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La lógica jurídica y la nueva retórica (página 2)

Enviado por Carla Santaella


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La obligación de recurrir a la ficción es significativa, pues indica que la realidad jurídica constituye un freno inadmisible para una buena administración de justicia. El recurso a la ficción jurisprudencial es la expresión de un malestar, que desaparece gracias a la intervención del legislador o a una interpretación de la ley que tenga en cuenta la modificación de la ideología jurídica. Cada vez más estamos abandonando la idea de que el derecho se limita a la ley estricta. Nos encontramos ya en la tercera fase de evolución del pensamiento jurídico posterior al Código de Napoleón.

Recurrir a la ficción es una revuelta contra la realidad jurídica, es la revuelta del que cree que no tiene las condiciones necesarias para modificarla, pero que se niega a someterse a ella, porque le obligaría a tomar una decisión injusta.

Para poner fin a ello, la manera más conforme con la tradición que somete el poder judicial la legislativo, sería modificar los textos legales; aunque los tribunales pueden igualmente ponerle fin reinterpretando los textos y saliendo de la ideología positivista y legalistas del derecho, según la cual el derecho es la expresión de la voluntad de la nación, de la cual el legislador es el único portavoz calificado en virtud de la doctrina de la separación de poderes.

III.- El razonamiento judicial después de 1945

Las concepciones modernas del derecho y del razonamiento judicial después de la segunda guerra mundial, constituyen una reacción contra el positivismo jurídico y sus dos sucesivos aspectos: la Escuela de la Exégesis y la concepción analítica del derecho, y la Escuela funcional o sociológica, que interpreta los textos legales en función de la voluntad del legislador.

Hans Kelsen presenta al derecho como un sistema jerarquizado de normas en el que la inferior se deduce por medio de la determinación de las condiciones según las cuales puede autorizarse la creación de normas inferiores, dependiendo la eficacia del sistema, de la adhesión que se presupone a una norma fundamental, que será la constitución originaria.

En la concepción de Kelsen se han modificado ligeramente las relaciones entre voluntad y razón, características del pensamiento del siglo XVIII, según el cual la ley es la expresión de la voluntad de la nación, y el juez el que dice el derecho en un supuesto particular: es la razón lógica y puramente deductiva.

Kelsen reconoce que la indeterminación del cuadro legal dentro del cual el juez ejerce su actividad, le da ocasión, no sólo para deducir la solución concreta a partir de una regla general, sino también para proceder libremente a una interpretación de la ley, que resulta de una opción ejercida por su voluntad. El juez remata el diseño que la ley presenta antes de hacer de él la premisa mayor del silogismo judicial. Al proceder de esta forma, pasando de la norma general a la decisión judicial, que constituye una norma particular, actúa como un administrador, encargado de su función, que la ejerce del mejor modo posible al tener en cuenta consideraciones de oportunidad.

La concepción teleológica y funcional del derecho que acabó con la Escuela de la Exégesis, se ha desarrollado al mismo tiempo que la sociología jurídica. La consecuencia que trajo fue la reducción del derecho a la sociología, como si la elaboración de las reglas de derecho fuese un fenómeno natural al cual le fueran extrañas la voluntad y las aspiraciones de los hombres.

Con el advenimiento de un estado criminal como el Nacional Socialista Obrero Alemán, incluso a positivistas probados como Radbruch les fue imposible seguir defendiendo la tesis de que "la ley es la ley", y que el juez debe ajustarse a ella en todo caso. Después de 1933 se demostró que no se podía identificar el derecho con la ley. Hay principios que aunque no constituyan objeto de una legislación expresa, se imponen a todos aquellos para quienes el derecho no es sólo expresión de la voluntad del legislador, sino de los valores que tiene por misión promover, entre los cuales figura en primer plano la justicia.

El juez no puede conformarse con motivar su decisión de una manera aceptable; debe apreciar también el valor de esta decisión y decidir si le parece justa, o, por lo menos, razonable.

¿Es libre el juez para hacer conocer su apreciación subjetiva de lo justo y lo injusto, cualquiera que sea la inspiración que tenga y para motivar su decisión en consideraciones morales, políticas y religiosas, para cumplir de manera satisfactoria la misión que le ha sido confiada? ¿Puede dejar de lado la ley y pretender que cumple, sin embargo, su misión de decir el derecho? El Presidente del Tribunal de primera Instancia de Chateau-Thierry entre 1889 y 1904 decía que sí. Él quería ser el "buen juez, favorable a los pobres y severo con los privilegiados". No se preocupaba ni de la ley, ni de la jurisprudencia, ni de la doctrina, y se comportaba como si fuera la encarnación del derecho.

Cualquier litigio cuya solución dependa de una cuestión de derecho, enfrenta a unos adversarios que defienden sobre el punto tesis diametralmente opuestas. La afirmación de que tal tesis es preferible en derecho, supone la existencia de un orden jurídico, pues de otro modo sería imposible motivar de una manera jurídicamente válida la parte dispositiva del fallo.

Después de la segunda guerra mundial y de los juicios de Nüremberg comprobamos que los tribunales invocan, cada vez con más frecuencia y cada vez de una manera más paladina, principios generales del derecho que son comunes a todos los pueblos civilizados.

¿Se trata de un retorno al derecho natural clásico? Yo diría más bien que es un retorno a la concepción de Aristóteles, que afirmaba la existencia, al lado de las leyes especiales, de un derecho general, constituido por "todos los principios no escritos que se consideran reconocidos en todas partes"14.

"Los principios generales del derecho tienen valor de derecho positivo. Su autoridad y su fuerza no derivan de una fuente escrita. Existen fuera de la forma que les dé el texto cuando éstos se refieran a ellos. El juez los declara. Comprueba su existencia. Y esto permite decir que la determinación de los principios generales del derecho no autoriza una libre investigación científica. Se forman fuera del juez, pero, una vez formados, se imponen al juez y el juez está obligado a asegurar el respeto que los principios reclaman".

El ejemplo más indiscutido de un principio general unánimemente respetado es el del derecho de defensa. Sin embargo hay otros que no se refieren a la idea de justicia, sino a principios fundamentales de derecho público, tales como es la permanencia del Estado y la continuidad de los poderes constituidos.

Puede ser característica una sentencia dictada después de la primera guerra mundial. Durante la misma, Bélgica (Monarquía parlamentaria) fue ocupada casi enteramente por el ejército alemán. El Rey y el ejército se encontraban en El Havre, por lo que el poder legislativo era ejercido en exclusiva por el Rey, en forma de Decretos-Leyes.

Si la teoría de Kelsen fuese conforme a la realidad, y si el texto constitucional debía constituir la norma fundamental del derecho belga, se tendría que haber decretado la inconstitucionalidad de los Decretos-Leyes. Sin embargo no se dudó en afirmar que precisamente "en aplicación de los principios constitucionales, el Rey, que durante la guerra se había quedado como único órgano del poder legislativo, que había conservado su libertad de acción, adoptó las disposiciones con fuerza de ley que demandaban imperiosamente la defensa del territorio y los intereses vitales de la nación.

En el caso concreto la letra de la Constitución resultaba sobrepasada por una serie de principios axiomáticos de Derecho Público:

a) Jamás ha quedado en suspenso la soberanía de Bélgica b) Una nación no puede quedarse sin gobierno

c) No es posible un gobierno sin ley, es decir, sin poder legislativo.

De lo cual se desprende la necesidad de que legislara solamente el Rey, cuando las cámaras se encontraban impedidas para cumplir su función.

Se han elaborado diversas teorías para relativizar algunos textos e impedir su aplicación en los casos contemplados por ellos. Tal es la teoría del abuso del derecho.

"En numerosos casos, escribe Josserand, la falta cometida por el titular consiste en haber utilizado su derecho de manera dañosa para otro y sin interés apreciable para sí mismo. Por ejemplo un propietario que pudiendo elegir entre diferentes maneras de ejercitar su derecho, opta, sin obtener de ello ningún beneficio personal, por el modo ejecución más desfavorable para su entorno"16. El contenido técnico del derecho por sí solo no basta para determinar la licitud de las actividades humanas. La conformidad exterior con las leyes no agota la obra de la justicia".

El Art. 544 del Código Civil Belga define la propiedad como "el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta siempre que no se haga de él uno prohibido por las leyes y por los reglamentos". Sin embargo, la teoría del abuso del derecho insiste en que los derechos subjetivos no se pueden ejercitar de una manera que sea contraria al interés general. Al exigir que el derecho de propiedad no se ejercite de manera que, sin utilidad para el propietario, sea perjudicial para otro, la doctrina y la jurisprudencia introducen una limitación del derecho de propiedad, que no estaba previsto en el artículo 544.

