4. EL CONTEXTO PSICOLÓGICO: ANALÍZATE A TI MISMO
La obra de Freud no es comprensible más que en el interior de su contexto. Freud tiene como pacientes a personas que han vivido en un medio determinado, la cultura occidental, que ha reprimido sistemáticamente los sentimientos y la sexualidad. Es un problema de valor que esa cultura ha resuelto de modo intelectualista y racionalista, aherrojando y negando la dimensión emocional. Freud ve las consecuencias de este estilo de, vida y describe los mecanismos por los que se producen los síntomas neuróticos. De ahí que entienda el psicoanálisis, en última instancia, como una terapia cultural o una terapia de valores. Es el tema de su libro Del malestar en la cultura. Lo que Freud está diciendo es que nadie puede curarse a si mismo si no es capaz de conocerse a sí mismo, -pero no sólo en su dimensión puramente intelectual, al modo del viejo Sócrates, sino también en la emocional. Ya no se trata de conocerse a sí mismo, sino de analizarse a sí mismo. Un análisis que no puede ser meramente intelectual sino también, y quizá principalmente, emocional.
El malestar en la cultura occidental
La obra de Freud es la consecuencia directa del descubrimiento del papel de las emociones en la vida humana. Esto, que puede parecer hoy un tópico, ha sido un hallazgo muy reciente en la cultura occidental. A veces no nos damos cuenta que nuestra tradición cultural ha tenido auténtico odio a los sentimientos y que les declaró, ya desde la época griega, una verdadera guerra sin cuartel. Lo más propiamente humano del ser humano es la razón, el logos, y todas esas otras dimensiones de la vida humana que se caracterizan por ser irracionales, como los sentimientos, las emociones, las pasiones, etc., son tenidas como inferiores y, por tanto, consideradas más propias de animales que de seres humanos. El resultado fue toda una estrategia de represión y anulación de los sentimientos. El ejemplo paradigmático de esto lo tenemos en la filosofía estoica, sin duda la de mayor influjo en la conducta práctica de los hombres occidentales hasta bien entrado el mundo moderno. Zenón, el fundador de la secta, escribió un tratado Sobre las pasiones en el que sostenía la tesis de que la pasión es un páthos o enfermedad, una enfermedad de la razón. «Las pasiones del alma humana son deformaciones de la razón y juicios errados de la misma», según el testimonio de Temistio.
Muchos siglos después, en 1649, René Descartes publica otro libro de título similar, Las pasiones del alma. El titulo es prácticamente el mismo, pero el contenido es sensiblemente distinto. De hecho, se trata de toda una apología de las pasiones. El último capítulo del libro se titula «Sólo de ellas depende todo el bien y el mal de esta vida». Es el comienzo de la reivindicación moderna de la – vida emocional. En el siglo XVIII, por influencia sobre todo del pensamiento británico, el viejo término «pasiones» cede el lugar a otro más moderno, el de «sentimientos». Empieza a hablarse de la importancia de los sentimientos en la vida humana. Autores como Shafterbury y Hutcheson son auténticos pioneros de esta hazaña. Ello hará que a finales del siglo xviii la vieja división de las facultades o potencias del alma en memoria, entendimiento y voluntad, ceda el paso a esta otra: conocimiento, sentimiento, tendencia, o pensamientos, sentimientos, voliciones. Los sentimientos se sitúan por vez primera en el mismo rango que la razón.
Pero esto, que sucede tenuemente en filosofía, no pasa a la vida práctica. No es un azar que Descartes tuviera miedo a publicar su defensa de las pasiones en vida. De hecho, la ética del siglo XIX sigue fustigando las pasiones, conforme al esquema clásico. Ése es el contexto de la obra de Freud, el que explica toda su obra. Freud fue el gran develador de la patología generada por la negación y represión de la vida emocional. Si los estoicos habían caracterizado las pasiones como patológicas, Freud va a desenmascarar toda la patología que hay en la negación y represión de la vida emocional.
Laín Entralgo, como historiador de la cultura y de la medicina, y como filósofo y antropólogo, vio muy tempranamente la importancia de esta hazaña, que Freud expresa mediante el concepto de «libido». Uno de los puntos que destaca en su escrito de 1943 La obra de Segismundo Freud es la nueva importancia concedida a las emociones en la lógica propia de la vida humana. Con Freud se produce, afirma años después, «la estimación diagnóstica y terapéutica del componente instintivo de la vida humana [ … ] Cualquiera que haya sido la ulterior interpretación psicológica, física y metafísica de la libido freudiana, Freud supo hacer ver que ese 'lazo' [de la vida psíquica] se halla constituido, vivencial y operativamente, por los sentimientos, impulsos e instintos vitales»
Pero hay un segundo factor en la obra freudiana que Laín Entralgo considera fundamental. Es el valor terapéutico de la palabra. Freud es en ese sentido la antítesis de la medicina positivista. En la clínica positivista de la segunda mitad del siglo XIX, la palabra no jugó ningún papel importante. Su punto de partida era que durante la fase verbal de la relación clínica o anámnesis, el médico sólo podía acceder al conocimiento de las sensaciones subjetivas del paciente, lo que la medicina del siglo XIX dio en llamar «síntomas», que por definición son subjetivos, lo cual en el argot positivista significa tanto como no fiables. De ahí que el médico debiera pasar cuanto antes a la segunda y más importante parte del acto clínico, la exploración, que es muda, y en la que el médico accede, bien directamente, bien a través de instrumentos, al conocimiento objetivo de la enfermedad del paciente. El diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento debían basarse en signos objetivos, que eran los verdaderamente científicos. De ahí que, conforme a la sentencia que acuñó Virgilio y que recuerda Laín Entralgo al comienzo de su gran libro La curación por la palabra en la Antigüedad clásica, la clínica del siglo XIX fuera muta ars, arte muda. Con Freud esto cambia radicalmente. Hay una reivindicación de la importancia del síntoma, y con ello también de la palabra como vehículo de expresión de emociones, deseos, esperanzas, creencias, valores, etc. Eso es la vida humana, y eso es también la enfermedad. No verlo así es cerrar los ojos a la evidencia. Esa ceguera es, sin duda, una de las características más significativas de la cultura occidental a todo lo largo de su historia. Con Freud se produce, dice Laín,
el descubrimiento de la rigurosa necesidad del diálogo con el enfermo, así para el diagnóstico como para el tratamiento de su enfermedad. Antes de Freud, la patología había sido preponderante o exclusivamente visual: hasta los datos percibidos acústicamente eran referidos a imágenes y medidas vistas o visibles y de ahí el nombre de 'estetoscopio' que dio Laennec al aparato por él inventado. Desde Freud, en cambio, la patología es, a la vez que visual y táctil, también auditiva, atenta a zonas del ser y de la vida del hombre susceptibles de audición, comprensión e interpretación, mas no de intuición eidética. La histeria de Charcot fue siempre, hasta cuando se la miraba desde el punto de vista del mecanismo de sus síntomas, histeria ex Visu; la histeria de Freud, en cambio, fue desde el primer momento histeria ex auditu.
