Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela (página 3)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
–No. Pero había ardido su casa a las once de la noche; y como Manolita no salía nunca después de comer, se achicharró en el incendio.
–Pues es gracioso.
–Sí. Es muy gracioso.
Hubo una pausa, cosa que acaba por ocurrir siempre en todas las novelas.
La claridad del nuevo día ponía en aquel auto, inmóvil, una especie de barniz acuoso. Y el frío exterior, en combinación con el humo de los cigarros de Zambombo y con las respiraciones de los dos hombres, había provisto de unos opacos visillos los cristales.
Zambombo consultó el reloj; se convenció de que eran las siete y de que estaba saltada la cuerda y dijo:
–Te he contado esas cuatro historias, esencia de mi vida amorosa, para que vieras cómo interpretan el amor las mujeres y para que pudieras apreciar bien lo que me ocurrió ayer, suceso que me ha decidido a marcharme a Australia.
Fermín alzó una mano.
–Perdona -exclamó-; son las siete, tengo que reanudar mi trabajo y no puedo seguir escuchándote.
–Pero, Fermín… -susurró Zambombo con la voz estrangulada por la ira.
–Es inútil. El deber es el deber. La obligación es la obligación. Tú no puedes seguir a bordo de mi coche.
Le dio un empujón, le obligó a hacer mutis por una portezuela y apretó el botón de la puesta en marcha; y después de aguardar media hora a que el motor funcionase, viró en redondo y desapareció calle abajo, llevándose en el vehículo las tres maletas-cofres del equipaje de Zambombo.
———-
Verdaderamente ya comprendo que no es lícito llegar hasta aquí sin haber empezado a narrar el episodio que constituye la trama de esta novela. Voy a contarlo y el lector podrá enterarse de ello inmediatamente.
Pero, para enterarse, no tiene más remedio que volver la hoja.
Vuelve la hoja, lector.
Tercer capítulo
El extraño sucedido que le hizo adoptar a Zambombo la decisión de marcharse a Australia
La circular
Dos días antes de que Zambombo y Fermín se encontrasen en la forma en que el lector habrá visto, si no es que el lector pertenece a esa falange de individuos que leen los libros dando saltos de canguro, el criado de Zambombo, Louis Dupont, hombre sordo y afable, había entregado a su amo una carta.
Roto el sobre con un mondadientes (Zambombo tenía varias plegaderas, pero no las utilizaba más que para abrir los cajones cuya llave había perdido; esto lo hacemos todos), roto el sobre, decía, Zambombo extrajo de él una circular.
He aquí su texto:
H. Francisco Arencibia Paseo de la Castellana, 90 (Hotel) Madrid
Sr. D. Elías Pérez Seltz.
Muy distinguido señor mío: Habiendo tenido noticia de que es usted el actual amante de mi esposa, lady Sylvia Brums Carter, y suponiendo que usted ignora que a mí me tiene sin cuidado el que usted le diga "amor mío", "mi cielo" u otra cualquiera de esas simplezas tan frecuentes entre enamorados, siento el gusto de comunicar a usted, por medio de esta circular, que no tiene necesidad de ocultar a los ojos de la sociedad esos culpables amores, puesto que yo, como marido y presunto perjudicado, los autorizo desde este momento.
Con tal motivo, me es muy grato ofrecerme a usted como s. s. y amigo, q. l. e. l. m.,
Héctor Francisco Arencibia.
Al acabar de leer, pues antes de leerlo hubiera sido absurdo, Zambombo se quedó pensativo.
Volvió a pasar sus miradas de arriba abajo de la circular; la dio vueltas entre sus dedos; escudriñó el matasellos atentamente sin lograr descifrar los camelos que aparecían escritos en él; olió el sobre; olió la carta; miró al trasluz ambas cosas. Y, por fin, murmuró:
–Pero ¿qué quiere decir esto?
Después volvió a leer la circular. A continuación, pensó: "Es una broma de algún amigo"… En seguida, rompió la circular y la echó al cesto de los papeles. E inmediatamente se arrepintió, cogió los pedazos y los pegó en una cuartilla, diciéndose: "Lo enseñaré en el Círculo, porque tiene gracia".
En fin, hizo lo que hubiese hecho cualquier otro en su caso.
Y "su caso" era que Zambombo no conocía ni de vista a lady Sylvia Brums Carter de Arencibia.
… … … … … … … … …
Al día siguiente, a la una de la tarde, Zambombo le tiraba a su criado la lámpara portátil que descansaba en la mesita de noche.
Esto sucedía a diario, porque también era a diario cuando entraban a despertarle, y así, al cabo del tiempo, Zambombo había abollado el cobre del portátil y el criado había inventado el procedimiento de llamar a su amo al través de una larga bocina que introducía por el montante de la puerta.
La bocina aulló:
¡Señor, que es la una!
E inmediatamente el portátil cruzó la estancia silbando como un aerolito, hasta que se chafó contra la puerta:
–¡Psfchppssffchssffossppsffchss… ¡Plum¡
El criado, entonces, entró con la bocina protectora en una mano y la bandeja del desayuno en la otra.
Zambombo desayunó y leyó la Prensa de la mañana. (Ya se ha dicho que era un hombre corriente.) De pronto, dio un alarido y releyó la noticia que le había arrancado aquel trozo de lenguaje de cro-Magnon.
Era una simple "nota de sociedad" que insertaba el diario D E F, y decía sencillamente:
Viajes
Han regresado:
"… De Londres, lady Sylvia Brums de Arencibia…
… De Segovia, la vizcondesa de…" (Etc.)
¡Es decir, que Sylvia Brums existía realmente…
¡Y su marido se llamaba, en efecto, Arencibia…
¡Y la circular no era el producto de una broma…
¿Entonces?
Si él no conocía a lady Sylvia, ¿por qué recibía una circular del marido suponiéndole su amante?
¿Qué clase de hombre era el señor Arencibia, que mandaba imprimir circulares como aquélla?
¿Qué clase de mujer era lady Sylvia Brums, que para dirigirse a sus amantes era necesario recurrir a la pasmosa multiplicación de la imprenta?
Pasó todo el día meditando sobre el asunto, y, como ocurre siempre que se medita, concluyó por alejarse diametralmente de la verdad.
Y de pronto tuvo miedo, un miedo absurdo que quizá no era más que el cansancio de todo un día de utilizar con furia el cerebro. Y decidió marcharse a Australia.
… … … … … … … … …
Puede que esto no sea muy lógico; pero si obrásemos todos lógicamente, haría tiempo que la raza humana habría desaparecido del planeta.
Con lo cual no se hubiese perdido mucho, ciertamente.
Cuarto capítulo
Zambombo conoce a Sylvia y Sylvia conoce a Zambombo
Servidumbre
¿Cómo averiguar el paradero y la dirección de Fermín?
¿Cómo recuperar las tres maletascofres que el "chauffeur" se había llevado distraídamente en su auto y dentro de las cuales iba encerrado el vestuario íntegro de Zambombo, sus utensilios de "toilette", sus libros preferidos y, en suma, todas esas menudas cosas que el hombre necesita al viajar para pagar exceso de equipaje?
¿Cómo irse a Australia con un solo traje gris, un sombrero frégoli y un abrigo de entretiempo?
Zambombo, de pie en medio de la calle, se hizo estas preguntas y se dirigió a su domicilio, aquel domicilio del que salió contando con no volver en un par de años.
Al llegar, al abrir la puerta con su llavín, le sorprendió el silencio que se extendía por el inmueble. Eran ya las ocho de la mañana y sus criados (tres, según hemos visto en el padrón: ayuda de cámara, cocinera y doncella) parecían haberse muerto de un modo unánime.
Recorrió las habitaciones exteriores: nadie.
Entró en el comedor: sobre la mesa había todavía restos de un festín de cuatro personas; los manteles, manchados de vino; redondeles violáceos en los que Zambombo adivinó las marcas: "Byas", "Domecq", "Rioja", "Valdepeñas", "Arganda", "Pozuelo". Y todo ello saturado de esa cosa gelatinosa y fría que tienen las mesas abandonadas de los banquetes cuando las alumbra el puro sol de la mañana.
Zambombo siguió adelante. Al pasar ante la puerta de la habitación de la doncella creyó oír una voz de hombre allí dentro. Como la doncella era mujer (de lo cual Zambombo estaba bien seguro), podía sospecharse que aquella voz no salía de la garganta de la doncella.
Un poco más allá, al entrar en su alcoba, debía descubrir otro idilio. En el propio lecho del amo, el ayuda de cámara y la cocinera dormían dulcemente.
Zambombo se metió en su despacho y ante la mesa (acero con incrustaciones de lapislázuli) hizo sonar un timbre con insistencia apremiante. Se oyeron carreras, portazos, diálogos en voz baja y al cabo de un rato el ayuda de cámara, la cocinera y la doncella se hallaban en el despacho pronunciando frases de disculpa.
–¿Quién iba a pensar en que el señor…?
–Como no esperábamos al señor…
–Si hubiera avisado el señor…
Zambombo les calló con un gesto breve.
–No tienen ustedes vergüenza -les comunicó.
–No, señor -declaró el criado, que sabía ponerse en la realidad intrínseca de la existencia.
–He venido -siguió Zambombo- para advertirles que retraso mi viaje unos días.
–Sí, señor.
–Así es que, por ahora, todo debe seguir igual que antes. Voy a salir. Que cada uno de ustedes vuelva a su obligación.
Y se marchó a la calle a tomar un chocolate con doble juego de ensaimadas y a equiparse de la ropa y los utensilios que había perdido por culpa de Fermín.
Los tres criados deliberaron acerca de lo que debían hacer. El ayuda de cámara llevó la dirección del debate, y lo resumió con estas palabras, dirigidas a la doncella, a la cocinera y al novio de la doncella, que, al marcharse Zambombo, volvió a la superficie desde las profundidades de un cesto de ropa donde le ocultó su novia.
