Se trata de un campo extraño. Es importante, y hasta muchos filósofos contemporáneos lo tienen por central; pero es, a la par, muy difícil. Las dificultades se acrecen por el hecho de que hoy sufrimos la influencia de dos tradiciones que nos vedan o hacen sencillamente imposible el acceso a estas cuestiones. A diferencia de las otras ramas de la filosofía, en que todo el mundo está de acuerdo en que por lo menos hay problemas que tratar, aquí no pasa lo mismo. Muchos antiguos y no menos filósofos modernos niegan lisamente que exista en absoluto una ontología y que sus problemas puedan tener sentido. Estas tradiciones son la del positivismo y la del idealismo epistemológico. De ahí se deriva para nosotros una doble tarea: hemos primeramente de preguntarnos si hay una ontología y, sólo después que hayamos concluido su legitimidad, nos será lícito ocuparnos en sus problemas.
Ahora bien, antes de plantearnos esa cuestión será útil aclarar algunos puntos de terminología. En la ontología se habla mucho del ser, y esta palabra no se emplea como verbo, sino como sustantivo. No se dice, por ejemplo: «Es agradable ser (o estar) sano», sino: «El ser es esto o lo otro». Por lo menos, así acostumbran usar esta palabra muchos ontólogos. Por lo que a mí atañe, siempre me ha parecido mejor hablar no del ser, sino de lo que es, que llamaremos ente. Se llama efectivamente ente a todo lo que es o existe. Así cada uno de mis apreciados lectores es un ente, pero también lo es su pañuelo y hasta su buen o mal humor. Es más, hasta la posibilidad de que mañana ría (hoy le suponemos serio) es un ente, porque se da esa posibilidad, consiste y existe. Todo lo que es, es un ente. Fuera del ente no hay nada.
Ahora bien, por lo que al ser se refiere, es un abstracto del ente, aproximadamente como la rojez es un abstracto de lo rojo, la furia un abstracto de un hombre o animal furioso, la altura un abstracto de una torre alta, etc. Y una regla fundamental del método filosófico dice que, de ser posible, hay que reducir todas las palabras abstractas a concretas, pues la investigación se hace así más fácil y nos precavemos hasta cierto punto del desvarío que tan a menudo impera en el reino de lo abstracto. Basta pensar en las insensateces que se han escrito acerca de la verdad por la sencilla razón de no haberse tomado el trabajo de sustituir la palabra abstracta «verdad» por la más sencilla y concreta de lo verdadero. Por esta razón, yo no emplearé aquí de ser posible, la palabra «ser», sino siempre la palabra «ente», en el sentido de ser concreto.
Hay pues, como decíamos, opiniones según las cuales no puede darse doctrina alguna sobre el ente. Esa fue primeramente la opinión del idealismo epistemológico. Según éste, todo lo que puede decirse del ente se dice ya por las ciencias particulares. A la filosofía sólo le queda la tarea (le esclarecer cómo se da el conocimiento en las ciencias particulares, cómo es en absoluto posible. Suelen decir además los idealistas de la teoría del conocimiento que el ente ha de reducirse al pensamiento.
Los ontólogos responden a eso dos cosas. Primeramente, que ninguna ciencia particular trata ni puede tratar cuestiones como la de la posibilidad en general, la de las categorías y otras. Y notan en segundo lugar que el pensamiento al que ha de reducirse el ente es también algo, es un ente. En fin, que la empresa entera sólo tiene sentido si se admiten dos clases de ser y se estudian sus mutuas relaciones. Y esto es precisamente, dicen los ontólogos, la ontología. Afirman, pues, que en el fondo el idealismo epistemológico es una ontología, sólo que primitiva e ingenua, por tratarse de una ontología inconsciente.
La otra opinión antiontológica es la de los positivistas. A diferencia del idealismo epistemológico, que puede darse por desaparecido, el positivismo está muy difundido sobre todo en los países anglosajones. Estos filósofos dicen que si afirmamos que el perro es un animal, decimos algo con sentido científico; pero si afirmamos que es una substancia —substancia es una idea ontológica — no decimos nada sobre la realidad. No hablaríamos en ese caso del perro, sino de la palabra «perro». La ontología, pues, ha de sustituirse por una gramática general.
Los ontólogos, sin embargo, no se espantan por esta argumentación, y dicen que no es claro por qué ha de ser lícito generalizar las ideas hasta determinado límite y no más allá; por ejemplo, en la serie: animal rapaz, mamífero, vertebrado, animal, viviente, y no más allá ¿Por que de golpe ese salto al lenguaje? Con los medios de la actual semántica matemática, toda ciencia real puede ser transformada en ciencia del lenguaje. Por ejemplo, en lugar de hablar de vertebrados, se puede hablar del empleo de la palabra «vertebrado». Ahora bien, si es lícito dividir el ente en las plantas y animales, acaso lo sea también formar divisiones más generales que no pertenecen a la biología, sino a una ciencia más general, a la más general de todas las ciencias; y ésta sería la ontología. De hecho, estos argumentos han de mostrado últimamente su eficacia, sobre todo en Estados Unidos. Precisamente entre los principales lógicos que en su mayoría habían rendido culto al positivismo, hay hoy muchos que cultivan fervorosamente la ontología. Un ejemplo clásico es el profesor de teoría del conocimiento de la universidad de Harvard, doctor Quine.
Aún podría formularse una tercera opinión. Podría efectivamente preguntarse si cabe decir algo del ser general fuera de la trivialidad: «El ente es lo que es» o: «Lo que es es». No se ve, en efecto, de pronto, qué otras cosas pueden decirse en esta ciencia.
Ahora bien, la mejor manera, a mi ver, de contestar esta pregunta es cultivar la ontología, plantear y tratar de resolver sus problemas. Esto es lo que han hecho siempre todos los grandes filósofos del pasado, de Platón a Hegel; y hoy, después de un breve período sin ontología, tenemos nuevamente una larga serie de ontólogos convencidos. Vamos simplemente a seguirlos en alguna de sus investigaciones.
