Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela (página 6)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
A continuación, se miró en un espejo; retrocedió unos pasos sin dejar de contemplarse; avanzó los pasos retrocedidos; se miró de perfil; alisóse los huevos hilados de sus cabellos, y sonrió con orgullo, diciéndose a media voz:
–De manera que lady Brums está enamorándose de mí…
Añadió:
–De manera que le gusto…
Añadió todavía:
–De manera que mis mentiras provocan su entusiasmo… Y contándole nuevas mentiras, yo podría conseguir de ella que…
Añadió finalmente:
–¡Voy a conseguirlo!
Terminó de desnudarse. Se vistió apresuradamente un "pyjama" que parecía hecho con tela de colchón, y calzándose unas zapatillas de orillo, salió derrochando cautela, y empujó la puerta de las habitaciones de lady Brums.
Entró. Era la alcoba de Sylvia. Al fondo, en el lecho -ancho, largo, bajo- lady Brums, semidesnuda, repasaba un número del "Punch".
Flagg se decidió de un golpe.
–Repitamos una vez más la divisa de Amundsen -exclamó.
Y repitió la divisa de Amundsen:
–"Fram"
O, lo que es lo mismo:
–¡Adelante!
Breve intermedio lírico
¡Divina y callada noche de Rotterdam!…
¡Noche de Rotterdam!…
¡Divina y callada!
¡Noche que guardas en tu cofre plomizo suspiros nostálgicos
de viejos marineros y ensueños ruborosos de pálidas adolescentes!…
¡Noche de Rotterdam, con tus canales dormidos!…
¡Con tus caminos bañados en luna!…
¡Con tus puertos inmóviles bajo las grúas vigilantes!…
¡Caminos, canales y puertos!…
¡Canales de Rotterdam, donde flotan las gabarras!…
¡Canales de Venecia, donde flotan las góndolas!…
¡Canal de Isabel II, donde flotan los microbios!…
¡Noche de Rotterdam, seguiríamos contemplándote!…
¡Pero hace tanto frío, que no hay más remedio que cerrar la ventana!…
Una escena de amor original
–¿Qué es eso, Flagg? -preguntó Sylvia, haciendo que se asombraba, viendo aparecer al doctor.
–Vengo -explicó Flagg- porque esta tarde no la he contado que mi bisabuelo, por parte de padre, fue íntimo amigo de Robespierre.
–¿Es posible? -articuló Sylvia, abandonando el "Punch".
–Sí -dijo el doctor, sentándose en el lecho-. Parece ser que Robespierre y él se conocieron en Tolón, durante unas regatas. Discutieron, mi bisabuelo le pegó con un remo a Robespierre, le partió la peluca y le tiró al agua. En seguida, asustado de su propia obra, se lanzó a salvarle. Buceó y salió con la peluca en la mano. A la segunda vez que buceó, sacó a Robespierre…
–¿Y entonces?…
Flagg cogió por el talle a lady Brums y la abrazó consecuentemente, mientras añadía:
–Robespierre, agradecidísimo y chorreando agua, le dio un apretón de manos a mi bisabuelo y le dijo: "Camarada: dentro de unos meses comeremos juntos en Versalles". Y mi bisabuelo, que era todo un carácter, contestó: "Está bien: encargaré dos raciones de ostras".
Sylvia se echó hacia atrás riendo, lo que aprovechó Flagg para besarle la garganta, mientras agregaba:
–Al poco tiempo, Francia se bañaba en sangre, y la guillotina (ese martillo pilón de la nobleza) machacaba vértebras cervicales en la plaza de la República. Mi bisabuelo, al ver que Tolón se rendía a los ingleses y que Robespierre era ya el árbitro en París, envolvió las dos raciones de ostras en un papel y se trasladó a Versalles. Nada más llegar, envió un continental a Robespierre.
Al acabar este párrafo, Flagg estaba ya pegadito a Sylvia, bajo las sábanas (1).
–Robespierre -siguió-, que estaba en Arras, acudió a Versalles reventando caballos. El último caballo, en lugar de reventarse como sus compañeros, reventó a un jacobino reumático que tuvo la mala ocurrencia de ponerse delante de sus patas. Este jacobino era un patriota, y cayó gritando: "¡Muero contento, porque muero por Francia!". Entonces Robespierre se apeó de un salto y pronunció una frase que se ha hecho célebre en la Historia: "Cuando se han reventado seis caballos, tiene uno derecho a reventar a un jacobino". Y se abrazó a mi bisabuelo, tirándole las ostras en un charco.
Durante la descripción del viaje hípico de Robespierre, el doctor Flagg había besado a Sylvia en todas partes, y ella ahora comenzaba a corresponderle.
–Sigue, sigue -susurró lady Brums, que sentía avanzar las gacelas de sus deseos-. Sigue tu historia…
Y Flagg, haciendo un esfuerzo sobre sus nervios, siguió:
–Comieron juntos en el Petit Trianón, y a los postres, Robespierre le dijo a mi bisabuelo… ¡Amor mío!
–¿Qué? -exclamó Sylvia.
–¡Amor mío! ¡Te adoro! -repitió Flagg.
–¿Eso me lo dices tú a mí, o se lo dijo Robespierre a tu bisabuelo?
–¡Te lo digo a ti, mi reina! -exclamaba Flagg ya en la pendiente máxima de la pasión y olvidado de Robespierre, de la Revolución Francesa y de "monsieur" Thiers.
–¡Sigue tu historia!… -exigió Sylvia, para quien las mentiras de Flagg eran un afrodisíaco irresistible.
–Cuando Robespierre y mi bisabuelo se fueron de Versalles… un… ¡No puedo! ¡Ah, Sylvia! ¡Sylvia mía!
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
El doctor Flagg, derribado en la alfombra como una ballena que hubiese encallado en la playa, roncaba igual que un "schneider".
Sylvia le agitó por un brazo.
–¡Eh, Flagg! ¡Despierta! Acaba de contar la historia de tu bisabuelo y de Robespierre…
Flagg logró abrir los ojos. Pero después de aquella felicidad que lady Brums acababa de proporcionarle y en la que él nunca había pensado, se sentía exhausto e incapaz de inventar una nueva mentira.
–Déjame -suplicó con laxitud-. Ahora no puedo…
Sylvia se levantó, echando chispas.
–¿Que no puedes? ¡Entonces estás aquí de sobra! ¡Fuera! ¡Fuera!
Y expulsó al pasillo al doctor Flagg, que andaba como un sonámbulo.
Mutis
Flagg tardó en reaccionar dos horas y media.
Al reaccionar, sus primeros pensamientos fueron para Zambombo.
–Si este hombre supiera -se dijolo que ha ocurrido esta noche entre Sylvia y yo…
Se acordó de su juramento.
Y la pistola, el frasquito de arsénico y el cuchillo de postre bailaron una sardana en su cerebro.
–Hay que huir -decidió-. Hay que huir antes de que se haga de día…
Se vistió, cogió sus maletines y salió del "Hotel Coolsingel" a paso de lobo.
Deambuló por Rotterdam, como un viajante de comercio.
A las siete se metió a desayunar en un bar de la calle de Schiedamschedyk.
Media hora después tomaba billete para La Haya.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
El lector debe reflexionar ahora sobre lo ocurrido, y a poco que reflexione observar que Flagg, encerrado en la cámara frigorífica de su lealtad no había caído en la cuenta de que poseía otras armas con que conquistar el blocao de Sylvia.
Fue el mismo Zambombo, tan vivamente interesado en separar a su amada del doctor, quien precipitó al doctor en el seno de su amada.
El lector debe aprovecharse de esta experiencia.
Porque semejante carambola es frecuente; y en el escenario del amor ocurre muy a menudo que para darle al público la sensación de la realidad, evitando las equivocaciones de los actores, el apuntador lee demasiado alto, con lo cual lo que se consigue es que el público adquiera la idea de que aquello es una farsa, mientras grita: "¡Ese apuntador! ¡más bajo!".
(¡Y todavía hay quien dice que en las novelas no se aprende nada!…)
Movimiento de traslación y últimas noticias de Flagg
Zambombo se dio cuenta de la huida de Flagg y respiró con orgullo:
–¡Le he asustado! Lo malo es que a Sylvia no le va a hacer mucha gracia la ausencia de ese tipo.
Pero Sylvia, al enterarse de ello, se limitó a decir:
–Mejor. Flagg comenzaba a aburrirme.
Zamb, espíritu ingenuo, se frotó las manos con delicia.
No pensó en que cuando una mujer que ha demostrado simpatía por un hombre, expresa hacia él una súbita frialdad, es siempre porque ya le ha dado a ese hombre todo lo que es capaz de dar una mujer.
Y una mujer sólo es capaz de dar lo que no le cuesta dinero; es decir, su organismo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Luces de esperanza se encendían para Zambombo.
Aquella tarde salió con Sylvia. Pasearon por el parque Laan.
–Mira qué lindas flores… ¿No te recuerdan las del parque Monceau, en París?
–Sí. También éstas tienen pétalos -contestó Sylvia.
Por la noche comieron en un "restaurant" del muelle. De sobremesa, lady Brums bostezó dos veces.
–¿Te aburres? ¿Quieres que vayamos a algún sitio?
–Sí.
–¿Adónde quieres que vayamos? ¿A un cine? ¿A un teatro? ¿A un "cabaret"?
–Vamos a Londres -determinó Sylvia.
("Se refería, naturalmente, a la capital de Inglaterra, ciudad situada sobre el río Támesis, provista de varios millones de faroles, y a cuyos habitantes se les suele llamar flemáticos y londinenses.")
Dispusieron rápidamente el traslado.
Sylvia telefoneó al mayordomo de su palacio de Park Lane, avisándole su llegada.
Zambombo se compró una guía de Londres y un monóculo.
