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Reflexiones de un estado en guerra y su camino hacia la convivencia pacífica

Enviado por moni_palacio


Partes: 1, 2

    1. Introducción 2. La singular complejidad del caso colombiano 3. De la teoría de la revolución al paradigma del conflicto. 4. Una paz esquiva 5. La resolución pacífica de los conflictos. 6. El proceso de paz. 7. Una paz contradictoria. 8. Una paz descompuesta. 9. Nuevas posibilidades. 10. La Necesaria repolitización del conflicto. 11. Los Límites y Complejidades de la Negociación Política 12. Conclusiones 13. Bibliografía

    1. Introducción

    Desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, como punto álgido de nuestra historia, la trayectoria de nuestro país ha transcurrido bajo el signo de la violencia. Una violencia percibida a menudo como repetición, pero que de hecho ha significado una invasión progresiva de más y más espacios de la esfera pública y privada, a tal punto que no es un sin sentido afirmar que ella es el factor ordenador y desordenador de la política, la sociedad y la economía.. Y esto en tiempos de globalización tiene desde luego efectos internacionales muy distintos a los de la Violencia de los años cincuenta que el país vivió en su eterna soledad.

    En efecto, justificada o injustificadamente, Colombia, un país tradicionalmente ensimismado, ha sufrido en la última década una súbita internacionalización en las agendas políticas y en los temas estratégicos del mundo contemporáneo. Pero esta internacionalización ha resultado ser una internacionalización negativa. Se condena a Colombia por la producción, el procesamiento y la comercialización de sustancias que son no solo nocivas para la salud, sino además promotoras de la creciente criminalidad más allá de sus fronteras. Además es acusada y rechazada por la constante violación a los derechos humanos y por la degradación que está sufriendo el medio ambiente al estar provocando la dilapidación de uno de los más grandes patrimonios de la humanidad, la Amazonía, tanto con la expansión de los cultivos ilícitos (coca y amapola) como con los mecanismos aceptados -o que le imponen- para destruirlos (glifosato).

    Y lo más grave es que ante esta súbita forma de internacionalización de nuestras crisis acumuladas, el país no cuenta ni con instituciones, ni con política, ni con tradición, ni con pensamiento sistemático para reaccionar coherentemente frente a tales mutaciones.

    Como se hace necesario cambiar esta situación internacional para poder avanzar en todos los niveles, adaptándose a las circunstancias contemporáneas como la globalización, es importante revisar y cuestionar las características del caso colombiano referentes a su proceso político, histórico y social, a través de trabajos e investigaciones (como se pretende con este ensayo) que dibujen un poco cómo ha sido el fenómeno de la violencia y las posibles soluciones o salidas que se le pueden dar al conflicto, sin olvidar que la paz no es un hecho sino un proceso continuo de convivencia pacífica y de diálogo constante sin a intervención de las armas.

    Colombia tiene que repensar seriamente cómo puede crear un nuevo consenso social para definir un proyecto social productivo, no a través del estado como máquina omnipoderosa, sino a través de un proceso público-colectivo que permita canalizar esfuerzos de la sociedad para la modernización y reestructuración productiva. El estado debe erigirse como institución social legitima, representativa, sólida, eficaz y funcional, bajo una nueva lógica económica y política, sujeta a un activo escrutinio por parte de la sociedad.

    2. La singular complejidad del caso colombiano.

    El rasgo característico del espectro político colombiano desde por lo menos la década del ochenta es esa multiplicidad de violencias (por sus orígenes, objetivos, modus operandi) que hace que en los mismos escenarios se puedan encontrar , diferenciados pero también muchas veces entrelazados, el crimen organizado, la lucha guerrillera, la guerra sucia y la violencia social difusa. Se trata desde luego de una multiplicidad sobredeterminada o atravesada por la economía y las organizaciones comerciales y criminales del narcotráfico en los ámbitos regional e internacional. Mercado, violencia y fragmentación, tres signos tan característicos del tiempo presente, se anudaron aquí con particular intensidad.

