A pesar de que León había logrado olvidar a Emma "bajo otras ilusiones y apetencias que se le vinieron a superponer", al volver a verla, después de tres años de distancia, sintió resucitada su pasión. Como "a base de frecuentar compañías disipadas" había venido combatiendo su timidez, elaboró un plan para "intentar hacerla suya", y al rato se presentó en el hotel donde se hospedaba Emma "con esa audacia de los tímidos cuando deciden que nada se les ponga por delante". Divagaron filosóficamente, y "Emma insistió mucho en la mezquindad de los afectos terrestres y en eterno aislamiento que sepulta nuestros corazones". Ella no le dijo que había estado enamorada de Rodolfo ni él manifestó que ya la había olvidado. León le decía que la había recordado y que en muchos lugares y rostros le parecía verla; que le había escrito cartas, pero que las había roto. Emma se lamentó que "lo más triste, de todas maneras, es llevar una existencia tan inútil como la mía, ¿no le parece? Si al menos nuestros sufrimientos sirvieran de provecho para alguien, creo que eso nos compensaría y el sacrificio habría valido la pena". León sintió que "él mismo experimentaba una necesidad increíble de entrega que nunca había podido satisfacer". Emma reconoció que le hubiera gustado mucho ser hermana de la caridad y trabajar en un hospital. León anhelaba la paz de los sepulcros. Le confesó a Emma que siempre había estado enamorado de ella, y éste repuso que así lo había imaginado siempre. Él le propuso recomenzar su relación afectiva, pero se opuso arguyendo que ella ya estaba vieja y él tenía mucho futuro por delante. "¡Olvídese de mí! Encontrará tantas mujeres que le quieran y las que usted pueda querer…". Emma, además, le exigió que fuera sensato, a la vez que le expresó las "razones sobre las trabas que se oponían a su amor". Como León insistió, acordaron verse al día siguiente en la catedral de Notra Dame.
Muy ansioso, León acudió temprano a la cita con un ramo de violetas. Emma, que durante la noche había escrito una carta a León en la cual pondría fin a esa locura, trató de entregársela al momento de encontrarse, pero no lo hizo. Emma le advirtió que lo que iban hacer era una locura, pero León le aclaró que en París se hacía como la cosa más corriente. Abordaron un coche y se fueron sin rumbo fijo por las calles de Ruán, y dentro del carruaje se amaron… y al terminar Emma arrojó los pedazos de la carta…
A su regreso a Yonville, se enteró que su suegro había fallecido de un ataque de apoplejía, en Dorville, "en plena calle, a la puerta de un café, cuando salía de un banquete patriótico con antiguos colegas del ejército", a sus 58 años. Ilusionada como estaba con León, a Emma esta noticia no le causó ningún efecto. Sin sentir ninguna compasión por Calos, lo veía "como un ser mezquino, débil, anulado, un pobre hombre, se le mirara por donde se le mirara". La presencia de su esposo y de su suegra le estorbaban para el disfrute de su aventura. "Le hubiera gustado no oír nada ni ver a nadie, para que no le alteraran el saboreo recóndito de su amor, que iba diluyéndose a su pesar, bajo el influjo de aquellas sensaciones internas".
Acosada por las deudas y la audacia de Lheureux, le presentó a Carlos el borrador de una autorización a su nombre para manejar y administrar sus bienes, hacer empréstitos, firmar y endosar pagarés, abonar toda clase de cuentas. "Pero a renglón seguido añadió, con la mayor sangre fría del mundo, que tampoco se fiaba demasiado, que los notarios no tienen buena fama y que tal vez sería conveniente consultar a alguien más". Pero no sabía a quién acudir para que revisara el documento. Carlos, sin conocer las verdaderas intenciones de Emma, le propuso que se lo enviara a León. Emma le pidió que le permitiera viajar a Ruán. "-Te lo pido por favor. Déjame que vaya yo y me ocupe –dijo con tono de fingido tesón.
-¡Qué buena eres! –dijo Carlos, dándole un beso en la frente.
Al día siguiente, Emma tomaba La Golondrina, camino a Ruán. Las consultas con León le llevaron tres días.
Fueron tres días de plenitud, espléndidos. Una auténtica luna de miel…
¡Sin embargo, hubo que separarse! Los adioses fueron tristes.. Era a casa de madame Rolet adonde tenía que enviar las cartas; y le hizo unas recomendaciones tan precisas sobre el doble sobre, que León admiró grandemente su astucia amorosa".