Y en primer lugar una cuestión mínima y a prima faz, muy fácil de resolver, pero que ha originado muchas discusiones en las últimas décadas: la cuestión sobre la nada. Hemos dicho que todo lo que es es un ente. De ahí parece seguirse que fuera del ente no hay nada. Y de ahí pudiera a su vez deducirse que se da la nada; luego, que la nada de algún modo es, existe. Acaso esto suene a sofisma. Solemos decir que algo no es, o, según la fórmula de Sartre, que la nada se da. Por ejemplo, si se para el motor del auto, se mira el carburador y se dice: «En el carburador no hay nada.» Ahora la cuestión es ésta: ¿Es verdad esta frase? Evidentemente, en muchos casos es verdad. Es así que una frase es verdad, luego tiene que ser en la realidad tal como en ella se dice. Tal es, en efecto, la definición de la verdad. Luego en el carburador no ha de haber nada[2]
Por lo demás, hablamos razonablemente de la nada: por ejemplo, de ella estoy hablando yo ahora. Ahora bien, si hablamos razonablemente de algo, este algo tiene que ser un objeto. Luego, la nada es un objeto. Luego, la nada es algo. Y, sin embargo, es nada: luego no es.
Por estas y otras consideraciones semejantes, algunos pensadores contemporáneos, como los citados filósofos existencialistas de primera fila, han venido a decir que la nada existe de algún modo. Otros filósofos no les siguen y dicen que la nada sólo es pensada, pero no existe. Personalmente, la cuestión me parece ser muy complicada y difícil. Yo diría acaso lo siguiente: hay que distinguir entre el ente real y el ideal. El concepto de nada es un ente ideal, y una idea muy especial, de falta o carencia de ser real. Esto explica por qué podemos en absoluto hablar de ella. Yo diría además que una falta o carencia puede ser algo real. El hecho, por ejemplo, de que mi amigo Fritz no esté en este café es, después de todo, algo real. El hecho no es sólo pensado por mí, sino que así es también en el café. Ahora bien, la cuestión acerca de la falta, defecto, o carencia es muy extraña. Y muy difícil. Parece claro que todo lo que conocemos lleva inherente alguna falta, carece de algo, y ello por la sencilla razón de que todos estos entes son limitados y finitos. Por ello entramos en cuestiones metafísicas muy profundas, en las cuestiones de la finitud del ente, que no quiero tocar aquí. Sólo diré que, a la postre, hay que admitir de algún modo el no-ser, aunque no como lo hace Sartre. Acaso en la última meditación volvamos sobre ello.
He aquí un ejemplo de una cuestión ontológica. Parece claro que ninguna ciencia particular es capaz de resolverla. Y vamos a otra.
En la vida diaria y también en la ciencia se habla de la posibilidad. Se dice, por ejemplo (no muy a menudo, desde luego), que un niño tiene la posibilidad de hacerse filósofo, pero no una silla. Pudiera de pronto pensarse que esta posibilidad es algo meramente pensado y que en la realidad sólo hay cosas que son ya. Pero no es ciertamente así, pues el hecho de que este niño pueda ser un filósofo no depende de que alguien piense o no en ello. Aun cuando nadie piense en ello, sigue siendo verdad que el niño tiene la posibilidad de llegar a ser filósofo.
La cosa, sin embargo, es muy extraña. Parece como si tuviéramos que introducir una distinción en lo real mismo. Habría que distinguir entre lo efectivamente real —- lo que es ya, como si dijéramos, plenamente—. y lo real posible, lo que puede ser. No todos los filósofos están aquí de acuerdo. Parménides, un antiguo pensador griego, luego los megáricos y últimamente el filósofo alemán Nicolai Hartmann y Sartre afirman que lo real y lo posible son en el fondo lo mismo. Por lo contrario, Aristóteles y su escuela opinan que han de distinguirse con toda precisión. Con ello surge otra problemática que ha ocupado casi siempre el centro de la discusión filosófica y lo ocupa aún hay día.
Un tercer problema ontológico es el de las categorías. El mundo, en efecto, parece estar construido de manera que consta de determinadas cosas, las cuales a su vez se distinguen por sus cualidades y están ligadas entre sí por relaciones. Parece, pues, que hemos de distinguir en el mundo, en lo real, tres aspectos diferentes del ente. Primeramente, las cosas o, como se las llama desde Aristóteles, las substancias, por ejemplo, hombres, montes, piedras; luego, las cualidades, por ejemplo, que determinadas cosas son redondas, otras cuadradas, unos hombres inteligentes, otros zotes, un monte alto, otro bajo; y, finalmente, las relaciones, por ejemplo, la que existe entre padres e hijos, entre lo mayor y menor, entre el ciudadano y el estado, etc, Nótese que esta división nada tiene que ver con la realidad y la posibilidad ni con los llamados grados de lo real, por ejemplo, los de lo material y espiritual. Porque todas las categorías, a lo que parece, pueden ser tanto reales como posibles, materiales o espirituales.
Las tres mentadas categorías —substancia. cualidad y relación— se dan de hecho por supuestas siempre en la práctica del pensamiento. Por supuestas se dan, por ejemplo, en la poderosa obra logicomatemática de Whitehead y Rusell, que es la base de la lógica moderna. Mas, si se reflexiona sobre ello, surgen respecto de cada una de las categorías enormes dificultades. La cualidad es muy difícil de comprender. Uno se siente tentado a pensar que es algo irreal. Más difícil aún, tal vez, de entender es una relación que parece estar en cierto modo, como si dijéramos, entre las cosas. Pero no menores dificultades presenta la substancia. Efectivamente, todo lo que sabemos de una cosa son precisamente sus cualidades.
Así se explica el antiguo pleito filosófico sobre las categorías. Leibnitz, el genial lógico del siglo XVII, construyó un sistema en que no se dan relaciones reales entre las cosas. El sistema hegeliano, por el contrario, sólo contiene relaciones. Las cosas, según Hegel, son manojos de relaciones, y las cualidades decantaciones o sedimento, como si dijéramos, de relaciones. Otros filósofos a su vez, con Aristóteles, admiten las tres categorías fundamentales.