    Asistimos, en efecto, a una explosión de violencias, a la cual se suma, desde luego, la heterogeneidad de sus contenidos regionales. Algunas ilustraciones:

    * Problemas seculares como el de la monopolización de la tierra que se habían mantenido dentro de límites regulables, se desbordaron y buscaron salidas masivas en la colonización. No es un fenómeno enteramente nuevo, como lo podría revelar una rápida mirada a la historia rural del siglo XX en este país. Si se vuelve a destacar hoy es porque sus dimensiones resultan comparables, en muchos aspectos, a la colonización que desde fines del siglo pasado empezó a dar forma al país cafetero del siglo XX, la llamada colonización antioqueña . Pero esta vez con un agravante , quizás, y es que en la medida en que a esta fiebre colonizadora contemporánea se suman los cultivos "ilícitos" y la presencia guerrillera, no sólo se ha producido una verdadera reconfiguración social y política del país, sino incluso , podría decirse, que la emergencia de un nuevo país sin Estado.

    Se trata por lo demás de procesos que contrario a una supuesta correlación automática entre violencia y pobreza( sin desconocer que se puede dar en algunos casos, como en las comunas que rodean la periferia de las grandes ciudades), lo que muestran es que la violencia se ha focalizado en las zonas de gran dinamismo y expansión económica: la zona cafetera antaño(La Violencia de los años 50), y las relativamente prósperas zonas de colonización hoy. Más que de regiones de escasa movilidad social, la violencia se alimenta predominantemente de las zonas de mayor movilidad, a las cuales fluyen capitales nuevos, migrantes nuevos y nuevas formas de autoridad. Finalmente, podría argumentarse que serían los desequilibrios internos de esas regiones, más que su pobreza global, la coexistencia irritante de la prosperidad con la pobreza, la sensación de injusticia, las que pueden operar como detonante de la violencia.

    El país mismo en su conjunto no deja de sorprendernos con esa paradoja: en este mar de violencias ha sido el de la más alta tasa de crecimiento medio (3.7 %) en América Latina desde 1980 , aunque esta confortable estadística para los hombres de negocios , que permitía suponer una cierta autonomía entre economía y política, ha comenzado a desvanecerse en los últimos meses.

    * Por otro lado, conflictos estrictamente laborales en sus orígenes (salarios, condiciones de trabajo), en zonas de colonización, fueron sometidos dentro de los nuevos contextos, a la ley de los más fuertes en términos de recursos, poder o armas. La zona bananera de Urabá, colindante con Panamá, es el más dramático y sangriento testimonio de esta guerra múltiple que involucra de diferentes maneras a agentes estatales, paramilitares, sindicatos, empresarios y grupos guerrilleros .

    * Bajo otras modalidades de violencia, las zonas mineras (esmeraldas, en Boyacá; oro en Antioquia; carbón en el nordeste del país) y sobretodo las petroleras, empotradas la mayoría de las veces en zonas de colonización, se han ido convirtiendo en puntos estratégicos de confrontación entre el Estado, las compañías petroleras y la guerrilla a costa de la sociedad. Estado, guerrilla y multinacionales petroleras arreglan sus ganancias , sus pérdidas y sus demostraciones de fuerza a costa de terceros. Inclusive se sospecha que hay multinacionales especulando con la inseguridad en Colombia, es decir que la han convertido en factor de rentabilidad, dando lugar a lo que N. Richani define como un sistema de autoperpetuación de la violencia.