–El señor lo ha dicho bien claro antes de salir: "Que cada uno de ustedes vuelva a su obligación". Nosotros somos cuatro enamorados. Ahora bien: ¿la obligación de los enamorados no es amarse? Pues amándonos, volveremos a nuestra obligación.
Y se fueron a ocupar las habitaciones que habían abandonado precipitadamente.
Eran las ocho y diez.
Visita
Once horas después.
Empieza a deshacerse el día en una extenuación de nubes girovagantes.
En las calles, claxons, bocinas, largos pitidos.
En las casas, niños que reclaman la merienda.
En los conventos de religiosas, monjas.
En los "restaurantes", abundantes "seven o.clock-tea".
Y en el domicilio de Zambombo, un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos, dieciocho timbrazos.
Es una dama vestida con un traje "amarillo-fuego"; la cabeza encerrada en un casquete color plata, del cual sale un airón argentífero que le acaricia el hombro.
Alta y delgada, envarada, altiva, parece una pluma estilográfica. Abre la puerta Louis.
La dama: ¿Está el señor?
El criado sordo: ¿Cómo?
La dama: Que si está el señor
El criado sordo: ¿Qué?
La dama: El señor Pérez Seltz, ¿está?
El criado sordo: ¿Decía la señora?
La dama: Pregunto si está el señor en casa.
El criado sordo: ¿Cómo dice?
La dama sacó de su bolso un lapicerito de oro y escribió en la pechera del criado la frase: "¿Está el señor?", luego dio un tirón de la pechera, arrancó el pedazo y lo puso ante los ojos del ayuda de cámara.
–¡Ah Sí, pase la señora…
Echaron a andar por un pasillo.
Cruzaron unas habitaciones; el criado moviendo cortinajes al paso de la dama; la dama moviendo las caderas a cada paso. Y la dama ingresó en el despacho de Zambombo como se ingresa en la Judicatura: con un montón de recomendaciones.
–Siéntese la señora. Si la señora desea entretenerse, hay revistas aquí. Aguarde un instante la señora. La señora haría bien acercándose al radiador.
"Doce minutos de pausa."
Zambombo apareció, encuadrado por tres rayas perfectas: la del pelo, la de la pernera derecha del pantalón y la de la pernera izquierda. Una inclinación.
–Señora.
Y esta frase extraordinaria, pronunciada por la dama:
–Soy Sylvia Brums Carter de Arencibiar.
**
*
("¡Ay, perdonen ustedes, que he puesto los asteriscos del revés…")
*
**
("Ya está subsanado".)
Primeras palabras
–¿Ha dicho usted Sylvia? -indagó Zambombo.
–Sí.
–Pero… ¿Sylvia Brums? -volvió a inquirir.
–¿También usted es sordo?
–Es que la sorpresa… Lo raro de esta visita… En fin… Créame usted que no sé qué pensar…
–Piense usted que tengo hambre -exclamó la dama- y ordene a su criado que nos traiga alguna chuchería.
–¿Té con pastas?
–O pastas sin té. Me es lo mismo.
–En seguida.
Zambombo fue hacia la mesa (acero con incrustaciones de lapislázuli), abrió un cajón, sacó una pistola y la disparó al aire tres veces.
–Lo hago para que venga mi criado -aclaró.
–Ya lo supongo -replicó la dama sin extrañarse-, pero me parece que esa pistola no tiene una detonación lo suficientemente fuerte.
–Es que cuando el criado no oye los tiros, le avisa la cocinera.
Louis entró a punto de "no interrumpir" el diálogo. Su amo le dio algunas órdenes escritas en un papel para que preparase una merienda estimable, y el criado desapareció, arrugando la alfombra al salir.
Zambombo se volvió hacia Sylvia. Lady Brums revisaba las bibliotecas, que eran altas hasta el techo y estaban protegidas por grandes cristaleras. Se acercó a la dama.
–¿Revisaba los títulos de los libros?
–No… Me miraba los ojos en el cristal -dijo ella.
Y en seguida se dejó caer en uno de los butacones; el vestido, cortado con arreglo al último figurín, dejó al descubierto sus rodillas; por arriba, el escote permitía ver perfectamente un lunar que adornaba la región umbilical: el resto de su persona permanecía cubierto.
… … … … … … … … …
(¡Parece mentira ¡No haber descrito todavía a lady Brums Esto, en una novela de amor, es un defecto imperdonable y hay que corregirlo al punto.)
… … … … … … … … …
Descripción de Sylvia:
Lady Sylvia tenía el pelo dorado como el boj; sus ojos de pantera hambrienta relucían con los destellos de la calcopirita.
Ojos en los que oscilaba la llama indecisa de un deseo inconfesable, y que subyugaban y atraían como un patíbulo; sus cambiantes de luz, ya roja, ya mercurial, hacían pensar en las aguas quietas de los lagos, cuando la luna pasea por ellas la primera ráfaga de su lívida linterna, escondiendo el légamo herbáceo que duerme en el fondo. ("¡En la que me he metido")
Prendidos en la palidez gripal de su semblante, los ojos de lady Sylvia se enturbiaban con un resplandor febril, que era a la vez atractivo y odioso, y se alargaban -como "matasuegras"- a buscar los remansos de las sienes.
Su boca, flor del Trópico de Cáncer, parecía haber absorbido la savia de todo su organismo y sus pétalos se estremecían en la impaciente espera de la mariposa que -después de volar sobre el mar- debía libar en ellos la frenética esencia de sus voluptuosidades. El cuerpo de Sylvia apoyaba su prestigio en las letras "ese", "te" y "equis", pues era flexible, laxo, flexuoso, esbelto, estilizado, terso, satinado, sintético y extenuante. Y, sobre todo, artístico y extraordinario y praxitélico. ("¡Hola, hola!")
Finalmente, quiero añadir que en aquella maravillosa mujer se daba una circunstancia no menos maravillosa, y era que las partes más importantes de su persona las tenía dobles: dos ojos, dos orejas, dos senos, dos brazos, dos manos, dos piernas, dos pies y dos ovarios.
Genéricamente ya conocemos a Sylvia. Era joven, no tenía más grasa que la necesaria, sus órganos funcionaban sin irregularidades y sus secreciones internas eran normalísimas. Por todo esto -como las demás mujeres que se hallen en su caso- su vida se deslizaba de un modo corriente, y el día que la habían amado con insistencia, se sentía feliz y optimista, y el día que no la habían amado, se notaba pesimista y desgraciada.
Sin embargo, yo aseguro con firmeza que ella procuraba por todos los medios a su alcance ser feliz y optimista a diario.
En las restantes cosas y aspectos, esos aspectos y esas cosas que definen a la gran mayoría de las mujeres y que sirven para que no se las confunda con el "titi" amaestrado de Borneo, Sylvia era exactamente igual que sus compañeras de sexo. ("El sexo de las mujeres es el femenino".)
A propósito de ello, quiero determinar las dos fórmulas químicas con las cuales se puede obtener una mujer o un hombre a voluntad y rápidamente. De esta manera se sabrá de ahora para siempre de qué sustancias se componen los hombres y las mujeres, esas dos terribles plagas que comenzaron por repartirse una manzana y han acabado por repartirse calles enteras.
Dos nuevas fórmulas
Fórmula A: (Para obtener hombres.)
Bestialidad …. 50 gramos
Presunción …. 15* "
Talento ……. 5* "
Egoísmo ……. 15* "
Envidia ……. 5* "
Fuerza …….. 10* "
Total …. 100* " de hombre.
Fórmula B: (Para obtener mujeres.)
Vanidad ……… 40 gramos
Belleza ……… 20* "
Instinto maternal 8* "
Envidia y sensualidad …… 30* "
Talento ……… 1* "
Fuerza……… 1* "
Total …… 100 " " de mujer.
Para conseguir un hombre que pese setenta kilos, repítase la fórmula setecientas veces.
Y para conseguir una mujer que pese cincuenta kilos, repítase la fórmula quinientas veces.
"Después de estas páginas de descripción, creo que ya se puede seguir adelante".
Zambombo, sentado frente a Sylvia, se hundió en la delectación de contemplar las piernas -soberbias- de lady Brums; y ésta, para no molestarse en impedirlo, cogió una revista de encima de la mesa (acero con incrustaciones de lapislázuli) y se dispuso a leer todo el tiempo que durase la delectación de Zambombo. La revista elegida fue precisamente el "Tomorrow Is Sunday" (1), de Londres.
Louis volvió a entrar empujando un carrito de ébano y plata, en cuyas dos plataformas venía dispuesta una merienda a base de té, mermeladas y pastas; mermeladas, pastas y té; pastas, té y mermeladas. Louis dijo:
–Los señores están servidos.
Y tornó a irse, dejando el carrito al lado de su amo. Ni Zambombo ni Sylvia se dieron por enterados. Ella continuó leyendo el "Tomorrow Is Sunday" y él prosiguió en la delectación de contemplar las piernas de lady Brums.
Por fin, exclamó dirigiéndose a la dama:
–¿Son las dos absolutamente iguales?
–Sí, sí; vea usted.
Cambió de postura, y en lugar de hacer cabalgar la pierna izquierda sobre la pierna derecha, hizo cabalgar las dos piernas sobre el brazo izquierdo del butacón.
Añadió:
–¿Le parecen bien?
–Son, efectivamente, prodigiosas. Sin embargo…
Y dejó su frase colgada.
–Sin embargo, ¿qué? -indagó lady Brums alzando una ceja con aire impertinente.
–Digo que aunque son prodigiosas, eso no prueba nada. Conozco cientos de mujeres provistas de piernas prodigiosas y que, no obstante, flaqueaban en el dibujo de las caderas, o en el de la cintura, o en el del pecho.
–Debía llamarle a usted estúpido -repuso lady Brums después de una pausa fría-. Pero prefiero demostrarle que lo es.
