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Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

  1. 8.986 palabras a manera de prólogo
  2. Biografía sintética
  3. Retrato físico
  4. Retrato moral
  5. Opiniones, costumbres y creencias
  6. El amor y las mujeres
  7. El humorismo
  8. Por qué se ha escrito este libro
  9. Terceto: El marido, la mujer y el amante
  10. Dúo: La mujer y el amante
  11. Romanza El amante
  12. Notas

8.986 palabras a manera de prólogo

"Siempre es divertido hablar de uno mismo".

Después de escribir, en diez años de vida literaria, un millar largo de artículos y cuentos, veintiséis novelas cortas, sesenta y ocho comedias e infinidad de otros trabajos que no pueden clasificarse, os ofrezco, lectores, mi primera novela larga (1).

Permitidme que en el prólogo de ella os hable de mí, de mi vida y de mis ideas. Hoy todo el mundo habla de sí propio: hasta los cocheros de Pompas Fúnebres. Además, confío mucho en que este libro va a divertiros, y como son incontables las veces que yo mismo, al concluir de leer un libro que me divirtió, lamenté no conocer datos biográficos de su autor, y me pregunté intrigado: "¿Cómo será? ¿Estará soltero o casado? ¿Le gustará la carne asada o frita?", etc., etc., hago lo posible por que no os suceda a vosotros igual.

Acaso lo que cuente de mi vida no sea demasiado interesante, pero menos interés tiene la vida de Wilfredo el Velloso, y anda impresa por las cinco partes del mundo.

Hablar de uno mismo es tan peligroso como agradable. Hay riesgo de caer en una vanidad estúpida, y hay riesgo de naufragar contra los escollos de la falsa modestia.

Por mi parte, he procurado salvar los dos riesgos a fuerza de sinceridad extremada. Sé de antemano que el prólogo va a resultar apasionadísimo, y no me importa. Es decir: lo prefiero. La serenidad de juicio, cosa que acabaré desgraciadamente por poseer, se la regalo con gusto, hoy por hoy, a los discípulos de aquella cámara frigorífica de la literatura que se llamó don Juan Valera.

Acaso también resulte el prólogo un poco cínico. Es inevitable. Voy a decir verdades y la verdad sólo está separada del cinismo por un tabique de casa moderna.

Ciertamente que pude haber confiado a un literato de gran prestigio la tarea de daros detalles de mi existencia y mis ideas, y de este modo su pabellón cubriría mi mercancía; pero ese generalizado procedimiento me parece tan imbécil como el hecho de confiar a un amigo de palabra fácil la misión de declararse en nuestro nombre a la mujer que deseamos.

Biografía sintética

Aquí tal vez viniesen bien 17 "alejandrinos" que garrapateé hace tiempo en el álbum de una de esas señoritas que coleccionan autógrafos de escritores, sin caer en la cuenta de que les sería más útil coleccionar autógrafos de cuentacorrentistas del Banco de España.

Los versos, que son una biografía sintética, se titulaban:

Retrato al pastel (de hojaldre) Y decían:

Nací armando el jaleo propio de esas escenas;

me bautizó la Iglesia con arreglo a sus ritos,

y Aragón y Castilla circulan por mis venas

convertidos en rojo caldo de eritrocitos.

¿Cual de las dos regiones pesa en mi corazón?

Es difícil hallar la clave del misterio…

Tal vez pesa Castilla cuando me pongo serio,

y cuando estoy alegre tal vez pesa Aragón.

Escribo porque nunca he encontrado un remedio

mejor que el escribir para ahuyentar el tedio,

y en las agudas crisis que jalonan mi vida

siempre empleé la pluma como un insecticida.

Fuera de las cuartillas no sé de otro "nirvana".

No me importa la gloria, esa vil cortesana

que besa igual a todos: Lindbergh,

"Charlot", Beethoven…

Y no he ahorrado nunca pensando en el mañana,

porque estoy persuadido de que he de morir joven.

Pero dejemos la forma rimada…

Desde el nacimiento al día de hoy

Nací para satisfacción de mis padres, que deseaban un varón después de tres hembras consecutivas, de las cuales sólo viven dos, en Madrid, en la calle del Arco de Santa María (hoy Augusto Figueroa), la mañana del 15 de octubre de 1901. Cuento, pues, en el momento de ponerse a la venta este libro, veintisiete años (1).

Mi vida infantil se desarrolló en un medio esencialmente artístico e intelectual, y en fuerza de convivir con la intelectualidad y con el arte, he aprendido a no concederles importancia. (En ello me diferencio de tantos otros escritores que -"nuevos ricos" del arte y de la intelectualidad- no se hallan habituados a éstos, y se inflan como neumáticos al verse sumergidos de pronto en tales conceptos.)

Crecí, lo poco que he crecido, rodeado de libros, revistas, periódicos, cuadros y esculturas; vi trabajar las rotativas antes de ver trabajar los abrelatas; dominé la Mitología antes que la Historia Sagrada y tuve nociones de lo que era el socialismo antes de tener nociones de lo que era el fútbol (2).

La sombra azulada de mi madre, muerta hace once años, se extendió sobre mi infancia inculcándome el buen gusto, la delicadeza y la melancolía.

A los cuatro años, en el colegio, Luis de Zulueta me cogía en brazos para enseñarme trozos del Romancero morisco, que él pronunciaba con un encantador acento de las Ramblas. (Por lo cual, siempre creí que Mahoma se decía Mahomá.)

