Elucidaciones en torno a una definición del Estado de Naturaleza en Hobbes
Enviado por Claudio E. Benzecry
- 1. Elucidaciones en torno al estado de naturaleza
- 2. Técnica, Estado y Geometría
- A modo de tímida conclusión
- Notas
A manera de gentil introducción
'El lenguaje está hecho de un sistema de notas (…) son las notas que una convención o una violencia han impuesto a la colectividad…' Thomas Hobbes, Lógica.
Ya desde las primeras páginas de su trabajo sobre Jean Jacques Rousseau, Jean Starobinski[1] esboza lo que en el resto del texto irá constituyéndose en el argumento central de su apreciación de la obra del filósofo ginebrino: que el 'drama' al que Rousseau se enfrenta es que el ser y el parecer constituyen dos cosas distintas. Que su época presencia el derrumbe de la transparencia recíproca de las conciencias, de la comunicación total y confiada –aún más– que significa la pérdida del paraíso. Paraíso, por cierto, que merece ser recobrado, al que vale la pena retornar; proposición tras la que se encamina –entera– la obra del autor, ya sea desde la reforma moral personal, desde la educación del individuo (Emilio), o desde la formación política de la colectividad (El Contrato Social) y la constitución de instituciones políticas ideales.
Este paraíso originario es por momentos una dimensión del propio yo, por momentos una ficción, y por momentos –lo que nos interesa para nuestro trabajo– un instante preciso del devenir histórico: 'el estado de naturaleza'. La caída –imagen bíblica ligada al pecado– la máscara, es la fantasmagoría a la que apela Rousseau para describir la irrefrenable distancia que desequilibra el ajuste entre el ser y el parecer, el velo que se ha colado en las conciencias, la corrupción que se manifiesta en forma de espectáculo y que no solo pervierte la naturaleza del hombre, sino que lo vuelve irreconocible. Esta distancia es el triunfo de lo artificial (cultural) que se opone a la naturaleza, el avance de un lenguaje que separa signo de referente, que establece un espacio para la opacidad que 'refracta' la natural transparencia que liga a la cosa con su representación.
Entonces, existe una tensa relación en la epistemología roussoniana entre la naturaleza y la cultura, entre el estado primigenio, originario de la felicidad, y la imperdonable sombra que interpone en la representación el lenguaje moderno. Pues bien –responder esta pregunta es el objetivo del presente trabajo–, ¿de qué manera se establece esta relación en el Leviathan de Thomas Hobbes?, o –mejor dicho– ¿cuánto de 'natural' hay en el estado de naturaleza hobbesiano?, ¿cuánto de cultural existe en este estado al que suponemos pre–cultural?
A la respuesta a esta inquisición precisa podemos agregar dos objetivos que obligatoriamente se desencadenan en el proceso que conlleva responder la misma: 1) que la tensión al interior de las definiciones de naturaleza, estado de naturaleza, leyes naturales y Leviathan es la tensión entre un mundo inmanente y uno abierto a la trascendencia que recorre toda la obra mencionada; 2) que la lectura del problema de la definición del Estado de Naturaleza desde una perspectiva que lo acerca al problema del surgimiento del lenguaje moderno y al análisis de los vínculos socioculturales de los usos del mismo permite privilegiar la lectura decisionista de la constitución del Leviathan.
1. Elucidaciones en torno al estado de naturaleza.
'Todo se desmorona, toda coherencia ha desaparecido: toda distribución equitativa, toda relación: príncipe, padre, hijo son cosas olvidadas' John Donne
El 'estado de naturaleza' hobbesiano –sabemos– es aquel previo a la llegada de la ley, al pacto. Una condición persistentemente ligada al estado de guerra –con el que comúnmente se lo equipara–, en el que existe una desconfianza permanente de cada uno para con los otros, en el que se hace imposible el comercio, las artes, la prosperidad. Según la pluma del mismo Hobbes: '…una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en el que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente(…) así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario…' (Leviathan, p. 102).
Es precisamente en este desplazamiento entre el acto (cuasi natural–animal, en el que no media razonamiento alguno) y la voluntad, el cálculo, que supone la idea de disposición manifiesta donde queremos comenzar nuestro primer acercamiento al problema planteado. Siguiendo a Foucault (1993) queremos afirmar que el estado de guerra no nos enfrenta a una relación directa de fuerzas, sino a la representación del estado de las fuerzas de los otros, a un "teatro de la guerra" donde no se entrecruzan armas, ni bestias salvajes primitivas, sino que se produce el encuentro de las representaciones calculadas de los unos acerca de las fuerzas de lo otros, donde se "juega" con la posibilidad de hacer la guerra, donde existen una serie de tácticas de intimidación entreveradas. Parafraseando a Baudrillard –dice Rinesi (1993)– Foucault parece afirmar que la "guerra no ha tenido lugar". En esta guerra no hay batallas, ni sangre ni cadáveres sólo representaciones, manifestaciones enfáticas, signos mendaces, equívocos, astucias; diplomacia y cálculo infinito.
El estado de guerra, entonces, no es un estado donde bestias feroces y salvajes se devoren entre sí –la acepción literal de "el hombre es el lobo del hombre"–, sino aquel en el que existe la voluntad permanente de enfrentarse en una especie de diplomacia infinita entre rivales que se encuentran naturalmente en el mismo nivel y que por consiguiente están condenados a enfrentarse hasta que alguien o algo –nosotros sabemos que es el Leviathan– permita fijar las diferencias. Es en la ausencia de diferencias en el mundo –Hobbes afirma a los hombres iguales por naturaleza– donde encontramos la respuesta a los por que de la persistencia de esta guerra primitiva. Es precisamente a este espacio en el que se manifiestan diferencias serpenteantes, engañosas, inestables, donde no existe una instancia única autorizada de juicio acerca de las definiciones, donde coexiste una maraña desordenada de representaciones, donde no existe orden, ni distinción, al que queremos acercarnos.