Se levantó vivamente, arrancó de un tirón la piel de zorro chingue que ceñía su garganta, se despojó del vestido amarillo-fuego y de una combinación aurífera, y de pie en el centro de la estancia dio una vuelta lenta, como un maniquí, dejando aquilatar su belleza transparente.
(El airón que se escapaba de su sombrero color plata acariciaba ahora un hombro desnudo.)
–¿Soy como esas mujeres que flaquean en el dibujo de las caderas o de la cintura o del pecho?
Zambombo no replicó. Miraba anhelante y olfateaba, como un lulú perdido, la vibrante esencia de "lirios tumefactos" que había invadido el ambiente.
–Perdón…
Se acercó a ella tembloroso, en esa actitud de violador en ciernes que provoca varios "close up" en las películas americanas; Sylvia le dejó acercarse y cuando estuvo a su lado, le cruzó la cara con el "Tomorrow Is Sunday".
–Entonces -preguntó frunciendo los labios, asqueada-, ¿es usted más memo de lo que yo creía?
–¿Eh? -profirió él, retrocediendo.
–Entonces, ¿el hecho de que yo me desnude significa para usted que hemos de acabar desordenando una cama juntos?
–Si usted prefiere, podemos utilizarla sin desordenarla en absoluto -propuso él rehaciéndose.
El semblante de Sylvia se animó con esta réplica.
–No todo se ha perdido -dijo-. Veo que conserva usted cierta finura de espíritu. Sin embargo, su actitud de hace unos momentos sigue siendo estúpida, y es preciso castigar esa estupidez. He venido a que hablemos. Vamos a hablar. El castigo consistirá en que yo permaneceré desnuda todo el tiempo que dure nuestra conferencia.
Zambombo se inclinó en vasallaje; luego abrió por completo la llave de los radiadores.
–Gracias -susurró Sylvia ante el aumento de temperatura.
Y volvió a ocupar su butacón, estupendamente blanca y traslúcida sobre el aterciopelado del respaldo, dejando en su regazo el número de "Tomorrow Is Sunday" para que hiciese el oficio de una hoja de vid.
(Por lo demás, el hecho de que una dama de la aristocracia inglesa venga a nuestro domicilio y se desnude por completo para hablar con nosotros ocurre todos los días y ya no le extraña a nadie.)
Sylvia se rinde por la acrobacia
–Cuénteme algo de sus asuntos.
–Mis asuntos, señora…
–No me llame señora.
–¿Debo llamarla acaso señorita?
–Debe usted llamarme sencillamente "divina". El espectáculo de mi cuerpo desnudo autoriza y obliga a que se me divinice. En Grecia ocurría siempre.
–Grecia era un pueblo sensual.
—España, también, sólo que la sensualidad se ha refugiado en algunos rincones propicios de los cinematógrafos y de la Sierra del Guadarrama.
–Efectivamente: en uno y otro sitio se percibe la misma frescura.
–Odio los chistes fáciles. En lugar de decir chistes de zarzuela, cuénteme algo de sus asuntos.
–Pues mis asuntos, divina, no merecen ser contados. Corto el cupón, fumo, voy a los teatros y a los "cabarets", me baño, juro en falso y visito a mi sastre mensualmente. Lo que querría hacer todo el mundo.
–¿Cuántas mujeres ha inaugurado usted?
–Ninguna. En mi repertorio no hay más que reprises.
–¿Ha intentado usted casarse?
–Una vez. Fue en esa terrible época de los veintidós años en que los hombres, cuando encuentran una mujer de pie en una esquina, a las tres de la madrugada, tienen la duda de si será realmente una profesional del amor o una princesa real que vuelve de un baile. ¡Época maravillosa, durante la cual los muchachos, para creer en la pureza del alma de una joven, les basta con que esa joven lleve buclecitos rubios, o tenga los ojos azules, o escriba "mantilla" con i griega! ¡Maravillosa época en que los hombres tienen la primera novia, y le sonríen dulcemente a la futura suegra y apenas si se deciden, llenos de confusión, a rozar con los suyos los labios de la prometida, porque suponen que las demás cosas le van a parecer repugnantes! ¡Dieciocho, veinte, veintidós años: época magnífica en que…!
–Está muy bien -cortó Sylvia-. Pero si persiste usted en hacer párrafos así de largos, me dormiré, saturada de tedio. ¿Decía usted que en esa época intentó casarse?
–Sí. Lo tenía ya todo: licencia de matrimonio, cédula personal, dinero, casa, un sacerdote amigo dispuesto, dos billetes de ferrocarril para Hendaya, varios pijamas…
–¿Tenía usted novia?
–Me faltaba ese pequeño detalle, pero la busqué y no tardé en encontrarla. Era una muchacha angelical. Pertenecía a esa salsa gris y espesa, en la cual flotan innumerables cretinos, que se conoce con el nombre de "buena sociedad". Yo adoraba a mi prometida y si no llegué a casarme con ella fue porque un día antes de la boda supe que la que entonces era "prometida" mía había sido antes "regalada" de un primo suyo.
–¡Pobre muchacha! -dijo Sylvia-. ¿Y esa circunstancia vulgarísima fue la que le impidió llevarla al altar?
–No esa, precisamente, sino la circunstancia de que el que iba a ser su esposo era yo y no su primo.
Sylvia acaricióse con gesto pensativo uno de sus senos desnudos, y exclamó de pronto:
–¿Qué otros amores ha tenido usted?
–Cuatro amores más: la hija de un sereno que devoraba libros de amor, una institutriz, una joven muy romántica y otra joven muy mística, que murió en un incendio. Los cuatro han sido relatados por su autor en una novela cuya tercera edición se ha puesto a la venta hace poco.
–"¿Amor se escribe sin hache?"
–La misma.
–Conozco la novela y conozco también, por tanto, esos cuatro amores. De suerte que usted, a pesar de sus treinta años, ¿no sabe todavía lo que es una gran pasión, un verdadero amor, con una mujer exquisita, refinada, inteligente, que haya consumido su vida en los viajes y en el ansia de la originalidad y de lo extraordinario?
–Debo aclarar que no.
–Entonces acaso es conveniente que usted y yo nos amemos.
Zambombo se levantó con el rostro transfigurado por un sentimiento indecible.
–Sylvia… -murmuró.
Se arrodilló en éxtasis ante lady Brums y la besó un pie. Ella replicó dándole un taconazo en la nariz.
–No vuelva a esas simplezas de antes -dijo-. Soy una mujer diferente de las demás; soy una heroína de novela de amor. Además, todavía no hemos acabado de hablar.
–Acabemos, pues -propuso Zambombo desde el suelo, donde le había sentado el taconazo de Sylvia.
–¿Recibió usted hace dos días una circular de mi marido?
–Sí. Y me ha extrañado, porque…
–No pido su opinión. Mi marido acostumbra a enviar esas circulares a mis amantes y se la ha enviado a usted sin serlo, porque yo le aseguré que lo era.
–No comprendo, señora…
–Le he dicho que me llame "divina".
–No comprendo, divina.
–Es muy sencillo. Yo me desestimaría a mí misma si dos veces por semana, al menos, no le comunicase a mi marido el nombre y los apellidos de un nuevo amante. En la semana pasada ya sólo pude decirle un nombre; en esta semana, ninguno. Mi rabia era inmensa; mis nervios estallaban; creí morir de impotencia. ¿Qué hacer? Una mujer que durante años enteros tiene dos amantes inéditos por semana y que de pronto ve transcurrir catorce días sin renovar las existencias, presenta todas las apariencias de que ha dejado de ser seductora y atractiva…
–Le juro, se… divina, que sigue usted siendo extraordinariamente atractiva y maravillosamente seductora…
–No diga bobadas. Ya lo sé. Ya sé que continúo siendo una mujer soberbia. "Mi espanto radicaba en que mi marido tuviese la sospecha de que yo iba dejando de serlo". ¿Comprende?
–Sí, sí… -dijo Zambombo.
–Multipliqué mis dotes de seducción. Sonreí a los hombres como nunca les había sonreído. Hice lo que no he hecho jamás: salir a la calle a pie. Inútilmente. Muchos imbéciles me piropearon al pasar. Otros me siguieron buen trecho. Pero todos ellos, al comprender que podían llegar a tenerme en los brazos rápidamente, huían. ¿Por qué esto? Mi apariencia no es la de una mujer del arroyo, que puede introducir en el organismo del que la ama algunos millones de espiroquetas pálidos. ¿Por qué huían? Y lo comprendí al cabo. Es, sencillamente, que "los imbéciles que tienen valor para piropear en la calle a una mujer elegante y para seguirla hasta su casa, no tienen valor para encerrarse a solas con ella".
–Una verdad indiscutible -aseguró Zambombo recordando la psicología de alguno de sus amigos.
–Entonces, incapaz de mantenerme en la humillante situación en que estaba a los ojos de mi marido, abrí la "Guía de Madrid" y fijé mi vista en un nombre cualquiera; era el de usted: Elías Pérez Seltz. Y cuando mi marido llegó a comer, le cerré el paso, diciéndole: "Mi nuevo amante se llama Elías Pérez Seltz. Paco". El repuso: "Muy bien, Sylvia; mañana sin falta enviaré la circular a ese caballero". Y yo pude aquella noche dormir sosegada y tranquila.
Sylvia calló. Zambombo, que había permanecido sentado en la alfombra al lado de lady Brums y acariciándole tenuemente el alto empeine izquierdo, subió su mano a lo largo de la pierna, mientras sonreía con una sonrisa inductiva:
–Puesto que ya me ha declarado a lo que ha venido, puesto que ni siquiera necesita despojarse de la ropa…
–Se equivoca usted. He venido exclusivamente para prevenirle y para explicarle el por qué de la circular, pues temía que visitase usted a mi marido para sincerarse con él. Sin embargo… ¡quién sabe! Si usted fuese un hombre que se adaptara a mi amor y que se sintiera capaz de arrostrarlo todo por mí…, es posible que llegásemos a un acuerdo.