Cuando se busca la prehistoria del psicoanálisis, suele acudirse inmediatamente a los autores alemanes de la época de la Naturphilosophie, y en especial a su elaboración del concepto de inconsciente. A mi modo de ver se trata de una soberbia simplificación del problema. El psicoanálisis hay que situarlo en un contexto histórico mucho más amplio, que hunde sus raíces en los mismos orígenes de la cultura occidental. Y a la vez en un contexto próximo más estricto, el de la crisis de la razón absoluta y especulativa que se produce inmediatamente después de la muerte de Hegel y da origen al surgimiento de una racionalidad concreta, situada, circunstanciada, más rica que la anterior, pero a la vez también más débil. Las denominaciones serán variadas según los autores: razón vital, razón histórica, razón emocional, razón situada, razón hermenéutica, razón débil, etc. El psicoanálisis carece de sentido alejado de ese contexto. A propósito precisamente de Freud, Laín Entralgo recuerda una frase de Hegel que resume perfectamente todo esto. Se encuentra en el prólogo a la Fenomenología del espíritu y dice así: «Lo verdadero es el torbellino de las bacantes, ése en el cual no hay miembro que no esté embriagado». Y es que para el hombre contemporáneo, como dice el propio Laín, «la vida humana» no es «racional». Es, o pretendemos que sea, razonable. Tal es el objetivo de la psicoterapia y tal también el de cualquier actividad específicamente humana.
Tomando el contexto cultural descrito como marco de nuestro análisis, veamos ahora el modo como lo desarrolla Freud. El objeto de su dedicación va a ser el mundo de lo inconsciente, es decir, de lo que se encuentra encerrado en la instancia que más tarde llamaría el Ello. Por eso denominó a su doctrina «Psicología profunda». Sólo más tarde comenzará a ocuparse de otra dimensión, la del «Yo», y únicamente al final de su vida, y de modo muy insuficiente, estudió el mundo de lo que llamó «Súper yo». El objetivo primario de la obra de Freud fue el análisis del inconsciente, es decir, de todas aquellas fuerzas psíquicas, fundamentalmente emocionales, que se caracterizan no sólo por no ser racionales sino por no ser ni siquiera conscientes, y que sin embargo juegan un papel fundamental en la vida humana. El análisis de lo humano inconsciente. Ése fue su objetivo. Es a partir de él como- más tarde se ocupará de los otros dos estratos del psiquismo humano, el Yo y el Súper-yo.
El yo y los mecanismos de defensa
Al comienzo de su libro El yo y los mecanismos de defensa, escribe su hija, Ana Freud:
Durante cierta época del desarrollo de la ciencia psicoanalítica, el estudio teórico del yo individual resultaba francamente impopular. Muchos analistas habían llegado al convencimiento de que la labor analítica sería tanto mejor, científica y terapéuticamente, cuanto más profunda fuese la investigación de los estratos de la vida anímica. Todo intento de innovación que se propusiera trasladar este interés científico -hasta entonces centrado en las capas psíquicas profundas- hacia las más superficiales; todo cambio de dirección del ello hacia el yo, era generalmente considerado como una apostasía del psicoanálisis. La denominación de psicoanálisis habla de reservarse para los nuevos descubrimientos de la vida psíquica inconsciente, esto es, el conocimiento de los impulsos instintivos reprimidos, de los afectos y fantasías. Cuestiones como las de la adaptación del niño o del adulto al mundo exterior, valiosos conceptos como salud y enfermedad, virtud o vicio, no debían interesar al psicoanálisis. Las fantasías infantiles continuadas en la vida adulta, las vivencias de placer imaginarias y de temor a los castigos que podrían sobrevenir como réplica, constituían su objeto exclusivo.[1]
Sólo a partir de Más allá del principio del placer (1920) y de Psicología de las masas y análisis del yo (1921), «inicia Freud una nueva orientación, merced a la cual el estudio del yo pudo librarse de la antipatía que provocaba su carácter aparentemente antianalítico, y las instancias del yo centralizaron el interés de la investigación científica en forma definitiva. A partir de entonces, la expresión 'Psicología profunda' no abarca con precisión la totalidad de la investigación analítica».[2] El estudio sistemático del yo comienza, pues, en fecha tan tardía como 1920. Y el de los llamados mecanismos de defensa del yo, aún más tarde, en 1926, en un apéndice del trabajo de Freud, Inhibición, síntoma y angustia.
Ana Freud cuenta que el término «defensa»
aparece por vez primera en el año 1894, en el estudio de Freud sobre Las neuropsicosis de defensa y lo emplea en éste y en otros de sus trabajos ulteriores (Etiología de la histeria, Observaciones ulteriores sobre las neuropsicosis de defensa) para describir las luchas del yo contra ideas y afectos dolorosos e insoportables. Más tarde el término es abandonado y en lo sucesivo sustituido por el de 'represión. No obstante, la relación entre ambas nociones permanecía indeterminada. Sólo en un apéndice complementario a Inhibición, síntoma y angustia (1926), Freud retorna al viejo concepto de defensa y sostiene la indudable ventaja de emplearlo de nuevo como designación general de todas las técnicas de que se sirve el yo en los conflictos eventualmente susceptibles de conducir a la neurosis, reservando el nombre de 'represión' para uno de estos métodos de defensa que la orientación de nuestra investigación nos dio primero a conocer. Constituye ésta una réplica directa a la idea de que la represión ocupa un sitio exclusivo entre los procesos psíquicos, y se hace lugar en la teoría psicoanalítica a otros que sirven a idéntico propósito, es decir, a 'la protección del yo contra las exigencias instintivas'. El significado de la represión queda constreñido al de un 'método particular de defensa'.[3]
A partir de 1926 va elaborándose la teoría de los mecanismos de defensa del yo. Al más clásico, la represión, van uniéndose otros, hasta constituir un grupo de nueve o diez. A la altura de 1936, cuando Ana Freud escribe su clásico libro, son ya diez:
A los nueve métodos de defensa, bien conocidos y extensamente descritos en la teoría y la práctica -represión, regresión, formación reactiva, aislamiento, anulación, proyección, introyección, vuelta contra sí mismo, transformación en lo contrario-, podemos agregar un décimo, más propio del estado normal que de las neurosis: la sublimación o desplazamiento del objeto instintivo.[4]
Los mecanismos de defensa tienen todos el mismo objetivo, proteger contra la angustia. Esta angustia se halla provocada por el conflicto entre el yo y el ello, entre el principio de la realidad y el principio del placer. Ese es el origen de las llamadas «neurosis infantiles», como Freud describió en Inhibición, síntoma y angustia.[5] En las «neurosis de adultos», por el contrario, las defensas se disparan «por la angustia frente al superyo».[6] Esto es algo elemental, pero que Freud no estudió con detención, motivo por el que desde entonces ha dado lugar a todo tipo de interpretaciones. Pero más allá de todas ellas es evidente que los conflictos morales generan angustia, y que esta angustia no tiene mucho que ver con la represión de los instintos, sino con la incapacidad para definir las propias obligaciones, por ejemplo, profesionales. Dicho en términos aún más claros, la falta de conocimientos y habilidades de los médicos para resolver los conflictos morales que les plantea el ejercicio de su profesión, genera en ellos angustia y dispara los mecanismos de defensa. El mecanismo que en ese caso se dispara no es fundamentalmente la represión, porque la angustia no se genera por el conflicto entre el yo y el ello, sino otros, como la negación, el desplazamiento, la agresión, etc.
