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La economía (página 3)


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La formación de los grandes estados burocráticamente centralizados fue un requisito indispensable para el surgimiento del modo de producción capitalista, pero su formación fue consecuencia de necesidades económicas nuevas, y se podría dar vuelta la afirmación de Bucher para decir, correctamente: la realización de la centralización política fue "esencialmente" producto de la maduración de la "economía nacional" (esto es, del modo capitalista de producción).

Es característico del instrumento inconsciente del avance histórico (como lo fue el absolutismo en la medida en que desempeñó un papel en el proceso histórico preparatorio) que desempeñe su rol progresivo con la misma inconsciencia imbécil que emplea para inhibir estas tendencias cada vez que lo considera conveniente. Esto ocurría, por ejemplo, cuando los tiranos-por-la-gracia-de-Dios de la Edad Media veían en las ciudades que se les aliaban contra la nobleza feudal meros objetos de explotación, a ser traicionados y entregados nuevamente a los barones feudales apenas se presentara la oportunidad. Lo mismo ocurría cuando, desde el comienzo, no vieron en el continente descubierto, con toda su población y cultura, sino un sujeto apto para la explotación más brutal, insidiosa y cruel, para llenar los "tesoros reales" con pepitas de oro en el menor tiempo posible con el propósito de servir a "las grandes tareas de la civilización". Lo propio ocurría cuando los mismos tiranos-por-la-gracia-de-Dios se oponían tozudamente a sus "fieles súbditos" cuando éstos les presentaban ese pedazo de papel llamado constitución parlamentaria burguesa, que después de todo fue tan necesaria para el desarrollo irrestricto del capital como lo fueron la unificación política y la gran centralización estatal.

En realidad, eran otras fuerzas enteramente distintas las que estaban en juego: a fines de la Edad Media se sucedieron grandes trasformaciones en la vida económica de los pueblos europeos, y éstas inauguraron un nuevo modo de producción.

Después que el descubrimiento de América y la circunnavegación de África, es decir el descubrimiento de la ruta marítima a la India, produjeron un florecimiento hasta entonces insospechado y una redistribución de las rutas comerciales, la liquidación del feudalismo y de la dominación de las ciudades por las corporaciones avanzó a pasos agigantados. Los grandes descubrimientos, las conquistas, el pillaje de los países recientemente descubiertos, la afluencia repentina de metales preciosos provenientes del Nuevo Continente, el gran comercio de especias con la India, el comercio de esclavos que proveía de negros africanos a las plantaciones de América, todos estos factores crearon en Europa Occidental nuevas riquezas y deseos en un lapso muy breve. El pequeño taller del artesano, con sus mil y una limitaciones, se convirtió en freno para el necesario aumento y rápido avance de la producción. Los grandes comerciantes superaron el escollo reuniendo a grandes cantidades de artesanos en las manufacturas, ubicadas fuera de la jurisdicción de las ciudades; supervisados por los mercaderes, liberados de las restricciones de las corporaciones, los mecánicos producían más y mejor.

En Inglaterra el nuevo modo de producción fue fruto de una revolución en la agricultura. El florecimiento de la manufactura lanera en Flandes y la gran demanda de lanas que fue su elemento concomitante impulsaron a la nobleza rural inglesa a convertir tierras antes cultivadas en pasturas para las ovejas; durante este proceso el campesinado inglés fue echado de su tierra en una escala jamás vista. La Reforma obró de manera similar. Después de la confiscación de las tierras de la Iglesia -las que fueron regaladas o perdidas por la nobleza cortesana y los especuladores— los campesinos que vivían en estas tierras también fueron expulsados. Así los manufactureros y los capitalistas del campo se encontraron con una gran provisión de proletarios empobrecidos situados fuera de los reglamentos y restricciones de las corporaciones feudales y artesanales. Después de un extenso periodo de martirio, de mendicidad o de reclusión en los asilos públicos, de crueles persecuciones por parte de la ley y la policía, estos pobres infelices encontraron refugio en la esclavitud asalariada en beneficio de una nueva clase de explotadores. Poco después sobrevino la gran revolución tecnológica que permitió una mayor utilización de trabajadores asalariados sin especialización al lado de los artesanos altamente especializados, sin llegar a reemplazarlos totalmente.