–¡Soy ese hombre! Lo juro -afirmó solemnemente Zambombo, siempre sentado en el suelo.
Lady Brums estiró sus miembros blanquísimos en un esguince de hastío.
–Estoy tan cansada de este ajetreo de cambiar de amante… -dijo-. Ahora me gustaría revelarle lo que es una gran pasión con una mujer excepcional a un hombre que, como usted, no hubiera tenido ninguna.
Sylvia abandonó el butacón. Su ágil cuerpo desnudo se paseó por la estancia y todo él se agitó en rápidos movimientos, mientras el cerebro meditaba despacio, pues lady Brums tenía más costumbre de mover el cuerpo que el cerebro, fenómeno bastante femenino.
–No basta -murmuró al fin- con afirmar "Soy ese hombre". Hay que probarlo. Mi amor no es un amor vulgar, ni soy una mujer como su institutriz, o su hija del sereno, o su muchacha mística; ya se lo he dicho. Mi amor está lleno de rarezas, de obstáculos, de originalidades. Yo, por ejemplo, sería incapaz de amar a un hombre que no supiese dar el doble salto mortal. ¿Sabe usted darlo?
–¡Sí! -replicó Zambombo cuando todavía vibraba en el aire la última sílaba pronunciada por lady Brums.
Y comprendiendo que no conducía a nada el dilatar la demostración, se subió sobre la mesa (acero con incrustaciones de lapislázuli) y se lanzó al "parquet" de cabeza, con vigoroso impulso de los músculos tibiales y tensorios de la fascia lata.
Dos vertiginosos giros en el aire y Zambombo cayó de pie. Acababa de dar el primer doble salto mortal de su existencia.
–Lo había hecho otras veces, ¿verdad? -indagó Sylvia.
–Nunca hasta ahora -repuso Zambombo arrancando un cortinaje, al que se había aferrado para conservar el equilibrio estable.
Lady Brums acercóse a Zambombo, y mientras sus encendidos labios dejaban escapar un ¡oh! admirativo, sus brazos rodearon la cabeza del saltarín intuitivo.
–¡Te adoro!
–¡Mi alma!
Y ella contestó estremeciendo su carne desnuda:
–¡Tienes las manos muy frías!
Zambombo requirió su pistola, la disparó tres veces y, cuando el criado acudió le pidió unos guantes de gamuza. Después se calzó los guantes y volvió a abrazar a Sylvia, sin que ésta se quejase ya del grado de temperatura de su piel. ……………………………….. ………………………………..
Estos puntos suspensivos son clásicos
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Apoyando un codo doblado entre la tercera y cuarta circunvolución de las sábanas, saturadas por completo de esencia de "lirios tumefactos", Zambombo habló:
–¿Por qué una cosa tan ajena al amor y a la seducción como es el acto de dar un doble salto mortal, te ha decidido a rendirte?
Sylvia echó hacia atrás su cabeza, bostezó ampliamente y dando unos golpes en su boca entreabierta con el reverso de sus deditos, murmuró:
–¿Por qué había de decidirme otra cosa y no esa? Probar el amor de un hombre no es nada fácil, y entre un juramento hecho en el momento en que la sangre azota con furia las arterias o ver que el aspirante a nuestro corazón se lanza a dar un doble salto mortal en el que se expone a partirse en cuatro los riñones, doy mayor crédito a la acrobacia improvisada que al juramento solemne. Además…, lo que busco es más un esclavo que un amante.
–¿Un esclavo? ¿Por qué?
–¡Pchss! Las mujeres amamos la esclavitud.
–¿Es posible?
–Amamos la esclavitud… ajena. Sin embargo, no todas podemos practicar esa esclavitud. Yo sólo una vez pude gozar del maravilloso espectáculo; fue con mi segundo marido, ¡hombre admirabl! que acabó suicidándose como Leónidas.
–También yo me suicidaría por ti -susurró Zambombo besándole detrás de un oído y con la sinceridad y el entusiasmo amoroso que proporciona el abrazar de prístina intención el torso desnudo y perfumado de una mujer.
–¿De veras? -dijo Sylvia-. Tiempo tendrás de probarme que no mientes. Entretanto, te confesaré que me gusta tu estilo, aunque ya me doy cuenta de que en el primer día de unirse una pareja hay siempre tirantez, falta de costumbre de medir mutuas distancias y, en general, una singular extrañeza… ¡Ay! -suspiró-. Idéntica extrañeza que la que sentimos al ponernos un sombrero nuevo, o una nueva sortija, o al cambiarnos de sostén… Es terrible y cierto que el amor significa tanto en nuestra vida como un sostén, una sortija o un sombrero… Por eso el amor hay que hacérselo o elegirlo a la medida, y por eso te he elegido yo a ti: porque creo que eres "mi número".
Lady Brums se va
Los muebles de la alcoba estaban esmaltados de un rojo ardiente; la colcha era de damasco negro con tornasoles lívidos, y del mismo tono los cortinajes, las pantallas de las lámparas y los grandes borlones que caían -¿de dónde caían? ¡ah, sí!- de las llaves de los armarios, del tocador y del sofá turco. Los espejos reflejaban hasta el infinito el enorme lecho, que tenía igual alzada que un perro pekinés. Vista desde la puerta que se abría sobre el despacho, la alcoba parecía una caldera ingente a cuyo lado hubiese montones de carbón dispuesto para ser arrojado al fuego.
De pie ante uno de los espejos, Sylvia luchaba por ceñirse de nuevo su traje amarillo, que en realidad hay que suponer que debió ser fabricado para enfundar un paraguas de caballero. Zambombo, que le había traído las prendas olvidadas en el despacho, la contemplaba con el sombrero en las manos. (Hay mujeres que lo primero que se ponen es el sombrero; estas mismas lo último que se quitan es los pendientes.)
Por fin, lady Brums logró introducirse en el vestido, que, así repleto, restallaba y mordía con furor la silueta de Sylvia. Esta completó su atavío colándose con minucioso estudio el casquete color plata y acostando en sus hombros rectos la piel de zorro chingue que le tendía Zambombo.
El cual, al verla vestida y dispuesta a partir, la besó nuevamente.
("¡Qué falta de originalidad¡!")
–¿Cuándo? -indagó el joven, como cualquier protagonista corriente.
–Jamás -replicó ella con absoluta firmeza.
–¿Qué dices? ¿Es que no hemos de volver a vernos?
–No.
–Pero, ¿no decías…?
–He cambiado de opinión.
Y añadió, volviendo su tratamiento al "usted":
–Le ruego que llame a su criado para que me acompañe a la puerta. Deseo salir de aquí como una visita de poca confianza.
Fue ella misma a la mesa del despacho (acero con incrustaciones de lapislázuli), sacó el revólver, lo disparó tres veces e indicó al criado que la acompañase hasta la puerta.
Y se marchó sin mirar atrás. Como Isabel II.
Lo que pensó Sylvia al bajar la escalera
Mientras bajaba la escalera, Sylvia iba pensando lo siguiente:
"Es un hombre guapo.
Me gusta.
Pero conviene, después de habérselo concedido todo, negárselo todo también.
Para que esto le excite y le exalte.
Y para que se vuelva loco por mí, y me desee, y me busque, y empiece a ser mi esclavo.
Y conviene decirle que no nos veremos ya mas para que él haga por verme a todas horas.
Me gusta. Me gusta.
Es un hombre guapo".
Lo que pensó Zambombo
Y Zambombo, saliendo al despacho, donde yacía olvidada la merienda (mermeladas, pastas, té), se tiró de bruces en el butacón que había ocupado Sylvia, y pensó angustiado:
¡La adoro!
¡La buscaré, sea donde sea! ¿En qué la habré desilusionado para que se haya marchado así?
¡Tendrá que quererme por encima de su marido y por encima del mundo!
¡La adoro! ¡La adoro!"
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Porque el hombre es el ser más ingenuo de la Creación, y donde la mujer pone cálculo, él no pone más que simpleza.
Quinto capítulo
Un duelo a muerte, una conversación trascendental y una fuga
Cinco entrevistas
Primera entrevista: Enero 15, Martes
A la puerta de casa de Sylvia.
Enfrente, el "Cadillac" ronronea como un gato metálico. Junto a una de las portezuelas de la izquierda, el lacayo, rígido, en posición de "firmes" y tocando la visera de la gorra con la punta de sus dedos; en el umbral, el portero -levita azul, botones plateados-, no menos rígido que el lacayo; y esperando y espiando, Zambombo.
Sale Sylvia (traje guarnecido de pieles del Cáucaso; abrigo de pieles del Cáucaso; bolso de piel de serpiente; zapatos de piel de serpiente; sombrero de paja, hecho con paja de sombrero) y se dispone a cruzar la acera en busca del "Cadillac" (1).
Zambombo le corta el paso.
–¡Sylvia! -murmura.
Ella le mira con esa expresión helada que se adopta al mirar a un desconocido enojoso y a un prestidigitador mediocre, y le advierte:
–Le he dicho a usted otras veces que no insista.
–Debo hablar contigo.
–Entre usted y yo todo está hablado ya.
–Te suplico…
–Déjeme…
–¡Sylvia!
–¡Al "Palace"!
Y el auto escapa mugiendo y tragándose la calle.
Segunda entrevista: Enero 18, Viernes
En la Castellana, a las doce del día. Mientras el auto la sigue, deslizándose junto al encintado de la acera, Sylvia pasea por el andén. Rodea su cuerpo con un "froidtail" persa; el sombrerito es de fieltro y pluma negros. Zambombo la adelanta y la detiene:
–Tienes que oírme, Sylvia.
–¿Otra vez?
–Es preciso.
–¿Cuándo acabará esta situación ridícula?
–Cuando me razones tu actitud.