    * Esta guerra multidimensional por los recursos, por los apoyos sociales y por los territorios es, adicionalmente, la mayor amenaza hoy a las poblaciones indígenas y a las poblaciones afrocolombianas (Chocó), en un doble sentido: como amenaza a las identidades comunitarias, y como amenaza a la estabilidad de los nichos ecológicos de los cuales dichas comunidades han sido guardianes desde tiempos inmemoriales. La violencia colombiana, en este sentido, está cumpliendo en muchas zonas esparcidas por la geografía nacional un papel similar al de la guerra contemporánea en las tierras mayas de Guatemala, o a la violencia senderista en la región de Ayacucho en el Perú, el papel de máquina de demolición de dichas identidades étnicas y comunitarias. Dolorosa experiencia, pues, la de este país que se ha ido descubriendo a sí mismo ( sus fronteras y sus aborígenes) a través de las rutas de la violencia.

    * Lo dicho no puede dejar la impresión de que la violencia de hoy es sólo un asunto de zonas marginales. De hecho, la saturación de violencia en las viejas zonas de colonización, surgidas como huída a todas las violencias anteriores, ha provocado una reversión de todas sus modalidades , entre otras, a la deprimida zona cafetera, que no ha logrado transformar sus obsoletas estructuras productivas. El proceso se ha invertido. Desde las periferias la violencia reconquista ahora el centro, pero no imponiendo un nuevo orden, como lo hubiera podido soñar un maoísta hace 20 años, sino como una fuerza desorganizada y desorganizadora.

    Significativa y paradójicamente, en estas zonas del interior, la guerrilla colombiana, que es una guerrilla pudiente económicamente (no es el guatemalteco "Ejército de los Pobres"), puede llegar incluso a pagar a los campesinos, cuando lo requiere su movilización masiva, jornales superiores a los que podría ofrecer cualquier propietario agrícola medio ( así mantuvo en parte una huelga cafetera, y también en parte la movilización de colonos del sur del país a mediados de 1996).

    Como dato característico hay que anotar que esta expansión guerrillera es no sólo indiferente al florecimiento de la criminalidad común por fuera de sus propios territorios, sino que no hace mayores esfuerzos de diferenciación con ella en tanto siga siendo funcional a su crecimiento. Más aún, frecuentemente la subordina a sus propias estrategias , así sea a un costo ético y político que sólo con los años se podrá apreciar.

    * La violencia ha dejado igualmente de ser un fenómeno exclusivamente rural. Sus rostros citadinos son también muy variados: impacto del narcoterrorismo , y del sicariato como brazo armado de una especie de "industria de la muerte" en ciudades como Medellín; implantación de la guerrilla en comunidades barriales de capitales, como la propia Bogotá, y ciudades intermedias como Barrancabermeja; operaciones de "limpieza social" contra mendigos, prostitutas y delincuentes callejeros, en Cali, Medellín, Pereira o Barranquilla, para citar sólo los casos más salientes de esta perspectiva neo-nazi de la miseria y la violencia en los centros urbanos.

    Dentro de esta complejidad incluso un mismo fenómeno puede tener opuestas expresiones regionales:

    * El narcotráfico se arraiga al lado de altos índices de violencia en Antioquia, especialmente en su capital , Medellín, sacudida hace unos años por las bombas y el terrorismo, y en donde se mezclaron de manera peculiar delincuencia, asistencialismo y ostentación; en contraste, los índices de violencia asociados al narcotráfico en Cali son relativamente bajos ( las operaciones de `limpieza" están asociadas más bien a las organizaciones policiales) y su cartel es un cartel que se mimetiza, y que hasta intenta negociar. Más que confrontar , el cartel de Cali logra comprometer a la clase política y arrastrarla en su propia suerte.

    Dentro de este panorama, el espacio para la acción racional, para el cálculo y la planificación es cada vez más reducido. La vida cotidiana y las relaciones interpersonales han entrado al dominio de lo no regulable, de lo no predecible o simplemente del azar.

    * Diferencia de ciclos, diversidades regionales, multiplicidad de actores y de escenarios…es la constatación más visible del Informediagnóstico presentado por un grupo de académicos al gobierno del Presidente Virgilio Barco, hace precisamente diez años. El texto, conocido como el informe de los "violentólogos" tuvo una amplia recepción académica y en los círculos de asesores y consejeros de las administraciones de Virgilio Barco (1986-1990) y César Gaviria (1990_1994).