En todas partes el florecimiento y maduración de las nuevas relaciones chocaba con obstáculos feudales y la miseria de las pésimas condiciones de vida. La economía natural, base y esencia del feudalismo, y la pauperización de grandes masas, fruto de la presión irrestricta de la servidumbre, restringía la salida de las mercancías manufacturadas Por su parte las corporaciones dividían y maniataban el elemento más importante de la producción: la fuerza de trabajo. El aparato del Estado, dividido en un número infinito de fragmentos políticos, incapaz de garantizar la seguridad pública, y la sucesión de tarifas y leyes comerciales, restringían y molestaban al incipiente comercio y al nuevo modo de producción.

Era evidente que de alguna manera la naciente burguesía de Europa Occidental debía barrer estos escollos o renunciar de plano a su misión histórico-mundial. Antes de destrozar completamente al feudalismo en la Gran Revolución Francesa, la burguesía ajustó intelectualmente sus cuentas con el feudalismo, y así se origina la nueva ciencia de la economía, una de las armas ideológicas más importantes de la burguesía en su lucha contra el Estado medieval y por la instauración del moderno Estado de la clase capitalista. El nuevo orden económico apareció primero con las riquezas nuevas, rápidamente adquiridas, que inundaron la sociedad de Europa Occidental, provenientes de fuentes mucho más lucrativo, aparentemente inagotable y bastante diferente de los métodos patriarcales de la explotación feudal, cuyo apogeo, por otra parte, ya había pasado.

Al principio la fuente más propicia para la nueva opulencia no fue el naciente modo de producción, sino su marcapasos: el gran auge del comercio. Es por ello que en los centros más importantes del comercio mundial, como las opulentas repúblicas italianas y España, se plantean los primeros interrogantes económicos y se hacen los primeros intentos de hallar respuestas a esos interrogantes.

¿Qué es la riqueza? ¿Qué es lo que hace que un estado sea rico o pobre? Este era el interrogante que se planteaba cuando las viejas concepciones de la sociedad feudal perdieron su validez en el torbellino de las nuevas relaciones. La riqueza es el oro con el cual se puede comprar cualquier cosa. El comercio crea riqueza. Serán ricos los estados que importen grandes cantidades de oro y no permitan que se lo saque del país. El comercio mundial, las conquistas coloniales en el Nuevo Mundo, las manufacturas que producen para la exportación: todo ello debe ser fomentado; debe prohibirse la importación de productos foráneos, que sacan el oro del país. Estas fueron las primeras enseñanzas de la economía, que aparecen en Italia a fines del siglo XVI y ganan popularidad en Inglaterra y Francia en el siglo XVII. Y esta doctrina, aunque muy elemental, fue la primera ruptura abierta con las concepciones de la economía feudal natural y su primera critica audaz; la primera idealización del comercio, de la producción de mercancías y, con ello, del capital; el primer programa político a la medida de la joven burguesía ascendente.

Pronto es el capitalista productor de mercancías, en lugar del comerciante, quien toma la delantera; al principio cautelosamente, disfrazado de sirviente pobre que espera en la antecámara del príncipe feudal. La riqueza de ninguna manera es oro, proclaman los iluministas franceses del siglo XVIII; el oro es simplemente un medio para el intercambio de mercancías. ¡Qué infantil la ilusión de ver en el brillante metal una varita mágica para pueblos y estados! ¿Puede el metal alimentarme cuando tengo hambre; puede protegerme del frío cuando estoy aterido? ¿Acaso el rey Darío de Persia no sufría los tormentos infernales de la sed mientras sostenía tesoros en sus brazos, y no estaba dispuesto a cambiarlos todos por un poco de agua para beber? No; la riqueza es la provisión por la naturaleza de alimentos y sustancias con las que todos, príncipes y mendigos, satisfacen sus necesidades. Cuanto mayor el lujo con que la población satisface sus necesidades, más rico será el Estado… porque mayores serán los impuestos que el Estado podrá cobrar.

¿Y qué produce el maíz para el pan, las fibras para la ropa, la madera y los metales brutos con que hacemos casas y herramientas? ¡La agricultura! ¡La agricultura, no el comercio, es la verdadera fuente de las riquezas! ¡La masa de la población rural, el campesinado, el pueblo que crea las riquezas de todos, debe ser rescatado de la explotación feudal y elevado a la prosperidad! (Para que yo pueda encontrar compradores para mis mercancías, agregaría sotto voce el capitalista manufacturero.) Los grandes señores terratenientes, los barones feudales, deberían ser los únicos que paguen impuestos y mantengan al Estado, puesto que toda la riqueza producida por la agricultura pasa por sus manos. (De esa manera yo, que aparentemente no creo riquezas, no tendría que pagar impuestos, murmura astutamente el capitalista) Basta con liberar a la agricultura, al trabajo rural, de todas las trabas del feudalismo, para que la fuente de riquezas fluya en toda su plenitud para el Estado y la nación. Entonces vendrá la felicidad de todo el pueblo, y la armonía de la naturaleza volverá a reinar en el mundo.