–Las cosas del corazón no pueden razonarse.
–Todo es susceptible de ser razonado menos los impulsos; lo mío es impulso, lo tuyo es reflexión. ¿Cómo una reflexión no ha de poder razonarse si ha nacido de un razonamiento?
–Estos diálogos de comedia me dan náuseas. Adiós -responde Sylvia.
Y sube al auto, que parte.
Tercera entrevista: Enero 21, Lunes
Ocho de la noche. En la perfumería "Eleusis".
Entra Sylvia. Lleva abrigo de piel de nutria y casquete de pana. Bolso y zapatos de tafilete morado. Se acerca a un dependiente, que huele como una "horizontal" de veintidós pesetas.
–Deme "lirios tumefactos" de Coty.
–No tenemos de Coty, señora; de Houbigant…
–No lo quiero. Deme entonces "adelfas encarnadas". En Colonia. Para el baño.
Entra Zambombo y, disimulando como si no hubiese visto a Sylvia, se acerca a otro dependiente. Este huele igual que una "horizontal" de doce pesetas.
–¿Tienen crema Lathers?
–¿Para el afeitado, verdad? Sí, señor.
–Dos tubos.
–En seguida.
–¡Sylvia!
–No finja usted. Viene siguiéndome desde la calle del Arenal.
–Sí; porque no puedo más. Esto es…
–Caballero: aquí tiene los dos tubos de crema.
–Esto Sylvia, ¡es demasiado!
–¿Demasiado? Entonces llévese un tubo nada más.
Al acabar las compras -pagadas por Zambombo-, dialogan en la puerta otra vez.
–Dame una esperanza. Te lo pido por lo más sagrado…
–¿Y no se avergüenza usted de esa mendicidad?
–De nada me avergüenzo tratándose de ti… ¿No te perturba el recuerdo de aquella tarde en mi casa? ¿No se repetir aquello nunca?
–No sé… ¿Quién sabe? Váyase… Pueden vernos.
Y sus voces se escabullen entre los ruidos de la ciudad, que hierve en un bullicio heterogéneo (2).
Cuarta entrevista: Enero 24, jueves
En el patio de butacas del "Teatro de la Princesa Juana". Las doce y cuarto de la noche. Ha terminado el segundo acto de la hermosa comedia regional "Pescaíto frito". Aún flotan en el aire las últimas frases pronunciadas por los actores:
Ultima escena del 28 acto de la comedia "Pescaíto frito":
Rocío: Pues no y no… No te canse,
Manué. Suya he de sé de por vía y na me hará
retrosedé en mi querensia… ¡Ay, Señó! Si lo dise la copla:
"Te has de ir con é para siempre y dejarás a lo tuyo
más triste que uno siprese¡…"
Manuel: Ta bien, mujé. Dichosa la ramita que ar tronco sale… Pero
oye una cosa, Rosío, y no lo orvíes. Yo conozco otra copla y dise así:
"¡Pa la mujé que se va
siempre hay fundía una bala
o una argoya o un puñá¡"
(Calándose el sombrero con gesto desesperado.)
'Con Dió, Rosío! ("Mutis".)
Telón rápido
El público, puesto de pie, ovaciona largamente. Se alza el telón varias veces y cae de finiquito.
Zambombo, que ocupa una butaca del extremo de la cuarta fila, sale a fumar un cigarrillo al "foyer". Al pasar ante uno de los palcos plateas se detiene con doloroso estupor. En el palco está Sylvia; viste una túnica que, con los zapatos, las medias, los guantes y el bolso de brocado, componen una sinfonía en gris pálido. Sobre el respaldo de su silla hay derribada una capa de felpa y armiño en tono "biscuit"
–¡Tú! -dice Zambombo.
–¡Chits, silencio! -reclama ella sin mover más que los labios-. Mi marido está en el antepalco.
–Pero yo necesito verte, hablarte…
–Mañana, a las once de la noche, frente a la verja de la Embajada Británica.
–Allí estaré. Y Zambombo entra en el "foyer". Va tan nervioso, que al encender el cigarrillo se enciende las cejas.
Quinta entrevista: Enero 25,
Viernes
Eran las once y diez de la noche. Frente a la verja de la Embajada Británica.
Al través de las ventanas se descubría la fiesta que se celebraba en el interior. Una larga fila de automóviles reptaba a lo largo de la verja. A doscientos pasos de allí, Zambombo aguardaba impaciente, escondido en la caja paralelepipédica de un taxi.
Salió Sylvia del edificio de la Embajada, y desdeñando la reverencia de su lacayo, fue rápida hacia el taxi.
Llevaba lady Brums un hilito de turquesas al cuello; entre los cabellos asomaban dos rosas de plumas y se envolvía en una capa de chinchilla y zorro gris, modelo "a la reine d'Anglaterre".
Al entrar en el taxi, al cerrar la portezuela, Zambombo dispuso:
–Vamos a…
Pero Sylvia le atajó, irreplicable:
–No vamos a ningún sitio. Nos quedamos aquí. Me he escapado un momento para que hablemos, pero he dejado a mi marido en el baile de la Embajada.
–¡Siempre tu marido!
–Amigo mío, precisamente el inconveniente de las mujeres casadas es que suelen ser esposas de sus maridos.
Y añadió sonriendo:
–Pero cuando se quiere tener aventuras…
Zambombo murmuró esperanzado:
–¡Eres adorable!
–Por fortuna para mí -dijo ella-. Y hablemos la última vez.
–¿La última vez?
–Claro… Espero que no pensarás que consumamos nuestra existencia en rogar tú y en negar yo. Hay dos cosas que me son insoportables: ésa y jugar al ajedrez. He venido a decirte que "esto acabó", Zambombo. Fue una vez y ya no será más.
–Pero ¿por qué? -indagó él con esa pesadez propia de los hombres pálidos.
–¿Y tú lo preguntas? ¿Es que no te acuerdas de que soy casada?
Hubo un silencio, hijo de aquella declaración indignante.
–¿Y qué, que eres casada? Ya lo sé. Y ello no te ha impedido en absoluto tener tantos amantes como plátanos hay en La Habana.
–Trece más -aclaró Sylvia- Pero no se trata de eso, Zambombo. Los amantes que he tenido -añadió con un símil a lo Pérez Escrich- han sido para mi corazón como plumitas de colibrí: apenas he notado su peso, mientras que tú, tú…
–¿Qué?
–Tú eres mi amor, mi profundo amor.
Zambombo hizo un movimiento de alegría, y de resultas del movimiento, metió el bastón por el cristal de su ventanilla.
–¿Que soy tu amor? ¡Sylvia! -borbotó, insistiendo en su entusiasmo-. ¡Sylvia!
–Pero por eso mismo -concluyó lady Brums- he de renunciar a ti. Porque eres incompatible con mi marido, y amándote a ti, tendría que abandonarlo a él.
–¿Y por qué no lo abandonas? ¿Es que le quieres?
–No, pero le tengo miedo.
Al oír aquello, Zambombo pudo haber reflexionado; y si hubiese reflexionado habría comprendido que Sylvia llevaba un plan calculado o que era absolutamente estúpida, pues sólo una de esas dos razones podía hacer declarar a una mujer su miedo a un marido como Arencibia.
Sólo que no se le debe pedir reflexión a un hombre enamorado, y Zambombo estaba enamorado hasta la parálisis progresiva. Por ello, en lugar de reflexionar, preguntó a Sylvia con gesto torvo:
–¿Y si yo me impusiera a tu marido? ¿Consentirías entonces en que huyésemos juntos?
Sylvia se miró atentamente el barniz de las uñas; perdió los rayos de sus pupilas en el vaho aguardentoso del cristal de la ventanilla que quedaba sano; extendió sus pies y los agitó en el aire a un palmo del suelo; suspiró; rebuscó una motita en su abanico de avestruz; se arropó fuertemente en la capa y emitió este monosílabo importantísimo:
–Sí.
Separación
Se separaron; ella volvió al baile de la Embajada; él pagó lo que marcaba el contador del taxi, más trece pesetas, importe del cristal roto.
Y se alejó a pie, calle abajo, ansiando con frenesí la llegada del amanecer, y con él el nuevo día, para acudir a casa de Sylvia y desembarazarse del marido.
Por su parte, Sylvia entró en el baile con los ojos destilando alegría. "¡Ay¡ ¡Oh! ¡Es tan dulce para una saber que existe un hombre que todo lo va arrostarar por nuestro amor!…"
Petición rechazada
Al día siguiente. A las nueve de la mañana:
Zambombo: ("Al criado de Paco Arencibia".) Vengo a ver al señor.
El criado: ¿Al señor Arencibia?
Zambombo.- Sí.
El criado.- Pues lo siento de veras, caballero, pero el señor está descansando.
A las diez:
Zambombo: ¿Puedo ver al señor?
El criado: Todavía descansa, caballero.
A las once:
Zambombo: ¿Se ha levantado ya el señor?
El criado: No, caballero. Está durmiendo aún.
A las doce:
Zambombo: ¿El señor?
El criado: Duerme todavía. Le he llamado dos veces y me ha dicho que me fuera a vender dátiles.
A la una:
Zambombo: ¿Pero es posible que no se haya levantado aún el señor?
El criado: Es posible, caballero. Parece mentira que eso pueda ocurrir, pero desgraciadamente ocurre.
A la una y media:
Zambombo: ¿Todavía?
El criado: Aún.
A las dos:
Zambombo: ¿Aún?
El criado: Todavía.
A las dos y media:
Zambombo: ¿Sigue durmiendo?
El criado: Pase usted al salón. Está levantándose.
De dos y media a tres y media:
Impaciente espera de Zambombo en el salón particular de Paco Arencibia.
A las tres y media:
Paco Arencibia surgió en la puerta del saloncito y avanzó sonriente hacia su visitante. Vestía un traje morado-abate, abrigo de paño gris empeletado; en la mano izquierda, un sombrero del color del traje y unos guantes livianos, y su mano derecha jugueteaba con la cadenita de platino blancuzco de un monóculo oval.
