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LA LEY
Hoy quisiera meditar con ustedes acerca de la ley. Pero no me refiero a las leyes que son votadas por el parlamento y se aplican luego en los tribunales, sino a las leyes en el sentido científico de la palabra; por ejemplo, las leyes físicas, químicas, biológicas y, sobre todo, las de las ciencias puras, como las diversas ramas de la matemática. Ahora bien, todo el mundo sabe que existen esas leyes. También debiera ser cosa clara que tienen una importancia realmente enorme para toda la vida humana. La ciencia efectivamente, establece las leyes y por ellas ha formado la técnica. Las leyes son lo claro, lo cierto, el apoyo último de toda acción racional. Si no conociéramos las leyes matemáticas, seríamos sencillamente bárbaros, seres indefensos, entregados al imperio caprichoso de las fuerzas naturales. No exagero al decir que conocemos pocas cosas que tengan para nosotros tanta importancia vital como las leyes. Tales son entre otras y, acaso, sobre todas las leyes matemáticas, las leyes puras. Pues bien hay hombres que se sirven tranquilamente de un instrumento sin tener la menor idea de su estructura. Conozco locutores de radio que no saben siquiera si su micrófono es un micrófono de cinta o un micrófono de condensador, y conductores de auto que sólo conocen en su coche el lugar donde está el acelerador. Incluso parece que el número de tales hombres que diríamos automáticos, que lo manejan todo y no saben nada, va constantemente en aumento. Es un hecho realmente triste que muy pocos de entre el número inmenso de radioyentes se interesen por esta verdadera maravilla de la técnica que es el receptor. Sin embargo, aun cuando fuera cierto que la mayor parte de nosotros hubiéramos perdido todo interés por los aparatos, yo me permito esperar que no suceda así con las leyes. Porque la ley no es sólo un instrumento o aparato. La ley entra profundamente en nuestra vida es el supuesto de nuestra civilización y, como hemos dicho, el elemento de claridad y racionabilidad en nuestra visión del mundo. Por eso creo yo que hemos también de plantearnos la cuestión de qué es una ley. Basta plantearla y reflexionar un momento sobre ella para damos cuenta de que la ley es algo muy notable y extraño. Acaso lo veamos mejor de la siguiente manera: El mundo que nos rodea consta de muchas y muy diversas cosas; pero todas estas cosas, que los filósofos llaman entes poseen determinadas cualidades comunes. Por «cosa» o «ente» entiendo aquí absolutamente todo lo que en el mundo existe: hombres, animales, montes, piedras y así sucesivamente. Las cualidades comunes de estas cosas son, entre otras, las siguientes: Primeramente, todas las cosas se hallan en algún lugar ahora: por ejemplo, yo me hallo en Friburgo, sentado ante mi mesa de trabajo.
En segundo lugar, las cosas están o suceden en determinado tiempo: para mí, por ejemplo, ahora es martes, 12 de la mañana. En tercer lugar, no conocemos cosa alguna que no haya tenido origen o principio en un punto determinado del tiempo y, en cuanto sabemos, todas las cosas son contingentes o perecederas. Viene un tiempo en que desaparecen. En cuarto lugar, todas están sometidas a cambio: un día el hombre está sano, otro día enfermo; el árbol pequeño se hace grande. En quinto lugar, cada cosa es única e individual. Yo soy yo y no otro. Este monte es precisamente este monte y no otro. Todo lo que hay en el mundo es individual y único. Finalmente — y este punto es muy importante —, todas las cosas que conocemos en el mundo son de tal naturaleza, que podrían ser también de otro modo y dejar de existir. Cierto que muchos hombres se tienen a sí mismos por necesarios, pero se engañan. Podrían muy bien no ser, y, probablemente, sin gran daño para el universo.
Tales son, pues, las notas de todo ente en este mundo: todo está en un espacio y en un tiempo, todo tiene origen, pasa, cambia, es algo individual y no es necesario. Así es el mundo o, por lo menos, así nos parece ser.
Ahora bien, en este cómodo mundo del tiempo y del espacio, compuesto de cosas contingentes e individuales, aparece la ley.
Pero la ley no tiene ninguna de las cualidades de las cosas que acabamos de enumerar, ni una sola.
Porque, en primer lugar, no tiene sentido alguno decir que una ley matemática está en un lugar. Si la ley es cierta, lo es igualmente en todas partes. Cierto que me formo en la cabeza una idea de esa ley; pero es sólo una idea, no se identifica con la idea, sino que está fuera. Y este algo está por encima de todo espacio.
En segundo lugar, está también sobre el tiempo. Es absurdo decir que una ley nació ayer o que ha dejado de existir. Indudablemente, fue conocida en un momento determinado del tiempo, acaso en otro momento se caerá en la cuenta de que es falsa, de que no era tal ley; pero la ley, de suyo, es intemporal.
En tercer lugar, la ley no está sometida a cambio alguno, ni puede tampoco estarlo. Que dos y dos son cuatro es cosa que permanece así eternamente, sin cambio posible — sería absurdo imaginar semejante cambio —. Finalmente — y esto sea acaso lo más notable —, la ley no es un individuo, no es particular, sino general. Se halla acá y allá, y más allá, hasta lo infinito. Hallamos, por ejemplo, que dos y dos son cuatro no sólo sobre la tierra, sino también en la luna, y en casos innumerables hemos hallado siempre exactamente la misma ley; subrayo: exactamente la misma ley.
