La razón de Estado frente al nuevo orden político internacional (página 3)
Enviado por Francisco Garc�a-Pimentel Ruiz
En otro texto, sin hablar expresamente de la solidaridad, se plantea la misma necesidad, a la luz también ahora de la interdependencia insoslayable de las naciones. Esta exige un incremento paralelo de colaboraciones en la solidaridad, la cual tropieza, sin embargo, con gravísimos obstáculos.
Las relaciones entre los distintos países, por virtud de los adelantos científicos y técnicos, en todos los aspectos de la convivencia humana, se han estrechado mucho más en estos últimos años. Por ello, necesariamente la interdependencia de los pueblos se hace cada vez mayor.
Así, pues, los problemas más importantes del día en el ámbito científico y técnico, económico y social, político y cultural, por rebasar con frecuencia las posibilidades de un solo país, afectan necesariamente a muchas y algunas veces a todas las naciones.
Sucede por esto que los Estados aislados, aun cuando descuellen por su cultura y civilización, el número e inteligencia de sus ciudadanos, el progreso de sus sistemas económicos, la abundancia de recursos y la extensión territorial, no pueden, sin embargo, separados de los demás, resolver por sí mismos de manera adecuada sus problemas fundamentales. Por consiguiente, las naciones, al hallarse necesitadas, las unas de ayudas complementarias y las otras de ulteriores perfeccionamientos, sólo podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente al provecho de los demás. Por lo cual es de todo punto preciso que los Estados se entiendan bien y se presten ayuda mutua.
Aunque en el ánimo de todos los hombres y de todos los pueblos va ganando cada día más terreno el convencimiento de esta doble necesidad, con todo, los hombres, y principalmente los que en la vida pública descuellan por su mayor autoridad, parecen en general incapaces de realizar esa inteligencia y esa ayuda mutua tan deseadas por los pueblos. La razón de esta incapacidad no proviene de que los pueblos carezcan de instrumentos científicos, técnicos o económicos, sino de que más bien desconfían unos de otros. En realidad, los hombres y también los Estados se temen recíprocamente. Cada uno teme, en efecto, que el otro abrigue propósitos de dominación y aceche el momento oportuno de conseguirlos. Por eso los países hacen todos los preparativos indispensables para defender sus ciudades y territorios, esto es, se rearman con el objeto de disuadir, así lo declaran, a cualquier otro Estado de toda agresión efectiva
La razón común de todos estos obstáculos consiste en el olvido de la ley moral objetiva y universal, provocado por el egoísmo, y, en última instancia, en el olvido de Dios, causado por el materialismo de la vida contemporánea.
Entretanto, en las naciones más ricas los hombres, insatisfechos cada vez más de la posesión de los bienes materiales, abandonan la utopía de un paraíso perdurable aquí en la tierra. Al mismo tiempo, la humanidad entera no solamente está adquiriendo una conciencia cada día más clara de los derechos inviolables y universales de la persona humana, sino que además se esfuerza con toda clase de recursos para establecer entre los hombres relaciones mutuas más justas y adecuadas a su propia dignidad. De aquí se deriva el hecho de que actualmente los hombres empiecen a reconocer sus limitaciones naturales y busquen las realidades del espíritu con un afán superior al de antes. Todos estos hechos parecen infundir cierta esperanza de que tanto los individuos como las naciones lleguen por fin a un acuerdo para prestarse múltiple y eficacísima ayuda mutua
Prolongando la línea expositiva de Juan XXIII, el Concilio Vaticano II advierte con satisfacción que la conciencia de la solidaridad universal constituye uno de los más destacados signos de nuestros tiempos. Pero denuncia al mismo tiempo el contraste que se da entre esta conciencia generalizada y la falta de solidaridad que sigue aquejando al mundo de hoy.
Entre los signos de nuestro tiempo hay que mencionar especialmente el creciente e ineluctable sentido de la solidaridad de todos los pueblos. Es misión del apostolado seglar promover solícitamente este sentido de solidaridad y convertirlo en sincero y auténtico afecto de fraternidad. Los seglares deben ser, además, conscientes del campo internacional y de los problemas y soluciones, así doctrinales como prácticos, que en él se producen, sobre todo respecto a los pueblos en vías de desarrollo.
Y continúa, sin embargo, señalando:
Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas.
El Vaticano II, para el cual «el sentido de la solidaridad internacional» es uno de los valores positivos de la cultura contemporánea, plantea la cuestión en el plano colectivo de las relaciones entre los pueblos, pero sin olvidar el sentido personalista y la responsabilidad individual que en conciencia impone el ejercicio de la solidaridad. El Vaticano II, como Juan XXIII y luego Pablo VI, no insiste de forma expresa en la motivación teológica, porque la supone. Acentúa, en cambio, las motivaciones sociológicas y económicas del ejercicio de la solidaridad para todo hombre, sobre todo para el cristiano, quien debe comunicar a la cooperación internacional una orientación definida hacia el retorno creciente a la solidaridad.
Forma excelente de la actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la colaboración que individual o colectivamente prestan en las instituciones fundadas o por fundar para fomentar la cooperación entre las naciones. A la creación pacífica y fraterna de la comunidad de los pueblos pueden servir también de múltiples maneras las varias asociaciones católicas internacionales, que hay que consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados los medios que necesitan y la adecuada coordinación de energías. Las eficacia en la acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de equipo. Estas asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del sentido universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a la formación de una conciencia de la genuina solidaridad y responsabilidad universales.
Es de desear, finalmente, que los católicos, para ejercer como es debido su función en la comunidad internacional, procuren cooperar activa y positivamente con los hermanos separados que juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y también con todos los hombres que tienen sed de auténtica paz
El Vaticano II ha denunciado la acción antisolidaria de varios factores de la vida contemporánea, entre los cuales enumera «las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las ideologías».
