Comunidades Virtuales: la configuración de una nueva modalidad de vínculo comunitario
Enviado por Angel Enrique Carretero Pasín
- I. Presupuestos teóricos de partida
- II. El destino del vínculo comunitario en la modernidad
- III. La efervescencia de lo comunitario en la cultura actual
- IV. La cibersociedad: lo virtual como nuevo espacio comunitario
- V. Conclusiones
ABSTRACT
En esta comunicación se examina cómo la naturaleza de las comunidades virtuales responde a un arquetípico y persistente sentimiento de comunidad que se exterioriza en el ámbito de la cibersociedad y que entra en una perfecta simbiosis con las nuevas tecnologías de la comunicación. En primer lugar, se analizan los fundamentos antropológicos subyacentes en la constitución de lo comunitario. Luego, se muestra lo que ha significado la instauración de la modernidad para el destino del sentimiento de comunidad. A continuación, se plantean los trazos característicos de un recobrado espíritu comunitario instalado en una cultura, la actual, en donde la modernidad se ha desplegado con toda su intensidad. Finalmente, se interpreta el reciente auge de las comunidades virtuales en función de este espíritu, proyectado ahora en el escenario de la cibersociedad.
I. Presupuestos teóricos de partida
La idea central de este trabajo consiste en mostrar cómo el universo de la cibersociedad constituye un privilegiado escenario postmoderno en donde podemos visualizar la interconexión y fusión de ciertos componentes arquetípicos con las últimas manifestaciones de la cultura tecnológica. El registro de lo arquetípico aludiría aquí a un territorio difícilmente urbanizable constituido por «una forma primordial, en sí no intuible» (Jung, 1977: 158), por un depósito de elementos propiamente arcaicos, inmemoriales y suprapersonales que están presentes en el trasfondo de toda cultura y que conforman el inconsciente colectivo de ésta. En palabras de Carl Gustav Jung: «Se trata, empero, de formas configuradas de un modo consciente y específico, que se han transmitido con relativa identidad a través de largos periodos de tiempo» (Jung, 2004: 11). Las dos características más relevantes de lo arquetípico van a ser: por una parte, la universalidad, el ser una constante antropológica invariable y persistente que late en lo más íntimo de todo tipo de sociedades; por otra parte, su repetitividad bajo concreciones históricas diferentes, su capacidad para pervivir y adoptar figuraciones diversas en función de cada contexto histórico. Ligado estrechamente a lo anterior, un rasgo esencial de lo arquetípico va a ser su recurrente re-actualización histórica, su sorprendente versatilidad para llegar a adaptarse a una cambiante y variable realidad socio-cultural. Es más, la vitalidad de lo arquetípico pasa por su disponibilidad o maleabilidad para readaptarse y reajustarse a nuevas modulaciones sociales. El desvelamiento de este arcaísmo arquetípico permite, así, conciliar y ensamblar lo uno y lo múltiple, lo inmutable y lo perecedero, que anida siempre en toda configuración cultural.
Conviene apuntar, no obstante, que la ontología arcaica propia de las sociedades premodernas había sido especialmente sensible a una ininterrumpida repetición de un gesto primordial, originario y paradigmático, había llegado a asumir este retorno cíclico de lo mismo e incorporarlo como núcleo sobre el que gravitaba su universo simbólico (Eliade, 2000a: 13-55). La instauración de la modernidad implicará, sin embargo, el desmantelamiento histórico de esta ontología arcaica y el soterramiento de la aceptación de la carga arquetípica que ésta conllevaba; provocado esto en buena medida por la consolidación de una concepción de un progreso lineal de la historia, por la vectorialización de la historia en una tensión de futuro, cuyo origen nos retrotraería a la obra Evangelio Eterno de Joachim de Flore y que alcanzará posteriormente su culminación final con la visión historicista de la sociedad (Ibid: 135-156). Pese a ello, como subraya Eliade, un persistente núcleo mitológico transhistórico, sólo visualizable en su adherencia a diferentes figuraciones históricas concretas, constituirá un notorio desafío al progresismo e historicismo reinante en el espectro intelectual contemporáneo (Eliade, 2000b: 123-163). En suma, la época moderna va a ser, indudablemente, la época del ocultamiento de lo originario, de lo arcaico, de lo arquetípico.
Ahora bien, la cultura actual estaría revelándonos un misterioso retorno y reactualización de lo arquetípico fijada ahora a diferentes órdenes de la vida cotidiana. De modo que éste no solamente no ha sido defenestrado por la obstinada renuncia de la modernidad a dirigir su mirada hacia el pasado, sino que incluso se ha mantenido incólume, aunque bien es cierto que en un estado de clandestinidad, en el itinerario histórico moderno, se ha reavivado con un vigor inesperado en multitud de campos sociales y se ha conjugado sorprendentemente con dominios tan innovadores como es el de la imagen publicitaria (Sauvageot: 1987). Nos reapropiamos plenamente, pues, de la definición provisional propuesta por Michel Maffesoli para elucidar la cultura postmoderna: «la sinergia de fenómenos arcaicos y el desarrollo tecnológico» (Maffesoli, 1998: 15). «Lo que fue, eso será; / Lo que se hizo, eso se hará. / Nada nuevo hay bajo el sol» se dice en el Eclesiastés. Bello lema extremadamente fecundo para interpretar lo postmoderno ?pero en general toda emergente creación cultural- como una insondable y enigmática pervivencia de lo mismo en el seno de lo nuevo.
