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Los estudios sobre ciencia, tecnología y sociedad. Una panorámica general (página 2)

Enviado por Antonio Di�guez


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2. La Nueva Sociología de la Ciencia

De entre todas las disciplinas anteriormente mencionadas, ha sido la sociología de la ciencia, y muy en particular la Nueva Sociología de la Ciencia, la que ha contribuido de forma más decisiva al rápido crecimiento de los estudios Ciencia, Tecnología y Sociedad en los últimos años, al menos en Europa. Dedicaremos por ello unos párrafos a exponer sus intereses principales.

Los intentos de analizar las causas sociales del conocimiento pueden retrotraerse al siglo XIX, con la obra de Marx, y más tarde con Émile Durkheim, Max Scheler y especialmente Karl Mannheim. No obstante, y aunque esto podría ser matizado en alguno de ellos, el conocimiento científico fue considerado en general por estos autores como un caso aparte que escapaba a los condicionamientos externos de otras creencias humanas; un modo privilegiado de saber que encontraba explicación suficiente en su racionalidad y su verdad. Algunos autores marxistas, como Boris Hessen y John D. Bernal, intentaron ya en la década de los 30 que la ciencia dejara de ser una excepción en lo que a su posibilidad de análisis social ser refiere. También en ella los factores sociales debían cobrar la importancia que merecían a la hora de explicar su origen y desarrollo. Sus esfuerzos, sin embargo, encontraron entonces muy poco eco.

Pese a estos trabajos iniciales, la sociología de la ciencia no adquiere carta de naturaleza hasta la aparición de los trabajos de Robert K. Merton y su escuela de Columbia en la década de los 40. Estos trabajos se centraron en el estudio de la organización institucional de la ciencia, del modo en que ésta regula su sistema de recompensas, del reparto de papeles y de recursos dentro de las instituciones científicas y de cómo ello contribuye a promover u obstaculizar el conocimiento, de las disputas sobre prioridades en los descubrimientos, y en especial, del sistema normativo que da estructura a la ciencia como institución social. La sociología de la ciencia de la escuela mertoniana, sin embargo, no desarrolló –aunque reconoció– la posibilidad de analizar y explicar desde un punto de vista estrictamente sociológico los contenidos mismos de las teorías científicas, en lo que se refiere a su producción y su validez. Es decir, se trató sobre todo de una sociología de la ciencia, e incluso de una mera sociología de los científicos, más que de una auténtica sociología del conocimiento científico con pretensiones epistemológicas. Estas pretensiones debían ser evitadas, según Merton. El conocimiento científico fue tratado por esta sociología como una caja negra en cuyo interior el sociólogo no debía mirar (cf. Lamo de Espinosa et al. 1994, cap. 19 y Woolgar 1991).

Su propuesta más notoria aparece claramente expresada en el trabajo de 1942 titulado más tarde "La estructura normativa de la ciencia". En él señala cuatro normas o valores principales (suelen abreviarse como CUDOS, por sus iniciales en inglés), a la vez morales y técnicos, que serían ampliamente compartidos dentro de la comunidad científica. Esta aceptación general no obedecería sólo a su conveniencia para conseguir ciertos fines cognoscitivos, sino a que se los considera como "correctos y buenos" en sí mismos. Dichas normas o valores caracterizarían el ethos de la ciencia, y constituirían el fundamento de la objetividad lograda en el conocimiento científico (Merton 1942/1977). Son los siguientes:

Universalismo: "Las pretensiones a la verdad, cualquiera que sea su fuente, deben ser sometidas a criterios impersonales preestablecidos: la consonancia con la observación y con el conocimiento anteriormente confirmado. La aceptación o el rechazo de las pretensiones a figurar en las nóminas de la ciencia no debe depender de los atributos personales o sociales de su protagonista; su raza, nacionalidad, religión, clase y cualidades personales son, como tales, irrelevantes". (p. 359).

Comunismo o comunalismo: "Los hallazgos de la ciencia son un producto de la colaboración social y son asignados a la comunidad. Constituyen una herencia común en la cual el derecho del productor individual es severamente limitado". (pp. 362-3). Dado que el reconocimiento y la estima son los únicos derechos de propiedad del científico, "la preocupación por la prioridad científica se convierte en la respuesta ‘normal’". Además, este comunismo ha de venir propiciado por el "imperativo de la comunicación de los hallazgos". Por eso, el secreto es algo opuesto a esta norma. El ethos de la ciencia choca, pues, con la concepción capitalista de la ciencia y la tecnología como propiedad privada (patentes).

Desinterés: No debe ser confundido con el altruismo, es decir, con la idea de que los científicos no busquen algún tipo de beneficio propio. Se trata simplemente de que los motivos e intereses particulares no deben intervenir a la hora de juzgar las investigaciones.

Escepticismo organizado: Es la suspensión temporal del juicio acerca de los resultados de la investigación hasta que no se hayan efectuados los correspondientes exámenes independientes empíricos y lógicos.

Posteriormente Merton añade la originalidad, esto es, la exigencia de novedad en los resultados públicos de las investigaciones.

No podemos entrar aquí en la discusión que generó la propuesta de estas normas como constitutivas del ethos científico. Los críticos pusieron en cuestión que pudieran explicar realmente el comportamiento de los científicos. Podían encontrarse casos diversos de incumplimiento de cada una de ellas. E incluso se afirmó que las normas contrarias a las citadas podían tener un efecto positivo para el progreso de la ciencia (cf. Lamo de Espinosa et al. 1994, pp. 470 y ss. y Iranzo y Blanco 1999, pp. 121 y ss.). En esta línea de críticas, el sociólogo John Ziman ha sostenido que el trabajo científico actual, realizado habitualmente en el marco de proyectos I+D, ha dejado de ser un trabajo individualizado para pasar a ser fundamentalmente corporativo, y ello ha provocado que las normas predominantes hoy sean las contrarias a las que Merton señalaba.

El ethos actual de la ciencia no sería CUDOS, sino PLACE. Es decir el trabajo científico en los grandes laboratorios de investigación estaría dominado por el derecho a la Propiedad intelectual, el Localismo, el Autoritarismo, la investigación Comisionada o por encargo, y el papel del Experto. El conflicto entre ambos códigos normativos explicaría, según Ziman, muchos de los problemas que se plantean hoy en el desarrollo de una carrera científica (cf. Ziman 1994, cap. 7).