A los siete, de la mano materna, recorría las salas del Museo del Prado y sabía distinguir de una ojeada a Rubens de Teniers y al Greco de Ribera. (Esto me sirvió perfectamente para no entablar ahora pedantes disensiones sobre Pintura y para que me tengan sin cuidado unos y otros maestros.)

Y del mismo modo que a los siete años recorría el Museo del Prado de la mano tierna y poética de mi madre, a los nueve asistía a las sesiones del Congreso de los Diputados, desde la tribuna de la Prensa, en uno de cuyos pupitres de primera fila llenaba cuartillas y cuartillas la mano vigorosa de mi padre. (Presenciar entonces aquellas sesiones me ha valido para no volver más por el Congreso, para desconfiar de los hombres brillantes y para no creer en el talento de los oradores.)

Fui siempre un niño díscolo y desaplicado. Y en mi vida de escolar se yerguen dos odios indomables: las matemáticas y los paraguas; nunca pude soportar el uso del paraguas; nunca pude admitir el que la "suma de los ángulos da un triángulo sea igual a dos rectos". (Y aun hoy, me resisto a admitirlo.) En cambio, constituía mi felicidad pegarme con los compañeros y faltar a clase. Sin embargo, como mi facultad comprensiva y retentiva era sólida, hice siempre buen papel y obtuve notas en todos los exámenes.

Me eduqué en tres colegios: la Institución Libre de Enseñanza (de cuatro a siete años), la Sociedad Francesa (de siete a once) y los Padres Escolapios de San Antonio Abad (de once a dieciséis).

Del primer colegio guardo leves recuerdos de varios profesores agradables: Zulueta, Ontañón, Blanco, Vaca, encauzados por "el abuelito" (3).

Del segundo colegio el recuerdo es más dulce… Allí me enamoré la primera vez. "Ella" tenía nueve años; yo, diez escasos. Era hija de un banquero judío, famoso en Madrid, pero juro solemnemente que "no iba por el dinero"… A los diez años se desprecian el dinero y la Geodesia. Y en la actualidad he perdido la pista de esa señorita.

Del tercer colegio, dos buenos recuerdos conservo: el haber comenzado allí la literatura en cierto periodiquín que hacíamos los alumnos y el haber tropezado con cuatro sacerdotes admirables: los escolapios, Modesto Barrio, Ricardo Seisdedos, Luis López y Luis Ubeda. El primero era, además, un excelente orador sagrado y decía la misa tan de prisa que, al verle revestido, los muchachos dejábamos ir un suspiro de alivio.

De los Padres Escolapios pasé al Instituto y a la Facultad de Filosofía y Letras. Promoví huelgas, arengué heroicamente a las "masas", establecí "timbas" de "bacarrá" y "siete y media", apedreé tranvías, obligué a saludar a todos los cocheros que pasaban por la calle Ancha de San Bernardo, fui elegido presidente de cierto Comité de Huelga que logró el resonante éxito de que un curso las vacaciones de Navidad comenzasen en 17 de octubre… Era aquella una época en que los estudiantes no estudiábamos; es decir, sabíamos ser estudiantes. Lo malo es que pasó demasiado pronto.

A continuación, comencé el periodismo.

Admiro desde entonces a esos periodistas mágicos, que en un momento, con cuatro preguntas certeras se enteran de todo y lo saben todo, pues mi "debut" como reportero fue un desastre.

Estaba en "La Acción", aquel diario que creara y dirigiera Manuel Delgado Barreto y en el cual no trabajaba nadie más que el director. Una mañana me llamó Agustín Bonnat, que era redactor-jefe.

–Mira, Enrique -me dijo-. Un toro ha matado ayer, saltando la barrera de la Plaza de Madrid, a Regino Velasco, que presenciaba tranquilamente la corrida. Vete a la casa mortuoria y "haz" el entierro.

Fui a casa de Regino, el famosísimo impresor. Volví al periódico.

–¿Qué? -me preguntó Bonnat.

–Pues que el toro saltó la barrera y acometió a Regino, que presenciaba la corrida, matándolo.

–Pero eso ya lo sabíamos antes.

–Sí.

–¿Y no traes más noticias? ¿Por qué?

–Me ha parecido mal molestar a la familia, que tendrá un disgusto morrocotudo.

No volvieron a mandarme a ningún sitio.

Pasé a "La Correspondencia de España" a hacer una sección diaria, firmada. Esta distinción no me fue perdonada por el redactor-jefe y el caricaturista político, que eran dos señores amargadísimos. Me plantearon una guerra sin cuartel y me molestaron cuanto pudieron. Yo seguí adelante, confiando en mi estrella. Efectivamente, como ha sucedido con todos los hombres que se han declarado enemigos míos, los dos murieron al poco tiempo (4).

Y "La Correspondencia de España", también: por no ser menos.

Abandoné el periodismo para dedicarme por entero a la literatura.

La inicié escribiendo narraciones dramáticas, trágicas. Un asunto en el que no hubiese alguien que pasara por terribles pruebas, o que no me permitiese describir varias muertes o un suicidio o un asesinato, era vivamente rechazado por mí: tenía la obsesión del Depósito Judicial y las catástrofes me seducían. Luego, andando el tiempo, cuando he sentido el dolor de cerca, he ido despreciando los motivos dramáticos hasta dar en el humorismo violento que cultivo desde hace años.