Tanto los mensajes de Pio XII y Juan XXIII como el Concilio Vaticano II son ideas que nos parecen hoy más necesarias que nunca. La brecha económica que divide a los países desarrollados con aquéllos en vías de desarrollo es hoy más grande y más infranqueable que nunca, pues la velocidad de desarrollo que permiten el mercado mundial y la tecnología a los países con alto grado de bienestar económico, los separa cada vez más de la realidad que viven los países con dificultades económicas.
Esta situación se agrava actualmente con los problemas que se han suscitado en los años. Enfrentamientos bélicos, guerras culturales, enconos religiosos. Problemas que no hacen sino remarcar las diferencias que obstaculizan una actitud solidaria de alcance universal, porque en vez de favorecer la unión por la igualdad substancial, provocan el distanciamiento y el odio por diferencias accidentales. «Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas». Estas fuerzas son de distinta índole. Las hay políticas, religiosas, económicas, culturales e incluso étnicas.
La solución a estos problemas parece clara: «Hay que apostar por el ideal de la solidaridad frente al caduco ideal del dominio», porque sabemos que el bien de todos nos favorece a todos. Hay que apostar por el bien común.
La creciente interacción entre las naciones y la cada vez más abismal separación cultural y económica entre los países no parecen ser sino los polos opuestos de una realidad global que se define por sus contradicciones: un mundo cada vez más cercano, pero cada vez más dividido; que trata de olvidar los conflictos raciales para imbuirse en la indiferencia entre culturas.
Lejos de lamentarnos, horrorizarnos o indignarnos de forma hipócrita por estas realidades tan disímiles, nos ocupa la urgente necesidad de hacerles frente. En el ámbito internacional, sobre todo los gobernantes deben de estar abiertos a una realidad hoy innegable: el verdadero desarrollo de una nación no puede llevarse a cabo sin el desarrollo paralelo de todas las demás, porque la interacción y la interdependencia –económica, comercial, cultural– entre países es cada vez más acusada y hoy, más que nunca, los países del orbe son definitivamente necesarios entre sí. La sociedad de sociedades es una realidad, y todos somos verdaderamente responsables de todos.
Visto todo lo anterior, no nos queda más que reafirmar algunas ideas clave, que nos demuestran el protagonismo real que debe tener la solidaridad en el ámbito de las relaciones humanas en todas sus dimensiones.
Hemos observado la importancia de la solidaridad para el buen desarrollo de las personas en sociedad. Hemos hecho hincapié sobre los efectos positivos que deben de derivarse de una correcta disposición para la solidaridad universal. Pero nos hace falta hacer el acotamiento en este estudio sobre las consecuencias que, a contrario sensu, se desprenden de la falta de solidaridad entre los hombres.
La culpa de las estrecheces actuales… deriva de la falta de solidaridad de los hombres y de los pueblos entre sí». El supuesto bienestar que logran los hombres cuando, a fuerza de derribar a los otros, de utilizarlos como simples escalones para alcanzar la ilusión de éxito, de olvidarlos en la desdicha, de ignorarlos en la pobreza, de sumirlos en la ignorancia, es sólo una desdichada farsa de poder y comodidad que tiene sumida a la sociedad en un estancamiento fétido de intereses personales que ha relegado al olvido la confianza entre los hombres. El desarrollo momentáneo que consiguen los países cuando explotan a otros, o dejan de ayudarles, o propician su subdesarrollo, o se enfrentan en guerra y vencen, es sólo un espejismo efímero de bienestar material, pervertido de egoísmo y deshumanización.
¿Acaso no es obvio al ojo observador que la falta de solidaridad no conduce a otra cosa que al aletargamiento de la civilización y la falta de desarrollo conjunto de todos los hombres? La falta de solidaridad no sólo afecta a los necesitados, o a los países en desarrollo, o a los ignorantes. La falta de solidaridad se revierte en contra nuestra, y nos afecta tan directamente como a los más necesitados. Ser solidarios con los demás, podemos decir, es ser solidarios con nosotros mismos, pero de una manera genuina, legítima. Preocuparnos por nosotros y por los nuestros es lícito, pero no a costa de los demás, sino de la mano de los demás, colaborando con el desarrollo de todos.
Primero en la familia, luego en la comunidad; más tarde en la sociedad o más allá de nuestras fronteras. El desarrollo de todos es también mi desarrollo; el bien de todos es también mío.
La solidaridad debe ser verdadera, tangible, cierta. Debe ser activa, perseverante, constante. «No es posible confundirla con un vago sentimiento de malestar ante la desgracia de los demás. (…) La solidaridad, en el compromiso del hombre y de la mujer, es un servicio a aquellos cuyas vidas y destinos están ligados estrechamente entre sí». La solidaridad es entrega y, por tanto, diametralmente opuesta al deseo egoísta, que impide el verdadero desarrollo.
Por eso hemos dicho: la solidaridad es unión, mientras que el egoísmo es aislamiento. La solidaridad favorece el desarrollo; el egoísmo, la pobreza. La solidaridad aprovecha los bienes, los distribuye, los comparte, los multiplica; el egoísmo, los corrompe, los hace estériles, los pervierte para hacer de los bienes plataformas de podredumbre, de riquezas desbordantes de inutilidad y vergüenza. Para la solidaridad, homo homini amicus, homo homini frater; para el egoísmo, homo homini lupus.
Esa solidaridad; esa disposición permanente de colaborar con el bien común; la misma que une, hermana y desarrolla a los hombres, no es algo extraño a nosotros, ni es un ideal inalcanzable, no. La solidaridad es parte de nosotros, está en la naturaleza misma del ser humano y se relaciona directamente con su también naturalísima tendencia social.
Es este sentido, podemos decir que las tendencias humanas que se oponen a la solidaridad son no sólo negativas, sino también antinaturales; son señales patológicas en una persona que no reconoce la dignidad de la persona humana ni se ha dado cuenta, ciego de avaricia, de que todos somos verdaderamente responsables de todos. Así como la solidaridad nos humaniza; la falta de ella nos pervierte, nos aleja, nos hace negar nuestra propia naturaleza.
