¿Cómo? Un físico, un botánico, un historiador y cualquiera de nosotros en la vida diaria damos por supuesto que existen cosas y que las podemos conocer. Pero aquí se pone justamente ese supuesto en tela de juicio. Se trata, en este trance, de uno de aquellos casos en que es menester algo más que las ciencias especiales. Aquí se palpa, como si dijéramos, con las manos el papel e importancia de la filosofía. ¿Cómo vamos, pues, a proceder? Una cosa es clara: aquí no podemos intentar una demostración en que de algo conocido se deduce algo no conocido. El escéptico, como Gorgias, duda de todo y, por tanto, también de nuestras premisas. No menos dudaría de la regla conforme a la que hiciéramos nuestra deducción. No podemos, pues, tomar este camino. ¿Qué nos queda, pues? A mi parecer, tenemos otros tres caminos abiertos.
Primeramente, podemos ver si el escéptico no se contradice. De contradecirse, no diría nada conexo, es decir, inteligible, y así, por ende, no diría nada en absoluto.
En segundo lugar, podemos ver cómo se verifica sus hipótesis. ¿Coinciden realmente con nuestra experiencia? Así proceden los físicos cuando quieren verifica sus hipótesis.
Finalmente, podemos ver si estas tres cosas que Gorgias niega no son evidentes, es decir, tan claras como nosotros creemos.
El primer camino se tomó ya en la antigüedad. Si escéptico dice que nada puede conocerse, se le puede preguntar cómo puede él sentar esa afirmación. ¿Es cierto de su tesis? Si lo está, es que hay algo cierto y conocible. Luego, la proposición de que nada es conocible es falsa. Ahora bien, si algo es conocible, ha ser o existir de algún modo. Se cuenta de un escéptico griego, llamado Crates, que se había percatado de esto y por eso no decía nada, sino que sólo movía los dedos. Pero Aristóteles, el gran maestro del pensamiento europeo, hacía notar que tampoco tenía derecho a eso, pues el movimiento del dedo expresa también una opinión juicio, y el escéptico no puede tener opiniones. —decía Aristóteles— como una planta, y con una planta imposible discutir, pues nada dice.
Yo no sé si esta argumentación parecerá a usted convincente. Como quiera, hay que notar que la lógica matemática ha presentado contra ella reparos bastante serios. Se fundan en la llamada teoría de los tipos. Siento no poder tratar aquí de esa teoría, un poco complicada. Sólo quisiera precaver a ustedes contra la demasiada confianza respecto a esta argumentación esquematizada.
En cambio, el segundo camino me parece ser seguro. Efectivamente, si suponemos que hay realmente cosas y que podemos de algún modo conocerlas, con esta hipótesis se armoniza casi todo lo que experimentamos. La diferencia entre lo que llamamos realidad y la apariencia consiste en que la realidad está ordenada, en ella mandan leyes mientras que la apariencia no muestra regirse por orden alguno. Ahora bien, comprobamos que en el mundo de nuestra experiencia reina casi por doquier ese orden. Tomemos un ejemplo: me echo en la cama y, antes de dormirme, veo mi me silla de noche con el despertador. Por la mañana, la mesilla sigue allí todavía, y tampoco el despertador ha desaparecido. Es más, hay un poco más de polvo sobre la mesilla que el que había anoche. La mejor explicación de esto es suponer que, efectivamente, hay una mesa, un despertador, un cuarto y demás, y que yo conozco estas cosas. Ahora veo un gato que aparece por la izquierda, desaparece tras mi espalda y vuelve a salir por la derecha. La mejor manera también de explicar esto es suponer que hay un gato que sigue andando por detrás de mi espalda. Naturalmente, el escéptico puede decir que todo es apariencia, aunque apariencia con orden. Sin embargo, es ciertamente más sencillo admitir una realidad.
Finalmente —y éste me parece ser el mejor camino—, cabe notar que la falsedad de las proposiciones de Gorgias es evidente. Vemos, en efecto, con claridad que existe algo, que conocemos muchas cosas con certeza y que las comunicamos por la palabra a los otros. Si se nos dice que esto es un sueño, nosotros respondemos sencillamente que no. Existen casos, muchos casos, en que podemos equivocarnos; pero todo el mundo conoce situaciones en que toda duda racional es imposible.
En este momento, por ejemplo, yo estoy absolutamente cierto de que estoy sentado y no de pie, y de que la bombilla está delante de mí, encendida. Estoy igualmente cierto de que 18 por 5 son 90. De que alguna vez me haya equivocado no se sigue que siempre me equivoque.
Yo sentaría contra Gorgias las tres tesis siguientes: 1ª. Existe con toda certeza algo. 2ª. Podemos con toda certeza conocer algo de lo que existe. 3ª. Es igualmente evidente y cierto que podemos comunicar a los otros algo de lo que conocemos. Y, mientras no se me presenten argumentos mejores que los que hallo en Descartes, no veo razón alguna para mudar de opinión.
Con esto hemos ganado mucho, pero no tanto como de pronto pudiera creerse. Y es así que, en primer lugar, no tenemos aún prueba alguna de que exista una realidad fuera de nuestra conciencia. Es cuestión enteramente distinta y mucho más difícil, y de ella trataremos en la próxima meditación. Pudiera ser, efectivamente, que existieran, sí, las cosas y la realidad, pero que se hallaran totalmente dentro de nuestro pensamiento. En este caso tendríamos también una distinción entre realidad y apariencia, pero no entre lo interno y lo externo, entre el mundo interior y el exterior. Pero de esto se hablará más adelante.
Además, de nuestras explicaciones no se sigue tampoco que todo lo que vemos se dé realmente tal como lo vemos. Es cierto que existe algo; pero cómo son las cosas del mundo es harina de otro costal. Muchos que no son escépticos creen, por ejemplo, que no hay colores en el mundo. Tampoco esta cuestión entra aquí ni queda resuelta por nuestras discusiones de hoy.
En tercer lugar —y ello parece caer por su propio peso—, hay con toda certeza muchas más cosas que las que conocemos, y conocemos más que lo que podemos comunicar a los otros.
Sea todo ello dicho para evitar malas inteligencias.
En este contexto, quisiera aún hablar de dos opiniones filosóficas que personalmente no comparto, pero que están hoy muy difundidas. Se trata, por una parte, de la primacía del yo y, por otra, de la necesidad de recurrir, en nuestra cuestión, a experiencias emocionales. Hay actualmente bastantes pensadores según los cuales lo más cierto que existe es la propia existencia. Lo más cierto y hasta lo único cierto. Ahora bien, nadie —fuera de los escépticos— dudará de que realmente existe. Lo que yo no puedo ver es por qué este hecho ha de ser más cierto que el hecho de que existe algo en el mundo. A mi parecer, incluso la proposición «existe algo» posee cierta prioridad respecto a la proposición «yo existo». A mí mismo me conozco, como si dijéramos, por rodeos. Primeramente, me dirijo a los objetos, aprehendo algo del mundo; acaso mal, acaso superficialmente, pero con la mayor certeza. Que hay algo y algo primeramente que está delante de mí —un no-yo, como suelen decir los filósofos—, tal me parece a mí ser la verdad más cierta.
Otros filósofos modernos, creo que siguiendo al escolástico Juan Duns Scotus (Escoto), opinan que la plena certeza de la existencia del mundo y de las cosas en el mundo no puede alcanzarse por mero conocimiento, sino que son necesarias las experiencias emocionales como la angustia, el miedo, el amor y el odio. Se aduce en este contexto la famosa descripción de un terremoto hecha por el filósofo norteamericano William James, y se dice que sólo esta experiencia da al hombre la entera certidumbre de que existe el mundo. Esta doctrina ha sido sobre todo desarrollada por el filósofo alemán Wilhelm Dilthey, al que siguen muchos filósofos contemporáneos.
Algo semejante se oye a veces en forma de refutación popular del escepticismo. Dé usted, se dice, un buen puñetazo al escéptico en la cabeza, y éste comprenderá que algo existe, a saber, el puño. La cosa parece clara. ¿Quién va a poner en duda la existencia de un puño que se descarga sobre él? Tampoco yo la pongo en duda, lo que no veo apenas es para qué puede servirnos en nuestra cuestión. Y lo mismo cabe decir del terremoto, del odio, del amor y de todo lo demás. Porque ¿qué experimento cuando alguien me propina un buen golpe en la cabeza? Primeramente, siento por el tacto la mano; por otra parte, siento dolor, rabia, etc. Ahora bien, si se supone, como hacen los escépticos, que los sentidos nos engañan siempre, lo primero no probaría nada en pro de la existencia, del puño. Y el dolor y la rabia mucho menos, pues puede muy bien sentirse dolor o rabia sin que haya nada externo que obre sobre nosotros. Así pues, o sabemos ya por vía de conocimiento que existe, o no lo sabremos nunca por esas experiencias, que presuponen ya la validez del conocimiento. Si tal validez no existe, dichas experiencias no nos sirven para nada. Y es que al escepticismo no se le debe hacer la menor concesión. La mínima que se le haga, está uno perdido. Y así lo hacen tanto los que niegan la evidencia de que existe algo fuera de nosotros como los que dudan de la certeza de nuestro conocimiento y tratan de remediar su insuficiencia por la angustia, el hastío, la rabia o la furia y cosas por el estilo. En ambos casos, el escéptico se agarra al dedo que le tendemos ¿y nos arrastra a la sima en que está él hundido. Sin embargo, es un hecho que la sima existe y que hubo un día un Gorgias con sus tres tesis, que no dejan de tener importancia y utilidad para el filósofo que piensa serenamente. Lo que el escéptico dice es ciertamente exageración monstruosa y, por tanto, sencillamente falso. Pero esta exageración tiene su núcleo de verdad. Éste consiste en que las posibilidades de nuestro conocimiento son muy escasas, yo diría trágicamente escasas. Sabemos muy poco y, aun lo que sabemos, se nos da con harta frecuencia de manera superficial e incierta. La mayor parte de nuestro saber es sólo probabilidad. Hay certezas absolutas, sin distingos, pero son raras. El hombre se mueve en el mundo como un ciego a tientas, con raras evidencias o intuiciones claras y con raros resultados seguros. El que creyera que, lo sabemos todo completamente y que podemos comunicar todo lo que sabemos cometería una exageración tan grande y tan falsa como el escéptico.