En lo que concierne a la temática específica que es objeto de nuestro análisis, nos interesa subrayar cómo este recobrado arcaísmo se encuentra en el fundamento sobre el que descansan buena parte de las expresiones de la cibersociedad y en especial de las comunidades virtuales en ésta albergadas. A nuestro juicio, el arcaísmo subyacente que está en el trasfondo de la dinámica que estimula la génesis y el despliegue de las comunidades virtuales se condensa en dos aspectos fundamentales: la dimensión de la sociabilidad y el orden de lo imaginario.
a. La sociabilidad:
Georg Simmel ha sido el pionero en revelar que el asidero sobre el que descansaban las múltiples expresiones de sociabilidad remitía a una instancia antropológica permanente, recurrente, regular, a la que denominó la forma. La forma sería, pues, la esencia de la socialización en su estado puro, una constante transhistórica que se manifestaría a través de una constelación de contenidos diferentes, preexistiendo, sin embargo, a éstos. Habría que entender la naturaleza de la forma como un auténtico apriori socializador, como aquello que posibilita la propia existencia misma de lo societal. «Porque la forma es el mutuo determinarse, el interactuar de los elementos, que así forman una unidad; y dado que para la sociabilidad quedan suprimidas las motivaciones concretas de la unión, ligadas a las finalidades de la vida, tiene que acentuarse tanto más fuertemente y con tanta mayor eficacia la forma pura, la conexión, por así decir, libremente flotante y de interacción recíproca entre los individuos» (Simmel, 2002: 82). La base de la socialización va a ser, en última instancia, lo que Simmel llamará «las acciones recíprocas», a saber: las interacciones que se entretejen entre los individuos para gestar una ligazón comunitaria. En su fino análisis de las sociedades secretas, Simmel encontrará un magnífico observatorio en donde corroborar cómo el secreto opera en ellas como forma socializadora, determinando unas específicas relaciones recíprocas entre aquellos que lo atesoran (Simmel, 1996: 61-71). Michel Maffesoli, apuntalando esta concepción simmeliana, va a atribuir a la forma una dimensión arquetípica: aquella que da cuenta de lo que une socialmente, de lo que conforma un vínculo comunitario. La forma, entonces, nos dirá Maffesoli, desde su pura condición de potencialidad, predispone para la atracción. «La forma agrega, reúne, moldea una unicidad, dejando a cada elemento la autonomía que le es propia, constituyendo al mismo tiempo una innegable organicidad, donde sombra y luz, funcionamiento y disfuncionamiento, orden y desorden, lo visible y lo invisible entran en sinergia para generar una estática móvil que no deja de sorprender a los observadores sociales» (Maffesoli, 1996: 118). Así, la forma, matriz de reconocimiento social, no se haría visible más que a través de la fecundidad inherente al símbolo de fundar y re-crear comunidad.
b. Lo imaginario:
Lo imaginario es un dominio específico de la experiencia social, con rango de universalidad, que sirve de reservorio en donde se solidifica la fantasía doblegada socialmente por los imperativos que establece la realidad. El orden de lo imaginario apunta, en palabras de Gilbert Dürand, a una fantástica trascendental, a una imaginación creadora genuinamente constitutiva del hombre, de la que emana el mito y en general las diferentes formas simbólicas. La génesis antropológica de lo imaginario es, como bien mostró Dürand, un recurrente anhelo arquetípico de la imaginación por trascender la realidad establecida, por amplificar el horizonte de lo real, que responde a uno de los rasgos más peculiares de la naturaleza humana (Dürand, 1981: 359-409). Ya Gaston Bachelard (1997a; 1997b; 1999) había insistido en el potencial de lo imaginario para reintroducir el ensueño en la realidad más próxima, para poetizar, en suma, el mundo circundante. «La ensoñación hacia nuestro pasado, la ensoñación que busca la infancia, parece volver a la vida vidas que no han llegado a tener lugar, vidas imaginadas. La ensoñación es una mnemotecnia de la imaginación. En la ensoñación, tomamos nuevamente contacto con posibilidades que el destino no ha sabido utilizar» (Bachelard, 1997a: 170). El monde imaginal, compuesto de leyendas, mitos, cuentos populares, logra constituirse en toda sociedad como un campo autónomo y con una consistencia propia en donde se proyecta y fragua la eterna condición fantasiosa del hombre. Toda sociedad posee, inevitablemente, un monde imaginal, está siempre integrada por lo que Edgar Morin (1998: 107-161) llamará la noosfera; aquel ámbito que configura la representación específica que una sociedad tiene de si misma, que estructura y conforma una determinada manera en que lo real se le hace inteligible para ésta. Los imaginarios, afirma, a este respecto, Raimond Ledrut, «no son representaciones, sino esquemas de representación. Estructuran en cada instante la experiencia social y engendran tanto comportamientos como imágenes "reales"» (Ledrut, 1987: 45). Asimismo, este monde imaginal va a mantener una relación de ósmosis y de retroalimentación permanente con la "sociedad real", confiriendo a ésta de sentido y vivificando su experiencia social. «De igual modo que las plantas han producido el oxígeno de la atmósfera, indispensable a partir de ese momento para la vida terrestre, igualmente las culturas humanas han producido símbolos, ideas, mitos que se han vuelto indispensables para nuestras vidas sociales. Los símbolos, ideas, mitos han creado un universo en el que habitan nuestros espíritus» (Morin, 1998: 117).