Oponerse a la solidaridad es oponerse a la naturaleza social del hombre, y equivale a afirmar que uno es autosuficiente, que no necesita de otros, que los otros no le merecen, que no le debe nada a nadie. No escuchar el llamado a la solidaridad es una acción que desvirtúa al ser humano para convertirlo en un ser solitario, egoísta; fuera de la realidad; lejano de los otros hombres, duro de corazón: profuso para exigir, pobre para ofrecer. Querer olvidar la solidaridad y observar con los brazos cruzados las necesidades de los que nos rodean es un síntoma de un profundo egoísmo, una irreparable ceguera o una asombrosa ingratitud.
El ser humano es un ser social: necesita de otros y los otros necesitan de él. Con esto, ¿quién puede negar la necesidad inmediata de la solidaridad verdadera en todos los hombres? Ya sean jurídicos, ya sean filosóficos, ya sean morales los argumentos que se esgriman a favor de ella, cualquier hombre que acepte a la justicia como la constante y perpetua disposición de dar a cada quien lo que por derecho le corresponde sabrá, por lo mismo, observar en la solidaridad una verdadera exigencia de la justicia misma y un llamado urgente de caridad universal.
Dentro de todas estas consideraciones, es necesario remarcar la necesaria conexión que se ha de establecer entre la Solidaridad como principio social y la Razón de Estado como aplicación del poder que se deriva de la misma sociedad. En el tercer capítulo abordaremos tal conexión, después de repasar algunos de los cambios que se han suscitado en el Estado moderno a partir de la Globalización.
LA RAZÓN DE ESTADO FRENTE AL ORDEN GLOBAL DEL SIGLO XXI
1. LA REORGANIZACIÓN DEL PLANETA.
El avance de la capacidad tecnológica del hombre y el creciente mercado internacional han transformado al mundo entero en una intrincada red de posibilidades abiertas al mundo entero y, con esto, los problemas se han multiplicado.
De alguna manera, junto con los enormes beneficios culturales, económicos, políticos y humanos, una serie de problemas laten silenciosos bajo el inmenso océano de la fascinación moderna. Una guerra con un país al otro lado del mundo puede comenzar en unas horas, y los núcleos terroristas encuentran la forma de secuestrar aviones para derribar uno o dos castillos capitalistas. Las fronteras se han olvidado. Las antiguas marcas medievales –y aún las post wesfalianas– son insuficientes para retener los embates ideológicos de las personas.
A partir de la primera guerra mundial –y acaso desde mucho antes- se podría prever la realidad que hoy se anida en nuestros periódicos. La guerra en bloque utilizada en aquella ocasión parecía querernos preparar para el pan de todos los días en el siglo XXI. A partir de la creación de la ONU, el plano político ha adquirido una nueva dimensión que aspira a la universalidad y se aproxima cada vez más al fenómeno de la globalización. ¿Quién hubiera pensado hace cien años que un delegado de España tendría voz y voto en decisiones que afectaran a una aldea de Oceanía? Las facultades que la sociedad internacional organizada otorga a los representantes de los Estados abren la puerta a una política internacional mucho más compleja y mucho más solidaria.
Efectivamente, el mundo se encuentra cara a cara con una encrucijada histórica de proporciones atlánticas. Prever lo que le espera al mundo no es cosa fácil. Sin embargo existen diversas ideas que se asoman ya entre los teóricos del Estado, y que trataremos de analizar sucintamente, para que nuestro estudio pueda arrojar una posible luz sobre el tema específico que nos ocupa, que es la Razón de Estado.
Por primera vez en la historia de la humanidad, observa Yehezkel Dror, la acción humana tiene la capacidad de ejercer influencia sobre fenómenos globales críticos para la supervivencia humana (…) Los Estados por sí solos son inadecuados para actuar como unidades de acción eficaces. Los grandes desafíos planteados por los procesos del siglo XXI requieren estructuras multiestatales que lleguen a la gobernabilidad regional y mundial.
He aquí, pues, que estamos enfrentados a una realidad ya inevitable: el Estado no se basta a sí mismo. El bien común en un Estado no se logra con sólo gobernar correctamente al Estado. La administración interna de un país depende cada vez más de las relaciones exteriores que existan para comercio, defensa, cultura, migración, etc. Incluso, la identidad nacional en los Estados se ha diluido un poco; acaso los seres humanos han enriquecido y alimentado la conciencia de una verdadera sociedad mundial, en la que se llevan a cabo intrincadas relaciones humanas; en la que existen distintos sectores y distintas clases sociales; una sociedad en la que los barrios toman forma de países, y las clases sociales se visten de continentes.
Pongamos, pues, que el mundo entero es –y cada día lo es más– una sociedad de sociedades; es una suerte de Estado habitado por Estados. Y, dado este caso, ¿quién será el gobernante de semejante monstruo? ¿quién podrá dirigir y administrar esta masa global de Estados–municipio que ocupan el mapa entero?
Dado que la sociedad crece en una especie de comunidad política metanacional, esta misma comunidad universal no es susceptible de abstraerse de la naturaleza misma de la sociedad humana, que ya analizamos y, en ese contexto, es su fin determinado buscar el bien común. En la búsqueda de un bien común mundial. La razón de Estado aparece, desde luego, con una figura metaestatal a la que el mismo Dror ha llamado Razón de Humanidad.
La Razón de Humanidad es una figura muy similar a la Razón de Estado, que observa la necesidad de ocuparse, en el devenir político cotidiano, por el bien común de todos los estados y no sólo el de uno de ellos. Podríamos pensar, al observar este concepto, que sería necesaria una persona con autoridad y dominio sobre la humanidad entera para poder hacer valer en la práctica el concepto de Razón de Humanidad.