En 1922, recién fundado "Buen Humor", "Sileno", uno de los hombres más espirituales que he conocido, me abrió de par en par las puertas de su revista.

La mayor parte de mi labor literaria está en los 400 números que se han publicado hasta el presente, y allí hubo siempre para mí tanta gentileza, tanto cariño y tanta benevolencia, que ni en las breves épocas en que abandoné aquella publicación logré olvidarla en absoluto, y en realidad puede decirse que nunca la he abandonado del todo (5).

En la infancia, mis primeras lecturas fueron alborotadas, incongruentes y diversas, lo cual siempre les acontece a los niños que aman los libros y que han nacido de padres inteligentes (6). Dueño de varias grandes librerías repletas de volúmenes, leí al mismo tiempo a Dante que a Dickens, a Aristófanes que a Andersen, a Píndaro que a Amicis, a Ovidio que a Byron, a Swedenborg que a Ganivet, a Lope que a Dumas, a Chateaubriand que a Conan Doyle, que al ignorado autor de "Cocoliche y Tragavientos"… Debo declarar que entonces todos me emocionaban lo mismo, y ha sido preciso que los años pasasen para comprender -y para atreverme a decirlo- que el Tasso es insoportable y para preferir una página de Julio Verne traducida por un analfabeto a toda la "Ilíada", recitada por Homero en persona. Esto, que alguien dirá que es una blasfemia, no tengo inconveniente en repetirlo por los micrófonos de Unión Radio (EAJ).

En la actualidad, cada día leo con más cautela.

Reconozco que nos hallamos en otro Siglo de Oro de la literatura: hay en España cumbres portentosas.

Pero el autor actual que más me gusta sigue siendo Baltasar Gracián (1584-1658).

Vivo solo por hartazgo de vivir acompañado y con el deseo de dejar pronto de estar solo, entre cuadros pintados por mi madre, muebles fabricados por mí y almohadones regalados por la más pequeña de mis hermanas (7).

Gano mi dinero honradamente, con el trabajo de mi cerebro, lo cual es poco frecuente entre gente de pluma (literatos y avestruces). Me levanto y me acuesto tarde, pues no creo que Dios ayude al que madruga; ahí están las gallinas que, a pesar de que se levantan con el alba, envejecen poniendo huevos para que se los coman los demás y acaban muriendo en la cazuela.

Así seguiré viviendo hasta que comience a vivir de otra manera.

Retrato físico

Si las mujeres dejasen de leer de pronto, todos los que nos ganamos la vida escribiendo tendríamos que emigrar al Níger. Quiero decir que el público literario en España está casi exclusivamente constituido por las mujeres. Y las mujeres, cuando se fijan en el trabajo de un escritor, se apresuran a imaginárselo a su gusto. Después, cuando conocen personalmente al escritor, vienen las desilusiones.

Para evitar esto en mi caso, es para lo que estampo el retrato físico, pues de los retratos que hacen los fotógrafos no puede uno fiarse nunca.

Soy feo, singularmente feo, feo elevado al cubo. Además, soy bajo: un metro sesenta de altura, como advertí en el prólogo de otro libro (1). Y con esas dos primeras declaraciones, me supongo ya fuera del alcance de las lectoras apasionadas.

Soy delgado, de pelo negro, ojos oscuros, rostro afilado, orejas pequeñas, barba cerrada (afeitada con "Gillette") y cuello planchado (con brillo). Mis facciones, que se animan en la conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión dura, tirando al enfado.

Mi esqueleto está proporcionado: doce grados menos proporcionado que "Apolo" y veinticinco grados más proporcionado que "Quasimodo".

Soy hábil para toda clase de trabajos manuales, incluido el trabajo de liar cigarrillos, aunque los compro siempre liados por la Abdulia. Co. Ltd. (2). (Me gusta el campo, el arroz, los huevos fritos, las mujeres y el "beefsteack" con patatas.) No pruebo el pescado desde hace ocho años; no bebo vino ni licores y mis órganos funcionan con la exactitud de un funicular.

Nunca he padecido enfermedades repugnantes, esas enfermedades deshonrosas de que los hombres suelen hacer gala. Mi salud es perfecta, como la "Casada", de Fray Luis.

Disfruto de unos músculos resistentes, aunque no se nota a primera vista, y no hay esfuerzo físico que los haya humillado. Con la mano derecha sostengo 101 kilos; con la izquierda, 56, y con las dos manos sostuve mi casa cuando he tenido casa puesta. (Salto, corro, ando, trepo y juego al ajedrez sin fatigarme. Me gusta subirme a la trasera de los automóviles y bajar de los tranvías en marcha, sobre todo cuando van "al nueve".)

He viajado a pie, en auto, en bicicleta, en sexiciclo, en ferrocarril, en trasatlántico, en avión, en locomotora y en lancha. He cruzado túneles a oscuras andando, y he soportado veinte minutos de acrobacias aéreas en un aeroplano militar de caza, mientras el cinturón salvavidas se me desabrochaba y me obligaba a aferrarme con las dos manos al "baquet" para no dar un salto de 2.500 metros. En estas condiciones ejecutar volteretas en el aire, ver las nubes abajo y los campos, las casas y los árboles arriba, es bastante entretenido.)