II. El destino del vínculo comunitario en la modernidad
Emile Durkheim mostró cómo en las sociedades primitivas la religión era la instancia encargada de germinar y mantener un vínculo comunitario. La religión garantizaba, así, un sentimiento de copertenencia siempre necesitado de una periódica revivificación a través de una práctica ritual. Para Durkheim, poco importará, extrapolando esta perspectiva a la contemporaneidad, la singularidad de cada religión; lo esencial, aquello hasta entonces obviado, es la inherente capacidad de ésta para forjar y sostener un lazo comunitario. «Hay, pues, algo eterno en la religión que está destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares con los que sucesivamente se ha recubierto el pensamiento religioso. No puede haber sociedad que no sienta la necesidad de conservar y reafirmar, a intervalos regulares, los sentimientos e ideas colectivos que le proporcionan su unidad y personalidad. Pues bien, no se puede conseguir esta reconstrucción moral más que por medio reuniones, asambleas, congregaciones en las que los individuos, estrechamente unidos, reafirmen en común sus comunes sentimientos; de ahí, la existencia de ceremonias que, por su objeto, por los resultados a que llegan, por los procedimientos que emplean, no difieren en naturaleza de las ceremonias propiamente religiosas. ¿Qué diferencia esencial existe entre una reunión de cristianos celebrando las principales efemérides de la vida de Cristo, o de judíos festejando la huida de Egipto o la promulgación del decálogo, y una reunión de ciudadanos conmemorando el establecimiento de una nueva constitución moral o algún acontecimiento de la vida nacional?» (Durkheim, 1982: 397). La religión respondería, así, a su bien conocido sentido etimológico originario: el de re-ligar, el de unir lo disperso. La eficacia social fundamental de lo religioso estaría, pues, indisociablemente imbricada a la gestación de un espíritu de congregación, a una comunión colectiva, en donde se reafirma lo social. La religión era, en definitiva, el vínculo inmaterial sobre el que descansaba un sentimiento de pertenencia y que favorecería una identidad comunitaria.
Podemos seguir hasta el final el hilo conductor suscitado por la hipótesis durkheimiana y preguntarnos: ¿Qué es aquello que congrega y reúne a una heterogeneidad de individuos? ¿Cómo y por qué esto sucede? Reformulado en otros términos, debiéramos interrogarnos acerca de la enigmática naturaleza de lo que en términos sociológicos se ha dado en llamar usualmente el vínculo comunitario. Y esto porque, como Durkheim, entendemos que la argamasa social que une a una multiplicidad de individuos no es reductible a una mera interconexión funcional de intereses, sino a algo que trasciende a ésta; en suma es preciso desentrañar cómo una trascendencia inmanente sigue vertebrando unas nuevas modalidades sui generis de comunidad.
Es bien sabido que las sociedades premodernas poseían un inquebrantable sentimiento de comunidad. Por una parte, la tradición respaldaba un «código unitario de sentido» que cimentaba un nomos colectivo que favorecía la integración social e impedía que aflorase una siempre amenazante anomia, amparaba un incuestionable y protector universo simbólico en el que todos los miembros de una sociedad podían «ahora concebirse ellos mismos como pertenecientes a un universo significativo, que ya existía antes de que ellos nacieran y seguirá existiendo después de su muerte». De modo que, «La comunidad empírica es traspuesta a un plano cósmico y se la vuelve majestuosamente independiente de las vicisitudes de la existencia individual» (Berger y Luckmann, 1986: 133). Por otra parte, dichas sociedades estaban organizadas de modo tal que, a través de las instituciones familiares y comunitarias tradicionales, lograban articular y transmitir una «reserva social de sentido»; condición necesaria para la consolidación de una firme «comunidad de sentido» sobre la que descansaba la inercia de su dinámica socializadora (Berger y Luckmann, 1997: 43-57). El mundo de la vida de las sociedades premodernas estaba marcado, pues, por un arraigado espíritu de comunidad, por un sentimiento de copertenencia y fraternidad en torno a un ideal común sobre el que gravitaba el conjunto de la vida social.
La época moderna implicará, sin embargo, una desestructuración de este espíritu comunitario. Un acelerado proceso de urbanización aliado con una masiva industrialización desmantelarán los lazos de comunidad característicos de sociedades precedentes. El espacio juega un destacado papel como vínculo visible de comunión que refortalece la memoria colectiva de un grupo. Como nos ha recordado Maurice Halbwachs: «Si los habitantes de una villa o de un barrio forman una pequeña sociedad, esto es porque están reunidos en una misma región del espacio. Es evidente que éste no es una mera condición de existencia de los grupos, sino una condición esencial y manifiesta» (Halbwachs, 1997: 203). En este sentido, el urbanismo moderno ha generado una verdadera usurpación del espacio tradicional, concebido éste como lugar de encuentro y de reunión, que contribuirá en gran medida al aislamiento y a la atomización de los individuos y, por tanto, a la disolución del tejido comunitario. Es el espacio trazado por el Estado Burgués y la sociedad capitalista: euclidiano, isotópico y homogéneo (Castro Nogueira, 1997: 47). Es la génesis de lo que más tarde Marc Augé denominará como los no lugares, luego acrecentados con el desarrollo de la modernidad, «un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico» (Augé, 1995: 83). De ahí que Guy Debord hubiera alertado proféticamente: «La revolución proletaria es la crítica de la geografía humana a través de la cual los individuos y las comunidades han de construir los emplazamientos y acontecimientos correspondientes a la apropiación, no ya únicamente de su trabajo, sino de su historia toda» (Debord, 1999: 150).