A mi modo de ver, éste es uno de los factores que más seriamente influyen hoy en la deficiente salud psíquica de los profesionales de la salud. El fenómeno conocido con el nombre de burn out es expresión clara de todo esto. La salud psíquica de los profesionales sanitarios es baja, no tanto porque anden reprimidos sexualmente, como una interpretación superficial del psicoanálisis llevaría a sostener, sino porque no saben manejar adecuadamente los conflictos morales que les plantea a diario su práctica profesional. Y en este sentido ni Freud ni el psicoanálisis pueden ayudarles mucho, precisamente porque la teoría psicoanalítica no ha elaborado correctamente el tema de las relaciones entre el yo y el superyo.
Conflictos inconscientes y relación de ayuda
Freud sí advirtió al final de su vida, sin embargo, que alguien que quiere ayudar a los demás en su vida necesita tener antes resuelto el conflicto en el que quiera ayudar. Este es un tema importantísimo. Abramos uno de los últimos trabajos escritos por Freud, el titulado Análisis terminable e interminable. Es del año 1937, dos antes de su muerte. Es, pues, una de sus últimas obras, en la que expresa su pensamiento más maduro. Abramos el capitulo séptimo, el penúltimo. En él comienza Freud citando una conferencia dada por Sandor Ferenczi diez años antes, en 1927, en el Congreso de Psicoanálisis de Imsbruck, a propósito de la terminación del análisis. La tesis de Ferenczi es que el éxito de la terapia psicoanalítica depende de que el analista haya aprendido de sus propios «errores y equivocaciones» y haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Nadie puede ayudar a otro en un conflicto que él mismo no tenga resuelto. Como es bien sabido, este es el origen del llamado «análisis didáctico».
Tras esta introducción, Freud comienza su análisis del tema. Un terapeuta que no haya alcanzado un cierto nivel de normalidad no puede ser útil para los pacientes. Y eso es, piensa Freud, lo que sucede con demasiada frecuencia. Su tesis en este capítulo es que los psicoterapeutas no tienen muchas veces la madurez psicológica a la que intentan conducir a sus pacientes.
No puede negarse que los psicoanalistas no han llegado invariablemente en su propia personalidad al nivel dé normalidad psíquica hasta el cual desean conducir a sus pacientes.
¿Podrán ayudarles o serles útiles en tal situación? Freud comienza buscando las razones para decir que si, que en esas condiciones también pueden ayudarles; más aún, que es bueno padecer la enfermedad o tener el conflicto del paciente para comprenderle en su padecimiento y poderle ayudar. Y escribe:
Con frecuencia los enemigos del psicoanálisis señalan este hecho con burla y lo utilizan como un argumento para demostrar la inutilidad de las técnicas psicoanalíticas. Podríamos rechazar esta crítica diciendo que presenta exigencias injustificables. Los psicoanalistas son personas que han aprendido a practicar un arte peculiar; además de esto, ha de permitírseles que sean seres humanos como los demás. Al fin y al cabo nadie mantiene que un médico es incapaz de tratar las enfermedades internas si no están sanos sus propios . órganos internos; por el contrario, puede argumentarse que existen ciertas ventajas en que un hombre que se halla amenazado por la tuberculosis se especialice en el tratamiento de personas que sufren esta enfermedad.
Como se habrá advertido, Freud vuelve sobre el tema del médico sano o el médico enfermo, y dice que, en primer lugar, el médico no tiene que estar sano para curar al paciente, y en segundo, que el padecer la misma enfermedad del paciente puede ayudarle a entender a éste y poner remedio a su problema. Freud, pues, está a mil leguas de la vieja sentencia hipocrática de que el médico tiene que estar sano para poder infundir confianza al ,enfermo y de ese modo serle útil. En el orden propio de las enfermedades orgánicas o somáticas, el medice, cura te ipsum ha dejado de tener vigencia. Parece más bien lo contrario, que el haber sufrido la enfermedad del paciente puede ayudarle al médico en el proceso terapéutico.
Pero una vez dicho todo esto, Freud toma distancia respecto de la citada opinión y dice que si bien eso puede ser cierto en el orden de las enfermedades somáticas, no lo es, desde luego, en el de las psíquicas, y menos en el de las relaciones psicoanalíticas.
En tanto es capaz de trabajar, un médico que sufra de los pulmones o del corazón no se halla impedido para diagnosticar y tratar enfermedades internas, mientras que las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hace que los propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz. Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus calificaciones- un grado considerable de normalidad y de salud mentales. Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica está basada en un amor a la verdad -esto es, en el reconocimiento de la realidad- ya que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.
«Un grado considerable de normalidad y de salud mentales»
En el orden de las enfermedades psíquicas no sucede, según Freud, lo mismo que en el de las somáticas. Aquí el terapeuta tiene que haber alcanzado el grado de normalidad al que quiere conducir a su paciente. Por tanto, ha de tener resueltos los conflictos en los que quiere ayudar a los demás. Aquí sí sirve el medice, cura te ipsum. Nadie puede ayudar a otro en aquello que él mismo no tenga resuelto. Un analista puede haber sido un neurótico, o puede haber tenido conflictos graves. Eso no sólo no es negativo en sí, sino que puede ser hasta positivo, en tanto en cuanto puede permitirle entender mejor la situación de su paciente. Pero es absolutamente necesario que haya salido de ahí antes de pretender ayudar a los demás en ese tema concreto. El analista tiene que haberse curado antes a sí mismo que a los demás. En caso contrario, les producirá más mal que bien.
Freud dice más en el párrafo transcrito. Dice que del terapeuta se espera no sólo que esté a la altura del paciente, o que tenga la normalidad a la que éste aspira, sino algo más. Freud dice que el terapeuta tiene que tener «alguna clase de superioridad», ya que va a ser para él «modelo» y «maestro». Este tema de la superioridad que se pide de él se explicita más ampliamente en el párrafo que sigue. En él trata de responder Freud a la objeción de que si se pone el listón tan alto, difícilmente va a poder superarlo nadie. A Freud esto le conmueve. Del psicoterapeuta se exige mucho, casi todo, o todo. Se le exige, casi, la perfección. Por eso dice de él que tiene su más sincera simpatía
por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus actividades. Parece casi como si la de psicoanalista fuera la tercera de esas profesiones 'imposibles' en las cuales se está de antemano seguro de que los resultados serán insatisfactorios. Las otras dos, conocidas desde hace mucho más tiempo, son la de la educación y del gobierno.