Con esto está relacionado lo más importante: la ley es necesaria, es decir, no puede ser de otro modo que como se enuncia. Aun cuando se trate de las llamadas leyes de probabilidad, éstas dicen que algo sucede con esta o la otra posibilidad; pero lo necesario es que se dé precisamente con esta y no con otra probabilidad. Se trata realmente de algo muy peculiar que no hallamos en ninguna parte del mundo fuera de las leyes. Porque, como hemos dicho, todo es en el mundo solamente de hecho, y pudiera ser de otro modo. Tales son los hechos; por lo menos, así nos parecen ser. Hay leyes, y las leyes parecen ser tal como acabamos de ver. Pero, como ya hemos recalcado, este hecho es extraño. El mundo, nuestro mundo, con el que tenemos que habémoslas diariamente, es muy distinto de estas leyes. El mundo es bellamente variado y contiene, digamos, distintas especies de objetos; pero todo lo que contiene lleva el cuño, que nos es familiar, de lo temporal y espacial, de lo perecedero, individual y contingente o no necesario. ¿Qué tienen que hacer en el mundo estas leyes fuera del tiempo y del espacio, universales, eternas y necesarias? ¿No tienen cara de espectros? ¿No sería más fácil poderlas explicar de alguna manera y deshacernos de ellas, echarlas del mundo y demostrar a la postre que no son en el fondo de distinta calaña que las cosas ordinarias del universo? Ésta es la primera idea que se nos ocurre una vez que hemos visto con claridad que existen leyes. Y con ello surge el problema filosófico.
¿Por qué nos hallamos aquí ante un problema filosófico? Nos hallamos aquí ante un problema filosófico porque todas las otras ciencias dan por supuesto el hecho de que existen leyes. Las ciencias establecen leyes, las buscan e investigan; pero a ninguna de ellas le interesa lo que es una ley. Y, sin embargo, la cuestión no sólo parece sino importante. Porque, de admitirse la ley, se desliza en nuestro mundo algo así como un transmundo. Ahora bien, lo transmundo, lo ultraterreno es notoriamente desagradable, tiene algo de espectral. Realmente, valdría la pena desentendernos de estas leyes con una buena explicación… De hecho, no faltan tales explicaciones. Cabe, por ejemplo, opinar que las leyes son entes de razón. El mundo sería, por decirlo así, totalmente macizo, material, de suerte que en él no podría en absoluto hallarse una ley. Las leyes serían puras ficciones de nuestro pensamiento. En este supuesto, una ley sólo existiría en el pensamiento del científico — de un matemático o físico, por ejemplo —. Sería una parte de su conciencia.
De hecho, esta solución se ha propuesto frecuentemente. Así, entre otros, por el gran filósofo escocés, David Hume. Según Hume, las leyes reciben su necesidad del hecho de que nos acostumbramos a ellas. Así, por ejemplo, al ver que muy frecuentemente dos y dos dan cuatro, nos acostumbramos a pensar que así es. Luego la costumbre se convierte en una nueva naturaleza y el hombre no puede ya pensar contra su costumbre. De modo parecido explican Hume y sus partidarios las otras supuestas características de las leyes. Al término de su análisis no queda ni una sola de tales características. La ley se revela como algo que se ajusta dócilmente a nuestro buen mundo del tiempo y del espacio, perecedero e individual.
Tal es nuestra primera explicación posible. Tratemos de reflexionar un poco sobre ella: Hay que confesar que tiene algo de simpático y, como si dijéramos, de humano. Esta solución nos permite echar del mundo a las leyes con sus propiedades desagradables de espectros. Y el fundamento parece ser realmente racional. Es, efectivamente, un hecho que nos acostumbramos a las cosas más diversas y nos creamos así una necesidad. Basta pensar en la necesidad que experimenta el fumador de consumir cigarro tras cigarro.
Sin embargo, contra esta solución surgen varios e importantes reparos.
Primeramente, a cualquiera se le alcanza que hay por lo menos un hecho que no se explica así: el hecho de que las leyes rigen realmente en el mundo. Tomemos el ejemplo siguiente: cuando un ingeniero calcula un puente, se funda en multitud de leyes físicas y matemáticas. Si se supone, con Hume, que estas leyes son sólo hábitos del hombre, más concretamente, del ingeniero en cuestión, hay que preguntarse cómo es posible que un puente calculado exactamente según leyes exactas se mantenga en pie, y se hunda otro erróneamente calculado por nuestro ingeniero. ¿Cómo es posible que simples hábitos del hombre sean decisivos para tan grandes masas de hormigón y hierro? La cosa tiene visos de que las leyes sólo secundariamente tienen su asiento en la cabeza del ingeniero. Ante todo, rigen en el mundo para el hierro y el hormigón, con absoluta independencia de que alguien las conozca o las ignore. ¿Por qué razón habrían de tener esa validez, si sólo fueran entes de razón?