Y es que en las cuestiones filosóficas —tal es la conclusión a que llegamos una y otra vez en nuestras reflexiones— no hay nada fácil, toda solución fácil es una solución falsa, es de ordinario una solución perezosa, como el escepticismo, que nos exime de todo deber de estudio fatigoso, pues según él nada hay que estudiar. Pero la realidad es enormemente compleja y la verdad sobre ella tiene también que ser de enorme complejidad. Sólo por largo y fatigoso trabajo puede el hombre asimilar algo de ella; no mucho, pero sí algo.
En nuestra última meditación hemos tratado de dilucidar la cuestión de si hay cosas en absoluto y si las podemos conocer. En otras palabras, nos hemos preguntado si existe la verdad. Porque un verdadero conocimiento es un conocimiento verdadero. Si se ha conocido algo, se sabe que es verdad, que es así o asá. Hoy vamos a volvernos a otro problema. Vamos a preguntarnos qué es la verdad. Esta vieja pregunta, dirigida un día a Cristo por Pilatos, es uno de los más interesantes y también de los más difíciles problemas de la filosofía. Ahora pues, ¿qué significa que una proposición, un juicio es verdadero? ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que fulano es un verdadero amigo? Es fácil ver lo que eso quiere decir: algo es verdadero cuando se da en la realidad, cuando sucede o se cumple. Así decimos que Arturo es un verdadero amigo cuando coincide con nuestro ideal del amigo, cuando este ideal se cumple en él. Es fácil darse cuenta de que este cumplimiento puede verificarse en una doble dirección. Primero, en el sentido de que una cosa corresponde a una idea. Así cuando se dice que tal metal es oro verdadero, o que tal hombre es un verdadero héroe. En este caso, la cosa corresponde a la idea. Esta primera especie de lo verdadero y de la verdad suelen llamarla los filósofos «ontológica» . Se trata de la llamada «verdad ontológica». En otros casos es a la inversa: la idea, el juicio, la proposición, etc., se llaman verdaderos si corresponden a la cosa. Esta segunda especie de lo verdadero tiene una característica por la que se la puede fácilmente conocer: verdaderos en este segundo sentido sólo lo son las ideas, los juicios, las proposiciones, pero no las cosas del mundo. Esta segunda especie de la verdad se llama entre los filósofos «verdad lógica». Aquí vamos a limitarnos a esta segunda especie de verdad, sin tocar la primera, que presenta especiales dificultades. Un ejemplo nos permitirá comprender lo que es la verdad lógica. Tomemos la frase: «El sol brilla hoy.» Esta frase y, consiguientemente, la idea o juicio que le corresponde es exactamente verdadera si el sol brilla efectivamente hoy. Por ahí se ve que una frase, una proposición son exactamente verdaderas cuando la cosa es como ellas dicen. Si la cosa no es así, la proposición, la frase son falsas. Esto parece claro y hasta perogrullesco. Y, sin embargo, la cosa no es tan fácil como de pronto pudiera creerse. Hay aquí, efectivamente, dos grandes y difíciles problemas. He aquí el primero: si una proposición es verdadera cuando la cosa es como en ella se dice, la proposición tendrá que ser absolutamente verdadera o falsa independientemente de quien la diga o cuando la diga. Dicho de otro modo: si una proposición es verdadera, es absolutamente verdadera para todos los hombres y para todos los tiempos.
Ahora bien, contra esta calidad de absoluto surgen reparos varios. Éstos son en parte tan serios, que muchos filósofos y, desde luego, muchos más no filósofos suelen decir que la verdad es relativa condicional, variable, etc. Los franceses tienen incluso un refrán que dice: «Lo que es verdad a un lado de los Pirineos es falso al otro.» Y hoy se ha puesto casi de moda afirmar que la verdad es relativa. ¿Qué razones hay en pro de tal concepción?
Algunas de estas razones son superficiales y fáciles de refutar. Así se dice que la proposición «Hoy llueve» sólo es relativamente verdadera, porque llueve en Roma, pero no en Madrid. O como en el cuento indio de los dos ciegos: uno cogía al elefante por la pata y decía que el elefante era como un árbol; el otro lo tomaba por la trompa y afirmaba que se parecía a una serpiente. Todo esto son equívocos. Basta formular plenamente las frases en cuestión y decir claramente lo que se quiere decir para ver que no puede aquí hablarse de relativismo alguno. Cuando uno dice que hoy llueve, quiere decir evidentemente que llueve aquí, en Madrid, en un día y hora determinados, no que llueva en todas partes. Su proposición es, por consiguiente, absolutamente verdadera para todos los hombres y todos los tiempos. Tampoco la experiencia de los ciegos prueba nada contra el carácter absoluto de la verdad. Los ciegos se han expresado incautamente. El que se cogió de la pata del elefante tenía que haber dicho: «El elefante, por lo que yo toco, se asemeja a un árbol.» Y por el estilo el de la trompa. La proposición, en ese caso, hubiera sido absolutamente verdadera. La dificultad procede aquí de una formulación insuficiente de las proposiciones. Si los pensamientos se formulan suficientemente, se ve en seguida que son absolutamente verdaderos o falsos y nada tienen que ver con la relatividad.
Pero hay objeciones más serias contra la incondicionalidad de la verdad. Contra la opinión corriente, hoy no existe una sola geometría, sino varias. Junto a la de Euclides que se enseña en las escuelas, existen las geometrías de Riemann, de Lobatschevsky y otras. Y la verdad es que ciertas proposiciones que en una son verdaderas son falsas en otra. Así, si se pregunta a un geómetra actual si determinado teorema es verdadero o falso, él preguntará primero: «¿En qué sistema?» Las proposiciones geométricas son, pues, en amplio grado, relativas respecto del sistema.
Todavía es peor lo que pasa en la lógica. También en lógica hay diversos sistemas, de suerte que la cuestión de si una proposición lógica es verdadera o falsa no puede ser contestada sin hacer referencia a determinado sistema. Así, el conocido principio del tertium non datur — llueve o no llueve — rige en la llamada «lógica clásica» de Whitehead y Russell pero no en la lógica del profesor Heyting. Luego, la verdad de las proposiciones lógicas es relativa en ese sentido.
Ahora pudiera pensarse que ha de haber un camino para decidir cuál de entre todos los sistemas es el verdadero: ver si se verifica o no. Pero las cosas no son tan sencillas. En geometría, por ejemplo, dicen los especialistas que la euclidiana se verifica en nuestro contorno minúsculo; en el espacio cósmico, en cambio, se ajusta mejor a los hechos otra geometría. Tendríamos, pues, que una proposición es verdadera en unas circunstancias y falsas en otras. La cosa es grave. Si suponemos ahora que las cosas son como estos entendidos nos dicen y que en el terreno de las matemáticas y de la lógica hay distintos sistemas, de suerte que una proposición verdadera en uno sea falsa en otro, surge inmediatamente la pregunta: «¿Qué decide la elección de uno y no de otro entre los varios sistemas?» Porque no se trata seguramente de un capricho. El físico Einstein, por ejemplo, no escogió una geometría determinada porque le hiciera gracia. Hubo de tener serias razones para ello. ¿Qué razones? Aquí surge una respuesta que tiene gran importancia filosófica. La respuesta dice que el sabio y el hombre en general no tiene por verdaderos una proposición o un sistema porque se ajusten a la realidad, sino porque le son útiles. Así, el filósofo escoge una geometría no euclidiana porque con ella puede construir más fácilmente, mejor y, acaso, en absoluto sus teorías y explicar la realidad. Siendo esto así, habrá que llamar verdaderas aquellas proposiciones que nos sean útiles. La verdad es la utilidad, se dice. Es el concepto pragmático de la verdad, que fue sobre todo desarrollado por William James, el famoso y simpático filósofo norteamericano, y cuenta hoy con muchos partidarios.
Ahora bien, en esta doctrina es cierto que hay secciones de la ciencia en que se admiten ciertas tesis o hipótesis por la sola razón de que son útiles para proseguir la investigación o para construir una teoría. Pero aquí hay que observar dos cosas. En primer lugar, que en tales casos no sabemos a punto fijo si las tesis o hipótesis en cuestión son verdaderas o falsas. Sólo son realmente útiles. Ahora bien, lo que no se ve bien es por qué ha de llamarse «verdad» a esta utilidad y por qué ha de hablarse aquí de relatividad de la verdad. En segundo lugar, que, aun tratándose de la utilidad, no Podemos menos de conocer siquiera algunas proposiciones verdaderas; y digo «verdaderas» en el sentido propio de la palabra. Un físico ha construido una teoría y cree que es útil. ¿Cómo lo demuestra? Sólo comprobándola mediante los hechos. Pero esto, a su vez, quiere decir que sienta determinadas tesis que han de ser con firmadas por la observación directa. En un laboratorio, por ejemplo, un científico escribe la siguiente frase: «En estas u otras circunstancias, a las 10 horas, 20 minutos, 15 segundos, el índice del amperímetro estaba así o asá.» Ahora bien, esta frase sólo es verdadera si, efectivamente, a tal hora y en tales circunstancias el índice del amperímetro estaba así y sólo así. Luego, aun el pragmático ha de conceder que hay algunas proposiciones verdaderas en sentido aristotélico. Las demás habría que llamarlas útiles mejor que verdaderas.