El texto no tiene desperdicio. Freud pone en relación el rol de analista con el del pedagogo y el del gobernante. De todos ellos se pide la perfección, la excelencia. Nadie puede enseñar a otro aquello que él no sepa y practique, ni puede gobernar a los demás si no sabe gobernarse a sí mismo. Esto es lo propio y característico de las «profesiones», término que utiliza el mismo Freud. En las profesiones, en esos roles sociales que tienen como objetivo la conducción no sólo del propio sujeto sino también de los demás, nada menos que la excelencia es de recibo. En ellas, pues, sí cabe aplicar el proverbio: «médico, cúrate a ti mismo». Como ejemplo de profesiones pone la de profesor y la de gobernante. Pero no son las únicas. Hay otras. Las tres profesiones tradicionales son las de sacerdote, gobernante y médico, a las que, efectivamente, se ha añadido siempre la de maestro o profesor. Quizá Freud ha excluido al médico de su elenco, dado que antes ha dicho de él que no tenla que estar sano para poder curar a sus pacientes. Tampoco parece que Freud le exija la salud psíquica. No hay más que leer otra de sus obras, Psicoanálisis y Medicina (Análisis profano) para comprender por qué. Freud considera que la medicina ha reducido su campo, desde la época del positivismo, al ámbito de los llamados signos físicos, los que el médico puede identificar en el proceso de exploración del paciente, minusvalorando hasta extremos inconcebibles tanto el síntoma, es decir, la sensación subjetiva del paciente, como la palabra, la comunicación verbal. De ahí que concluya:
No creemos deseable que el psicoanálisis sea devorado por la Medicina y encuentra su última morada en los textos de Psiquiatría, capítulo sobre la terapia, y entre métodos tales como la sugestión hipnótica, la autosugestión y la persuasión, que, extraídos de nuestra ignorancia, deben sus efectos, poco duraderos, a la pereza y la cobardía de las masas humanas. Merece mejor suerte, y hemos de esperar que la logre.
No, Freud no cree que la Medicina, definida al modo del positivismo, convertida en ciencia positivista, reducida a esos escuetos límites, sea una «profesión imposible» o «profesión de excelencia», y que deba exigirse a sus miembros la aspiración a la excelencia y el equilibrio psíquico, la madurez psicológica y humana que son necesarias en la educación y en el gobierno. En la medicina, como ya hemos visto, no es hoy de recibo el medice, cura te ipsum. Cuando todo se convierte en pura técnica que maneja datos objetivos y mensurables, todo eso sobra. ¿Pero y si la medicina no fuera eso9 ¿Y si el concepto positivista de medicina necesitara una radical revisión, y fuera necesario revalorar los síntomas y reintroducir en el acto médico la palabra? ¿Y si el médico tuviera algo de sacerdote, de pedagogo y de gobernante, y no fuera un mero técnico que maneja hechos y cifras? En ese caso a lo mejor hay que reintroducir a la medicina en ese grupo de profesiones en las que Freud considera que es necesaria no sólo una profunda normalidad psíquica, sino también «alguna clase de superioridad». A este nuevo médico habría que aplicarle, prácticamente, lo mismo que Freud dice del analista. Lo cual significa, cuando menos, que sí le sería aplicable el medice, cura te ipsum. Más tarde reaparecerá el tema.
Sigamos con el estudio del capítulo séptimo de Análisis terminable e interminable. En el último párrafo que hemos comentado, Freud ha puesto al analista al nivel del pedagogo y del gobernante, y le ha exigido una cierta «superioridad», al menos, la misma normalidad psíquica a la que aspira conducir a sus pacientes. Pero pronto se da cuenta que exigiendo eso, va a ser difícil que alguien pueda desempeñar dignamente ninguno de esos roles. Freud se hace cargo de ello, y por eso añade acto seguido que no es preciso que el aspirante a terapeuta no tenga conflictos psicológicos. Lo que es necesario es que sea capaz de verlos como tales, como conflictos, que pueda elevarlos desde el inconsciente a la conciencia y, de ese modo, resolverlos. Por eso escribe:
Evidentemente, no podemos pedir que el que quiera ser psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis; en otras palabras, que sólo tengan acceso a la profesión personas de elevada y rara perfección. Pero ¿dónde y cómo adquirirá el pobre diablo las calificaciones ideales que ha de necesitar en su . profesión? La respuesta es: en un psicoanálisis didáctico, con el que empieza su preparación para su futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede ser aceptado para un entrenamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico.
Todo esto significa que para desempeñar ciertos roles, y concretamente el de psicoterapeuta, es preciso que la persona haya puesto en orden antes su casa, es decir su inconsciente, se haya sometido a un proceso de formación y maduración. No en vano el procedimiento que propone Freud se conoce con el nombre de «análisis didáctico». Se trata de un proceso de aprendizaje, en el que, dice, el candidato tome conciencia de su inconsciente y del material reprimido que en él habita, y conozca los mecanismos por los que se rige y la técnica de su manejo. En el capítulo segundo de «Análisis profano» (1926), Freud lo describe así:
Cuando damos a nuestros discípulos una clase teórica de psicoanálisis, observamos la poca impresión que en ellos hacen nuestras palabras. Escuchan las teorías analíticas con la misma frialdad que las demás abstracciones con que en su vida de estudiantes se los ha alimentado. Por esta razón, exigimos que todo aquel que desea practicar el análisis se someta antes él mismo a un análisis, y sólo en el curso del mismo, al experimentar en su propia alma los procesos postulados por las teorías analíticas, es cuando adquiere aquellas convicciones, que han de guiarle luego en su práctica analítica.
La función del análisis didáctico es el proceso de análisis del propio analista, la terapia del propio terapéutica: de nuevo, bajo nuevo rostro, el «médico, cúrate a ti mismo»
Veamos más concretamente lo que el análisis didáctico implica. Es algo que Freud expone páginas antes, en «Análisis terminable e interminable». El inconsciente tiene su propia lógica, que desde luego es distinta de la del mundo exterior. El inconsciente busca la satisfacción emocional. La realidad exterior también tiene su propia lógica, que muchas veces es incompatible con la satisfacción de nuestros deseos emocionales. Entonces aparece el conflicto, el conflicto psíquico. Como escribe Freud, «el aparato psíquico no tolera el displacer, ha de eliminarlo a toda costa, y si la percepción de la realidad lleva consigo displacer, aquella percepción -esto es, la verdad- debe ser sacrificada». Este sacrificio es necesariamente una agresión a nuestro propio psiquismo. Y tal agresión hace que éste reaccione siempre del mismo modo, generando angustia. La angustia es el síntoma diana de la agresión psíquica, lo mismo que el dolor lo es de la somática. Lo que agrede nuestro psiquismo genera angustia; angustia, por supuesto, inconsciente. Y dispara, también de modo inconsciente, los que a partir de 1926 se llaman «mecanismos de defensa». El primer mecanismo que descubrió y describió Freud fue el de la «represión». La realidad exterior nos exige reprimir muchos de nuestros deseos. Esto hace que tengamos que reprimir continuamente nuestros impulsos más profundos. Pero la represión no sólo no es el único modo, o el único mecanismo de defensa que el psiquismo tiene para librarse de la angustia, sino que para el tema que a nosotros nos ocupa, no es el más importante. En las neurosis de la edad adulta, los conflictos no son tanto del ello con el yo, cuanto del super yo con el yo. Este es un tema que Freud no supo analizar bien, y sus discípulos menos, a pesar de la amplia literatura que existe sobre la cuestión de ética y psicoanálisis. El conflicto entre la conciencia moral y la realidad exterior genera angustia. El modo de protegerse contra las agresiones físicas es la. huida. ¿Hay algo así como una huida psíquica? Freud parece dudarlo:
Donde existen peligros externos el individuo puede ayudarse por algún tiempo mediante la huida y la evitación de las situaciones de peligro hasta que más tarde sea bastante fuerte para desplazar la amenaza mediante la alteración activa de la realidad. Pero no podemos huir de nosotros mismos; la huida no es un remedio frente al peligro interno. Y por esta razón los mecanismos defensivos del yo están condenados a falsificar nuestra percepción interna y a damos solamente una imagen imperfecta y desfigurada de nuestro ello. Por tanto, en su relación con el ello, el yo queda paralizado por sus restricciones o cegado por sus errores, y el resultado de esto en la esfera de los acontecimientos psíquicos sólo puede ser comparado al hecho de pasear por un territorio que no se conoce y sin tener un buen par de piernas.