Y en la última media hora de su estancia en Rotterdam, el propio Zamb tuvo ocasión de evitarle otra tentación a lady Brums interceptando un telegrama del doctor Flagg, fechado en La Haya.
El telegrama decía así:
Lady Sylvia Brums
Coolsingel-Hotel
"Parto, lágrimas ojos, proximidades Polo Sur, donde me anuncian nacimiento hijo, resultado amores primavera pasada con famosa belleza esquimal.- Oso blanco intenta comerse hijo mío; corro salvarle.- Voy con amigo húngaro, que piensa amaestrar oso. Haré viaje en gasolinera rompehielos.- Mis mejores respetos."
Zamb rompió el telegrama en pedazos pequeñísimos, hizo con ellos una bolita y se la tragó.
–Si lee este telegrama Sylvia, es capaz de irse a buscarle -murmuró cuando la bolita caía en su estómago.
Capítulo cuarto
En Londres se ama igual que en Madrid, que en París y que en Rotterdam
Una reunión en el palacio de Park-Lane (En un rincón del "hall"):
Sir Thomas Saville.- Por mi parte, le aseguro, Federico, que las cuestiones de Heráldica me apasionan.
Sir Federico R. Flover.- A mí también.
Sir Thomas Saville.- En mi escudo hay dos águilas en campo de azur.
Sir Federico R. Flover.- En el mío hay dos jugadores en campo de "tennis".
"En otro rincón":
Reginaldo Ponney.- Os digo que miss Eliana tiene unas manos microscópicas.
Patricio Keller.- ¡Pero si sus manos son las más grandes de Londres!
Reginaldo Ponney.- No importa. Digo que tiene unas manos microscópicas, no porque sean pequeñas, sino porque… lo aumentan todo… ("Risas picarescas.")
"Al pie de una escalinata":
Mistress Oile.- ¿Y, efectivamente, era una mujer hermosa vuestra amiguita, "Abe"?
Abel Brunswick.- Era tan hermosa que, al verla conmigo, todos mis amigos se apresuraban a decir que me engañaba con otro.
"Junto a un ventanal del salón gris":
Lady Sylvia Brums.- ¿Dice usted, Harry, que la madre de Roche se llama Flora?
Harry Pringle.- Sí. Se llama Flora, pero debía llamarse Fauna.
"Sentados en unos sillones del mismo salón gris":
Adriana Somerset.- Decididamente, lord Maugham, es usted un maldiciente…
Miss Margaret Lordsville.- ¡Decir que para un hombre representa el mismo problema llevar a su casa una mujer que llevar un perro!…
Lord Maugham.- El mismo problema, señoras mías, a una y a otro el hombre tiene que empezar por comprarles un collar.
El "Mayor" Fly. ("Terciando"). Existe, al menos, una diferencia.
Lord Maugham.- ¿Cuál?
El "Mayor" Fly.- Que a la mujer se le compra un collar de perlas y al perro se le compra un collar de cuero.
Lord Maugham.- Bueno, sí; al perro se le compra de cuero, pero eso no impide el que a él le parezca de perlas…
"En una galería, de espaldas a un cuadro (legítimo) de Gainsbrough":
La Princesa Evelia de Torrigton.- Hay personas, Alfredo, que por amor a los animales llenan su casa de bichos.
Su marido.- ¿Te refieres a estas reuniones que celebra lady Brums?
Lady Sylvia recorría los grupos -espléndida bajo un vestido de tul "mordoré", adornado con encaje de oro-, vertiendo en todos ellos las gotas de esencia de sus preguntas, de sus respuestas y de sus comentarios.
En el "hall" bailaban algunas parejas.
Estas parejas, mientras bailaban, se hacían el amor en inglés.
Veinte criados entraban y salían con bandejas, poncheras, "servicios" de licor y "glacés" de uva. El "mayordomo" anunciaba, con algunas faltas de ortografía, los nombres de los nuevos visitantes.
He aquí varios nombres y varias faltas de ortografía:
–¡Madame de Amaranthes!
–¡Lady y lord Trainway!
–¡Miss Agata Paddington!
–¡Lord Plumkake!
–¡El profesor Cathum!
–¡Lord Alfredo Pankrustk!
–¡Sir Oracio Pitt!
–¡Mistres Wolff!
–¡Sir Everardo T. S. H. Cunningham y su hijo Mhurin!
Autoadmiración
Con cuatro brochazos, señores, he descrito una reunión aristocrática en el palacio de lady Brums, en ParkLane.
Estoy admirado de mí mismo.
Todos los asistentes a la fiesta han dicho ya su correspondiente frase ingeniosa: era preciso dar señales del "humour" inglés… ¡Oh, el "humour!…
Pero ahora, que ya hemos dibujado las caricaturas de los ingleses que pintaron Congreve, Sheridan y Oscar Wilde, sigamos la novela con los ingleses de carne y hueso -más hueso que carne- que se pasean por Londres habitualmente.
La visión de Londres (¿Pero acaso Londres es una visión?)
La fiesta se celebraba quince días después de llegar Sylvia y Zambombo a Londres.
–¡Dos semanas ya! -pensaba Zamb aquella noche, con la frente apoyada en la cristalera de un ventanal, que por su cara exterior chorreaba una lluvia menuda y persistente-. ¡Dos semanas! ¡Dos semanas de oír hablar inglés sin entenderlo! ¡Dos semanas de oír caer la lluvia sin parar! ¡Dos semanas de conocer "lores" a miles, "sires" a cientos y "pares" a docenas! ¡Es demasiado!
Verdaderamente, era demasiado.
Además, desde que estaban en Londres, Sylvia no había tenido un segundo libre para Zambombo, y no ya un segundo de amor, sino un segundo de compañerismo.
Ejércitos de modistas, modistos, sombrereros, peleteros, zapateros, joyeros, lenceros, etc., etc., entraban y salían confusamente del palacio de Park-Lane, dedicados a equipar a lady Brums para la "seasons" que comenzaba. Se aproximaban las mañanas de "tennis" en Chelsea y de "golf" en Earling, los atardeceres de Piccadilly, de Bond Street y de Hyde Park, dando la vuelta a la Serpentina; las noches de Regents Street, de la Opera y de las fiestas particulares, y era imprescindible hallarse preparado, tirando al aire unos miles de libras esterlinas.
Rodeada de telas fastuosas, de estuches, de cajas de todos los tamaños, de pieles, de plumas, de gasas, de cristales, de metales caros y de piedras finas, lady Brums miraba, estudiaba, decidía, aceptaba, rechazaba, daba órdenes y se negaba a escuchar consejos.
Zambombo cerraba los ojos y se la imaginaba convertida en una estatua altísima, en torno de cuyo pedestal una multitud de trabajadores de ambos sexos y de todos los oficios se apretujaban para ofrecerle lo mejor; él, Zambombo, se metía en el grupo e intentaba avanzar hacia Sylvia. Los demás le cerraban el paso, diciéndole:
–¿Qué va usted a ofrecerle?
–El amor.
Y todos se echaban a reír, exclamando:
–Pero, hombre, ¿usted cree que ella se va a molestar en comprar una cosa de precio tan bajo?
A los dos o tres días de asistir a aquel desfile, Zamb, rabioso, mareado y rebozado en aburrimiento, se había dedicado a dar largos paseos por la ciudad, recorriéndola de N. a S. y de E. a W. (1).
En una semana conocía todo Londres.
–¿Pues no decían que para conocerlo hacían falta años enteros? -se preguntaba con estupor.
Su impresión de la urbe era breve y tajante.
–Londres es -decía- como una de esas casas, meticulosamente ordenadas, ordenadas hasta la crispatura de nervios, en donde viven tres hermanas solteronas, un gato, un perro, un canario y un loro; y en donde el perro no regaña con el gato, ni el perro le ladra al loro, ni el gato se come al canario; pero en donde las tres hermanas se mascan la nuez mutuamente. Casas en las que al principio se siente uno bien, pero de las que acaba uno escapando.
Topográficamente, había desmembrado Londres en seis barrios: "Whitehall" (o barrio histórico), "Chelsea" (o barrio latino, juvenil y estudiantil), "Pall Mall" (o barrio elegante), la "City" (o barrio financiero), "Bloomsbury" (o barrio hospitalario, de fondas y hoteles) y "Whitechapel" (o barrio pobre y delincuente).
Los más interesantes resultaban el primero y el último. Sobre todo, Whitechapel, con sus dulces recuerdos de "Jack, el destripador", el "asesino enigma", el "Schopenhauer-activo", a quien Flagg decía haber hecho un retrato a lápiz… (¡Qué tupé!). En Whitechapel seguían abundando las gentes presidiables: ladrones, asesinos y comerciantes.
A Zambombo le irritaba tanto encasillamiento, tanta cosa bien organizada. Hasta las diferentes profesiones se hallaban agrupadas y definidas dentro de la ciudad, y para cada cual existía su calle correspondiente:
"Spitafields", las sederías; "New Road", los trabajos en cine; "Paternoster Row", los libros; "Fleet Street", los periódicos; "Lombart Street", los banqueros; "Upper Thames Street", los mármoles y el hierro; "Clerkenwell", los relojeros y los plateros. En "Soutwark", se vendían las patatas; en "Botolph Lane", las naranjas; en "Mincig Lane", los coloniales; en "Lower Thames Street", el carbón; en "Coleman Street", las lanas; en "Hounds- ditch", las ropas viejas, las cuales tenían una sucursal en "Rag Fair"; en "Mark Lane", el trigo; en "Pudding Lane", las frutas frescas…
Era irresistible.
–Es una ciudad ideal para estudiantes de Algebra -gruñía Zambombo de vuelta de sus paseos.