Este reparo se podría eludir diciendo que nuestro pensamiento crea al mundo mismo y nosotros le imponemos nuestras propias leyes. Pero esta solución parece monstruosa no sólo a los partidarios de Hume —los positivistas—, sino a la mayor parte de los hombres.
Todavía tendremos ocasión de hablar de esta posibilidad cuando tratemos de la teoría del conocimiento. De momento, contentémonos con afirmar que muy pocos hombres la aceptarían y, consiguientemente, no tenemos por qué tomarla en cuenta.
He ahí, pues, el primer reparo. Pero hay otro. Por el hecho de colocar las leyes en el pensamiento, no quedan aún despachadas. No existirán ya en el mundo, pero siguen rigiendo en nuestra alma. Ahora bien, el alma humana, el pensamiento y, en general, todo lo humano es también parte del mundo y tiene todas las notas de lo cósmico y material.
Aquí topamos por vez primera con esa extraña criatura que somos nosotros: el hombre. No es éste el lugar de meditar sobre el hombre. Una cosa, sin embargo, hay que decir, y yo quisiera decirla con toda la viveza de que soy capaz, pues montañas de prejuicios se oponen en este punto a la recta comprensión de nuestro problema. Lo que quería decir es esto: hallamos en el hombre muchas cosas únicas, señeras que no encontramos en el resto de la naturaleza. Esto señero, único, peculiar del hombre, distinto del resto de la naturaleza, se llama generalmente lo espiritual o el espíritu. Ahora bien, el espíritu es con toda seguridad un interesante fenómeno, objeto del filosofar. Sin embargo, por muy distinto que sea el espíritu de todo lo demás que hay en el mundo, el espíritu y cuanto espíritu encierra sigue siendo de la naturaleza, por lo menos en el sentido de que, como todo lo demás, como esta piedra, como el árbol delante de mi ventana, como mi máquina de escribir, el espíritu es temporal, espacial, mudable, contingente e individual. Un espíritu supratemporal es absurdo Puede ser que haya de durar eternamente; pero, en cuanto lo conocemos, está en su duración, es decir, es cosa temporal.
Es cierto que puede atravesar grandes distancias espaciales; pero todos los espíritus que conocemos están ligados a un cuerpo y, por ende, al espacio. El espíritu, señaladamente, no tiene nada de necesario — pudiera muy bien no existir —, y es absurdo hablar de un espíritu universal. Todo espíritu es siempre el espíritu de un hombre. No puede estar en dos hombres, como un trozo de madera no puede estar, al mismo tiempo, en dos lugares.
Siendo esto así, el problema no está resuelto, sino trasladado: si las leyes están en nuestro espíritu, toda vía queda por explicar lo que son propiamente, pues ciertamente no son una porción de nuestro espíritu. Acaso estén en el espíritu, pero sólo en cuanto son conocidas por él, y, por ende, tienen también que existir de algún modo fuera del espíritu.
En conclusión al colocar la ley en el espíritu, se adelanta muy poco en el esclarecimiento del asunto y se nos crea por lo menos una nueva gran dificultad: ahora hay que explicar por qué una ley que sólo pertenece al espíritu impera tan rigurosamente en el mundo externo.
De ahí que la inmensa mayoría de los filósofos han tomado otro camino. Este camino consiste en esencia en decir sencillamente que las leyes son algo que no depende de nuestro espíritu ni de nuestro pensamiento. Se afirma pues que, de algún modo, existen, son o, si se quiere, rigen fuera de nosotros. Los hombres sólo podemos conocerlas mejor o peor, pero no crearlas, como no podemos crear, por nuestro pensamiento una piedra, un árbol o un animal. Esto supone — siguen diciendo los filósofos — que las leyes constituyen una segunda especie del ente, de lo que es enteramente otra.
Así pues, según este modo de ver, en la realidad si se lo quiere llamar así—, junto a las cosas, junto lo real, hay algo más, las leyes justamente. Su modo de ser se llama lo ideal. Se dice que las leyes pertenecen al ser ideal. Dicho de otro modo, hay dos especies de ser o ente: lo real y lo ideal.
No dejará de ser interesante afirmar que las dos interpretaciones de la ley: la positivista y la idealista, en el sentido amplio de la palabra, tienen muy poco que ver con la pugna de las grandes ideologías (en el sentido de concepción del mundo). Así, por ejemplo, el cristiano no está en modo alguno obligado, en virtud de su fe, a profesar esta especie de idealismo. El cristiano cree que existen Dios y el alma inmortal; pero su fe no le obliga a creer en lo ideal. Por otra parte, afirman justamente los comunistas que todo es material; pero admiten a la vez que existen leyes eternas y necesarias no sólo en el pensamiento, sino en el mundo mismo. Son pues, en cierto sentido, mucho más idealistas que los cristianos. La pugna no es ideológica, sino que pertenece plenamente a la filosofía.