Esto sobre la primera cuestión. Vamos ahora a la segunda. La cuestión es: ¿qué es ese algo con el que ha de coincidir la proposición, frase o juicio, para ser verdadera? Pudiera pensarse que la cosa es clara: la frase ha de coincidir con la situación, con el estado, con la realidad de las cosas, tal como se hallan fuera de nos otros. Sólo así es verdadera. Pero también aquí surgen objeciones. Tenemos, por ejemplo, la proposición: «Esta rosa es roja.» Si afirmamos que la proposición es verdadera cuando la rosa es efectivamente roja, nos hallamos con que la cualidad de rojo no se da en el mundo externo, pues los colores sólo se originan en nuestros órganos visuales como efectos de la acción de determinadas ondas luminosas que caen sobre nuestros ojos. Un color externo no existe. Así lo enseñan nuestros filósofos. No puede, pues, decirse que nuestra frase es verdadera cuando se verifica en la situación exterior, pues no existe tal situación.
¿Con qué ha de coincidir, pues, una proposición para que sea verdadera?
Estos y otros reparos semejantes han movido a muchos pensadores modernos a reconocer una doctrina filosófica que se llama «idealismo epistemológico». Según éste, existen realmente las cosas y se dan verdades absolutas, pero no fuera, sino, en uno u otro sentido, dentro de nosotros, en nuestro pensamiento. Naturalmente, aquí surge al punto la cuestión de cómo podemos entonces distinguir las proposiciones verdaderas y las cosas reales de las proposiciones falsas y de las fantasías. A esto responden los idealistas que también desde su punto de vista se da la distinción. Todo lo que conocemos es ciertamente un producto de nuestro pensamiento, está en nosotros; pero unos de estos objetos los producimos según leyes, otros arbitrariamente.
Tal fue en lo esencial la doctrina del gran filósofo alemán Kant, que todavía hoy siguen algunos, aunque pocos, filósofos.
Para formarnos una idea de esta doctrina, vamos a volver a nuestro ejemplo del gato. El gato viene por la izquierda, anda luego por detrás de mi espalda, desaparece por tanto durante un momento y sale luego por la derecha para continuar tranquilamente su camino, acaso hacia la cocina. En la última meditación he dicho que la explicación más sencilla es admitir un gato exterior que sigue andando por detrás de mi espalda. Los idealistas no pueden admitir semejante gato, pues para ellos no existe un mundo exterior en sentido estricto. Pero dicen que el gato es realidad en cuanto lo pensamos conforme a leyes. No es, por ende, imaginación, sino realidad Por lo demás, todo el espacio en que nos hallamos juntamente con el gato, nuestro propio cuerpo y demás son también reales, es decir, están pensados conforme a leyes.
En resolución, hay dos posibles interpretaciones de la realidad: la idealista y la realista. Ambas tienen sus grandes dificultades y no es tarea fácil decidirse por una u otra. A los que dicen que el idealismo es sencillamente absurdo, yo me permito indicarles que acaso no lo han entendido. Lo absurdo sería negar la realidad o la verdad. Pero el idealismo no las niega.
Sin embargo, la mayoría de los filósofos actuales no son idealistas. Los filósofos se deciden generalmente contra esta interpretación de la verdad y del conocimiento al discutir la cuestión del propio conocimiento humano. ¿Qué es realmente el conocimiento? Según el idealismo, el conocimiento es creador: crea sus objetos. Ahora bien, es evidente que nuestro pensamiento personal e individual puede crear muy poco, a lo sumo entes de razón, imaginaciones o fantasmas, y aun éstos constan generalmente de elementos que no se han creado de nuevo, sino que sólo se han combinado entre sí. Así cuando pensamos en una sirena, mitad mujer y mitad pez. Es seguro que el que imaginó la sirena hubo de ver antes una mujer y un pez. La cosa es evidente y cierta.
De ahí que los idealistas se ven forzados a suponer un doble sujeto, un doble pensamiento, un doble yo: el yo, como si dijéramos, menor, el yo personal, al que llaman «yo empírico», y el yo mayor, ultrapersonal, trascendente, el «yo absoluto». Este yo mayor y trascendente es el que crea los objetos. El yo pequeño y empírico sólo puede tomarlos tal como le son dados por el yo grande y absoluto.
Todo esto, replican los contrarios, los realistas, es muy problemático y apenas creíble. ¿Qué es este yo trascendental que no es ya propiamente un yo, sino que se cierne sobre mí? Un monstruo, dicen los realistas. No existe semejante fantasma, y es además difícil de comprender. Por otra parte, si consideramos más de cerca nuestro pensamiento, resulta evidente que en él combinamos y unimos entre sí cosas diversas, acaso también de vez en cuando creamos algo; pero, en conjunto o de modo general, el conocimiento consiste en que aprehendemos, asimos un objeto que está ya ahí, que consiste o tiene consistencia, y la tiene fuera de nuestro conocimiento.
La pugna entre el idealismo y el realismo es una lucha en torno a la teoría del conocimiento. ¿Consiste éste en crear o en aprehender el objeto? Si se decide uno por la solución idealista, se tropieza con enormes dificultades. Es mucho mejor —dicen los realistas— atenerse a la primera opinión, y ello tanto más cuanto parece reproducir o reflejar mejor la naturaleza del conocimiento.
A decir verdad, también los realistas tropiezan con grandes dificultades. Ya he citado una: la que viene del hecho científicamente comprobado de que en el mundo no parece haber colores. Por lo menos en este caso, parece que nuestro conocimiento ha creado algo: los colores. ¿Qué responden los realistas a esta dificultad? La respuesta es doble. Primeramente, dicen, no hay que poner la frontera entre el cognoscente y el mundo exterior en la piel del hombre. Esa frontera se halla más bien donde se realiza el tránsito entre los procesos físicos y psíquicos. Lo que el espíritu comprende son los acontecimientos tal como se muestran en el organismo. Si nos ponemos gafas rojas, veremos negros los objetos verdes. Sin embargo, nadie afirmará que hayamos creado por nuestro conocimiento ese color negro. Por el contrario, es efecto o resultado de la acción de las gafas. Algo parecido acontece con los ojos.
Los realistas dicen además que en muchísimos caso no comprendemos o percibimos las cosas en sí mismas sino su acción sobre nosotros; es decir, la relación entre las cosas y nuestro cuerpo. Así, por ejemplo, si metemos la mano derecha en agua caliente y la izquierda en fría, y luego las dos en tibia, sentiremos frío en la derecha y calor en la izquierda. La cosa e clara, dicen los realistas. Nuestro sentido de la temperatura percibe la diferencia entre la temperatura de la piel en un miembro dado del cuerpo y la del mundo externo. Pero este sentido percibe la temperatura, no la crea La temperatura es dada.
Otra dificultad algo más sutil que los idealistas hacen frecuentemente resaltar consiste en que lo conocido ha de estar en el conocimiento. Luego, no fuera. Luego, no podemos hablar de un «fuera». A esto responden los realistas que eso es un equívoco y superstición. Se toma aquí el conocimiento como si fuera un cajón: una cosa tiene que estar dentro o fuera de un cajón. Pero el conocimiento no es ciertamente un cajón. Se puede comparar bien a una fuente de luz, como ha hecho Edmund Russell. Si un rayo de luz cae sobre una cosa en la oscuridad, la cosa está en la luz pero no dentro de la fuente de luz.
Personalmente, hace años que, tras dura lucha, me he decidido por el realismo, y cuanto más medito más me convenzo de que esta concepción de la verdad es la verdadera. Ya sé que no todos harán lo mismo, porque la cuestión es difícil. Pero, independientemente de la solución que otros adopten, quisiera prevenir contra un equívoco. En este problema la decisión ha de ser total. Hay que entender el conocimiento humano como un aprehender o como un crear el objeto. Toda solución de compromiso es falsa. Así la solución corriente de que en el mundo externo habría sin duda formas y ondas luminosas, pero no colores. Hay que decir que no existe en absoluto el mundo externo y nuestro espíritu lo crea todo, o bien que no crea nada, fuera de la combinación de contenidos, y que todo lo que conocemos ha de existir de algún modo fuera del espíritu. Un notable psicólogo alemán, Fechner, compuso una vez una obra en que contraponía el mundo del día al mundo de la noche; un mundo, éste, en que no hubiera colores ni sonidos, sino sólo movimientos mecánicos y figuras en la oscuridad. Fechner rechazó decididamente esta visión nocturna. Acaso interesa a ustedes saber que hoy día la mayoría de los filósofos comparten la opinión de Fechner, es decir, están a favor del mundo luminoso y contra la llamada concepción oscura.
Al pensamiento, más que a la observación, debemos las poderosas conquistas de nuestra ciencia. El pensamiento está a punto de transformar la faz de la tierra y de nuestra vida. Vale la pena que meditemos unos momentos sobre él. ¿Qué es propiamente pensar? ¿Cómo se configura, qué caminos sigue nuestro intelecto en la investigación científica? Y, por fin, la pregunta más importante: ¿Cuál es su valor? ¿Podemos fiarnos de él, creer en sus resultados y guiamos por el pensamiento científico? Hoy quisiera discutir brevemente con ustedes algunas de estas importantes cuestiones. El primer término: ¿Qué es el pensamiento? De modo muy general, se llama pensamiento todo movimiento en nuestras ideas, imaginaciones, conceptos y demás. Por ejemplo, si alguien me pregunta: «¿En qué piensa usted?», le contesto acaso: «Estoy pensando en la casa de mis padres.» Ahora bien, esto quiere decir que ante mi conciencia se presentan y van sucediéndose imágenes, recuerdos, etc. Así pues, la definición más general de pensamiento puede ser: «un movimiento de ideas y conceptos».