–Perdone la larga espera, caballero. Nada me cuesta tanto trabajo como madrugar. La persona de mi mayor afecto no tiene que hacer, si quiere granjearse mi odio, más que despertarme temprano. esta es la razón por la cual aborrezco a mi ayuda de cámara. Supongo que a usted le sucederá lo que a mí. Pero no hablemos de mí… El tiempo de usted es precioso y el mío encantador, aunque yo no hago nada en todo el día, aparte -claro está- de aburrirme. No obstante, la vida moderna nos obliga a hacerlo todo de prisa, incluso aburrirnos. La vida moderna… ¡Qué cosa, la vida moderna! Pero ¿con quién tengo el honor de hablar, caballero?
Zambombo, a quien la espera y su galerna interior habían teñido las mejillas de un tono céreo, repuso con rabia concentrada, creyendo aplastar a Arencibia con sus palabras:
–Soy Elías Pérez Seltz. ¿Me entiende? Elías Pérez Seltz.
Arencibia repuso con aire distraído:
–¡Ah! Muy bien…
Pero se notaba que aquel nombre no le decía nada.
Zambombo remachó con rostro grave:
–Usted sabe quien le digo, ¿eh? ¡Elías Pérez Seltz!…
–Sí, sí… -susurró Arencibia.
Y agregó:
–Pues usted dirá en qué puedo servirle, señor Pérez Seltz…
–Creo -opinó Zambombo después de una pausa- que sigue usted sin comprender del todo. Quiero decirle que soy Elías Pérez Seltz en persona. Elías Pérez Seltz, el actual amante de su señora…
Arencibia se pegó en las rodillas con los guantes.
–¡Demonio! Dispense usted, caballero. No me acordaba. Tengo una memoria odiosa… Efectivamente, Sylvia me comunicó ya que su amante actual era usted y hasta me parece recordar que le envié la circular correspondiente. Le suplico que me disculpe. Siéntese. Siéntese, hágame el favor. ¿Un cigarrillo?
Zambombo retrocedió con dignidad:
–Gracias -murmuró fríamente-. No fumo.
Arencibia quedó de pie asombrado; la mano que sostenía el cigarrillo inmóvil en el aire:
–¿Es posible que no fume usted? Entonces ¿con qué se envenena?
–Con mujeres hermosas.
Arencibia clavó en Zambombo una mirada burlona. Después guardó el cigarrillo rechazado en su pitillera de esmalte -dos áspides verdes sobre un fondo negro- y claqueteó con sus uñas sobre la parte correspondiente al áspid de la izquierda. Luego, reintegró la pitillera al bolsillo, volteó su monóculo y se sentó en el respaldo de un silloncito.
Marido y amante se contemplaron con insistencia. El último, deseando pulverizar con los ojos al marido; el marido sospechando con bastante certidumbre que Zambombo era un cursi. El primero en volver a hablar fue Arencibia.
–De todas formas -dijo- como no hace al caso el género de sustancia con que usted se envenena, tengo un verdadero gusto en ofrecerle mi casa. Desde este momento, puede considerarla como suya.
–Gracias -replicó Zambombo con una frialdad tres grados más fría que la anterior.
Y los dos hombres tornaron a contemplarse con fijeza. La ruda acometividad que denunciaba la actitud de Zambombo encontraba un enorme obstáculo en la serenidad irónica de que parecía saturado paco Arencibia. Estaban igualados, como una fórmula matemática:
A + B = C + D
Y la serenidad irónica de Arencibia determinó:
–En fin, amigo mío, usted dirá…
Zambombo se recogió en sí mismo, acaso para tomar impulso, como los saltarines y los tartamudos, y habló así:
–Señor Arencibia, soy un hombre que viene dispuesto a todo…
–Lo celebro de veras; esa clase de hombres me encanta. Pero está usted algo nervioso y me permito ofrecerle un vaso de agua con azahar.
Y agregó mientras daba tres vueltas más al monóculo:
—El agua de azahar no calma la excitación nerviosa, pero quita la sed.
–Le ruego que cese en su empeño de ofrecerme cosas -repuso Zambombo con acento emponzoñado-. Me ha ofrecido usted ya un cigarrillo, su casa y un vaso de agua con azahar. Y quiero que sepa que lo único que a mí me interesa que me ofrezca usted es a Sylvia.
Suponía Zambombo que después de aquella propuesta brutal, comenzaría la tragedia. Pero el lector ya ha tenido ocasión de observar que Zambombo era un poco ingenuo. Por ello no esperaba que Paco Arencibia, al oírle, se limitase a expeler una cierta cantidad de humo, a hacer una pequeña pausa y a exclamar:
–Le quiero a usted demasiado bien para ofrecerle una finca que necesita tantos cuidados y lleva añejas tantas responsabilidades.
–Pero ¿ha olvidado usted que, en cierto modo, yo disfruto ya esa finca? -preguntó Zambombo, decidido a conducir la gravedad del asunto a su máximo extremo.
–No he olvidado que disfrutaba usted de la finca -declaró Arencibia balanceando el pie izquierdo a lo largo del respaldo del silloncito-. Pero hasta ahora la ha tenido usted en usufructo, y los cuidados y responsabilidades nacen de tenerla en propiedad.
–Es decir que ¿en propiedad me la niega usted?
–Sí: para evitarle sinsabores.
–Y, en cambio, ¿no le importa que la tenga en usufructo?
–Claro que no me importa. ¿Por qué ha de importarme? Veamos, señor Pérez Seltz, veamos… ¿Cómo se llama el dueño de la casa donde usted vive?
–Agustín Romerales.
–Muy bien; Agustín Romerales. Ahora medite usted en este caso: don Agustín Romerales, dueño de la casa en que usted vive, admite y consiente que usted la habite y la disfrute, o, lo que es lo mismo, admite y consiente que la tenga en usufructo. Pero pídale usted la casa en propiedad a don Agustín Romerales y verá cómo don Agustín Romerales se la niega.
–Pchss… Una mujer no es igual que una casa.
–No. No es igual; produce menos y gasta más. Para obtener una casa hay que comenzar por levantarla y para obtener una mujer hay que empezar por acostarla. No es igual una mujer que una casa ciertamente…
–Y si mi casero me permite tener la casa en usufructo -siguió Zambombo- es porque a cambio de ello le entrego una cierta cantidad de billetes de Banco todos los meses, mientras que a usted no le doy nada por el usufructo de Sylvia…
Arencibia alzó las manos al techo, primero en un ademán de asombro, luego en un gesto de felicidad.
–¿Que no me da nada? -exclamó-. ¿Que no me da nada? ¡Ya lo creo que me da usted! Me da usted lo que hay de más preciado en el mundo. Me da usted la tranquilidad.
–¿La tranquilidad?
–Sí, sí; la tranquilidad -remachó el marido de lady Brums-. Y los amantes de Sylvia que le precedieron a usted, también me dieron la tranquilidad a manos llenas al tener a Sylvia en usufructo. ¿No adivina usted la razón? Pues es sencilla: me dan la tranquilidad, porque las horas que ella emplea en entrevistarse con ustedes, en maquillarse y vestirse para la entrevista, en recordar lo hablado, en pensar lo que va a decirles al día siguiente, etc., etc., son otras tantas horas en que prescinde de molestarme a mí.
Zambombo abrió dos ojos como las puertas de la Bastilla.
–¡Ah!
–De modo -siguió Arencibia- que yo le agradezco vivísimamente sus buenos oficios (no menos vivamente que se los agradecí en su tiempo a sus antecesores); mas, por el momento, lamento de veras tener que negarle la propiedad de Sylvia. ¡Oh! No es usted el único a quien se la niego… Con otros dos amantes suyos me sucedió lo propio; uno era un arquitecto famoso, y otro, empleado en Hacienda.
–¿Qué empleo tenía?
–Ministro.
–Y si usted mismo declara que la asiduidad de lady Brums le molesta, ¿por qué se niega a cedérmela en propiedad y para siempre?
–Porque, en cambio, me he habituado a ella. Son varios años de matrimonio. Estoy ya acostumbrado a su perfume, a su risa, a su actitud al ponerse las ligas, a oír el timbre de su voz, a ese montón de cosas íntimas (sin las cuales la vida se hace imposible) que nacen en la larga comunidad de dos personas de distinto sexo.
Zambombo se puso de pie, luego de reflexionar unos instantes; golpeóse los zapatos con la contera del bastón y por fin se encaró con Arencibia:
–Reclamo su última palabra, caballero -exigió.
–Mi última palabra es esta: encantado con el usufructo, pero no acepto lo de la propiedad.
–Perfectamente; servidor de usted.
Inclinóse Zambombo de un modo correctísimo y salió de la habitación y de la casa sin haber dicho nada de lo que llevó pensado decir, y después de decir una serie de cosas que nunca sospechó que diría. (Ocurre siempre.)
Arencibia se fue también.
Subió a su automóvil y se dirigió rectamente a la Casa de Fieras.
(Para estimularse el apetito, solía presenciar diariamente el acto de darles carne cruda al tigre de la Manchuria y al león del lago Tchad.)
Zambombo se decide a hacer algo grande
A continuación, Zambombo vivió varias horas desagradables. Comenzó a pensar en la entrevista celebrada con Arencibia y sacó la consecuencia desoladora de que no había sabido proceder en aquel caso.
Porque estaba seguro de haber ido a ver al marido con el propósito firme de quitarle Sylvia, de arrancarle Sylvia, y en lugar de hacer esto se la había pedido humildemente, como el aviador a quien sorprende un remolino de aire le suplica a su aparato que resista sin romperse.
¿Por qué las cosas se habían desarrollado así? ¿Era él un cobarde? Y Zambombo rechazó la protesta.
