fuerzas incontroladas que juegan caprichosamente con el destino económico del hombre. Desde luego que aun hoy un soberano todopoderoso domina a obreros y obreras: el capital. Pero la soberanía del capital no se manifiesta a través del despotismo sino de la anarquía.

Y es precisamente la anarquía la responsable de que la economía de la sociedad humana produzca resultados que constituyen un misterio imposible de predecir para todos los afectados. La anarquía hace de la vida económica humana algo desconocido, ajeno, incontrolable, cuyas leyes debemos descubrir de la misma forma que descubrimos las de la naturaleza, de la misma manera en que tratamos de descubrir las leyes que gobiernan la vida de los reinos animal y vegetal, las formaciones geológicas de la superficie terrestre, el movimiento de los cuerpos celestes. El análisis científico debe descubrir ex post facto los propósitos y las leyes que gobiernan la vida económica humana, los que no fueron impuestos por una planificación consciente.

Ya deben de tener claro por qué a los economistas burgueses les resulta imposible explicar la esencia de su ciencia, poner el dedo en la llaga del organismo social, denunciar su malformación congénita. Reconocer y afirmar que la anarquía es la fuerza motriz vital del dominio del capital es pronunciar su sentencia de muerte, afirmar que sus días están contados. Resulta claro por qué los científicos defensores oficiales del dominio del capital tratan de oscurecer el problema mediante toda clase de artificios semánticos, tratan de alejar la investigación del meollo de la cuestión, tomar las apariencias externas y discutir la "economía nacional" en lugar de la economía mundial. Al dar un solo paso más allá del umbral del conocimiento económico, con la primera premisa básica de la economía, las grandes tareas que se plantean a la civilización moderna exigen la unión organizada de pueblos enteros, una gran comunidad de fuerzas vivas; y ello sólo podía surgir sobre la base de la actividad económica común." (Op. cit.)

He aquí la flor del lacayismo intelectual que señalábamos en los profesores alemanes. Según el profesor Schmoller la ciencia de la economía surgió por orden del absolutismo ilustrado. Según el profesor Bucher el modo de producción capitalista es producto de la decisión soberana y los planes de los monarcas absolutistas que claman al cielo. En realidad cometeríamos una injusticia con los grandes tiranos españoles y franceses, y también con los pigmeos déspotas alemanes, si sospecháramos que se movían bajo el impulso de una "idea histórico-universal" o de "las grandes tareas que tiene planteada la civilización humana" en sus rencillas con generales insolentes a fines de la Edad Media o durante las costosas cruzadas contra las ciudades holandesas. Hay veces que realmente se plantean los hechos históricos patas para arriba.

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