Esser constata que la enumeración de métodos de interpretación de textos, el recurso a los precedentes y a los principios generales, a los fines y a los valores que el legislador trata de promover y proteger, todo este arsenal de argumentos es totalmente insuficiente para guiar al juez en el ejercicio de sus funciones, pues ningún sistema establecido puede a priori indicarle, en un caso concreto, a qué método de razonamiento debe recurrir, si debe aplicar la ley literalmente, o, por el contrario, restringir o extender su alcance. La teoría que Esser se esfuerza por elaborar, trata de fundarse en la práctica judicial A esta última no le inspira tanto un deseo de comprender y de interpretar los textos legales conforme a métodos de escuela, cuanto una intención consciente de buscar una solución justa adecuada a la naturaleza del problema.

La solución justa del litigio no es simplemente, como afirmaría el positivismo jurídico, el hecho de que sea conforme con la ley, es decir legal. Es muy raro que exista una sola manera de concebir la legalidad de la solución. Más bien es una idea previa acerca de lo que constituirá una solución justa, razonable y aceptable lo que guiará al juez en su búsqueda de una motivación jurídicamente satisfactoria.

Desde esta perspectiva, el razonamiento jurídico deja ser una simple deducción silogística cuya conclusión tiene que imponerse, ni tampoco es la simple búsqueda de una solución equitativa que se puede llegar a no a insertar en el orden jurídico vigente. La tarea que el juez se impone es la búsqueda de una síntesis, en la que se tenga en cuenta, a la vez, el valor de la solución y su conformidad con el derecho.

La interpretación de la ley aplicable a un caso concreto ha de considerarse como una hipótesis, que, en definitiva, se adoptará o no según que la solución concreta a que lleve, sea o no aceptable18. La especifidad del pensamiento jurídico únicamente se comprende teniendo en cuenta esta doble exigencia, que hace necesario un ir y venir de la mente desde la situación vivida a la ley aplicable y viceversa19.

El poder judicial no esta enteramente subordinado, ni simplemente opuesto al poder legislativo. Constituye un aspecto complementario e indispensable de éste, que le impone una tarea no sólo jurídica, sino también política, como es la de armonizar el orden jurídico de origen legislativo, con las ideas dominantes de lo que es justo y equitativo en un medio dado.

Las máximas jurídicas o adagios, son los proverbios del derecho. Son fórmulas concisas y breves, síntesis que resultan de la experiencia y de la tradición, que encuentran su crédito en su antigüedad y en su forma lapidaria. Desde el punto de vista de fondo son verdades de orden general, que no tienen en cuenta excepciones y que ignoran la evolución del derecho. Las máximas representan puntos de vista que la tradición jurídica ha tenido siempre en cuenta y que proporcionan argumentos que la nueva metodología no puede descuidar, si quiere conciliar la fidelidad al sistema con el carácter razonable y aceptable de la decisión.

Los tópicos jurídicos, se refieren a los lugares específicos de Aristóteles, que son los que conciernen a materias particulares; y se oponen a los lugares comunes, que se utilizan en el discurso persuasivo en general.

Gerhard Struck ha puesto de relieve el papel de los tópicos jurídicos en la legislación y en la jurisprudencia alemanas actuales, y ha construido un catálogo de lugares específicos utilizados en derecho20.

En dicho catálogo aparecen sesenta y cuatro, que si bien no es necesario mencionarlos todos, es útil examinar algunos de ellos, para que aparezca, como los lugares específicos que se señalan, no son otra cosa que argumentos que se encuentran en todas las ramas del derecho y que dan su alcance real al razonamiento jurídico que no quiera limitarse a ser mera cita de textos. Algunos son principios generales, otros adagios y finalmente están los que indican los valores fundamentales que el derecho protege y pone en práctica.

Enumeramos algunos con su número de orden en dicho catálogo:

1.- Lex posterior derogat legi priori

Si una disposición posterior, que emana de la misma autoridad o de una autoridad superior, se opone a una disposición más antigua, esta última está implicitamente derogada.

2.- Lex especialis derogat legi generali.

Una ley especial deroga a una ley general.

4.- Res judicata por veritate habetur.

La cosa juzgada debe ser reconocida como verdadera.

5.- De minimis non curat praetor.

El pretor no se ocupa de las cosas de poca importancia. Encuentra aplicación en la determinación de competencia de diferentes jurisdicciones, en la apreciación de los hechos que pueden dar lugar a revisiones, y en la de la importancia de la lesión que puede dar lugar a la anulación de un contrato de venta.

6.- Ne ultra petita.

La condena no puede sobrepasar la demanda (salvo en Derecho Laboral).

7.-Et auditur altera pars.

Hay que oir también a la parte contraria: Principio del derecho defensa.

9.- In dubio pro reo o in dubio pro libertate.

Este principio está en la base de la presunción de inocencia.

16.- Nemo plus iuris transferre potest quam ipse haberet.

Nadie puede trasmitir más derechos que los que tiene.

19.- Casum sentit dominus.

El propietario soporta el daño resultante del azar.

27.- Quisquis praesumitur bonus

Se presume que todo el mundo es bueno.

28.- Venire contra factum proprium.

No se puede atacar lo que resulta del propio hecho.

29.- Iura scripta vigilantibus

Las leyes han sido escritas para los que no son negligentes. La negligencia no puede constituir un motivo de excusa.

38.- Favor legitimitatis.

El derecho favorece lo que es legítimo. Regla que vale tanto en la prueba como en la interpretación.

Al lado de estos adagios latinos se encuentran otros en alemán, que parecen derivar de una concepción más moderna del derecho

3.- Las excepciones son de interpretación estricta

8.- No se puede ser juez en causa propia

10.- Lo que se produce una sola vez no cuenta

11.- La simple posibilidad de duda no puede ser determinante: hay que contentarse, para la convicción del juez con un grado de certidumbre suficiente en la vida práctica.

12.- Hay que restituir lo que ha sido adquirido sin razón jurídica.

14.- En la duda hay que dividir por partes iguales.

15.- En una división, como última salida se recurrirá al sorteo.

17.- Prohibición de concertar convenios a cargo de terceros.

23.- El que ha incido en culpa, debe soportar las consecuencias.

25.- El silencio no obliga a nadie

30.- Importa lo que sido querido y no lo que hubiera sido deseable: lo que importa es la voluntad manifestada

32.- El derecho exige sanciones

33.- La emulación está prohibida: En esta máxima encuentra su base la teoría del abuso del derecho.

39.- La confianza merece protección: Buena fe creencia.

40.- El derecho no debe ceder ante lo que es violación del derecho: Legítima Defensa.

43.- Obligación de utilizar los medios menos perjudiciales o dañosos.

44.- Lo necesario está permitido.

50.- A lo imposible nadie está obligado21.

45.- La acción oportuna está permitida.

46.- Se admiten excepciones en casos desgraciados.

47.- Solo lo que está determinado es pertinente en derecho.

51.- La arbitrariedad está prohibida.

54.- Lo que es insoportable no puede ser de derecho: Interpretar la ley de manera que sus consecuencias no sean insoportables.

55.- No se pueden admitir demandas que no tengan límites

La principal crítica dirigida a los partidarios de los tópicos jurídicos por los adeptos de una concepción más dogmática y más sistemática del derecho, consiste en la vaguedad de estos lugares, y en el hecho de que en un conflicto, es raro que las partes no puedan invocar uno u otro a su favor.

La refutación fundamental de Struck, desde el punto de vista dogmático resulta de la comprobación de que ninguna regla de derecho y ningún valor son absolutos, y que hay siempre situaciones en que una regla, cualquiera que sea, debe quedar limitada, y un valor, cualquiera que sea su importancia, ha de ceder antes consideraciones que en esa ocasión le sobrepasan22.

El recurso a los tópicos jurídicos permite el desarrollo de argumentos y de

controversias, de modo que se pueda tomar una decisión reflexiva y satisfactoria después de haber evocado todos los puntos de vista.

La gran ventaja que presenta es que, en lugar de contraponer dogmática y práctica, permite elaborar una metodología que se inspira en la práctica, guiando los razonamientos jurídicos, de manera que, en lugar de contraponer el derecho a la razón y a la justicia, por el contrario, se esfuerza por conciliarlos23.

edu.red21 Los principios 44 y 50 justifican los casos de fuerza mayor y de estado de necesidad.

22 Struck, Topische Jurisprudenz, p. 47

23 Ibid., pp. 64-65.

SEGUNDA PARTE: LÓGICA JURÍDICA Y NUEVA RETÓRICA

Mientras los razonamientos jurídicos relativos a la aplicación de la ley se consideraban como una simple operación deductiva, en la cual la solución debía ser apreciada únicamente según el criterio de legalidad, sin ocuparse de su carácter justo, razonable o aceptable, se podía pretender que una teoría pura del derecho debe ignorar los juicios de valor. Mas si los juicios relativos a la decisión son ineliminables del derecho, porque guían todo el proceso de aplicación de la ley, no es posible descuidar la cuestión de saber si estos juicios son la expresión de nuestras pulsiones, emociones e intereses y, por ello, subjetivos y enteramente irracionales, o si, por el contrario, existe una lógica de los juicios de valor.