Me siento capaz de injerir hasta nueve cafés diarios sin que mi sueño se vea turbado por otra cosa que no sea la llegada del correo de las doce. Duermo con la tranquilidad de los justos y de las marmotas, y el sueño me produce dos efectos curiosos: me pone de mal humor y me ondula el pelo.

Físicamente, por lo dicho, no reúno condiciones bastantes para obtener un solo elogio de las personas entendidas en estética. (Esto le sucede al 999 por mil de los hombres, con la diferencia de que yo lo reconozco y lo digo, y los demás abrigan la pretensión de creerse guapos y seductores. Y es que el hombre es el animal que más se parece al hombre.) Sin embargo, y tal vez por mi escasa estatura, ejerzo una notable influencia de simpatía sobre las multitudes, lo que he podido comprobar siempre que de una manera u otra me he dirigido personalmente al público.

Retrato moral

Con respecto al carácter, soy un sentimental y un romántico incorregible. Pertenezco, aun cuando tal declaración produzca cierta extrañeza, al grupo de los de

… la vielle boutique romantique…

Naturalmente que, en el fondo, como todos los románticos y los sentimentales, soy un sensual, pues el romanticismo no es sino la aleación de la sensualidad con la idea de la muerte. Pero eso no quita para que adore las puestas de sol y las noches estrelladas; para que, instintivamente, busque la dulzura en la mujer; para que me guste besarle las manos y los hombros; para que al final de una sesión de amor le haya propuesto el suicidio a más de una; para que ciertas melodías me dejen triste; para que haya llorado sin saber por qué en brazos femeninos y para que haya hecho, en fin -y esté dispuesto a hacer todavía-, muchas de las simplezas inherentes a los románticos y sentimentales.

No obstante, lo común es que me haga reír ver llorar a las mujeres.

Y que me haga llorar ver reír a mi hija.

Me gusta tratar bien a los humildes y tratar mal a los que se hallan situados en la parte alta del "tobbogan" de la vida. Odio a los fatuos, y si las leyes no existieran, dedicaría las tardes de los domingos a asesinar a tiros de pistola a todos los fatuos que conozco. También asesinaría a los que ahuecan la voz para hablar. Y a los que hablan alto sin ahuecar la voz. En resumen: asesinaría bastante gente.

Soy alegre; pero a veces me pongo muy triste y tengo "días grises", para combatir los cuales escribo versos, versos que rompo y no publico, porque opino que publicar y cobrar los versos sinceros es tan sucio como comerciar con la belleza de la mujer que perfuma con sus cabellos nuestra almohada. (Esos versos suelen ser malos, pero desde luego no tanto como los que se publican en las revistas ilustradas semanalmente.)

Es decir: soy a ratos optimista y a ratos pesimista, como persona verdaderamente sensible, ya que la vida, en suma, no es más que un torbellino vertiginoso de reacciones.

Soy vanidoso. (Todo el que crea es vanidoso, aunque lo creado sea un niño feo.) Soy bueno…, algo bueno…, un poco bueno… (Nada más que un poco, porque no me gusta desentonar demasiado entre mis semejantes.) Soy sincero, como lo observarán cuantos lean estas páginas. Sin embargo, en las cosas pequeñas, miento mucho; miento sin causa, miento por el placer de mentir.

Dentro de mi vanidad, disfruto de una gran modestia, y así los elogios, al tiempo que me agradan, me llenan de confusión y vergüenza. He tenido éxitos y ocasiones, por tanto, para que los amigos organizasen muchos banquetes en mi honor, pero jamás lo he tolerado.

La opinión ajena me tiene perfectamente sin cuidado; lo que los demás murmuren de mí no me ha hecho ni me hará variar jamás de conducta. Pero cuando he sabido que una persona me difamaba, la he retirado el saludo de un modo automático. Con este sistema, que recomiendo, me he suprimido el trabajo de hablar con mucho imbécil. Por lo demás, nunca me ha asustado ponerme enfrente de los prejuicios sociales, sobre todo en mis épocas de lo que el "Larrañaga", de Pío Baroja, llama "tristanismo".

Tengo un alma que se apasiona por ráfagas, pero el Destino y las ráfagas de desapasionamiento no han permitido que mi corazón saciase nunca por completo su rabiosa sed de ternura.

Soy variable y mudable, como las nubes; lo que me alegra unas veces, me entristece otras y viceversa.

He vivido siempre a la ligera, sin preocuparme demasiado de los problemas que me salían al paso, y sin asustarme nunca de los conflictos que mi propia ligereza me creaba, porque siempre he creído que la existencia es un juego de azar y sólo los perturbados se obstinan en regir el azar con las leyes del cálculo y del razonamiento.

La Naturaleza me ha concedido una enorme resistencia nerviosa y una fuerte presencia de ánimo para resolver esos momentos decisivos que la existencia nos prepara detrás del biombo de las circunstancias. Y por su parte, éstas se han recreado en brindarme "momentos decisivos".

Opiniones, costumbres y creencias

No tengo predilección por ningún color, como declaraban en las interviús los autores del siglo XIX, y puesto a elegir, elegiría el color "esfrucis" (1).

El hombre a quien más admiro, al que considero como el más importante del mundo, en el pasado y en la actualidad, es Charlie Chaplin (Charlot), verdadero genio de todas las épocas (2).