No obstante, las críticas más profundas contra la sociología mertoniana, a la que se acusó no muy justamente de dejar fuera del análisis sociológico la génesis del contenido de las teorías y las hipótesis científicas, así como los procedimientos para su validación, se alzaron desde el enfoque promovido por David Bloor, Barry Barnes y Steven Shapin, de la Science Studies Unit de la Universidad de Edimburgo. Este nuevo enfoque tuvo entre sus fuentes de inspiración muchas de las ideas expuestas por Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas, aunque llevándolas a un extremo que el propio Kuhn rechazó. David Bloor caracterizó de forma programática en 1976 lo que se conoce como el Programa Fuerte’ en sociología de la ciencia, y que hasta el momento constituye la propuesta más difundida y articulada dentro de la que sería una sociología del conocimiento científico.

El Programa Fuerte es un programa completamente naturalista y externalista. Es naturalista porque pretende ser un estudio científico y empírico de la propia ciencia. Se presenta, pues, como una ciencia de la ciencia. Es además externalista porque, si bien Bloor reconoce la intervención de causas no sociales en la producción del conocimiento –y en esto es más moderado que sus sucesores–, en todo caso se trata siempre de causas "externas", es decir, distintas de la argumentación lógica y la relación de las teorías con la evidencia empírica. El estudio de Steven Shapin sobre la frenología puede servir como ilustración de este externalismo. Shapin argumenta que la clase social fue determinante en las posiciones defendidas acerca de la frenología en las primeras décadas del siglo XIX en Escocia. Los defensores provenían de la clase media emergente y veían en ella un instrumento para reformas sociales progresistas, mientras que sus detractores provenían de clases altas. El debate técnico era, según Shapin, inseparable del conflicto social entre clases. (Cf. Shapin 1975).

Estas dos características, su naturalismo radical y su externalismo, hacen que las propuestas realizadas desde la filosofía de la ciencia sean consideradas no ya como erróneas sino como irrelevantes por completo. Sencillamente, si se acepta el enfoque del Programa Fuerte, la filosofía de la ciencia carece de sentido como disciplina. La ciencia ha de ser estudiada científicamente, lo cual significa sociológicamente. Mantener todavía la vigencia de la filosofía de la ciencia sería tanto como mantener la vigencia de las especulaciones de la filosofía de la naturaleza una vez que ya se dispone de una física desarrollada.

Según el Programa Fuerte (cf. Bloor 1976/1991, p. 7), una explicación adecuada de la ciencia, y por tanto, la sociología de la ciencia, debe basarse en los siguientes principios:

1) Causalidad: Ha de interesarse por las causas que producen creencias o estados de conocimiento, aunque estas causas no tienen por qué ser sólo sociales. Bloor admite también causas psicológicas, biológicas, etc.

2) Imparcialidad: Ha de ser imparcial respecto a la verdad o falsedad, la racionalidad o irracionalidad, o al éxito o fracaso, de esos conocimientos. En todos esos casos cabe una explicación causal.

3) Simetría: Los mismos tipos de causas tienen que explicar las creencias verdaderas o falsas.

  1. Reflexividad: Sus patrones explicativos han de poder aplicarse a la sociología misma.

En este punto se hace conveniente un comentario. Pese a lo que puede parecer, solo uno de estos cuatro principios, el de simetría, significa un verdadero desafío al enfoque racionalista de la ciencia. El principio de causalidad puede ser admitido por el racionalista siempre y cuando se acepte, cosa que Bloor no está dispuesto a hacer, que las razones son también un tipo de causas. Si se acepta esto, como hacen hoy bastantes filósofos (cf. Brown 1998), el principio de imparcialidad pude ser también admitido sin problemas. Por su parte, el principio de reflexividad es insoslayable si se quiere ser coherente. Ahora bien, para muchos racionalistas, este principio se puede convertir en una autorrefutación del Programa Fuerte. Laudan, por otra parte, ha cuestionado el carácter científico de estos principios (cf. Laudan 1996).

En cuanto al principio de simetría, lo que trata de desechar es la idea pretendidamente arraigada de que el sociólogo solo debe explicar las creencias falsas, porque son las que obedecen a factores sociales distorsionadores, pero no puede extender su análisis social a las verdaderas, dado que éstas son aceptadas simplemente por su verdad. Es decir, a lo que se opone es a lo que Laudan llama ‘Supuesto de Arracionalidad’, implícito en la concepción filosófica tradicional de la ciencia (cf. Laudan 1977, p. 202). Según tal principio, las explicaciones sociológicas tienen cabida únicamente cuando no es posible dar una explicación acudiendo a la racionalidad de las creencias científicas. Sólo cabría, pues, una sociología del error. Algo, sin embargo, que ya había sido rechazado el propio Merton.

Hay aspectos innegables –y que pocos filósofos rechazarían– en lo que el principio de simetría implica: la verdad no se explica por sí misma, o dicho de otro modo, para explicar los caminos por los cuales un individuo o un grupo de individuos ha llegado a sostener una creencia, no basta con decir que ésta es verdadera a los ojos del que intenta dicha explicación. Ni siquiera basta con decir que los individuos que la sostienen la consideran verdadera. Afirmar que la teoría cuántica es (aproximadamente) verdadera no explicaría en absoluto cómo llegó a ser aceptada por la comunidad científica o qué procesos intervinieron en su aceptación. En tal sentido, puede darse la razón a Woolgar en que la opinión que el sociólogo o el filósofo tenga de la verdad o falsedad de las creencias sustentadas por los científicos no debe modificar el tipo de explicación a dar en cada caso, atribuyendo unas a factores racionales y otras a factores sociales.

Ahora bien, no es tan claro que pueda extenderse esto a la opinión sobre la racionalidad o irracionalidad de las mismas, como Bloor pretende. Una creencia considerada como completamente irracional por el investigador, como la de alguien que crea que todo el mundo conspira contra él cuando se da la vuelta, probablemente solo puede ser explicada acudiendo a la locura. Sin embargo, la locura no puede ser una explicación satisfactoria de creencias consideradas racionales, como mi creencia en que ha llovido si veo el suelo mojado. Si no excluimos de antemano las razones como causas capaces de explicar ciertas creencias, podríamos decir, en contra del principio de simetría, que las creencias racionales serían simplemente aquellas que pueden ser explicadas mediante razones y las irracionales las que no pueden serlo.