La teoría positivista no admitía que un juicio de valor o una norma puedan derivar de un juicio de hecho. El paso de un juicio de hecho a un juicio de valor, del ser al deber, no puede ser racional, pues no deriva de la lógica. Por consiguiente, hay que admitir la existencia de juicios de valor o de normas primarias, de principios no-derivados, expresión de la voluntad o de la emoción subjetiva del sujeto que los plantea.

Parece justificar el punto de vista positivista el hecho de que gracias a la experiencia y a la demostración se puede establecer la verdad de algunos hechos y de algunas proposiciones lógicas y matemáticas, mientras que el juicio de valor continúa siendo controvertido, sin que se haya podido encontrar un método racional que permita establecer un acuerdo sobre esta materia.

La consecuencia inevitable de la concepción positivista era limitar el papel de la lógica, del método científico y de la razón a problemas de conocimiento puramente teórico y negar la posibilidad de un uso práctico de la razón. Por ello, se oponía a la tradición aristotélica, que admitía una razón práctica aplicable a todos los campos de la acción y que justificaba la filosofía como búsqueda de la prudencia.

Personalmente siempre he tratado de extender el papel de la razón y, precisamente desde esta perspectiva, empecé hace más de treinta años mis análisis sobre la noción de justicia24. Aplicando un método de análisis de inspiración positivista obtuve un primer resultado. Pude establecer una noción de justicia formal correspondiente a la regla de justicia según la cual es justo tratar de la misma manera situaciones exactamente

parecidas25. Esta regla es indispensable en toda concepción positivista del derecho. A primera vista parece extraña a cualquier juicio de valor, pero cuando se quiere utilizar la regla hay que decidir si una situación nueva es o no es absolutamente similar a otra que puede servir de precedente, de suerte que el recurso a un juicio de valor se hace inevitable. Cuando redacté el primer estudio sobre la justicia, en 1944, consideraba los juicios de valor como algo enteramente arbitrario26.

Sin embargo, esta respuesta, que equivale a una renuncia de cualquier tipo de filosofía

práctica, no podía satisfacerme, pues significaba abandonar a la emoción, a los intereses y, al fin de cuentas, a la violencia, el arreglo de los problemas relativos a la acción humana, y especialmente la acción colectiva, que tradicionalmente derivan de la moral, del derecho y de la política. Mas aunque abandonemos las cercanías del positivismo, no nos bastará con desear una concepción más amplia de la razón. Hace falta elaborar una metodología que permita ponerla en práctica, elaborando una lógica de los juicios de valor que no haga depender éstos del arbitrio de cada uno.

Para elaborar una lógica de ese tipo he creído que lo mejor era inspirarme en el método utilizado por Gottlob Frege, para renovar la lógica formal. Partiendo de la idea de que en las deducciones matemáticas se encuentran las mejores muestras de un razonamiento lógico, Frege ha analizado las técnicas de prueba para separar los procedimientos de aquellos que no se contentan con recurrir a la intuición y a la evidencia y tratan de demostrar sus teoremas de una manera rigurosa. ¿No podría hacerse un análisis analógico, partiendo de los razonamientos en los cuales están implicados los valores y consiguiendo de este modo destilar lo que se podría llamar una lógica de los juicios de valor?

Esta empresa nos condujo a la conclusión inesperada de que no había una lógica específica de los juicios de valor, sino que, en los campos examinados, como en todos aquellos en que se trata de opiniones controvertidas, cuando se discute y se delibera se recurre a técnicas de argumentación. Éstas técnicas habían sido analizadas desde la antigüedad por quienes se interesaban por los discursos con los que se trata de persuadir y de convencer a otros, y se publicaron muchas obran con el título de Retórica,

Dialéctica o Tópicos

Si el razonamiento del juez se debe esforzar por llegar a una solución que sea equitativa, razonable y ejemplar, con independencia de su conformidad con las normas jurídicas positivas, es esencial poder responder a esta pregunta: "¿por qué procedimientos intelectuales llega el juez a considerar una decisión como equitativa, razonable o ejemplar, cuando se trata de nociones eminentemente controvertidas?".

Precisamente cuando se trata de este tipo de nociones es, según Platón, cuando hay que recurrir a la dialéctica. El profesor J. Moreau28, parafraseando y comentando un texto de Platón (Eutiphron 7, d-d), escribe: "Si tú y yo somos de diferentes pareceres, le dice Sócrates a Eutifrón, sobre el número, sobre la longitud o sobre el peso, no discutiremos sobre ello. Nos bastará contar, medir o pesar y nuestra diferencia se habrá resuelto. La diferencia sólo se prolonga y se empecina cuando nos faltan instrumentos de medida o criterios de objetividad. Tal es el caso cuando existen desacuerdos sobre lo justo y lo

injusto, lo bello y lo feo, el bien y el mal; en una palabra, sobre valores. Por eso, si queremos evitar que en tales casos el desacuerdo degenere en conflicto y se resuelva violentamente, no existe otro camino que recurrir a una discusión razonable. La dialéctica, o arte de la discusión, se presenta como el método apropiado para la solución de problemas jurídicos, en que están comprendidos unos valores".

A falta de técnicas unánimemente admitidas, se impone el recurso a los razonamientos dialécticos y retóricos, como razonamientos que tratan de establecer un acuerdo sobre los valores y su aplicación, cuando estos son objeto de controversia.

I. La nueva retórica y los valores

La Retórica, tras haber sido considerada como la coronación de la educación greco- romana, degeneró en el siglo XVI al quedar reducida a un estudio de figuras de estilo, y finalmente desapareció por completo de los programas de enseñanza secundaria. Aristóteles define la retórica como el arte de buscar en cualquier situación los medios de persuasión disponibles29. Nosotros diremos que tiene por objeto el estudio de técnicas discursivas que tratan de provocar y de acrecentar la adhesión de los espíritus a tesis que se presentan para su asentimiento30.

Esta definición debe concretarse mediante cuatro observaciones que permitan precisar su alcance.

La primera es que la retórica trata de persuadir por medio del discurso. No hay retórica cuando se recurre a la experiencia para obtener la adhesión hacia una afirmación.

La segunda observación concierne a la demostración y a las relaciones de la lógica formal con la retórica.

La prueba demostrativa, que analiza la lógica formal, es más que persuasiva. Es convincente, pero a condición de que se admita la veracidad de las premisas de que parte.

Descartes y los racionalistas, al presuponer la evidencia del punto de partida, se desinteresaron de los problemas que suscita el manejo de un lenguaje.

La tercera observación es que la adhesión a una tesis puede ser de una intensidad variable, lo que es esencial cuando no se trata de verdades, sino de valores. Los hechos y las verdades son siempre compatibles y dos proposiciones evidentes no pueden afirmar tesis contradictorias. No es lo mismo, sin embargo, cuando se trata de una elección entre valores. Cuando sólo se puede obtener un valor sacrificando otro, decir que se sacrifica un valor aparente es ignorar la significación del sacrificio.

La cuarta observación que distingue la retórica de la lógica formal, y en general de las ciencias positivas, es que no se refiere tanto a la verdad como a la adhesión. Las verdades son imparciales y el hecho de que se las reconozca o no, no cambia en nada su condición. En cambio, la adhesión es siempre la adhesión de una o varias inteligencias a las que nos dirigimos. Es decir, a un auditorio.

La noción de auditorio es central en la retórica. Un discurso sólo es eficaz si se adapta al auditorio al que se trata de persuadir o de convencer. Una argumentación persuasiva, convincente puede dirigirse a cualquier auditorio lo mismo si se trata de sabios que deignorantes y lo mismo si se dirige a una sola persona, a un pequeño número o a la humanidad entera. Argumentamos con nosotros mismos en una deliberación íntima. Ocurre igualmente que un mismo discurso puede dirigirse simultáneamente a varios auditorios.

De ahí la superioridad de los argumentos que hayan de ser admitidos por todos, es decir, por un auditorio universal, por todo ser razonable. Esta especie de argumentos la analizó Aristóteles en Los Tópicos.

La nueva retórica, al considerar que la argumentación puede dirigirse a auditorios variados, no se limita, como la retórica clásica, al estudio de las técnicas del discurso público dirigido a una muchedumbre no especializada. Debe englobar, pues, todo el campo de la argumentación, que es complementario de la demostración y de la prueba inferencial, que estudia la lógica formal.

Como toda argumentación es relativa respecto del auditorio al que se propone influir, presupone lo mismo en el orador que en los oyentes el deseo de realizar y de mantener un contacto de inteligencias, de querer persuadir en el orador y de querer escuchar en el auditorio.

El contacto entre dos inteligencias exige un lenguaje común que pueda ser comprendido por los oyentes y que les sea familiar. La adaptación del orador a su auditorio puede ofrecer dificultades nada despreciables. Es todo el problema de la vulgarización. Y la adaptación no se refiere únicamente a cuestiones de lenguaje.