Atopía llama Foucault (1968) a esta condición, afasia, agrega luego. El lenguaje, en el "estado de naturaleza", ha perdido lo "común" del lugar (topoi) y del nombre. Es imposible distinguir –como repite Hobbes en más de un pasaje– lo tuyo de lo mío, lo bueno de lo malo, lo honorable de aquello que no merece tan alto reconocimiento. Las múltiples definiciones, interpretaciones, significaciones que conviven, luchan, se entrelazan, se desplazan, llevan a afirmar a Wolin (1973) que el estado de naturaleza simboliza no solo el extremo desorden de las relaciones humanas, sino también –mejor dicho, principalmente– la condición confusa de la anarquía de los significados. Siguiendo el razonamiento de este autor: en esta situación (de estado de naturaleza –no de naturaleza–) cada hombre podía utilizar libremente su razón para procurar sus propios fines; cada uno era juez último de aquello que constituía la racionalidad. De esta manera lo que el estado de naturaleza nombra es una condición en la que los derechos no podían ser precisados para todos por igual, porque los derechos –su definición– no encerraban el mismo sentido para cada uno de los individuos. No existen definiciones, ni significados en común, cada oración, cada enunciado puede ser materia de disputa, de modo tal que nos encontramos ante un cortocircuito que impide la comunicación –transparente la llamamos cuando hablamos de Rousseau– y la formulación de expectativas compartidas. Es precisamente, en esta breve disertación, donde notamos que hemos empezado a correr el eje de las relaciones humanas pre–Leviathan de una natural transparencia a la opacidad de las múltiples posibilidades de representación, al lenguaje, a la cultura.
Es en el desarrollo epistemológico de Hobbes, en su crítica al animismo, donde podemos encontrar argumentos que nos sirvan de aliados a la hora de intentar afirmar esta hipótesis de lectura. La eliminación del concepto alma como causa suficiente para la explicación del movimiento, su posterior reemplazo por las ideas mecanicistas llevan a Hobbes a desligar la percepción de la idea de una realidad única que se depositaba sobre el mundo para afirmar que tanto el entendimiento como la percepción sensible son producto de un cambio de un sujeto percipiente. Todo cambio es movimiento de las partes internas, y éstas constituyen los órganos de los sentidos. Incluso, recuerda Tonnies (1988:179), Hobbes considera la memoria y el juicio como inherentes a la percepción, explicándolos por movimientos que perduran en el órgano. También las pasiones son consideradas como previas a la experiencia.
Resumiendo la teoría subjetiva de las cualidades sensibles podemos decir (:222): que existen sensaciones sin presencia del objeto; que nunca creemos en la realidad objetiva de los colores, las imágenes, reflejados; que desde los astros se puede comunicar un movimiento al ojo y al nervio óptico, lo mismo que desde un foco terrestre. Es decir: aunque las cosas (imágenes, sonido) existen en el mundo exterior, y son los movimientos causantes de las sensaciones, la percepción de cada una de ellas es individual fruto de los movimientos en los órganos sensibles del sujeto percipiente. Esta afirmación nos conduce, nuevamente, hacia el problema del lenguaje. De la misma manera que la percepción es individual, y depende de los esquemas perceptivos particulares: ¿qué es lo que garantiza que llamemos a cada cosa por un (su) nombre propio? No es la naturaleza, ya que Hobbes (Tonnies, 1988: 228) afirma que es realmente infantil la opinión de aquellos que piensan que las cosas recibieron nombres apropiados a su naturaleza. De hecho se pregunta: ¿cómo es que hay –entonces– distintos lenguajes?, ¿Y qué hay de común entre un objeto y un sonido?
Recapitulando, al acercarnos a este espacio que Hobbes llama estado de naturaleza podemos constatar que lo que éste viene a inaugurar es la separación irreparable entre las palabras y las cosas. Si antes del siglo XVI el mundo era un lugar que no sólo se leía sino que "hablaba" a través de los signos, donde –como dice Borges– Thor no era el dios del trueno; era el trueno y el Dios; donde el lenguaje era una piedra blanca en un arroyuelo, casi transparente, translúcida, instalada en el mundo, de donde los hombre bebían las palabras; donde se encontraba presente (no como la utopía de una lengua primigenia, sino como la realidad del mundo presente) la idea de una lengua prístina, casi divina, a partir del siglo xvii –así lo describe Foucault (1968)– la sociedad europea comienza a desprenderse de esta visión, a presenciar la irrefrenable escisión entre mundo y lenguaje.
Hemos nombrado a Michel Foucault y hamos hablado de las palabras y las cosas, es momento, entonces, de referirnos a las conclusiones que sobre la episteme del siglo xvi, saca el filósofo francés, desde su arqueología de las ciencias humanas[2]: 1) el lenguaje real no era un conjunto de signos independientes, uniforme y liso en el que las cosas vendrían a reflejarse como un espejo a fin de enunciar, una a una, su verdad singular; 2) se mezcla aquí y allá con las figuras del mundo y se enreda con ellas; 3) el lenguaje no es un sistema arbitrario; está depositado en el mundo, y forma, a la vez, parte de él, porque las mismas cosas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar; 4) el contenido del lenguaje no es representativo, las palabras agrupan sílabas y éstas letras porque hay depositadas en ellas virtudes que las agrupan o las separan.