Hasta las nacionalidades se habían separado, fabricándose una serie de Londres pequeñitos, dentro de Londres, y los judíos se refugiaban en Houndsditch, los irlandeses en Saint Giles, los alemanes en Holborn, los italianos en Gray's Lane, los franceses en Soho, los españoles en Mark Lane, y los griegos en Finsbury Circus (2).
Aquellos paseos los remataba Zambombo metiéndose en la Abadía de Westminster, que le atraía con su celebridad mundial. Estaba tan llena de muertos ilustres y era tan entristecedor su aspecto, que Zambombo pensaba siempre:
–¡Qué gusto no ser un inglés glorioso! Porque si fuera un inglés glorioso me enterrarían aquí.
Pasaba grandes ratos en "el rincón de los poetas". El día que, a la sombra que proyectaban cuatro o cinco monumentos enormes -mármol y bronce- dedicados al recuerdo de personajes desconocidos, descubrió sobre un raquítico pedestal una figurita y debajo de ella el nombre de Shakespeare, quedó inmóvil, con la vista imantada por aquellas once letras universales:
Shakespeare
Por fin, murmuró, encarándose con el mausoleo:
–Bueno, don Guillermo. Y ahora, ¿qué piensa usted del "ser" o "no ser"?
Pero Shakespeare no le contestó. Si hubiera podido hablar, habría dicho que deseaba que todos sus dramas se los tradujera Fernando de la Milla, pero a condición de que no se los interpretase Santacana.
¡España! ¡Oh, España!
Zambombo seguía con la frente apoyada en el ventanal, mirando la lluvia.
Pasó por allí lady Brums.
–Esto que haces es incorrecto, Zamb. Vuelve inmediatamente a los salones.
–Tus invitados me revientan, Sylvia.
–Bien se ve que no eres un hombre de mundo.
–Confieso que no lo soy. A pesar de que he untado el aro del monóculo con "sindeticón", no consigo que se mantenga en el ojo.
–Vamos, vamos -silabeó ella con impaciencia-. Chester me ha preguntado dos veces por ti.
Y Zambombo tuvo que charlar con lord Chester, que era tartamudo y que vivía preocupado por Leibnitz.
–¿Qué opina usted de la "monada"? -le dijo aquella noche lord Chester tartamudeando más que nunca.
–¿De la "monada"? -preguntó Zambombo, que no tenía idea de lo que podía ser la "monada"-. Pues yo creo… sin que esto sea querer sentar plaza de benévolo, ¿eh? Yo creo que la "monada" está muy bien. ¡Estupendamente bien!
–En mi opinión -manifestó el viejo lord, entre tartamudeos y gestos aprobatorios-. En mi opinión, la "monada", que, como usted sabe, no es más que una sustancia simple que entra a formar las compuestas, es, en el fondo, lo mismo que átomo, aunque el filósofo de Leipzig lo negase y hasta criticara el atomismo de Descartes.
–¡Claro, claro! -replicó Zambombo, pensando en el frío que haría a aquellas horas en Varsovia.
–No es una teoría muy original…
–¡Qué va a ser! Eso se le ocurre a cualquiera.
–En cambio sí es original su otra teoría.
–Sí: la otra, sí.
–¿Cuál? -dijo el lord.
–La otra -respondió Zambombo para no comprometerse.
–¿La de la armonía prestablecida?
–Sí, naturalmente. La de la armonía restablecida.
–Prestablecida.
–Eso es. Prestablecida. Es que no he pronunciado la "pe".
–Y también se mostró original al suponer que la relación del alma con el cuerpo sea un caso particular de las relaciones universales de las sustancias, ¿verdad?
–¿Pero él suponía eso?
–Sí, señor.
–¡Vaya un tío!
Y corrigió la expresión inmediatamente:
–Perdone usted. He querido decir: ¡qué talento!
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
No era sólo lord Chester el que torturaba a Zamb hablándole de Leibnitz. Había otros muchos caballeros que conocían el español y le amargaban la existencia con diálogos idiotas. Poseían unas curiosas ideas acerca de España, y desconcertaban a Zambombo a fuerza de preguntas inverosímiles:
–¿Es verdad -le decían de repente y sin previo aviso- que en su país los toreros tienen permiso para comulgar todas las tardes en la Giralda?
O también:
–Diga usted: ¿y por qué en Sevilla se les obliga a los extranjeros a que guarden un toro vivo en la habitación del hotel?
Al principio, Zambombo rectificaba, explicaba, intentaba dar a sus interlocutores la verdadera sensación de la vida española, pero nadie le creía e incluso se organizaban discusiones inenarrables.
–Yo sé perfectamente -había dicho una tarde lord Mohg- que en Madrid, a la hora en que los toreros pasean sobre sus mulas enjaezadas, las mujeres les cantan seguidillas pidiéndoles que las rapten, y que la que lo consigue primero, recibe, en premio, de manos del Gobierno, una cabeza de toro, recién cortada a navajazos por el ministro de la Guerra.
–¡Eso es una sarta de imbecilidades! -gritó indignado Zambombo.
El lord retrocedió dos pasos.
–Caballero: nadie me ha llamado nunca imbécil impunemente ni en Irlanda, ni en los Dardanelos, ni en el Afghanistán.
–Pues yo se lo llamo en Londres.
Y menos mal que el lord se murió allí mismo de congestión, a consecuencia del disgusto, que si no, puede que hubiera habido que lamentar una desgracia.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Poco a poco, Zamb se acostumbró a oír desatinos sobre España; a los cuatro días ya no luchaba por sacar a sus contertulios del error; y a los once días, se divertía añadiendo desatinos inéditos.
Le decían, por ejemplo:
–¿Qué hace el público con los toreros cuando no consiguen matar el toro del primer cañonazo?
Y él contestaba:
–Según. Hay que distinguir dos clases de toreros: los que tienen hijos y los que no los tienen.
–¡Aah! ¿Y entonces?
–Cuando el torero que ha quedado mal es de los que no tienen hijos, el público se lanza al ruedo y le afeita la cabeza.
–¡Terrible escena! ¿Y si el torero tiene hijos?
–Si el torero tiene hijos, entonces el público lo ahorca.
–¡Aoh! ¡Muy interesante! -decía un oyente.
–¡España, raza de héroes y de sacerdotes! -comentaba otro.
–¿Y para qué lo ahorcan? -pregunta un tercero.
–Para que los hijos del torero, al acordarse de la vergonzosa muerte del padre, no se dediquen a la tauromaquia.
–¡Qué sanidad de costumbres!
Estos camelos de Zambombo le dieron un gran realce a los ojos de los británicos ilustres que frecuentaban los salones de Sylvia.
(Lady Brums no le había dicho a nadie, naturalmente, la clase de relación que la unía con Zambombo; todo el mundo lo sabía y el que no lo sabía se lo imaginaba, pero se "guardaban las apariencias", y esta hipocresía, que alguien cree privativa de España, era la salsa verde de cuantos guisotes amatorio-sociales se cocinaban en Inglaterra.)
Y muy poco tiempo después, los "místers", los "lores", los "sires" y los "pares" adoraban a Zambombo, le suplicaban continuamente detalles de Madrid, de Granada y de Sevilla, y abandonaban el palacio de Park Lane comentando entre sí:
–¡Es un gran señor!
–¡Un verdadero caballero español!
–A mí no me extrañaría nada que, aunque él lo oculta por modestia, fuese nieto de José María, "el Tempranillo", o de Jaime, "el Barbudo"…
Y empezaron a disputarse su amistad de un modo frenético y rabioso, cuando el "coroner" Petck dejó volar esta especie:
–Creo que "mister" Zambombo ha venido a Londres desterrado por asesinar a la duquesa de Tarragona.
Cuando Zamb condescendía a darles noticias de España, toda la concurrencia se agrupaba a su alrededor, y, los que entendían el castellano iban traduciendo sus frases a los que sólo entendían el inglés. Sin embargo, se dio el caso singular de que el profesor Eduardo McTylvild, que era de los que no conocían el español, lo aprendió en una sola noche, para poder oír a Zambombo en su idioma nativo.
Desgraciadamente solo pudo oírle una vez, porque falleció de meningitis a consecuencia de aquel notable esfuerzo cerebral, sin precedentes en la Escuela Berlitz.
La discreción del Honorable Stappleton
Acaso quien más admiraba a Zambombo, en su aspecto de español novelesco, goyesco y bandoleresco, fuese el honorable Rudyard Stappleton, miembro de la Alta Cámara, descendiente directo de los "Vikings" de Escocia e hiperclorhídrico recalcitrante.
Stappleton, que tenía la estatura aproximada de la torre Eiffel (1) y un cerebro tan divinamente organizado como la descarga de buques en Singapoor, cuando hablaba de España se olvidaba en absoluto el talento y hasta el sentido común. No contento con acaparar a Zambombo todo el tiempo posible, durante sus visitas nocturnas a Park Lane, iba a verle a horas extraordinarias, le acompañaba en sus paseos por Londres y se lo llevaba -para lucirlo entre sus amigos- al "Thermos Club", de donde era socio.
–¿Por qué se llama esto "Thermos Club"? -había preguntado Zamb el primer día.
–Porque el edificio está construido con un cemento que conserva admirablemente las temperaturas. Y así, dentro de él, en el verano se siente el fresco que hizo en invierno, y en invierno, el calorcito que hizo durante los meses de verano.
Eran la comodidad y el refinamiento ingleses, apareciendo por todas partes…
El honorable Rudyard Stappleton pensaba visitar España en la primavera próxima, y se instruía convenientemente.
–¿Cree usted que debo llevar un trabuco, o dos?
–Será mejor que lleve usted una ametralladora -aconsejaba Zamb.
–¿Los bandidos en España atracan a los viajeros únicamente en el campo, o también en las ciudades?
–También en las ciudades, también.
–¡Ah!
–Sólo que en las ciudades no les está permitido robar más que desde las seis de la tarde hasta el amanecer del día siguiente.