Para persuadir a un auditorio lo primero que hay que hacer es conocerlo, es decir, conocer las tesis que admite de antemano y a las cuales se podrá por consiguiente aferrar la argumentación. Es importante saber también con qué intensidad les dan su adhesión, pues son estas tesis las que han de suministrar el punto de partida de la argumentación.

Cabe observar una nítida diferencia entre los discursos sobre hechos reales y los discursos sobre valores. En efecto, lo que se opone a lo verdadero es lo falso y lo que es verdadero para algunos debe serlo para todos. No hay por qué elegir entre lo verdadero y lo falso. Sin embargo, lo que se opone a un valor no deja de ser un valor, aunque la importancia que se le conceda no impida eventualmente sacrificarle para salvaguardar otro valor. Por otra parte, nada garantiza que la jerarquía de valores de uno sea reconocida por otro. Más aún, nada garantiza que la misma persona en el curso de su

existencia continúe siempre fiel a los mismos valores. Las tomas de posición y las jerarquías de valores no son inmutables.

Mientras los razonamientos demostrativos de las inferencias formales son correctos o incorrectos, los argumentos y las razones que se dan a favor o en contra de una tesis son más o menos fuertes y hacen variar la intensidad de la adhesión del auditorio. Todas las técnicas de argumentación tratan de reformar o de debilitar la adhesión a otras tesis o de suscitar la adhesión a tesis nuevas.

Si es indiscutible que toda argumentación presupone la adhesión del auditorio a ciertas tesis y a ciertas opiniones previas, hay que rechazar la epistemología empirista que se esfuerza en derivar todas nuestras ideas de la experiencia, pues olvida que, al lado de la experiencia, cuyo papel es innegable para controlar y corregir nuestras ideas, éstas constituyen un elemento previo, transmitido por la tradición y la educación y necesitan la existencia de una lengua común como síntesis y símbolo de una cultura. El aprendizaje de una lengua significa también la adhesión a los valores que esta lengua acarrea de una manera explícita o implícita, a las teorías que han dejado su huella en ellas y a las clasificaciones que subyacen en el empleo de los términos.

Las reflexiones consagradas desde Aristóteles a los razonamientos prácticos, a la deliberación y a la lógica de los juicios de valor31 han insistido sobre todo en el aspecto técnico de estos razonamientos. Se busca un fin y hay que establecer cuáles son los mejores medios para llegar a él. El valor de los fines no se discute, ni se pone en cuestión.

Esta manera de proceder puede resultar suficiente cuando el fin perseguido es único. Mas, ¿qué ocurre si su persecución es incompatible con otros fines u otros valores o normas a las que se está igualmente apegado? En la visión tradicional y racionalista de la filosofía occidental se ha tratado siempre de eliminar este pluralismo de valores y de normas merced a una sistematización y a una jerarquización, que se pretende que es objetiva, de todos los aspectos de lo real. Lo que resultaba opuesto a la ontología así elaborada, se descalificaba como error o apariencia.

Los utilitaristas, que rechazan la ontología, tratan sin embargo, de guiar las conductas humanas, haciendo depender la solución racional de todos los problemas prácticos de sentimientos de placer y de dolor, cuyo tamaño sería determinable cuantitativamente y de una forma idéntica para todos los hombres.

Desde la antigüedad, los que habían concedido alguna atención a las controversias, no dejaron de reconocer la existencia de un cierto pluralismo del que el sentido común ha tenido conciencia siempre. Así, para Aristóteles, es innegable que todos los hombres buscan la felicidad, pero unos la identifican con el placer, otros con el honor y otros, por último, prefieren la vida contemplativo a la vida política y encuentran la felicidad en el conocimiento.

Para los estoicos, la existencia de un acuerdo sobre "prenociones" (valores de sentido común, universalmente admitidos) no impide que haya desacuerdos sobre los casos de aplicación, cuando se trata de pasar de valores comunes a las conductas concretas que aquellos deben guiar.

Ante la multiplicidad de caracteres humanos y la pluralidad de opiniones, el deber tradicional de los filósofos era suministrar una respuesta válida y objetivamente fundada, que se impusiera a todos los seres dotados de razón, estableciendo una jerarquía entre tales caracteres y enseñando el verdadero sentido de las palabras. Desgraciadamente estas milenarias experiencias se han demostrado vanas. La multiplicidad de filosofías, que entraña controversias sin fin y que se opone al cuerpo común de conocimientos científicos, ha conducido a un escepticismo creciente en cuanto al papel práctico de la razón y a una separación metodológica entre juicios de realidad y juicios de valor. Únicamente los juicios de realidad son expresión de un conocimiento objetivo, empírico y racionalmente fundado, mientras que los juicios de valor son, por definición, irracionales, subjetivos y dependientes de las prenociones, intereses y decisiones arbitrarias de los individuos y grupos de todo tipo.

Mas este escepticismo relativo al papel de la razón práctica presenta un doble inconveniente. Al reducir a la nada el papel y las esperanzas tradicionales de la filosofía, abandona la solución de los conflictos concernientes a la práctica al juego de factores irracionales y, en fin de cuentas, a la fuerza y a la violencia individual o colectiva. Por otra parte, niega todo sentido a la noción de lo razonable, de suerte que hay que excluir que las discusiones y las controversias puedan terminarse de otro modo que no sea por medio del recurso a la fuerza, en que la razón del más fuerte es siempre la mejor. De golpe, la educación, la moral, la filosofía práctica, cualquiera que sea la inspiración religiosa o laica que aporte a la ética, al derecho o a la política, no son más que ideologías y legitimación capciosa de las fuerzas y de los intereses en conflicto. Con el derrumbamiento de la filosofía práctica y la negación del valor de todo razonamiento práctico, todos los valores prácticos, tales como la justicia, la equidad, el bien común o lo razonable no son ya más que palabras vacías, que cada uno podrá llenar de sentido conforme a sus intereses.

Pero hay más. Desde hace una veintena de años, la reacción antipositivista, que caracteriza a la filosofía de la posguerra, ha puesto de manifiesto el hecho de que no sólo las ciencias humanas, como la Historia, sino también las ciencias naturales, no pueden constituirse y progresar sin una visión del mundo y una metodología, que presuponen juicios de valor implícitos o explícitos, que permitan concentrarse sobre lo que es esencial, importante, pertinente, fecundo o sencillo, descartando lo que es accidental, intrascendente o inútilmente complicado. El rechazo de los juicios de valor al campo de lo arbitrario e irracional, priva de todo fundamento al edificio de la Ciencia. Como las Ciencias no son otra cosa que el producto de la actividad científica, no puede elaborarse su metodología si se niega la existencia de criterios que permitan considerar como preferibles algunas hipótesis, algunas teorías, una cierta terminología y un cierto uso del lenguaje.

Si rechazamos ese nihilismo y creemos que todo lo que concierne a los valores no es arbitrario y que los juicios de realidad no son enteramente independientes de los valores, llegaremos a la conclusión de que en el seno de un estudio general de los razonamientos prácticos, las consideraciones metodológicas hacen prevalecer en las ciencias unos modelos y unos criterios. De manera que el razonamiento jurídico y la metodología propia de los diferentes sistemas de derecho se caracterizan por otro tipo de consideraciones.

Si aceptamos una posición como ésta, será normal comenzar el análisis práctico, es decir, la argumentación que trata de justificar y de criticar las decisiones, mediante consideraciones de orden general. De este modo, una teoría general de la argumentación, es decir, una nueva retórica, concebida en su sentido más amplio, parece el paso previo de cualquier exposición consagrada al razonamiento jurídico.

La nueva retórica es el estudio de las técnicas discursivas que tratan de provocar o de acrecentar la adhesión a tesis presentadas a un determinado auditorio.

Estas tesis se formulan en un lenguaje especial que es el de una comunidad de cultura. Una lengua natural o técnica no es necesaria ni arbitraria. Es cierto que evoluciona, pero no evoluciona sin razón. Como es un instrumento de comunicación, debe ser común. Y para apartarse de ella tiene que haber unas razones suficientemente buenas, a las que los demás miembros de la comunidad estén dispuestos a unirse.

No hay por qué modelar la lengua sobre una lengua ideal que se caracterice por la univocidad y por la ausencia de vaguedad y de ambigüedad. Estas características, necesarias en un leguaje formal, como el de la lógica o el de las matemáticas, no podemos imponerlas a todo lenguaje, cualquiera que sea y cualesquiera que sean los fines para los que sirva o para los que nos sirvamos de él.

El que argumenta toma como punto de parida de su razonamiento tesis formuladas en la lengua del auditorio al que se dirige, que normalmente es una lengua ordinaria.

La argumentación no contempla exclusivamente la adhesión a una tesis porque sea verdadera. Podemos preferir una tesis a otras porque nos parezca más equitativa, más oportuna, más actual, más razonable o mejor adaptada a la situación. En algunos casos, en verdad excepcionales, se concederá preferencia a valores distintos de la verdad.