En el orden físico la huida es posible, y todos la practicamos ante situaciones de conflicto. El médico, también. Pero en el orden estrictamente psicológico la huida es imposible. Aquí no se arreglan las cosas con un buen par de piernas. No nos queda más remedio que protegemos distorsionando la realidad; es decir, «negándola». La negación es en el orden psicológico lo que la huida es en el físico: el rechazo de la realidad. La negación es el mecanismo de defensa más frecuente, el que se dispara antes. Cuando algo nos provoca angustia, inmediatamente lo negamos. Y cuando la negación deja de protegemos, como no podemos huir, lo más lógico es que plantemos cara al asunto e iniciemos una batalla, es decir, que agredamos. La agresión es otro mecanismo de defensa, generado por la angustia inconsciente que nos invade.
Madurez emocional y control de la angustia
La tesis de Freud es que el analista ha de tener una aceptable salud psíquica, no sólo en su nivel consciente sino también en el inconsciente, lo que supone un grado considerable de madurez emocional y un control adecuado de la angustia, que le proteja contra la utilización de los mecanismos de defensa más irracionales y neuróticos. Para manejar muchos temas es necesario tener un inconsciente bastante oreado. Tienen que haberse abierto las puertas del inconsciente, permitiendo la entrada de aire fresco. La aireación la entiendo como el opuesto de la represión. Se reprime lo que no se es capaz de asumir, lo que nos domina, aquello que consideramos la parte oscura de nuestra personalidad. Esas partes oscuras en las que no entra la luz no ofrecen más que tinieblas. Y para los conductores de otros seres humanos son muy peligrosas.
Pues bien, la tesis que yo quiero defender aquí es que esto que Freud dice de los analistas hay que aplicarlo, mutatis mutandis, a los profesionales de la medicina. Y ello por la sencilla razón de que la medicina no es ni puede ser ya lo que el positivismo hizo de ella, aquello que Freud critica en el artículo antes citado, «Análisis profano». El positivismo nos enseñó a considerar las manifestaciones del paciente como «síntomas subjetivos», y los datos de la exploración física como «signos objetivos». Los historiadores de la medicina saben bien que estas definiciones de «síntoma» y «signo» no aparecen hasta la llamada «Escuela de París» de la primera mitad del siglo XIX. Sytoma y semeion son términos griegos, profusamente utilizados por los médicos hipocráticos. Pero su sentido era otro. Desde los hipocráticos hasta el siglo XIX, por signo se entendió siempre el dato que acompañaba siempre a una enfermedad, y que por tanto era patognomónico de ella, en tanto que se consideraba síntoma lo que podía acompañar o no al proceso morboso. Adviértase que aquí no aparecen por ningún lado los términos «subjetivo» y «objetivo». Éstos fueron introducidos por el positivismo. Este movimiento consideraba que había comenzado una tercera época en el desarrollo de la humanidad, tras la etapa mítica o primitiva y la especulativa o filosófica, que es la que habían inaugurado, precisamente, los pensadores griegos. Ahora se iniciaba la etapa positiva, gobernada por lo que Comte llamó el «régimen de los hechos». Por hechos se entendían los «hechos objetivos». Lo subjetivo era poco seguro y no podía ser objeto de tratamiento científico directo. Era necesario transformarlo en dato objetivo. Eso es lo que habían hecho las ciencias de la naturaleza desde la época de Galileo y Newton, y eso es lo que según Comte debían hacer las ciencias de la cultura, o las ciencias sociales. Si Comte es uno de los fundadores de la sociología como ciencia, es porque buscó elaborar una ciencia de la sociedad basada en hechos empíricos y objetivos, y no en meras especulaciones filosóficas.
Todo esto llegó a la medicina. La medicina positivista quiso seguir el modelo de las ciencias naturales. El título de la gran institución alemana de investigación científico-natural del siglo XIX, la Deutsche Gesellschaft fur Naturforscher und Árzte es buena prueba de ello. Por investigadores de la naturaleza, Naturforscher, se entendía los físicos, los químicos, los matemáticos, los biólogos, etc. En el siglo XIX se les añaden los médicos, Árzte, porque ellos han decidido seguir el mismo procedimiento. La medicina tiene que ser una ciencia como la física y la química. Y para ello van a fundar los grandes laboratorios de investigación experimental, en anatomía, en fisiología, en microbiología, etc. La clínica, por su parte, habrá de proceder conforme a un método estricto. Este método comienza del modo clásico, el que venía siendo usual desde el tiempo de los hipocráticos. De hecho, a las preguntas con que el clínico inicia la anámnesis, se las denomina «preguntas hipocráticas»: «Qué le sucede», «desde cuándo» y «a qué lo atribuye». Tras ellas, el médico investiga, también oralmente, los antecedentes familiares y personales del paciente. Todo muy clásico, como venía haciéndose desde hacía muchos siglos.
Pero a partir de ese momento, el estilo de la clínica cambia drásticamente. Se pasa a la llamada exploración física. Y ésta ya no tiene nada de clásico. El objetivo de la exploración es encontrar en el cuerpo del paciente signos físicos, mediante la inspección, palpación, percusión y auscultación, así como mediante las pruebas complementarias. Los datos aquí ya no se transmiten por la palabra, mediante el diálogo con el paciente, sino a través de los sentidos del médico y de instrumentos que amplían su capacidad de ver, de oír, etc. La exploración es básicamente muda. Y lo que nos da no son las sensaciones subjetivas del paciente, sino datos objetivos, signos físicos o químicos.
Pero lo más importante del método clínico positivista no está en eso, sino en la afirmación tajante de que las tres decisiones que ha de tomar el clínico, la diagnóstica, qué le pasa a este paciente, la pronostica, cómo va a evolucionar, y la terapéutica, qué puedo hacer por él, han de tomarse a la vista de los signos clínicos, es decir, de los datos ofrecidos por la exploración, y sólo a la vista de ellos. Esto es importante decirlo con un cierto énfasis, porque por lo general los clínicos no son conscientes de ello, a pesar de que lo estén practicando cotidianamente. El método positivista no permite que el clínico diagnostique a través de los síntomas, si se excluye la psiquiatría, e incluso en ella habría que hacer varios distingos. Al diagnóstico se llega mediante los signos físicos, no por los síntomas. Y cuando un paciente tiene síntomas pero somos incapaces de verificarlos mediante signos físicos, no podemos diagnosticarle de nada orgánico, y lo más que podemos hacer es remitirlo al psiquiatra.