La modernidad significará, también, la instauración de un hegemónico modelo de racionalidad basado en la eficacia instrumental que, en connivencia con el despliegue de la economía de mercado capitalista, colonizará la lógica de las diferentes instituciones y erosionará los pilares sobre los que descansaba el mundo de la vida de las sociedades premodernas. A partir de este momento, dará comienzo la inconclusa odisea a la que se verá abocado el hombre moderno; condenado a un perpetuo naufragio al desproveérsele del calor atesorado por un hogar simbólico, al haberse fracturado los lazos que lo habían anudado en otro tiempo a lo comunitario. «Los hombres -afirmaba Hannah Arendt en su magnífico retrato de la vida moderna- se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una misma perspectiva» (Arendt, 1998: 67). A este respecto, la contraposición elaborada por Ferdinand Tönnies entre comunidad (Gemeinschaft) y asociación (Gesellschaft) puede servir como un pertinente diagnóstico histórico de lo anterior. La comunidad aludiría al tipo de relación social urdida en el espacio de lo íntimo, lo afectivo, lo personal. La asociación, por el contrario, tiene su fundamento en la simple interdependencia de intereses. «La Gemeinschaf (comunidad), afirma Tönnies, es antigua; la Gesellschaft (asociación) es reciente en tanto que denominación y fenómeno social», y a continuación apostilla: «La Gemeinschaft (comunidad) debiera ser entendida como organismo vivo y la Gesellschaft (asociación) como un artefacto, un añadido mecánico» (Tönnies, 1979: 29). La modernidad consigue extender la Gesellschaft por los diferentes órdenes de la vida social, provocando un desmembramiento del individuo de su urdimbre comunitaria. En concreto, la división del trabajo social, como ha recalcado Emile Durkheim, será determinante para el debilitamiento y disolución de una conciencia colectiva cimentada sobre firmes creencias, de una solidaridad mecánica, y para la irrupción de una nueva modalidad de lazo social, la solidaridad orgánica, basada en una mera organización funcional entre individuos (Durkheim, 1993: 141-180). El trabajo, en cuanto actividad social central destinada a mantener la lógica de la producción, se erige ahora en el único vínculo real procurador de una integración social, supliendo, así, el papel antaño desempeñado por las creencias religiosas. La tragedia de la cultura moderna, y esto es algo en lo que concuerdan pensadores sociales tan dispares como Georg Simmel, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Martin Heidegger o el propio Tönnies, radicaría en el desajuste existente entre la perversa y totalitaria lógica diseñada por el progreso moderno y los plexos simbólico-culturales en donde se entretejen las relaciones interpersonales. Esto es lo que posteriormente Jürgen Habermas, en su reconstrucción de la teoría de la racionalización weberiana, reformulará en clave de un desaclopamiento y colonización de los subsistemas políticos y económicos, cuyos medios son el poder y el dinero, sobre las instancias en las que se condensa el mundo de la vida: personalidad, cultura y sociedad (Habermas, 1988: 427-469).
Asimismo, vinculado a lo anterior, la modernidad supondrá la relevancia histórica de un elemento determinante para el destino de lo comunitario: la entronización y apogeo del individualismo, la conversión de la categoría de Individuo en valor supremo; suplantando, así, al todo social, a la sociedad concebida de un modo holístico, del lugar central que antaño ocupaba en un anterior tipo de sociedad. Todos los modelos de sociedad conocidos, hasta el final del feudalismo en Europa Occidental, estaban organizados siguiendo principios de reciprocidad, de redistribución y de administración doméstica, e institucionalizados por la costumbre, el derecho, la religión o la magia, los cuales favorecían unas reglas de conducta acordes con aquellos (Polanyi, 1997: 1000). La génesis moderna del homo ecomicus, en este sentido, modificará por completo el organigrama social precedente. Como ha puesto de manifiesto Louis Dumont, mientras la sociedad tradicional, al carecer de una distinción nítida entre la esfera de lo económico y la de lo político, concedía una importancia capital a las relaciones de interdependencia y colaboración mutua entre individuos, la sociedad moderna, al adquirir en ella la economía una autonomía propia desgajada del conjunto social, trastocará radicalmente el funcionamiento que regía la lógica definitoria de las sociedades tradicionales; puesto que a partir de este momento «por el contrario, las relaciones entre hombres están subordinadas a las relaciones entre los hombres y las cosas» (Dumont, 1987: 117). La ideología individualista, inspirada en la modernidad y encarnada en un individuo movido exclusivamente por intereses orientados al beneficio privado (en donde, como Arendt nos recuerda, se ha extinguido su sentido originario de privación (Arendt, 1998: 49), logra invertir, pues, la prioridad otorgada en otra hora al tejido comunitario.
No en vano ya en los albores de la modernidad se percibirá una demanda de reconstitución, aunque sea por medio de un rostro transfigurado, de un espíritu comunitario. Así, el nacionalismo surgirá sintomáticamente en el preciso momento en que la modernidad amenaza con disolver por completo el tejido comunitario de las sociedades tradicionales. Es una tentativa de resolución de las patologías culturales provocadas por la modernidad, de recuperación del espacio de comunión social dañado por ésta, pero reorientando ahora su mirada hacia el pasado e hipostasiando finalmente a éste. La nación es, en este contexto histórico, utilizando la terminología propuesta por Benedict Anderson, una comunidad imaginada; «aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión» (Anderson, 1993: 23). Del mismo modo, los ideales enarbolados por la Revolución francesa, desde esta perspectiva, no han sido más que un intento de restaurar un sentimiento de confraternidad y de comunión colectiva aglutinada ahora sobre lo político. Los ideales republicanos, en su desnuda condición de religión laica, se encaminarán, de este modo, a la cristalización en la conciencia colectiva de un sentimiento de comunidad que amenazaba con extinguirse. (Vovelle, 1976). La noción de religión civil, alumbrada curiosamente en la atmósfera intelectual que envuelve a la irrupción del republicanismo, prestará una legitimación a esta nueva expresión comunitaria.