El pensamiento científico no es un pensamiento cualquiera. Es un pensamiento serio. Y eso quiere decir primeramente que es disciplinado. Un hombre que piensa con seriedad no deja que sus ideas y conceptos floten libremente ante él, sino que los endereza rigurosamente a un fin. Y en segundo lugar quiere decir que el fin es saber. El pensamiento científico es un pensamiento disciplinado que se ordena al saber.
Mas ¿cómo puede ese pensamiento convertirse para nosotros en saber? Pudiera pensarse que el objeto que queremos conocer está presente, nos es dado —y en ese caso no es menester pensar para verlo, sino que basta abrir los ojos o dirigir a él la atención— o bien que el objeto está ausente, no nos es dado —y entonces (así parece por lo menos) no hay pensamiento que nos lo pueda traer cerca—. Sin embargo, no es así. Basta interrogar sobre ello nuestra experiencia para percatamos de que en ambos casos el pensamiento desempeña un papel útil y a menudo decisivo.
Tomamos primeramente el caso en que el objeto nos es dado. Este objeto no es nunca del todo simple. De ordinario es muy complejo, casi infinitamente complejo Tiene cientos de caras, aspectos, propiedades o Como se quieran llamar. Nuestro espíritu no puede abarcar todo eso de golpe. Para conocer bien tal objeto, es menester mirar cuidadosamente y con esfuerzo una cara tras otra, compararlas entre sí, observando de nuevo y analizarlo desde más y más puntos de vista. Ahora bien, todo eso es pensar.
Pongamos un ejemplo de este proceso de pensamiento. Tengo una mancha roja ante mis ojos. De Pronto pudiera pensarse que la cosa es bien sencilla. Y que basta abrir los ojos para ver lo que es. Sin embargo, una mancha roja no es cosa del todo sencilla. En primer lugar, no puede haber una mancha roja si no hay una superficie sobre la que caiga, con la particularidad de que el color de la superficie ha de ser distinto del de la mancha. Esto en primer, lugar. En segundo lugar, comprobamos que la mancha no sólo ha de tener un color, sino una extensión, es decir, cierta longitud y anchura, hecho bastante sencillo, pero notable. Ahora bien, la extensión no es un color, aun cuando vaya siempre necesariamente unida con el color. En tercer lugar, tampoco basta por sí sola la extensión. Tiene que haber también una figura, una forma del margen; la mancha puede ser cuadrada o redonda, pero tiene que tener una figura. Si continuamos observando, hallamos que tampoco el color es cosa tan sencilla. Es una mancha roja, pero no cualquier mancha roja, sino de un matiz, de un tono perfectamente determinado. Si tenemos delante dos manchas rojas, de ordinario, el tono, el matiz no será el mismo en ambas. Aún puede irse más lejos en el análisis del color. Todo el que haya estudiado la teoría de los colores sabe, por ejemplo, que puede hablarse de la intensidad del color. Notemos aún que la mancha roja no sólo ha de caer sobre un fondo de otro color, sino sobre una cosa que llamamos supuesto o sujeto.
Así hemos descubierto ya en la mancha roja no menos de siete elementos. Fondo (superficie), color, extensión, figura, tono, intensidad y supuesto o sujeto. Y estamos aún en el comienzo.
Y se trata de un ejemplo sencillo y trivial. Si tratáramos de objetos espirituales, como el perdonar o el dar, es fácil imaginar la complejidad realmente infinita que representan y el enorme esfuerzo de pensamiento requerido para orientarse de algún modo en ellos.
Este modo de pensar fue siempre empleado en la historia por los grandes filósofos. El gran maestro fue aquí Aristóteles. En los comienzos del siglo actual, un pensador alemán de primera fila, Edmund Husserl aclaró y describió notablemente este procedimiento, al que dio el nombre de fenomenológico. La fenomenología, por lo menos en los primeros escritos de Husserl, es un procedimiento en que tratamos de comprender la naturaleza de un objeto dado por un análisis semejante al que aquí hemos practicado.
Sin embargo, en las ciencias naturales este modo de pensar desempeña más bien un papel secundario. El interés principal se pone en ellas en el pensamiento que trata de comprender el objeto no dado, el objeto, como si dijéramos, ausente. Tal pensamiento se llama también conclusión.
En este punto quisiera hacer una observación importante. Como ya hemos dicho, sólo hay dos casos posibles: el objeto nos es dado o no. Si nos es dado, hay que verlo y describirlo sencillamente. Mas, si no nos es dado, sólo hay una posibilidad de saber algo sobre él: la deducción o conclusión. No existe una tercera vía de conocimiento. Es verdad que se puede creer en algo, pero creer no es saber. El saber sólo viene de la observación del objeto dado o de la deducción y conclusión. Hay que recalcar vivamente este punto, pues están actualmente muy difundidos diversos equívocos. Se dice, por ejemplo, que se puede conocer algo por la buena o la mala voluntad. Otros afirman que un salto de la libertad o cosa semejante es un instrumento del saber. Puede naturalmente imaginarse que el salto pueda ser útil como preparación para el acto de conocimiento. Así, si quiero conocer una vaca que está detrás de la pared, un salto por encima de la pared puede llevarme delante de la vaca. Pero, una vez dado valientemente el salto, tengo que abrir los ojos (si el salto no ha sido mortal) y sólo por la vista podré enterarme de algo acerca de la vaca (que acaso haya huido espantada). Ningún salto de la libertad o cosa parecida puede ser más que una preparación del acto de conocer. Y éste es siempre, como hemos dicho, una aprehensión directa del objeto — es decir, una visión sensible o espiritual — o bien una conclusión.
Ahora bien, la conclusión o deducción presenta diversos problemas difíciles. El más importante de estos problemas es cómo es en absoluto posible conocer un objeto, no dado, por la conclusión. He de confesar que este problema me parece muy difícil. Una solución plena, la desconozco. Sin embargo, es cosa clara que por la conclusión aprendemos algo. El siguiente ejemplo nos lo muestra con toda claridad. Si se me pregunta cuánto son siete mil ochocientos cuarenta y siete multiplicado por veintitrés mil ciento sesenta y nueve, de pronto no lo sé. Pero si hago la multiplicación hallo que son 181.807.143.
Ahora bien, multiplicar es pensar, deducir o concluir. El que afirme que puede saberse el producto sin tal deducción, sin hacer la cuenta, que me diga cómo y se lo agradeceré. Pero, en caso de no saber decírmelo, ha de conocer que por la deducción puede saberse algo. No puede ponerse seriamente en duda que por ese medio aprendemos constantemente muchas cosas. Ahora bien, ¿cómo se realiza una conclusión? Para realizar una conclusión es menester siempre y sin excepción que tengamos como presupuestas dos cosas: de un lado, ciertas premisas, es decir, juicios, proposiciones que se dan por conocidas y verdaderas o de algún modo se admiten; por otra parte, cierta regla según la cual se saca la conclusión. Por ejemplo, para concluir que la calle está mojada puede tener las premisas: «Si llueve, la calle está mojada», y: «Ahora llueve». Además, he de conocer la regla que los lógicos llaman ponendo ponens y que se enuncia así: «Si se tiene una frase condicional, una frase que empieza por «si», y también su premisa, puede sacarse su conclusión.» Los antiguos estoicos formularon así esta regla: «Si se da lo primero, se da lo segundo; es así que se da lo primero, luego se da lo segundo.» La lógica o, más exactamente, la lógica formal es la ciencia que estudia esas reglas.
Ahora bien, hay de estas reglas dos clases completamente distintas. De un lado, tenemos una muchedumbre de reglas que son infalibles; es decir, aplicando rectamente estas reglas, el resultado es del todo cierto. Un ejemplo de regla infalible es nuestro modus ponendo ponens. Otro ejemplo es el modo bien conocido del silogismo, según el cual se concluye: «Todos los lógicos son mortales; es así que Lord Russell es un lógico, luego Lord Russell es mortal.» De otro lado, hay muchas reglas que no son infalibles. Y lo delicado en la vida y en la ciencia es que estas reglas no infalibles desempeñan un papel mucho más frecuente que las infalibles.
La cosa es tan importante, que vamos a detenernos un poco más en ella. Las reglas no infalibles son en el fondo inversiones de nuestro modus ponendo ponens. En éste se concluye del antecedente al consiguiente; es decir, de lo primero a lo segundo. La regla es infalible. En la otra clase de reglas se procede según el esquema inverso: «Si se da lo primero, se da lo segundo; es así que se da lo segundo, luego se da lo primero.» Esto ya no es infalible, como puede verse por este ejemplo: «Si soy Napoleón soy hombre; es aquí que soy un hombre, luego soy Napoleón.» Las dos premisas son aquí verdaderas, pero la conclusión es falsa, pues yo no soy, por desgracia, Napoleón. La regla no es infalible. Los lógicos dirían incluso que es falsa.
Sin embargo, en la vida y, sobre todo, en la ciencia casi siempre se concluye así. Por ejemplo, la inducción consiste de todo en todo en tal modo de concluir. En la inducción tenemos como premisa que algunos individuos se comportan así o asá. Por otra parte, sabemos por la lógica que, si todos los individuos se comportan de un modo determinado, también se comportarán así algunos. Ahora bien, del comportamiento de algunos, nosotros concluimos que es el de todos. Ejemplo: Los químicos han comprobado que algunos trozos de fósforo se encienden, digamos, a los 42 grados; de ahí concluyen que todos los trozos de fósforo se encienden a los 42 grados. El razonamiento es el siguiente: «Si todos, luego algunos; es así que algunos, luego todos.» Exactamente como en el caso de Napoleón, es una conclusión de lo segundo a lo primero. Es conclusión falible.