    Con todo, dentro de los múltiples reparos que se le hicieron al Informe quizás sea útil señalar dos, que ulteriormente nos permitirán resaltar algunos de los desarrollos más recientes: el primero fue el haber contribuido, con su insistencia en la diversidad, a la fragmentación en la perspectiva de análisis, a la pérdida de una visión holística de la violencia y a una tal vez exagerada minimización de las dimensiones políticas de la misma; el segundo reparo fue el de no haber mantenido una relación consecuente entre diagnóstico y recomendaciones, puesto que no obstante la contundente demostración de la heterogeneidad, el peso de las propuestas se lo llevaba a la hora de la verdad la violencia política. No es del caso avanzar aquí en ese simultáneo cuestionamiento a la fragmentación y a la centralidad, pero el hecho es que en la construcción de la compleja pirámide de violencias parecía hacer falta un orden jerárquico o de prioridades, aunque no necesariamente la búsqueda de una matriz de la cual todas las demás modalidades fueran simples epifenómenos.

    3. De la teoría de la revolución al paradigma del conflicto.

    Durante dos siglos de vida independiente Colombia no ha experimentado aún una etapa en donde su devenir este determinado básicamente por su propia sociedad. La experiencia latinoamericana de los populismos que como intento de las burguesías locales por construir un "consenso nacional" capaz de derrotar las fuerzas de los propietarios de la tierra para desarrollar así un capitalismo nacional, equilibrado como el del occidente, no solo fracasó en Latinoamérica, sino que en Colombia nunca se presentó.

    Esta ausencia de populismos en el poder político de Colombia que observamos en la renuncia del Presidente López Pumarejo en 1937 y sobretodo en el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, marca la ausencia definitiva de un proceso de construcción de modernidad, visto como aprehensión de la sociedad sobre su progreso en el país.

    Incluso la debilidad misma del Estado-Nación en Colombia hunde sus raíces en este amedrantamiento de la burguesía nacional, transformada en oligarquía. El proceso de desintegración social y política que se observa en Colombia desde mediados de siglo no es más que la expresión del fracaso y la incapacidad de estas élites modernizadoras por cumplir sus propias responsabilidades históricas.

    Las élites dirigentes del país son así, estrictamente élites modernizadoras, en el sentido más autoritario del término, en la medida que han introducido en el país lógicas y procesos de modernización occidental sin ninguna articulación con la sociedad misma a la que han ahogado bajo los esquemas de un clientelismo político exhacerbado y bajo la violencia que ha producido en la última mitad del siglo más de medio millón de asesinados.

    La reacción al proceso de modernización autoritario, no vino de movimientos masivos de la sociedad en defensa y resistencia de su propia historia, como puede observarse por ejemplo en el crecimiento de los movimientos islámicos o en la insurgencia del movimiento obrero europeo; sino de élites revolucionarias que en lugar de adoptar la forma de partidos de clase o de masas por la existencia del mismo régimen político, adoptaron la forma de guerrillas revolucionarios que desde mediados del siglo deambulan por los campos de Colombia.

    Medio millón de asesinatos políticos y sociales en medio siglo nos lleva a pensar que en Colombia no solo se intentó extirpar una élite revolucionaria, sino que se intentó eliminar definitivamente cualquier intento de participación autónoma de la sociedad en la vida del país.

    La guerrilla colombiana es la forma, quizás la única, que pudo ser construida para actuar contra el modelo de la modernización impuesta, pero trasladó también como la oligarquía, esquemas construidos en el occidente para hacer la revolución en Colombia. En el horizonte ideológico de las FARC , el ELN, incluso del maoísta EPL, no se concebía otro tipo de sociedad para Colombia que el construido en la Unión Soviética y más exactamente en su espejo latinoamericano: la revolución cubana.