III. La efervescencia de lo comunitario en la cultura actual
Las sociedades tradicionales y modernas se habían caracterizado por la existencia de una matriz global de sentido, bien sea éste religioso o político, irradiada por la totalidad del cuerpo social y que imprimía una dirección histórica al destino de las colectividades. La religión primero y más tarde las ideologías, como transfiguraciones en clave secularizada de aquella, poseían la facultad de gestar un sentimiento comunitario y de congregar a sus seguidores en torno a éste. A través de ambas se favorecía el fortalecimiento de unos estrechos lazos de fraternidad y solidaridad que respondían a un acuciante anhelo del individuo por unirse a otros y coparticipar con éstos no solamente en torno a unos ideales comunes sino también en torno a una misma sensibilidad general acerca del significado de la vida. Los mitos fundacionales, por una parte, jugaban un papel esencial a la hora de congregar, de reunir, de fusionar, a una multiplicidad de individuos; mientras toda una parafernalia ritual y simbólica hacía explícita, visualizable, esta demanda de re-ligación proyectada en el terreno de lo religioso o en el de lo político (Sironneau, 1982: 202-565). Más allá de las variadas manifestaciones en las que se expresa lo religioso late una constante antropológica, lo que Durkheim llamaba lo eterno de la religión, por unirse a otros, por forjar un vínculo colectivo. Y es más, cabe pensar la transformación de la política en religión profana, resultante de la entronización de lo político a raíz de la Revolución francesa, como una metamorfosis, como una manifestación de lo mismo, de una recurrencia arquetípica, bajo una nueva modulación histórica. Así, la divinización y el culto a lo político, instaurados en la época moderna, no reflejarían realmente una tajante ruptura o radical discontinuidad con el universo simbólico precedente, sino que, más bien, mostrarían la prolongación de lo eterno de la religión en un novedoso escenario y su adopción de una nueva máscara.
El agudizado declive tanto de la religión oficial como de las ideologías políticas en Occidente en las tres últimas décadas, el creciente y generalizado escepticismo en torno a la posibilidad de existencia de un paraíso bien sea éste transmundano o intramundano, ha propiciado un desplazamiento de la arcaica necesidad de comunidad a otros dominios. La indiferencia ante las globales producciones de sentido sobre las que antaño se vertebraba la vida social, en la que tanto insisten Gilles Livovetsky (1996: 37) y Jean Baudrillard (1993: 120), ha dado paso, de esta manera, a una desorbitada implosión de las diferencias, a que toda diferencia se conforme y articule como una singularizada microcomunidad de sentido; en la que indudablemente desempeñará un papel prioritario lo afectivo y lo emocional. Esto ha inducido la efervescencia de una heterogénea proliferación de manifestaciones de un espíritu comunitario, con su indisociable ethos común, en el seno de una avanzada modernidad; lo que estaría testimoniando, en última instancia, un retorno de un originario sentimiento de comunidad abortado y reprimido con anterioridad por el proyecto de vida diseñado en Occidente a raíz de la época moderna. Es una muestra de cómo la impronta del localismo asociado a lo comunitario, aparentemente disuelto por la modernidad, reaparece curiosamente con fuerza en lo ultramoderno. También aquí va a ser un mito fundacional anclado en la memoria del grupo, junto a una constelación de ritos y símbolos, aquello que procurará a la comunidad un sentimiento de pertenencia y de autoreconocimiento, Se trata, en suma, de un rebrote de lo comunitario, canalizado ahora sobre una innumerable gama de espacios sociales, que cohabitará en un mundo en donde paradójicamente la racionalización y la despersonalización de la vida moderna se ha intensificado hasta un grado ciertamente hipertrófico. Maffesoli (1990a: 133-183) ha planteado, en esta dirección, la metáfora del neotribalismo para caracterizar el decorado de las sociedades actuales. Así, a su juicio, la cultura actual acogería un innumerable repertorio de tribus de diferente índole: deportiva, musical, sexual, religiosa, etcétera..,en donde sus integrantes se sienten unidos por una socialité, por una pulsión por être ensemble, que configura una particular modalidad de vínculo comunitario. «En efecto, de manera potencial el «cable», las mensajerías informáticas (lúdicas, eróticas, funcionales, etcétera) crean una matriz comunicacional en la que aparecen, se fortifican y mueren grupos de configuraciones y objetivos diversos; grupos que recuerdan bastante las arcaicas estructuras de las tribus o de los clanes pueblerinos. La única diferencia notable característica de la galaxia electrónica es, sin lugar a dudas, la temporalidad propia de las tribus. En efecto, contrariamente a lo que induce generalmente esta noción, el tribalismo del que se trata aquí puede ser perfectamente efímero y organizarse según las ocasiones que se presentan. Repitiendo una vieja terminología filosófica, se agota en el acto. Tal y como se desprende de varias encuestas estadísticas, cada vez son más las personas que viven «solteramente»; pero el hecho de ser solitario no significa vivir aislado. Y, según las ocasiones que se presenten sobre todo gracias a los anuncios informáticos propuestos por el Minitel, el «soltero» se agregará a este o ese grupo, o a esta o esa actividad. Así, a través de múltiples mediaciones (el Minitel sólo es uno entre muchos otros), se constituyen «tribus» deportivas, amistosas, sexuales, religiosas, etcétera, cada una de ellas con una duración de vida variable según el grado de implicación de sus protagonistas» (Maffesoli, 1990a: 242).
Por otra parte, para comprender el retorno y el florecimiento de este nuevo comunitarismo no debiera pasar desapercibido que la naturaleza característica de la ligazón comunitaria no remite a lo propiamente contractual ?definitorio del modelo racional que impera en el tipo de relación social moderna-, sino que se asienta en un orden si se quiere no-racional, es decir, afectivo, emotivo, sentimental, en definitiva, vivencial. «La comunidad, afirmaba Max Weber, puede apoyarse sobre toda suerte de fundamentos, afectivos, emotivos tradicionales: una cofradía pneumática, una relación erótica, una relación de piedad, una comunidad "nacional", una tropa unida por sentimientos de camaradería» (Weber, 1993: 33). Es de suma importancia deparar en ello, puesto que la génesis y cristalización de un apremiante sentimiento de reencuentro con un lazo fraternal tiene que ver con una tentativa por compensar las lagunas previamente generadas en el mundo de la vida por una coercitiva y desangelada racionalidad moderna que ha logrado invadir los diferentes dominios en donde se entretejen las relaciones sociales. Conviene apuntar, en esta línea, que la fascinación y la capacidad de seducción que albergan ciertos microgrupos sectarios descansará precisamente en el hecho de ofertar una fraternidad alternativa a la iglesia como institución (Troeltsch), en proporcionar, asimismo, una «comunidad de sentido» (Berger y Luckmann) en un mundo en donde se siente que éste parece haberse difuminado. Este es el significado que Manuel Delgado recoge en lo que él llama comunidades intersticiales. El móvil fundamental de éstas radicaría en rentabilizar las lesiones que la modernidad ha provocado en los espacios sociales en donde se había estructurado tradicionalmente la significación de las relaciones personales: «Esa lectura en clave de intersticialidad da por supuesto que las nuevas organizaciones religiosas a las que se aplica no tienen como función oponerse a una cierta estructura social, sino precisamente a su ausencia o a sus déficits. No compiten con una visión del mundo hegemónica, sino con el hecho de que no exista ninguna visión del mundo capaz de ejercer su autoridad desde el prestigio. No se enfrentan a la legitimidad existente, sino a la deslegitimidad de lo dado»? «Las sociedades intersticiales lo son porque aparecen en las grietas, en las brechas del sistema, pero no para ensancharlas, para pasar y dejar pasar por ellas, sino para soldarlas, para taponarlas» (Delgado, 1999: 137).