Naturalmente, en la ciencia el razonamiento no es nunca tan sencillo como aquí se ha pintado. Todo lo contrario. Los sabios han inventado muchos y muy refinados métodos a fin de confirmarse sus conclusiones no infalibles. Sin embargo, todo eso cambia muy poco el hecho fundamental de que la ciencia de la naturaleza procede por reglas no infalibles. El resultado es que las teorías cientificonaturales no son nunca verdades enteramente ciertas. Todo lo que la ciencia puede alcanzar y de hecho alcanza a este respecto es probabilidad. Y tampoco respecto a esta probabilidad son las cosas tan sencillas como podría pensarse. Porque, en primer lugar, hasta ahora no sabemos lo que es propiamente la probabilidad de las hipótesis. Parece que ha de ser algo completamente distinto de la probabilidad de un accidente de automóvil, que puede ser calculada. La cosa puede resumirse así: la mayor parte de las leyes de la física moderna son leyes de probabilidad; es decir, sólo indican que un hecho se verificará con cierta probabilidad. Pero estas leyes sobre la probabilidad son a su vez probables, evidentemente, en otro sentido.
Ahora bien, aun cuando supiéramos lo que es la probabilidad, todavía tendríamos que contestar a esta otra pregunta: ¿Cómo podemos absolutamente alcanzar una probabilidad? Que la establecemos, no cabe duda; pero hasta ahora no sabemos cómo es esto posible.
Me doy perfectamente cuenta de que, ante los grandes éxitos de la ciencia, todas estas dudas han de parecer a ustedes sin fundamento. Pero díganme ustedes, por favor, qué razón tienen para creer que mañana saldrá de nuevo el sol. Ustedes me dirán seguramente que porque así ha sido siempre hasta ahora. Esto no es razón suficiente. También la gata de mi tía ha estado entrando durante años en su cuarto por la ventana. Hasta que un día no entró más. Si se me replica que las leyes de la naturaleza son uniformes, yo pregunto por dónde lo sabemos. ¿Sólo porque hasta ahora hemos observado esa uniformidad, exactamente como en el caso del sol o de la gata? Mas de ahí no se sigue en modo alguno que mañana hayan de continuar en su uniformidad.
Estas consideraciones nos permiten adoptar una actitud clara ante la ciencia. Acaso los principios de esa actitud puedan formularse de la siguiente manera:
Primero. Desde el punto de vista práctico, la ciencia — si es auténtica ciencia — es con toda certeza lo mejor que poseemos La ciencia es sumamente útil.
Segundo. Teóricamente apenas tenemos tampoco nada mejor por lo que a la explicación de la naturaleza se refiere. La ciencia nos ofrece —aparte las observa-dones— sólo enunciados probables. Pero en este terreno no es posible alcanzar más en parte alguna.
Tercero. De ahí se sigue que cuando el pensador o el simple hombre pensante tropieza con una contradicción entre la ciencia y cualquier autoridad humana, ha de decidirse por la ciencia contra la autoridad humana. Esto se aplica sobre todo a las llamadas ideológicas, es decir, a las afirmaciones sentadas a base de cualquier autoridad humana, social o de otra especie. Por esta razón, todos los filósofos del mundo rechazan y condenan la ideología comunista, que opone a la ciencia dichos de Marx, Engels y Lenin. Esto es irracional e inadmisible.
Cuarto. Como la ciencia, hablando en general, sólo nos ofrece tesis probables, puede suceder que éstas hayan de ser rechazadas en nombre de la evidencia inmediata. La ciencia no es infalible, y si hemos hallado como evidente algo distinto de lo que ella afirma, hemos de estar por la evidencia contra las teorías científicas.
Quinto. La ciencia sólo es competente en su propio terreno. Por desgracia, con harta frecuencia acontece que científicos de renombre hacen las más varias afirmaciones que nada tienen que ver con su especialidad. Un clásico y claro ejemplo de tal trasgresión de límites de la competencia es la famosa afirmación de un docto médico que decía no existir el alma, pues él había cortado tantos cuerpos (era cirujano, sin duda) y nunca había dado con ella. La impertinencia está aquí en que la ciencia de este médico, en virtud de su propio método, se limita al estudio de los cuerpos, y el alma no es ciertamente un cuerpo —aparte de que los cuerpos cortados por el docto galeno estaban muertos—. Pero, si miramos un poco más despacio este ejemplo, hallamos lo siguiente: el buen médico no tenía razón científica alguna para sentar tal afirmación. Para legitimarla tenía que dar por supuesto que sólo existen cuerpos. Y esto ya no es ciencia natural ni cirugía, sino pura, aunque mala, filosofía.
Y ahí radica justamente el gran peligro. Ámbitos enormes de la realidad no están aún explorados. Sobre todo tratándose del hombre no se han abierto aún a la investigación exacta científica. Aun en terrenos en que la investigación está en marcha, sabemos increíblemente poco. Lo que acontece es que los hombres quieren llenar las enormes lagunas del saber científico por medio de su personal filosofía, por lo general groseramente ingenua y falsa. Esa filosofía se pregona luego como ciencia. Naturalmente, no son sólo algunos científicos los que así obran, sino también muchos otros hombres. Pero la ciencia goza de tal prestigio, que en este punto los científicos son los más peligrosos cuando se ponen a filosofar fuera de su competencia. Y si la sociedad se permite el lujo de tener y sostener algunos filósofos, aun cuando éstos no contribuyen a la construcción de aviones o a la fabricación de bombas atómicas, ellos tienen sin duda su buen sentido. Porque la filosofía y sólo ella puede precavernos de la ilusión o locura que tan a menudo nos amenaza de parte de un falso pensamiento bajo la autoridad de una supuesta ciencia. Una de las más importantes funciones de la filosofía es la defensa del pensar genuino frente a la exaltación y el desvarío.
Uno de los más grandes poetas que haya tenido jamás la humanidad, Goethe, ha hablado varias veces despectivamente de la teoría y de la especulación. «Gris, caro amigo —dice Goethe—, es toda teoría». Y sin duda conocen ustedes el lugar en que dice: «Un individuo que especula es como un animal en una estepa seca, llevado al retortero por un espíritu maligno.» Yo creo que Goethe, y con él todos los poetas y acaso también las mujeres, que piensan generalmente como los poetas, tienen razón en defenderse contra las exageraciones del pensar teorético. La verdad es que el hombre no se enfrenta sólo contemplativamente con la realidad. No sólo la ve, sino que la valora o estima. El hombre siente la realidad como bella o fea, como buena o mala, como agradable o penosa, como noble o vil, como santa o no santa, etc. Ya de suyo, sólo con gran esfuerzo nos levantamos a una actitud puramente contemplativa, y aun ello sólo en raros momentos de nuestra existencia. De modo general, nuestra vida está determinada por la valoración y los valores. Partiendo de este hecho, pudiera naturalmente decirse: ¿A qué tanto filosofar y meditar? Zambullámonos en el mundo de los valores y vivamos. Goethe contrapuso a la gris teoría el árbol eternamente verde de la vida. Así piensan también muchos filósofos de hoy; entre otros, Gabriel Marcel, que sentó la regla básica «No estás en un teatro», es decir, no eres espectador, no tienes que mirar. A mi ver, empero, el pensamiento, la pura contemplación es también un pedazo de vida, y la antítesis goethiana de teoría y vida es torcida o inadecuada. Una vida sin algunos momentos al menos de pura teoría, de pura contemplación no sería vida plenamente humana. Sin embargo, la contemplación no lo es todo en la vida, ni siquiera todo lo que la hace humana. La valoración y todo lo que a ella va anejo pertenece también a la vida de manera tan esencial como la teoría.
De ahí también el deber del filósofo de ocuparse en el tema de los valores. De hecho, la teoría del valor, el intento de aclarar este flanco de nuestra vida, es pieza fundamental de toda filosofía desde hace miles de años. Y esto por la razón misma de que este campo de los valores es acaso el que ofrece entre todos las máximas dificultades. Tan sencillos y evidentes como se presentan los valores a nuestro ojo espiritual, la situación se complica terriblemente apenas intentamos entenderlos rectamente.
Lo mejor será que empecemos con un ejemplo. Un ejemplo tal vez no poco burdo; pero éstos son a veces los que mejor ilustran o evidencian una cuestión. He aquí nuestro ejemplo: Un joven criminal, llamémosle Juan, aconseja a su amigo Luis que, durante la noche, saque del cajón la navaja de afeitar y corte el cuello a su madre durante el sueño para quitarle luego tranquilamente el dinero. Con este dinero disfrutarán los dos mozos una alegre noche en la taberna. Si suponemos que Luis es un muchacho normal, contestara a su compañero que él no hará eso jamás. Ahora Juan le pregunta: «¿Por qué no? La cosa es bien sencilla y sería de provecho.» ¿Qué contestaría Luis a eso? Pongámonos en su caso. ¿Qué contestaríamos? Me temo que no hallaríamos respuesta adecuada. Acaso diríamos que eso es un crimen, una vileza, algo ilícito, una mancha, un pecado. Y si nuestro Juan nos preguntara por qué no puede hacerse algo criminal, una mancha, un pecado, etc., nosotros sólo podríamos decir que esas cosas sencillamente no se hacen. Es decir, que no le con testaríamos nada. No podríamos darle una demostración lógica de nuestra actitud o conducta. La proposición: «No cortarás el cuello a tu madre para quitarle el dinero», no puede ser demostrada: es evidente. Lo más que puede decirse es que así es y que sobre ello no cabe discusión.
Tal es, pues, la situación. Intentemos ahora analizarla un poco a fin de descubrir los elementos que van implícitos en ella. Y aplicaremos el método fenomenológico descrito en la meditación anterior, pues para este objeto no hay otro en absoluto.