    Solamente en el M-19, se intentó confusa y espontáneamente pensar en un camino propio de corte latinoamericano, recuperando la historia y la cultura para pensar en una democracia también propia, de ahí que los intelectuales europeos al unísono del resto de la guerrilla colombiana hayan siempre observado el movimiento 19 de Abril como una especie de "populismo armado", por algo el populismo es un precursor de la modernidad latinoamericana y por algo el M-19, es en realidad un precursor de la modernidad colombiana, en vías de fracaso.

    Sin embargo el enorme impacto que el M-19, logró en la sociedad colombiana, que sobrepasó en mucho su propia capacidad militar y luego política, abrió un periodo de la historia de nuestro país en donde a través de la discusión de la paz y el fin de la guerra se pudo dibujar los trazos aún débiles de salida de los procesos trasladados mecánicamente de modernización y de revolución y construir un paradigma del conflicto que provocase la construcción de una verdadera modernidad en el país.

    Nos movemos bajo un paradigma del conflicto, en donde pensamos que el sistema político y económico colombiano debe ser moldeado por las fuerzas de la sociedad misma, por sus movimientos sociales, pudiendo producir una entrada definitiva en los caminos de la construcción de la modernidad latinoamericana, y de una edificación de la razón sobre bases diferentes a la racionalidad instrumental

    El paradigma del conflicto que observa la evolución de la sociedad como obra y presión permanente de los movimientos sociales, y que por tanto acentúa el peso de la sociedad civil sobre el Estado, pero construyendo nuevos tipos de solidaridad y de desarrollo ajenos al paradigma de la competición que intentó importar de nuevo Gaviria en su modelo de apertura económica en 1990-1994; Que intenta inclusive construir otro tipo de desarrollo que el que hemos observado bajo la forma de crecimiento económico bajo el capital o bajo el Estado; aún está por definirse en el país.

    Los procesos de paz iniciados por el M-19, dibujaron esta posibilidad en Colombia, pero la reacción de los actores afincados en los paradigmas de la alienación y de la integración autoritarias y el mismo fracaso del M-19 por profundizar su apuesta a una modernidad propia deslizándose hacia los terrenos del modelo liberal de desarrollo, han colocado en serio peligro su establecimiento.

    El paradigma del conflicto está atado a la resolución de la guerra, pero también a la nueva Constitución de 1991, que como verdadero tratado de paz es en realidad la concreción jurídica del paradigma. La contrarreforma constitucional que avanza hoy y la permanencia misma de la lucha armada son las manifestaciones del pasado que cada vez con más fuerza proponen la continuación de la guerra y el predominio de una de las dos teorías en que hasta ahora nos hemos movido maniqueamente, la de la modernización autoritaria o la de la revolución sobre las hogueras de centenares de miles de cadáveres y de ruinas.

    4. Una paz esquiva

    Es muy difícil pensar y analizar las posibilidades de la paz en Colombia. Esta como las ilusiones, se hace imaginaria, deformada, difusa; casi un objetivo inalcanzable, un objetivo de antemano distorsionado.

    El estallido de la violencia que ocurre en Colombia desde hace décadas, transforma la rutina de la muerte en algo normal para cualquier ciudadano de nuestro país y convierte en un hecho rutinario el que el asesinato sea el mayor factor de muerte de la juventud, y que en el último año desaparezca una población similar a la que murió en el conflicto de Bosnia durante toda su existencia. Esa violencia hace también, que nuestra propia concepción colectiva sobre la paz se distorsione.

    La población y la élites dirigentes del país han construido una imagen mítica de lo que significa la paz en Colombia. En ese imaginario colectivo afectado por una permanente y profunda violencia, aparece la idea y el deseo de la paz como la construcción de una sociedad idílica, apaciguada, sin problemas, sin ningún tipo de conflicto. Al conflicto social y político, exacerbado por el uso de las armas, se le opone una visión de la negación del conflicto que nada tiene que ver con la realidad del mundo y la esencia misma de las sociedades.