Y en efecto, no hay por qué reducir los factores explicativos a causas puramente sociales, ni siquiera a causas "externas". Las razones también pueden ser causas de nuestras creencias. La reducción de las causas de éstas a factores "externos" de tipo social, económico, etc. es, como señala Niiniluoto, un añadido que no se sigue de los cuatro principios del Programa Fuerte. Ahora bien, una vez que se reconoce que las razones pueden ser causas de nuestras creencias, hasta un internalista podría asumir la aplicabilidad de los cuatro principios del Programa Fuerte al estudio de la ciencia. Bastaría con que creyera que las creencias científicas son racionales y pueden ser explicadas siempre acudiendo a razones. Hay, finalmente, como base de estas dificultades, una ambigüedad (que Bloor no solventa) en la expresión ‘el mismo tipo de causas’, empleada en la formulación del principio de simetría. A lo que se añade la ausencia de una explicación detallada de cómo los intereses sociales causan las creencias individuales (cf. Niiniluoto 1999, cap. 9, Laudan 1996, cap. 10 y Brown 2001, cap. 6).

El Programa Fuerte en sociología de la ciencia abrió las puertas a nuevas propuestas, cada vez más radicales, comprometidas todas ellas con el supuesto de que el contenido y la aceptación de la validez del conocimiento científico eran analizables mediante recursos estrictamente sociológicos. Solo que ahora, a diferencia de lo que se hacía en el Programa Fuerte, los factores sociales no estarán influyendo desde fuera, sino que son inseparables de los cognitivos, impregnando a la ciencia desde dentro en todas sus manifestaciones. El contexto social exterior al laboratorio no es el que debe ser tenido principalmente en cuenta, sino el que se da dentro del propio laboratorio durante el desarrollo cotidiano del trabajo de investigación. Será, pues, el enfoque microsociológico el más adecuado para su estudio. Esos factores, además, se considerarán como determinantes de la construcción de los hechos y de las teorías por parte de los científicos, y no como meros causantes de ciertas creencias. Dicho de otro modo, no es que los intereses sociales influyan en la ciencia, es que la ciencia misma es una construcción social, como pueda serlo el mito o la magia. La ciencia carece de cualquier privilegio epistémico.

De entre estas nuevas propuestas han tenido particular repercusión las realizadas a partir de estudios etnográficos del trabajo en los laboratorios. Y a su vez, la obra clave en este campo ha sido Laboratory Life, de Bruno Latour y Steve Woolgar, publicada en 1979 (la otra gran obra, que no comentaremos, es The Manufacture of Knowledge, de Karin Knorr-Cetina, publicada en 1981).

El propósito de Latour y Woolgar, tal como lo exponen ellos mismos al comienzo de su obra, es estudiar a los científicos que trabajan en un laboratorio del mismo modo que un antropólogo estudiaría una tribu de Costa de Marfil, es decir, escrutando cuaderno en mano sus "rituales" y sus "mitos". Para ello eligieron al equipo de investigadores que dirigía Roger Guillemin en el Salk Institute for Biological Studies de Texas. Su trabajo de campo duró desde el 1975 a 1977. Se da la circunstancia además de que Guillemin obtuvo en 1977 el premio Nobel por haber realizado la investigación que describen Latour y Woolgar, a saber, la determinación de la estructura molecular de la hormona de liberación de la tirotropina.

Latour y Woolgar argumentan que un hecho científico (como que la estructura del factor (u hormona) liberador de la tirotropina (TRF o mejor TRH) es Piro-Glu-His-Pro-NH2) y, en general, lo que cuenta como realidad para la ciencia es el resultado de una construcción social en los laboratorios. Son las negociaciones entre los científicos las que hacen que algo sea un hecho, las que constituyen el objeto mismo. ("Afirmamos que el TRF es completamente una construcción social" (Latour y Woolgar (1986), p. 152). Con esto no están diciendo que la ciencia sea un fraude, ni pretenden negar que los hechos científicos sean hechos sólidos y fiables. En esto el constructivista social sería tan firme como el positivista, con el que comparte más de lo que parece. Lo que sucede es que los hechos y la realidad no pueden ser aducidos para explicar por qué los científicos resuelven sus controversias. Y la razón es que la realidad externa es la consecuencia y no la causa del trabajo científico; los hechos son el producto y no el desencadenante de la controversia misma (cf. pp. 181-182). La realidad se define precisamente como el conjunto de enunciados que es demasiado costoso modificar (cf. p. 243). (Para una crítica de los argumentos de Latour y Woolgar en Laboratory Life, véase Brown 2001, pp. 137-141).

Estas tesis dejan ver claramente por qué se denomina ‘constructivismo social’ a las ultimas tendencias en sociología de la ciencia. En obras posteriores, Woolgar ha reforzado este constructivismo social de carácter idealista, según el cual "la representación da lugar al objeto" (cf. Woolgar 1991, p. 99). Latour, por su parte, ha propuesto no privilegiar el polo social sobre el natural. Ampliando el principio de simetría, cree ahora frente al Programa Fuerte que, en lugar de explicar lo natural por lo social, habría que explicar lo natural y lo social en los mismos términos y a partir de los mismos procesos (cf. Latour 1992 y 1993). Este constructivismo generalizado, que incluye tanto a la naturaleza como a la sociedad como objetos construidos en inseparable amalgama (cuasiobjetos, en terminología de Michel Serrés), es, según Latour, más coherente que el constructivismo social, que se limita a ser constructivista con respecto al mundo natural pero es realista con respecto al social. No existiría tal separación entre el polo social y el polo natural, ambos se presentarían siempre en redes imbricadas y con ambos habría que contar para analizar el conocimiento científico. La reintroducción del polo natural, de los objetos no sociales, en el análisis no significaría, sin embargo, una vuelta a posiciones no sociologistas o no relativistas. Todo lo contrario, "[e]l occidental –escribe Latour– puede creer que la ley de la gravedad es universal […] de la misma forma que los bimin-kuskumin de Nueva Guinea pueden creer que ellos son la humanidad entera, pero éstas son creencias respetables que la antropología comparada ya no está obligada a compartir." (Latour 1993, p. 176).