Esto significa, cuando menos, dos cosas: que el método clínico positivista infravalora hasta límites insospechados el valor clínico del síntoma y de la palabra. Ahora bien, si algo intentó Freud con toda su obra, fue precisamente revalorizar ambos, el síntoma y la palabra; dicho de otro modo, el mundo del espíritu, el mundo del psiquismo. Eso tiene una enorme importancia en la vida de los seres humanos, y dejarlo de lado, como ha hecho la medicina, es cerrarse la puerta a la intelección cabal de la vida de los seres humanos, y por tanto también de su salud y de su enfermedad. Si se deja fuera todo ese mundo, sin duda el más importante, entonces el médico es un mero técnico al que no cabe aplicar el «médico, cúrate a ti mismo», ya que no tiene que conducir a los demás, ni ser su maestro, ni su modelo, ni tampoco su sacerdote o su gobernante. Pero en caso contrario, lo que hay que decir es que la salud de los profesionales sanitarios será muy baja, ya que al reducir su formación profesional a los aspectos puramente objetivos y técnicos, dejan fuera todo el mundo del espíritu, lo que probablemente les va a llevar a no saber interactuar correctamente con sus pacientes y a llenarse de angustia. Los médicos positivistas no necesitan una gran madurez psicológica; basta con que tengan una adecuada formación técnica. Lo que cabe preguntarse es sí los tales responden a lo que tradicionalmente se ha entendido por un médico y lo que la sociedad espera de ellos.
5. EL CONTEXTO PROFESIONAL: CUÍDATE A TI MISMO
«Sálvate a ti mismo», «cúrate a ti mismo», «conócete a ti mismo», «analízate a ti mismo». Parecería que con esto ya está todo. Pero aún falta algo más. Porque todo eso confluye en un último punto, el de saberse ayudar uno a sí mismo, el de cuidarse a uno mismo. Es el tema del cuidado del cuidador y en especial del autocuidado, hoy tan de actualidad. La relación de ayuda desgasta, y si no se sabe manejar muy bien, hace que los cuidadores tengan que abandonar su rol activo y convertirse en sujetos pasivos, necesitados ellos también de cuidados.
Si algo ha descubierto el último siglo es la importancia del «autocuidado». Y ello por una razón a la postre filosófica. Es que de no ser así, el sujeto cuidado asume un rol pasivo y, en tanto que tal, muy poco autónomo y humano. Los cuidados se han entendido tradicionalmente con criterios verticales, de cuidador y cuidado, el primero activo y con deber de mando, y el segundo pasivo y con deber estricto de obediencia. Ha sido una relación que, cuando se extrema, termina en conductas sadomasoquistas, del tipo yo mando/tú obedeces. Lo cual explica la frecuencia del maltrato en las relaciones de cuidado, tanto de niños como de ancianos.
Esto permite entender por qué a partir de mediados del siglo XIX la frase «médico, cúrate a ti mismo», ha comenzado a tener un nuevo significado, el de cuida de ti mismo, atrévete a ser autónomo, a tener cuidado de ti mismo y no endosar sobre los demás lo que son obligaciones tuyas.
No es un azar que Federico Nietzsche, el gran fustigador de la historia europea anterior, el pensador que otea una nueva época en la que el servilismo de periodos anteriores desaparecerá, escriba en Así habló Zaratustra: «Médico, ayúdate a ti mismo: así ayudas también a tu enfermo. Sea tu mejor ayuda que él vea con sus ojos a quien se sana a sí mismo».
El síndrome del «burn-out
En cualquier caso, cada día resulta más evidente que los médicos, y en general los profesionales de la salud, no saben cuidar de SÍ mismos ni ayudarse a si mismos. Eso es lo que viene a demostrar el llamado síndrome del burn-out. Hoy, como se sabe, es toda una epidemia. Conocemos que afecta más a los especialistas que a los médicos generales, llegando a cifras del 75 % en los grupos de residentes norteamericanos. En España afecta a los profesionales de modo diferente según la edad, el tipo de especialidad: (psiquiatría, medicina de familia, etc.), las condiciones de trabajo y otros factores, en un rango que va del 15 % al 66 %. En los países más desarrollados se alcanzaron cifras superiores al 50% hace aproximadamente una década. Esto es tanto más preocupante cuanto que padecer este síndrome posee devastadores efectos psicológicos en los profesionales, lo que tiene, entre otras consecuencias, la de un mayor número de errores técnicos.
El síndrome del burn-out fue descrito por vez primera por el psicoanalista norteamericano Herbert J. Freudenberger en 1974. El término suele traducirse al castellano por «síndrome de desgaste profesional» (SDP), y se le conoce también con el nombre de «enfermedad de Tomás», en recuerdo del protagonista de la novela de Milan Kundera, La insoportable levedad de ser, un neurocirujano frustrado. No es que antes no existiera el término, ni que no se aplicara al desgaste profesional. Pero no tenia una caracterización precisa, y menos podía evaluarse mediante procedimientos objetivos. Freudenberger lo definió como «un estado de fatiga o de frustración que se produce por la dedicación a una causa, forma de vida o de relación que no produce el esperado refuerzo». No es exclusivo de los médicos, sino que afecta a todos aquellos que trabajan en profesiones de ayuda como los educadores o los trabajadores sociales, además de las enfermeras y en general, los profesionales sanitarios. El desgaste se debe a que estos profesionales reciben unas demandas excesivas por parte de las personal a las que atienden, que se ven incapaces de colmar. Poco a poco, se ven a sí mismos sobrepasados por las a las que han de atender profesionalmente. En los años setenta ese síndrome empezó a ser muy frecuente. Y desde entonces las cifras no han hecho más que aumentar, hasta el punto de que hoy adquieren caracteres epidémicos en ciertos grupos profesionales. La situación es tan preocupante, que en distintos países de Europa, y en España en Cataluña, se han creado unidades dedicadas exclusivamente al manejo de los trastornos mentales graves (TMG), en especial drogodependencias, entre los profesionales sanitarios. El programa catalán, liderado por el Colegio de Médicos de Barcelona, se denomina «Programa de Atención Integral al Médico Enfermo» (PAIME). A pesar de su juventud, el centro se halla ya al borde de la saturación. La demanda es tal que no resulta fácil atenderla de modo adecuado. Se calcula que entre un 10 y un 12% de los médicos sufrirán problemas mentales o conductas adictivas a lo largo de su vida profesional.
El síndrome de desgaste profesional no debe confundirse, en cualquier caso, con otros limítrofes a él, como la «fatiga» profesional, la «depresión», o el «estrés profesional» y menos con el de enfermedad mental, aunque sí puede actuar como desencadenante de cualquiera de ellos. Después de los trabajos de Perlman y Hartman y, sobre todo, de los de Maslach y Jackson este síndrome suele caracterizarse por tres tipos de factores, el agotamiento emocional (AE), la despersonalización de la actividad profesional (DP) y la menor esperanza de realización personal a través del trabajo profesional (PA). Estas variables son las que mide el cuestionario de burnout hoy más utilizado, el Maslach Burnout Inventory, o MBI. En cualquier caso, hay otro conjunto de escalas alternativas o complementarias, como la de clima social en el trabajo (WES), la escala de ansiedad y depresión hospitalarias (HADS), el índice de reactividad al estrés (IRE-32), el cuestionario de calidad de vida profesional (QVP-35), etc. Ni que decir tiene que cada uno mide dimensiones diferentes, y que las puntuaciones alcanzadas son también distintas.