–Muy curioso. ¿Y qué hacen con el producto de sus robos?
Zambombo se entretenía en darle una explicación detallada.
–El veinte por ciento se lo guardan para ellos. Otro veinte por ciento, lo entregan a la Liga Antituberculosa. Un diez por ciento lo destinan a la restauración de obras de arte y a las Escuelas Graduadas de Bandoleros y Toreros, que no faltan en ninguna población mayor de 55.000 habitantes. En cuanto al cincuenta por ciento que resta, lo invierten en comprar claveles reventones para sus amadas.
–¡Siempre el país romancesco y galante! ¡Ah, España! -gemía el honorable Stappleton con los ojos en blanco.
Y añadía extrañado:
–Dígame… Y ¿no hay algún bandolero que haga trampa y se guarde más de lo que tiene asignado?
Zamb se ofendía:
–¡Qué ocurrencia! Todos los bandidos de España son personas decentísimas.
–Sí, sí; eso he oído yo decir siempre… -susurraba Stappleton, avergonzado de su mal pensamiento.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Una tarde Stappleton y Zamb pasearon por un parque umbrío, cercano a Bircage Walk, para acabar frente al Palacio Real, desembocar luego en Piccadilly y entrar en Hyde Park: un intinerario forestalísimo.
Sin que supieran de qué manera, como salen las erupciones de la piel, salió la conversación de Sylvia.
–Lady Brums -dijo Stappleton- es lo que yo llamo "una mujer confortable".
–¿Y a qué llama usted "una mujer confortable", Rudyard?
–A esas mujeres que cuando ven a un hombre se apresuran a tenderlo en su lecho.
Zambombo dio un respingo y tuvo que fingir un golpe de tos para no denunciar el efecto despachurrante que le habían producido aquellas palabras. Después miró a Stappleton. ¿Conocería este hombre sus relaciones con Sylvia y hablaba así para provocarle? Pero se convenció al punto de que la ingenua bondad del honorable Rudyard no había sospechado lo existente entre lady Brums y él, y que, precisamente por ello, manifestaba en voz alta su opinión.
Entonces, con esa predilección que tienen los enamorados por saber con detalles las cosas que más han de hacerles sufrir y que se asemeja a las ganas que tienen siempre de tocar el violín los violinistas malos, Zambombo decidió tirar de la lengua a Stappleton.
–¿Tal vez lady Brums ha tenido amantes en Londres?
–En el único sitio donde Sylvia no ha tenido amantes es en el interior del Vesubio -replicó Rudyard, dando a la conversación un aire platónico.
–Entonces ¿todos los amigos que ahora van a sus reuniones han sido…?
–Todos, sin dejar uno.
–¿Y usted?
Pero el honorable Rudyard Stappleton, en lugar de responder ufanándose de una debilidad femenina, exclamó:
–Amigo mío, son las cinco. No prescindamos de tomar el té. Ahí cerca, a la entrada de Oxford Street hay una pastelería. Vamos; tengo un hambre terrible.
El convencimiento de que aquellos "místers", "sires", "lores" y "pares" que llenaban los salones de Park Lane habían saboreado también los labios de Sylvia, consternaba y humillaba a Zambombo y le hacía odiarlos a todos, uno por uno. Y torturaba cada vez más su corazón. Comenzó a huir del contacto con ellos…
Y he aquí por qué en esta noche de fiesta Zamb, aislado y triste, apoyaba su frente en el ventanal, viendo caer la lluvia.
Es decir: el agua.
Es decir: H2O.
Epistolografía y dolor de estómago
Escapó unos momentos de las manos de lord Chester y de sus hipnóticas ideas acerca de la "monada" de Leibnitz, y se refugió en el despacho, en cuyas paredes Roinney y Reynolds demostraban una vez más al mundo que habían pintado como nadie y que en su tiempo habían existido inglesas bellísimas.
Zamb fue de un lado a otro, nervioso y sin objeto. Por fin se sentó ante una mesa enorme, perdido entre las prolijas tallas de la madera, y escribió en una hojita de papel:
Sylvi: No puedo resistir más.
Noto que cada vez tu alejamiento es
mayor y cada día me entero de que
existen nuevos hombres sobre la
Tierra que te han tenido en los
brazos. Me voy. Que seas feliz,
Adiós.- Zamb.
Releyó la carta, dudó, la rompió y se tragó los pedazos como había hecho con el telegrama de Flagg en Rotterdam.
Y cogió otra hojita de papel y garrapateó:
Esta situación es insostenible.
No valgo para ser sólo un capricho
en la vida de una caprichosa eterna.
Ahí te quedas.
Pero como tampoco le gustó, la rompió de igual suerte y se la comió también. Succionó la pluma un rato; luego, escribió de nuevo:
No me tortures más!
Sé buena conmigo!
Te quiero tanto!…
Sylvia… ¿no has de volver a hacer
dichoso a tu
Todavía no había acabado de firmar, cuando redujo el papel a una bolita y se tragó la bolita con un gesto de mal humor.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Al amanecer, Zambombo había logrado dos cosas: un fortísimo dolor de estómago, producido por la deglución de setenta y ocho cartas diferentes y una última carta que decía así:
Después de todas las humillaciones sufridas y después de nuevas cosas terribles que he sabido de tu pasado en Londres, si no vuelves a mí, tierna, fiel y enamorada, como yo te deseo, me mataré.
Y salió del despacho.
La fiesta había concluido hacía horas y el palacio callaba en un total recogimiento.
Cruzó pasillos, salones y galerías, y se detuvo ante el dormitorio de Sylvia. Echó la carta por debajo de la puerta y se fue a acostar, igual que otro hombre cualquiera que tuviese sueño.
A mediodía le despertó un criado que se llamaba Oliverio (como Cromwell) y que tenía cara de asesino (como Cromwell, también).
–¡Señor!… Esta carta es para el señor.
Era la respuesta de Sylvia; sólo contenía cuatro palabras:
Pues bien: mátate.
–¡Mátate tú! -gruñó Zambombo después de leer.
–¿Cómo dice el señor? -indagó el criado, que estaba de pie al borde del lecho.
–Que me afeites. Voy a levantarme.
The Spanish bull
Cuando estuvo afeitado, bañado, perfumado, vestido y planchado, calzado y charolado, pensó en ir a pedir consejo al honorable Stappleton.
Se dirigió a Ludgate Hill, cerca de la iglesia de San Pablo, donde se enclavaba el edificio del "Thermos Club".
Stappleton no estaba en el "Thermos Club".
Fue entonces hacia Bond Street, al domicilio particular de Stappleton.
Stappleton no estaba en su domicilio particular.
Una doncellita morena, de acento mitad irlandés, mitad circunflejo, advirtió a Zambombo:
–El señor ha ido al Jardín Zoológico. Va todos los días. Como las cosas de España le apasionan…
Zamb, que no vio muy clara la relación entre las cosas de España y el Jardín Zoológico, se quedó pensativo.
–Stappleton, en el Jardín Zoológico -susurró-. ¿Y a qué va allí Stappleton todos los días?
–Va a ver al toro.
Zambombo atravesó el Regent Park y entró en el Zoológico. Efectivamente, al otro lado del riachuelo, el honorable Stappleton soñaba con la lejana España, delante de un jaulón en el que bostezaba un toro con aspecto de buey, soportando resignadamente la siguiente inscripción:
"The savage Spanish bull" (El toro salvaje de España)
–¿Cree usted -le preguntó Rudyard señalando a la aburrida bestia con el bastón- que es un verdadero toro?
–Por lo menos, tiene dos cuernos terminados en punta -replicó Zamb.
Y tomando al honorable Stappleton por un brazo, le instigó a pasear por el jardín mientras le ponía en antecedentes de todo lo que había habido -y había- entre Sylvia y él.
Stappleton no se extrañó de nada lo más mínimo. Sólo al final hizo una observación.
–Para que usted -le dijo a Zambombo- me cuente tanta cosa importante, tiene que haber una razón poderosa. ¿Qué desea de mí?
–Necesito su experiencia y su consejo, Rudyard. El desvío de Sylvia es indudable; mi amor hacia ella, cada vez mayor. ¿Qué hacer?
–Tiene usted dos caminos: lograr que Sylvia le ame de nuevo o dejar de amar a Sylvia.
–Sí, claro; en eso ya estoy hace tiempo…
–Para que Sylvia lo ame a usted, debe usted hacer una cosa: enamorarla.
–¡Ah naturalmente!
–Y para dejar de amarla, tiene usted un buen sistema: aborrecerla.
–Sí, sí… Ya había caído en ello.
–Parece que no se ha quedado usted muy satisfecho de mis soluciones. ¿Es que no las encuentra lógicas?
–¿Cómo? ¡Logiquísimas!
Y comprendiendo que Stappleton no le daría jamás una solución practicable, comenzó a hablar de otras cosas.
Así llegaron de nuevo ante la jaula del toro triste.
–¿No sigue usted?
–No. Perdone, querido amigo. Me quedo a continuar contemplando a este noble animal -dijo Stappleton.
–Adiós, Rudyard -concluyó Zambombo.
Y se fue.
Stappleton quedaba allí, mirando de hito en hito al toro, como si quisiera sugestionarle para hacer ejercicios de transmisión del pensamiento.
Preparativos de combate
Con el paso de los días, el problema de Zamb no hizo sino agravarse.
Ahora había descubierto un idilio naciente entre Sylvia y uno de los habituales a las reuniones: Reginaldo Ponney, un joven presuntuoso, que cuando andaba parecía una mujer, cuando se hallaba sentado parecía un "daddy-doll" y cuando estaba de pie parecía un alcornoque.
–¿Qué hago? ¿Mato a ese imbécil atizándole en la cabeza con un hacha de abordaje? -se decía Zambombo en sus soliloquios.