Este universo, más que universo de la re–presentación es el universo de la presentación, donde mundo y lenguaje se anudan en las figuras de la semejanza: conveniencia, emulación, analogía y simpatía. Estas figuras nos dicen como el mundo se repliega sobre si mismo, para luego duplicarse, reflejarse o encadenarse, para que las cosas puedan asemejarse. Estas figuras pueden "leerse" en sus signos exteriores, como un filólogo descifra en la Biblia la palabra de Dios. Este mundo de lo similar solo puede comprenderse a condición de que se lo piense como un mundo marcado, donde existe la signatura para que pueda conocerse la semejanza. Al igual que Dios ha dejado su palabra en la escritura, también ha dejado en la tierra signos para que podamos descifrarlo. Foucault (1968:35) cita a Paracelso: "…No es la voluntad de Dios que permanezca oculto lo que El ha creado para beneficio del hombre y le ha dado(…)Y aún si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos exteriores y visibles por marcas especiales– del mismo modo que un hombre que ha enterrado un tesoro señala el lugar a fin de poder volver a encontrarlo…". El siglo XVII representa el fin de esta época en la que el mundo era un medio auxiliar del conocimiento de Dios[3] para transformarse, él mismo, en objeto de conocimiento. Representa –como dice Wolin (1973: 259)– la desaparición de la comunidad como una unidad natural. Ahora bien –nos preguntamos–: ¿por qué desaparece esta concepción en el siglo xvii inglés?, ¿metáfora de qué circunstancias históricas es el "estado de naturaleza"?
Para responder apropiadamente esta pregunta recurriremos al sociólogo Zygmunt Bauman que en su opus Legislators and interpreters desliza la siguiente hipótesis: Hobbes era víctima de una "ilusión óptica"; lo que él tomaba como los restos per–vivientes del estado de naturaleza, eran los "artefactos" frutos de la descomposición de un sistema de control social estricto. De cualquier manera los preocupantes "cuerpos extraños" que contaminaban su mundo de vida eran los indicadores del futuro por venir: las mínimas muestras del futuro "estado normal", una sociedad compuesta de individuos libres para moverse, orientados a la ganancia, carentes de lazos hacia la, entonces en bancarrota, supervisión comunitaria. Lo más significativo de esta crisis –continúa el autor– es que la retirada comunitaria reveló la esencial fragilidad de los principios en los que estaba basado el intercambio humano. La misma existencia de estos principios fue un descubrimiento formidable, para una sociedad –como veremos luego– se reproducía "sin diseño consciente". Es en este momento, en el que los principios se rompen demasiado a menudo como para servir de fundamento del orden social, que los mismos se vuelven visibles.
En la sociedad inglesa de los siglos xvi y xvii encontramos dos disputas específicas en la que descubrimos contendientes que proponen distintos principios de organización de la vida: uno en el campo religioso; el otro, en la disputa entre sajones y normandos, que se manifiesta tanto en la coexistencia ambos imaginarios como en la yuxtaposición de dos derechos distintos.
La convivencia de distintas sectas, el vívido enfrentamiento de las distintas teorías y doctrinas religiosas, el desencadenamiento de guerras religiosas a ambos lados del Canal de la Mancha –basta recordar la matanza de San Bartolomé en 1593– por un lado; el surgimiento de distintos grupos: Brownistas, Seekers, Bautistas y Separatistas, todas sectas que consideraban a la iglesia no una unidad natural, sino una asociación voluntaria, por el otro, hicieron explotar el significante "cristianismo" en una miríada de significados en disputa, de manera tal que ayudaron a poner sobre el tapete la artificiosidad que subyacía detrás de la organización social comunitaria. Asimismo la continuidad de las luchas que, tanto en el plano material como simbólico, sostenían desde 1066 –fecha de la llegada de Guillermo El Conquistador– normandos y sajones contribuían a presentar disposiciones antagónicas a la hora de constituir un orden social.
Estas disputas se manifiestan de distinta manera hasta llegar a ser el "ruido de fondo" en las luchas civiles que concluyen en la anarquía (an –arje, ausencia de principio) de la sociedad inglesa del 1600. Primero –dice Foucault (1993: 86)– esta disputa se manifestaba en los rituales de poder: hasta Enrique VII (comienzos del s. xvi) el rey basaba su derecho de sucesión en el derecho de conquista de los normandos sobre los sajones. En segundo lugar, se revelaba en las prácticas del derecho, cuyos actos y procedimientos se realizaban en francés. Formulado en una lengua extraña y extranjera, el derecho –concluye Foucault– era, para el pueblo sajón, el signo de otra nación. En tercer lugar, la coexistencia se hacía presente en la superposición y contradicción de narraciones que tomaban la forma de leyendas, que eran partes de series claramente diferenciadas. Por un lado tenemos los relatos populares sajones que funcionaban como la memoria mítica de un tiempo mejor (el retorno del rey Harold), sublevaciones y héroes populares (Robin Hood), así como la santificación de los reyes de su pasado. Por el otro la saga artúrica, que pertenece a una serie más amplia de leyendas de corte aristocrático y monárquico, y que se constituye a partir de la apropiación selectiva de la tradición celta que pre–existía, incluso, a los sajones. Estas leyendas favorecían a los normandos por las relaciones que estos tenían con los bretones –descendientes de los celtas, habitantes de la Normandía francesa–. Inglaterra, concluimos, estaba asentada sobre un suelo movedizo, en el que se superponían como capas geológicas distintos conjuntos mitológicos que partían los sueños y esperanzas de sus habitantes en dos.
Como ya dijimos, esta crisis dejó en evidencia, desnudó, los principios arquitectónicos sobre los que se levantaba la sociedad medieval. Para continuar con este razonamiento queremos retomar los conceptos que Bauman (1987) rescata de la obra de E. Gellner Naciones y Nacionalismo: éste dice que existe una distinción entre las "culturas salvajes" y las "culturas cultivadas o de jardín". Esta diferencia se asienta, principalmente, en que las culturas salvajes no pueden percibir su propia artificiosidad, no pueden concebirse como cultura, como un orden impuestos por los humanos sino que creen en el carácter sobrehumano del orden del mundo. Asimismo, la reproducción de estas sociedades se da sin diseño consciente, ni vigilancia, supervisión o nutrición específica. Por el contrario, artificiosidad y sistematicidad, parecen ser las dos palabras precisas para catalogar el tipo de desarrollo de las "culturas de jardín". Como bien señala el autor, la misma imagen de jardín lleva implícita una "precaria artificiosidad", basada en las necesidades de diseño y supervisión permanente. Incluso esta exigencia continúa una vez construido el jardín, ya que no se lo puede dejar sólo confiando en su auto–reproducción.