En neta oposición con los métodos de la lógica formal, toda argumentación debe partir de tesis a las que se adhieran aquellos a quienes queremos persuadir o convencer. Cuando se trata de adhesión es obvio que el que trata de conquistar la adhesión de un auditorio a una tesis no puede presuponerla en el punto de partida.

El que ignora las opiniones y las convicciones de aquellos a quienes se dirige, podrá, si su auditorio se reduce a una persona o aun pequeño número de personas, asegurarse, por el método de las preguntas y de las respuestas, que es el método socrático de la mayéutica, sobre cuáles son las tesis admitidas por sus interlocutores, pero si las condiciones no son tales y el orador no puede proceder de esta manera, está obligado a partir de hipótesis o de presunciones sobre qué es lo que el auditorio admite.

El problema de las tesis de partida es más difícil para el orador, cuando se trata de una cuestión a propósito de la cual no es posible referirse a un cuerpo de doctrina preconstituido y cuando se dirige a un público heterogéneo, que puede tener opiniones muy variadas sobre los problemas a debatir. La solución que se le impone entonces al

orador consiste en fundarse sobre tesis generalmente admitidas y sobre opiniones comunes, que son las que derivan del sentido común. Cada orador, en cada época, se hace una idea de lo que el sentido común admite y de los hechos, teorías y presunciones, valores y normas que se consideran admitidos por todo ser razonable.

La idea de razón, sobre todo en sus aplicaciones prácticas, liga con lo que es razonable creer y tiene indiscutibles lazos con la idea de sentido común. Una de las tareas de la filosofía es precisar y sistematizar las ideas de sentido común, eliminando de ellas las ambigüedades y las confusiones, así como las incompatibilidades.

Una noción característica de toda la teoría de la argumentación, analizada ya por Aristóteles, es la del lugar común. El lugar común es ante todo un punto de vista, un valor que hay que tener en cuenta en toda discusión y cuya elaboración adecuada desembocará e una regla o en una máxima que el orador utilizará en su esfuerzo de persuasión.

Los lugares comunes juegan en la argumentación un papel análogo al de los axiomas en un sistema formal. Pueden servir de punto de partida porque se considera que son comunes a todas las mentes. Difieren de los axiomas porque la adhesión que se les concede no está fundada sobre su evidencia, sino, al contrario, sobre su ambigüedad y sobre la posibilidad de interpretarlos y de aplicarlos de maneras diferentes. Así, una reflexión sobre la libertad puede partir del lugar común de que "la liberta es preferible a la esclavitud". Mas no porque se esté de acuerdo sobre las tesis generales, se tiene que estar de acuerdo en los casos de aplicación. De esta suerte, el acuerdo sobre los lugares comunes, del mismo modo que el acuerdo sobre los hechos y los valores, no garantiza de ningún modo el acuerdo respecto de su puesta en práctica y, por tanto, respecto de las conclusiones a las que habremos de llegar.

Los valores y los lugares comunes, que sirven de punto de partida al orador, constituyen una opción efectuada en una masa de datos igualmente disponibles. Eligiendo esos hechos, valores o lugares con preferencia a otros y subrayando su importancia, merced a diversas técnicas de presentación, el orador busca otorgarles una presencia y los coloca en un primera plano de la conciencia de los oyentes.

No se insistirá nunca bastante sobre el papel que, para obtener este efecto de presencia, juegan algunas figuras retóricas, como la amplificación o desarrollo oratorio de un tema, la amplificación por enumeración de las partes de un conjunto, la repetición, el

pseudodiscurso directo, en el que atribuimos ficticiamente palabras a una persona, la hipotiposis, mediante la cual describimos un acontecimiento como si se desarrollara ante nuestros ojos; y la enálage del tiempo, en que se sustituye un tiempo por otro en forma contraria a las reglas de la gramática (si hablas, estás muerto)33. El arte de la presentación cumple una función persuasiva innegable.

Para comunicarse con el auditorio, el orador ha de considerar la lengua como un vasto arsenal, en el cual ha de escoger los medios que le parezcan más favorables para su tesis.

Toda exposición de hechos puede situar éstos en diferentes niveles de generalidad. La elección de un término puede ser valorizadora o desvalorizadora. Al asociar dos caracteres se puede marcar la primacía que se concede a uno sobre otro, haciendo de uno u otro el sustantivo o el adjetivo. Hay una diferencia clara entre un "cuerpo animado" y un "alma encarnada".

La manera de unir las proposiciones, coordinándolas o subordinándolas, permite orientar el pensamiento y jerarquizar argumentos distintos. Las técnicas de presentación pueden acentuar la singularidad de los acontecimientos o, al contrario, lo que tienen de ejemplar y que reclama una generalización o una subsunción en una categoría de acontecimientos parecidos.

¿Qué hacer cuando la adhesión simultánea a varios valores o a varias reglas desemboca en algunos casos particulares en incompatibilidades o en antinomias? El sentido común considera como valores admitidos por todos la libertad y la justicia. Ocurre, sin embargo, que cuando se les concibe de tal o cual manera en una situación particular, chocan entre sí. Para resolver la incompatibilidad es necesario sacrificar uno de los dos valores o definir uno de ellos a fin de subordinarlo al otro. Para hacerlo se disocia una noción y algunos aspectos se califican como aparentes. Si una determinada concepción de la justicia conduce a una tiranía que se quiere evitar a toda costa, la calificaremos como justicia aparente. Si un determinado uso de la libertad viola el ideal de justicia al que se concede la primacía en una determinada visión del hombre y de la libertad, diremos que se trata de pura licencia o de libertad aparente. De este modo la solución de los conflictos entre valores, que el sentido común reconoce, puede conducir a concepciones filosóficas e ideológicas diferentes.

La superioridad del pensamiento jurídico sobre el pensamiento filosófico consiste en que así como este último puede contentarse con fórmulas generales y abstractas, el derecho está obligado a contemplar la solución de las dificultades que surgen cuando se trata de aplicar las fórmulas generales a la solución de problemas concretos. Una vez formulado el principio de la responsabilidad civil, el jurista tiene que plantearse las cuestiones relativas a la aplicación.

La búsqueda de soluciones concretas obliga con frecuencia a reinterpretar los principios, a contraponer el espíritu a la letra de la ley o lo que es lo mismo, el punto de vista práctico, esto es, el que toma en consideración las consecuencias que resultan de la aplicación de una regla, frente al punto de vista formalista, que es el de la aplicación literal del texto34. Adoptando uno u otro punto de vista, interpretaremos los términos de una manera más rígida o más flexible.

Tratando las nociones como útiles o utensilios, adaptables a las situaciones más variadas, no hay por qué buscar, a la manera de Sócrates, el verdadero sentido de las palabras, como si hubiera una realidad exterior, un mundo de las ideas, a las cuales las nociones deban corresponder. La cuestión del sentido de las palabras no es un problema teórico, que tenga una solución única, conforme a lo real, sino que es un problema práctico, que consiste en encontrar, o en elaborar si es necesario, el sentido que se adapte mejor a la solución concreta que por una u otra razón preconizamos. Los que proponen, para un mismo problema, una solución diferente, y quizá opuesta, raramente estarán de acuerdo en el sentido y en el alcance de los términos utilizados en su

presentación35. Inmediatamente vemos por qué, para poner fin al conflicto, el juez, al

decidir de una manera autorizada sobre el modo de interpretar la ley, decide al mismo tiempo la victoria de una u otra parte.

Quien argumenta y busca ejercer influencia en su auditorio por medio de su discurso, no puede evitar efectuar opciones. Estas opciones se refieren a las tesis sobre las cuales se ha de apoyar la argumentación y a la manera de formularlas. Para quien debe tomar posición es esencial establecer los puntos de desacuerdo y, a partir de ellos, trasladar los discursos a un plano en que las tesis contrapuestas se hagan comparables y en que los argumentos utilizados a favor de la primera solución se conviertan en objeciones frente a la segunda o viceversa.

En la teoría de la argumentación el auditorio no se define como el conjunto de aquellos que escuchan un discurso, sino más bien como el conjunto de aquellos a quienes se dirige el esfuerzo de persuasión. Puede por ello ocurrir que cada uno de los oradores se dirija sólo a una parte del auditorio, a sus partidarios, que admitirán sin dificultad las premisas y la argumentación.

¿Cómo evitar esta división del auditorio que impide toda toma de posición imparcial? La filosofía y el derecho han tratado de poner remedio a esta dificultad recurriendo a técnicas diferentes.

El filósofo, como tal, se dirige a la razón, es decir, a un auditorio universal, al conjunto de los que se consideran como hombres razonables y competentes en la materia. Este acercamiento, que permite la posibilidad de una discusión entre filósofos de tendencia diferente, no garantiza de ningún modo que se llegue a un acuerdo ni sobre las soluciones contempladas ni sobre las tesis del auditorio universal. Por esta razón, las discusiones entre filósofos pueden continuar indefinidamente y el factor tiempo no juega en principio ningún papel en esta materia.