Sentamos, pues, en primer término que la tesis o el imperativo: «No cortarás el cuello», etc, se nos aparece a todos como cosa dada. Está ahí, ante los ojos de nuestro espíritu, como algo independiente de nosotros, algo que consiste en sí, exactamente como un objeto del mundo. Acaso con más dureza que las simples cosas. Es, como dicen los filósofos, un ente. ¿Qué clase de ente? Desde luego no es un ente concreto, pues la frase no es una cosa que esté en el mundo, y conserva su valor por encima del tiempo y del espacio. Es un ente ideal, a la manera de las figuras matemáticas.
Pero ahora viene la gran diferencia. Esa proposición no está ahí como una fórmula matemática. Ésta dice simplemente lo que es. Nuestra proposición exige: dice lo que debe ser. Está ante nuestro espíritu como una llamada, como un mandato. Esto es extraño, pero es así.
En tercer lugar, este mandamiento, este imperativo, como notó Kant, es categórico. Esto significa que no tiene sentido preguntar por qué tengo que obrar así. En la técnica, el caso es distinto. En la técnica, por ejemplo, de la conducción del automóvil hay o se da el siguiente mandato: «A los dos tercios aproximadamente de la curva, darás gas.» Este imperativo es hipotético, es decir, depende de un fin. Sólo tiene vigor en cuanto queremos pasar la curva rápida y seguramente. Si no queremos eso, el mandato del gas pierde su significación. La cosa cambia con nuestra proposición sobre la madre: es categórica. Exige incondicionalmente, sin respecto a fin alguno. Así reventara la tierra de no matar a mi madre, seguiría siendo un mandato que yo no debo matarla.
En cuarto lugar —pero sólo en cuarto lugar—, comprobamos que la evidencia de tal imperativo, de tal proposición obra inmediatamente sobre nosotros. Cuanto más clara es, tanto más enérgica es nuestra reacción, más vigorosa nuestra voluntad, la indignación o el entusiasmo. Naturalmente, esta reacción depende también de nuestro momentáneo estado de cuerpo y espíritu. Si estoy cansado, reacciono más débilmente. Pero la reacción está determinada en primer término por el objeto y su evidencia.
Hasta aquí la descripción de la situación. Vamos ahora a la explicación de este raro e importante fenómeno. Sólo quisiera anteponer una breve observación acerca de los distintos conceptos y especies de valores que aquí ocurren.
Así pues, según lo dicho, hay que distinguir bien tres cosas: Primero, una cosa, algo real que es valioso positiva o negativamente; por ejemplo, bueno o malo. En nuestro caso, esa cosa real es la acción del asesinato. Esta cosa real, en nuestro caso la acción, está caracterizada por una cualidad que la hace precisamente valiosa. Y esta propiedad — y éste es el segundo punto —se llama, en sentido propio de la palabra, valor. Pero, en tercer lugar, como hemos advertido, hay que contar con nuestras relaciones y reacciones, nuestra intuición de los valores, nuestra voluntad que apetece o repele algo. No hay que confundir estas tres cosas, pues son objetos completamente distintos: el portador (objeto o sujeto) del valor, el valor mismo y la actitud humana ante el valor.
Respecto a los valores, hay en el terreno espiritual por lo menos tres grandes grupos: valores morales, estéticos y religiosos. Los valores morales son los mejor conocidos. Lo característico en ellos es su imperativo de acción. Es decir, contienen un deber-hacer, no sólo un deber-ser, como todos los valores. Los valores estéticos — lo bello, lo feo, lo elegante, lo grosero, lo noble, lo vil, lo delicado, lo sublime, etc. —son también notorios. Lo característico de ellos es que contienen un deber-ser, pero no un deber-hacer. Al contemplar un hermoso edificio, se ve también que así debe ser; pero este valor no lleva consigo, por lo menos de manera inmediata, un llamamiento a nuestra conciencia. Finalmente, de otra especie son los valores religiosos. Sin embargo, el análisis de estos valores es muy difícil. Es cosa averiguada que producen en nosotros un sentimiento de horror o de terror y, a la par, de atracción y rendimiento, unido con una cantidad realmente enorme de reacciones estéticas y morales. Pero no parece que pertenezcan a los valores morales y estéticos. Así, el asesinato de la propia madre, desde el punto de vista moral, es un crimen, una acción mala; desde el punto de vista religioso, es algo completamente distinto: un pecado. Los valores morales han sido los mejor estudiados por los filósofos, los estéticos han sido mucho menos analizado, y los religiosos están aún esperando un trabajo a fondo. ¿Qué es, por ejemplo, la santidad? El difunto filósofo francés LOUIS LAVELLE escribió un bello libro sobre el tema, titulado: Quatre saints;[1] pero tampoco lleva muy adelante el análisis.
Y pasamos a las explicaciones. El centro de la discusión lo ocupa aquí la cuestión del cambio y variedad de las valoraciones. Pudiera efectivamente pensarse que la estimación de los valores es constante, que nuestra tesis sobre la madre es reconocida siempre y dondequiera. Sin embargo, no es así. Los valores morales —y en grado mayor los estéticos y religiosos— son muy distintos en diversos tiempos y en diversas civilizaciones. Malinowski, etnólogo polaco que investigó en Australia, escribió un libro francamente estremecedor acerca de la moral sexual de los salvajes de aquellas tierras. Si se lee este libro, se siente la impresión de que, prácticamente, todo lo que entre nos otros pasa por válido y hasta por santo es tenido en otras partes por malo y criminal. Por lo que a los valores estéticos atañe, es bien sabido que mujeres que a nosotros nos parecen horribles son tenidas en ciertas tribus de negros por maravillas de belleza. Las valoraciones, pues, parecen ser sumamente relativas.
Dos grandes teorías filosóficas tratan de explicar esta situación: de un lado, la positivista; de otro, la idealista (idealista en el más alto sentido de la palabra).
La teoría positivista, representada sobre todo por los positivistas británicos, afirma que la relatividad y variación de los valores se explica por la relatividad y variación de los valores mismos. Los valores, según estos pensadores, no son otra cosa que una especie de pozo o sedimentación de valoraciones. Los hombres se han acostumbrado por este u otro motivo —generalmente por motivos de utilidad — a estimar de una manera determinada, y así se han ido formando los valores correspondientes. Si la situación y los objetos y acciones correspondientes no resultan ya útiles, cambia también el valor. Aplicando esta explicación a nuestro ejemplo, dicen los positivistas que matar a la propia madre resultaría socialmente dañoso en nuestra civilización, pues la madre es útil, en primer lugar, para criar al hijo; en segundo lugar, porque todavía puede tener otros. Pero puede imaginarse otra civilización en que no fuera así; una civilización, por ejemplo, en que los hijos fueran exclusivamente criados en establecimientos del estado o, como en la famosa novela de Aldous Huxley, fueran producidos sintéticamente en fábricas especiales. La madre, como tal, no sería ya necesaria. En dicha civilización, nuestro imperativo acaso no fuera ya valedero, pues no sería útil. ¡Valdría más cortar en cualquier momento el cuello a la madre! Hasta aquí los positivistas. También afirman, claro está, que los valores son cosas reales, es decir, actitudes determinadas del hombre.
Los idealistas no se sienten conmovidos por estos argumentos. Están de acuerdo con que nuestras estimaciones varían y muchas cosas que aquí se miran como buenas son vistas en otra parte como malas. Sin embargo, hacen notar que esto no sucede sólo en el orden de los valores. Los antiguos egipcios, por ejemplo, tenían una fórmula para calcular la superficie de un triángulo que, en nuestra geometría, es evidentemente falsa. Esta fórmula la usaron durante cientos de años. ¿Prueba esto que hay dos fórmulas válidas para calcular la superficie del triángulo? En manera alguna, dicen los idealistas. El hecho sólo prueba que entonces no se había aun encontrado la fórmula precisa. Así también, exactamente, en el orden de los valores. Una valoración —una estimación, la visión de los valores y nuestra reacción ante ellos— es algo del todo distinto del valor mismo. Las estimaciones son variables, relativas, en perpetuo cambio. Los valores en sí son eternos e inmutables. Si se pregunta a los idealistas qué motivo tienen para afirmarlo, responden como el Luis de nuestro ejemplo: «¡Es evidente!» Una vez se ha visto y comprendido lo que es una madre, no puede caber duda de que matar a la madre es y será siempre un crimen. Quien lo niegue está en esto ciego. Como hay hombres ciegos para los colores, así hay también ciegos para los valores.
Esta doctrina, que, en lo esencial, procede de Platón, ha sido grandiosamente desarrollada en nuestro siglo por el gran moralista de los tiempos modernos, el filósofo alemán Max Scheler. Todo aquel que toque estas cuestiones tiene que haber leído a Scheler. Podrá luego rechazársele, pero hablar de los valores sin conocer a este gran pensador es, en mi sentir, inseguro.