Lo que hizo visible, entonces, la crisis inglesa del siglo XVII fue el fin de las sociedades que no necesitaban para su reproducción, ni diseño consciente, ni personal especializado. Lo que destruyó por proliferación de principios, fundamentos, en disputa, fue la imagen de orden natural autoproducido por los designios del Señor. Por eso la figura que va a presidir la modernidad –el pasaje de las sociedades "salvajes" a la constitución de las sociedades "de jardín"– va a ser la del jardinero, o, mejor dicho, la del intelectual. Esta hipótesis –que le pone el sayo a la figura de Hobbes– se suma a otra que nos resulta útil para nuestro razonamiento: que el desarrollo de la modernidad es fruto del encuentro entre una nueva organización estatal, con la voluntad y los medios para administrar el sistema social de acuerdo a un modelo preconcebido de orden, y el establecimiento de un tipo de discurso relativamente autónomo que tiene la capacidad de generar e implementar ese modelo de orden: el discurso del intelectual.
Es Hobbes, precisamente, uno de los primeros intelectuales– estatales, ya que redefine el orden social como fruto de la convención humana, como pasible de ser controlado por el hombre, como algo no absoluto (esta visión, como veremos más adelante, está plagada de tensiones que la atraviesan, y que –a su debido tiempo –definiremos). Esta demanda por sistematicidad en el orden del mundo se vive en todo los campos del humano, así a la pregunta de Goethe de por qué los antiguos tenían una interpretación del espacio tan "precaria, incluso falsa"[4], Panofsky (1991:43) responde: porque el espacio requerido para la expresión artística no demandaba una visión sistemática del espacio, la sistematización del espacio (la intersección de la pirámide visual con un plano) era simplemente impensable para los filósofos antiguos y los artistas pre–renacentistas. Es precisamente esta visión sistemática del espacio la que Hobbes va a introducir a la política, y al diseño del orden social, desde su intención de hacer de la Geometría ("única ciencia que se complació Dios en comunicar al género humano"(Leviathan, pag. 26)) el comienzo de toda investigación y elucidación en torno al orden político ideal. Existía en Hobbes, afirma Wolin (1973:260), la idea de que provisto del método correcto, y también de la oportunidad, el hombre podía construir un orden político tan atemporal como un teorema euclidiano. Intentaremos –de manera breve y esquemática– acercarnos a esta cuestión.
2. Técnica, Estado y Geometría.
'Ahora no se busca otra cosa sino hacer con el Universo, en grande, lo que es un reloj en pequeño, donde todo se mueve con movimientos regulados dependientes de la organización de las piezas' Fontanelle.
Intentaremos aproximarnos a las operaciones que Hobbes realiza para reducir la multiplicidad de juicios, racionalidades, expresiones, lenguajes, en disputa, a una unidad que fija los sentidos y se erige en única instancia de juicio e interpretación. Esta reducción –como sabemos– se aleja bastante de los intentos dialógicos–consensuales que sigue la línea de pensamiento que podríamos constituir abarcando desde Kant y Rousseau hasta Jurgen Habermas[5] en nuestros días. Por el contrario, supone un modelo monológico basado en la decisión de aquel que se erige como soberano (sobre el final del artículo aclararemos cuales son las marcas textuales que nos permiten favorecer una interpretación decisionista del Leviathan) que neutraliza la atopía del Estado de Naturaleza.
Uno de los intentos de neutralización que produce la escritura hobbesiana es el que realiza con respecto a los problemas del campo religioso. Uno de los principales problemas de este campo –al que ya nos referimos– es que la Biblia fue uno de los verdaderos campos de batalla donde, a partir de disputas hermeneúticas, se libraron los combates contra el poder real y el despotismo de la Iglesia, ya sea para presentar objeciones morales, religiosas o políticas. La multitud de sectas nacidas luego de la Reforma se basaban en la creencia en el juicio privado, la conciencia privada, originando –como ya expusimos– una confusión de significados que debía ser subsanada; para establecer la paz era necesario un mundo de significado inequívoco. Es por eso que Hobbes cancela la disputa al interior del "juego de lenguaje religioso" encontrando un artículo de fe que respetado por todas las sectas: Jesús es el Cristo anunciado por Moisés y los profetas. He aquí el único artículo de fe que es necesario para la salvación de las almas. Su importancia radica en que, de esta manera, agota la discusión acerca de los dogmas de salvación, y enfoca el problema en otra dirección: hasta que el Cristo regrese debo respetar la ley. Es decir, que la fe no basta, son necesarias también obras, obrar según las leyes de la justa razón, que son las leyes de Dios. No cabe contradicción entre los preceptos divinos y las leyes humanas (Tonnies, 1988: 305).
De la misma manera, la idea del estado como máquina, contribuye también a neutralizar este campo heteroglósico[6]. La absolutización –positivación dogmática la llama Schmitt– de un principio, en este caso, a partir de la técnica, supone el fin de la producción de sentido que se manifestaba en el Estado de Naturaleza. Por el contrario, la metáfora maquínica que Hobbes da al Leviathan inaugura una de las imágenes favoritas de los pensadores del problema de la modernidad: la de la alienación, la de la telaraña en el que la racionalidad formal, teleológico–instrumental, aprisiona en su letra muerta –como si fuera una especie de vampiro– la vitalidad de los mundo de vida, de los intercambios cotidianos intersubjetivos. La técnica supone la desnudez del mundo, la deduce, la imagina –como en la metáfora de Fontanelle– recompone la idea de que en el mundo residen los principios a partir de los cuales observar los mecanismos, los "resortes" del movimiento del mismo, los principios de la vida social. Aparece, también, en la fantasmagoría maquínica, la mirada del geómetra sobre el universo social, la ilusión de que existe un orden arquitectónico –a ser construido– porque existe un orden natural en el mundo, un orden que debe ser "revelado" para obtener la capacidad efectiva de encauzar el mundo bajo sus leyes. Este red conceptual nos reconduce a Dios, al relacionar y homologar una larga y compleja serie de conceptos: Estado = Técnica = Ciencia = Geometría = Razón = Dios.