Me gusta charlar, porque la charla es uno de los placeres más arrobadores que nos legaron los griegos; pero procuro charlar poco con grandes artistas para no embrutecerme.

Los animales domésticos me atraen, como atraen las playas de moda.

El trato con uno de mis tíos, catedrático de Hebreo y de Lenguas Semíticas comparadas y decano que fue de la Universidad Central, austero, investigador fiel, trabajador tan profundo como modesto, me fue muy útil para saber que "jardiel" en lengua hebrea significa "energía" y para no ignorar que la bondad, la austeridad, la modestia y el verdadero talento sólo conducen a la indiferencia y al olvido.

Detesto a las personas (escritores, filósofos o barrenderos) que denigran la época presente y la humanidad presente para exaltar otras épocas de la Historia. (Todas las épocas de la Historia son iguales, aunque sean distintas. El hombre actual es tan bestia y tan perverso como el que oyó gruñir en el Parlamento a Pi y Margall o como el que dibujó "mamuths" en la cueva de Altamira. Y en cuanto a nuestra juventud futbolística, no es ni más ni menos estúpida que la juventud que bailaba en la Bombilla con el hongo puesto o la que jugaba a la morra en los anfiteatros romanos.)

Respecto a la vida, encuentro que, a semejanza del Mississipi, es demasiado larga. Demasiado larga, porque basta volver la vista atrás para resumir cinco, seis, diez años en un solo instante de placer o de dolor; lo demás se ha esfumado, ha desaparecido, no existe, o -lo que es lo mismo- no necesitaba haber existido nunca. Y es también demasiado triste: tan triste, que todo lo agradable de la vida tiende a hacer olvidar que se vive.

Políticamente, pienso que los pueblos sólo se merecen un enérgico "mastigóforo", y cuanto más enérgico, mejor.

Viajar me seduce. Con la sola presencia de un tren, me abraso en la impaciencia de irme a algún sitio. (A veces, también me abraso con el cigarro.)

Voy en rarísimas ocasiones al teatro, pues tengo interés en conservar el perfecto equilibrio de mis nervios, y ese equilibrio me perturba a la vista de las sandeces abazofiadas que se representan. En cambio, voy bastante al "cine", porque, como ya hemos quedado en que es un espectáculo inferior, las cosas buenas que veo en él me parecen superiorísimas.

En el trabajo soy constante, igual que "Macías, el enamorado". Rara vez se pone el sol sin que haya escrito algo. Escribo al mediodía y, a veces, también por la tarde, y a veces, también por la noche. Aborrezco los chistes sucios, esos chistes escatológicos, tan del agrado de casi todo el mundo, y antes de utilizar ese resorte para divertir al público vendería mi pluma en el Rastro. Trabajo siempre en los cafés, pues para trabajar necesito ruido a mi alrededor, y en ese ruido me aíslo, como el pez en la pecera. Escribo con facilidad extrema, lo que no excluye el ansia de mejorar.

No creo en la bondad integral de los humanos ni en la bondad integral de las píldoras Pink. (Los hombres somos unos bichos tan despreciables, que era muy difícil crear otro bicho tan despreciable como nosotros, por lo cual el Supremo Hacedor, con ser el Supremo Hacedor, tardó nada menos que siete días en crear a la mujer.)

Respecto a los grandes problemas del "más allá", tengo ahora ideas que no se parecen en nada a las que tuve en un principio. En la adolescencia y comienzo de la juventud, fui un gran espiritualista: hasta escribí un libro (malísimo) (3): "El plano astral", y hoy el espiritualismo me arranca bostezos de hora y cuarto. Entonces, la contemplación de un cadáver me hundía en profundas meditaciones, y me hacía preguntas, y me imaginaba repuestas, e incluso creía ver, en el vidrio entelado de aquellas pupilas, reflejos misteriosos de Regiones Inaccesibles. Hoy contemplo un cadáver y no se me ocurre decir más que:

–Está muerto.

Por las tardes, de ocho a ocho y media, "flaneo" por las calles céntricas de Madrid para convencerme de que la Puerta del Sol no se ha movido de su sitio y para poder seguir opinando que las piernas de las mujeres son magníficas. Me gusta pararme en los corrillos de los "sacamuelas" y de los vendedores ambulantes.

Almuerzo y como en restaurantes, y con el tiempo, merced a este método, formaré en las filas de los hiperclorhídricos (4).

No entiendo una palabra -ni una nota- de Música. Por ello, me gustan las melodías cursis, los himnos ramplones y los pasodobles ratoneros. (El lector comprenderá en seguida que me seduce la música de Alonso.) Por equivocación tarareo, mientras me visto, un bailable de "Fausto", aprendido de una caja de música inolvidable.

De la Filosofía opino que es la Física Recreativa del alma. Y lo que le pasó a aquel funesto bobo de Stendhal con el sistema de Kant me ha pasado a mí con Hegel, con Pascal y con otros muchos.

No seré yo -¡oh, no!- el que estampe aquí numerosos elogios de los autores viejos, puesto que los autores viejos rarísimas veces estampan elogios de los autores jóvenes. Diré, eso sí, que la literatura dramática contemporánea está representada por los hermanos Alvarez Quintero, cuya labor, españolísima y saturada de ingenio, es soberbia.

Y diré eso, porque en cierta interviú, los hermanos Alvarez Quintero declararon que yo escribía bien. (Sociedad General de Bombos Mutuos. Capital, 200.000.000 de pesetas.)