Ahora bien, Max Scheler y demás filósofos idealistas insisten una y otra vez en que, en el campo de las estimaciones, el cambio y la variedad son notable mente mayores que en cualquier otro dominio teórico. Esto depende en primer lugar de que el reino de los valores es de una riqueza inmensa y nadie puede agotarlo totalmente. Es más, no hay hombre que pueda penetrar plenamente un solo valor. Cuando Cristo dice en el evangelio que nadie es bueno fuera de Dios, quiere decir, entre otras cosas, que sólo el Infinito, un espíritu infinitamente santo puede comprender plenamente un valor. Los hombres sólo podemos verlo fragmentariamente, a trozos, superficialmente, siempre de un lado. Es esta una doctrina de gran importancia práctica para la vida. De aquí se sigue, en efecto, que no hay dos hombres que tengan exactamente la misma visión de un valor. Uno ve mejor uno — por ejemplo, el valor de la valentía —, otro, otro — por ejemplo, el valor de la bondad o la pureza —. Y de ahí se sigue que no debemos tener por loco a nadie porque no comprendemos su conducta. Acaso sea un héroe, un santo, un genio. Por desgracia, la inteligencia de esta verdad no está muy difundida, y los mejores de nuestra raza, los que tuvieron la más lúcida visión de los valores, han sido regularmente perseguidos por la masa de los ciegos. Y, sin embargo, el progreso de la humanidad depende de estos mejores, de estos hombres que ven mejor. Pero no es éste el aspecto único del cambio y variedad. Sucede, efectivamente, en los valores que la visión no depende sólo de la inteligencia, sino, sobre todo, de la voluntad. Un hombre muy decente ve más claro que otro poco decente; ve mejor la rectitud o no rectitud, la conveniencia o inconveniencia de una acción en este orden. De ahí el caso de un hombre mejor dotado y más erudito que otro, pero que en determinado orden de valores se queda muy atrás del menos dotado, y hasta puede ser un perfecto bárbaro (un ingeniero que se aburre con la novena sinfonía de Beethoven).
Tal es la contienda entre positivistas e idealistas en el campo de los valores. Voy a decir ahora a ustedes lo que yo pienso. A mi parecer, el positivismo no es sostenible, como quiera que confunde la valoración y el valor, nuestra visión y reacción frente a los valores con los valores mismos. Todos los hechos aducidos por el positivismo pueden igualmente explicarse desde el punto de vista del idealismo. Pero, además, el idealismo no se ve forzado, como el positivismo, a negar la evidencia inmediata de los valores. Esto ante todo.
Con ello va unido que yo veo los valores como algo ideal. No son partes o precipitados de nuestra actividad espiritual. Pero yo no pondría los valores en ningún cielo platónico. Sólo tienen consistencia en nuestro espíritu, exactamente como las leyes matemáticas. En el mundo sólo hay cosas particulares y, desde luego, reales.
Sin embargo —y éste es el tercer punto—, los valores tienen cierto fundamento en el mundo. ¿Qué fundamento es ése? Yo no veo aquí más que una respuesta posible: los valores están fundados en la relación entre el hombre y las cosas. ¿Por qué hay, por ejemplo, un valor que es el amor a los padres? Porque la constitución humana espiritual y corporal es tal, que el hijo, para hacerse hombre, tiene que amar y obedecer a sus padres. Si la constitución del hombre fuera otra, tendríamos también otra estética y otra moral. ¿Se sigue de ahí que los valores son variables? Sí y no. Sí, en cuanto el hombre mismo es variable. No, en cuanto su constitución es fundamentalmente constante. Ahora bien, es cierto que las dos cosas se dan en nosotros: las particularidades varían, el núcleo fundamental permanece. De ahí que los valores fundamentales son también invariables. Mientras el hombre sea hombre, nadie, ni Dios mismo, puede cambiarlo. El asesinato de la propia madre será siempre un crimen. Lo que acontece es que el hombre es o se vuelve ciego para determinados valores.
Mas con esta afirmación nos hemos acercado a la frontera entre la filosofía teórica, que sólo quiere entender, y la práctica, que enseña lo que hay que hacer. Séame permitido, para terminar, tomar de esta filosofía práctica una verdad que me parece ser central para la vida humana: la luz, la inteligencia de los valores y la fuerza para realizarlos es lo que más debiéramos apetecer en esta vida para el espíritu.
Vamos ahora a meditar sobre el hombre. Hay en este terreno tantos problemas filosóficos, que no es posible siquiera enumerarlos todos. De ahí que nuestra meditación haya de limitarse forzosamente sólo a algunos. Con los grandes pensadores del pasado y de nuestro propio tiempo, vamos sobre todo a hacernos esta pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿Qué somos realmente nosotros mismos?
Lo mejor será que aquí, como siempre, empecemos afirmando las cualidades del hombre que no ofrecen lugar a duda. Éstas pueden reducirse a dos capítulos: el hombre es un animal, primeramente; y, en segundo lugar, el hombre es un animal raro, de especie única.
Es pues, ante todo, un animal y presenta todas las características del animal. Es un organismo, tiene órganos sensibles, crece, se nutre y mueve; posee poderosos instintos: el de conservación y de lucha, el sexual y otros, exactamente como los demás animales. Si comparamos al hombre con los otros animales superiores, vemos con toda certeza que forma una especie entre las otras especies animales. Es verdad que los poetas han exaltado a menudo los sentimientos humanos con lenguaje maravilloso. Sin embargo, yo conozco algunos perros cuyos sentimientos me parecen más bellos y más profundos que los de muchos hombres. Acaso no sea muy agradable, pero hay que confesar que pertenecemos a la misma familia. Los perros y las vacas son algo así como nuestros hermanos y hermanas menores. Para pensar así, no tenemos por qué acudir a las sabias teorías sobre la evolución de las especies, según las cuales el hombre vendría no ciertamente de un mono, como de ordinario se dice, pero sí de un animal. Es, sin embargo, un animal raro. El hombre tiene muchas cosas que o no las hallamos en absoluto en los otros animales o sólo quedan en huellas insignificantes. Lo que aquí sorprende sobre todo es que, desde el punto de vista biológico, el hombre no tendría derecho alguno a imponerse así a todo el mundo animal, a dominarlo como lo domina y aprovecharse de él como el más poderoso caprichoso de la naturaleza. El hombre es, en efecto, un animal mal dotado. Vista débil, apenas olfato, oído inferior: tales son ciertamente sus características. Armas naturales, por ejemplo, uñas, le faltan casi completamente. Su fuerza es insignificante. No puede correr velozmente ni nadar. Por añadidura, está desnudo y muere mucho más fácilmente que la mayoría de los animales de frío, calor y accidentes parejos. Biológicamente, el hombre no tendría derecho a la existencia. Hace tiempo debiera haberse extinguido, como otras especies animales mal dotadas.
Y, sin embargo, no ha sucedido así. El hombre es dueño de la naturaleza. Él ha extirpado sencillamente una larga serie de animales peligrosísimos; otras especies las ha cautivado y convertido en criados domésticos. Él ha cambiado la faz de la tierra. Basta, en efecto, contemplar la superficie terrestre desde un avión o desde una montaña para ver cómo todo lo combina, arregla y cambia. Ahora empieza a pensar en los viajes al mundo exterior, fuera de la tierra. No cabe hablar de extinción de la raza humana. Lo que se teme más bien es que se multiplique con exceso.
Ahora bien, ¿cómo es posible esto? Todos conocemos la respuesta: por la razón. El hombre, con toda su debilidad, posee un arma terrible: la inteligencia. Es incomparablemente más inteligente que ningún otro animal, aun el más alto de la escala zoológica. Cierto que hallamos también vislumbres de inteligencia en los monos, gatos y elefantes. Pero son insignificancias al lado de lo que posee el hombre, aun el más sencillo. Esto explica su triunfo sobre la tierra. Mas esto es una respuesta provisional y superficial. El hombre no sólo parece tener más inteligencia que los otros animales, sino también otra especie de inteligencia, o como se la quiera llamar. Así se ve por el hecho de que el hombre, y sólo él, ostenta una serie de cualidades completamente particulares. Las más notables son las cinco siguientes: la técnica, la tradición, el progreso, la capacidad de pensar de modo totalmente distinto que los otros animales y, finalmente, la reflexión.
La técnica primeramente. La técnica consiste esencialmente en que el hombre se sirve de ciertos instrumentos producidos por él mismo. También algunos animales hacen algo parecido. Un mono, por ejemplo, tendrá gusto en usar un bastón. Pero la producción, con miras a un fin, de instrumentos complicados con largo y paciente trabajo es típicamente humana.
Pero la técnica no es, con mucho, la única rareza del hombre. La técnica misma no hubiera podido desenvolverse si el hombre no fuera, a la par, un animal social, y social en un sentido absolutamente especial de la palabra. Conocemos ciertamente otros animales sociales. Las termitas y las hormigas, por ejemplo, poseen una maravillosa organización social. Pero el hombre es social de otro modo. Forma, en efecto, la sociedad por la tradición. Ésta no le es ingénita, ni tiene nada que ver con sus instintos: la aprende. Y el hombre puede aprender la tradición por que posee, corno no posee ningún otro animal, un lenguaje muy complicado. La tradición sola hubiera bastado para distinguir fuertemente al hombre del resto de los animales.
Gracias a la tradición, el hombre es progresivo. Aprende más y más. Y aprende no sólo un individuo — esto acontece también entre los otros animales —sino la sociedad, la humanidad. El hombre es inventivo. Mientras los otros animales transmiten rígidamente su saber de generación a generación, entre nosotros una generación sabe o, por lo menos, puede saber más que la precedente. Y a menudo se producen grandes innovaciones dentro de una sola generación. Nosotros la hemos visto en nuestra misma vida. Lo chocante es que, al parecer, este progreso tiene muy poco que ver con la evolución biológica. Biológicamente, casi no nos diferenciamos de los antiguos griegos, pero sabemos incomparablemente más que ellos.