Y luego añadía:
–¿Para qué? Yo iría a dar con mis huesos a la Prisión Central, y Sylvia, al día siguiente, comenzaría con otro… Para evitar que Sylvia tenga amantes utilizando el procedimiento de asesinar a sus elegidos, sería preciso organizar una segunda "noche de San Bartolomé", otra "batalla de los Campos Catal unicos" o un nuevo "terremoto de la Martinica".
Y callaba una vez más apretando los labios y crispando los puños, mientras el corazón sufría y sufría, se desgarraba y se retorcía de dolor bajo la pechera impasible del "smoking".
Tampoco se le ocurría una extravagancia inédita con que atraer a lady Brums.
Años atrás, Reginaldo Ponney había sido amante de Sylvia. Aquel amor no era, pues, un libro nuevo: era "una segunda edición".
Zambombo pensó un día:
–Bueno… ¿y si ahora le da a esta mujer por tirar "segundas ediciones" de todos sus "libros antiguos"?…
La idea le produjo frío en la espalda. Y se estrujó la imaginación para hallar la extravagancia que le devolvería a Sylvia. La halló al fin.
–Fingiré un suicidio. El terreno está abonado con la carta que la eché por debajo de la puerta y, a poco que cuide la "mise en scéne", Sylvia lo creerá.
Y se dedicó a preparar la "mise en scéne": limpió y descargó convenientemente su pistola, mandó llenar una ampollita de sangre de conejo y dio instrucciones -y tres libras- al criado que se llamaba Oliverio y que tanto se parecía a Cromwell.
Su plan era sencillo: entrar a una hora determinada en las habitaciones de Sylvia, hacerle una escena terrible, aguardar el momento en que ella se encontrase de espaldas y, entonces, gritar: "¡me mataré y mi sangre caerá sobre tu cabeza!". Y fingir el disparo y hacer que la sangre de conejo cayese sobre su sien.
El papel del criado se reducía a esperar detrás de la puerta a que Zamb gritase "¡Me mataré!", y disparar una escopeta, cargada con pólvora sola, para producir la detonación, que la pistola descargada de Zambombo no podía producir.
Zamb fijó la hora del acontecimiento. Las tres de la tarde. A las tres menos un minuto tocó un timbre para prevenir al criado.
En seguida salió hacia las habitaciones de Sylvia, con el alma emocionada…
–Como Nelson, la víspera de Trafalgar -se dijo él para sus adentros.
Empiezan los tiros
–Adelante… -exclamó Sylvia.
Zamb entró, el ceño torvo y la mano en el bolsillo de la pistola.
Transcurrieron tres minutos sin palabras.
Sylvia.- ¿Qué querías?
Dos minutos más de silencio.
–¿Qué pasa? ¿Qué quieres? ¿Por qué no hablas?
Zamb la miró fijamente. Recorrió con su mirada el "pyjama" en crespón de china negro, brochado en oro y "lamé" que vestía Sylvia; luego cruzó la estancia y se apoyó en la chimenea.
–La vida -dijo- es un espectáculo estúpido. Un espectáculo que está, además, organizado para una sola representación. Los que hemos vivido mucho, acabamos por sentir el aburrimiento de quien asiste a una misma farsa repetida…
Calló, porque todo aquello lo había leído la noche anterior en un libro de pensamientos célebres, y ya no se acordaba de más.
Siguió por su propia cuenta en un estilo visiblemente inferior:
–Por mi parte, ya estoy harto de farsas. He decidido encararme de una vez con la Verdad…
Sylvia le interrumpió ahora para decir:
–Desde que el mundo existe, miles de pensadores se esfuerzan por averiguar qué es la Verdad, y no tengo noticias de que lo hayan logrado todavía.
–Yo sé qué es la Verdad. La Verdad es la Muerte.
–¡Qué cosa tan cursi! -falló lady Brums.
–Y como sé que la Verdad es la muerte -siguió él, imperturbable- voy a buscarla. Tu amor acaso me habría hecho dudar… Pero poseo datos suficientes para no creer en tu amor y voy a matarme.
Sylvia había comenzado a examinar una revista de modas.
–Voy a matarme -agregó Zamb ganando el centro de la habitación y alzando la voz para que Sylvia fijara en él su atención-. ¡Voy a matarme!
Pero Sylvia continuó su examen de la revista.
Zamb determinó entonces dar el golpe final y pronunció la frase que había de producir, detrás de la puerta, la detonación:
–"¡Me mataré y mi sangre caerá sobre tu cabeza!"
Se aplicó la pistola descargada a la sien.
Sonó un tiro. Y Zambombo cayó con la cabeza perforada de un balazo.
Al caer pensó con angustia:
–¡Arrea! ¡Pero si resulta que la pistola estaba cargada!…
Y ya no pudo pensar nada más.
Dos segundos después, en el pasillo retumbó otro tiro.
Era el criado, que disparaba la escopeta de caza, según lo convenido con Zamb.
–Me he ganado tres libras -dijo el fiel servidor satisfecho-. Extenderé un recibo…
Y se marchó con la escopeta al hombro.
Toda convalecencia es dulce
Un mes más tarde, Zambombo convalecía rodeado por once vendajes, seis almohadones y dos brazos de mujer: los brazos de lady Brums.
Los vendajes le oprimían las sienes: los almohadones le permitían hundir en ellos la cabeza, y los brazos de mujer le acariciaban, mientras una voz dulce le gemía al oído:
–Pobrecito… Pobrecito… "Mon gosse" Te quiero…
Y el "gosse" se bañaba en felicidad.
–¡Pobrecito mío, que ha estado a punto de morirse por mí!…
Y Zamb ponía una cara de mártir que habría asqueado a cualquiera que estuviese en el secreto de lo ocurrido, y se libraba mucho de decir -¡claro!- que aquello del suicidio había sido una farsa y que, en realidad, le había herido la Casualidad (1).
En el jardín de invierno de Park Lane, Zamb convalecía…
El perfume violento de las rosas encarnadas sumergía al joven en frecuentes éxtasis.
Aquellas rosas encarnadas parecían los labios de lady Sylvia.
Por eso, Zambombo, cuando quería hacerse la ilusión de que besaba los labios de Sylvia, besaba una rosa encarnada.
Y le parecía estar besando rosas encarnadas cuando besaba los labios de Sylvia.
(!Qué lío me he armado con los labios y con las rosas)
La opinión de Rudyard
El honorable Stappleton pasaba largas horas haciendo compañía a Zamb.
También iban a verle, y a murmurar de todo Londres, secundadas por Sylvia, mistress Oile, Adriana Somerset y la princesa Evelia de Torrigton. La primera y la última eran dos viejas aristocráticas y repugnantes. Eran tan repugnantes, tan viejas y tan aristocr ticas como las damas que suelen merendar a diario en el "Rumpelmeyer" de París.
Sólo verlas, le producían mareos a Zambombo, y los días en que aquellas damas acudían a Park Lane, al joven le subía la fiebre.
En cambio, Adriana Somerset era hermosísima. Tan extraordinariamente hermosa, tan imponentemente hermosa, que, a sus treinta años, permanecía soltera, porque ningún hombre se había atrevido a hacerla el amor.
Adriana estaba formada con una justeza y una armonía de líneas inconcebibles y vestía siempre unos trajes vaporosos, transparentes.
–A esta mujer -pensaba Zambombo se la ve siempre como a los clichés fotográficos: al trasluz.
Una tarde en que ambos se hallaban solos, el honorable Stappleton le dijo a Zamb.
–Veo que Sylvia le adora a usted nuevamente…
–Sí; gracias a mi suicidio frustrado. Fue una buena idea la de suicidarme, ¿verdad? -preguntó Zambombo, que tenía interés en pasar a los ojos de todo el mundo por un verdadero suicida.
Rudyard torció el gesto.
–Es que ¿no le parece bien? -insistió el convaleciente.
–Sí, sí; pero… En fin, amigo Zamb… Le voy a decir a usted la verdad…
Zamb se incorporó alarmado:
–¿Cómo?…
–Pues la verdad es que me ha decepcionado usted. Dispararse un tiro en la cabeza no es un suicidio apropiado para un caballero de España.
–¿Qué debí hacer entonces?
Rudyard contestó con aire grave y gesto enérgico.
–Debió usted clavarse una banderilla en el corazón.
Proa al Perú
Y otro mes más tarde, Sylvia y Zamb embarcaban, en plena luna de miel, con rumbo al Perú.
Volvían a necesitar un escenario nuevo para un nuevo amor.
El buque que les llevaba era el "Guillette", de la matrícula de Glasgow (22.000 toneladas y dos hélices).
Y el puerto de salida fue Liverpool.
No se olviden los lectores de este detalle. Tiene muchísima importancia, aunque no lo parezca (1).
Capítulo quinto
En las islas desiertas se ama igual que en Madrid, que en París, que en Rotterdam y que en Londres
A bordo del "Gillette"
A bordo del "Gillette", a los siete días de navegación, todos los pasajeros que no habían entablado aún conversación con Zambombo, le conocían por el remoquete de "lady"s friend".
Y a la propia lady Brums la conocían con el nombre de la "mujer-sirena".
Porque los pasajeros de los trasatlánticos suelen ser bastante idiotas.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Por deseo de Sylvia, los amantes ocupaban un camarote de dos plazas, situado en la cubierta de salones.
–Quiero -había explicado ella- que no estemos separados uno de otro en ningún momento.
–¡Amor mío!
–¡Mi alma!
–¡Nena!
–"Mon gosse!"
Era un idilio de tal melosidad, que sólo podía conducir a la jalea.
Nada más entrar en el camarote, Zamb se detuvo sorprendido al leer un cartel, clavado detrás de la puerta. El cartel decía así:
Se advierte a los señores pasajeros
que ocupen este camarote, que, en
caso de naufragio, la lancha en don
de les corresponde tomar sitio para
salvarse es la señalada con el número 7.