El amor y las mujeres

En amor procedo exactamente igual que los demás hombres, y apenas si me diferencia de ellos en que siempre he huido de pronunciar palabras soeces.

Amor -lo que se puede llamar amor no he tenido más que dos. Pasión -lo que se puede llamar pasión- no he tenido más que una. Las dos veces estuve a pique de casarme.

Primero amé a una muchacha encantadora, pero logré reaccionar al cabo de siete años, y hoy soy feliz pensando en que ella seguramente me habría hecho dichoso.

Luego amé a otra mujer, excepcional por su belleza deslumbrante, su inteligencia vivaz y su finura de espíritu. Me hizo tan feliz, que también estuve a punto de casarme. Por fortuna, me acordé a tiempo de que ella estaba ya casada, y mi boda no pudo arreglarse, con lo cual todo quedó arreglado. Esta mujer ha sido el "sol" de mi sistema solar; la anterior fue la "luna", y las "estrellas" fueron incontables.

Habrá quien piense, después de leer esto, que pretendo parecer un "tenorio"; nada más lejos de la verdad y de mi intención. Al contrario; poseído de mi insignificancia física, convencido de que para las mujeres no hay mérito mejor que tener las piernas largas o la nariz grande, está por la primera vez que yo me haya dirigido a una de ellas. Y han sido ellas, "siempre y en todos los casos", las que se han dirigido a mí. Por eso nunca he sentido el temor de que me engañasen con otro, pues aquello que hemos conquistado por el propio esfuerzo puede huir de nuestras manos, pero lo que ha venido a nuestro poder voluntariamente no se va si nosotros no nos lo desprendemos con energía y decisión.

De todos mis amores he tenido que desprenderme por mí mismo, porque la monotonía y el cansancio hacían de mis nervios un xilofón desafinado. Más tarde, cuando había perdido a aquellas mujeres, volvía a notarme atraído por ellas, pero entonces ya no tenía remedio. Sin embargo, al tropezar con alguna de las que amé, he oído siempre las mismas palabras: "nunca he olvidado lo feliz que fui contigo; tu manera de hablar, tu carácter, todo es distinto a lo de los demás". (Lo cual me ha envanecido, porque para ser "distinto de los demás" hace falta bien poco.)

Decir "te quiero, amor mío", o cualquier otra cosa semejante, siempre me ha costado mucho trabajo. No sé a qué achacar esto, porque es preciso advertir que cuando he querido, he querido con toda el alma: o lo que es igual, he hecho sufrir de lo lindo a las predilectas de mi corazón. (¿Sadismo? ¡A lo mejor!).

No tengo preferencia por las rubias o por las morenas, pues ya dije otra vez que los tintes no me interesan lo más mínimo. Me gustan las mujeres de expresión altiva. (¿Masoquismo? ¡Vaya usted a saber!).

Soy fetichista, como todo sensual.

Sobre las mujeres tengo ideas que no se parecen en nada a las prístinas. En la adolescencia las mujeres me parecían hermosas, buenas y superiores al hombre. Hoy el hombre y la mujer me parecen igual de miserables. Hace años se me antojaba una monstruosidad el que la Iglesia hubiera vivido siglos enteros sin reconocer la existencia del alma femenina. En la actualidad, opino que la Iglesia tenía razón y que reconoció la existencia del alma en la mujer demasiado pronto.

He dicho antes que nunca me he dirigido a ninguna mujer, porque a la mujer, como al cocodrilo, hay que cazarla y la caza es un deporte que no me interesa; esforzarse por lograr una mujer me parece una pérdida de tiempo semejante a la de darle a comer a una ternera el contenido de una lata de sardinas en aceite. Don Juan Tenorio no era, a mi juicio, ni un caso clínico ni un héroe; era, sencillamente, un cretino sin ocupaciones importantes. La mujer que aspire a que la quiera, suponiendo que esa mujer exista, que no lo dudo, tiene que venir a buscarme, como vinieron las anteriores, pues en eso ya he dicho que estoy muy mal acostumbrado, y entonces ya veremos si nos entendemos. Además, con respecto a ellas, sostengo un criterio cerradísimo: o se acomodan a mí, a mis gustos, a mi carácter y a mis aficiones, o me hago un nudo en el corazón y las digo adiós con melancólica entereza.

Una mujer que no se acomoda a nosotros tiene menos valor que un lavafrutas, aunque sea Friné rediviva; porque "la mujer ideal", que ilumina nuestra existencia y la simplifica y la allana, es acreedora a todo pero "la mujer real", que nos la oscurece, y la complica, y la llena de obstáculos, únicamente merece que la tiremos por el hueco del ascensor. (Creo que Larra ganó en prestigio muriéndose del pistoletazo que se disparó, pues al suicidarse por el desvío de una mujer demostraba que su privilegiado cerebro había entrado en el período de la decadencia.)

Sólo en un aspecto es la mujer inferior al hombre. En el aspecto de que estando en la obligación de personificar la ternura, la paz, la comprensión, la dulzura, la paciencia; estando en el deber de alegrarle y facilitarle la vida al hombre, se esfuerza en hacer todo lo contrario. (Y a causa de esto, es digna de las censuras más agrias.)