El tema tiene importancia realmente fundamental no sólo para la cuestión de Dios —pues de distinta doctrina sobre las categorías surge un concepto total mente distinto de Dios—, sino también para la filosofía de la sociedad, donde, como veremos, lo fundamental depende de la teoría que se profese sobre las categorías.
En conexión con esto, quisiera citar aún otros dos problemas ontológicos: el de la esencia y el de las relaciones internas. El primero reza así: ¿Es todo ente una acumulación, por decirlo así, uniforme de propiedades y relaciones o puede descubrirse en él una estructura fundamental que constituye el ser en cuestión y de la que se derivan las propiedades? En otras palabras: ¿Hay, por ejemplo, para el hombre notas o caracteres esenciales? Parece que sí, pues un poco de razón, por ejemplo, parece nota esencial al hombre y no, en cambio, que sea francés o chino. Esto, en realidad, lo conceden todos. Pero muchos filósofos afirman que la esencia misma depende del punto de mira subjetivo y no tiene fundamento en lo real. La disputa entre los subjetivistas y los pensadores que admiten esencias reales ha sido siempre una de las más importantes de la filosofía.
El segundo problema es semejante y se discute mucho desde Hegel. Según éste, todas las relaciones de una cosa son internas a ella en el sentido de que sin ellas no puede consistir. Dicho de otro modo, una cosa es lo que es por sus relaciones. Éstas constituyen su esencia. Son todas relaciones necesarias, intrínsecas.
Otros filósofos, por el contrario, piensan que hay ciertamente relaciones necesarias; por ejemplo, un órgano sensorial se constituye por su relación al objeto; así el oído por su relación con los sonidos. Pero hay también relaciones accidentales, no constitutivas de la esencia. Así, dicen estos filósofos, es accidental al hombre que esté de pie o sentado: siempre sigue siendo hombre. Es decir, el hombre es primeramente hombre, y Iuego entra en relaciones varias. También este problema es de gran importancia en muchos campos, sobre todo en la filosofía de la sociedad.
Hemos citado algunas cuestiones ontológicas. Hemos esbozado algunos ejemplos de la problemática ontológica. No son, con mucho, todas ni las más importantes cuestiones de esta disciplina. Existe, por ejemplo, el problema, muy importante, de la distinción de los llamados grados del ser. Por ejemplo, en la serie: materia, vida, espíritu, ¿es esta distinción esencial, como opinaron Aristóteles y Hegel, o se trata sólo de estructuras más complejas de una capa fundamental única, como piensan el ingenuo materialismo y el igualmente radical espiritualismo? ¿Cuál es —otro problema— la relación de la existencia, aquello por lo que el ente es, consiste o existe, y la esencia, aquello que es? ¿Cómo se comportan entre sí el ente ideal y el real? ¿Hay que considerar lo ideal como copia de lo real o, a la inversa, lo real como copia de lo real? ¿Qué hay que pensar de la necesidad y de la casualidad en lo real? ¿Está todo tan determinado, que no puede suceder de otro modo y no ser así? Y, entonces, ¿qué significa «poder» en este contexto?
Son estas cuestiones en que se ocupa la ontología. Cuestiones difíciles y muy abstractas. Mas quien de ahí dedujera que no tienen importancia cometería un error. Basta mentar a Platón y Hegel, ambos ontólogos, para formarse idea de que esta ciencia, aparentemente extraña a la vida, puede ser una fuerza formidable para la configuración de la vida y la historia de la humanidad.
Después de las consideraciones, harto abstractas, sobre problemas ontológicos, volvemos hoy a las cuestiones de la existencia humana, concretamente de la sociedad. Aquí emplearé la palabra «sociedad» en el sentido corriente y diario, sin meterme en distinciones entre las distintas formas que puede tomar la sociedad; por ejemplo, sociedad en sentido estricto o de comunidad de vida. Trataremos, pues, de las famosas cuestiones sociales.
Ahora bien, pudiera de buenas a primeras pensarse que todo esto son problemas del todo prácticos, políticos, económicos y hasta estratégicos. Así, que haya de gobernar una democracia o una dictadura depende —pudiera pensarse— de cuál de esas formas de gobierno sea más oportuna. Qué es mejor en la producción, la propiedad privada o el monopolio del estado, sería, al parecer, cuestión que ha de resolver un político, un economista, es decir, un hombre práctico, no un filósofo. Parece, pues, que nos metemos aquí en un terreno que nada tiene que ver con la filosofía.
Pero no es así. Cierto que las formas de gobierno y las estructuras económicas han de ser juzgadas en gran parte desde el punto de vista de su oportunidad; también es verdad que, en este terreno concreto, como, por lo demás, en cualquier terreno concreto, es bien poco lo que tiene que decir el filósofo. Así, si una fábrica estatal ha de pasar a la iniciativa privada o no; qué cantidad de poder ha de darse al jefe del estado; si conviene más a una nación el régimen centralista o federalista, son cuestiones éstas que han de juzgarse en cada caso desde el punto de vista de las circunstancias. Y esto lo hacen precisamente los hombres prácticos, no los filósofos (que pueden, por otra parte, ser también hombres prácticos). Pero no basta conocer meramente las circunstancias para decidir esas cuestiones. Los que dicen que todos los asuntos sociales han de estimarse por su oportunidad o finalidad dan por su puesto que existen un orden (algo es oportuno en orden a algo) y un fin. ¿Qué orden, qué fin? Algunos contestan que no se trata para nada de una cuestión filosófica: el fin es simplemente el poder del estado. Pero el filósofo pregunta aquí: ¿Por qué nuestro fin ha de ser precisamente el poder del estado? Ahora bien, si el defensor de la opinión citada intenta justificarla de algún modo, eso ya no es política o teoría del estado o economía, sino ética, es decir, filosofía. Y, de hecho, sin filosofía, buena o mala, científica o de aficionado, no pueden en absoluto sostenerse opiniones o teorías acerca de la sociedad. Todas estas opiniones dependen de la noción de fin, y la determinación de este fin pertenece a la filosofía.