Las razones del «burn-out»
De lo hasta aquí visto parece deducirse que el síndrome de desgaste profesional existía con anterioridad a la década de los setenta, pero que entonces experimento un importante incremento, hasta exigir su análisis pormenorizado. ¿Qué pasó en los años setenta? ¿A qué se debe que en los últimos treinta o cuarenta años la salud de los profesionales sanitarias haya disminuido de forma tan preocupante? ¿Por qué los médicos están ahora tan llenos de angustia, y por qué esto les impide cumplir dignamente con los objetivos de su profesión de ayudar a los demás en sus enfermedades y padecimientos?
Caben varias respuestas. No deja, en cualquier caso, de resultar significativo que ese fenómeno coincida en el tiempo con un conjunto de acontecimientos de enorme relevancia histórica. El primero es, sin duda, la explosión técnica. A partir de los años sesenta nuevas técnicas, de eficacia casi milagrosa, invaden la medicina. Piénsese, sólo como ejemplo, en las llamadas técnicas de soporte vital, que exigieron la apertura de unas unidades nuevas, las llamadas unidades de cuidados intensivos. Ellas permitieron gobernar de modo nuevo las situaciones críticas, y con ello manejar con verdadero dominio, por vez primera en la historia de la humanidad, los límites entre la vida y la muerte. Hasta hace muy poco era la naturaleza la que ponía fin a la vida de los seres humanos. Se hablaba de «muerte natural». Hoy casi, ninguna muerte es del todo natural. Toda muerte es más o menos intervenida por la medicina, y en muchos casos ya no es la naturaleza la que decide cuándo y cómo debe morirse, sino los profesionales. Ahora bien, esto ya no es sólo un problema técnico sino también un problema moral. La nueva tecnología ha incrementado los conflictos morales en medicina, tanto en el final de la vida como en el origen de la vida y en sus etapas intermedias. Y los conflictos morales, sobre todo si no se sabe resolverlos, generan angustia y disparan los mecanismos de defensa del yo.
Pero en los años sesenta y setenta pasaron más cosas. Son los años de eclosión de los movimientos en pro de los derechos civiles. Recuérdese la lucha de Martin Luther King por conseguir el disfrute de los derechos civiles de las minorías de color. Es también la época del auge del feminismo y de otros muchos movimientos de minorías, o no tan minorías, que reivindican ser tratadas en igualdad con los demás ciudadanos. Y es también el tiempo de aparición de los derechos de los enfermos. Estos reivindican también sus derechos. Poco después surgirá el movimiento antipsiquiátrico, de reivindicación de los derechos de los enfermos mentales. Nueva fuente de conflictos. Ahora resulta que los pacientes pueden exigir a los profesionales que tengan en cuenta sus valores y sus creencias en los procesos de toma de decisiones. Esto, ciertamente, no entraba en el modelo positivista. Ser testigo de Jehová no era un signo físico a tener en cuenta a la hora de indicar o no una transfusión sanguínea. ¿Qué hacer con los valores y las creencias de los pacientes? ¿Cómo manejarlos? Se trataba de fenómenos subjetivos, no objetivos, y que además debían comunicarse verbalmente, ya que no habla otro modo de explorarlos. Tenían las dos características que la medicina positivista tanto había despreciado, el ser subjetivos y el comunicarse a través de la palabra. ¿Qué hacer con ellos? La ignorancia, el desconocimiento, generan siempre zozobra, insatisfacción y angustia. De nuevo se planteaban conflictos morales para los que el médico no tenla respuesta. Y como consecuencia de ello, la angustia y el disparo de los mecanismos de defensa más primitivos, la negación, la ira, la racionalización, la agresión, etc.
Hay una tercera razón que permite entender por qué a partir de los años setenta se han disparado todas las alarmas. En 1973 hubo una famosa crisis económica, a partir de la cual todos los sistemas previsionales de salud de carácter público entraron en números rojos. Los gastos comenzaron a ser mayores a los ingresos, y conceptos que hasta entonces nadie conocía, como los de «distribución de recursos escasos» o «explosión de costes», empezaron a ser normales. Es entonces cuando comienza a hablarse de la «doble agencia» del profesional, que además de cuidar de la salud de su paciente tiene que velar también por la gestión correcta del gasto sanitario. Nuevo problema moral. ¿Cómo manejar correctamente estos valores, de una parte el valor que es la vida y la salud del paciente, y de otra el valor económico? Nueva situación de desconcierto, nueva crisis de angustia y nuevo disparo de los mecanismos de defensa.
El «burn-out», los valores y la ética
Los datos actuales sobre la salud de los profesionales son ciertamente preocupantes. Tanto, que a mi modo de ver no van a poderse corregir con medidas coyunturales. No se trata sólo, ni quizá principalmente, de incrementar sus ingresos o de darles algunos minutos más por paciente. La cosa es, probablemente, más .grave. De lo que se trata es de cambiar viejos modelos, hoy obsoletos, y educar a los sanitarios de modo completamente nuevo y distinto. Se trata de que vuelvan a introducir en su área de actividad cosas que nunca debieron salir de ella, y que sean educados y entrenados en el manejo correcto de esas dimensiones, las más importantes que tenemos los seres humanos.
¿De qué estoy hablando? De los valores y de su correcto manejo. Un campo minado y de no fácil exploración. Ante los valores caben dos posturas contrapuestas, las más frecuentes y también las más .irracionales. La primera es la «imposición». Consiste ésta en considerar que los únicos valores auténticos son los propios, los de uno, y que los demás no tienen derecho a la existencia. Ha sido la actitud más frecuente, no sólo en medicina sino en la vida toda, y eso es lo que se conoce con el nombre de «paternalismo» médico. La actitud opuesta es la de «trivialización» o indiferencia. Sobre los valores no cabe disputa racional posible y, por tanto, lo único que cabe es la más absoluta neutralidad. No merece la pena meterse en ese campo. Basta con aceptarlo, aceptar los valores de cada uno y por tanto con mantenerse neutral ante ellos.
Pero hay otra actitud posible, que es la más madura y correcta. Frente a la «imposición» y la «trivialización», la «deliberación». Sobre los valores hay que deliberar, porque si bien no son completamente racionales, sí son y deben ser razonables. No es éste el momento ni el lugar de exponer en qué consiste la deliberación y cómo educar en ella. Pero si conviene dejar claro que sólo mediante el uso de esta técnica, el médico podrá manejar adecuadamente los conflictos morales, lo que le evitará una gran carga de angustia y le ayudará a mejorar la calidad de su práctica profesional. Educar a los profesionales en la deliberación sobre conflictos de valores y hacer posible que éstos incorporen esta técnica a su relación con los pacientes es, si no la única, sí, quizá, una de las principales armas que podemos ofrecerle para prevenir el desgaste profesional y toda la otra serie de patologías y adicciones que ese síndrome acarrea.