En una línea también constructivista, merece la pena mencionar los estudios sobre el cierre de controversias científicas, realizados entre otros por Harry Collins, de la Universidad de Bath (Inglaterra), y Trevor Pinch, de la Universidad de Cornell (EEUU). La idea central que inspira estos estudios aparece recogida en el Empirical Programme of Relativism (EPOR), propuesto por Collins. En este enfoque, al menos como planteamiento metodológico "el mundo natural no desempeña ningún papel, o uno muy pequeño, en la construcción del conocimiento científico" (Collins 1981, p. 3). Las controversias entre los científicos no acaban, pues, porque los hechos (o los experimentos) den la razón a unos y se la quiten a otros. Por el contrario, los hechos son los que el cierre de la controversia determina que son. Los datos empíricos, los resultados experimentales pueden ser interpretados de muy diversas maneras, de modo que nadie puede apelar a los hechos establecidos experimentalmente para dirimir la disputa. Lo que está en cuestión en la controversia es justamente cuáles son esos hechos, y hasta que no se ha cerrado la controversia en torno a una interpretación posible de los resultados no hay hechos unánimemente aceptados (v. g. la controversia sobre la fusión en frío, o sobre la detección de ondas gravitacionales, o sobre la detección de neutrinos solares. Cf. Collins y Pinch 1993). Dicho de otro modo, no se cree en una hipótesis científica porque ésta haya sido vista por todos como verdadera, sino que es verdadera porque todos han decidido creer en ella. Dada esta infradeterminación empírica de las controversias científicas, éstas se cierran mediante negociaciones en las que intervienen de forma determinante las circunstancias sociales en las que se sitúan los participantes en la controversia y el manejo que estos hagan de las mismas. La sociología de la ciencia debe realizar un análisis microsocial sobre los mecanismos concretos que se despliegan en las negociaciones y permiten decidir el cierre de las controversias. (Para una crítica de estas tesis es también útil Brown 2001 y Koertge (ed.), 1998).

Este rápido recorrido no nos permite hacer un balance justo de los logros y las debilidades que encierran todas estas propuestas, pero algo hemos de decir sobre ello, aun a riesgo de parecer demasiado expeditivos. Como resumen de lo que ha pretendido, y para muchos ha conseguido, la investigación de estos años en sociología de la ciencia pueden valer muy bien las siguientes palabras del sociólogo de la ciencia Sal Restivo:

Esta investigación ha puesto en cuestión, al menos, el carácter único de las racionalidades empleadas en la ciencia; ha sugerido al menos que la fiabilidad, la validez, la verdad y la objetividad son logradas en la ciencia (como institución social específica) del mismo modo en que son logradas en la actividad epistémica general en cualquier organización o cultura; y ha mostrado que el rigor no es una condición sine qua non de la ciencia: es parte del ciclo de la investigación, y puede coexistir en el mismo campo de investigación –e incluso en el mismo proyecto o dominio de problemas– con conceptos y métodos no rigurosos. Los estándares de rigor y de validez están histórica y culturalmente situados. Y a menudo el relajamiento en los cánones del rigor es una condición para resolver problemas intratables, para desarrollar nuevos enfoques con los que evitar los obstáculos, y, en general, para conseguir que se hagan las cosas. Generalmente, los estándares de rigor, validez, racionalidad, etc., son establecidos por, o están asociados con, la ortodoxia y la autoridad. Y no debemos olvidar el interés que los científicos tienen como profesionales –como trabajadores– en las estrategias demarcacionistas. Admitir que los científicos tienen intereses y objetivos ideológicos y profesionales, e ignorar estos factores en beneficio de algún tipo de modelo idealista de la investigación solo oculta las realidades sociales complejas que ligan el descubrimiento y la validación con cuestiones de estatus, poder y prestigio, que hacen que la "corrección" cognitiva sea dependiente del contexto, y que conectan las teorías, los métodos y la organización social. (Restivo 1997, p. 66).

Sin embargo, un problema general que presentan estos enfoques sociológicos, señalado repetidamente por filósofos e historiadores de la ciencia, es la falta de justificación científica (y no se olvide que la sociología de la ciencia quiere ser una ciencia de la ciencia) del supuesto principal del que se parte, a saber: que solo los factores sociales o externos bastan para dar cuenta del modo en que se desarrolla la investigación científica; o dicho de otro modo, que la evidencia empírica y las razones empleadas en la argumentación o son prescindibles o son reductibles en última instancia a fenómenos sociales. De la afirmación difícilmente contestable de que la ciencia es una institución social, se pasa, habitualmente, de forma inmediata y discutible, a la tesis de que "cualquier evaluación o crítica de la ciencia es una evaluación o crítica de relaciones sociales, de poder y control sociales, de las tensiones entre fuerzas sociales conservadoras y transformadoras, y de valores." (Restivo 1997, p. 69).

El finlandés Ilkka Niiniluoto ha expresado bien esta queja común a los racionalistas cuando escribe:

Cualquier marco comprensivo para los estudios sobre la ciencia debe reconocer que las opiniones de las comunidades científicas pueden depender de una variedad de diferentes tipos de factores –entre ellos las razones ‘internas’, los argumentos, los prejuicios, los errores, la comunicación persuasiva, e influencias sociales ‘externas’. El hecho de que los sujetos del conocimiento científico estén siempre socialmente situados no excluye su interacción con los objetos de conocimiento. […] [L]a tarea de una teoría de la ciencia debería ser proporcionar un modelo plausible que mostrara dónde y cómo pueden jugar un papel en la práctica científica los factores externos. (Niiniluoto 1999, p. 259).

3. Ciencia y género

Dentro de los estudios sociales sobre la ciencia ocupa un lugar central la filosofía feminista de la ciencia o epistemología feminista. Algunos de los nombres más destacados en este campo son los de Sandra Harding, Donna Haraway, Helen Longino, Evelin Fox Keller y Lynn Hankinson Nelson.

Es notorio el hecho de que las mujeres no están aún adecuadamente integradas en la profesión científica. A pesar de que en los últimos años el número de mujeres que estudian alguna ciencia ha crecido paulatinamente y tiende a igualar al de los hombres, su representación en los puestos de relevancia profesional es todavía muy escasa.

En el caso español, por ejemplo, mientras que en el año 2000 el número de mujeres investigadoras que trabajaban en I+D rondaba el 33%, sólo el 4% de los catedráticos en ingenierías y en disciplinas tecnológicas eran mujeres y en ciencias de la salud no superaban el 9%. Y, con todo, la situación en España no es de las peores en Europa. Evidentemente, ésta ha sido una de las situaciones más denunciadas por el feminismo y uno de los temas analizados originalmente por la filosofía feminista de la ciencia. Pero en la actualidad sus pretensiones teóricas van mucho más allá de la mera denuncia sociológica de las barreras que encuentran las mujeres en su carrera científica y del intento de reparación de esta situación injustificable. La epistemología feminista asume que los valores no cognitivos o contextuales (en este caso los valores de género) influyen en el lenguaje de la ciencia, en las metáforas, en los problemas elegidos, en los métodos de investigación y de justificación de las teorías, en los fines perseguidos e incluso en el propio contenido de las teorías científicas.