Volviendo a nuestro problema, hay que decir que los que reconocen el ser especial de la ley, es decir, el ente ideal, se dividen en distintas escuelas según la manera de concebir ese ideal. La cosa es comprensible apenas nos planteamos la cuestión de qué ha de en tenderse por la existencia del ente ideal, cómo ha de pensarse. Grosso modo, tres son las respuestas que se dan:
La primera dice: lo ideal existe independientemente de lo real, como si dijéramos, en sí mismo, y forma un mundo especial antes y por encima del mundo material. En este mundo no existe, claro está, espacio ni tiempo, no hay cambio ni mera facticidad. Todo es allí puro, eterno, inmutable y necesario. Esta teoría se atribuye frecuentemente a Platón, creador de nuestra filosofía europea. Él fue el primero en plantear el problema de la ley y lo resolvió en el sentido dicho.
La segunda solución dice: lo ideal existe ciertamente, pero no separado de lo real: existe sólo en lo real. Si bien se mira, sólo hay en el mundo determinadas estructuras o construcciones de las cosas que se repiten — lo que llamamos seres—, las cuales son de tal naturaleza, que el espíritu humano puede deducir o abstraer de ellas las leyes. Las fórmulas de las leyes sólo se dan en nuestro espíritu, pero poseen un fundamento en las cosas, y por ello rigen en el mundo. Tal es, en esbozo, la solución de Aristóteles, el gran discípulo de Platón y fundador de la mayor parte de las ciencias.
Hay, finalmente, una tercera solución, que ya he tocado en la discusión con el positivismo. No niega que las leyes sean ideales, pero opina que lo ideal sólo se da en el pensamiento. El hecho de que las leyes rijan en el mundo procede de que la estructura de las cosas se origina por una proyección de las leyes del pensamiento. Tal es, también en esbozo, la doctrina del gran filósofo alemán Immanuel Kant.
No es exagerado decir que entre nosotros, en Europa, casi todo filósofo importante ha profesado una de estas soluciones, y hasta puede afirmarse que nuestra filosofía ha consistido y consiste aún, en gran parte, en meditaciones sobre ese problema. Hace unos años (en 1955), en la conocida universidad norteamericana de Notre Dame, cerca de Chicago, pude asistir a una discusión en que tomaron parte más de ciento cincuenta filósofos y lógicos. Por cada tres oradores había un matemático lógico, y todo lo que se dijo tomó una forma logicomatemática altamente científica. La discusión duró dos días y tres noches casi sin interrupción. Y trataba exactamente de nuestro problema. El profesor Alonzo Church, de la universidad de Princeton, uno de los más importantes lógico-matemáticos del mundo, defendió la doctrina platónica tal como el viejo maestro la expuso un día en su academia ateniense. Y tengo que confesar que con gran éxito. Es un problema eterno de la filosofía, y para nosotros, los modernos, que tantas leyes conocemos y para quienes tanta importancia han adquirido, acaso más acuciante que para ninguna otra época.
LA FILOSOFIA
La filosofía es un asunto que no atañe sólo al profesor de ella. Por muy raro que parezca, probablemente no hay hombre que no filosofe. O, por lo menos, todo hombre tiene momentos en su vida en que se convierte en filósofo. La cosa es cierta sobre todo de nuestros científicos, historiadores y artistas. Tarde o temprano, todos suelen meterse en harina filosófica. Realmente, no digo que con ello se le haga un eminente servicio a la humanidad. Los libros de los legos filosofantes — físicos, poetas o políticos, por otra parte, famosos — son de ordinario malos y frecuentemente sólo contienen una filosofía ingenuamente infantil y generalmente falsa. Pero esto es aquí accesorio. Lo importante es que todos filosofamos y, a lo que parece, no tenemos otro remedio que filosofar.
De ahí, para todos, la importancia de la cuestión: ¿Qué es propiamente la filosofía? Lastimosamente, ésta es una de las cuestiones filosóficas más difíciles. Pocas palabras conozco que tengan tantas significaciones como la palabra «filosofía». Hace justamente unas semanas asistí, en Francia, a un coloquio de pensadores europeos y americanos de primera fila. Todos hablaban de filosofía y por filosofía entendían cosas absolutamente distintas. Examinemos más despacio las varias significaciones y tratemos luego de hallar un camino para la inteligencia en este hormigueo de opiniones y definiciones.
Hay, primeramente, una opinión según la cual la filosofía sería un concepto colectivo para todo aquello que no puede aún ser tratado científicamente. Tal es, por ejemplo la opinión de Lord Bertrand Russell y de muchos filósofos positivistas. Los partidarios de esta opinión nos llaman la atención sobre el hecho de que, en Aristóteles, filosofía y ciencia significaban lo mismo, y que posteriormente las ciencias particulares se fueron desprendiendo de la filosofía: primero la medicina, luego, la misma lógica formal, que, como es sabido, se enseña hoy generalmente en las facultades matemáticas. En otras palabras: no habría absolutamente una filosofía, en el sentido, por ejemplo, en que hay una matemática, con objeto propio Tal objeto de la filosofía no existe. Así se designarían únicamente determinadas tentativas de resolver o aclarar diversos problemas aún inmaturos.
Es, ciertamente, un punto de vista interesante y, de pronto, los argumentos aducidos parecen convincentes. Mas, si se mira la cosa un poco más de cerca, surgen dudas muy graves. En primer lugar, si fuera como estos filósofos dicen, actualmente tendría que haber menos filósofos que hace mil años. Y no es así. Hoy no hay menos filosofía, sino mucho más que antes. Y esto no sólo por lo que se refiere al número de los que la cultivan — se calcula actualmente en unos diez mil —, sino a la cantidad de problemas tratados. Si se compara con la nuestra la filosofía de los griegos, se ve que en el siglo XX después de Cristo nos planteamos muchos más problemas que los que conocieron los fundadores de la filosofía.