León, que empezó a desatender su trabajo, leía y contestaba las cartas de Emma. Ansioso, decidió ir a visitarla a Yonville. Allí, en el jardín, se amaron… Ella prometió inventar una disculpa para ir a verlo a Ruán. Así que ella, hábilmente, logró convencer a Carlos para recibir clases de piano en Ruán. "Y así fue como se arregló para arrancarle a su marido el permiso para ir a la ciudad una vez a la semana a ver a su amante. Al cabo de un mes, la gente incluso llegó a decir que había hecho progresos considerables. Las visitas eran los jueves".
Cada vez que regresaba de los encuentros semanales con León, Emma se mostraba tolerante con Carlos, su suegra y Felicidad. Para justificarle a Carlos el pago de las supuestas clases de piano en Ruán, Emma elaboró un recibo falso a nombre de Feliza Lempereur, profesora de música. "A partir de ese día, su vida se convirtió en un amasijo de mentiras con el que envolvía su amor, para mejor esconderlo, como dentro de un velo. Mentir llegó a hacerse para ella una manía, algo necesario y hasta placentero, hasta el punto de que si decía que el día anterior había pasado por la acera derecha de una calle, lo más verosímil es que hubiera pasado por la izquierda".
Un jueves en que estaba nevando, Carlos le envió a Emma un abrigo a Ruán con el padre Bournisien. Cuando lo fue a entregar en La Cruz Roja, le dijeron que Emma iba muy poco por ese hotel. "Pero si el cura no había pedido explicaciones, otros podrían después mostrarse menos discretos. Por lo cual Emma creyó conveniente alojarse siempre en La Cruz Roja, de modo que las buenas gentes de su pueblo que la veían en la escalera no pudieran sospechar nada".
Un día, al salir del hotel Boulogne, en Ruán, Lheureux encontró a Emma con León del brazo. Emma sintió miedo. Pero el audaz comerciante no era tan estulto como para ir a contarlo; mejor le sacaría provecho de otra manera. Fue así que a los tres días se presentó en la casa de Emma a cobrarle la deuda, advirtiendo que con ella ya había tenido muchas consideraciones. "En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Emma, hasta entonces, sólo había pagado uno. En cuanto al segundo, el comerciante, a instancias de ella, había accedido a sustituirlo por otros dos, que a su vez fueron renovados aplazando mucho la fecha de su vencimiento. Después, sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados aún, a saber: las cortinas, la alfombra , la tela para las butacas, varios vestidos y varios artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos". Lheureux le propuso que vendiera la finca (producto de la herencia de Carlos) que tenía en Barneville. El comerciante se ofreció a buscarle comprador. Consiguió a Langlois, "que andaba detrás de la finquita hacía bastante". Ofreció mil francos. Emma recibió la mitad de esa suma. Con eso le anticipó a Lheureux parte de la deuda. Cuando recibió la otra cantidad, le siguió pagando a éste; pero los oscuros cálculos de él le hacían sentir que estaba echando el dinero en bolsillo roto. Sólo le canceló las tres cuartas partes de la deuda. Otro pagaré llegó a manos de Carlos, quien, para pagarle a Lheureux, debió recurrir a éste. El oportunista comerciante se comprometió a arreglara todo si Carlos le firmaba dos pagarés más, uno de ellos por valor de setecientos mil francos con plazo de tres meses. "Al día siguiente, al amanecer, Emma corrió a casa del señor Lheureux para pedirle que le hiciera otra cuenta que no sobrepasara los mil francos, pues para enseñar la de cuatro mil habría que decir que había pagado los dos tercios, confesar, por consiguiente, la venta del inmueble, negociación bien llevada por el comerciante y que no se conoció hasta mucho después". Como secuela de todos los gastos inútiles que estaba haciendo Emma para la casa, Carlos le retiró el poder a ésta, por sugerencia de su madre. El poder ardió en el fuego. Emma sonrió estruendosamente. "Le había dado un ataque de nervios". Carlos se preocupaba, pero su madre decía que todo obedecía a una farsa de Emma. "Pero Carlos, rebelándose por primera vez, salió en defensa de su mujer, de modo que la señora Bovary madre quiso marcharse. Al día siguiente se fue, y en el umbral de la puerta, como él tratase de retenerla, ella le replicó:
¡No, no! La quieres más que a mí, y tienes razón, es como debe ser. Pero ¡peor para ti!, ¡ya lo verás! ¡Consérvate bien!…, pues no estoy dispuesta, como tú dices, a venir a armar escándalos.