Esto es particularmente claro, según sus tesis, en las ciencias sociales y en la biología, pero afecta a todas las ciencias. Las teorías científicas no son axiológicamente neutrales, sino que están cargadas de valores. Puesto que además están infradeterminadas por la evidencia empírica, es decir, puesto que los mismos hechos son compatibles con teorías diversas y no bastan para determinar la elección de una de ellas frente a las otras, estos valores de género –junto con otros valores contextuales– marcarán también las decisiones de los científicos a la hora de seleccionar teorías. No se trata, por tanto, (al menos desde los enfoques prevalecientes dentro de los estudios feministas) de que se haga ‘ciencia mala’ debido a prejuicios machistas que hay que corregir, sino que la ciencia tal como la conocemos, tanto la buena como la mala, ha estado y está impreganada por estos prejuicios propios del varón blanco de clase media, que es el que habitualmente la ha hecho. Dentro del feminismo se ha llegado a especular incluso con la posibilidad de una ciencia feminista, es decir, una ciencia distinta a la actual ciencia androcéntrica (cf. Longino 1987).

Una buena parte de la filosofía de la ciencia feminista ha centrado su atención en la comunidad científica como tal, contraponiéndose así al individualismo de la epistemología tradicional que se centraba en el científico como agente del conocimiento. La ciencia es vista como un conocimiento situado en un contexto social y cultural del que no puede sustraerse, y en ese contexto los valores androcéntricos son los predominantes. La ciencia, pues, ha sido practicada en concordancia con dichos valores, e incluso contribuye a mantenerlos, lo cual dificulta la incorporación de la mujer en ella.

Las aportaciones a la cultura que defiende la ciencia –escribe Harding– sólo pueden hacerse por yoes transhistóricos que reflejan una realidad de entidades exclusivamente abstractas; por una forma administrativa de interacción con la naturaleza y con otros investigadores; mediante formas impersonales y universales de comunicación, y con una ética de elaboración de reglas para adjudicaciones absolutas de derechos contrapuestos entre los elementos de prueba autónomos desde el punto de vista social (es decir, independientes de los valores). Éstas son exactamente las características sociales necesarias para llegar a generizarse como hombre en nuestra sociedad. (Harding 1996, p. 205).

Entre los apoyos aducidos en favor de estas tesis está el uso de ciertas metáforas e imágenes en la ciencia. El lenguaje, presente ya en Bacon, que subraya el carácter de la ciencia como poder dominador, que habla de forzar a la Naturaleza para arrancarle sus secretos, de descubrir el velo que la oculta, e incluso de esclavizarla, es un lenguaje que ha sido habitual en la historia de la ciencia y que encierra una carga sexista evidente. Sandra Harding llega a calificarlas como metáforas de violación y tortura, y, llevando las cosas a un extremo que le ha costado numerosas críticas, se pregunta por qué no iba a ser tan iluminador llamar a las leyes de Newton "manual de violación de Newton" como llamarlas "mecánica de Newton" (cf. Harding 1996, p. 100).

Pero no es sólo la retórica con la que se ha justificado a la ciencia en el pasado la que porta esa carga sexista. La ciencia actual sigue utilizando metáforas cargadas igualmente de prejuicios de género. Una de ellas es la metáfora de la reproducción que describe al espermatozoide como activo y luchador y al óvulo como receptor pasivo que se limita a ser transportado y a esperar la llegada del espermatozoide. Esta metáfora –de uso común según se nos dice en diversos textos de la epistemología feminista– revela un enfoque machista del proceso reproductivo, y además no se tiene ya en pié a pesar de que sigue siendo usada, puesto que ha sido desmentida por la propia investigación biológica. El complejo y activo papel que desempeña el óvulo en la fecundación e incluso en la guía del espermatozoide hasta él y en su fijación ha sido ya ampliamente establecido. Así expone Keller el asunto:

Consideremos […] los modos en que se ha representado el proceso de la fecundación biológica. Hace veinte años el proceso podía ser descrito eficaz y aceptablemente en términos evocadores del mito de la Bella Durmiente (por ejemplo, penetración, conquista y despertar del óvulo llevados a cabo por el espermatozoide) precisamente por la consonancia de esta imagen con los estereotipos sexuales prevalecientes […]. Hoy en día una metáfora diferente ha llegado a parecer más útil y claramente más aceptable: en los libros de texto contemporáneos es más probable que la fecundación aparezca descrita en el lenguaje de la igualdad de oportunidades (definida, por ejemplo, como "el proceso por el cual el óvulo y el espermatozoide se encuentran el uno al otro y se funden" […]). Lo que fue una metáfora socialmente eficaz hace veinte años, ha dejado de serlo, en gran medida gracias a la dramática transformación de las ideologías de género que ha tenido lugar en el ínterin. (Keller 1995, p. XII).

Desde posiciones críticas con la epistemología feminista se ha respondido que la metáfora del espermatozoide activo y el óvulo pasivo proviene de textos divulgativos y no se puede encontrar en publicaciones científicas de carácter profesional, ni siquiera en el pasado, ya que, de hecho, el papel activo del óvulo fue reconocido en dichas publicaciones desde los primeros estudios sobre la fecundación en las décadas iniciales del siglo XX (cf. Gross 1998). No obstante, lo cierto es que uno de los estudios iniciales del que proviene el ejemplo (Martin 1991) afirma estar basado en el análisis de diversos manuales de biología usados por los estudiantes de medicina de la Universidad Johns Hopkins en los Estados Unidos y cita también algún abstract científico.

Además de al lenguaje y a las metáforas, los prejuicios de género afectan en algunos casos al contenido mismo de las hipótesis que se proponen en la ciencia. Esto no las convierte necesariamente en falsas, pero sí que impide o dificulta la aparición y consideración detenida de hipótesis alternativas. Un ejemplo de ello muy citado también en la literatura feminista sería el de la hipótesis del "hombre-cazador" en antropología (cf. Longino 1990, cap. 6).