En segundo lugar, es cierto que en el curso del tiempo se han desprendido de la filosofía diversas disciplinas. Pero lo chocante es que, al independizarse una ciencia especial, casi simultáneamente ha surgido siempre una disciplina filosófica paralela. Así, en los últimos años, al separarse de la filosofía la lógica formal, surgió inmediatamente una filosofía de la lógica, muy difundida y calurosamente discutida. En Estados Unidos de Norteamérica se escribe y discute sobre ella acaso más que sobre cuestiones lógicas puras, a pesar de que este país va a la cabeza de la lógica, o precisamente por ello. Los hechos demuestran que la filosofía, lejos de morir por el desenvolvimiento de las ciencias, se vigoriza y enriquece más.
Y, finalmente, una pregunta maliciosa a los que opinan que no hay filosofía: ¿en nombre de qué disciplina o de qué ciencia se sienta esa afirmación? Ya Aristóteles argüía a los negadores de la filosofía: O hay que filosofar o no hay que filosofar. Si no hay que filosofar será en nombre de la filosofía. Luego, si no hay que filosofar, hay que filosofar. Y lo mismo puede argüirse hoy. Nada hay tan divertido como el espectáculo de los supuestos enemigos de la filosofía aduciendo grandes argumentos filosóficos para demostrar que no existe la filosofía. Difícilmente, pues, puede darse la razón a la primera opinión. La filosofía tiene que ser algo distinto de un recipiente general de problemas inmaturos. Esta función hubo de desempeñar alguna vez, pero ella es más que eso.
La segunda opinión afirma, por el contrario, que la filosofía no desaparecerá jamás aun cuando de ella se desprendan todas las ciencias posibles, pues la filosofía, según esta opinión, no es ciencia. Su objeto —se dice— es lo suprarracional, lo incomprensible, lo que se halla por encima de la razón o, por lo menos, en las fronteras de ella. Tiene, pues, muy poco de común con la razón o con la ciencia. Su dominio está situado fuera de lo racional. Según eso, filosofar no significa investigar con la razón, sino de otro modo, más o menos irracionalmente. He ahí una opinión muy di-fundida hoy en el continente europeo y que está representada, entre otros, por los llamados filósofos existencialistas. Un representante extremo de esta dirección es ciertamente el profesor Jean Wahl, el principal filósofo de París, para quien en el fondo no hay distinción entre filosofía y poesía. Mas también el conocido filósofo existencialista Karl Jaspers está en este aspecto cerca de Jean WahI. En la interpretación de Jeanne Hersch, filósofa de Ginebra, la filosofía es un pensar límite entre ciencia y música. Gabriel Marcel, otro filósofo existencialista, ha hecho imprimir directamente en un libro filosófico una pieza de música original suya. Y nada digamos de las novelas que suelen escribir algunos filósofos actuales.
También esta opinión es una tesis filosófica respetable. La verdad es que en favor suyo pueden aducirse distintos argumentos. En primer lugar, que en las cuestiones límite —y tales son generalmente las cuestiones filosóficas—, el hombre ha de servirse de todas sus fuerzas, incluso, por tanto, del sentimiento, de la voluntad, de la fantasía, como hace el poeta. En segundo lugar, que los datos fundamentales de la filosofía no son siquiera accesibles a la razón. Hay que tratar, por tanto, de comprenderlos, en cuanto cabe, por otros medios. En tercer lugar, que todo lo que toca a la razón pertenece ya a una u otra ciencia. No queda, pues, a la filosofía más que este pensar poético en la frontera o más allá de la frontera de la razón. Y acaso pudiera alegarse aún más por el estilo. Contra esta opinión se defienden numerosos pensadores, entre otros los que son fieles al dicho de Ludwig Wittgenstein: «Sobre lo que no se puede hablar, hay que callarse.» Por hablar entiende aquí Wittgenstein el hablar racional, es decir, el pensamiento. Si algo no puede comprenderse con los medios normales del conocimiento humano, es decir, por la razón, dicen estos impugnadores de la filosofía poética, no puede comprenderse absolutamente. El hombre no tiene más que dos medios o métodos posibles de conocer las cosas: viendo directamente de algún modo, por los sentidos por la inteligencia, el objeto, o deduciéndolo. Ahora bien, en ambos casos se realiza una función cognoscitiva y, esencialmente, un acto de la razón. Del hecho de que se ame o aborrezca, de que se sienta angustia, hastío o asco y cosas por el estilo, acaso, se siga que es uno feliz o infeliz, respectivamente, pero nada más. Así dicen estos filósofos, los cuales, por añadidura — y yo lo lamento —, se ríen en la cara de los representantes de la opinión contraria y los motejan de soñadores, poetas y gentes informales. No puedo entrar aquí a fondo en la discusión de esta cuestión. Más adelante tendremos ocasión de volver sobre ella. Sólo quisiera hacer una observación. Si observamos la historia de la filosofía — desde el viejo Tales de Mileto hasta Merleau-Ponty y Jaspers —, hallamos con reiteración constante que el filósofo ha tratado siempre de esclarecer la realidad. Ahora bien, esclarecer, aclarar o iluminar la