Los primeros nubarrones que anunciaban el asalto a la Bastilla ya se veían claramente en las posiciones de los iluministas. Rápidamente la burguesía se sintió lo bastante poderosa como para quitarse la máscara de sumisión y ponerse en primer plano para exigir resueltamente la remodelación del Estado a su imagen y semejanza. La agricultura de ninguna manera es la única fuente de riqueza, proclamó Adam Smith en Inglaterra a fines del siglo XVIII. ¡Cualquier trabajo afectado a la producción de mercancías crea riqueza! (Cualquier trabajo, dijo Adam Smith, mostrando hasta qué punto él y sus discípulos se habían vuelto simples voceros de la burguesía; para él y para sus sucesores el trabajador ya era por naturaleza el asalariado del capitalista.) Porque el trabajo asalariado, además de mantener al trabajador, crea también la renta para el terrateniente y ganancias para el dueño del capital, el patrón. Y la riqueza se incrementa cuanto mayor sea el número de obreros que trabajan en los talleres bajo el yugo del capital; cuanto más detallada y minuciosa sea la división del trabajo entre ellos.

Esta era, pues, la verdadera armonía de la naturaleza, la verdadera riqueza de las naciones; cualquier trabajo se concreta en el salario del trabajador, que lo mantiene vivo y lo obliga a seguir trabajando por el salario; en renta, que le da al terrateniente una vida libre de preocupaciones; y en ganancias, que mantienen el buen humor del patrón y lo instan a perseverar en sus negocios. Así todos se ven favorecidos, sin necesidad de recurrir a los métodos torpes del feudalismo. "La riqueza de las naciones" es fomentada, entonces, cuando se incrementa la riqueza del empresario capitalista, el patrón que mantiene todo en funcionamiento y explota la dorada fuente de la riqueza: el trabajo asalariado. Por eso: .basta de cadenas y restricciones de los buenos tiempos de antaño y también de medidas paternalistas protectoras recientemente instituidas por el Estado: libre competencia, manos libres al capital privado, que todo el aparato fiscal y estatal se ponga al servicio del patrón, y así todo estará perfectamente en el mejor de los mundos posibles.

Este era, pues, el evangelio económico de la burguesía, desprovisto de todo disfraz, y la ciencia de la economía había quedado desnuda hasta el punto de mostrar su verdadera fisonomía. Desde luego, las propuestas de reformas y las sugerencias que la burguesía había hecho a los estados feudales fracasaron tan estruendosamente como todos los intentos históricos de poner vino nuevo en odres viejos. El martillo de la revolución consiguió en veinticuatro horas lo que no se pudo lograr en medio siglo de remiendos. La conquista del poder político puso todos los medios y arbitrios en manos de la burguesía. Pero la economía, igual que todas las teorías filosóficas, legales y sociales del Siglo de las Luces, y antes que todas ellas, fue un método de adquirir conciencia, una fuente de conciencia de clase burguesa. En ese sentido fue un prerrequisito y un acicate para la acción revolucionaria. En sus variantes más remotas la tarea burguesa de remodelar el mundo fue alimentada por las ideas de la economía clásica. En Inglaterra, durante el apogeo de la lucha por el libre cambio, la burguesía sacaba sus argumentos del arsenal de Smith y Ricardo.85 Y para las reformas del período Stein-Hardenburg-Schnarhorst86 (en la Alemania posnapoleónica), que constituyeron un intento de volver a darle alguna forma viable a la basura feudal prusiana después de los golpes que recibió de manos de Napoleón en Jena, también tomaban sus ideas de las enseñanzas de los economistas clásicos ingleses: el joven economista alemán Marwitz escribió en 1810 que, después de Napoleón, Adam Smith era el soberano más poderoso de Europa.