En cambio, en derecho es esencial que los litigios se terminen dentro de un tiempo razonable para alcanzar la paz judicial. Por ello es necesario que puedan existir soluciones definitivas y evitar que desde el principio se produzcan debates interminables respecto al auditorio competente par decidir sobre la solución del litigio. Esta es la razón por al cual los problemas de competencia y, de manera general, de procedimiento, son objeto de un reglamentación previa, que inserta el debate judicial dentro de un cuadro adecuado.

Mientras que los axiomas de un sistema formal hacen abstracción del contexto, lo que permite que se puedan comparar un sistema formal y un juego – como el ajedrez – la argumentación se inserta necesariamente en un contexto psicosocial, que no se puede separar enteramente de las fuerzas subyacentes. Hablar de una argumentación pura o de una teoría pura del derecho es olvidar estos elementos sin los cuales el razonamiento práctico funcionaría por decirlo así en el vacío.

En un sistema formal, una vez enunciados los axiomas y formuladas las reglas de deducción admitidas, no hay que hacer otra cosa que aplicarlas correctamente para demostrar los teoremas de un modo concluyente. No ocurre, sin embargo, lo mismo cuando se argumenta.

Las técnicas de argumentación suministran todo un arsenal de razones, más o menos fuertes y más o menos pertinentes, pero que pueden, a partir de un mismo punto de partida, llevar a conclusiones diferentes y a veces incluso opuestas. Es raro que frente a las razones a favor de una tesis no se puedan alegar razones en sentido contrario. La argumentación no es jamás necesaria como la demostración. Y, por ello, lo más frecuente será que exista acuerdo sobre el punto de partida de la argumentación y no sobre las conclusiones hacia las cuales tiende el discurso.

¿Cuáles son las técnicas de argumentación más conocidas?

Podemos distinguir técnicas de enlace y técnicas de disociación de nociones.

Las técnicas de enlace comportan argumentos cuasilógicos, que son argumentos fundados sobre la estructura de lo real y argumentos que fundan la estructura de lo real.

Los argumentos cuasilógicos tienen una estructura que recuerda a los razonamientos formales, lógicos o matemáticos. Así, los argumentos que recurren a una definición y a un análisis y que recuerdan el principio de identidad; los argumentos que establecen una incompatibilidad y que recuerdan el principio de contradicción; los argumentos que recuerdan una transitividad formal (los amigos de mis amigos son mis amigos); la argumentación por medio del sacrificio, que recuerda una pesada (aquello a lo que se sacrifica un valor reconocido tendrá normalmente un valor superior).

Los argumentos fundados sobre la estructura de lo real utilizan las relaciones de sucesión o las de coexistencia. Las relaciones de sucesión conciernen a acontecimientos que se siguen en el tiempo como la causa y el efecto. Permiten investigar la causa a partir de los efectos, sacar la conclusión sobre la existencia de la causa a partir de los efectos o apreciar la causa por los efectos (argumento pragmático)36.

Cuando se introducen nociones como la de intención pasamos a una argumentación

fundada sobre las relaciones de coexistencia. En este caso no se trata ya de una relación

entre evento, sino de una relación entre dos realidades de nivel desigual, de las cuales una es manifestación de la otra, considerada como más estable y como de valor explicativo. Tal es la relación entre una persona y sus actos. El acto se considera como la expresión de la persona, que es responsable de sus actos. Según la manera como asociemos el agente y los actos, desembocaremos en argumentaciones diferentes en términos de determinismo o de libertad.

Al lado de los argumentos fundados sobre la estructura de lo real, hay que dejar un sitio importante a los argumentos que fundan la estructura de lo real37, como son el razonamiento por medio de ejemplo o el modelo o la analogía, merced a los cuales se extraen regularidades, leyes o estructuras, que sirven de base a los argumentos fundados sobre la estructura de lo real.

La argumentación a través del ejemplo o el modelo es un razonamiento en virtud del cual se pasa de un caso particular a otro acaso particular o de un caso particular a una regla38. En el caso del ejemplo, la conclusión se refiere a lo que es y en caso del modelo a lo que debe ser.

El razonamiento por analogía, cuyo valor es muy discutido en la metodología científica, ha sido, en esta última, limitado. Se ha admitido como instrumento de invención de hipótesis, pero se le ha negado todo el valor probante. Es normal por otra parte otorgar a la analogía un estatuto subordinado si se dispone de un criterio experimental que permite comprobar el valor de las hipótesis. Sin embargo, en muchos campos, especialmente en Filosofía, la analogía constituye un modo de razonamiento esencial e

ineliminable39.

La analogía plantea una proposición: a es a b como c es a d. Se trata de esclarecer por medio de una relación conocida (c es a d), a la que nosotros llamamos foro, una relación menos conocida (a es a b) que es el tema del discurso. La relación asimétrica entre el tema y el foro distingue la analogía de la proporción matemática en que la igualdad de las relaciones es simétrica.

El papel de la analogía es diferente según que pueda o no ser objeto de un control experimental. Si razonamos sobre las propiedades de una corriente eléctrica por analogía con una corriente de agua, podremos montar experiencias que indiquen hasta dónde es posible aplicar la analogía sin ser contradichos por ellas. Pero cuando se afirma que el hombre es a Dios como un niño es a un adulto, esta analogía no puede someterse a un control empírico. En este caso, cuando surge la controversia, lo único que cabe hacer es oponer una analogía a otra. Se dirá por ejemplo, que el hombre es a Dios como lo finito a lo infinito. Las conclusiones que se extraen de esta última analogía son bastante diferentes, pero tan incontrolables como las que derivan de la primera. El uso de la analogía, en lugar de constituir una hipótesis de trabajo, sometida al control de la experiencia, como ocurre en el caso de la Ciencias, conduce a una concepción filosófica o teológica de lo real, estructurada por medio de la analogía.

Una vez admitida, la analogía puede, integrándose en la lengua, suministrar un modo de expresión tan usual e indiscutible que el aspecto metafórico de la fórmula pasa inadvertido.

Toda visión filosófica original tiende a mostrar que lo que hasta ese momento se consideraba como real es sólo apariencia. La contraposición entre realidad y apariencia constituye un caso típico de lo que yo califico como disociación de ideas. Ante dos afirmaciones incompatibles referentes a lo real, hay que elegir la que se considera como ilusión o apariencia.

Si esta filosofía se extiende y su visión de las cosas se admite, influirá en el uso común y en el lenguaje cotidiano. Así, las filosofías dominantes en el Occidente han marcado y marcarán con su huella el lenguaje del sentido común. Las distinciones establecidas por Platón y Aristóteles se propagaron, a partir del griego y del latín, en las lenguas europeas.

Para darse cuenta de su impacto basta presentar algunas "parejas filosóficas", que han resultado de las disociaciones utilizadas por los filósofos sobre el modelo del par "apariencia/realidad": acto/persona, subjetivo/objetivo, individual/universal, lenguaje/pensamiento, letra/espíritu, accidente/esencia, relativo/absoluto, medio/fin, teoría/práctica. La influencia de cada filosofía introduce pares filosóficos diferentes. Así, Platón está en el origen de pares tales como apariencia/realidad, opinión/ciencia, cuerpo/alma, devenir/inmutabilidad, humano/divino.

El pensamiento hegeliano y las concepciones marxistas han hecho penetrar en el pensamiento moderno pares muy característicos: parte/todo, metafísica/dialéctica, entendimiento/razón, inmovilidad/movilidad, forma /contenido, etc. En alguna filosofía,

el par se invierte. Mientras que para Platón el devenir es apariencia, en Marx la inmovilidad no es más que abstracción y, por tanto, apariencia, mientras que lo real se caracteriza por el movimiento. Con frecuencia, esta inversión va acompañada de un deslizamiento del sentido. La esencia, a la cual se concede la primacía en el pensamiento clásico, llega a ser una abstracción y una forma vacía en el pensamiento marxista, que prefiere una visión concreta de la realidad en evolución.

Estos ejemplos indican cómo, en esta concepción del uso argumentativo de las nociones40, toda estructuración de lo real va acompañada por la valoración de alguno de sus aspectos, es decir, por juicios de valor concomitantes. Mas cuando una visión de lo real se impone y deja de ser objeto de discusión, se la considera como fiel expresión de la realidad y ya no se perciben los juicios de valor subyacentes. Así, toda concepción científica, generalmente admitida, pierde de vista los presupuestos filosóficos que las justificaron cuando todavía era novedosa y revolucionaria.