Según dicha hipótesis el desarrollo inicial de la tecnología estuvo basado en la fabricación de instrumentos para la caza por parte de nuestros ancestros machos. De ahí que el camino que tomó la evolución humana, como por ejemplo la disminución del tamaño de los dientes caninos debido a su menor importancia, la bipedestación como modo de mejorar la caza o el aumento de la inteligencia ligada a la habilidad manual, estuviera marcado por las actividades consideradas como propiamente masculinas. La presión selectiva se ejercía sobre la capacidad para desempeñar adecuadamente esas actividades.

Aunque su formulación explícita es de finales de los 60, la idea fue sostenida por el propio Darwin en el Origen de las especies. Sin embargo, esta hipótesis obedece a un estereotipo sexual que ha sido privilegiado tradicionalmente y que ha propiciado que no se tomen suficientemente en cuenta otras explicaciones alternativas de la evolución humana.

Por ejemplo, una hipótesis que ha sido propuesta a mediados de los 70 es la de la "mujer-recolectora". Según esta hipótesis son las actividades desarrolladas por nuestras antepasadas femeninas las que llevaron el peso de nuestra evolución. Cuando nuestros antepasados ocuparon la sabana fue la labor de las mujeres en la recolección y preparación de alimentos y el cuidado de los hijos, con la fabricación de los correspondientes utensilios para esas tareas, el elemento sobre el que se ejerció la mayor presión selectiva. De modo que el aumento de la inteligencia habría venido propiciado por la necesidad de realizar de modo cada vez más eficiente esas tareas desempeñadas por las mujeres.

Al considerar este ejemplo, Helen Longino afirma que no se trata de que la primera hipótesis sea falsa debido a sus prejuicios machistas y la segunda verdadera por todo lo contrario. En su opinión, los datos del registro fósil no permiten realizar una elección definitiva entre la una y la otra, ya que ambas poseen un grado similar de adecuación empírica, y en principio tan respetable y acorde con la buena ciencia es la primera como la segunda.

Pero lo que puede decirse es que la primera hipótesis –que es la preferida de muchos científicos– está cargada de valores androcéntricos que son transpuestos desde nuestra cultura actual al comportamiento de los primeros representantes del género homo. Esta carga valorativa quizás habría permanecido oculta si no surge como contraste la segunda hipótesis, con la carga contraria de valores ginocéntricos, que son también transpuestos al pasado. En cambio, Sandra Harding va más allá. Ella sostiene que desde cualquier perspectiva y con los datos en la mano la segunda hipótesis debe considerarse como preferible a la primera (cf. Harding 1996, pp. 90-1).

Dentro del feminismo hay orientaciones diversas que también se plasman en la filosofía feminista de la ciencia. Harding ha ofrecido una clasificación que ha hecho fortuna (cf. Harding 1996, cap. 1). Según Harding, los estudios feministas sobre la ciencia pueden situarse en tres enfoques diferentes y hasta enfrentados en algunos aspectos: el empirismo feminista, el punto de vista feminista y el postmodernismo feminista.

El empirismo feminista, defendido, por ejemplo, por Longino y por Nelson, se caracteriza por pensar que los sesgos sexistas de la investigación científica pueden eliminarse con una correcta aplicación de las normas metodológicas de la ciencia y con un cambio en el lenguaje. Desde este enfoque se considera, pues, que cabe un punto de vista objetivo y desprejuiciado en lo que respecta al género al que la ciencia debe aspirar. La ciencia mejoraría en tanto lograra eliminar los prejuicios de género, sean del tipo que sean.

El segundo enfoque, el del punto de vista feminista, en cambio, rechaza de plano esta pretensión. Basándose en la teorización hegeliana sobre la relación amo-esclavo y en el marxismo, sostiene que el punto de vista femenino, en tanto que propio de un grupo oprimido, ofrece una perspectiva mejor que el punto de vista masculino ya que se trata de una perspectiva menos parcial y menos perversa y, por tanto, privilegiada.

Aplicado a la ciencia, esto significa que las mujeres poseen una capacidad mayor para captar ciertos aspectos de la naturaleza y de la vida social, en particular los que se refieren a la situación social de la mujer. Una ciencia hecha por mujeres podría ser, por tanto, una ciencia mejor que la que tenemos actualmente, hecha fundamentalmente por hombres. Las mujeres, según este enfoque, poseen un estilo cognitivo diferente al de los hombres. Mientras que el de éstos es abstracto, teórico, analítico, cuantitativo, deductivo, orientado hacia el control y el dominio, el de las mujeres es concreto, práctico, sintético, cualitativo, intuitivo, orientado hacia el cuidado.

La ciencia ha privilegiado históricamente el estilo cognitivo masculino y por eso el femenino es menospreciado y marginado dentro de ella, pero en realidad el estilo cognitivo femenino es superior porque elimina la separación entre objeto y sujeto de conocimiento y porque es éticamente preferible el cuidado a la dominación (cf. Anderson 2003). El postmodernismo feminista, representado por Donna Haraway y la propia Harding (quien inicialmente defendió el punto de vista feminista), rechaza los dos planteamientos anteriores. Ni es posible una objetividad carente de sesgos sexistas ni existe un punto de vista femenino único que incluya a mujeres de diferentes razas, clases sociales, culturas u orientaciones sexuales. No existe ‘la mujer’, hay mujeres. No hay un gran metarrelato que sirva para representar a todas las mujeres, hay sólo pequeños relatos parciales y diversos sobre mujeres en situaciones concretas. Los conceptos de ‘mujer’ y ‘feminidad’ son conceptos construidos socialmente "mediante proyectos de dominación masculina" (Harding 1996, p. 150). De tal modo que pretender que hay un punto de vista propio de la mujer, un carácter femenino universal, es afianzar viejos tópicos machistas.

No obstante, en los últimos años los límites entre estos enfoques han tendido a difuminarse y han surgido nuevas orientaciones. Desde posiciones postmodernistas se ha reconocido la necesidad, para la promoción de la propia causa feminista, de aceptar que es posible la adquisición de un conocimiento fiable sobre el mundo. Desde el punto de vista feminista se ha admitido que no puede "esencializarse" lo femenino y que las diversas circunstancias sociales pueden producir puntos de vista muy diferentes en las mujeres, aunque no se acepta que la fragmentación de la que habla el feminismo postmoderno llegue hasta el extremo de invalidar el concepto de ‘mujer’ como categoría analítica. El empirismo feminista, por su parte, parece más dispuesto a coincidir con las otras posturas en que el sujeto cognitivo está irremediablemente situado y que un cierto punto de vista feminista, aunque plural, es necesario para contrarrestar los prejuicios machistas existentes en el tratamiento de algunos problemas científicos (cf. Anderson 2003).