IV. La cibersociedad: lo virtual como nuevo espacio comunitario
El desarrollo de las nuevas tecnologías ha favorecido el despliegue de una desorbitada constelación de interacciones sociales que ya no necesitan ubicarse en un espacio concreto. El cibermundo ha logrado constituirse como un campo virtual en donde se amplifican y diversifican unas relaciones de sociabilidad en otro tiempo insospechadas. Lo virtual se ha consolidado, así, como un ámbito con una sustancia propia en el que se trasciende el dominio del espacio real y que amenazaza con solapar a éste. Es el surgimiento de lo que Georges Balandier llama un tecnoimaginario: una novedosa experiencia de lo real en donde la técnica ensancha y permite explorar nuevas formas de interacción tanto intersubjetivas como del hombre con el mundo (Balandier, 1988: 242). Esto ha provocado la irrupción de un abanico de redes comunicativas espontáneas que para pervivir ya parecen poder prescindir de la propia experiencia espacial tradicional, dando, así, lugar a unas verdaderas líneas de sociabilidad arraigadas en los nuevos sistemas de telecomunicación (Casalegno, 2000: 53). Como resultado de lo anterior, la propia noción de comunicación se haya en un importante proceso de mutación. La comunicación ahora se extiende, se intensifica, hasta territorios antaño impensables y, como resultado de ello, está en disposición de hacerse más selectiva en función de afinidades, gustos o intereses comunes. De este modo, el espacio virtual se ha convertido en un continente de acogida en donde puede llegar a fraguarse el recobrado espíritu de comunidad anteriormente mencionado y tan característico de las sociedades postmodernas; por decirlo en los términos de Paolo Dell´Aquila, ha generado la posibilidad de Tribus telemáticas (Dell´Aquila, 1999). El espacio virtual es, en efecto, un espacio irreal, inmaterial, pero que no por ello carece de la facultad de consolidar un sólido lazo social. Es más, una vez desestructurado y usurpado el tradicional espacio de lo local por la planificadora homogeneización irradiada por el urbanismo moderno, el ciberespacio tecnológico es lo que precisamente va a posibilitar un reencuentro con lo comunitario. Poniendo en entredicho la vieja identificación que los teóricos frankfurtianos habían establecido entre tecnología y dominación, el espacio comunitario virtual palia, de este modo, los desarreglos provocados en el orden de la intersubjetividad social por la aniquilación moderna del espacio. La tecnología, pues, no es una exclusiva fuente de negatividad, por el contrario, en este caso contribuye a enriquecer y ensanchar el horizonte de la experiencia humana; constituyéndose incluso en el instrumento por donde se vehiculizan las ocultas y astutas microresistencias y microlibertades tácticas, tan certeramente vislumbradas por Michel de Certeau (1990: 60-61), que intentan escapar al panóptico control y gestión de las relaciones sociales dibujado por el urbanismo moderno y refundar unas nuevas formas alternativas de sociabilidad. Las nuevas tecnologías de la comunicación facilitan, pues, que el sentimiento de comunidad llegue a adquirir una desvinculación y una autonomía con respecto al espacio social más proxémico, al mismo tiempo que confirmarían cómo la identidad en las sociedades actuales, tal como ha afirmado Maffesoli, se construiría a través de la adscripción a una variable gama de identificaciones (Maffesoli, 1990b: 245-291). La identidad del yo ya no viene ahora preconfigurada desde el exterior al individuo, por el trabajo o la familia, sino que es el resultado de una elección que forma parte de un estilo de vida (Giddens, 1997: 105-114); en el que juega un papel esencial la adhesión a una de las múltiples microcomunidades que cohabitan en la cultura postmoderna.
A colación de lo anterior, la efervescencia de comunidades virtuales, forjadas por medio de contactos y relaciones de sociabilidad a distancia, atestigua la posibilidad de existencia de una comunidad al margen de unas relaciones sociales circunscritas y sujetas a un delimitado espacio. El caso histórico de la siempre errante comunidad judía o el de aquellas comunidades constituidas por emigrantes diseminados por diferentes latitudes geográficas así lo acredita. Lo relevante aquí no es tanto la dimensión propiamente espacial como la cristalización de una representación, por utilizar el eufemismo propuesto por Maurice Godelier, «idéel» (Godelier, 1990: 10), de una trascendencia inmanente, anclada en la memoria colectiva y con capacidad para generar un vínculo social. De este modo, el dominio de lo inmaterial, el imaginario colectivo, que no unos determinados condicionantes sociales propiamente materiales o infraestructurales, es lo que permite gestar y reforzar la identidad comunitaria, es lo que favorece la fundación de una frontera fundamentalmente simbólica encaminada a establecer una distinción y delimitación de una comunidad con respecto a otras (Baeza, 2000: 47-75). Toda comunidad, como es bien sabido, se nutre inexorablemente de un destacado componente imaginario, y esto se va a manifestar de una manera especial en las comunidades virtuales. En este sentido, las micromitologías que acompañan a cada comunidad virtual sirven, de igual modo que en otro tiempo el mito, para mantener y reavivar constantemente una comunión y cohesión colectiva, ahora sin embargo desplazada hacia el mundo de lo virtual.