El hombre, ofuscado y cegado por la belleza femenina, ha exaltado a la mujer, sin pararse a considerar su imperdonable conducta en la vida. Ha sido, pues, el hombre el principal culpable de que sea la mujer como es y aun de estropearla todavía más; pues en fuerza de elogiarla, de considerarla como el eje del Mundo y de rendir su cerebro ante sus pantorrillas, ha obtenido el triste resultado de que cualquier estupidilla, sin otro bagaje que unos ojos bonitos, se crea superior a cuanto la rodea.

No soy un misógino: sin la compañía, sin la presencia de las mujeres no podría vivir; me gustan por encima de la salvación de mi alma. Lo que no hago, al menos por ahora, es entregarles el corazón, porque cada vez que lo entregué me rompieron un pedazo, y lo necesito entero para la metódica circulación de mi sangre. (Las mujeres no nos rompen el corazón porque dejen de amarnos, pues difícilmente puede encontrarse un ser que desarrolle la fidelidad pétrea que desarrolla la mujer. Nos rompen el corazón mostrándosenos, de pronto, meridianamente distintas a como las creíamos.) Mi conducta es, pues, con respecto a las mujeres, igual a las de las amas de casa, que no dejan la vajilla buena en manos de la criada que acaba de llegar del pueblo, porque saben que se la descabalarían. Y, en cambio, se la confían sin miedo a una doncella experimentada.

Acabaré este capitulín de las mujeres con dos observaciones intrascendentes:

Primera.- Como más me gustan las mujeres es desnudas.

Segunda.- Una vez desnudas, como más me gustan las mujeres es de espaldas.

El humorismo

No caeré ahora -ni espero caer nunca- en la simpleza de definir el humorismo, costumbre muy de hoy, porque definir el humorismo es como pretender clavar por el ala una mariposa, utilizando de aguijón un poste del telégrafo.

Tampoco intentaré roturar el campo de lo humorístico, porque todos los campos espirituales son infinitos e inconmesurables y no se sabe de ellos sino que limitan: al norte, con la muerte; al sur, con el nacimiento; al este, con el razonamiento, y al oeste, con la pasión.

El admirable Wenceslao Fernández Flores dijo en una interviú que sólo los que nacen en Galicia pueden ser humoristas. En un principio, esto me aterró, pues ya he dicho que soy madrileño. "¡dios mío! -gemía angustiado-. ¿Por qué no me hiciste nacer en Galicia? ¿No comprendías con tu suprema sapiencia que haciéndome nacer en Castilla me chafabas para siempre el porvenir artístico?". Pensé en que en realidad todos los humoristas españoles, desde Cervantes a Larra, pasando por Quevedo y por doscientos más, "todos" han nacido en Castilla y la gran mayoría, como yo, en Madrid. No obstante fueron aquellos unos días dolorosos. Pero, felizmente, me tranquilicé en seguida al recordar que mi ama de cría era gallega y entra, por tanto, en lo probable que al transmitirme el jugo de sus pechos me transmitiera también la cantidad de galleguismo necesaria para ser humorista. Y desde entonces vivo tranquilo (1).

No definiré el humorismo, no. Pero sí diré que no todo el mundo entiende la literatura humorística. Lo cual es naturalísimo.

Particularmente la literatura humorística, además de servirme para una porción de cosas que no hace falta denunciar, me sirve para medir la inteligencia de las personas, de un golpe y sin equivocarme en un solo caso.

Si oigo que me dicen:

"–¡Bueno, se les ocurren a ustedes unas gansadas tremendas!".

Pienso: "éste es un cretino".

Si me dicen:

"–Está bien esa clase de literatura, porque quita las penas."

Pienso: "éste es un hombre vulgar".

Cuando me advierten:

"–Es un género admirable y lo encuentro de una dificultad extrema."

Entonces pienso: "éste es un hombre discreto".

Y por fin, si alguien me declara:

"–Para mí el humorismo es el padre de todo, puesto que es la esencia concentrada de todo y porque el que hace humorismo "piensa, sabe, observa y siente"."

Entonces digo: "éste es un hombre inteligente" (2).

… … … … … … … … …

Resumiendo la autobiografía: soy una persona feliz. No soy rico ni pienso que lo seré nunca; pero soy feliz.

Igual me hace feliz ver cómo el sol inunda las calles con su luz inimitable que me hace feliz ponerme un traje recién planchado. El "mecanismo" de mi felicidad se plasma perfectamente en el pequeño bosquejo de vida que escribo a continuación:

"Son las doce de la mañana. Salgo de casa. El calor del mediodía me acaricia la piel. Ensancho el pecho, respiro a gusto. Luego echo a andar calle abajo silbando una cancioncilla. Pasa un automóvil, le hago un regate. ¡Qué bien! Me encuentro agilísimo… Los árboles tienen un verde brillante. ¡Vivan los árboles verdes! Un perro olisquea la fachada de una casa. Lo llamo, le hago una caricia; el perro menea el rabo. Los perros… ¡qué simpáticos son los perros! Más allá juegan unos niños. Uno de los niños sonríe, el otro llora con furia. ¡Je! Tienen gracias los chicos, ¿eh? Sigo adelante cada vez más contento. Una muchacha guapísima avanza. ¡Dios! ¡Qué guapa es! Tendrá vacíos el corazón y el cerebro, como todas, claro; pero ¡qué guapa es! ¡Qué piernas las suyas! ¡Qué ojos! ¡Qué boca! ¡Vivan las mujeres lindas! Adelante… Llego a un café soleado y tranquilo. Extiendo las cuartillas. Me sirven el café. Tomo un sorbo. Está estupendo. Sabe a Sidol, pero está estupendo. Enciendo un cigarro. ¡Ah! Fumar… ¡qué delicia! Debo de tener los pulmones hechos cisco, pero ¡qué delicia! ¡Ea! Al trabajo. ¡Venga, a ver… la estilográfica!… Y las cuartillas se van llenando, con el optimismo supremo de la tinta azul sobre el papel blanco y satinado.