Si ahora comprendemos por qué la economía se originó hace apenas siglo y medio, también podemos reconstruir su suerte posterior. Si la economía es una ciencia que estudia las leyes peculiares al modo capitalista de producción, la razón de su existencia y su función están ligadas a su tiempo de vida; la economía perderá su fundamento apenas haya dejado de existir ese modo de producción. En otras palabras, la ciencia de la economía habrá cumplido su misión apenas la economía anárquica del capitalismo haya desaparecido para dar paso a un orden económico planificado y organizado, dirigido sistemáticamente por todas las fuerzas laborales de la humanidad. La victoria de la clase obrera moderna y la realización del socialismo será el fin de la economía como ciencia. Aquí vemos el vínculo especial que existe entre la economía y la lucha de clase del proletariado moderno.

Si es tarea de la economía dilucidar las leyes que rigen el surgimiento, crecimiento y extensión del modo de producción capitalista, se plantea inexorablemente que, para ser coherente, la economía debe estudiar también la decadencia del capitalismo. Igual que los anteriores modos de producción, el capitalismo no es eterno sino una fase transitoria, un peldaño más en la escala interminable del progreso social. Las enseñanzas sobre el surgimiento del capitalismo deben trasformarse lógicamente en enseñanzas sobre la caída del capitalismo; la ciencia sobre el modo de producción capitalista se convierte en la prueba científica del socialismo; el instrumento teórico de la instauración del dominio de clase de la burguesía se vuelve un arma de la lucha de clases revolucionaria por la emancipación del proletariado.

Esta segunda parte del problema general de la economía no fue resuelta, desde luego, por los franceses ni los ingleses, ni mucho menos por los sabios alemanes provenientes de la burguesía. Las últimas conclusiones de la ciencia que analiza el modo de producción capitalista fueron extraídas por el hombre que, desde el comienzo, estuvo en la avanzada del proletariado revolucionario: Carlos Marx. Por primera vez el socialismo y el movimiento obrero moderno se asentaron sobre la roca indestructible del pensamiento científico.

El socialismo, en cuanto ideal de orden social basado en la igualdad y fraternidad de todos los hombres, ideal de comunidad comunista, tiene más de mil años. Entre los primeros apóstoles del cristianismo, entre las sectas religiosas de la Edad Media, en las guerras campesinas, el ideal socialista aparecía como la expresión más radical de la revolución contra la sociedad. Pero en cuanto ideal por el cual abogar en todo momento, en cualquier momento histórico, el socialismo era la hermosa visión de unos pocos entusiastas, una fantasía dorada siempre fuera del alcance de la mano, como la imagen etérea de un arco iris en el cielo.

A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX la idea socialista, libre del frenesí sectario religioso como reacción ante los horrores y devastaciones perpetrados por el capitalismo en ascenso contra la sociedad, apareció respaldada por primera vez por una fuerza real. Pero inclusive en ese momento, el socialismo seguía siendo en el fondo un sueño, el invento de algunas mentes osadas. Si escuchamos a Cayo Graco Babeuf el primer combatiente de vanguardia en las conmociones revolucionarias desatadas por el proletariado, que quiso con un golpe de mano introducir la igualdad social a la fuerza, veremos que el único argumento en que basa sus aspiraciones comunistas es la flagrante injusticia del orden social existente. En sus artículos y proclamas apasionadas, como en su defensa ante el tribunal que lo sentenció a muerte, denunció implacablemente el orden social contemporáneo. Su evangelio socialista es una denuncia de la sociedad, de los sufrimientos y tormentos, la miseria y la degradación de las masas trabajadoras, sobre cuyas espaldas se enriquece el puñado de ociosos que domina la sociedad. Para Babeuf bastaba con la consideración de que el orden social existente bien merecía perecer; es decir, podría haber sido derribado un siglo antes de su tiempo si hubiera existido un puñado de hombres decididos a tomar el poder estatal para instaurar la igualdad social, tal como los jacobinos en 1793 tomaron el poder político e instauraron la República.

En las décadas de 1820 y 1830 tres grandes pensadores representaron, con genio y brillo mucho mayores, el pensamiento socialista: Saint-Simón y Fourier88 en Francia, Owen89 en Inglaterra. Se basaban en métodos totalmente distintos pero, en esencia, en la misma línea de razonamiento que Babeuf. Desde luego que ni uno de estos hombres pensaba siquiera remotamente en la toma revolucionaria del poder para la realización del socialismo. Por el contrario, al igual que todo el resto de la generación posterior a la Gran Revolución, se sentían desilusionados por las convulsiones sociales y políticas, convirtiéndose en firmes partidarios de los medios y propaganda puramente pacifista. Pero el ideal socialista les era común; constituía fundamentalmente un esquema, la visión de una mente ingeniosa que prescribe su realización a una humanidad sufriente para rescatarla del infierno del orden social burgués.