realidad no significa otra cosa que interpretar racionalmente el objeto dado. Aun los que más rudamente han luchado contra el empleo de la razón en la filosofía, por ejemplo Bergson, lo han hecho siempre así. El filósofo — así parece al menos — es un hombre que piensa racionalmente y trata de llevar claridad —es decir, orden y, por ende, razón— al mundo y a la vida. Históricamente, es decir, en lo que realmente han hecho los filósofos y no en lo que han dicho acerca de su trabajo, la filosofía ha sido siempre, en su conjunto, una actividad racional y científica, una doctrina o teoría, no una poesía. De cuando en cuanto los filósofos tenían también dotes poéticas. Así un Platón y un san Agustín. Así, si es lícito comparar con los grandes de la historia a un contemporáneo, Jean-Paul Sartre, que ha escrito unas cuantas buenas piezas de teatro. Todo, empero, parece haber sido más bien para ellos un medio de comunicar un pensamiento. En su esencia, como acabamos de decir, la filosofía ha sido siempre una teoría, una conciencia. Mas, si ello es así, nuevamente surge la pregunta: ¿una ciencia de qué? El mundo corpóreo es estudiado por la física, el de la vida por la biología, el de la conciencia por la psicología, la sociedad por la sociología. ¿Qué queda para la filosofía como ciencia? ¿Cuál es su terreno propio? A esta pregunta contestan las diversas escuelas con respuestas muy variadas. Sólo voy a enumerar algunas de las más importantes.
Primera respuesta: la teoría del conocimiento. Las otras ciencias conocen. La filosofía estudia la posibilidad del conocimiento mismo, los presupuestos y límites del conocimiento posible. Así Immanuel Kant y muchos de sus seguidores.
Segunda respuesta: los valores. Toda otra ciencia estudia lo que es. La filosofía investiga lo que debe ser. Esta respuesta la han dado, por ejemplo, los seguidores de la llamada escuela suralemana y muchos filósofos franceses contemporáneos.
Tercera respuesta: el hombre como fundamento y supuesto de todo lo demás. Según los defensores de esta opinión, todo está en la realidad referido de alguna manera al hombre. Las ciencias naturales y hasta las ciencias del espíritu dejan a un lado esta referencia. La filosofía se enfrenta con ella y, consiguientemente, tiene al hombre por su objeto propio. Así muchos filósofos existencialistas.
Cuarta respuesta: el lenguaje. «No existen proposiciones filosóficas, sino sólo aclaración de proposiciones», dice Wittgenstein. La filosofía estudia el lenguaje de las otras ciencias desde el punto de vista de su estructura. Tal es la teoría de Wittgenstein y de la mayor parte de los positivistas lógicos de la actualidad.
Tales son algunas de las varias opiniones por el estilo. Cada una de ellas tiene sus argumentos y es defendida de manera casi convincente. Cada defensor de estas opiniones echa en cara a los partidarios de las otras que no son en absoluto filósofos. No hay más que oír con qué íntima convicción se dictan tales juicios. Los positivistas lógicos, por ejemplo, suelen marcar a fuego a cuantos no están de acuerdo con ellos, como los metafísicos. Y metafísica, según ellos, es lo absurdo en el más estricto sentido de la palabra. Un metafísico emite sonidos, pero no dice nada. Lo mismo los kantianos: para ellos, todo el que no piensa como Kant es un metafísico, si bien esto no significa, según ellos, que digan absurdos, sino que están anticuados y no son filósofos. Y no hablemos, por ser universalmente conocido, del soberano desprecio con que los existencialistas tratan a todos los que no lo son.
Ahora, si he de decir a ustedes mi modesta opinión personal, yo experimento cierto malestar ante esa firme fe en una u otra concepción de la filosofía. Me parece muy razonable que se diga que la filosofía ha de ocuparse en el conocimiento, en los valores, en el hombre, en el lenguaje. Pero ¿por qué sólo en eso? ¿Ha demostrado algún filósofo que no haya más objetos de la filosofía? Al que tal afirme, yo le aconsejaría ante todo, como el «Mefistófeles» de Goethe, un collegium logicum para que aprenda desde luego lo que es propiamente una demostración. Nada semejante se ha demostrado jamás. Y, si damos una mirada en torno al mundo, éste se nos presenta lleno de problemas irresueltos, de importantes problemas irresueltos que pertenecen a todos los terrenos citados, pero no son ni pueden ser tratados por una ciencia especial. Tal es, por ejemplo, el problema de la ley. No es éste, ciertamente, un problema matemático. El matemático puede tranquilamente formular y estudiar sus leyes sin plantearse la cuestión de la ley. Tampoco pertenece a la filología o ciencia del lenguaje, pues no se trata de la lengua, sino de algo que está en el mundo o, por lo menos, en el pensamiento. Por otra parte, la ley matemática no es tampoco un valor, pues no es algo que deba ser, sino algo que es. No entra, por ende, en la teoría de los valores. Si se limita la filosofía a una ciencia especial o alguna de las disciplinas que he enumerado, este problema no puede en absoluto dilucidarse. No hay lugar para él. Y, sin embargo, es un auténtico e importante problema.