La respuesta que, cuando se piensa en ello, primero viene a la cabeza es, por supuesto, la Organización de las Naciones Unidas, que a través de su Asamblea General, el Consejo de Seguridad y demás órganos, se encarga de perseguir sus objetivos, que son los siguientes:
1. Mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos, y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz;
2. Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otros medidas adecuadas para fortalecer la paz universal;
3. Realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión; y
4. Servir de centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar estos propósitos comunes.
Estos objetivos representan un esfuerzo plausible. Sin embargo, tal vez esta organización aún no tenga la fuerza y las herramientas para hacer las veces de gobernante global. El mundo es aún demasiado grande para ser un solo pueblo. La culturas, aunque cercanas, siguen siendo sumamente distintas en muchos de sus elementos, y es difícil lograr acuerdos de buena fe sobre asuntos como las guerras, la pobreza, los derechos humanos, el concepto de persona humana, la noción de libertad, los ideales de igualdad, etc.
De manera que aunque, efectivamente, se está llevando a cabo una reorganización esencial en el orden político internacional, ésta no parece apuntar, como observaremos en los párrafos subsiguientes, a una probable aldea global, sino a una organización mundial de meganaciones.
3. EL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL ESTADO PERMEABLE.
Los asuntos ya planteados han desatado una nueva discusión sobre la tendencia que siguen los estados modernos en lo que respecta a su organización. Samuel L. Huntington parece asomarse a una respuesta más realista al observar en el mundo las diferentes civilizaciones que lo ocupan, y que se hallan en cuadrantes culturales muy diversos, si no es que contradictorios.
A grandes rasgos, Huntington en su libro El Choque de Civilizaciones, observa un mundo organizado en grandes bloques culturales – chino, japonés, hindú, islámico, ortodoxo, occidental, latinoamericano y tal vez africano- que parece poco probable que puedan fundirse en una sola realidad cultural. Culturas sumamente disímiles como el mundo Islámico, El Occidental y el Oriental no podrán unirse debido a sus diferencias, y más bien el mundo tenderá a agruparse en estos sectores, que conformarán grandes Estados con un fundamento cultural.
Huntington termina el libro diciendo que el futuro de la paz y la civilización depende de la comprensión y cooperación entre los líderes políticos e intelectuales de las principales civilizaciones del mundo. En el choque de civilizaciones, Europa y los Estados Unidos pueden permanecer asociados o no. En el choque máximo, el verdadero choque, a escala planetaria, entre civilización y barbarie, también las grandes civilizaciones del mundo, con sus ricas realizaciones en el ámbito de la religión, el arte, la literatura, la filosofía, la ciencia, la tecnología, la moralidad y la compasión, pueden asociarse o seguir separadas. En la época que está surgiendo, los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial, y un orden internacional basado en las civilizaciones es la protección más segura contra la guerra mundial.
Al analizar a Samuel Huntington, se debe de aceptar que, en efecto, las diferencias entre estas culturas son de profunda raigambre, y han de oponerse de manera natural a una supuesta globalización, cuando ésta signifique, como hasta hoy ha significado, occidentalización.
Por si fuera poco, la realidad nos deja observar –afortunados observadores de esta transición histórica– que la organización por bloques se perfila para ser la nueva pauta en el orden mundial cotidiano en los siglos que vienen. La formación de la Unión Europea marca de tal manera un hito en la historia, que lo más probable es que sea un parteaguas fundamental en el desarrollo de ésta y de la humanidad misma. Incluso sus valores coinciden con las necesidades que señalamos en la presente tesis: La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres. Y aún en esta organización, el camino de la organización interna no ha sido fácil. Lo que hasta hace poco se desarrollaba de manera envidiable en el campo del Derecho Internacional, tuvo su primer gran descalabro con el rechazo del proyecto de Constitución Europea por varios Estados en el 2005. Esto no nos da cuenta del fracaso de la unión de los Estados para un fin común, sino de que los cambios no siempre son tan fáciles como quisiéramos.
Detengámonos un instante, para poder observar el orden mundial según hoy lo conocemos. Tal vez lo primero que podamos observar de él es que hoy, más que nunca, es un orden en constante cambio. Es un orden que encuentra su balance en el movimiento mismo, que a veces parece una danza y a veces se observa como un caos desordenado.
El contexto actual de política tiende cada vez más al pluralismo cultural (aún dentro de los Estados) y a la búsqueda de lo que se ha dado por llamar la tercera vía. La tercera vía, a decir de Anthony Giddens, es una suerte de punto intermedio, distinta el liberalismo absoluto del mercado Estadounidense, por un lado, y del comunismo soviético, por otro, es decir, opuesto propiamente a los extremismos ideológicos. Es un camino, en todo caso, más práctico y conciliador que trata de revolver los escombros ideológicos de la historia y, tras la guerra fría, opta por aprender de distintos puntos de vista sobre la política y el gobierno.
Por otro lado, como ya hemos señalado, no parece probable poder dar marcha atrás a la globalización. No podemos anular la globalización; está aquí para quedarse. La cuestión es cómo hacerla funcionar. En otras palabras, la sociedad internacionalizada exige por su propia naturaleza la existencia de organizaciones, instituciones y reglas que logren un orden verdadero.
Los intentos de lograr estas instituciones de carácter público internacional han dado algunos frutos dignos de tomar en cuenta, como la Organización de las Naciones Unidas, la Unión Europea o la Corte Penal Internacional. No podemos soslayar, sin embargo, los esfuerzos unificadores que han sorteado otras organizaciones internacionales de carácter no estatal, como la Cruz Roja, la Unión Postal Universal y la Alianza Mundial de la Juventud, entre otras muchas. Tal vez una de las mejores tesis sobre el gobierno del futuro se halle en la Unión Europea, que aún está por aprobar, como hemos visto, una constitución común y definir una gran cantidad de parámetros para el orden comunitario.
Una vez más, Europa sienta un precedente determinante en la historia. En el instante mismo en el que Estados Unidos se proponía adueñarse de la cultura, la política y los mercados internacionales, los europeos nos tienen preparada una muestra de la realidad más probable en los siglos que se avecinan.