Las más o menos frágiles comunidades virtuales originadas en torno a una espontánea coparticipación en afinidades, sentimientos o pasiones comunes de muy diversa índole, bien sean éstas de una modalidad sexual, deportiva o musical concreta, son una buena ilustración de cómo el vínculo comunitario se sostiene con independencia de unas relaciones face to face. En este caso, las nuevas tecnologías permiten intensificar redes comunicativas sin vulnerar en absoluto el lazo inmaterial que posibilita la atracción y la agregación social. Una vez que ya ha sido previamente forjado un preexistente sentimiento de comunidad, el espacio de lo virtual no es otra cosa que el vehículo diseñado para que, en una cultura tecnológica, aquel pueda llegar a proyectarse y solidificarse. Es la materialización en un territorio tecnológico de lo que metafóricamente se ha dado en llamar «una comunidad con raíces portátiles» (Fernández Christlieb, 2000: 161). La multiplicación casi hasta el infinito de comunidades virtuales, aglutinadas en torno a los más diversos gustos, pasiones, sentimientos, etcétera.., nos redescubre, así, cómo el espíritu de comunidad logra perseverar más allá de los distintos avatares y vaivenes histórico-culturales y cómo toma cuerpo ahora en un escenario novedoso. Es, en suma, la irreemplazable huella de lo local reintroducida en un mundo tecnológico. Es el retorno de un «aldeanismo», en donde primaría el modelo de relación social basado en el sentimiento y en la sensibilidad que Simmel (1998: 248) atribuyera al mundo rural, explayado en los confines de la modernidad. Esto permite comprender el por qué la culminación del «desenclave espacio-temporal» derivado de la modernidad, «la extracción de las relaciones sociales de sus circunstancias locales y su rearticulación en regiones espaciotemporales indefinidas» (Giddens, 1997: 30) no ha logrado desmantelar un sentimiento comunitario y sí ha conseguido, sin embargo, que éste haya proliferado y se haya extendido hasta lo hipertrófico. Este móvil profundo que impulsa al individuo a adscribirse a una determinada comunidad virtual, en una suerte de comunión colectiva, es lo que explica que éste paradójicamente pueda llegar a alcanzar un mayor grado de comunicación en la distancia que en la cercanía espacial. En última instancia, conviene insistir en ello, asistimos al retorno de lo mismo bajo un nuevo rostro. En efecto, el dominio virtual carece en sí mismo de realidad, no obstante su intrínseca funcionalidad radicaría en ser el receptáculo artificial que permite colmar una previa demanda, sobre la que anteriormente poníamos énfasis, por unirse a otros y congregarse con éstos en torno a un misterioso vínculo de unión que trasciende tanto a la multiplicidad de conciencias individuales como a la suma de todas ellas; dicho de otro modo, la re-ligación que favorece la confraternización, la hermandad, persiste y se amolda perfectamente al nuevo universo tecnológico. Lo arcaico, lo originario, como dejábamos señalado con anterioridad, entra en una extraña relación de convivencia y simbiosis con lo más novedoso, con la técnica como resultado acabado de la modernidad; el pasado se presentifica en un horizonte de futuro. No en vano, el aura especial que acompañaba a lo mítico, a lo mágico, también, como ha mostrado Gilbert Simondon (1989: 159-179), se proyecta sobre lo técnico; anudándose sorprendentemente pasado y futuro, una vez más lo más antiguo y lo más nuevo.
Conviene recordar algo ya apuntado con anterioridad: dos perseverantes elementos arcaicos fundamentales se nos estarían revelando en las comunidades virtuales, a saber, la sociabilidad y lo imaginario. Por una parte, la sociabilidad, la forma que funda sociedad, se manifiesta en las «acciones recíprocas», en las interacciones socializadoras, de las que nace un particular vínculo de unión comunitario. Ahora ésta, la sociabilidad, se va a realizar en un horizonte novedoso: el terreno de lo virtual. Por otra parte, lo imaginario, como fantasía socialmente cristalizada bajo la forma de mito u otro tipo de representación simbólica, es aquel orden irreal de la experiencia social, la noosfera de la que hablaba Morin, que sirve como matriz de autoreconocimiento comunitario. Ahora, lo imaginario se va a desplegar en una emergente tecnoosfera.
Para concluir, las comunidades virtuales son un objeto de estudio sociológico privilegiado para indagar en la esencia de esa enigmática, por persistente, disposición antropológica de la que emana la atracción social y de la que se fragua una ligazón comunitaria, lo que Maffesoli ha llamado el misterio de la conjunción (Maffesoli, 1997). ¿Por qué nos unimos a unos y no a otros?. Cómo y por qué operan nuestras verdaderas afinidades selectivas no instrumentales?. Y como resultado de lo anterior, ¿Cuál es la naturaleza profunda del vínculo que nos une y nos re-une?. Esta comunicación ha pretendido, al menos, ayudar al esclarecimiento de estas eternas interrogantes, las cuales parecen recobrar un inesperado vigor con el florecimiento actual de las comunidades virtuales.
Tras este periplo explicativo de la génesis y desarrollo de las recientes comunidades virtuales podemos sonsacar, a modo de síntesis, las siguientes conclusiones:
El fundamento último de las comunidades virtuales remite a un arcaico sentimiento de comunidad que fue bloqueado y soterrado por el proyecto de vida auspiciado en su momento por la modernidad.