Así, la relación entre Dios y razón se manifiesta en la dependencia de ésta de aquel. La razón es una de las tres formas en las que Dios da a conocer sus leyes, lo que llamamos leyes naturales no son sino los preceptos divinos. Es por esto que el Estado es el reino de Cristo, mientras el mundo espera su regreso: las leyes del civiles no pueden diferir de aquellas instituidas por lo sacramentos. Es aquí donde reaparece la figura del geometra ya que, como indica Tonnies (1988:303), Cristo no vino a la tierra para enseñarnos Lógica. Es necesario, entonces, que sea la autoridad estatal la que zanje los diferendos en las disputas conceptuales. Autoridad civil que construye las leyes basada en los principios de la recta razón, que no son otros que los designios de Dios, que se le manifiestan en la Geometría –que, como ya dijimos, es la única ciencia que Dios se complació en comunicar al hombre–.
Si bien el aprendizaje del bien –apertura al absoluto y a la trascendencia– no presenta mayores complicaciones para los hombres, ya que participan de la razón divina, y los principios generales son dados de inmediato a la razón práctica, la aprehensión de la imagen de Dios (el Dios, no el Leviathan, Dios mortal) es mucho más difícil, y recuerda por momentos la formulación de Dios como sublime irrepresentable que realiza Kant. Así, dice Hobbes : "Las curiosidad o afición al conocimiento nos lleva de la consideración del efecto a la investigación de la causa, y a su vez a la causa de la causa, hasta que necesariamente se llega, en definitiva, a pesar que hay alguna causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna: lo que los hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una investigación profunda en las leyes naturales, sin propender a la creencia de que existe un Dios Eterno, aún cuando en la mente humana no pueda haber ninguna idea de El, que responda a su naturaleza" (Leviathan, p. 85). A lo que –a propósito de la disputa que Hobbes mantuvo con el obispo de Bramhall– Tonnies (1988:204) agrega que todos los atributos de Dios están contenidos en su omnipotencia; son atributos incomprensibles, asignados a ser incomprensibles para honrarlo.
Estas últimas afirmaciones nos permiten dar cuenta de la tensión existente en el decisionismo hobbesiano entre la presencia y la ausencia de un fundamento que de basamento a la toma de decisiones. Si bien a partir de la lectura de los enunciados previos podemos pensar en un orden artificial ligado por la razón a los principios con los que Dios ordenó el mundo, frases como ésta: "La razón es del que tiene la voluntad soberana, verdadera o errónea, debe valer como recta, a no ser que quiera darse perpetuo motivo a la rebelión" (Citado por Tonnies, 1988:198) nos acercan al soberano carente de fundamento, nominalista, que –posteriormente– definirá Schmitt; aquel en el que la decisión se toma como la afirmación de una voluntad activa, ligada a la potencia y a la masculinidad, en la que desaparece toda idea de aprendizaje de la razón en la naturaleza. Nos acerca a la imagen que Foucault (1993) se representa de Hobbes: el que toma a Dios, como una excusa, como una fictio para la fundamentación de un orden arbitrario. Nos acerca a las consideraciones de Burke que encadena la sucesión al derecho a la libertad de los británicos: el que corra riesgo la sucesión arrastra consigo a la Nación entera. La corona hereditaria no es una imposición, sino un derecho hereditario que tienen los súbditos como tales. Afincado en la experiencia, este derecho, lejos del Absoluto del Derecho Divino, se manifiesta en su artificiosidad como un instrumento para servir a las necesidades de la Nación. Como unas leyes que ligan, que son cemento y cimiento de la estructura de la sociedad inglesa. En tanto elegidas y artificiales, en tanto mecanismos de integración simbólica, estas leyes que atan sucesión–derecho–propiedad–familia no pueden revelarse en su ficcionalidad. Como dice el mismo Burke "…Si la sociedad civil es hija de la convención, esa convención debe ser su ley…". Reconducida a sus fundamentos, develada, la autoridad se destruiría.
Pensamos que podemos zanjar esta discusión a partir de la lectura atenta del Leviathan, y, asimismo, reencauzarla al problema de la definición del Estado de Naturaleza –problema que es el objetivo central de este trabajo– al ligar la definición de naturaleza con la constitución del orden estatal que neutraliza la multiplicidad del estado de naturaleza. Dice Hobbes en la primer página de su Introducción: "La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo que, como en muchas otras cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial(…) El arte va aún más lejos imitando esta obra racional, que es la mas excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviathan que llamamos república o Estado que no es sino un hombre artificial". Así, no sólo el orden humano es un artificio: la Naturaleza no es sino la invención de la razón poderosa e ilimitada de Dios. Una técnica que se apoya en lo infinito de su razón, y que arrastra a los hombres con su fuerza irresistible al sometimiento ante los artificios del Señor. Estas afirmaciones, acerca del poder de la razón de Dios, son consecuentes con la inconmesurabilidad e irrepresentabilidad ya mencionadas, lo que deja al hombre un escalón por debajo al intentar constituir su propio gran artificio. Sin embargo, comienza a manifestarse en la voluntad del hombre por igualar los poderes del Artífice divino –como dice Todorov (1987:157) al referirse a los conquistadores españoles– "no una naturaleza primitiva, sino un ser moderno, lleno de porvenir, al que no retiene ninguna moral". Es precisamente este ser el que manifiesta su existencia en el estado de naturaleza, y que, posteriormente intentará erigir un Dios sobre la tierra al que llamará Leviathan.