Porque desde luego, los Estados, cuando se unen solidariamente, se hacen más fuertes. La mecánica de ayuda a los países de Europa con el fin de que todos tengan un nivel de vida similar que facilite el libre tránsito de capitales, bienes, personas y servicios es, según lo observamos, brillante.
Esto no significa, insistimos, que el Estado se acerque a su desaparición. No consideramos en ningún momento que esté pronto el fin del Estado. El tema tampoco es nuevo. Jesús Reyes Heroles realizó un brillante análisis del fenómeno de las mutaciones en el estado moderno:
La interrogante que guía este ensayo es la de saber si la crisis que la sociedad mundial padece –crisis de insólita magnitud- y que afecta con singular envergadura la estructura estatal de nuestros días, viene a demostrar la superación histórica, el rebasamiento del Estado Moderno. Si el conjunto de factores que dio lugar al nacimiento del Estado Moderno ha dejado de tener vigencia histórica, entonces esta estructura política se encuentra fosilizada, superpuesta a una realidad que no obedece e interpreta, sino restringe, limita y estorba; si por el contrario, esencialmente reinan los factores que originan el Estado Moderno y solamente han sufrido mutaciones, transformaciones que no alteran substancialmente su validez histórica, debe concluirse que el Estado Moderno es apto para expresar esas realidades y sólo requiere una adaptación o modificación que restaure su eficacia.
Tanto el estudio citado como una visión completa de todo lo mencionado, nos permiten afirmar que no parece que nos hallemos ante la destrucción o el fin temporal del Estado Moderno, sino ante una mutación de éste. El Estado mantiene sus elementos esenciales, pero para alcanzar los fines que lo animan, requiere de una transformación que le permita identificarse con su momento histórico y su latitud geográfica. Esta mutación puede distinguirse para su estudio en dos planos: por un lado, una mutación intrínseca, que se refiere a las bases cultural y funcional de los Estados y, por otro, una mutación extrínseca, que se observa en economía y en las relaciones entre diversos Estados.
Trataremos de profundizar en nuestra afirmación sobre estas mutaciones, analizando de forma comparativa la evolución del Estado. Hablemos en primer lugar de lo que hemos llamado mutación intrínseca. Esta podemos observarla en dos aspectos: el cultural y el funcional. El cultural es un aspecto interesante, relacionado de forma directa con el concepto de nación.
Hace mil años, los Estados eran pequeños, y en ellos existía unidad cultural, religiosa e incluso racial. A lo largo de la historia, la tensión entre la unificación y la fragmentación de los Estados ha vivido ciclos específicos. El Imperio Romano tuvo una unidad notable hasta su caída en los albores de la edad media. El Sacro Imperio Romano Germánico revivió los ideales unificadores de su antecesor, hasta que el nacimiento de los Estados modernos suscitó una nueva división territorial. Napoleón realizó un impresionante esfuerzo de unificación que no pudo trascender los siglos. Hoy la Unión Europea retoma el ideal histórico de la unidad occidental, esperando que la correcta organización y preparación le depare mejor suerte que los esfuerzos unificadores anteriores.
Hoy la unidad racial, religiosa y cultural es prácticamente inimaginable. En casi cualquier Estado observamos diversidad en los tres aspectos: la unidad nacional no está basada en estos conceptos –no puede ya estarlo- , sino en una identificación de valores que permiten una interacción humana sana.
Es por eso que en la estructura poblacional de los estados se va dibujando un nuevo rostro. Las facilidades actuales para la migración y la reducción en las tasas de natalidad de algunos países desarrollados han empujado hacia una movilización masiva de mano de obra que ha ido cubriendo los huecos poblacionales. La tolerancia se ha posicionado como un valor esencial para el desarrollo de cualquier sociedad, y la lucha por los derechos de las minorías ha librado grandes batallas, algunas de las cuales están aún por resolverse. Ejemplos abundan. Desde los migrantes mexicanos hasta los separatistas vascos, la unidad y la tolerancia aún son sólo ideales en muchos lugares del planeta.
El aspecto funcional es también decisivo y notoriamente evolucionado con respecto del Estado medieval y el moderno. Como ya señalamos, hoy es casi inconcebible y anacrónico un Estado cuyo sistema de gobierno o económico sea radical en sus fundamentos, ya sea capitalistas o totalitarios. A esto nos referíamos al hacer el comentario sobre la tercera vía. El Estado del siglo XXI es más práctico y conciliador; menos dogmático y radical. En un mundo plural que se regocija en la democracia, lo natural es que los gobiernos trabajen a favor de la población plural que les ha dado el poder, así como que los mismos grupos poblacionales tomen su lugar en los sitios en donde las grandes decisiones son tomadas.
La mutación intrínseca sumada de diversos Estados da por resultado una capacidad de interacción mayor en los mismos, pues cada vez más coinciden en diversos puntos de vista, encuentran ideales comunes y comparten bagaje cultural, racial y religioso en distintos niveles. De esta manera es más sencillo que la solidaridad se desarrolle entre los pueblos, puesto que es más asequible que, entre ellos, se observen como iguales.
La mutación extrínseca, por su parte, se expresa en dos términos: el económico y el político internacional. Hace mucho que los Estados no son ya unidades económicas autosuficientes. Incluso aquellas economías que han luchado durante siglos por mantener una política cerrada hacia el exterior, se encuentran en una grave disyuntiva con respecto de la globalización. Como ya hemos dicho, la globalización no parece ser una opción, sino una realidad establecida. El comercio internacional y los fondos internacionales nos hablan de una verdad clara en el terreno económico. Lo mismo podemos apuntar del aspecto político internacional (que desde luego no puede desvincularse del económico), que exige que los gobernantes no sean sólo brillantes administradores, sino preparados estadistas y diplomáticos.