Sin embargo, aun siendo central, la cuestión del fin del obrar social no es la primera que se plantea al filósofo. El grande y fundamental problema de la filosofía social es la cuestión de la realidad social: ¿Qué es en la sociedad lo real, lo efectivo, y en qué grado? Sólo voy a discutir esta cuestión, pues la solución de las otras — por ejemplo, la cuestión de la dignidad y libertad del hombre — es sólo una consecuencia de la respuesta que se dé a ella.
Ahora bien, la situación es como sigue: todo el mundo se da cuenta de que, en la sociedad, se enfrenta con un poder al que se puede amar o desamar, pero del que no es posible desentenderse sin más, como de una fantasía. Así, por ejemplo, ni en la sociedad más liberal nos es permitido portarnos como nos dé la gana, como penetrantemente demostró una vez el gran economista inglés John Stuart Mill. Para citar sólo una pequeñez, todos, queramos o no, tenemos que adaptarnos hasta ciertos límites a la moda dominante. Si yo intentara — cosa que se me ha ocurrido con frecuencia — dar mi clase en traje de baño los días de calor fuerte, se me seguirían con toda seguridad penosas consecuencias. Ante todo, perdería mi cátedra. Probablemente se me encerraría en un manicomio, y mi estimado colega el psiquiatra, que es a la vez director de este establecimiento, trataría de corregir con oportunas inyecciones mis ideas acerca de la indumentaria en los días de calor. Es decir, trataría de ajustarlas a las normas sociales vigentes en las universidades suizas.
¡Y menos mal si la sociedad sólo exteriormente nos encadenara! El hecho es que influye también en mi pensamiento, en mis sentimientos, y determina, por lo menos en un grado muy alto, toda mi vida espiritual. Ésta está en buena parte determinada por la lengua, y la lengua depende del todo, de la sociedad. Así la mayor parte de lo que sé lo he aprendido de la tradición. Es decir, lo he recibido de la sociedad. Y hasta lo que siento y quiero depende ampliamente, en la mayoría de los casos, de mi educación, de lo que siente y quiere ahora la sociedad como todo.
No es, pues, de maravillar que la sociedad haya parecido siempre a los hombres que piensan, a los filósofos, un poder muy real. Parece estar ahí, existir en el mundo exactamente como existen otras cosas reales, si es que acaso la sociedad no se me presenta como algo más fuerte, más real, por decirlo así, que ningún otro elemento de este mundo.
Pero aquí surgen en seguida las dificultades. Si miramos en torno nuestro, sólo hallamos en la sociedad hombres, es decir, individuos. Si busco, por ejemplo, el sentido de la palabra «humanidad», sólo hallo individuos. La humanidad parece ser simplemente el conjunto de todos los hombres. Y lo mismo cabe decir de las otras sociedades. La familia es el padre, la madre, los hijos y, acaso también, la abuela y el abuelo; y nada más. El pueblo alemán es el conjunto de todos los alemanes. Así pues, aun cuando la sociedad se me enfrenta como un poder real, no parece estar en ninguna parte del mundo.
Tales consideraciones han movido a ciertos filósofos, que quiero llamar individualistas, a decir que la sociedad es una pura ficción. En la realidad sólo existen hombres particulares. Se los llama a todos juntos «sociedad», pero esto no pasa de ser un nombre. Cuando se habla, por ejemplo, del estado, no se quiere decir en el fondo el estado, pues no existe semejante cosa, sino los ciudadanos o, más exactamente, aquellos de entre los ciudadanos que ejercen el poder. Los deberes para con el estado son los deberes para con el jefe supremo del estado, los empleados, etc. Ustedes me preguntarán naturalmente cómo puede tomarse en serio semejante afirmación. ¿Cómo pueden esos individualistas negar el hecho evidente de la presión que sobre mí ejerce la sociedad? Realmente, no la niegan y hasta saben dar explicación de ella. Dicen, efectivamente, que esa presión procede de la acción mutua de los individuos, También los cuerpos elementales, los electrones, dicen los individualistas, son cosas particulares, pero forman un todo en el átomo, y lo forman porque obran unos sobre otros por atracción o repulsión. Así también los hombres en la sociedad. Que esta atracción no ha de explicarse aquí sólo mecánicamente, sino también psicológicamente, es punto que ahora no nos interesa. Lo que importa es que aquí lo único real en la sociedad son los individuos, y que el conjunto consta exclusivamente de ellos.
Pero, si reflexionamos sobre esta solución, tropezamos con diversas dificultades. Sorprende en primer lugar que, según esta interpretación, la mutua acción entre los hombres habríamos de entenderla como algo irreal. Si los individualistas entendieran las acciones como reales no podrían decir que la sociedad consta exclusivamente de individuos. Constaría, desde luego, de ellos junto con las varias relaciones entre ellos. Sería, pues, más que la suma de los hombres particulares. También un átomo es más que la suma de los cuerpos elementales, protones, electrones o como se los quiera llamar. Mucho más la sociedad.
Ahora bien, ¿Por qué no han de considerarse las relaciones como reales? Sencillamente, porque el individualismo tiene por base determinada doctrina de las categorías. Los individualistas opinan que lo único real en el mundo son las cosas, las substancias. Todo lo demás ha de tenerse por irreal, las relaciones señaladamente.
Se dirá acaso que todo eso son teorías ajenas a la vida. Quien tal dijere se engaña. Porque, si el individualismo tal como lo hemos descrito es cierto, no se ve cómo puede tener la sociedad derecho alguno. Lo que no es, lo que no pasa de ficción no puede poseer derechos. Y lo que lógicamente se sigue de esta teoría es un extremo individualismo ético social. La verdad es que pocos pensadores se han atrevido a sacar esta consecuencia. Una honrosa excepción es el pensador alemán MAX STIRNER, quien escribió un libro, titulado Der Einzige und sein Ligentum [3]en que se niegan todos los derechos sociales. Sólo es de lamentar que otros filósofos individualistas no hayan tenido su valor. Porque, a mi parecer, Stirner tenía razón: si se es individualista de veras, si se piensa que sólo el individuo es real en la sociedad, hay que ser también individualista eticosocial.