La eficacia de la argumentación y el hecho de que ejerza una influencia más o menos importante sobre el auditorio, dependen no sólo del efecto de argumentos aislados, sino también del conjunto del discurso, de la interacción entre argumentos y argumentos que vienen espontáneamente a la mente del que escucha el discurso. El efecto de este último se encuentra muy condicionado por la idea que el auditorio se forma del orador. Mas como el discurso mismo se considera como un acto del orador, las cualidades del acto no pueden dejar de influir sobre la opinión que los demás se hacen del autor. Este autor del que hablamos no es necesariamente el que pronuncia el discurso.

Para que una argumentación ejerza influencia es preciso que se escuche preferentemente con interés e incluso con una cierta dosis de buena voluntad.

La argumentación del orador se organiza a menudo en un discurso, en el que los argumentos se colocan, en virtud de una opción deliberada, en un determinado orden.

El único criterio del orador a este respecto es la eficacia. El orden de presentación de los argumentos viene determinado por el momento en que el auditorio está mejor dispuesto para acogerlos, por lo cual en la medida en que van produciendo efecto sobre el auditorio, el discurso va modificando aquel orden.

edu.red40 Cf. PERELMAN, CH., Les notions et l"argumentation, "Le champ de l"argumentation", Presses universitaires de Bruxelles, 1970, pp. 79/99.

II. La lógica jurídica y la argumentación

Durante siglos, cuando la búsqueda de la solución justa era el valor central que el juez debía tener en cuenta y los criterio de lo justo eran comunes al derecho, a la moral y a la religión, el derecho se caracterizaba sobre todo por la competencia concedida a unos determinados órganos para legislar y a otros para juzgar y administrar, así como por los procedimientos a observar en cada caso. Con frecuencia, todos los poderes estaban reunidos en manos del soberano, que podía delegar en funcionarios la misión de juzgar o de administrar. La argumentación jurídica era tanto menos específica cuanto que no era necesario motivar los juicios, las fuentes del derecho se encontraban mal precisadas, el sistema del derecho estaba poco elaborado y las decisiones de la justicia apenas se llevaban a conocimiento del público.

La situación cambió completamente después de la Revolución francesa, con la proclamación del principio de separación de los poderes, la publicación de un conjunto de leyes en la medida de lo posible codificado y la obligación del juez de motivar sus juicios con referencia a la legislación en vigor. El juez no tenía que violar la ley aplicando sus propios criterios de justicia: su voluntad y su sentido de la equidad debían borrarse ante la manifestación de la voluntad general que la legislación le había dado a conocer. Esta sumisión completa del juez a la letra y, eventualmente, al espíritu de la ley, orientó el esfuerzo de sistematización del derecho emprendido por los teóricos de la Escuela de la Exégesis: había que guiar al juez mostrando en qué casos su decisión sería conforme a le ley, es decir, justa en el sentido positivista del término.

Después del proceso de Nürenberg, que puso de manifiesto que un Estado y su legislación pueden ser inicuos o incluso criminales, observamos en la mayor parte de los teóricos del derecho, y no sólo en los partidarios del derechos natural, una orientación antipositivista, que deja un lugar creciente, en la interpretación y en la aplicación de la ley, a la búsqueda de una solución que sea no sólo conforme con la ley, sino también equitativa, razonable y aceptable.

Distinguimos así tres fases en la ideología judicial. En la primera fase, antes de la Revolución francesa, el razonamiento judicial pone el acento sobre el carácter justo de la solución y apenas concede importancia a la motivación, aunque estaba ligado por la regla de justicia que exige el trato igual de casos esencialmente similares.

Después de la Revolución francesa, y durante más de un siglo, al colocarse en primer plano la legalidad y la seguridad jurídica, se acentuó el aspecto sistemático del derecho y el aspecto deductivo del razonamiento judicial. Ganó extensión además la idea de que este último no se diferencia del razonamiento puramente formal. Esta manera de ver las cosas subordinaba el poder judicial al legislativo y favorecía una visión estática y legalista del derecho.

Después de algunas decenas de años asistimos a una reacción, que confía al juez la misión de buscar, para cada litigio particular, una solución equitativa y razonable, aunque demandándole que se mantenga, para llegar a ello, dentro de los límites de lo que su sistema de derecho le autoriza a hacer. Para realizar la síntesis entre la equidad y la ley, se le permite flexibilizar esta última, merced a la intervención creciente de reglas de derecho no escritas, representadas por los principios generales del derecho y por la toma en consideración de tópicos jurídicos. Esta nueva concepción acrecienta la importancia del derecho pretorio y hace del juez el auxiliar y el complemento indispensable del legislador.

Como se trata de hacer aceptables las decisiones de la justicia, se hace indispensable el recurso a las técnicas argumentativas y como, por otra parte, se trata de motivar las decisiones mostrando su conformidad con el derecho en vigor, la argumentación judicial tiene que ser específica, pues tiene por misión mostrar cómo la mejor interpretación de la ley se concilia con la mejor solución del caso concreto.

El razonamiento judicial, tal como actualmente se concibe, no permite establecer una distinción tan neta como la del siglo XIX entre derecho natural y derecho positivo. En efecto, si el derecho positivo es el derecho tal como funciona efectivamente en una situación dada, ya no coincide con los textos promulgados, pues, por una parte los principios generales y las reglas de derecho no escrito limitan o amplían el alcance de las disposiciones legislativas y, por otra parte, hay textos legales que por una u otra razón dejan de aplicarse, por lo menos en toda su generalidad y, aunque formalmente válidos, ven su eficacia disminuida de una manera imprevisible.

Doctrinas tales como el abuso del derecho o el orden público internacional permiten limitar y relativizar textos a primera vista absolutamente imperativos.

Hasta los partidarios de la concepción legalista del derecho tenían que darse cuenta y comprobar que algunos textos nunca se han aplicado efectivamente y que otros, sin haber sido derogados nunca, en un determinado momento han caído en desuso.

En la actual concepción del derecho, menos formalista, es imposible identificar pura y simplemente el derecho positivo con el conjunto de las leyes y de los reglamentos votados y promulgados conforme a criterios que garantizan su validez formal, pues puede haber divergencias no desdeñables entre la letra de los textos, su interpretación y su aplicación. Un mismo texto ha podido dar lugar a interpretaciones variables según las épocas.

El derecho, tal como se encuentra establecido en los textos legales, promulgados y formalmente válidos, no refleja necesariamente la realidad jurídica. Cuando una sociedad está profundamente dividida sobre una cuestión particular y se vacila en chocar frontalmente con una parte importante de la población, en las sociedades democráticas, donde se quiere un amplio consensus, es necesario recurrir a compromisos fundados sobre una aplicación selectiva de le ley.

Ocurre también que algunas instituciones continúan funcionando del modo que anteriormente era habitual, a pesar de que las prescripciones legales parecen haber ordenado un cambio.

Cuando una solución se presenta como la única admisible por razones d buen sentido, de equidad o de interés general, tiende a imponerse en derecho, aunque haya necesidad de recurrir a una argumentación especial, para mostrar su conformidad con las normas legales en vigor.

Los tribunales no vacilan en decidir de una manera que se impone por sí sola, aunque sea al precio de establecer una justificación ficticia, pero no deben perder de vista que tales subterfugios crean siempre un malestar que se manifiesta en que las partes convencidas de que legalmente tienen razón continúan los litigios. La paz judicial sólo se restablece definitivamente cuando la solución más aceptable socialmente va acompañada de una argumentación jurídica suficientemente sólida. Por ello, la búsqueda de tales argumentaciones, merced a los esfuerzos conjugados de la doctrina y de la jurisprudencia, favorece la evolución del derecho.

Siempre que se presenta una incompatibilidad entre lo que la ley prescribe externamente y lo que parece exigir una solución razonable de un caso concreto, surge la conocida distinción entre la solución justa de lege lata y de lege ferenda. El tribunal deja entender claramente cuál es la solución que hubiera gozado de sus preferencias si hubiera podido tener en cuenta únicamente lo que consideraba como justo y razonable. Sin embargo, se inclina a su pesar por conformarse con la voluntad del legislador aunque señalado su deseo de cambio.

Es raro, sin embargo, que los tribunales, si verdaderamente lo desean, no encuentren en la técnica jurídica un medio para conciliar la preocupación por una solución aceptable con la fidelidad a la ley.

En efecto, mediante la creación de una antinomia entre una disposición del derecho positivo y una regla de derecho no escrito, se puede limitar el alcance del texto y crear una laguna que el juez ha de llenar conforme a la regla de derecho no escrita.

Cuando los tribunales no quieren aplicar un texto legal, porque en el caso concreto les conduce a una solución totalmente inaceptable y no se encuentran en condiciones de establecer una interpretación de le ley que permita conciliar ésta con la equidad, recurren en última instancia a la ficción jurisprudencial.

El recurso a la ficción remite a un problema más amplio, que es el de las relaciones entre verdad y justicia. En efecto, aparece un ejemplo extremo de la ficción, cuando, por preocupaciones de equidad, un jurado califica falsamente los hechos que ha tenido que conocer. Mas no es éste el único caso en que el derecho concede mayor importancia a otros valores diferentes de la verdad.