En esta mutación extrínseca yace la nueva realidad permeable del Estado contemporáneo, y nos remite al nuevo orden internacional del que ya hemos estado hablando y que evidencia que el Estado se halla en un proceso de re-identificación, de re-conceptualización, de re-organización, de reestructuración e, incluso, de re-creación; pero no en un proceso de destrucción; no todavía.
4. LA RAZÓN DE ESTADO SOLIDARIA: UNA PROPUESTA PARA EL SIGLO XXI.
En el entorno mundial contemporáneo que hemos estado planteando, la razón de estado aparece de nuevo para llamar nuestra atención hacia una idea clave: la razón de estado cambia su forma cuando el Estado cambia su forma (quede claro que hemos dicho forma entendido como la forma accidental, y que la esencia del Estado y de la razón de estado siguen fijas en su fin, analizado en la segunda parte de este estudio).
Y si el Estado, como hemos dicho, ha cambiado su manera de interactuar con otros Estados, de manera que cada vez sus acciones tienen más injerencia sobre el bien común en otros Estados, ¿no estará la razón de Estado llamada a observar el bien común en un entorno más amplio; en un entorno, digamos, extensivo e incluso solidario?
El gobernante no puede perder conciencia de la realidad histórica. Por eso el uso de la razón de estado tiene, hoy más que nunca, alcances internacionales e incluso universales. Hacia allí apunta el estudio de Dror sobre la razón de humanidad, cuando observa el mundo como una gran sociedad, lo que parece ser el fundamento del sistema de seguridad colectiva en la ONU.
A fin de cuentas, el problema de la aplicación de la razón de estado internacional sigue siendo el mismo. ¿Cómo desvincular la razón de estado de intereses particulares? Los líderes políticos del mundo actual, por supuesto, velan por los intereses de sus países, y no han entendido que en una Razón de Estado Solidaria se halla la respuesta más clara a la búsqueda de un bienestar global, de paz y de cooperación.
Es por eso que proponemos este término, el de Razón de Estado Solidaria, para significar la evolución que ha vivido este concepto. El gobernante del siglo XXI debe aprender a ver en la Razón de Estado Solidaria un arma decidida en la lucha cotidiana por el bien común, y un recurso fuerte y legítimo en la defensa de los bienes de la sociedad humana.
Aún hoy, toman claro sentido las palabras de Pío XII manifestadas hace 60 años, en medio de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial:
Nosotros no queremos renunciar a la esperanza de que todos los pueblos que han pasado por la escuela del dolor habrán sabido aprender sus austeras lecciones. Nos confirman en esta confianza las palabras de los hombres que han experimentado con mayor intensidad los sufrimientos de la guerra y que han encontrado acentos generosos para expresar, junto con la afirmación de las propias exigencias de seguridad contra toda futura agresión, su respeto a los derechos vitales de los demás pueblos y su aversión contra toda usurpación de los mismos derechos. Sería vano esperar que este juicio prudente, dictado por la experiencia de la historia y por un alto sentido político, sea -mientras los ánimos están todavía incandescentes- generalmente admitido por la opinión pública o incluso solamente por la mayoría. El odio, la incapacidad de comprenderse mutuamente, ha hecho surgir, entre los pueblos que han combatido unos contra otros, una niebla demasiado densa para poder esperar que haya llegado ya la hora de que un haz de luz despunte para iluminar el trágico panorama a los dos lados de la obscura muralla. Pero sabemos una cosa, y es que llegará un momento, tal vez antes de lo que se piensa, en que unos y otros reconocerán que en definitiva no hay más que un camino para salir de la espesa red en la que la lucha y el odio han envuelto al mundo, esto es, el retorno a una solidaridad demasiado tiempo olvidada, una solidaridad no restringida a estos o a aquellos pueblos, sino universal, fundada en la íntima conexión de sus destinos y en los derechos que por igual les corresponden a todos .
Es por eso que las acciones de los gobernantes no pueden ignorar las dolorosas lecciones que la historia les ha brindado. El mundo no se puede dar el lujo de volver a ser regido por el egoísmo ciego de los Estados, ni puede dejarse vencer por el miedo y la incertidumbre de las fuerzas terroristas o por la utopía irreverente del anarquismo.
Los seres humanos en todo el mundo han renunciado en los últimos años a diversos derechos antaño considerados inalienables, como la privacidad, la libertad de tránsito y la seguridad jurídica, en nombre de la seguridad nacional y en nombre de un bienestar cada vez menos palpable. Los Estados desarrollados, que se hallan bajo sitio –sí, como hace mil años- se arman hasta los dientes para resistir los embates de los terroristas y otras potencias militares. Pero la estructura del mundo ha cambiado y hoy los embates no llegan siempre desde el exterior, sino que se anidan en la misma estructura plural y multicultural de las naciones.
Tal vez una de las nociones que puede poner freno a la escalada militar que se deriva de la actual espiral de violencia es la noción de la solidaridad: la seguridad que no estamos luchando solos en contra del mundo, sino que el mundo está del mismo lado, en contra del terror y la injusticia.
La Razón de Estado, pues, debe de convertirse paulatina pero decididamente en una Razón Solidaria. «Cuando -como todos lo deseamos- las disonancias del odio y de la discordia, que dominan la hora presente, no sean más que un triste recuerdo, madurarán con abundancia más copiosa todavía los frutos de esta victoria del activo y magnánimo amor sobre el veneno del egoísmo y de las enemistades».
La Razón de Estado Solidaria se encuentra enclavada en un tiempo de cambios vertiginosos, en que los Estados no pueden pretender ceguera ante una verdad fundamental, que hoy es una realidad casi olvidada en el entorno de las relaciones internacionales. Y esto es que, muy en el fondo, las relaciones internacionales siguen siendo, como lo han sido y serán siempre, esencialmente relaciones entre seres humanos.
CONCLUSIONES
PRIMERA. El estudio y discusión de la Razón de Estado tuvieron un amplio desarrollo durante los siglos XVI y XVII en Europa y, singularmente, en Italia, en donde una gran cantidad de autores ocuparon un lugar dentro del ambiente político que siguió a las tendencias reformistas de los protestantes.