¿No hay razones para ser feliz?"

Por qué se ha escrito este libro

Todos conocéis ese género literario erótico-novelesco, tan en boga.

En la época en que comencé a practicar la compsilogía -o ciencia de afeitarse solo- comencé también a leer las llamadas novelas "de amor" o "psicológicas".

No me importa declarar que entonces esas novelas me gustaban. Tenía quince años, y también me gustaba beber cerveza, escribir cartas en verso a amadas imaginarias y ponerme cuello de pajarita.

En tales novelas leí y aprendí las siguientes cosas:

1. Que los hombres que enamoran a las mujeres son siempre altos, delgados, de pelo negro y ojos verdes y se dedican a la literatura, a la pintura, a la escultura, a la aviación o a la tauromaquia.

2. Que todos, sin excepción, tienen puesto un piso de soltero en la calle de Ayala.

3. Que los hombres que no reúnen las condiciones citadas se ven despreciados y engañados por las mujeres.

4. Que las citas de amor se verifican a las cinco de la tarde.

5. Que a las mujeres fatales se las encuentra a bordo de los trasatlánticos y de los expresos, o en Londres o en Berlín o en Suiza o en la Costa Azul.

6. Que cuando dos amantes distinguidos entran en un bar, piden siempre sendos "cock-tails".

7. Que hay gentes que se mueren de amor.

8. Que existen amores eternos.

9. Que las mujeres de vida airada son unas santas, mientras que las aparentemente honradas son monstruos de perversión.

10. Que los hombres se dividen en dos grupos: buenos y malos.

11. Que el amor es lo más importante del mundo.

12. Que la gente elegante vive hastiada de la vida, es extravagante y toma cocaína, morfina y éter.

13. Que los "cabarets" son antros de perdición.

14. Que las mujeres cultas y exquisitas aman de un modo excepcional.

15. Que las muchachas solteras se dividen en inocentes y puras y pervertidas e impuras.

16. Que el acto de hacer el amor es muy poético.

Todo esto leí y aprendí en las novelas llamadas "de amor" o "psicológicas". Pero ha pasado el tiempo y la vida me ha enseñado estas otras cosas:

1. Que a las mujeres igual las enamoran los hombres altos que los bajos, que los de ojos verdes, que los de ojos saltones, que los escultores, que los peritos mercantiles, con tal de que tengan dinero para sostenerlas y energías para satisfacer su sensualidad.

2. Que no llegan a cinco los hombres que tienen puesto piso de soltero en la calle de Ayala.

3. Que las mujeres, cuando desprecian o cuando engañan, lo hacen sin saber por qué, pues razonan rarísimas veces.

4. Que las citas de amor, como los relojeros, no tienen hora fija.

5. Que a las mujeres fatales se las encuentra hasta en el "consommé".

6. Que el "cock-tail" no lo piden más que cuatro cursis a los que no les gusta.

7. Que nadie se muere de amor, sino de la "grippe".

8. Que no hay un solo amor eterno.

9. Que todas las mujeres son iguales, salvo las diferencias de nombre, de cédula y de cutis.

10. Que los hombres no se dividen en grupos, sino en piaras.

11. Que el amor no tiene la importancia que se le da.

12. Que sólo toman estupefacientes las personas que no han digerido las novelas de amor precitadas.

13. Que en los "cabarets" no se pervierte ni se divierte nadie.

14. Que no hay mujer que no ame de un modo vulgarísimo.

15. Que las muchachas solteras no son susceptibles de división ninguna, porque forman una sola falange de "hambrientas de la carne", unas que saben lo que les ocurre y otras que no aciertan a explicárselo.

16. Que el acto de hacerse el amor ha sido, es y será una suciedad tan lamentable como tranquilizadora.

La diferencia existente entre lo que aprendí en las "novelas de amor" y lo que he aprendido viviendo, me prueban que esas novelas inculcan falsas y absurdas ideas en los cerebros juveniles.

He creído necesario y loable deshacer esas falsas ideas, que pueden emponzoñar los claros manantiales de la juventud, y he decidido poner a los jóvenes de España y América cara a cara con la sinceridad.

Para ello he escrito "Amor se escribe sin hache", pues pienso que las novelas "de amor" "en serio" sólo pueden combatirse con novelas "de amor" "en broma". Exactamente igual hizo Cervantes con los libros de Caballería, sin que esto sea osar compararme con Cervantes pues entre él y yo existen notables diferencias; por ejemplo: yo no estuve en la batalla de Lepanto.

Hay que reírse de las novelas "de amor" al uso.

Riámonos.

Lancemos una carcajada de 400 cuartillas.

Fin del prólogo

"Apéndice breve".- Ahí acaba el prólogo, pues por el momento me he cansado de hablar en primera persona.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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