Pero el individualista eticosocial es tan patentemente falso, vulnera tan evidentemente nuestras intuiciones de los valores morales, que la teoría total tiene que ser por algún lado falsa.
De ahí que haya habido en la historia no pocos filósofos que, partiendo del hecho de que la sociedad es algo real, han construido una teoría opuesta. Desde el punto de vista ontológico, esa teoría adopta dos formas. La primera opina, exactamente como el individualismo, que sólo las substancias son reales. Pero, a diferencia del individualismo, ve la substancia, por lo menos la substancia plena, no en los individuos, sino en la sociedad. Según esto, sólo hay en la sociedad una cosa, una esencia plena, una substancia: el todo. Los individuos, los hombres particulares, son sólo partes de esta substancia, no esencias plenas. Como la mano del hombre no es cosa plena en sí misma, sino una parte de la cosa total, del hombre, así el individuo sólo es una parte de la sociedad. La otra teoría supone una doctrina opuesta sobre las categorías, pero saca de ella la misma conclusión, una realidad única: las referencias o relaciones. Como explicamos en la última meditación, en ese caso las substancias, por ejemplo, los hombres, están constituidos por relaciones. Sólo gracias a estas relaciones son lo que son. Son, por así decir, un haz de relaciones. Siendo esto así, la sociedad ha de ser considerada como el verdadero todo. El individuo, constituido por las relaciones sociales, aparece aquí, más aún que en la solución primera, como algo subordinado, como algo menos real que la sociedad. «Lo verdadero es el todo», dice Hegel, autor de esta doctrina. Y «verdadero» quiere decir aquí real, substancial, consistente en sí mismo. El hombre, en Hegel y sus discípulos, es un momento o componente dialéctico de la sociedad, y nada más.
Ambas teorías, a par del individualismo, conducen a muy graves consecuencias eticosociales. Si la sociedad es lo único verdaderamente real, lo único plenamente existente, y el hombre sólo una parte, un momento de ella, síguese claramente que el hombre no puede tener derechos propios. Es en la sociedad, por la sociedad y para la sociedad. Dé aquí resulta un colectivismo y hasta un totalitarismo eticosocial según el cual el hombre sólo es en el fondo — aunque de palabra se niegue — un instrumento, un medio, y la sociedad el fin único.
GEORGE ORWELL en su famosa novela 1984, lo ha visto con gran viveza. Su héroe pregunta al verdugo que le atormenta si existe el dictador, el gran hermano. El verdugo pregunta a su vez qué quiere decir con eso. Y la víctima dice: «Pues, sencillamente, como yo existo.» A lo que recibe una respuesta que se deriva del colectivismo social: «Tú no existes.» El individuo no existe; por lo menos, no tiene plena existencia. Es empleado y eternamente será explotado despiadadamente como un instrumento, como un medio para el todo. Semejante «momento», parejo no-ser no puede tener derechos propios. Tal es la antinomia filosófica que forma el trasfondo de la pugna en que hoy se debate la humanidad. ¿Qué es lo real: el hombre o la sociedad? ¿Cuál es el fin y cuál el medio: el todo o el individuo? ¿Qué ha de sacrificarse a qué? ¿Están, por ejemplo, justificados los campos de concentración, en que millones de hombres sufren y mueren sin piedad porque así conviene a la sociedad, o hemos de decir que la sociedad no tiene derecho alguno sobre nosotros y que los tributos, el servicio militar y hasta las leyes de policía no están moralmente justificados? ¡Frente a una ficción que es el estado no tenemos ningún deber!
El sentido común se rebela contra las dos tesis extremas. Al hombre ingenuo, al hombre prefilósofo, le parece claro que el hombre particular, el individuo tiene derechos propios; pero no es menos claro que tiene también deberes para con la sociedad. Ni él ni ella son ficciones o «momentos». Todos lo creemos así, a mi parecer por lo menos. Pero ¿cómo puede esclarecerse y justificarse filosóficamente esta fe o, por mejor decir, esta intuición?
Esa explicación y esa justificación existen de hecho y, por lo menos en cuanto a sus fundamentos, se hallan ya en Aristóteles. Como todas las doctrinas sociales, ésta se funda también en la teoría de las categorías. Desde este punto de vista son reales, y reales en el sentido pleno de la palabra, como realidades primarias, no sólo las substancias, sino también las relaciones. Éstas no son cosas, no son substancias, pero son. Se adhieren realmente a las substancias y las ligan entre sí. De ahí se derivan dos consecuencias: 1ª. que la única plena realidad en la sociedad son los hombres particulares, los individuos; 2ª. que la sociedad es algo más que la suma de los individuos; además de éstos, la sociedad contiene también las relaciones reales entre los hombres y para un fin común.
A esto se añade una tercera doctrina fundamental.
Las mentadas relaciones que nos ligan en la sociedad no flotan en el aire. Se fundan en algo, en el individuo mismo. Este algo que las hace posibles es lo común en los hombres; y, entendido dinámica, es decir, éticamente, el bien común es aquel aspecto del bien particular que no sólo es apetecido en común por los hombres, sino que sólo en común puede ser alcanzado.
Así, en esta doctrina se tienen en cuenta, sin parcialidades extremas, los dos aspectos de la antinomia. El individuo, y sólo él, es siempre el fin último terreno de todo obrar social, de toda política. Mas este fin sólo puede lograrse si se reconoce la realidad de la sociedad y de su propio fin. Este fin está fundado en el bien particular. Los deberes que tenemos con la sociedad son auténticos deberes que nos obligan con la misma fuerza moral que los deberes con los individuos, puesto que la sociedad no es una ficción. Y, sin embargo, la sociedad sigue siendo un instrumento para la realización del destino individual.