Conviene saber también que no todas las feministas comparten las tesis básicas subyacentes en la epistemología feminista y la filosofía de la ciencia feminista. Susan Haack, por ejemplo, las ha criticado duramente y afirma que una "epistemología feminista" es algo que suena tan incongruente como una "epistemología republicana", e incluso el proyecto le parece peligroso, ya que promueve una politización de la investigación (cf. Haack 1998, p. 124 y 131). Según Haack, la epistemología feminista (y con ello parece referirse básicamente a la orientación que Harding llama ‘punto de vista feminista’), en lugar de socavar los prejuicios sexistas, los refuerza en la medida en que se mantiene que hay una visión femenina de las cosas y que ésta en menos racional o menos lógica que la masculina. Algunos estudios empíricos recientes dan la razón a Haack en este punto. De ellos se sigue que, frente a lo que habían pretendido otros estudios anteriores, no parece haber diferencias significativas entre niños y niñas en el desarrollo moral, en el valor que conceden a su autonomía, en sus capacidades cognitivas y emocionales, en su necesidad de poder, en su capacidad sexual o en su hostilidad (cf. Tavris 1992). Por otra parte, Haack no cree que el punto de vista del oprimido sea siempre un punto de vista epistémicamente privilegiado, ya que precisamente la situación de opresión suele conllevar un control de la información por parte del opresor, lo que deja al oprimido con un conocimiento más limitado de la situación. Éstas son críticas de la que puede escapar, sin embargo, la epistemología feminista que niega la existencia de un estilo cognitivo propiamente femenino y privilegiado, es decir, tanto el empirismo feminista como el postmodernismo feminista.

Una crítica más general contra la epistemología feminista es la que señala que los casos estudiados suelen limitarse a la biología y a las ciencias sociales, donde pueden introducirse más fácilmente prejuicios de género, pero son muy escasos y poco convincentes en lo que se refiere a la física, la química o las matemáticas. Desde el feminismo se contesta que, aunque en estas ciencias los prejuicios sean menos detectables, también existen. Por el momento, sin embargo, hay que admitir con los críticos que los casos estudiados resultan mucho menos plausibles que los referidos a la biología o a las ciencias sociales. Harding ha afirmado que, en realidad, lo que importa es mostrar que en estas ciencias sí existen tales prejuicios porque son precisamente las ciencias sociales las que constituyen el modelo de lo que es hoy la ciencia, siendo la física un caso especial (cf. Harding 1996, p. 40). Ni que decir tiene que esta afirmación es rechazada por los críticos.

4. La respuesta anti-relativista. Las Guerras de la Ciencia

Varios filósofos de la ciencia de orientación racionalista, como Larry Laudan o Susan Haack (cf. Laudan 1977, cap. 7 y 1996, cap. 10, Haack 1998, cap. 6), pero especialmente filósofos realistas, como W. H. Newton-Smith, León Olivé, Mario Bunge, Roger Trigg, Christopher Norris, Ilkka Niiniluoto, Ronald Giere o James R. Brown (cf. Newton-Smith 1987, Olivé 1988, Bunge 1991 y 1992, Trigg 1993, Norris 1997, Niiniluoto 1999, Giere 1988 y 1999 y J. R. Brown 2001), han presentado diversas objeciones a las tesis defendidas desde la Nueva Sociología de la Ciencia. No debe sorprender que un objetivo central de estas críticas haya sido el relativismo explícito con el que éstas están comprometidas. Como reconoce Woolgar:

El programa fuerte de la sociología del conocimiento científico atrajo una gran atención, no porque propusiera un análisis sociológico de materias que anteriormente habían sido objeto de la filosofía –el contenido y la naturaleza del conocimiento científico, sino porque enfatizaba la relatividad de la verdad científica. Ello suponía que al conocimiento científico ya no se le podía seguir considerando sencillamente como algo ‘racional’, que la aplicación de la ‘razón’ ya no garantizaba la ‘verdad’, etc. (Woolgar 1991, p. 68).

Dedicaremos unos últimos párrafos a una réplica especial que ha alcanzado una gran notoriedad y que resulta sumamente ilustrativa de la situación en la que se encuentra en estos momentos el ambiente intelectual creado por los estudios STS. Me refiero a las denominadas ‘Guerras de la Ciencia’, que han enfrentado recientemente a destacados miembros de la academia, sobre todo en los Estados Unidos, si bien se han visto muy implicadas la filosofía y la sociología de la ciencia francesas.

En pocas palabras puede decirse que lo que ha estado y está en discusión es si el constructivismo social y la negación del papel de la argumentación y la evidencia empírica que se ha realizado desde los estudios STS permite dar una explicación aceptable del modo en que funciona la ciencia en realidad. Algunos científicos han participado activamente en la polémica para oponerse a las tesis constructivistas, lo que ha provocado que se vea aquí, erróneamente en mi opinión, una nueva manifestación de la separación entre las dos culturas, la humanística y la científica (cf. Diéguez 2000). Y digo erróneamente porque las cosas son más complejas y en cada bando enfrentado pueden encontrarse tanto científicos como humanistas.

El origen de la polémica se sitúa en la publicación en 1994 del libro del biólogo Paul R. Gross y del matemático Norman Levitt titulado Higher Superstition. The Academic Left and Its Quarrels with Science. El libro era una crítica bastante ácida de las tesis relativistas y constructivistas defendidas por ciertos autores norteamericanos de orientación izquierdista y postmoderna pertenecientes al campo de los estudios STS. En él se afirmaba que este sector de la academia norteamericana era hostil a la ciencia, y no solo por los efectos perjudiciales de la tecnología sobre el medio ambiente, sino por la presentación que la ciencia hace de sí misma como conocimiento objetivo y metodológicamente justificado.

Pocos meses después, en ese mismo año, Alan Sokal, profesor de física en la Universidad de Nueva York comprometido políticamente con la izquierda, envió a la revista Social Text un artículo titulado "Transgressing the boundaries: Toward a transformative hermeneutics of quantum gravity". La revista Social Text es un órgano habitual de expresión en el ámbito de los estudios culturales y sociales. Está editada por la Universidad de Duke, y en ella publican con asiduidad autores considerados como postmodernistas. Casualmente estaba por entonces preparando un número especial –bajo el título empleado aquí por primera vez de ‘Las Guerras de la Ciencia’– en respuesta al libro de Gross y Levitt, y el artículo de Sokal parecía encajar perfectamente en tal proyecto.