    Porque una sociedad dinámica es,"per se", una sociedad conflictiva; es más, el conflicto en sí mismo es un motor del desarrollo, de transformación, de superación. El conflicto social y político abre nuevos caminos, critica las viejas estructuras ya anquilosadas, propone soluciones para antiguos problemas y crea nuevos problemas quizás de mayor magnitud. Problemas nuevos a los que la discusión social le proporciona nuevas soluciones. El conflicto es sinónimo de historia y de desarrollo; sin el conflicto una nación se estancaría, el ser humano y su pensamiento morirían.

    Por eso, pensar la paz de Colombia implica correr el velo deformado de esa concepción que tenemos sobre ella como remanso, como tranquilidad social perpetua, porque una búsqueda así, sólo sería una búsqueda de la muerte definitiva.

    No, la paz en Colombia es el encuentro de las diferencias que se mantienen, es el encuentro de los instrumentos que permiten resolver los conflictos, o mantener, o agudizar los conflictos sociales, pero de manera no violenta, o por lo menos de una violencia que no implique el exterminio del contrincante. La paz en sí misma es un conflicto y crea más conflictos pero no intermediados por las armas y la muerte.

    Ninguna guerra es eterna, todas finalmente se tramitan o a través de la victoria militar, o a través del pacto concertado; las victorias militares a veces simplemente lo único que hacen es engendrar de nuevo el conflicto armado, aplazado solo por algún tiempo, los pactos permiten resoluciones más sólidas y permanentes en sociedades que deciden abordar otros caminos, darle cara a nuevos conflictos más fructíferos para el desarrollo humano.

    5. La resolución pacífica de los conflictos.

    El conflicto en la sociedad permanece, los conflictos se desarrollan, cambian y trascienden. Todo conflicto termina por resolverse, pero su resolución conlleva el nacimiento de nuevos conflictos, con otros actores sociales, en otros términos. En ese movimiento conflictivo de la sociedad, se desarrolla la evolución del hombre, nos superamos como nación y como especie. Hasta ahora, en general, ha sido así; pero en particular, existieron pueblos y naciones que no encontraron medios para superar determinado conflicto y desaparecieron en él. La historia es pródiga en ejemplos: nuestros pueblos originarios en gran parte dejaron de existir porque la conquista como conflicto violento entre dos pueblos, el español y el nuestro, los acabó; no encontraron instrumentos adecuados para resolver el conflicto que padecían; el conflicto se resolvió en la muerte.

    El "irracionalismo" como corriente filosófica piensa el conflicto como irresoluble, eterno e incognoscible. Creo que por ahora, los colombianos tenemos el reto de resolver nuestro conflicto sin que él nos implique la muerte como nación y como pueblo; en saberlo hacer está la clave de nuestro desarrollo y de nuestro lugar en la evolución humana.

    Una sociedad tan joven como la nuestra, cuyas fuerzas dirigentes originales se apropiaron de antemano de todas las formas originarias del poder público y se dedicaron a construir un sistema, un estado y una economía cerrados, excluyentes para su propio pueblo; tenía que generar no sólo desigualdad social y política, sino además una multiplicidad de conflictos que terminaron por desarrollarse violentamente a través de la muerte y de la ilegalidad.

    En Colombia esta apropiación privada y temprana de un estado aún por construir no permitió el surgimiento de un verdadero poder público, de una conciencia exacta de lo público, de lo de todos, en esferas así fuese pequeñas de la sociedad y de la economía. A diferencia de los procesos europeos, las fuerzas sociales no actuaron durante buena parte de la historia nacional sino que fueron objeto de la construcción de una nación que no los incluía, en donde sus intereses ni su palabra ni su pensamiento contaban. Una nación realmente artificial que solo hasta este siglo puede observar y sentir el resurgir de sus verdaderas fuentes, un surgimiento acelerado y violento.