A mi parecer, el individualismo ha dejado de ser hoy doctrina importante. La gran discusión tras la pugna de los partidos y, desgraciadamente, tras el tronar de las bombas, la esencial polémica sobre la posición del hombre en la sociedad se desenvuelve entre las doctrinas de Hegel y Aristóteles. Pocas veces se habrá visto tan claramente en la historia como en la actualidad la terrible potencia de las grandes filosofías para formar o aniquilar la vida. Acaso sea hoy más necesario que en ningún otro período de la historia que cada pensador vea claramente su posición en este campo en apariencia tan abstracto y, sin embargo, tan terriblemente importante.
Llegamos en esta última meditación de nuestra serie al problema de lo absoluto: así suelen llamar los filósofos a lo infinito. Y venimos a hablar de él justamente al fin, pues Dios —de Dios efectivamente se trata—, para el filósofo, a diferencia del creyente, no está al principio, sino al final. Si el filósofo alcanza en absoluto a Dios, es sólo tras largo peregrinar por el reino de lo finito, del ser cósmico. Una dificultad específica de este campo consiste en que hay dos caminos para llegar a Dios: el camino de la religión y el de la filosofía. Ahora bien, el hombre es una unidad, y no es tan fácil separar al creyente del pensador. De ahí que exista siempre el peligro de que nuestra fe influya en nuestro pensamiento filosófico. En esta cuestión señaladamente tendemos a dar como racionalmente demostradas muchas cosas que la sola razón, la filosofía, no puede lograr, y esto no es lícito. Whitehead dijo una vez que entre los metafísicos de nuestra civilización sólo ha habido uno que habló de Dios independientemente de su fe: Aristóteles. Todos los que vinieron luego, a partir de Plotino, habían estado bajo el influjo de la fe. La filosofía pura no podría lograr más que lo alcanzado por Aristóteles.
Paréceme que Whitehead ha exagerado aquí. Yo creo que se puede decir de Dios, aun filosóficamente, más de lo que ha dicho Aristóteles. Y, sobre todo, de nuestra larga historia hemos aprendido una cosa, y es que la existencia de Dios no fue nunca seriamente puesta en tela de juicio por ninguno de nuestros grandes pensadores. Esto puede sonar a raro si se piensa en los numerosos ateos que en el mundo han sido. Pero, si se mira la cosa más de cerca, se ve que la gran pugna filosófica no gira en torno a la existencia de un absoluto, de un infinito. Su existencia la afirman con igual decisión Platón, Aristóteles, Plotino, Tomás de Aquino, Descartes, Espinosa, Leibnitz, Kant, Hegel, Whitehead y, si es lícito comparar gente menuda actual con estos grandes de la historia, los actuales materialistas dialécticos, los filósofos oficiales del partido comunista. Cierto que niegan con máxima virulencia la existencia del Dios cristiano, pero, a la par, suelen afirmar que el mundo es infinito, eterno, ilimitado, absoluto. Más aún: su actitud, como cualquiera puede fácilmente comprobar, es en muchos puntos típicamente religiosa. La cuestión, pues, no es tanto si hay un Dios, sino si es una persona, un espíritu. La cosa puede parecer sorprendente, pero así es. Acaso haya acá y acullá algunos negadores reales del absoluto; en todo caso, son raros y sin mayor importancia. La cuestión debatida, repito, no es si Dios existe, sino cómo hay que pensarlo.
Es claro que el problema de la existencia de Dios es también legítimo. Ninguna autoridad —ni la de todos los filósofos juntos— puede ser para nosotros motivo suficiente de ninguna afirmación filosófica. Siempre podemos y debemos preguntarnos qué motivos tenemos para admitir esa existencia.
A este respecto, los filósofos pueden dividirse en dos clases según el método que siguen para fundar la existencia de Dios. Llamaré a los primeros intuicionistas y a los segundos ilacionistas, por más que ninguno de estos dos nombres es del todo adecuado. Según los intuicionistas, Dios, lo absoluto, no es, de algún modo, dado directamente. Nos encontramos con Él en nuestra experiencia. Hay que confesar que tales filósofos son bastante raros, o por mejor decir, raras veces han confesado sostener esa doctrina. Sin embargo, esto vendría bien a los mentados filósofos comunistas, que jamás han aportado una prueba de que exista una materia infinita y eterna. Es de suponer que tienen un conocimiento directo de ella. El famoso filósofo francés Bergson no afirmó ciertamente que esa experiencia se hubiera dado en él o en los otros filósofos, pero sí enseñaba que ello se cumplía en los místicos, y sobre eso llegó a construir su prueba de la existencia de Dios. Pero todo esto son más bien excepciones.
De los intuicionistas puros hay que distinguir aquellos pensadores, como Max Scheler o Karl Jaspers, que afirman ciertamente alguna experiencia de Dios, pero opinan que el hombre no lo experimenta en Él mismo, sino en un ente finito. Para Jaspers, la existencia humana es lo que se relaciona consigo mismo y con su trascendencia, es decir, con Dios. Aprehende pues, si cabe expresarse así, lo infinito, no directa, sino indirectamente en sí mismo, en su propio ser. Jaspers protestaría, creo yo, si se llamara a esto una prueba, y lo mismo habría que decir de Scheler: pero acaso pudiera decirse que es una intuición del ser finito, la cual es de tal naturaleza, que permite aprehender lo infinito. En este caso, la diferencia entre la actitud de estos intuicionistas y la de los ilacionistas declarados no sería tan grande como pudiera de pronto pensarse. Dos clases hay a su vez de ilacionistas. Unos, como san Anselmo de Cantorbery, Descartes, Espinosa, Hegel y otros más, opinan que se puede concluir la existencia de Dios a priori, como si dijéramos, del mero pensamiento, sin relación con la experiencia del ser finito. Como se deducen de la definición de un triángulo sus propiedades, independientemente de que haya o no triángulos en el mundo, así puede también deducirse la existencia de Dios.
Pero esta prueba de la existencia de Dios fue rebatida por Tomás de Aquino, y luego por Kant, con tanto éxito, que hoy son muy pocos los que la defienden.
En cambio, numerosos filósofos aceptan diversas pruebas de la existencia de Dios fundadas en la experiencia. Aquí las voy a reproducir tal como las hallo en Whitehead, el gran teórico de Dios en el siglo XX. A mi ver, lo que Whitehead dice sería en el fondo aprobado por los demás pensadores de esta clase.