Un artículo escrito por un físico que, ya desde el mismo título, utilizaba el vocabulario típico de los estudios sociales sobre la ciencia y que en su contenido daba la razón a los que sostenían que la ciencia era un discurso entre otros.

Un artículo que negaba, con apoyo de la física, la existencia de una realidad independiente; que afirmaba que el conocimiento científico, lejos de ser objetivo, era un reflejo de la ideología dominante y que carecía de cualquier privilegio epistemológico; que aseguraba que el psicoanálisis lacaniano había sido confirmado por la teoría cuántica de campos; que hablaba de la historicidad del número p y de la constante de gravitación G; y que defendía la necesidad de unas nuevas matemáticas que fueran verdaderamente emancipatorias. Era un respaldo importante, y el artículo fue finalmente aceptado y publicado en dicho número, que apareció en 1996. Este número incluía además trabajos de figuras tan relevantes en los estudios STS como Sandra Harding, Hilary Rose y Steve Fuller.

El escándalo se desató cuando Sokal envió una carta a los editores de Social Text para explicarles que su artículo había sido una parodia de los trabajos realizados habitualmente en los estudios STS por autores postmodernistas y que cualquier estudiante de física o matemáticas habría podido darse cuenta de los absurdos que contenía. Los editores se negaron a publicar la carta y Sokal la envió a la revista Lingua Franca, donde finalmente se publicó. El asunto adquirió tal magnitud, gracias sobre todo a su difusión por Internet, que aparecieron comentarios en algunos de los más importantes diarios del mundo, y se le dedicó una editorial en el New York Times.

Las respuestas no se hicieron esperar, y fueron muy variadas. El engaño de Sokal despertó las simpatías de muchos científicos y filósofos que vieron en él una demostración de la falta de criterio y de rigor imperante, al menos por el momento, en el campo de los estudios sociales sobre la ciencia, lo cual descalificaba sus resultados. Los que se sintieron engañados o injustamente ridiculizados, sin embargo, denunciaron la falta de honestidad de Sokal y minimizaron las consecuencias de su engaño, que solo habría probado que en ocasiones fallan los sistemas que deben controlar la calidad y seriedad de los trabajos publicados en una revista, o como mucho, que el entusiasmo político puede conducir a errores de juicio. Latour llegó a acusar a Sokal en Le monde de querer buscar en la cultura francesa un nuevo enemigo tras el fin de la guerra fría. El debate sobre lo que el engaño de Sokal probaba o no probaba estaba, pues, servido.

El propio Sokal ha sido modesto en sus pretensiones. En su opinión, el mero hecho de la publicación de su artículo sólo prueba "que los editores de una revista bastante marginal fueron negligentes en sus deberes intelectuales publicando un artículo sobre física cuántica que, según admiten, no podían entender, sin molestarse en consultar la opinión de alguien que conociese la física cuántica, solo porque provenía de un ‘aliado convenientemente acreditado’." (Sokal 1998, p. 11). Pero esto no es lo importante, según Sokal. Lo importante es el contenido mismo del artículo. Si el artículo es un sinsentido, lo es por lo que dicen los textos de autores postmodernos citados en él, ya que lo único que añade Sokal a esos textos es un argumento (también absurdo) capaz de darles cierta unidad a todos ellos.

Ciertamente sería descabellado afirmar que el caso Sokal ha mostrado la completa vaciedad de los estudios STS, entre otras razones porque, como dijimos al principio, estos estudios no se agotan en las orientaciones relativistas, constructivistas o postmodernas. Ni tampoco son iguales todos los relativistas, constructivistas o postmodernistas. No es lo mismo el relativismo metodológico del Programa Fuerte, que tiene una base realista, que el relativismo ontológico o constructivismo social extremo de algunos filósofos postmodernos, que no la tiene. No obstante, creo que Sokal ha conseguido mostrar que, dentro de estas orientaciones, una cierta retórica revestida de un lenguaje oscuro, y un apoyo decidido a determinadas tesis "políticamente correctas" desde el punto de vista de una cierta izquierda, son capaces de ocultar la carencia de argumentos y el encadenamiento de pifias científicas. Y haber hecho esto no es poco, porque precisamente estas orientaciones burladas por Sokal comenzaban a dominar en el campo de los estudios STS como si ya no hubiera más alternativas. Ha sido saludable que encontraran un contrapeso, tal como lo fue en su momento que lo encontrara el Neopositivismo. Quizás de este modo se pueda percibir mejor que los estudios STS no tienen por qué identificarse con ellas y lo deseable que sería que, tal como reclama Philip Kitcher (Kitcher 1998), estos estudios hicieran justicia tanto a los aspectos socio-históricos de la ciencia como a los aspectos realistas y racionalistas. Algo similar es lo que aparentemente piensa Sokal cuando comenta:

Las presunciones epistemológicas de los Estudios sobre la Ciencia son una desviación de los asuntos que motivaron en principio los Estudios sobre la Ciencia, a saber: el papel social, económico y político de la ciencia y de la tecnología. […] Pero los que practican los Estudios sobre la Ciencia no están obligados a persistir en una epistemología equivocada; pueden abandonarla y continuar con la seria tarea de estudiar a la ciencia. Quizás, con la perspectiva de unos cuantos años, las actuales "Guerras de la Ciencia" resultarán haber marcado ese punto de retorno. (Sokal 1998, p. 18)

James R. Brown destaca también como resultado de la polémica el haber puesto de relieve que las actitudes favorables o críticas frente al conocimiento científico no se corresponden con actitudes políticas de derecha o de izquierda (cf. Brown 2001, pp. 24-28). En todo caso, sea lo que sea lo que Sokal haya probado, su engaño ha tenido la virtud de fomentar una discusión intelectual de sumo interés acerca de la objetividad del conocimiento científico y del papel de la ciencia en el conjunto de la cultura; una discusión que, pese a las airadas reacciones iniciales, ha obligado a unos y otros a pulir los argumentos propios y a buscar mejores respuestas para los del contrario. Aunque solo sea por eso, la parodia ha merecido la pena.

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Antonio Diéguez

Publicado en el libro: Diéguez, A. y J. M. Atencia (Ed.) (2004) Tecnociencia y cultura a comienzos del siglo XXI, Málaga: Universidad de Málaga.

Partes: 1, 2
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