Así, la mentira sólo es punible si el testigo se ha comprometido bajo juramento. El hecho de que no se admita que se citen como testigos al cónyuge o a los parientes en línea recta de una de las partes significa que el sistema coloca las relaciones de confianza, de respeto y de amor, que se considera que existen entre parientes próximos, antes que la obligación de atestiguar la verdad. También hay personas, que, por su profesión o estado, están obligadas al secreto.

En los regímenes democráticos el recurso a las ficciones judiciales es habitualmente obra de los jurados y no de los jueces profesionales. Justamente porque se les llama como representantes de la opinión pública, piensan menos en oponerse a la voluntad del legislador que el juez de oficio, cuya conciencia profesional ha sido educada en el espíritu de fidelidad a la ley.

No hay que perder de vista que se puede efectivamente utilizar la ficción judicial, es decir, la falsa calificación de los hechos, no por preocupaciones de equidad, sino para perseguir a los adversarios políticos.

Para que exista un Estado de derecho es preciso que los que gobiernan el Estado y los que están encargados de administrarlo y de juzgar conforme a la ley, observen las reglas que ellos mismos han instituido. Si falta lo que los americanos llaman due process of law, el respeto de una honesta aplicación de la justicia y la idea misma del derecho pueden servir de cortina a los excesos de un poder arbitrario.

La existencia de un Estado de derecho implica un poder judicial independiente. A esta exigencia precisamente correspondió la teoría de la separación de los poderes, la inamovilidad de los jueces y la interdicción de constituir tribunales especiales.

En la tradición occidental, sobre todo desde la Revolución francesa, apenas se ha discutido la supremacía del poder legislativo en materia de derecho. Como representante legítimo de la voluntad nacional, determina las reglas que se convertirán en leyes del país e incluso, con frecuencia, en los Estados que no admiten el control judicial de la constitucionalidad de las leyes, lo hace de una manera que podría parecer soberana. Contraponer la voluntad general, siempre derecha, a una voluntad de todos a menudo inducida a error, como hacía Rousseau41, es justificar de antemano todas la tiranías, pues resulta obvio que el tirano pretenderá siempre que él conoce mejor que el pueblo los "verdaderos" intereses de este último.

Justificar una decisión legal es comparar las alternativas que resultan de una u otra norma contemplada, apreciar las consecuencias previsibles que las mismas producen en la vida práctica, humana, económica y social y elegir la alternativa que en un pesaje imparcial de las consecuencias favorables y desfavorables, producirá, por comparación, los menores inconvenientes y las mayores ventajas.

El otro aspecto, menos político y más jurídico, de la función legislativa, se encuentra en función de que las leyes se hacen para aplicarse dentro del contexto de un sistema jurídico existente. Según que el legislador quiera limitar o ampliar el poder de apreciación de los que deban aplicar las leyes, redactará el texto de la ley en unos términos más o menos precisos o más o menos vagos. La vaguedad significa que, en el caso concreto, el legislador no desea tomar por sí mismo una posición determinada, ya

sea por la falta de elementos de información o porque los miembros del cuerpo legislativo no están de acuerdo sobre la manera de regularlo. Son entonces los llamados a poner en práctica los textos legales quienes han de tomar las decisiones definitivas en cada caso concreto.

En todo caso se ve que hay que dejar al poder judicial competencia para juzgar, en última instancia, respecto a la manera cómo la ley va a ser efectivamente aplicada, hasta el momento en que el legislador, descontento del modo como los textos existentes se están efectivamente aplicando, decida modificarlos, obligando al poder judicial a tomar en cuenta su voluntad claramente manifestada.

El hecho de que el juez deba someterse a la ley subraya la primacía otorgada al poder legislativo en la elaboración de las reglas de derecho, mas de ello no resulta en modo alguno un monopolio legislativo en la formación del derecho. El juez posee, a este respecto, un poder complementario indispensable, que le permite adaptar los textos a los casos concretos. Si no se le reconociera este poder, no podría, sin recurrir a ficciones, cumplir su misión, que consiste en el arreglo de los conflictos. La naturaleza de las cosas obliga a concederle un poder creador y normativo en el campo del derecho42.

La obligación legal de interpretar, dentro de un cierto espíritu, una disposición antigua, formalmente válida, plantea el problema de la sumisión del juez a la ley y de su poder de interpretación de los textos legales. Se ha invocado a este propósito la voluntad del legislador.

La Escuela de la Exégesis recurrió ya a esta noción. Se trataba entonces de precisar el texto legal cuando éste no permitía por sí mismo decidir un conflicto relativo a su interpretación, consultando los trabajos parlamentarios y los debates que habían precedido a la votación de la ley. Esta investigación de la voluntad del legislador conducía necesariamente a una concepción estática de la ley. En efecto, al tratar de conocer la voluntad, que se había manifestado a veces más de un siglo antes, se suponía que la voluntad del legislador continuaba siendo la misma a pesar de la evolución técnica, moral o política que podía haberse producido en el ínterin.

Ocurre con mucha frecuencia que la situación actual, que se quiere subsumir bajo una ley antigua, no fue prevista por el legislador, de manera que el juez se encuentra ante una laguna, que tiene que colmar colocándose en el lugar del legislador.

Esta última solución, que se podría calificar como dinámica, presenta otros inconvenientes, como es el de liberar enteramente al juez, merced a la hipótesis de la laguna, de toda sumisión a la ley. Al colocarse en el lugar del legislador, el juez se hace independiente de aquél y asume la misión de crear la ley en lugar de limitarse a explicarla, de manera que queda liberado de todos los imperativos legales, con los peligros de subjetividad y de arbitrio que tal solución comporta.

Por esta razón, yo sugiero que el juez tiene que buscar la voluntad del legislador y tiene que entender por tal no la del legislador que votó la ley, sobre todo si se trata de una ley antigua, sino la del legislador actual.

Cuando la voluntad a la cual se hace alusión es la del legislador actual, se afirma una hipótesis cuya veracidad puede ser contrastada, pues, en caso de desacuerdo con el juez, el legislador actual está en condiciones de pronunciase y de votar una ley interpretativa43.

El razonamiento jurídico se manifiesta por antonomasia en el procedimiento judicial. En

efecto, la función específica de los jueces es decir el derecho – y no crearlo – aunque con frecuencia la obligación de juzgar, impuesta al juez, le lleva a completar la ley, a reinterpretarla y a flexibilizarla. Desde la Revolución francesa, en el derecho continental existe también la obligación de motivar la decisión, por lo que el estudio de las técnicas de motivación permite extraer el razonamiento judicial, clasificándolo según las diferentes ramas jurídicas y de acuerdo con las diversas instancias jerárquicamente organizadas.

Los resultados del análisis de la motivación serán diferentes según la idea que uno se haga del derecho y del papel del juez en relación con la legislación; concepciones que varían según las épocas y que pueden por otra parte variar en una misma época en los diferentes sistemas de derecho.

Dice T. Sauvel44: "Motivar una decisión es expresar sus razones y por eso es obligar al

que la toma, a tenerlas. Es alejar todo arbitrio. Únicamente en virtud de los motivos el que ha perdido un pleito sabe cómo y por qué… Los motivos le ayudan a decidir si debe o no apelar… Y por encima de los litigantes, los motivos se dirigen a todos. Hacen comprender el sentido y los límites de las leyes nuevas y la manera de combinarlas con las antiguas. Dan a los comentaristas de sentencias la posibilidad de compararlas entre sí, analizarlas, agruparlas, clasificarlas, sacar de ellas las oportunas lecciones y preparar las soluciones del porvenir". Y más adelante precisa: "Los motivos bien redactados deben hacernos conocer con facilidad todas las operaciones mentales que han conducido al juez al fallo adoptado. Son la mejor y la más alta de las garantías, pues protegen al juez contra cualquier falso razonamiento que pueda ofrecerse a su inteligencia y contra cualquier presión que quiera actuar sobre él"45.

Sin embargo, creo que estas últimas observaciones confunden el desarrollo psicológico de los móviles y la función de los motivos. Estos últimos deben persuadir a los litigantes, a las instancias superiores y a la opinión pública ilustrada de los motivos que justifican en derecho la parte dispositiva o fallo, pero no deben en modo alguno contener los móviles de los motivos. Al identificar los motivos como "todas las operaciones mentales que conducen al juez al fallo adoptado", Sauvel olvida o descuida los elementos extrajurídicos que pueden haber influido en la opinión del juez y de los que el juez se guardará muy bien de hacer mención. No son necesariamente vergonzantes. Pueden, por ejemplo, estar fundados en un agudo sentido de la equidad. De hecho, hoy nadie duda en mencionar en la motivación la idea de equidad a condición de que se le pueda encontrar un fundamento jurídico satisfactorio.

Partes: 1, 2, 3
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