Opina, pues, Whitehead que en el mundo podemos comprobar un hacerse constante: todo lo que es se hace. Por ejemplo, una manzana es verde y se hace, se vuelve luego amarilla. Hay, pues, que suponer, según él, tras este hacerse, una fuerza impulsora. Whitehead la llama creativity, fuerza creadora. Pero esta sola no basta. Supuesto que haya en el mundo un impulso a lo nuevo, no se ve aún por qué esto nuevo ha de ser así y no de otra manera. Naturalmente, puede decirse que hay tales leyes de la naturaleza, y no otras, que determinan y causan que la manzana se haga roja o amarilla y no azul. Pero con esto no hacemos sino trasladar el problema. ¿Por qué la evolución del mundo sigue este camino y no otro? Puede naturalmente decirse, y se ha dicho muchas veces, que a eso no podemos dar respuesta alguna. Pero Whitehead rechaza decididamente esa actitud. El filósofo dice, está para entender racionalmente, para explicar. Tiene que dar por supuesto, por razón de su mismo ser de filósofo, que existen explicaciones, que la razón impera en el mundo. Éste es el gran supuesto de la ciencia. La diferencia entre la filosofía y las ciencias particulares consiste en que la filosofía emplea la razón sin limitaciones, mucho más allá de los términos que bastan a las ciencias particulares. El filósofo, dice Whitehead, tiene el derecho y el deber de preguntar siempre: ¿Por qué? Y así se llega a la afirmación de que tiene que haber un Dios, un poder sobre el mundo que determina precisamente la marcha del mundo, y un poder infinito. Whitehead lo llama «el principio de concretización», la razón por la que las cosas son así y no de otra manera.
Tras este razonamiento, hay sin duda otra reflexión, que Whitehead mismo no formula, pero que es fundamental: ¿Por qué hay absolutamente un mundo y precisamente este mundo y no otro? En él mismo no hay razón alguna para ello. El mundo sólo podría fundarse a sí mismo, si cabe expresarse así, en el caso de que fuera él mismo lo absoluto. Luego, en todo caso, nos veríamos forzados a admitir lo absoluto. Para eludir esta conclusión no hay más que una posibilidad: hay que decir que en el mundo hay algo irracional, como elegantemente se expresan los que así piensan; es decir, algo sencillamente absurdo, sin sentido. Y, de hecho, todos los que niegan el valor de la prueba que acabamos de esbozar son de un modo u otro irracionalistas. Así los positivistas, así algunos idealistas y así Sartre, el filósofo que se ha hecho famoso por su ateísmo. Sartre es acaso el ateo más inteligente y agudo que haya habido en la historia. Por eso vale la pena bosquejar brevemente su doctrina.
Sartre ha comprendido y sentido en grado superior a todos los otros la no necesidad, la insuficiencia de todo lo que hallamos en el mundo. Nada tiene por qué existir y, sin embargo, existe. Un triángulo abstracto, una fórmula matemática se explican por algo, pero no existen. La existencia de las cosas, esta raíz de árbol, por ejemplo, no puede ser explicada así: lo real, lo óntico del mundo sólo podría explicarse por medio de Dios. Pero Sartre no quiere reconocer a ningún Dios. Lo tiene por una contradicción, y por eso concluye con perfecta lógica que todo, señaladamente el hombre, es absurdo, sin sentido. Sartre ha sabido como nadie formular el dilema: hay que escoger entre Dios y lo absurdo. Él escoge lo absurdo, lo sin sentido. Séame permitido notar marginalmente que quien conozca este razonamiento de Sartre no podrá caracterizarlo como mero existencialista, según es llamado; Sartre es ciertamente un metafísico de clase superior. Aun cuando yerra, lo hace en un plano que muchos no han alcanzado.
Sin embargo, muchos filósofos se rebelan contra la hipótesis de una falta total de sentido en el mundo. ¿Tiene entonces aún algún sentido filosofar, tiene justificación, explicación filosófica alguna, si todo lo que es real es absurdo? Y si es así, el filósofo puede y debe admitir la existencia de Dios, a pesar de las dificultades que lleva consigo, antes que profesar el absurdo.
¿Por qué estas dificultades? Un creyente, aun un niño creyente, no siente dificultad alguna en pensar en Dios con amor. Es un pensamiento familiar y claro, por muy grande y sublime que Dios pueda parecer. Pero la situación del filósofo es otra. Dios no es para él objeto de amor y adoración, sino de pensamiento. El filósofo intenta, debe intentar entender racionalmente a Dios.
Y aquí surge inmediatamente la primera y fundamental dificultad, que es la intuición, la evidencia de que Dios ha de ser total, absolutamente distinto de todo lo real. Tiene que ser real y, sin embargo, tener en cierto sentido las notas de lo ideal, porque es por esencia necesario como el ente ideal; luego, también eterno, supratemporal y supraespacial y, sin embargo, individual en cierto sentido de la palabra, y hasta más individual que ningún otro ser, totalmente concluso en sí mismo, viviente en un grado que no podemos imaginar. Lógicamente tenemos que atribuirle todas las cualidades que hallamos aquí como formas superiores del ente, como la espiritualidad, la personalidad, etc. Pero a la vez es imposible predicar de Él algo de manera que nuestras palabras tengan respecto a Él el mismo sentido que en relación con las criaturas. Es más, aun cuando decimos que Dios es, este «es» tiene que significar algo distinto que entre nosotros.
Con ello cae la filosofía en un dilema, O decimos que Dios es como los otros entes, sólo que infinitamente por encima de ellos en todo aspecto, o tenemos que afirmar que no podemos saber nada de Él. Lo primero es evidentemente falso. Dios no puede ser como los otros entes. Lo segundo también es falso, pues, si no sabemos nada de una cosa, tampoco podemos predicar de ella la existencia. Si decimos que algo es o existe, ya le hemos atribuido una propiedad. Una X vacía no puede ser afirmada como siendo, enseña la lógica.