Esta última afirmación –evidentemente– nos conduce a separar naturaleza (el artificio perfecto creado por Dios) de "estado de naturaleza" (corrupción del primer estadio de felicidad, cuando los hombres son castigados por olvidar el lenguaje otorgado por Dios) y al hacerlo criticar aquellas concepciones que igualan Leviathan = cultura, Estado de naturaleza = transparencia originaria = naturaleza primitiva. Así dice Hobbes: "El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas que iba presentando ante su vista (…) Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje" (Leviathan, pags. 22–23). Entonces la estructura no es diádica sino triádica. Es decir, el esquema que sigue la relación naturaleza cultura en Hobbes es el siguiente: 1) Naturaleza originaria creada por Dios, que da al hombre su lengua primigenia; 2) Estado de naturaleza, corrupción de la lengua originaria, anarquía de los significados, estallido del mundo en una multiplicidad de racionalidades, lenguajes y normas; 3) Leviathan: constitución del Gran Definidor, transparencia artificial y convencional, en pos del ordenamiento racional (natural) del mundo, tensión entre nominalismo y trascendencia.
Es, justamente, en este estado post–naturaleza donde se manifiestan las dos versiones de "naturaleza" presentes en el texto, por un lado la cristiana, aquella ligada al paraíso terrenal en el que la palabra era la cosa misma, y por el otro aquella que hace de este estado un equivalente de la guerra permanente de todos contra todos, donde la explosión de los siginificantes en una polifonía de significados impedían el regreso al estado mítico–natural de los cristianos. Es entonces cuando, pensamos, Hobbes retoma esta denominación opaca y quiere convertir al Leviathan en un estado de naturaleza "a la cristiana". De esta manera lo dice en la Lógica: "Sobre el caos revuelto de tus pensamientos y experiencias se cierne tu razón: Lo revuelto tiene que ser desenmarañado, separado, distinguido, nombrado, es decir ordenado, lo que viene a decir que falta un método adaptado a la forma en que fueron creadas las cosas. El orden de la creación fue: luz, separación del día y la noche, los astros luminosos, los seres sensibles, el hombre. A la creación sigue la ley" (Citado por Tonnies, 1988: 147).
Como vemos, es evidente la similaridad estructural que Hobbes encuentra entre el razonamiento humano y la razón de Dios –aunque, como ya dijimos, ésta es más potente que aquella– así como las similitudes entre la construcción de la moderna maquinaria estatal y el origen del mundo y del primer hombre, de manera tal que podemos afirmar que en el pensamiento del autor se adivinaba la tensión mencionada, y su posterior resolución no hace sino confirmar esta presunción, al convertir las sombras que asaltaban al lenguaje en luz, la opacidad en transparencia.
Es esta imagen, del génesis, del origen, la que nos permite realizar el esfuerzo de introducir el Leviathan de Hobbes en un marco histórico que lo supera y contiene: los sistemas de saber complejo que surgen a partir del siglo XVII. Acto a la vez creativo y arbitrario (según Wolin (1973) estas palabras eran sinónimos para el filósofo inglés) la abolición del estado de naturaleza supuso un acto cuasi–divino de creación a partir de la nada, de traer a la tierra el orden desde el caos. Estos motivos eran comunes en el pensamiento del 1600 ya que –como dice Foucault (1968:76)– es en la idea de génesis donde encuentran su unidad, en las formulaciones acerca del orden del universo, los dos momentos opuestos: el del desorden de la naturaleza y su posterior reordenamiento a partir de esas impresiones desordenadas. Estos dos momentos, que el filósofo francés llama análisis de la naturaleza y analítica de la imaginación, se distinguen en que el primero supone una pluralidad enmarañada, un desorden fruto de la historia, de sus catástrofes– al que no dudamos en igualar con el "Estado de Naturaleza"; el segundo, por el contrario, supone el momento positivo de la imaginación en el que las formas gastadas de lo mismo se transforman en los grandes cuadros del saber desarrollados según las formas de la identidad, de la diferencia y del orden.
Es exactamente a este punto a donde queríamos llegar, ya que a nadie se le ha escapado que es en la cuenta de la analítica de la imaginación donde queremos incluir la formulación del Leviathan, y que en la misma reside la historia del lenguaje moderno, lo que no haría sino acercarnos a aseverar una de nuestras intuiciones en la lectura del Leviathan, a saber: que existe una relación de analogía entre el lenguaje y el soberano–maquinaria estatal. Repasemos, ahora, algunos de los puntos que nos permiten subrayar semejante coincidencia.
La primera de ellas es que ambos son artificiales, y –a pesar de su artificiosidad– mantienen un lazo con la naturaleza. Así –dice Focucault (1968:68–69)– los signos artificiales deben su poder a su fidelidad para con los naturales; la episteme clásica se caracteriza por su pertenencia a un cálculo universal y , también, por la búsqueda de lo elemental en un sistema artificial , lo que hace aparecer la naturaleza desde sus elementos de origen. Al mismo tiempo que existe esta relación en los sistemas de significación, esta relación –como ya hemos dicho– se expresa en el Leviathan, de manera tal que el aprendizaje de la razón en la naturaleza lleva al pequeño artífice del orden colectivo, por el camino de la artificiosidad más que por el camino de la arbitrariedad.
La segunda es que luego de constituidos –tanto el lenguaje como el Estado – se imposibilita su destrucción; una vez constituida la gramática política enajena a los sujetos de su voluntad política, "no puede existir quebrantamiento del pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, puede ser liberado de su sumisión" (Leviathan, pp. 143); el lenguaje desecha el problema de su materialidad al reconstruir la transparencia perdida al descartar cualquier sentido exterior o anterior al signo.