    Una nación moldeada "desde arriba" y "desde afuera", modernizada a la fuerza, sin el consentimiento de sus gentes, sin la apropiación social de esa modernización, no podía construir una concepción colectiva de "lo público", del manejo colectivo y concertado de las decisiones fundamentales, del ejercicio permanente del pacto como instrumento privilegiado para la resolución del conflicto.

    De tal manera que Colombia no construyó un verdadero estado, como poder público, ni los esbozos de un pacto que la unificara como nación. Sólo poderes privatizados en conflicto que fueron, sobre la base de la exclusión, construyendo una cultura de la intolerancia y de la violencia.

    La exclusión en Colombia ayer podía significar servilismo, servidumbre, relaciones feudales entre los señores de la tierra y los campesinos hasta entonces mansos; entre los dueños de los votos y "sus" electores hasta entonces también mansos; después pudo significar industrias con muy altas tasas de ganancia, bancos inflados artificialmente en la especulación, orgías del dinero; hoy significa simplemente violencia. Son los diversos tipos de exclusión los que nos han conducido a matarnos entre sí. El problema de la exclusión es un problema eminentemente político, así sus efectos finales sean económicos y sociales.

    Los excluidos al margen de un estado que no era el de ellos y de una legalidad no hecha por ellos, construyeron sus propias leyes, su propio mundo y su propio poder. son dos las historias de Colombia, una sorda al principio fue edificando unas relaciones culturales muy ricas y muy fuertes, muy propias de las gentes rechazadas por la otra historia. Esos mundos casi nunca se tocaban antes, eran como compartimentos estancos hasta cuando los poderes y las culturas construidas en la ilegalidad, o más bien con otra legalidad, fueron deslegitimando el estado y las relaciones de poder establecidas tan artificialmente en el devenir del país. El encuentro entre los excluidos y los exclusores demanda un verdadero pacto social que por no verificarse ha hundido los dos mundos en una violencia sin límites.

    El narcotráfico actual, por ejemplo, nace en el mundo de los excluidos y es una actividad esencialmente económica que se rige por las leyes y la dinámica del mercado, como lo hace "Coca-Cola" o los vinos franceses, pero no hubiera surgido en Colombia si en ese país los beneficios económicos no hubieran sido propiedad exclusiva de diez o veinte familias; si los pequeños campesinos de las zonas productoras de narcóticos hubieran sentido a su tiempo el efecto de una reforma agraria integral y la asistencia económica de un Estado tangible para ellos; si centenares de miles de jóvenes de las barriadas hubieran podido pensar que es posible el futuro; si un "Gacha", o un Pablo Escobar, antiguos conductores de bus, muchachos que robaban autos para vivir, hubieran podido dejar de serlo y dejar de sentir su pobreza sin necesidad de acudir al espacio de los excluidos, el de la violencia y la ilegalidad.

    Los excluidos construyeron por fuera del Estado, de su legalidad y de sus instituciones, su propio espacio, y lo hicieron en medio de la violencia y del fuego. Resolver pacíficamente muchos de los actuales conflictos, implica solucionar en términos reales el problema de la exclusión de la mayor parte del pueblo colombiano, de su Estado y de su economía. La democracia es la receta; la negociación de la paz es la negociación del fin de las exclusiones.

    Si la presión social por acceder a la economía nacional y mundial y a la participación en el Estado es reprimida, si no se permite; el resultado será una profundización indudable de la violencia. Si el Estado es permeable a la reforma, si es posible transformar las estructuras del sistema económico, los conflictos actuales y futuros podrán ser debatidos y desarrollados sin el uso de la violencia armada. El comienzo de un proceso de esta naturaleza, un proceso de transformación del Estado y de desmonte de la violencia, es lo que se llama: Un proceso de paz.

    6. El proceso de paz.

    Un proceso de paz tiene diferentes fases. Es imposible concebir un momento instantáneo de desarme de los factores de violencia, como es ingenuo pensar en la transformación de un Estado y de su economía en cuestión de días. La primera fase de nuestro proceso de paz, de la que aún no hemos salido, es una fase eminentemente política, una fase de negociación de los factores armados y fundamentalmente una negociación con la "sociedad civil". Una negociación que en sí misma es un conflicto y que expresa, en forma condensada, las mayores contradicciones de nuestra sociedad: sus fuerzas en pugna.