Las mejores cabezas de la historia de la filosofía europea han luchado constantemente con este dilema. Entre el desvarío del antropomorfismo, que hace de Dios una criatura, y el no menos absurdo desvarío de la absoluta incognoscibilidad de Dios, los más grandes pensadores han buscado siempre una vía media. Un cuadro grandioso de esta lucha se halla, por ejemplo, en el tercer tomo de la Filosofía de JASPERS.
Personalmente, opino que esta vía media no sólo es posible, sino que, por lo menos en esbozo, está ya abierta. Es la solución de la analogía de santo Tomás de Aquino. No puedo discutirla aquí despacio; sólo quisiera notar que, gracias a las conquistas de la lógica matemática, estamos hoy en condiciones de formularla y entenderla mejor que nunca.
Tal es la primera gran dificultad. La otra la hallamos en la relación de Dios con el mundo. Si Dios es infinito, parece de pronto que no puede haber nada fuera de Él. De lo que se sigue el llamado monismo o, de atribuir a Dios una conciencia, el panteísmo. En este caso, el mundo sería Dios o una parte o manifestación de Dios. Pero entonces habría que decir que precisamente la razón de lo no necesario tiene partes, se hace, consta de elementos finitos, y así sucesivamente, en pura sucesión de disparates. Cuestión semejante es la de la relación de Dios con el mundo en el orden dinámico. El hacerse, el fieri es efectivamente un ente; luego, a la postre, tiene que estar no sólo fundado, sino también determinado por Dios. Referido a la voluntad moral, esto parece significar que todo lo que hacemos y queremos está de antemano determinado por Dios. Luego, no existe la libertad de la voluntad.
La solución, en ambas cuestiones, acaso se halle pensando en la otreidad de Dios y de su acción. Dios no es un ente más junto a las otras cosas del mundo. No es, como dijo un escritor superficial, el segundo caballo que tira del carro juntamente con el hombre. Tanto su ser como su obrar no se sitúan junto, sino por encima de lo creado. Es otro ser y otro obrar. Y nos queda aún la cuestión religiosa. El Dios de los filósofos —lo infinito, lo necesario, el ente que funda todo ente— ¿puede ser el mismo Dios que el Padre y Redentor amoroso de los cristianos, con el que creen hablar en la oración? El Dios de la religión se distingue de la razón universal de los metafísicos en un rasgo decisivo: Él es lo santo. Qué es lo santo, no lo puede decir nadie exactamente, como tampoco puede nadie decir qué es propiamente un color o un dolor. Pero lo santo es dado en la conciencia humana, en la experiencia del orante. Está claro ante los ojos de nuestro espíritu. ¿Coincide esto santo con la infinitud de la razón universal? ¿Hay en absoluto un puente entre lo que podemos alcanzar por la razón en la filosofía y el objeto de la adoración y la esperanza, el principio del amor que la religión predica?
Las opiniones de los filósofos están también divididas a este respecto. Ningún pensador serio niega hoy que lo santo sea un dato primigenio, en el sentido de ser irreductible a ninguna otra cosa. Se trata aquí de valores y actitudes de todo punto particulares. Pero la mayoría de los pensadores de hoy opinan que este terreno no tiene nada que ver con la metafísica. No se da un puente entre la fe y el pensamiento respecto a Dios. El Dios de la metafísica sería otra cosa que el Dios santo de la religión.
Pero hay también otros filósofos que no van tan lejos. Cierto que la religión dice acerca de Dios más que la filosofía, pero de ahí no se sigue que el objeto de la teoría filosófica de Dios esté en contradicción en punto alguno con el Dios de la religión. Ese punto no puede de hecho señalarse. Todo lo que filosóficamente podamos decir de Dios lo aceptará también el hombre religioso. Sólo que éste sabe de Dios mucho más que el más grande metafísico. El contraste no radica en el objeto, sino en la actitud. El filósofo mira a Dios como explicación racional del mundo. Necesita a Dios no para adorarle, sino para salvar su razón. La hipótesis de Dios no es otra cosa que una confesión sin reservas de la explicabilidad del ser, y, si aquí es lícito hablar de una fe, la única que se presupone es la fe en la razón. Aquí no cabe hablar de un amor a Dios, y si Espinosa hablaba de un amor racional a Dios, sólo quería decir el conocimiento.
Sin embargo, esta actitud conduce al filósofo, como en la cuestión en torno al hombre, a un límite más allá del cual sólo ve oscuridad. Su Dios es tan indeterminado, tan vago, tan cargado de problemas, que el filósofo mismo, como lo hizo una vez Platón, se plantea la cuestión de si no habrá un más allá de la filosofía. Y entonces, si es creyente, de la religión puede recibir la respuesta a muchas de sus torturantes preguntas. La religión no rechazará su concepto de Dios. Sólo lo hará más pleno y vivo.
Pero la filosofía sólo puede llevar al pensador a este límite, que no puede pasar con sus propias fuerzas, a condición de que permanezca fiel a sí misma. En esta cuestión, como en todas las demás, la filosofía sólo desarrolla su terrible fuerza formadora de la vida si está sostenida por una sincera voluntad de entender y una firme adhesión a la razón. Porque la filosofía no es otra cosa que la razón humana sin otro respecto alguno, sin limitación alguna, dirigida con toda la fuerza de que es capaz a la explicación del universo.
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Autor:
J. M. Bochenski
Enviado por:
Ing. Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"?
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2016.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE, JUAN BOSCH Y ANDRÉS CASTILLO DE LEÓN – POR SIEMPRE"?
[1] Paris 1952 (trad. cast. Cuatro santos, 1952). EI autor escoge para su estudio san Francisco de As?s, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jes?s y san Francisco de Sales (Nota del trad.)
[2] En alem?n dice ?hay o se da nada?. Nuestra lengua, en que ?nada? es originalmente palabra afirmativa, como el rien franc?s o el res catal?n, niega que en el carburador haya ?cosa?. (Nota del traductor)
[3] Leipzig 1845 (trad. cast. El ?nico y su propiedad, Madrid 1901, 2 1937).
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