La tercera es aquella que hace que tanto el lenguaje como la maquinaria estatal se ordenen a partir de un génesis, de un principio único que fija sentido, y organiza a partir de series de relaciones de orden, identidad y diferencia. Así el lenguaje, tanto para la episteme clásica que ordena los signos artificiales a partir de la relación entre génesis (análisis de la constitución de los órdenes a partir de series empíricas), taxinomia (saber acerca de los seres que los articula y distingue), y mathesis (ciencia de las igualdades, que establece los principios de juicio), como para la mirada estructuralista sobre el mismo –que establece la condición de posibilidad de los intercambios, ya sean simbólicos, sexuales, o económicos, en el primer y último límite o fundamento: el Origen[7]– se ordena en series de relaciones de asociación y oposición de cada uno de los elementos de la serie. De la misma manera –para Hobbes– solamente el Estado puede fijar que es justo y que es injusto, puede ser el único principio de juicio autorizado.
Como dice el mismo autor: "es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber que bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad (…) Estas normas de propiedad (o meuum y tuum) o de lo bueno y lo malo, de lo legítimo e ilegítimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada estado en particular" (Leviathan, pp. 146). Así donde no existe Estado: "Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas" (p. 146), no puede existir ni verdadero ni falso "En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad", no se puede fijar aquello que se llama bueno y diferenciarlo de aquello que se llama malo, en el "Estado de naturaleza": "Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno. Y el objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil e inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y despreciable siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son siempre y absolutamente tales, ni ninguna regla de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos mismos, sino del individuo (donde no existe Estado)" (Leviathan, p. 42).
Más aún, la función del Leviathan no sólo es similar a la del Origen en el lenguaje, sino también a la escritura, entendida ésta desde la óptica de Jacques Derrida[8]. Para éste la escritura es "trazar líneas", es decir que en su definición tienen lugar tanto procedimientos de inscripción, como los trazados de surcos, y los espaciamientos, lo que amplía considerablemente el caudal semiótico del concepto. Precisamente, de esta manera, el trazo, el surco que distinguen entre lo tuyo y lo mío, entre bueno y malo, entre aquello que es honorable y lo que no lo es depende del que "escriba", del que tenga la capacidad y autorización para ordenar el espacio (tanto simbólico como material) con sus "surcos", en resumen: del Leviathan. Es aquí –en esta analogía– donde se hace evidente una de las enseñanzas que nos depara la lectura de éste libro, a saber: que la representación estatal funda la representación linguística. Así, como lo quiere Wolin, el Leviathan no es solo el surgimiento del Estado y de la Norma, sino también del Gran Definidor que de un significado único a las acciones y las palabras. Como dice el mismo Hobbes: "Ciertamente no es en la letra sino en la significación, es decir en la interpretación auténtica(…) donde radica la naturaleza de la misma (…) La interpretación depende de la autoridad soberana, y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano" (Leviathan, pp. 226).
La analogía planteada con el lenguaje no agota su pertinenecia en el reconocimiento de las similaridades con los teóricos del estructuralismo, sino que nos acerca hacia uno de los problemas centrales en la lectura de Hobbes, aquel que se constituye en la tensión entre la interpretación contractualista de la conformación del Leviathan, y quienes piensan que el mismo es fruto de una decisión soberana de quien ya ejercía el poder. Siguiendo la argumentación –y las palabras– de Dotti (1995) nos sentimos tentados a afirmar que esta constitución del Leviathan como vínculo sociolinguístico, como instrumento de comunicación, como centralizador de los significados, acrecienta el dilema del contractualismo, ya que la satisfacción de sus condiciones iniciales (confianza, respeto recíproco, significados unívocos) no pueden tener un origen contractual (ya que caeríamos en una petición de principios, o en una explicación teleológica); por el contrario, si tales requisitos son satisfechos, el pacto es innecesario por que el cumplimiento de las condiciones iniciales significa que ya existe un orden social y político. Para decirlo de una manera más contundente: ¿cómo es posible encontrar una lengua que garantice la total traducción de los significados de parte de los contratantes si no existe esta instancia otorgadora de sentidos?, ¿cómo es posible afirmar la existencia de un pacto entre aquellos que –por definición– no pueden comprenderse?. La estatalidad como constituyente del vínculo sociolinguístico no puede ser acordada desde la irreconciliabilidad de los diferentes lenguajes en pugna. Es precisamente el Leviathan el lugar único y central desde donde efectuar juicios válidos acerca del mundo, garantizando la plena legibilidad del mismo y la traducibilidad de todos los enunciados.
Sin embargo esta hipótesis de lectura propuesta por Dotti en su artículo "Sobre el decisionismo" no agota la riqueza hermeneútica del texto hobbesiano. Por paradójico que parezca, el texto se afirma como un plural que permite el interjuego de múltiples lecturas. Así, es el mismo Dotti que, en su artículo "El Hobbes de Schmitt", para romper con la circularidad que supone que los hombres pacten y se conviertan en ciudadanos por miedo al soberano, o el absurdo de un contractualismo basado en el miedo de los unos hacia los otros, en el engaño permanente de los signos emitidos por los otros hombres, incorpora al acto léxico la idea de que la condición a priori de la transición del estado de naturaleza a la sociedad civil reposa en el miedo a Dios.