Así, a pesar de todo el poder de su crítica y la magia de sus ideales futuristas, las ideas socialistas no influenciaron en forma notable los verdaderos movimientos y luchas de su tiempo. Babeuf pereció con un puñado de amigos en la oleada contrarrevolucionaria, sin dejar más rastro que una estela luminosa en las páginas de la historia revolucionaria. Saint-Simón y Fourier fundaron pequeñas sectas de partidarios entusiastas y talentosos quienes -luego de sembrar ideas ricas y fértiles en ideales sociales, crítica y experimentos— se separaron en busca de mejor fortuna. De todos ellos fue Owen quien más atrajo a la masa proletaria, pero después de agrupar a un sector elitista de obreros ingleses entre 1830 y 1840 su influencia también desaparece sin dejar rastros.

En 1840 surgió una nueva generación de dirigentes socialistas: Weitling90 en Alemania, Proudhon, Louis Blanc,91 Blanqui en Francia. La clase obrera comenzaba a luchar contra la garra del capital; la insurrección de los obreros textiles de la seda de Lyon y el movimiento Cartista de Inglaterra iniciaron la lucha de clases. Sin embargo no existía un vínculo directo entre los movimientos espontáneos de las masas explotadas y las distintas teorías socialistas. Las masas proletarias insurgentes no se planteaban objetivos socialistas, ni los teóricos socialistas trataban de basar sus ideas en las luchas políticas de la clase obrera. Su socialismo sería instaurado mediante algunos artificios astutos, tales como el Banco Popular de Proudhon o las asociaciones productoras de Louis Blanc. El único socialista para quien la lucha política era un medio para la realización de la revolución social era Blanqui; esto lo convierte en el único verdadero representante del proletariado y de sus intereses de clase revolucionarios de la época. Pero en lo fundamental su socialismo era un esquema realizable a voluntad, fruto de la férrea decisión de una minoría revolucionaria y resultado de un golpe de Estado repentino perpetrado por dicha minoría.

El año 1848 iba a ser el apogeo y también el momento crítico para el viejo socialismo en todas sus variantes. El proletariado de París, influenciado por la tradición de luchas revolucionarias anteriores, agitado por los distintos sistemas socialistas, adoptó con pasión algunas nociones vagas sobre un orden social justo. Derrocada la monarquía burguesa de Luis Felipe, los obreros parisinos utilizaron la relación de fuerzas favorable para exigir la instauración de una "república social" y una nueva "división del trabajo" a la burguesía aterrorizada. El gobierno provisional recibió el célebre periodo de gracia de tres meses para cumplir con esas demandas; durante tres meses los obreros pasaron hambre y aguardaron, mientras la burguesía y la pequeña burguesía se armaban secretamente y se preparaban para aplastar a los obreros. El periodo de gracia terminó con la memorable masacre de junio en la que el ideal de la "república social", realizable en cualquier momento, quedó ahogado en la sangre del proletariado parisino. La Revolución de 1848 no instauró la igualdad social sino más bien la dominación política de la burguesía y un incremento sin precedentes de la explotación capitalista bajo el Segundo Imperio.

Pero a la vez que el socialismo de viejo cuño parecía enterrado definitivamente bajo las barricadas destrozadas de la Insurrección de Junio, Marx y Engels colocaron la idea socialista sobre bases enteramente nuevas. Ninguno de los dos buscó argumentos a favor del socialismo en la depravación moral del orden social existente ni intentó introducir de contrabando la igualdad social mediante ardides nuevos e ingeniosos. Se dedicaron al estudio de las relaciones económicas que se establecen en la sociedad. Allí, en las leyes de la anarquía capitalista, Marx descubrió la base de las aspiraciones socialistas. Los economistas clásicos franceses e ingleses habían descubierto las leyes de la vida y el crecimiento de la economía capitalista; Marx retomó su trabajo medio siglo después, partiendo de donde ellos habían abandonado. Descubrió cómo las mismas leyes que regulan la economía actual preparan su caída, mediante la anarquía creciente que hace peligrar cada vez más a la sociedad misma, forjando una cadena de catástrofes políticas y económicas devastadoras. Marx demostró que las tendencias inherentes al desarrollo capitalista, llegado cierto punto de madurez, hacen necesaria la transición a un modo de producción planificado, organizado conscientemente por toda la fuerza trabajadora de la humanidad, para que la sociedad y civilización humanas no perezcan en las convulsiones de la anarquía incontrolada. Y el capital acerca esta hora fatal a velocidad acelerada, movilizando a sus futuros sepultureros, los proletarios, en número creciente, extendiendo su dominación a todos los países del globo, instaurando una economía mundial caótica y sentando las bases para la solidaridad del proletariado de todos los países en un solo poder revolucionario mundial que barrerá el dominio de clase del capital. El socialismo dejó de ser un esquema, una bonita ilusión o un experimento realizado en cada país por grupos de obreros aislados, cada uno librado a su propia suerte. Programa político de acción común para todo el proletariado internacional, el socialismo se vuelve una necesidad histórica resultado del accionar de las propias leyes del desarrollo capitalista.