SEGUNDA. Se ha insistido en distinguir dos tipos o formas de Razón de Estado, en función de los medios que utilizan y del fin que persiguen. Si el príncipe emplea la verdadera prudencia y las justas estratagemas para conseguir el bien público y privado de los súbditos en la adquisición y conservación del Estado, será buena; y, si quiere valerse del arte astuto y malicioso para su propio interés, será mala y reprobable.
TERCERA. Es nuestra opinión que la terminología que se refiere a la buena y la mala razón de Estado, ha sido cotidianamente mal utilizada en la teoría política clásica. Y ha sido mal utilizada porque se le ha querido dar el nombre de Razón de Estado a realidades que no lo son, sino que, al hacerse llamar de esta manera, buscan una legitimación social, aún cuando les faltan fundamentos políticos, filosóficos y morales.
CUARTA. El término de Razón de Estado ha sido de tal manera manipulado que parece ser una razón plena para la acción política o de gobierno en casi cualquier sentido. Por eso, si queremos relacionar las definiciones clásicas de Buena y Mala Razón de Estado con la Razón de Estado Verdadera, encontraremos que, sencillamente, la mala Razón de Estado no es, de ninguna manera, Razón de Estado; y la buena Razón de Estado es, por tanto, la única Razón de Estado aceptable tanto conceptual como doctrinalmente.
QUINTA. Por tanto, proponemos un concepto que, si bien no se opone del todo al concepto clásico de Razón de Estado, si procura precisar más sobre su naturaleza: Razón de Estado es la política y regla con la que se dirigen y gobiernan los asuntos que conciernen al logro y conservación del bien común del Estado.
SEXTA. Para comprender la Razón de Estado es necesario saber con precisión qué es el Estado. El Estado puede analizarse o conceptualizarse desde distintos puntos de vista, que apuntan a diferentes realidades de un mismo objeto sin contradecirse necesariamente. El Estado es una realidad a la que el historiador, el economista, el político y el jurista la definen desde sus respectivos miradores, y estos miradores no hacen sino observar distintas facetas de un mismo concepto.
SÉPTIMA. El concepto de Estado ha desarrollado, a lo largo de los años, una evolución errante que ha sufrido no pocas batallas ideológicas. Es por eso que consideramos, en algún sentido, peligroso establecer una definición que pretenda ser definitiva y excluyente. Sin embargo, nos arrojaremos a señalar una definición amplia y generalmente aceptada: Estado es la organización de un grupo social, establemente asentado en un territorio determinado, mediante un orden jurídico servido por un cuerpo de funcionarios y definido y garantizado por un poder público, autónomo y centralizado que tiende a realizar el bien común.
OCTAVA. Dentro de este estudio sobre los fines propios del Estado, nos parece obligado el detenernos a considerar la realidad final de todo Estado y de toda sociedad política, que es el Bien Común. El Bien Común es la plenitud ordenada de los bienes necesarios para la vida humana perfecta en el orden temporal.
NOVENA. La Razón de Estado debe de ejecutarse siempre dentro de los límites que marca la ley, dado que entendemos que la Razón de Estado debe de ordenarse al bien común, y que la seguridad y certeza jurídicas forman parte del mismo bien común. Por ello, la Razón de Estado que se opone a la ley con miras al bien común es, necesariamente, una Razón de estado cuyo fundamento es incongruente.
DÉCIMA. La ley positiva y legítima suele otorgar ciertas facultades discrecionales a los gobernantes. Tal es la discrecionalidad que debe de regirse por una Razón de Estado lógica, justa, congruente, razonada y razonable.
DÉCIMO PRIMERA. Dentro de todas estas consideraciones, es necesario remarcar la necesaria conexión que se ha de establecer entre la Solidaridad como principio social y la Razón de Estado como aplicación del poder que se deriva de la misma sociedad.
DÉCIMO SEGUNDA. La solidaridad es una relación entre seres humanos, derivada de la justicia, fundamentada en la igualdad, enriquecida por la caridad, en la cual uno de ellos toma por propias las cargas de el otro y se responsabiliza junto con éste de dichas cargas.
DÉCIMO TERCERA. La solidaridad puede existir en tres niveles distintos, según sea la persona a la que se dirige:
- Solidaridad entre individuos.
- Solidaridad con la sociedad.
- Solidaridad entre Estados o Naciones.
DÉCIMO CUARTA. La solidaridad en el ámbito internacional sólo es comprensible cuando se tienen por verdaderamente iguales en derechos todas las naciones, independientemente de su influencia económica o cultural dentro de un mundo que se inclina a favorecer la tan nombrada globalización.
DÉCIMO QUINTA. Podemos decir, con respecto de la realidad internacional, que la obligación de solidaridad es tan imperativa entre naciones como lo es entre individuos, dado que el campo de influencia de una solidaridad entre pueblos es mucho mayor, y las diferencias, sobre todo económicas, impiden la búsqueda libre del bien común en las naciones llamadas del tercer mundo, que están en vías de desarrollo.
DÉCIMO SEXTA. Por primera vez en la historia de la humanidad, la acción humana tiene la capacidad de ejercer influencia sobre fenómenos globales críticos para la supervivencia humana, los Estados por sí solos son inadecuados para actuar como unidades de acción eficaces. Los grandes desafíos planteados por los procesos del siglo XXI requieren estructuras multiestatales que lleguen a la gobernabilidad regional y mundial. Esta afirmación nos acerca a la realidad postmoderna que es hoy la clave de lo cotidiano.
DÉCIMO SÉPTIMA. El avance de la capacidad tecnológica del hombre y el creciente mercado internacional han transformado al mundo entero en una intrincada red de posibilidades abiertas al mundo entero y, con esto, los problemas se han multiplicado.