Parece, pues, que la filosofía no puede ser identificada con las ciencias especiales ni limitada a un solo terreno. Es en cierto sentido una ciencia universal. Su dominio no se limita, como el de las otras ciencias, a un terreno estrictamente acotado. Mas, si ello es así, puede suceder, y de hecho sucede, que la filosofía trate los mismos objetos en que se ocupan las otras ciencias.
¿En qué se distingue entonces la filosofía respecto de esta otra ciencia? Se distingue —respondemos— tanto por su método como por su punto de vista. Por su método porque al filósofo no se le veda ninguno de los métodos de conocer. Así, no está obligado, como el físico, a reducirlo todo a los fenómenos observados sensiblemente. Es decir, el filósofo no tiene por qué limitarse al método empírico, reductivo. Puede también valerse de la intuición del dato y de otros medios. La filosofía se distingue además de las otras ciencias por su punto de vista. Cuando considera un objeto, lo mira siempre y exclusivamente desde el punto de vista del límite, de los aspectos fundamentales. En este sentido, la filosofía es una ciencia de los fundamentos. Donde las otras ciencias se paran, donde ellas no preguntan y dan mil cosas por supuestas, allí empieza a preguntar el filósofo. Las ciencias conocen; él pregunta qué es conocer. Los otros sientan leyes; él se pregunta qué es la ley. El hombre ordinario habla de sentido Y finalidad. El filósofo estudia qué hay que entender propiamente por sentido y finalidad. Así, la filosofía es también una ciencia radical, pues va a la raíz de manera más profunda que ninguna otra ciencia. Donde las otras se dan por satisfechas, la filosofía sigue preguntando e investigando.
No siempre es fácil decir dónde está el límite entre una ciencia particular y la filosofía. Así el estudio de los fundamentos de la matemática, que tan bellamente había de desarrollarse en el curso de nuestro siglo (s XX), es con toda certeza un estudio filosófico, pero está a la par estrechamente ligado a investigaciones matemáticas. Hay, sin embargo, algunos terrenos en que la frontera aparece clara. Tal es, por una parte, la ontología, disciplina que no trata de esta o la otra cosa, sino de las cosas más generales, como el ente, la esencia y la existencia, la cualidad y otras por el estilo. Por otra parte, a la filosofía pertenece también el estudio de los valores como tales, no como aparecen en la evolución de la sociedad, sino en sí mismos. En estos dos terrenos, la filosofía no confina sencillamente con nada. No hay fuera de ella una ciencia que se ocupe ni pueda ocuparse en estos temas. Y la ontología se da luego por supuesta en las investigaciones sobre otros terrenos, con lo que se da también una distinción respecto a otras ciencias que no quieren saber nada de la ontología.
Así vieron la filosofía la mayor parte de los filósofos de todos los tiempos: como una ciencia. No como poesía, no como música, sino como un estudio serio y sereno. Como una ciencia universal, en el sentido de que no se cierra a ningún campo y emplea todo método que le sea accesible. Como ciencia de los problemas límite y de las cuestiones fundamentales, y, por ello también, como una ciencia radical que no se da por satisfecha con los supuestos de las otras ciencias, sino que quiere investigar hasta la raíz.
Hay que decir también que es una ciencia extremadamente difícil. Donde casi todo se pone siempre en tela de juicio, donde no rige ningún supuesto ni método tradicional, donde hay que tener siempre ante los ojos los complejísimos problemas de la ontología, el trabajo no puede ser fácil. No es de maravillar que las opiniones difieran tanto en filosofía. Un gran pensador y no un escéptico — al contrario, uno de los más grandes sistemáticos de la historia —, santo Tomás de Aquino, dice alguna vez que sólo muy pocos hombres, tras largo tiempo y no sin mezcla de errores, son capaces de resolver las cuestiones fundamentales de la filosofía.
Pero el hombre está, quiera o no quiera, destinado a la filosofía. Aún tengo que decirles, para terminar, otra cosa: a pesar de su enorme dificultad, la filosofía es una de las bellas y nobles cosas que pueda haber en la vida. El que una vez haya entrado en contacto con un auténtico filósofo, se sentirá siempre atraído por él.