A Zambombo se le puso la carne de gallina, pero de gallina "pratáleonada".
–¡Caramba! -gruñó-. ¡Es para darle ánimos a uno!
Y en seguida se dijo que los trasatlánticos naufragaban muy rara vez y que, en realidad, aquello sólo era una precaución de la Compañía.
Y sintió, de pronto, un imperioso deseo de ver de cerca la simpática lancha número 7, que, en caso de apuro, les ofrecería sus bancos para evitar que se pasaran por agua, como dos vulgares huevos.
Por fin la encontró.
Era exactamente igual que sus compañeras. Pero a Zambombo le pareció la más bonita de todas: sin duda porque ya la consideraba como suya.
(Con las mujeres ocurre lo contrario que con las lanchas de salvamento: nos gustan más las de los otros que las que consideramos como nuestras.) (¡Hola!)
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
No voy, naturalmente, a entretenerme en contar lo que sucedió a bordo del "Gillette" durante los quince días que tardó en trasladarse de Liverpool al océano Pacífico por el Canal de Panamá: en todos los trasatlánticos ocurre siempre lo mismo y los pasajeros se entregan siempre a idénticas ocupaciones. Se bañan, juegan, almuerzan, comen, desayunan, meriendan, critican, consultan la singladura para enterarse de lo que lleva recorrido el buque, flirtean, bostezan y le dan la lata al capitán.
No hablaré de nada de esto, no. Y del paso del "Gillette" por el Canal de Panamá, yendo de esclusa en esclusa, escluso decir que tampoco hablaré (1).
¡Las mujeres, primero!
Navegaban por el Pacífico, rodeados de niebla desde hacía seis horas, sin ver absolutamente nada y con la sirena mugiendo y mugiendo incansable para evitar colisiones con otros barcos.
Detrás del espeso telón de boca de la niebla, navegaba en dirección contraria un buque español:
"La pelota de goma"
Paquebote
También la sirena de "La pelota de goma" mugía y mugía sin cesar. (Lo cual, después de todo, es el oficio de las sirenas.)
Y mientras, los dos buques avanzaban furiosamente en la niebla, uno contra otro…
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y a bordo de ellos. . . . . . . .
En el entrepuente del "Guillette", el capitán y su segundo discutían:
S.- Me parece, capitán, que hacia estribor suena una sirena.
C.- Yo no oigo nada. A ver… ("Unos segundos de pausa.") No. No se oye nada.
S.- Insisto en que se oye una sirena, capitán.
C.- Le repito que está usted equivocado.
En el entrepuente de "La pelota de goma", el capitán y su segundo discutían:
S.- Me parece, capitán, que hacia babor suena una sirena.
C.- Yo no oigo nada. A ver… ("Unos segundos de pausa.") No. No se oye nada.
S.- Insisto en que se oye una sirena, capitán.
C.- Le repito que está usted equivocado.
Y en el instante mismo en que concluían ambos diálogos, el "Gillette" y "La pelota de goma" se embistieron brutalmente de costado y fueron a pique en ocho minutos y tres décimas.
Antes de hundirse, el "Gillette" se levantó de popa.
Antes de hundirse, "La pelota de goma" se levantó de proa.
¡Las tragedias del mar!
En el "Gillette" se produjo una confusión sólo comparable a la que se produce en las verbenas cuando empieza a llover de improviso.
Sonaron gritos y alaridos de auxilio y terror. Se oyeron voces que clamaban:
–!Las mujeres, primero! !Las mujeres, primero!
Y ocurrió como se decía: las que primero se ahogaron fueron las mujeres.
Luego se ahogaron los hombres y los imitadores de "estrellas" de "varietés".
El capitán, después de decirle al segundo de a bordo: "Tenía usted razón; sonaba una sirena", contempló durante unos instantes cómo se hundía el barco y declaró:
–Ha llegado el momento de suicidarse. Es mi deber.
Se aplicó a la cabeza un revólver y le falló el tiro. Volvió a oprimir el gatillo, y volvió a fallar. Insistió seis veces aún con idéntico resultado. Algunos pasajeros retardaron el momento de ponerse en salvo para ver si el capitán se salía con la suya. Entre estos pasajeros se hallaban Zamb y Sylvia.
–Le apuesto seis chelines a que no logra suicidarse -le dijo a Zamb un caballero de Edimburgo con aire de comerciante.
–Van -contestó Zambombo.
Pero al capitán le falló el revólver otras dos veces. Entonces un armero de Manchester se adelantó hacia él y dándole una pistola que llevaba en la mano, le propuso:
–Pruebe con ésta, capitán. Está cargada con balas explosivas, y ver usted cómo le hace cisco.
–Gracias. No puedo, y lo siento. Pero el reglamento exige que nos matemos con nuestro propio revólver.
–¡Vaya por Dios!
Al cabo de cinco nuevas intentonas de suicidio los pasajeros habían ido desfilando cansados y sólo quedaban a la expectativa Zamb, Sylvia y el caballero de Edimburgo.
Los tres tenían ya perdidas las esperanzas de que el capitán consiguiese su objeto. Pero nunca se debe abandonar la última esperanza, porque Dios jamás olvida por completo a sus criaturas… Bien quedó demostrado esto último en aquella ocasión: de pronto, una de las chimeneas del "Gillette" se derrumbó con estrépito y aplastó de una manera indudable al capitán.
Hubo un suspiro de alivio en todos los pechos. Y el caballero de Edimburgo exclamó:
–Ha muerto como un héroe.
Luego se volvió a Zambombo para decirle:
–He perdido. Aquí tiene usted sus seis chelines, caballero. Les deseo un salvamento feliz. Beso los pies a "milady". Adiós.
Y se tiró al mar de cabeza.
Detrás de él se tiraron Sylvia y Zamb. Ambos nadaban bien, y mientras avanzaban lentamente sobre las olas seguían con la que era ahora su conversación favorita:
–¡Nena!
–¡Mi alma!
–¡Amor mío!
–"Mon gosse"
Ni siquiera se habían acordado de la lancha número 7.
Náufragos
No sería yo un verdadero novelista si no hiciera que mis n ufragos encontrasen tierra al amanecer del día siguiente. Además, resultaría una crueldad tener más tiempo en remojo a una mujer tan elegante y delicada como lady Brums. De manera que…
Al día siguiente, así que amaneció, una playa baja y limitada por un cinturón de árboles tropicales se extendió a la vista de Sylvia y Zamb. Dos horas más tarde pisaban tierra.
–!Qué bonito -suspiró Sylvia contemplando el paisaje.
–Sí. Es divino -apoyó Zamb.
Y permanecieron cincuenta y cinco minutos abrazados y admirando el paisaje. Realmente, el paisaje era bonito: a la derecha se desesperezaba el mar, con su color de ojos de mujer; a la izquierda, un bosque cerrado y profundo exhibía las mil cabelleras de sus árboles, que el viento -sabio ondulador permanente- rizaba y peinaba sin descanso; un promontorio de rocas, en las que el sol ponía falsas incrustaciones de oro, se alzaba hacia el sur… Arriba, el cielo. Y el suelo, abajo; como siempre.
Zambombo manifestó, estrechando dulcemente a Sylvia:
–Ahora que nos amamos más que nunca, ahora que hemos logrado capturar al pájaro fugitivo de la dicha, ¿qué mejor cosa podíamos desear tú y yo que naufragar, lejos del mundo civilizado, en una isla desierta?
–Es verdad… -murmuró Sylvia-. Pero, ¿y si no estamos en una isla desierta?
–Sí estamos, sí… Mira ese cartel.
Sylvia se volvió. Clavada en el suelo, había una estaca; y la estaca sostenía este cartel:
Isla desierta
(colonia de Inglaterra)
Situada en el océano Pacífico entre
los 11 grados de latitud y los 89 grados de longitud. Productos de la
isla: cocos, dátiles, plátanos y antropófago
Prohibido escupir
Lady Brums sonrió con una sonrisa encantadora.
–Entonces -dijo- ¿somos unos verdaderos náufragos?
–¡Unos náufragos de cuerpo entero -respondió alborozado Zambombo.
Y decidieron obrar como dos verdaderos náufragos.
Cálculos y preparativos de instalación
Ante todo era preciso orientarse, porque el cartel no aparecía muy claro en aquel punto.
–Nos orientaremos por nuestras propias fuerzas -declaró el joven.
Y se tumbó en la playa, a observar el cielo, provisto de un lápiz y de un librito de apuntes. El primer problema consistía en calcular la altura de las estrellas, y luego de mirarlas un rato fijamente, escribió en el cuaderno la cifra aproximada.
Sylvia asistía con atención a aquellas operaciones.
Después, sacando el reloj, Zambombo observó el tiempo que invertía la luna en salir de un grupo de nubes (1). Vio que tardaba dos minutos y medio, y apuntó la cifra. A continuación observó también la velocidad del viento. Para ello, por medio de dos rayas, señaló en el suelo su estatura, que era de un metro setenta y cinco. Colocó en una de las rayas un papelito y midió, reloj en mano, lo que el viento tardaba en llevar el papel a la otra rayita. Tardó cuatro segundos. Y Zamb, razonó por medio de la regla de tres:
1,75 m los recorre en 4 segundos.
1.000 m (o sea un kilómetro) los recorrerá en X
De donde X era igual a 1.000 multiplicado por 4 y partido por 1,75.
Hizo las operaciones, contando por los dedos, y comprobó que el viento corría que se las pelaba.
Entonces resumió todos los cálculos y resultó:
"Altura de las estrellas: muchísima.
Velocidad de las nubes: tres centímetros de luna por minuto.
Velocidad del viento: enorme.
Color del cielo: azul."
Ya no faltaba más que multiplicar la velocidad de las nubes por la del viento y restarle la altura de las estrellas, dividiendo el total por el color del cielo.