Debe resultar claro a esta altura por qué Marx ubicó su concepción fuera de la esfera de la economía oficial y la intituló Crítica de la economía política.

Las leyes de la anarquía capitalista y de su colapso inevitable, desarrolladas por Marx, son la continuación lógica de la ciencia de la economía tal como la crearon los economistas burgueses, pero una continuación cuyas conclusiones finales son el polo opuesto del punto de partida de los sabios burgueses. La doctrina marxista es hija de la economía burguesa, pero su parto le costó la vida a la madre. En la teoría marxista la economía llegó a su culminación, pero también a su muerte como ciencia. Lo que vendrá -además de la elaboración de los detalles de la teoría marxista- es la metamorfosis de esta teoría en acción, es decir, la lucha del proletariado internacional por la instauración del orden económico socialista. La consumación de la economía como ciencia es una tarea histórica mundial: su aplicación a la organización de una economía mundial planificada. El último capítulo de la economía será la revolución social del proletariado mundial.

El vínculo especial entre la economía y la clase obrera moderna es una relación recíproca. Si, por una parte, la ciencia de la economía, perfeccionada por Marx, es más que cualquier otra ciencia la base indispensable para el esclarecimiento del proletariado, entonces el proletariado con conciencia de clase es el único auditorio capaz de comprender las enseñanzas de la economía científica. Contemplando las ruinas de la vieja sociedad feudal, los Quesnay y Boisguillebert de Francia, los Ricardo y Adam Smith de Inglaterra volvieron sus ojos con orgullo y entusiasmo al joven orden burgués, y con fe en el milenio de la burguesía y su armonía social "natural", sin el menor temor, permitieron que sus ojos de águila penetraran en las profundidades de las leyes económicas del capitalismo.

Pero el impacto creciente de la lucha de la clase proletaria, sobre todo la Insurrección de Junio del proletariado de París, destruyó hace mucho la fe de la sociedad burguesa en su propio dios. Desde que comió del árbol de la sabiduría y supo de las modernas contradicciones de clase, la burguesía aborrece la clásica desnudez con la que los creadores de su propia economía política la pintaron para que estuviese a la vista de todos. La burguesía ganó conciencia del hecho de que los voceros del proletariado moderno habían forjado sus armas mortíferas en el arsenal de la economía política clásica.

Así resulta que durante décadas no es sólo la economía socialista la que ha estado hablando a los oídos sordos de las clases poseedoras. La economía burguesa, en la medida en que fue alguna vez una verdadera ciencia, ha hecho lo mismo. Incapaces de comprender las enseñanzas de sus grandes antepasados, menos capaces aun de aceptar las enseñanzas del marxismo, que surgen de aquéllas y además anuncian la muerte de la sociedad burguesa, los profesores burgueses nos sirven un guisado desabrido hecho de las sobras de una mezcolanza de conceptos científicos y frases huecas intencionadas, sin el menor intento de explorar las verdaderas tendencias del capitalismo. Por el contrario, tratan de levantar una cortina de humo para defender al capitalismo como el mejor de todos los órdenes sociales y el único viable.

Olvidada y desechada de la sociedad burguesa, la economía científica puede encontrar oyentes solamente entre los proletarios con conciencia de clase; no sólo comprensión teórica, sino también acción concomitante. La famosa frase de Lassalle se aplica en primer lugar a la economía: "Cuando la ciencia y los trabajadores, polos opuestos de la sociedad, se abracen, aplastarán en su abrazo todos los obstáculos sociales."

 

 

 

 

 

 

Autor:

Dumar Suarez Gómez

Investigación Realizada por el Ingeniero Dumar Suárez Gómez, Rector del Instituto Técnico Manuela Beltrán, Sede Granada Meta.

Partes: 1, 2, 3
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