A fines del siglo y antes de Cristo vivió en Sicilia un filósofo griego llamado Gorgias de Leontino. De él se dice que sentó y defendió hábilmente las tres tesis siguientes: 1ª. Nada existe. 2ª. Si existe algo, no lo podemos conocer. 3ª. Supuesto que existiera algo y pudiéramos conocer, no lo podríamos comunicar a los otros. No es del todo seguro que Gorgias mismo tomara en serio estas afirmaciones. Hay eruditos que dicen tratarse sólo de una broma. Lo cierto es que de él se nos han transmitido estas tesis, y desde entonces, es decir, desde hace veinticuatro siglos, se nos ponen delante como una invitación a la reflexión. Personalmente, opino que hay que tomar en serio esta invitación, por muy monstruosas o raras que tales tesis nos parezcan. Yo iría aún más lejos. Yo diría que apenas habrá un hombre que, por lo menos en algún momento de su vida, no se haya planteado esas tres mismas cuestiones. Si ustedes no lo han hecho todavía, es verosímil que lo hagan cualquier día. Así, con toda certeza, las tesis gorgianas son tesis importantes. Realmente, pudiera pensarse que tales dudas escépticas son puro juego sin importancia real para la vida. Pero no es así. Porque, para quien aceptara estas tesis, desaparecería toda la seriedad de la vida. Todo sería para él fantasmagoría y engaño. Con ello desaparecería también toda diferencia entre lo verdadero y lo falso, entre lo recto y lo torcido, entre el bien y el mal. Se trata de un asunto serio. A ello se añade que no faltan en modo alguno razones que abogan por Gorgias y contra nuestra ordinaria certeza de que existen las cosas y son conocibles. Bien estará, pues, que nos planteemos esas cuestiones con claridad y tratemos de resolverlas. Hoy invito a ustedes a una meditación sobre ellas. Dos mil años después de Gorgias, otro filósofo, el francés René Descartes, hizo por su cuenta una meditación pareja. Acaso lo mejor sea seguirle, por lo menos en la exposición de las razones para dudar. Notamos, pues, siguiendo a Descartes, que nuestros sentidos nos engañan con harta frecuencia. Una torre rectangular se nos presenta, de lejos, como redonda. A veces creemos ver u oír algo que realmente no existe. A un enfermo le saben a veces amargos los alimentos dulces. Todo esto son hechos notorios. A esto se añaden los sueños, y con frecuencia, durante ellos, creemos estar ciertos de que el sueño es realidad. Ahora bien, ¿cómo saber que en este momento no estamos también soñando? En este momento creo yo que esta mesa y este micrófono y estas claras lámparas en torno mío son reales. Pero ¿y si fueran un sueño? Alguno pudiera objetar que por lo menos está cierto de que tiene pies y manos. Sin embargo, tampoco esto es tan cierto como parece. Efectivamente, personas que han perdido un pie o una mano cuentan que, mucho tiempo después de la amputación, sienten aún vivos dolores en el miembro que ya no poseen. Y la ciencia moderna nos ofrece muchos otros ejemplos por el estilo. Así, sabemos por la psicología que con un golpe en el ojo del paciente se le hace ver una luz que no existe. Parece, pues, seguirse que todo lo que nos rodea, incluso nuestro propio cuerpo, puede ser una ilusión o un sueño.
Replican algunos que, por lo menos, las verdades matemáticas pueden ser conocidas con certeza. Los sentidos, dicen, pueden engañarnos, pero la razón puede conocer con certeza sus objetos. Pero también esto puede ser fácilmente refutado. También en las matemáticas se dan errores. Todos nos equivocamos de cuando en cuando en nuestros cálculos, y lo mismo aconteció a los más grandes matemáticos. Y también sucede que calculamos en el sueño y calculamos mal sin notarlo. Síguese, por tanto, que la razón podría engañarnos lo mismo que los sentidos. ¿No hay, consiguientemente, nada cierto, que no pueda ya ponerse en duda? Descartes creyó haber hallado algo semejante en su propio yo. Si me engaño, dice Descartes, tengo también que existir, pues para pensar —dudar o engañarse es, efectivamente, pensar— tengo que existir. De ahí su famoso principio: Cogito, ergo sum (Pienso, luego existo), por medio de una acrobacia bastante complicada de este sum intenta demostrar que también son o existen las otras cosas.
La mayoría de los filósofos que han estudiado a fondo los razonamientos de Descartes no están de acuerdo sobre esta parte de su sistema. Dicen, a mi parecer con razón, que Descartes ha confundido dos cosas totalmente distintas: el fondo o contenido del pensamiento y el pensante mismo. Todos creemos indudablemente que, para que haya un pensamiento, ha de haber un pensante. Pero si se duda de todo, aun de las verdades matemáticas, también esta verdad se hace problemática. Desde el punto de vista cartesiano, no tenemos derecho a afirmarla. El cogito, en ese caso, sólo prueba una cosa: que se da o hay un pensamiento — y aquí darse o haber significa simplemente que se tienen delante estos o los otros objetos —. La conclusión de la existencia del sujeto pensante no está en absoluto justificada. No habría que decir, nota maliciosamente un filósofo posterior: «Pienso, luego soy», sino: «Pienso, luego no soy». Síguese, pues, que no hay absolutamente razón alguna para admitir la existencia cierta de cosa alguna. Pudiera muy bien ser, como decía Gorgias, que no existiera nada y que no pudiéramos conocer nada. Todo sería entonces puro antojo, una historia, hablando con Dostoyevsky, contada por un idiota.
Ahora bien, me doy perfectamente cuenta de que esta historia de un idiota resulta antipática a la mayor parte de nosotros. Pero no se trata de simpatías o antipatías. A pesar de todo lo que han contado ciertos filósofos poetas, ni el más grande amor puede crear su propio Objeto. Si existe algo o no, es cosa que no puede decidirse por nuestros deseos. Hay que intentar saber. Tenemos que atacar el problema racionalmente.
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