–¿Yo un cobarde?
¿Acaso todo consistía en que el marido de Sylvia le había sugestionado? Esto le obligó a meditar largo rato. Sí. Evidentemente en aquella serenidad, en aquella ironía, en el despreocupado cinismo de sus respuestas, había algo de sugestión. ¿Algo? Mucho. ¿Mucho? ¡Muchísimo!
Y vino una reacción en Zambombo, una reacción agresiva, emprendedora, acometedora.
Tan acometedora y agresiva, que al entrar en su casa rompió dos mayólicas que alegraban la seriedad del recibimiento.
Sobre la mesa del despacho (acero con incrustaciones de lapislázuli) le esperaba una carta: un sobrecito azul, escrito con una letra muy laxante y saturado de perfume de "lirios tumefactos"
Lo desgarró con dedos fremantes (1).
La carta era -ya lo sabían ustedes- de Sylvia, y estaba escrita en un estilo afrodisíaco.
"Adorado Zamb: ¿Le has visto? ¿Le has hablado? ¿Qué resultó de la entrevista? Hoy la luz que se precipita por los ventanales de mi alcoba es una luz de tonos metálicos que me emborracha el alma. Al despertarme esta mañana, habría querido tenerte a mi lado para acariciarte bajo los haces vigorosos de esa luz. ¿Le has visto? ¿Le has hablado? ¿Qué resultó de la entrevista?
Desfalleciendo de amor sobre tu recuerdo; tu
Y debajo del nombre, una rúbrica enérgica como un capataz.
Zambombo releyó la carta y la besó apasionadamente (nos lo figurábamos todos), buscando el sitio en donde ella había puesto los senos (también esto nos lo figurábamos), aunque ella no los había puesto, por fin, en ningún sitio.
Luego se dijo con orgullo:
–¡Sylvia encabeza su carta con un "adorado Zamb"!…
Y estremecióse de gozo. Y aquel "adorado Zamb" fue creciendo en su cerebro como crecen las colonias de microbios.
Y cuando ya estaba empaquetado en aquellas palabras y en idolatría hacia Sylvia, notó que su acometividad y su agresividad crecían varios palmos. Aquella mujer tenía que ser suya. Y si antes había flaqueado en su decisión delante de Arencibia, aún era tiempo de remediar su estupidez y arrebatarle Sylvia al marido.
Cogió unos guantes amarillos -esos terribles guantes amarillos que se ponen los hombres de mundo en los momentos trágicos de su vida- y dando un portazo, se lanzó a la calle provisto de un dinamismo sin precedentes en la historia de los grandes amores.
"Los acontecimientos se precipitaban", como escriben los retrasados mentales de la literatura.
Knock-out
El Club, Círculo, Casino o Centro Recreativo donde pasaba, invariablemente y diariamente, tres horas de su existencia Arencibia, constaba de once pisos y de mil setecientas veintidós escupideras.
En aquel Club, que se llama, por cierto, "Beefsteack-Club", los socios acostumbraban a hacer estas cuatro cosas diferentes:
Beber vinos, licores, refrescos, café, etc.
Hablar mal unos de otros.
Afirmar que habían amado a todas las mujeres que pasaban ante las enormes cristaleras del piso bajo del edificio.
Aburrirse como tuberculosos hospitalizados.. . . . . . . . . . . . . . . . . .
La tarde en que recibiera la visita de Zambombo, Arencibia se hallaba, como de costumbre, en el saloncito chipendal (entrando en el "Beefsteack-Club", a mano derecha), reunido con once amigos, que eran: Manolo Porta y Cubre, fabricante de microscopios; Adelciso Medrán, coronel; Fernando Pachín, ingeniero; Eduardo Raspagneto, gastrálgico; don Florencio Garrote, magistrado; Félix Permuy, médico a pesar suyo, y Horacio Larreta, pintor "rayista", inventor del nuevo género denominado "rayismo" y autor de cuadros tan famosos como los titulados "Badajoz visto desde el rompeolas" y "Retrato de mi madre antes de nacer yo".
Había otros cuatro amigos más que por aquel entonces no tenían otro oficio que el de idiotas.
Los doce hombres, formando círculo (1) con sus sillones, hablaban no importa de qué. Y un botones, cuajado de otros botones más pequeños, se asomó a la puerta del saloncito para gritar:
–¡¡Señor Arencibia!!
Este grito significaba que al marido de Sylvia "le aguardaba un caballero que deseaba hablarle".
–¿Quién es ese caballero?
–El señor Pérez Seltz.
Arencibia se sorprendió agradablemente.
–¡Caramba, Pérez Seltz! Dile que pase aquí, pequeño.
Y explicó a sus amigos:
–¡Un muchacho muy simpático y de mi mayor confianza este Pérez Seltz! Figúrense ustedes que es el actual amante de mi mujer.
–Entonces, -opinó el señor Raspagneto- tiene usted razón para considerarle como persona de su confianza.
–Sí; tiene razón -dijo Pachín.
–Tiene razón -repitió Garrote.
–Tiene razón -apoyó el pintor entornando los ojos según solía hacer para ver los cuadros puestos ya en el caballete.
Y dos de los cuatro amigos idiotas fueron a añadir "tiene razón"; pero les impidió hacerlo la entrada de Zambombo.
El cual tenía todo el aspecto de una hiena escapada de su jaula, pero con guantes amarillos. De dos zancadas, Zambombo ganó el centro del saloncito chipendal y deteniéndose a veinte pulgadas de Arencibia, le escupió esta frase:
–¡Caballero: es usted un canalla y yo me permito llamárselo y además cruzarle la cara!
Y se la cruzó con uno de los ya conocidos guantes.
El hombre irónico, sereno, escéptico y cínico que era Arencibia, se esfumó. En su lugar apareció otro hombre distinto: un hombre nervioso, fibroso, que se alzó bruscamente, que extendió un brazo con la velocidad de una bala y que tumbó de un solo puñetazo a don Elías Pérez Seltz, llamado desde la infancia Zambombo. Y en seguida volvió a aparecer el Arencibia escéptico, sereno e irónico para sacudirse una mano contra otra y murmurar:
–Me molesta acudir a estos recursos.
Los once amigos y cuatrocientos socios más, que llegaron vertiginosamente, rodearon el cuerpo de Zambombo. Estaba desmayado. El médico Félix Permuy se colocó en el centro del grupo y declaró lo siguiente:
–Se trata, señores, de un fuerte golpe a la mandíbula que ha producido el desvanecimiento del golpeado, o "knock-out". El "knock-out", caballeros, ese "fuera de combate" que todos ustedes habrán tenido ocasión de observar en los "match" de boxeo, es -científicamente hablando- la cesación de la armonía nerviosa, psíquica y muscular, y se basa en los reflejos que, partiendo del seno carotídeo, actúan sobre el corazón y los vasos. Ahora bien: ¿qué es el seno carotídeo? El seno carotídeo, señores, se halla en la parte superior del cuello y es una distensión de la arteria carótida primitiva en el punto en que ésta se bifurca para dar sus dos ramas: externa e interna. De allí sale un nervio, llamado sinusal por algunos autores.
–¡Bravo! -gritaron los asistentes en masa, olvidados ya de Zambombo por la elocuencia anatómica de Félix Permuy.
–¡Que siga! -aullaron otros-. ¡Que siga subido en una mesa para que le oigamos bien!
Treinta manos izaron al médico hasta una mesa, y allí arriba siguió hablando.
–Aquella rama nerviosa, respetable público, transmite dos reflejos: uno de los cuales ejerce influencia moderadora sobre la actividad cardíaca (acción vagal), mientras el otro dilata los vasos sanguíneos en ciertas partes del cuerpo (acción puramente simpática). Unidas esas dos circunstancias, pueden producir un marcado descenso de la presion sanguínea.
–¡Muy bien! -rugieron los oyentes, sin mirar siquiera el cuerpo inerte de Zambombo.
–Otro punto vulnerable para el "knock-out" es la zona mentoniana, muy próxima al seno carotídeo. Sin embargo, las causas de pérdida de conocimiento son totalmente distintas. El traumatismo directo -siguió Permuy después de agotar una copa de agua-, el verdadero golpe al mentón, provoca una sacudida cerebral, conmoción que acarrea el desmayo, como hemos tenido ocasión de presenciar hace unos instantes. En cambio, cuando el golpe ha sido aplicado en el seno carotídeo, el desmayo se produce por reflejos sobre el corazón y los vasos, al descender bruscamente la presión sanguínea, según antes dije.
Una ovación cerrada premió aquel período de Félix Permuy.
Animado por lo denso del éxito, el médico continuó:
–Los golpes que provocan una conmoción cerebral traen como consecuencia la pérdida de la memoria durante un espacio de tiempo. Es éste un síntoma por el que suele distinguirse si la pérdida del conocimiento se debe a la conmoción o a la acción refleja. Finalmente, señores, añadiré que se ha demostrado que la aplicación de un anestésico, la cocaína, por ejemplo, puede neutralizar esos efectos provocantes del "knock-out", ya que al paralizar las terminaciones periféricas de los nervios procedentes de la red simpática persinusal, los reflejos desaparecen automáticamente por no tener una vía de transmisión para realizarse.
–¡Bravo! ¡Vivaa¡ -fue la respuesta.
Algunos oyentes de los más entusiastas cogieron en hombros a Permuy y lo sacaron del saloncito chipendal entre aclamaciones. Los demás siguieron al grupo delirando de entusiasmo. Y en el saloncito no quedaron más que Zambombo (desmayado), Arencibia y sus amigos.
Duelo y condiciones
Pero Zambombo no tardó en volver en sí.