Parece, sin embargo, que todo esto: la técnica, la tradición, el progreso, dependen de una cuarta cualidad, a saber, la peculiar capacidad que posee el hombre de pensar de distinta manera que el resto de los animales. Esta diferencia o particularidad de su pensamiento no es fácil de reducir a una fórmula breve, pues es muy compleja. Así el hombre es capaz de abstracción. Mientras los otros animales piensan siempre con miras a lo particular y concreto, el hombre puede pensar universalmente. A ello debe precisamente las mayores conquistas de su técnica. Basta pensar en la matemática, principal instrumento de la ciencia. Pero la abstracción no va sólo a lo universal. Abarca también objetos ideales, como los números y los valores. De aquí depende ciertamente que el hombre parece poseer una independencia absolutamente única de la ley de la teología biológica que domina todo el reino animal. Sólo voy a mentar dos rasgos muy sorprendentes de esta independencia: la ciencia y la religión. Lo que el animal conoce está siempre ligado a un fin. Sólo ve o entiende lo que es útil para él o para su especie. Su pensamiento es del todo práctico. La cosa cambia en el hombre. Éste estudia objetos que no tienen absolutamente un fin práctico alguno, por el saber puro. El hombre es capaz de la ciencia objetiva y, efectivamente, la ha construido.
Acaso es todavía más notable su religión. Cuando vemos que en la costa sur del Mediterráneo, en que se da muy bien el vino, la viña se cultiva muy poco por habitar allí musulmanes, y sí, en cambio, en condiciones menos favorables junto al Rin y hasta en Noruega, en países cristianos; si observamos los grandes establecimientos o instalaciones en los desiertos en torno a lugares de peregrinación budistas o cristianos, hemos de decirnos que esto no tiene sentido económico ni biológico. Desde el punto de vista puramente animal, ello, realmente, carece de sentido. Ahora bien, el hombre puede hacer esas cosas porque es, hasta cierto punto, independiente de las leyes biológicas del mundo animal.
Esta independencia va mas lejos aún. Cada uno de nosotros tiene la conciencia inmediata de ser libre; por lo menos en ciertos momentos, parece como si pudiéramos superar todas las leyes de la naturaleza.
Con esto va unida otra cosa. El hombre es —acaso sobre todo— capaz de reflexión. El hombre no mira, como parecen hacerlo todos los animales, exclusivamente el mundo exterior. Puede pensar en sí mismo, se preocupa de sí mismo, se pregunta por el sentido de su propia vida. También parece ser el único animal que tiene clara conciencia de que ha de morir.
Si se atienden todas estas particularidades del hombre, no puede sorprendernos que Platón, fundador de nuestra filosofía occidental, llegara a la conclusión de que el hombre es algo distinto de toda la naturaleza. Lo que le hace hombre —la psique, el alma, el espíritu— está ciertamente en el mundo, pero no pertenece al mundo. El hombre descuella por encima de toda la naturaleza.
Pero las mentadas particularidades del hombre forman sólo uno de sus aspectos. Ya hemos hecho notar que el hombre es a la vez un verdadero y pleno animal (demasiado animal a veces). Y, lo que es más importante, lo espiritual del hombre está estrechamente unido con lo puramente animal, con lo corpóreo. La menor perturbación en el cerebro basta para paralizar el pensamiento del más grande genio. Medio litro de alcohol es a menudo suficiente para transformar al más refinado poeta en una fiera salvaje. Ahora bien, el cuerpo, con sus procesos fisiológicos, y no menos la vida instintiva animal es algo tan distinto del espíritu, que se impone la pregunta de cómo puede ser en absoluto posible la unión de ambos.
Tal es la cuestión central de la ciencia filosófica del hombre, de la llamada antropología.
A esta cuestión se le dan distintas respuestas. La más antigua y más sencilla consiste en negar simplemente que haya en el hombre algo más que cuerpo y movimientos mecánicos de lo corporal. Es la solución del materialismo riguroso. Hoy se defiende raras veces, entre otras razones, por el argumento que contra ella opuso el gran filósofo alemán Leibnitz. Éste proponía, en efecto, imaginar el cerebro tan agrandado, que dentro de él pudiéramos movernos como en un molino. Entrados en él sólo veríamos movimientos de distintos cuerpos, pero nunca un pensamiento. Luego el pensamiento y sus parecidos han de ser algo completamente distinto de los simples movimientos de los cuerpos. Naturalmente, puede contestarse que no hay en absoluto pensamiento ni conciencia; pero esto es tan patentemente falso, que los filósofos no suelen tomar del todo en serio tal afirmación.
Aparte este materialismo extremo, hay otro moderado según el cual existe ciertamente la conciencia, pero ésta es función del cuerpo; una función que sólo por su grado se diferencia de la de los otros animales. Ésta es teoría que hay que tomar más en serio.
Esa teoría se aproxima bastante a una tercera concepción que debemos a Aristóteles y que hoy parece recibir una fuerte confirmación de parte de la ciencia, La teoría aristotélica se distingue en dos puntos de la segunda clase de materialismo. En primer lugar, no tiene sentido contraponer unilateralmente las funciones espirituales al cuerpo. El hombre, dice Aristóteles, es un todo, y este todo tiene diversas funciones: puramente físicas, vegetativas, animales y, finalmente, también espirituales. Son funciones, todas, no del cuerpo, sino del hombre, del todo. Y la segunda diferencia está en que Aristóteles — lo mismo que Platón — ve en las funciones espirituales del hombre algo completamente particular que no se da en los otros animales. Finalmente, platónicos estrictos — que tampoco hoy faltan —sostienen la opinión de que el hombre es, como lo ha formulado un malicioso adversario, un ángel que vive en una máquina, un puro espíritu que pone en movimiento un puro mecanismo. Este espíritu, como ya hemos notado, se concibe como algo completamente distinto del resto del mundo. No sólo el filósofo francés Descartes, sino también muchos existencialistas actuales defienden con múltiples variantes esta doctrina. Según ellos, el hombre no es el todo, sino sólo el espíritu o, como se le llama actualmente a menudo, la existencia.
Si bien se mira, se trata aquí de dos cuestiones: ¿Hay en el hombre algo esencialmente distinto que en los demás animales? ¿En qué relación está ese algo con los otros elementos de la naturaleza del hombre?
Todavía hay otra cuestión fundamental en torno al hombre, cuestión a la que ha dado expresión precisa la filosofía de las últimas décadas, la llamada filosofía existencial y el existencialismo. Hemos efectivamente considerado distintas particularidades del hombre que le dan cierta dignidad y por las que descuella por encima de todos los animales. Pero el hombre no es sólo eso. Es también — y, por cierto, merced a tales cualidades particulares — algo incompleto, inquieto y, en el fondo, miserable. Un perro, un caballo come, duerme y es feliz (en cuanto le dejamos nosotros serlo). No necesitan nada más allá de la satisfacción de sus instintos. En el hombre no es así. El hombre se crea constantemente nuevas necesidades y jamás está satisfecho. Una invención completamente especial del hombre es el dinero, del que no tiene nunca bastante. Parece como si, por esencia, estuviera destinado a un progreso infinito y como si sólo lo infinito pudiera satisfacerle.
Pero a la vez el hombre y, a lo que parece, sólo el hombre tiene conciencia de su finitud y, sobre todo, de su mortalidad. Estas dos cualidades juntas dan por resultado una tensión por la que el hombre se nos aparece corno un enigma trágico. Parece como destinado a algo que no puede en absoluto alcanzar. ¿Cuál es, pues, su sentido; cuál es el fin de su vida? Desde Platón, los mejores de entre nuestros grandes pensadores se han esforzado en hallar la solución a este enigma. Esencialmente, nos han propuesto tres grandes soluciones.
La primera, muy difundida en el siglo XIX, afirma que la necesidad de infinito se satisface identificándose el hombre con algo más amplio que él mismo, sobre todo la sociedad o la humanidad. No tiene importancia alguna, dicen estos filósofos, que yo tenga que sufrir, fracase y muera. La humanidad, el universo prosigue su curso. Más adelante tendremos que hablar aún de esta solución. Basta decir aquí que la mayoría de los filósofos actuales la tienen por insostenible. En lugar de resolver el enigma, esta solución niega el dato, es decir, el hecho de que el hombre desea para sí el infinito, para sí como hombre particular, como individuo, y no para una abstracción como la humanidad o el universo. A la luz de la muerte se ve bien lo hueco y falso de esta teoría.
La segunda solución, muy difundida actualmente entre los existencialistas, afirma radicalmente que el hombre no tiene sentido alguno. Es un error de la naturaleza, una criatura mal hecha, una pasión inútil, como ha escrito alguna vez Sartre. El enigma no puede ser resuelto. Nosotros seremos eternamente una cuestión trágica para nosotros mismos.
Pero hay también filósofos que, siguiendo a Platón, no quieren sacar esa conclusión. No pueden creer en algo tan sin sentido de la naturaleza. Tiene que haber, según ellos, una solución al enigma del hombre.
¿En qué puede consistir esa solución? La solución sólo puede estar en que el hombre alcance de algún modo lo infinito. Ahora bien, en esta vida no lo puede alcanzar. Si hay, pues, una solución del problema del hombre, éste ha de tener su fin y sentido en el más allá, fuera de la naturaleza, allende el mundo. ¿Pero cómo? Según muchos filósofos desde Platón, la inmortalidad del alma es demostrable. Otros, sin creer en una demostración estricta, la admiten. Pero tampoco la inmortalidad aporta una respuesta a la cuestión. No se ve, en efecto, cómo el hombre alcanza en la otra vida lo infinito. Platón dijo una vez que la respuesta última a esta cuestión sólo podía darla un Dios. Había que esperar una palabra divina.
Pero esto ya no es filosofía, sino religión. El pensamiento filosófico plantea aquí, como en otros terrenos, la cuestión. Nos lleva a un límite en que el hombre contempla en silencio la oscuridad ya no aclarable racionalmente, es decir, filosóficamente.
Después de nuestra última meditación sobre el hombre, debiéramos lógicamente abordar la cuestión de la sociedad. Sin embargo, la inteligencia de los problemas que acabamos de mentar depende, a mi ver, en alto grado de la clara posición que se tome en un campo totalmente distinto: el de lo ontológico. Por esta razón estará bien que dediquemos la meditación de hoy no a la sociedad, sino al ente, a lo que es.
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