Cuando Zamb hubo hecho esto quedó averiguado que él y Sylvia se hallaban en una isla desierta, en el Pacífico, y que era de día (2).
Entonces Zamb decidió hacer fuego, porque un náufrago que tiene fuego ha dejado ya de ser náufrago, según la acertada frase de Perkins (3).
–¿Cómo vas a arreglártelas? -indagó Sylvia, que cada vez le admiraba con mayor entusiasmo.
–Verás… -dijo Zamb.
Cogió dos trozos de madera y los frotó uno contra otro. Seis horas después, todavía frotaba. Sylvia se había dormido y el joven frotaba sin cesar con un tesón y una rabia desesperados. Por fin, a las seis horas y media, una pequeña llamita brotó de los trozos de madera, pero como Zambombo estaba ya sudando a chorros, el sudor de su frente, cayendo sobre la llamita, la apagó.
–¡Mecachis! -gritó el náufrago.
Sylvia se despertó:
–¿Qué? ¿No puedes hacer fuego?
–Podré, porque traigo cerillas, pero si no las hubiera traído, no sé cómo nos las habríamos arreglado…
Y sacó una caja de cerillas inglesas, una de esas grandes cajas de cerillas inglesas en cuyas tapas se lee:
"Bird´s eye was Vestas"
have Safety Heads with
strike anywhere tips
"Strike the tip gently"Made only byBryant " Ltd.
London. Liverpool " Glasgow.
y que tienen menos cerillas que letras.
Entonces los náufragos consiguieron encender una hoguera admirable.
–Ahora -determinó Zambombo-, tenemos que construir una cabaña.
–¡Sí, sí! -palmoteó Sylvia-. Una cabaña… y tu amor… ¡Ah! ¡Qué dichosa soy!
Zamb se dirigió a la entrada del bosque y transportó a la playa unos cuantos árboles, que yacían en el suelo, derribados, tal vez, por alguna tormenta.
Calculó la resistencia de los árboles, midiendo el diámetro y su longitud, y escribió en su cuadernito:
A+B=(A+B)-(A+B)"(A+B)+(A+B).
Elevó al cuadrado el primer término, y con gran sorpresa suya, que no creía saber tantas matemáticas, obtuvo
(A+B)12=2A+B)-2A+B)*2A+B)+(A+B).
Y sustituyendo esto por las cifras averiguadas, logró:
7312=210+10.
La resistencia de los troncos de árbol era de 730 kilogramos.
Puso los troncos apoyados entre sí, formando dos vertientes, en número de quince. De manera que cuando Zamb y Sylvia se metieron debajo, los kilos de árbol que se les cayeron encima, al desplomarse la cabaña, fueron:
730*15 o sea: 10.950.
Ambos se desmayaron a consecuencia del traumatismo. Al volver en sí, era de noche (4).
Los "Piscis Rodolphus Valentinus"
Veinte días después, Sylvia había adelgazado dieciocho libras y Zambombo diecinueve.
Tal es el efecto que en las personas bien constituidas produce la reiterada consumición de "menús" vegetarianos. Porque hasta entonces los náufragos sólo habían comido los productos de la isla que se indicaban en el cartel, excepción hecha de los antropófagos, que no aparecían por ningún sitio.
–Su raza habrá desaparecido probablemente hace tiempo -opinó Zambombo.
–¿Por qué? ¿Cómo iban a desaparecer todos sin dejar rastro?
–Comiéndose unos a otros. Para eso eran antropófagos.
–¡Ah! Es verdad.
Sylvia y Zamb vestían de un modo extraño. El naufragio del "Gillette" les había sorprendido a las siete de la tarde, llevando: él, "smoking", y Sylvia, un traje de baile, hecho en "pailletes" y un pequeño chal de lo mismo enrollado a la garganta y sujeto en uno de los lados con una rosa. Ahora, después de veinte días de habitar en la isla (lo que podríamos llamar perfectamente "islamismo"), Sylvia, que se quejaba de frío por las noches, llevaba puesto el "smoking" de Zamb. Parecía una "vedette" de gran revista de espectáculo y seguía estando preciosa.
En cambio, Zambombo, sin afeitar y ceñido con el traje de baile de lady Brums, parecía un Egmont de Bries, a quien el público, indignado, hubiese ido persiguiendo por las calles durante catorce horas.
Mas como no ha habido oculista que le cure la ceguera al Amor, Sylvia continuaba viendo en Zambombo al Zambombo de antes.
Por aquella fecha fue cuando lady Brums se quejó a su amante de la excesiva monotonía de la alimentación:
–Comiendo siempre lo mismo, nos va a dar el "beri-beri", Zamb.
–No te preocupes. Yo encontraré nuevos alimentos. Ya les he echado el ojo a unos peces…
Efectivamente: próximas al promontorio rocoso que se alzaba al sur y en donde los náufragos habían hallado por fin una gruta natural que les servía de habitación, solían navegar bandadas de peces, de esos peces denominados por los hombres de ciencia "pisci rodolphus valentinus", por su belleza y su cursilería sin igual (1). Todo estribaba en discurrir un medio de capturarlos. Por fortuna, la imaginación de Zambombo era incansable como una mosca.
Partió con los dientes una hoja de palmera hasta darle forma de pez y, sujetándola con un hilo, la tiró al agua. Había observado Zamb que las bandadas de peces seguían siempre la dirección que emprendía el que iba a la cabeza de ellas. El truco consistía, pues, en que los demás peces se creyesen que el que dirigía el cotarro era el pez fabricado por Zambombo.
Tardó dos días y tres noches en engañarles, pero al cabo, vio claramente que una bandada de "rodolphus valentinus" seguía al pedacito de hoja de palmera. Entonces Zamb tiró del hilo, la hojita saltó a la orilla y treinta y seis peces saltaron detrás.
Como se lee en la Santa Biblia, "comieron hasta que se hartaron".
Poesía cósmica
En la isla no había fieras.
Los náufragos hicieron excursiones hacia el interior para saber a qué atenerse respecto a extremo tan importante. Atravesaron varias veces el bosque; Zamb caminaba delante, ojo alerta y con el cinturón en la mano, cogido de tal manera que en caso de agresión por parte de alguna fiera, pudiera atacar y herir con la hebilla.
En tales excursiones no vieron fieras. Hallaron a su paso manadas de leones y de tigres y muchísimos cocodrilos; pero fieras, ni una sola.
Eso acabó de tranquilizarles.
Y sus vidas se deslizaban en medio de la poesía y del amor.
Al crepúsculo, ambos se sentaban en lo alto del promontorio, enlazados por la cintura. El sol se agazapaba lentamente detrás del forillo del horizonte y se hubiera dicho que las aguas del océano apagaban, con los extintores de sus olas, aquella lumbrera infatigable. Las nubes huían de prisa con dirección a Saliente. Luego comenzaban a bruñir el cielo las numerosísimas estrellas australes. Los enamorados pensaban en el Universo, en Copérnico, en Laplace, en las leyes de la gravitación y en la teoría del optimismo cósmico.
Y después se iban a acostar.
La tragedia
A los cuatro meses de islamismo habían bautizado la isla con el nombre de "Isla de Capua", apodo más propio para un barco dedicado a la pesca de la sardina que para una verdadera isla del Pacífico.
Y ahora es ya el momento de que el lector sepa que si le advertí la importancia que tenía el que el "Gillette" hubiese zarpado de Liverpool, fue porque está comprobadísimo que todos los náufragos, hallados en una isla desierta del Pacífico, provenían de paquebotes zarpados de Liverpool.
¿Por qué esto? ¿Qué ocultas leyes rigen a los paquebotes, a las islas desiertas, a los náufragos y a Liverpool? Nunca podría averiguarse, mas el hecho no admite que se le someta a discusión.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cierta tarde de… ¿de qué mes? (no se sabía). Cierta tarde, Sylvia gritó de pronto:
–¡Un barco! ¡Un barco inglés!
Zambombo salió de la gruta. Era verdad. A unas dos millas de la isla, un transporte estaba fondeado. Se distinguía claramente la bandera, con los colores del Reino Unido.
En el primer momento, los náufragos sintieron una gran alegría; después, se entristecieron. Aquel barco no era sólo un barco: era Inglaterra, Europa, la civilización: lo que envenena y destruye el amor al sacarle de los encasillados hermosos de la libertad y del instinto.
Vendrían a buscarles… Renovarían su vida prístina. Otra vez a viajar de un lado a otro, llevando las penas a la grupa… Otra vez a contemplar el amor, pintado de purpurina y vestido por Worth… Y quizá ya no volvieran a ver hundirse el sol en la lejanía. Ni volverían a capturar "rodolphus valentinus" con la ayuda de una hojita de palmera…
Zamb miró a Sylvia y Sylvia miró a Zamb. Y dijeron a un tiempo:
–No nos iremos de aquí…
–Europa, la civilización, la magnesia efervescente… ¡Que lo zurzan a todo! -añadió Zamb.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Un lanchón se había despegado del transporte y avanzaba, rasgando el satén del océano con su proa.
Cuando tocó tierra, un hombre delgado, rígido, de uniforme, saltó a la playa. Saludó con desembarazo.
Parecía persona educadísima y decía "All right!" cada nueve segundos. Primero indagó de Sylvia y de Zambombo si estaban contentos en la isla y si necesitaban alguna cosa.
–Podemos traerles vituallas, armas, muebles…
Procedía como habría procedido un casero amable con sus inquilinos.