Y al volver en sí se encontró con que el marido de Sylvia le entregaba una tarjeta de visita, impresa sobre cartulina de color hueso, que decía:
Héctor Francisco Arencibia
Hiperclorhídrico
Madrid
Aquella tarjeta significaba –misterios sociales- que Arencibia le provocaba a un duelo. Y minutos más tarde, el señor Adelciso Medrán, coronel, y el señor Fernando Pachín, ingeniero, en calidad de amigos y de padrinos de Arencibia, se lo confirmaban y le indicaban la necesidad de que nombrase otros dos padrinos que le representasen a él. Zambombo nombró al señor Manuel Porta y Cubre y al famoso pintor "rayista" Horacio Larreta.
Y los cuatro mamíferos, Medrán, Pachín, Porta y Cubre y Larreta, acordaron y dedujeron las siguientes bestialidades:
"1: Que don Elías Pérez Seltz había ofendido gravemente de palabra y obra, ante testigos, a don Héctor Francisco Arencibia.
2: Que esto forzaba a ambos señores a encontrarse en el terreno del honor con las armas en la mano.
3: Que el ofendido señor Arencibia tenía la facultad de elegir arma.
4: Que había elegido pistola "browning".
5: Que el lance se verificaría a las siete de la mañana del día siguiente en el despoblado del "Chatarra" (Carabanchel).
6: Que los adversarios cruzarían diez balas: cinco cada uno.
7: Que se colocarían a una distancia de 120 pasos y, después de cada disparo, avanzarían diez.
8: Que las voces de mando no serían más que dos: "¡preparados!" y ¡fuego!", y, lanzada esta última, los adversarios dispararían la primera vez, contarían diez pasos de avance y dispararían la segunda; contarían otros diez pasos y dispararían la tercera, y así sucesivamente hasta llegar al fin. (Al fin de las cápsulas o al fin de la existencia.)
9: Que caso de no haber desgracias que lamentar en los diez disparos, los adversarios se reconciliarían en el terrerno; y
10: Que si alguno -o los dos- moría, no tendrían necesidad de reconciliarse."
Zambombo leyó estas condiciones y las encontró aceptables; únicamente, en su afán de machacar a Arencibia, pidió que los disparos, en lugar de ser diez, fuesen ochenta y seis: a cuarenta y tres por barba. La proposición fue rechazada por unanimidad.
Arencibia aceptó también las condiciones, excepción hecha de la número cinco, que fijaba la hora del duelo.
–Yo no me levanto a las siete de la mañana ni para asistir a la resurrección de la carne -dijo lacónicamente.
Se convino entonces que el duelo se verificaría a las seis de la tarde, y como el despoblado del "Chatarra" (Carabanchel) estaría a esas horas pobladísimo, diéronse a pensar en un sitio solitario para la celebración del encuentro. Se propuso la sala del teatro Infanta Beatriz la hora de la función, pero por fin se eligió el kilómetro 8 de la carretera a las Islas Baleares.
Y entonces todos quedaron contentos al ver que nada impedía que Arencibia y Zambombo se matasen lo mejor posible.
La voz de ¡fuego!
Arencibia había cedido a sus padrinos el "Cadillac" para que fuesen en él al "campo del honor".
Y en vista de que se lo había cedido "a sus padrinos" ocuparon el coche Medrán, Pachín, Raspagneto, don Florencio Garrote, Félix Permuy, un amigo de Medrán, un amigo de Pachín y un amigo de Permuy.
Permuy iba en calidad de médico, y para que nadie dudase de ello, llevaba un botiquín de urgencia y su título de doctor, cuidadosamente enrollado.
El coronel Medrán era portador de una caja de sobres, dentro de la cual reposaban dos pistolas "Browning", calibre 6,35, absolutamente iguales.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Por su parte, Arencibia acudía a pie al "campo del honor".
–Iré dando un paseíto -advirtió la noche antes.
Y fue el primero en llegar, volteando su monóculo y olisqueando de rato en rato una rosa encarnada.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Zambombo, con sus padrinos Porta y Cubre y Larreta, y con un amigo de Porta y Cubre, optó por un taxi de sesenta. Durante el viaje, el cerebro de Zambombo trabajó mucho. Pensó en Sylvia. ¡Deliciosa Sylvia! ¿Qué haría si moría él, ahora que le amaba realmente? Se la imaginó desmelenada, llorando sobre su cadáver. Y se la imaginó suicidándose "al no poder soportar aquella cruel separación tejida por el Destino". Se imaginó infinitas imbecilidades de este jaez. Pensó también en sus padres -augustas sombras de las que no se acordaba más que cuando estaba enfermo o cuando el dinero de su renta no le alcanzaba para acabar el mes- y murmuró entre dientes:
–¡Cómo va a sufrir la pobre mamá! Lo único que me consuela es pensar que murió hace ya quince años.
Pensó también en que, con aquel cielo azul y aquellas nubecillas blancas, la vida era bastante agradable.
Luego estuvo mucho tiempo con los ojos clavados en una caja de sobres que llevaba Porta y Cubre (en la cual yacían otras dos "brownings", calibre 6,35, idénticas) y sin pensar en nada.
El fabricante de microscopios -hombre que, necesariamente, tenía "mucha vista" para los negocios– le regalaba consejos sapientísimos:
–La "browning" -decía- es un arma muy traicionera. Ese diablo de Arencibia la ha elegido porque la conoce a la perfección; pero para el profano resulta difícil manejarla. ¿Se ha ensayado usted esta mañana como le advertí?
–Sí -repuso Zambombo-. Y a cincuenta pasos he hecho blanco en el edificio de la Escuela de Ingenieros Agrónomos, de la Moncloa.
–¿Cuántos disparos ha tenido usted que hacer para dar en el blanco?
–Mil doscientos sesenta.
–¡Bravo! No se preocupe usted. Matará a Arencibia.
–Lo deseo vivamente.
–Pero un consejo final: la "browning" desvía mucho el tiro; para dar en la cabeza, debe usted apuntar al vientre, y para dar en el vientre, debe usted apuntar a los pies.
–¿Y para dar en los pies?
–Para eso debe usted apuntar a la cabeza -terció el pintor.
Porta y Cubre y su amigo rieron a carcajadas. Zambombo arrugó la nariz para ofrecer la sensación de que se sonreía.
Y volvió a pensar en Sylvia, en sus padres, en lo agradable que era la vida, etc., etc.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
De pronto, una voz autoritaria resonó, exclamando:
–¡Alto!
El "Cadillac" frenó dulcemente y se detuvo.
–Hemos llegado, caballeros.
–Señaló un bloque de granito que se alzaba a la derecha de la carretera y que era igual que éste:
A Madrid, 118 Kms. a las islas Baleares, no se sabe cuántos.
Y agregó con acento decidido:
–Busquemos un lugar apropiado para el encuentro, caballeros. ¡Adelante!
La comitiva se puso en marcha; en vanguardia, el coronel con la caja de las pistolas; detrás, Permuy con el botiquín y su título de doctor; a retaguardia, Pachín, Raspagneto, don Florencio Garrote y los tres amigos voluntarios. En aquel orden llegaron a una explanada que el coronel juzgó propicia. Midiendo distancias con un bastoncito de junco malayo, encontraron allí un hombre elegantísimo.
Era Arencibia.
Se cruzaron saludos amables y solemnes.
–Todavía no ha llegado su adversario, caballero Arencibia -dijo el coronel, a quien la proximidad del duelo hacía llamar caballero a todo el mundo.
–Perfectamente. ¿Le parece a usted que vayamos midiendo distancias?
–¡Nunca antes de llegar nuestros compañeros, los caballeros padrinos del caballero Pérez Seltz! -replicó el coronel, poniéndose una mano sobre el corazón no se supo para qué.
Y llevándose aparte al marido de Sylvia, le advirtió confidencialmente:
–Nada tengo que decirle, caballero Arencibia… Usted sabe perfectamente lo que es manejar una "browing". No obstante, procure no olvidar que la "browning" desvía considerablemente el tiro y que…
En otro grupo, Pachín, Raspagneto, el magistrado Garrote, los amigos-pólizas (1) y el "chauffeur", que se había acercado al adivinar de lo que se trataba, comentaban lo que no había sucedido aún.
–Creo que morirá Pérez Seltz -opinó Pachín.
–Yo creo que morirán los dos -dijo Raspagneto.
–¿Sí? ¿Será posible? -indagó Garrote- Dios le oiga a usted, porque no puedo pensar sin estremecerme en los terribles remordimientos que sentiría el superviviente. ¡Que mueran los dos, Dios mío; que mueran los dos! Así, al menos, no nos habremos dado un paseo en balde…
Tres bocinazos en "la" indicaron la llegada del taxi en que venían Zambombo, Porta y Cubre, Larreta y el cuarto amigo-póliza. Habían tenido cinco "pannes" de tres neumáticos y consumieron un cuarto de hora en excusarse y en pronunciar palabras putrefactas.
Alguien comentó luego que "los duelos con "pannes" son menos" y hubo un rato de juerga general.
Por fin, Félix Permuy se retiró a un extremo del campo a preparar el botiquín, extendiendo en la hierba un periódico para colocar el instrumental de urgencia. Los padrinos de Arencibia y los de Zambombo se reunieron unos instantes a tratar de evitar el duelo; pero con escasas ganas de conseguirlo.
–Caballeros -dijo el coronel-, opino que el caballero Pérez Seltz y el caballero Arencibia debían reconciliarse. ¡Los dos se han portado como caballeros, y ésta es la costumbre entre caballeros, caballeros!
–Subrayo la opinión del señor Medrán -declaró Larreta, como representante de Zambombo-. Sin embargo, he de advertir que mi representado no admite reconciliación ninguna hasta después de haber cruzado los diez disparos propuestos.
–Ni mi representado tampoco, caballero Larreta -gruñó el coronel.
–Entonces, ¿comenzamos?
El coronel dio ciento veinte pasos por la explanada, y señaló los lugares en que debían colocarse los adversarios por medio de sendas latas vacías de pimientos, esas latas vacías de pimientos de que aparecen cuajados casi todos los "campos del honor" de España.
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