Es en este punto donde vuelve a abrirse la puerta abierta a la trascendencia –puerta que aparece y desaparece en cada una de las posibles "salidas" del libro. Si indicamos antes que las decisiones del Leviathan, por parte de aquel que se había constituido en soberano, implicaba una tensión entre la inmanencia del nominalismo y la trascendencia que supone que "las leyes de la Naturaleza son realizadas en el Estado" (Tonnies, 1988:262) o que "la ley civil es una parte de los dictados de la naturaleza" (Leviathan, p. 219); es decir, naturaleza de las cosas –cmo ya sabemos– comunicada a través de la razón por Dios, el punto señalado por Dotti tampoco escapa a esta disyuntiva así, si en el primer texto indicaba que: "lo político es irrupción voluntarista de lo trascendente en el seno del discurso serial, horizontal, inmanente (…) impugna la lógica medio–fin, el cálculo de la conmutación provechosa, el proceder asentado en la previsibilidad rigurosa de los comportamientos[9]" en el –decimos nosotros– contrato, en el segundo afirma: "la apertura a la trascendencia no está sólo donde la pone Schmitt en la decisión soberana, sino también, "antes": en la decisión individual –base del contractualismo–, que Schmitt desvaloriza, que da origen al Estado, porque es la decisión por ciertos valores[10]". Es decir que mientras en el primero lo político es la decisión del soberano, que rompe con la lógica del intercambio, resemantizando el mundo; en el segundo la relación decisión–trascendencia se mantiene sólo que el lugar de la decisión es colocado en el espacio de los contratantes que, interpelados por el miedo a Dios, deciden pactar.
'Si cada palabra, aparte de significar algo parecido para todos, despertase las mismas evocaciones, contuviese los mismos misterios, adormeciese las mismas ansiedades y miedos, aboliríamos el mundo, el mundo entero para leerlo' Luis Chitarroni
Con este pequeño ejemplo final, de la dúplice lectura del libro por un mismo comentarista quisimos mostrar la riqueza interpretativa del texto hobbesiano. Riqueza inagotable que se fundamenta en múltiples tensiones: reencantamiento del mundo vs. administración técnica, contractualismo vs. decisionismo, nominalismo de los valores vs. cristianismo, inmanencia vs. trascendencia. Creemos, sin embargo –como buenos hobbesianos que afirmamos ser–, que debemos optar, elegir, tomar una decisión que encauce nuestra lectura hacia algún tipo de conclusión, conclusión que no agota la tragicidad del texto, su imposibilidad de reconciliar las tensiones que lo recorren. Esta decisión nos acerca a pensar que nuestra lectura del Leviathan convierte a este libro en el primero que aspira al absoluto, no ya desde el marco del pensamiento eclesiástico–medieval, sino desde una perspectiva moderna. Deseo de absoluto que se afirma en el texto y al que hemos señalado como constitutivo del tema de esta presentación: la resistencia existente entre la versión cristiana de naturaleza – donde se pedía a Dios, como decía el poeta español Manrique, "Dame el nombre exacto de las cosas, que la palabra sea la cosa misma"– la versión hobbesiana del estado de naturaleza, y su posterior superación en el Leviathan. Dios humano al que es necesario preguntarle: ¿Si Deus est, unde malum, si non est, unde bonum?
- M.M.Bajtin (1981). The Dialogical Imagination. Slavic Series. University of Texas Press. Austin.
- Zygmunt Bauman (1987). Legislators and Interpreters. Polity Press. Cambridge.
- Roland Barthes (1980). S/Z. Siglo XXI. México.
- Remo Bodei (1995). Geometría de las pasiones. F.C.E. México.
- Edmund Burke ( ). "Sobre la Revolución Francesa". Escritos Políticos. F.C.E. México.
- Jorge Dotti (1995). "Sobre el decisionismo". Espacios. No. 17. Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A. Buenos Aires.
- Jorge Dotti. "El Hobbes de Schmitt". No especifica referencias bibliográficas.
- Michel Foucault (1968). Las palabras y las cosas. Siglo XXI. México. (23era edición 1995).
- ———————- (1993). Genealogía del racismo. Ed. Altamira. La Plata.
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- Erwin Panofsky (1991). Perspective as a Symbolic Form. Zone Books. New York.
- Eduardo Rinesi (1993). Ciudades, teatros y balcones. Paradiso Ediciones. Buenos Aires.
- Carl Schmitt. Scritti su Thomas Hobbes. Cap. V. Material de la cátedra Novaro.
- Jean Starobinski (1983). Jean Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo. Taurus. Madrid.
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- Sheldon Wolin (1973). Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el pensamiento político contemporáneo. Amorrortu. Buenos Aires.
[1] Starobinski, Jean (1983). Jean Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo. Taurus. Madrid.
[2] Michel Foucault (1968:42–43).
[3] Ferdinand Tonnies (1988: 118).
[4]Citado por Panofsky (1991). Pag. 43.
[5] Sabemos que esta "línea de pensamiento" se constituyó en base a ignorar los resabios trascendentalistas y absolutista de la figura de la "voluntad general" en Rousseau, y a desechar en el rescate de los textos kantianos la disputa acerca de las facultades –especialmente la idea de que la discusión cesa ante la presencia del soberano. Parafraseando a Borges, podríamos afirmar que la lectura indicada de Rousseau y Kant, se debe a un análisis pensado a partir de la existencia de los textos de Jurgen Habermas, así llamaríamos a esta "línea de pensamiento" "Habermas y sus precursores" como Borges llama a Kierkegard, Le Bloy, y Browning "precursores de Kafka".
[6] Bajtin (1981) Define heteroglosía como la operación básica que gobierna la producción de sentido en cada acto de habla. Es la que asegura la primacía del contexto por sobre el texto. Así, existen una serie de condiciones –históricas, políticas, sociales, psicológicas– que asegurarán que una palabra enunciada en ese momento y lugar tendrán un significado diferente del que tendrían en otras condiciones; todos los enunciados son heteroglósicos, son funciones de una matriz de fuerzas prácticamente imposibles de recomponer, e imposibles de reconstituir. Esta concepción apunta a remarcar el locus de la lengua en el que fuerzas centrípetas y centrífugas colisionan.
[7] Ver al respecto Roland Barthes (1980). S/Z. Siglo XXI. México.
[8] Jacques Derrida (1977). De la Gramatología. Siglo XXI. México.
[9] Jorge Dotti (1995: 5).
[10] Jorge Dotti. "El Hobbes de Schmitt".
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Claudio E. Benzecry