    Muy esquemáticamente, podríamos analizar el proceso de negociación como el encuentro de dos fuerzas: la una, desde la ilegalidad armada intentará la transformación más profunda del estado que tiene ante sí; la otra, la estatal, intentará la cooptación más completa posible de la fuerza insurgente sin mayores cambios institucionales. La primera intentará ganar legitimidad y poder, buscando la sintonía de los sectores sociales excluidos, la segunda lo hará con la fuerza y el poder de la institucionalidad. En ambas el volumen de la capacidad militar será siempre un factor de presión. Toda negociación de paz es una negociación político-militar.

    Durante el proceso de paz ocurrirá que unos momentos estarán mayormente marcados por la capacidad de transformación del Estado por parte de la fuerza insurgente, y otros por la acción de cooptación del Estado.

    El resultado final, si el proceso se desarrolla efectiva y positivamente, será un punto intermedio de transformación institucional del Estado y de reformas económicas; una mayor democratización real e integral del país; y un desarme y la legalización de las antiguas fuerzas insurgentes y de un sector de la sociedad civil excluida hasta entonces. El paso de una parte de la sociedad del mundo de los excluidos al pacto con los exclusores.

    El punto central del proceso, para asegurar que sea de verdad un proceso de pacificación efectivo consistirá en que los factores y fuerzas enfrentados en la negociación puedan encontrar y concertar los instrumentos para resolver sin el uso de las armas, los conflictos futuros que se desarrollarán en la sociedad. Se trata de un verdadero pacto para la democratización real del país. Si en Colombia el proceso de negociaciones políticas para solucionar el conflicto armado se transformase en un pacto entre la sociedad misma, en un pacto de la sociedad civil para rediseñar las relaciones políticas, sociales y económicas, de tal forma que el proceso de exclusiones fuera seriamente restringido, podría generar una refundación de la nación sobre bases mucho más coherentes y sólidas. Estaríamos presenciando el fin de la guerra y el comienzo de un episodio de la historia del país mucho más rico y saludable. La construcción de una verdadera sociedad moderna desde un punto de vista latinoamericano y no el apéndice, el objeto de unos procesos de modernización impuestos y que solo han generado este desgarramiento social que hoy se traduce en las innumerables guerras que padecemos.

    Qué tanto se reforma el Estado y la economía en el proceso de las negociaciones será un problema no sólo de la fuerza propia de los insurgentes, sino de la presión que logre desarrollar el conjunto de la sociedad; por eso será siempre imperativa la participación más amplia de todos los sectores de la nación. Es posible que esos sectores ajenos en alguna medida a la guerra terminen definiendo los desarrollos futuros de la conflictividad colombiana; lo importante es alejar el instrumento de las armas y de la muerte como eje de la solución de las confrontaciones. Sin ese eje eminentemente militar, excluyente y antidemocrático, la sociedad civil tendrá una oportunidad para fortalecerse y así tendrá una mayor opción para apropiarse del Estado, objetivo real de la democracia.

    Es un error pensar que el desarme de los actuales factores de violencia política acabará de inmediato la violencia en Colombia. No; lo que permite ese desarme, y el proceso de democratización que conlleva, es permitir el encuentro de instrumentos no armados para dirimir conflictos, sólo así, comenzará un proceso de desvertebramiento paulatino de la cultura de la violencia que impregna todos los poros y los actores de la sociedad, un proceso que durará lustros, como la formación o deformación de toda cultura, y que debe posibilitar, con la insistencia de todos los voceros de la paz, la conformación de una cultura de la tolerancia, de la interlocución no violenta del conflicto; una cultura de la paz y de la democracia. La historia del proceso de paz colombiano se mueve en medio de las contradicciones arriba señaladas.

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