La cultura actual, postmoderna si se quiere, revela un retorno de lo comunitario encarnado en la efervescencia de una dispersa y heterogénea gama de microcomunidades que brotan con fuerza en el seno de nuestras sociedades.
El auge de las comunidades virtuales obedece a una exteriorización de un sentimiento de comunidad materializado ahora en el dominio de lo virtual, convirtiéndose éste en un receptáculo de acogida que favorece la proliferación de diferentes microcomunidades aglutinadas en torno a un particular vínculo colectivo.
Las comunidades virtuales reflejan la posibilidad de una compleja simbiosis de lo arcaico, de lo recurrente, con lo más nuevo, con lo más avanzado de la cultura tecnológica.
- ANDERSON, B., 1993, Comunidades imaginadas, México: FCE.
- ARENDT, H., 1998, La condición humana, Barcelona: Paidós.
- AUGÉ, M., 1995, Los "no lugares". Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernida, Barcelona: Gedisa.
- BACHELARD, G., 1997a, Poética de la ensoñación, México: FCE.
- BACHELARD, G., 1997b, El derecho de soñar, México: FCE.
- BACHELARD, G. 1999, La intuición del instante, México: FCE.
- BAEZA, M. A., 2000, Los caminos invisibles de la realidad social. Ensayo de sociología profunda sobre los imaginarios sociales, Chile: Ril
- BALANDIER, G., 1988, Modernidad y poder. El desvío antropológico, Madrid: Jucar Universidad.
- BAUDRILLARD, J., 1993, Cultura y simulacro, Barcelona: Kairós.
- BERGER, P. y LUCKMANN, T., 1986, La construcción social de la realidad, Buenos Aires: Amorrortu.
- BERGER Y LUCKMANN, T., 1997, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Barcelona: Paidós.
- CASALEGNO, F., 2000, "Living Memory. Une approche écologique de la mémoire en réseau en Sociétés, nº 68, pp. 45-56.
- CASTRO NOGUEIRA, L., 1997, La risa del espacio. El imaginario espacio-temporal en la cultura contemporánea: una reflexión sociológica, Madrid: Tecnos.
- DEBORD, G., 1999, La sociedad del espectáculo, Valencia: Pre-Textos.
- DELGADO, M., 1999, El animal público, Barcelona: Anagrama.
- DELL´AQUILA, P., 1999, Tribu telematiche, Rimini: Guaraldi.
- DE CERTEAU, M., 1990, L´invention du quotidien 1. Arts de faire, Paris: Gallimard.
- DUMONT, L., 1987, Ensayos sobre el individualismo, Madrid: Alianza.
- DÜRAND, G., 1981, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Madrid: Taurus.
- DURKHEIM, E., 1982, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid: Akal.
- DURKHEIM, E., 1993, La división del trabajo social, Barcelona: Planeta-Agostini.
- ELIADE, M., 2000a, El mito del eterno retorno, Madrid: Alianza.
- ELIADE, M., 2000b, Aspectos del mito, Barcelona: Paidós.
- FERNANDEZ CHRISTLIEB, P., 2000, "El territorio instantáneo de la comunidad posmoderna en Alicia Lindón (coord.), La vida cotidiana y su espacio-temporalidad, Barcelona, Anthropos: pp. 147-171.
- GIDDENS, A., 1997), Modernidad e identidad del yo, Barcelona, Península.
- GODELIER, M. (1990, Lo ideal y lo material, Madrid: Taurus.
- HABERMAS, J., 1988, Teoría de la acción comunicativa II. Crítica de la razón funcionalista, Madrid: Taurus.
- HALBWACHS, M., 1997, La mémoire collective, Paris: Albin Michel.
- JUNG, C. G., 1977, Arquetipos e inconsciente colectivo, Buenos Aires: Paidós.
- JUNG, C. G., 2004, "Sobre los arquetipos del inconsciente colectivo" en Hombre y sentido. Cïrculo de Eranos III, Barcelona: Anthropos, pp. 9-45.
- LEDRUT, R., 1987, Société réelle et société imaginaire en Cahiers Internationaux de Sociologie, nº 82, pp. 42-58.
- LIPOVETSKY, G., 1996, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona: Anagrama.
- MAFFESOLI, M., 1990a, El tiempo de las tribus, Barcelona: Icaria.
- MAFFESOLI, M., 1990b, Au creux des apparences, Paris: Livre de Poche.
- MAFFESOLI, M., 1996, Elogio de la razón sensible, Barcelona: Paidós.
- MAFFESOLI, M., 1997, Le mystère de la conjonction, Paris: Fata Morgana.
- MAFFESOLI, M., 1998, La conquête du présent. Pour une sociologie de la vie quotidienne, Paris: Desclée de Brouwer.
- MORIN, E., 1998, El Método IV. Las ideas, Madrid: Cátedra.
- POLANYI, K., 1997, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Madrid: La Piqueta.
- SAUVAGEOT, A., 1987, Figures de la publicité, figures du monde, Paris: PUF.
- SIMMEL, G., 1996, Secret et sociétés secrètes, Berval: Circé.
- SIMMEL, G., 1998, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona: Península.
- SIMMEL, G., 2002, Cuestiones fundamentales de sociología, Barcelona: Gedisa.
- SIMONDON, G., 1989, Du mode d´existence des objets techniques, Paris: Aubier.
- SIRONNEAU, J. P., 1982, Sécularisation et religions politiques, Paris-Nueva York: Mouton Publishers. The Hague.
- TÖNNIES, F., 1979, Comunidad y asociación, Barcelona: Península.
- VOVELLE, M., 1976, Religion et révolution. La déchristianisation de L´an II, Paris: Hachette.
- WEBER, M., 1993, Economía y sociedad, México: FCE.
El contenido del presente trabajo esta gobernado por la siguiente Licencia de Creative Commons: ver http://creativecommons.org/licenses/by-nc/2.0
Angel Enrique Carretero Pasín