El año 1982 Mark Perl y Earl E. Shelp publicaron un artículo en el New England Journal of Medicine titulado «Consultas psiquiátricas que enmascaran dilemas morales». En él llaman la atención sobre el hecho de que cuando los médicos se encuentran ante conflictos que no están relacionados directamente con cuestiones técnicas de tipo diagnóstico, pronóstico o terapéutico, sino que más bien tienen que ver con las actitudes o los valores de los pacientes, con frecuencia intentan resolver esos conflictos a través de la interconsulta psiquiátrica. Ello se debe a que consideran, con razón, que el psiquiatra sabrá manejar mejor las relaciones emocionales con el paciente y será capaz de convencerle de aquello que la medicina considera que debe hacerse en ese caso concreto.
Este modo de proceder tiene varios puntos muy débiles. Uno primero, el creer que todo conflicto de valor -es decir, el hecho de que alguien tenga unos valores distintos de los nuestros e intente hacerlos valer en su relación con el médico- tiene en su base un trastorno mental más o menos profundo, como, por ejemplo, una depresión. Otro problema de este enfoque es que, como dicen los autores, pone al enfermo sobre la sospecha de que tiene un problema psicológico o mental, o que se halla en una situación de incapacidad o incompetencia para decidir. De aquí se deduce un tercer problema, éste del médico, y es creer que los problemas éticos son problemas técnicos mal planteados, o si no conflictos psicológicos no resueltos o trastornos mentales no bien manejados. Reducir los problemas éticos a enfermedades, y más en concreto a enfermedades mentales; o dicho en otros términos, patologizar la ética o psiquiatrizar su manejo es una de las peores cosas que pueden suceder, y que en mi opinión no obedecen más que a una causa, y es la propia angustia y la falta de conocimientos del profesional. Es importante distinguir con precisión lo que es un problema psicológico de lo que es un problema moral. Es comprensible esta confusión, ya que en el propio médico no hay duda que el problema moral acaba desencadenando un conflicto psicológico. De hecho, estos problemas que no sabe resolver le generan angustia, y con ella un enorme desgaste psicológico y profesional. Pero psiquiatrizar la ética es un reduccionismo por completo inaceptable.
Lo que sí es cierto es que una formación adecuada de los profesionales en el manejo de los conflictos de valor en general, y de los morales en particular, contribuirá decisivamente a disminuir sus niveles de angustia, a incrementar la calidad de su actividad profesional y a aumentar su satisfacción personal en el trabajo. Mi tesis es que se trata, sin duda, de un buen procedimiento para mejorar su salud física y psíquica y para controlar el síndrome de desgaste profesional.
Más complicado es el tema de cómo debe ser esa formación. En 1988 publicó David Bernard, profesor del Departamento de Humanidades Médicas de la Universidad de Pennsylvania en Hershey, un artículo en el que se preguntaba por qué los médicos tenían tantas dificultades a la hora de enfrentar los problemas éticos. La cosa es tanto más extraña, pensaba, cuanto que a lo largo de estas últimas décadas la bioética ha ido poniendo a punto técnicas y procedimientos para manejar los conflictos más importantes; así, los relativos a la expresión de voluntades por parte de los pacientes, consentimiento informado, instrucciones previas, órdenes de no reanimación, rechazo de tratamientos vitales, etc. Sin embargo, no parece que esto haya ayudado mucho a los profesionales. El autor se preguntaba por qué esta especie de fracaso en el manejo de los conflictos de valor en medicina. Y la respuesta que se daba era que ese fracaso tiene dimensiones técnicas, comportamentales y éticas, pero que tiene también otras que él llama existenciales. La medicina está en contacto con lo más problemático del ser humano, el fracaso, el dolor, la enfermedad, la finitud, la muerte. Manejar estas dimensiones sin gran desgaste exige no sólo madurez técnica, psicológica y ética, sino también humana, existencial. El médico ha de ser una persona muy sana espiritual o existencialmente, so pena de no poder ayudar a los demás en esos trances tan críticos. Freud dijo que nadie puede ayudar a otro en un conflicto que él no tenga previamente resuelto. Y el conflicto de la medicina es, a fin de cuentas, el conflicto de la vida humana.
¿Qué se deduce de todo esto? Que el médico ha de ser un auténtico educador o pedagogo del paciente en cuestiones de valor; que tiene que hacer que salga lo mejor que éste lleva dentro. Y que para esto es necesario que él esté muy sano, no tanto físicamente, cuanto psicológica y espiritualmente. Sólo así sabrá controlar sus propios fantasmas inconscientes, respetar a los demás, no imponerles los propios valores, sino ayudarles a madurar los suyos propios y a vivir conforme a ellos. De nuevo hay que recurrir a Freud. En su escrito Apéndice a la discusión sobre el `Análisis profano', Freud escribe:
Nosotros, los analistas, nos planteamos el objetivo de llevar a cabo el análisis más complejo y profundo que sea posible de nuestros pacientes; no queremos aliviarlos incorporándolos a las comunidades católica, protestante o social, sino que procuramos más bien enriquecerlos a partir de sus propias fuentes íntimas, poniendo a disposición de su yo aquellas energías que, debido a la represión, se hallan inaccesiblemente fijadas en su inconsciente, así como aquellas que el yo se ve obligado a derrochar en la estéril tarea de mantener dichas represiones. Lo que así hacemos es una guía espiritual en el mejor sentido del término.
El profesional sanitario, gula espiritual. Nada más y nada menos. La meta es elevada y la exigencia, enorme. No puede extrañar que en muchos casos acabe en rotundo fracaso, lo que a la vez genera una terrible frustración personal y profesional. Esto no tiene más que dos salidas posibles. Una primera, reducir las exigencias a que se ven sometidos los profesionales de la salud. No creo que esta salida sea viable. La salud, la enfermedad y la muerte serán siempre situaciones muy particulares de los seres humanos, que exigen de los profesionales que las atienden un gran compromiso, no sólo técnico sino también ético. La otra solución es educar bien a los profesionales, para que sepan manejar todas estas cuestiones de modo adecuado, sin demasiada incertidumbre, sin excesivo gasto personal, con gran autocontrol y bajos o nulos niveles de angustia. Esto hoy es perfectamente posible conseguirlo. Y además es deseable. Más aún, resulta completamente necesario. Porque «si un ciego guía a otro ciego, ambos a dos caerán en el hoyo.» (Mt 15,14).
Autor:
Maximo Contreras
[1] ANA FREUD, El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires, Paidos, 1971, pp. 13-14.
[2] ANA FREUD, El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires, Paidos, 1971, p. 14.
[3] ANA FREUD, El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires, Paidos, 1971, pp. 51-2.
[4] ANA FREUD, El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires, Paidos, 1971, p. 53.
[5] Cf. ANA FREUD, El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires, Paidos, 1971, p. 66.
[6] Cf. ANA FREUD, El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires, Paidos, 1971, p. 64.
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