DÉCIMO OCTAVA. Dado que la sociedad crece en una especie de comunidad política metanacional, esta misma comunidad universal no es susceptible de abstraerse de la naturaleza misma de la sociedad humana, que ya analizamos y, en ese contexto, es su fin determinado buscar el bien común. En la búsqueda de un bien común mundial, la razón de Estado aparece, desde luego, con una figura metaestatal a la que el mismo Dror ha llamado Razón de Humanidad.
DÉCIMO NOVENA. El contexto actual de política tiende cada vez más al pluralismo cultural (aún dentro de los Estados) y a la búsqueda de lo que se ha dado por llamar la tercera vía. La tercera vía, a decir de Anthony Giddens, es una suerte de punto intermedio, distinta el liberalismo absoluto del mercado Estadounidense, por un lado, y del comunismo soviético, por otro, es decir, opuesto propiamente a los extremismos ideológicos. Es un camino, en todo caso, más práctico y conciliador que trata de revolver los escombros ideológicos de la historia y, tras la guerra fría, opta por aprender de distintos puntos de vista sobre la política y el gobierno.
VIGÉSIMA. Por otro lado, como ya hemos señalado, no parece probable poder dar marcha atrás a la globalización. No podemos anular la globalización; está aquí para quedarse. La cuestión es cómo hacerla funcionar. En otras palabras, la sociedad internacionalizada exige por su propia naturaleza la existencia de organizaciones, instituciones y reglas que logren un orden verdadero.
VIGÉSIMO PRIMERA. Los intentos de lograr estas instituciones de carácter público internacional han dado algunos frutos dignos de tomar en cuenta, como la Organización de las Naciones Unidas, la Unión Europea o la Corte Penal Internacional. No podemos soslayar, sin embargo, los esfuerzos unificadores que han sorteado otras organizaciones internacionales de carácter no estatal, como la Cruz Roja, la Unión Postal Universal y la Alianza Mundial de la Juventud, entre otras muchas. Tal vez una de las mejores tesis sobre el gobierno del futuro se halle en la Unión Europea, que aún está por aprobar, como hemos visto, una constitución común y definir una gran cantidad de parámetros para el orden comunitario.
VIGÉSIMO SEGUNDA. Esto no significa, según creemos, que el Estado se acerque a su desaparición. No consideramos, como algunos estudiosos opinan, que esté pronto el fin del Estado. No nos hallamos ante una destrucción, sino ante una mutación de éste. Esta mutación se lleva a cabo básicamente en dos aspectos. Por un lado, una mutación intrínseca, que se refiere a las bases cultural y funcional de los Estados y, por otro, una mutación extrínseca, que se observa en economía y en las relaciones entre diversos Estados.
VIGÉSIMO TERCERA. En el entorno mundial contemporáneo que hemos estado planteando, la Razón de Estado aparece de nuevo para llamar nuestra atención hacia una idea clave: la razón de Estado cambia su forma cuando el Estado cambia su forma (quede claro que hemos dicho forma entendido como la forma accidental, y que la esencia del Estado y de la razón de Estado siguen fijas en su fin, analizado en la segunda parte de este estudio).
PROPUESTA
Si el Estado, como hemos dicho, ha cambiado su manera de interactuar con otros Estados, de manera que cada vez sus acciones tienen más injerencia sobre el bien común en otros Estados, ¿no estará la razón de Estado llamada a observar el bien común en un entorno más amplio; en un entorno, digamos, extensivo e incluso solidario?
Es por eso que proponemos este término, el de Razón de Estado Solidaria, para significar la evolución que ha vivido este concepto. El gobernante del siglo XXI debe aprender a ver en la Razón de Estado Solidaria un arma decidida en la lucha cotidiana por el bien común, y un recurso fuerte y legítimo en la defensa de los bienes de la sociedad humana.
Establecido el término de Razón de Estado Solidaria, queda pendiente el desarrollo de un plan para hacer llegar al plano político internacional su concepto, validez y aplicación. El problema es que, debido a que la Razón de Estado es una figura que se debe de aplicar en caso de que la ley favorezca la discrecionalidad del gobernante, su auténtico entorno de aplicación próxima se halla en la conciencia de los gobernantes. Es por ello que consideramos que, más que promover leyes u organismos que estudien y sancionen el uso de la razón de estado, se debe de procurar el desarrollo de su estudio y comprensión por parte de los gobernantes, tal vez a través de programas de estudio y preparación académica. Consideramos que tal aplicación, sin embargo, debe de ser objeto de una tesis posterior y profunda sobre los medios necesarios para la concientización de los gobernantes en el tema de la Razón de Estado. El objeto de la presente tesis ha sido, sencillamente, plantear el concepto y sus alcances, con miras a un futuro más prometedor para los pueblos del mundo.
La Razón de Estado Solidaria se encuentra enclavada en un tiempo de cambios vertiginosos, en que los Estados no pueden pretender ceguera ante una verdad fundamental, que hoy es una realidad casi olvidada en el entorno de las relaciones internacionales. Y esto es que, muy en el fondo, las relaciones internacionales siguen siendo, como lo han sido y serán siempre, esencialmente relaciones entre seres humanos.
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D E D I C A T O R I A S
A Nuestro Señor Jesucristo y su Madre, que no han perdido nunca la paciencia.
A mis padres, a quien debo luz en la vocación; apoyo y confianza en el estudio y guía y ejemplo en deber. Las palabras siempre serán insuficientes.
A Luis, Mariana, Guillermo y Carmen. Por su apoyo silencioso.
A mis profesores, quienes supieron enseñarme mucho más que las nociones de derecho, justicia, estudio y prestigio profesional que han de encaminar mis pasos toda la vida.
A mis compañeros de toda la vida, que me han acompañado desde el ABC hasta la carrera que culmina con esta Tesis. Cuenten conmigo.
A los valientes que han sido y serán mis alumnos y alumnas: ustedes serán mis mejores profesores por el resto de mi vida.
Francisco García Pimentel Ruiz
GUADALAJARA, JALISCO, MÉXICO
2006
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