Zambombo dijo que no necesitaban nada y que estaban muy a gusto. Entonces aquel caballero sacó una libreta, dijo "All right" y habló así:
–Me llamo Edward Meigham y soy empleado, afecto al Colonial Office. Como ustedes saben, esta isla está desierta y es una colonia inglesa. Lo que sin duda ustedes ignoran es que -como toda colonia de Inglaterrarinde sus productos a beneficio de la metrópoli. Ahora bien, es tan pequeña la isla, que sus cocos, sus d tiles y sus plátanos no tienen importancia comercial y exportadora. En cuanto a sus antropófagos, hubo que expatriarlos porque ya se negaban a comer carne humana, y ningún país serio puede tolerar que en una isla desierta haya antropófagos que tomen merluza rebozada "a la Dubarry". En la actualidad, todos los antropófagos que habitaban la isla viven en Londres y están empleados de "grooms" en los "cabarets". Resumiendo: Inglaterra no podía tener improductiva esta isla, razón por la cual decidió alquilarla como lugar de recreo. La vida moderna, con sus comodidades extremas, su ansia, cada vez mayor, de nuevas sensaciones y de panoramas diferentes, pone un cansancio y un aburrimiento totales en el corazón de muchas personas, especialmente en el de aquellas que se hallan colocadas dentro de las altas esferas… Para estas personas, entre las que ustedes se cuentan, es delicioso pasar temporadas en una isla desierta. Perfectamente…
Agregó con una sonrisa digna de "madame" Tallien:
–Pero eso hay que pagarlo…
Después levantó una ceja ligeramente, sacó su estilográfica, consultó la libreta y dijo con tono comercial:
–Ustedes llevan en la isla cuatro meses y medio, o sea ciento treinta y siete días. El precio de estancia, por persona, es de dos libras diarias…
–¡Carísimo! -protestó Zambombo.
–Tenga usted en cuenta que el habitante de la isla está solo en ella y la tiene para su único y limitado esparcimiento. Eso hay que pagarlo… De suerte que la cantidad que deben asciende, justamente, a 548 libras. Pero hay cosas que se cuentan aparte, y ustedes deben: 80 libras de cocos, 76 de plátanos, 129 de leña…
–¡El total! -exigió Zambombo, que se había puesto de malísimo humor.
–El total es de 830 libras esterlinas (1).
Y el empleado, que durante sus discursos dijo "All right!" tantas veces como libras, se calló definitivamente esperando.
Zambombo exclamó dirigiéndose a Sylvia:
–Págale tú. No quiero saber nada de un asunto tan repugnante… Ahí, en el "smoking" que tienes puesto está mi cartera.
Y se marchó al bosque, para no ver aquello, procurando que el empleado del Gobierno se diera cuenta de que no había querido molestarse en saludarle.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Zambombo volvió del bosque al cabo de una hora.
El transporte inglés, que había levado anclas mucho tiempo antes, no era ya más que un microbio en el horizonte.
–¡Buen viaje! -exclamó Zamb, despidiéndose con la mano alegremente.
Y entró en la gruta a buscar a Sylvia.
En la gruta, sobre una piedra de basalto que hacía el oficio de mesa, había unos papeles. Extrañado, Zamb los cogió. Uno estaba escrito por lady Brums. Decía:
Sr. D. Elías Pérez Seltz (Zambombo).
"Muy señor mío: En ese papel adjunto tiene usted la causa de por qué me voy para siempre en el transporte en que vino el empleado del Gobierno mister Meigham. Es inútil que vuelva a buscarme nunca. Ha muerto usted para mí, y su recuerdo sólo me produce asco. ¡Farsante!
El desprecio eterno de Lady Sylvia Brums de Arencibia."
Zambombo sintió que su sangre iba enfriándose por momentos, hasta convertirse en escarcha. Temblando cogió el otro papel, el papel que citaba Sylvia.
Era un recibo y tenía un membrete. Véase:
Oliverio Smith Criado del Palacio de Park-Lane, Londres
"He recibido de sir Elías Pérez Seltz la cantidad de tres libras esterlinas por mi trabajo de disparar en un pasillo del palacio de Park Lane, donde presto mis servicios, una escopeta de caza, cargada con pólvora sola, mientras sir Elías Pérez Seltz fingía que se suicidaba en las habitaciones de lady Sylvia Brums, mi honorable ama.
Londres, 14 de noviembre de 1927. Son, libras 3.
Zambombo se imaginó la ocurrido con la velocidad de la luz.
Sylvia había abierto la cartera de Zamb para pagar al empleado Meigham, y no había registrado la cartera, ¡oh, no!, porque Sylvia era, ante todo, una mujer educada; pero el maldito papel caería al suelo…
Y Sylvia vería el membrete, y le extrañaría, y habría leído el papel…, aquel papel que probaba la farsa del suicidio y que no se había acordado de destruir…
Zamb seguía imaginándose la escena.
Algo se habría roto en el interior de Sylvia. Y Sylvia se mordería los labios, y acaso dejó fluir una l grima, que se apresuraría a enjugar con la yema de uno de sus deditos…
Luego se habría dirigido al empleado Meigham:
–Caballero: me he cansado ya de esta isla. Deseo volver a Londres. ¿Me admite usted a bordo de su buque?
Y el empleado Meighamáse inclinaría para responder:
–"All right"
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Todo, todo se lo imaginaba Zamb.
Miró a su alrededor angustiado.
–Ahora es -susurró- cuando la isla empieza a estar verdaderamente desierta… Para siempre…
Le entraron unas terribles ganas de llorar. Se le doblaron las piernas, y cayó sollozando sin consuelo.
Y como cayó precisamente sobre la piedra de basalto que hacía el oficio de mesa, se produjo en la frente un cardenal del tamaño de Juan de Médicis.
Compañía González-Fernández
Por la mañana salía de la gruta, después de dormir pésimamente y de haber sufrido varias pesadillas aburridísimas, y se detuvo asombrado ante un espectáculo insólito. Como viene ocurriendo desde hace siglos, cuando se encuentra uno con algo inexplicable, Zamb se preguntó si no estaría durmiendo todavía.
En la playa, un grupo formado por once hombres y ocho mujeres, vestidos con "maillots" y chorreando agua, gesticulaban y hablaban animadamente.
Zambombo se acercó a ellos sin ser visto. El que hablaba ahora era un señor grueso y bajo, ya entrecano y cincuentón, que decía a grito herido y al parecer con un gran convencimiento:
"… Sueña el que afana y pretende;
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende…"
Al oír aquello del sueño, Zamb comprendió que no soñaba. ¿No eran aquellos versos de Calderón de la Barca? ¿No pertenecían a "La vida es sueño" y estaban en boca de "Segismundo"? Sí. Sin duda alguna. ¿Pero que razón había para que unos cuantos hombres y mujeres aparecieran en la playa de una isla desierta del Pacífico, vestidos con "maillots", chorreando agua y recitando versos de Calderón?…
–El mundo entero se ha vuelto loco -pensó Zamb.
Y se acercó a aquellos perturbados.
Le recibieron con inequívocas señales de amabilidad.
–¿También usted pertenece al teatro? -le preguntó el caballero cincuentón.
–¿Yo? No, señor.
–Como lo veo con ese traje…
(Zamb seguía vistiendo el traje de baile que llevaba lady Brums en el momento del naufragio, y que -ya en la isla- le había cambiado por el "smoking".)
–Es que yo soy un náufrago -aclaró el joven.
Todos le rodearon al oírle.
–¡Un náufrago!
–¡Oh! ¡Un náufrago!…
–!Dice que es un náufrago!
Se notaba que aquellas personas tenían muchas ganas de ver un náufrago de cerca.
Y cuando le hubieron visto bien, desde perspectivas diferentes, explicaron a Zamb que ellos, por su parte, eran actores y que constituían una importante agrupación artística, bajo la denominación de "Compañía González-Fernández" (Dramas y comedias).
Luego, el caballero grueso -Zacarías González, primer actor y director- presentó a la primera actriz: Emilita Fernández, una joven delgada, delgadísima, que parecía un bramante con un nudo en la punta. A continuación, Zamb conoció a los otros diez hombres y a las otras siete mujeres. Sus apellidos eran tan fáciles de aprender, que Zambombo no consiguió aprendérselos.
–Venimos de Lima -dijo Zacarías González-, en donde hemos hecho una temporada preciosa: figúrese usted que hubo que abrir seis "abonos" consecutivos… Por desgracia, el empresario que nos había llevado allá era un sinverguenza y se fugó sin pagarnos. Quedamos abandonados en el apuro de no poder cumplir un contrato firmado para Barcelona. Reuní aquella noche a mis camaradas e hicimos arqueo. Nuestros bolsillos arrojaron un total de pesetas catorce con noventa y cinco. ¿Qué hacer? Yo propuse: "Señores, hay que ir a Barcelona. Yo me voy. El que quiera, que me siga". Y todos me siguieron sin vacilar. ¡Ah! El compañerismo…
Y don Zacarías se limpió dos lágrimas.
–Pero ¿y cómo van ustedes a Barcelona?
–A nado. Todos nadamos bien. ¿No ve usted que el que más y el que menos ya ha hecho otras temporadas en América?
Zambombo estaba asombrado.
–El heroísmo -opinó por fin- no concluyó en el Perú, con Pizarro y Hernando de Soto…
González agregó:
–Procuramos no separarnos demasiado de la costa, ¿comprende?; de esta forma, ya que nadie nos ha costeado el viaje, lo "costeamos" nosotros.
Y rió su propio chiste, según la escuela de Loreto Prado.
–Hoy -concluyó- nos hemos apartado de la ruta para atracar en esta playa y poder ensayar un ratito. Porque debutamos en Barcelona con el glorioso drama "La vida es sueño".
–Quédense ustedes unos días en la isla -propuso Zambombo, a quien la perspectiva de permanecer allí solo, sin Sylvia, llenaba de angustia.
–¿Quedarnos? -exclamó Zacarías ¡Imposible! Salimos esta tarde a las tres.
–Entonces me iré con ustedes a España. Tampoco yo tengo dinero.
Ensayo sobre las olas
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