No por eso Carlos dejó de quedar muy avergonzado frente a Emma, pues ella no ocultaba el rencor que le guardaba por su falta de confianza; él tuvo que rogarle mucho para que accediera a tener otro poder, a incluso la acompañó a casa del señor Guillaumin para extendérselo por segunda vez, completamente igual al primero.
Lo comprendo dijo el notario; un hombre de ciencia no puede perder él tiempo en los detalles prácticos de la vida.
Y Carlos se sintió aliviado por aquella reflexión lisonjera que daba a su debilidad las halagüeñas apariencias de una preocupación superior".
El jueves siguiente, dentro de la habitación donde estaba con León, Emma rió, lloró, cantó, bailó, mandó subir sorbetes, quiso fumar cigarrillos. Esto le pareció extravagante a León, pero adorable, soberbio. "León no sabía qué reacción de todo su ser la impulsaba más a precipitarse en los gozos de la vida. Se volvía irritable, glotona, voluptuosa; y se paseaba con él por las calles con la frente alta, sin miedo, decía ella, de comprometerse. A veces, sin embargo, Emma se estremecía ante la idea súbita de encontrarse con Rodolfo; pues, aunque estuviesen separados para siempre, le parecía que no estaba completamente liberada de su dependencia".
Un jueves en la noche cuando Emma no regresó a Yonville, Carlos, desesperado y preocupado, fue a buscarla. Después de indagar por varios lugares de Ruán, la encontró en la calle cuando se dirigía en dirección contraria. Emma le mintió; todo quedó solucionado.
En la siguiente visita, León le contó que su jefe estaba descontento por las reiteradas ausencias e irregularidades en su trabajo. Emma no le dio importancia. "León tenía que contarle cada vez todo lo que había hecho desde la última cita. Pidió versos, versos para ella, un poema de amor en honor suyo; León nunca llegó a encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto de un almanaque.
Lo hizo menos por vanidad que por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; él iba convirtiéndose en la verdadera querida de Emma más de lo que ésta lo era de él. Emma tenía para él palabras tiernas y unos besos que le robaban el alma. ¿Dónde había aprendido aquella corrupción casi inmaterial a fuerza de ser profunda y disimulada?"
Un jueves que tenían que encontrarse Emma y León en el sitio acordado en Ruan, éste se demoró en llegar por estar departiendo con Homais. Luego de librarse de su empalagosa palabrería, corrió a verse con Emma, "y encontró a su amante presa de gran agitación". Estaba furiosa y lo rechazaba. León para calmarla se le arrodilló, "la abrazó por la cintura en actitud lasciva y suplicante". En ese instante vino a buscarlo Homais. En contra de sus deseos, León se fue con éste. Cuando regresó, Emma ya no estaba. "Acababa de salir desesperada. Ahora lo detestaba. Aquella falta a la cita le parecía un ultraje y buscaba otras razones para despegarse de él; era incapaz de heroísmo, débil, trivial, más blando que una mujer, además de avaro y pusilánime.
Luego, calmándose, acabó por descubrir que tal vez lo había calumniado. Pero la denigración de las personas a quienes amamos siempre nos aleja de ellas un poco. No hay que tocar a los ídolos; su dorado se nos queda en las manos.
Llegaron a hablar más frecuentemente de cosas indiferentes a su amor; y en las cartas que Emma le enviaba hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión debilitada que intentaba avivarse con todas las ayudas exteriores. Ella se prometía continuamente, para su próximo viaje, una felicidad profunda; después confesaba no sentir nada extraordinario. Esta decepción se borraba rápidamente bajo una esperanza nueva, y Emma volvía más entusiasmada, más ávida. Se desvestía brutalmente arrancando la cinta delgada de su corsé, que silbaba alrededor de sus caderas como una culebra que se escurre. Iba de puntillas, descalza a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, después con un solo gesto dejaba caer juntos todos sus vestidos; y pálida, sin hablar, seria, se dejaba caer contra el pecho de su amante con un prolongado estremecimiento.
Sin embargo, había en su frente cubierta de gotas de sudor frío, en sus labios balbucientes, en sus pupilas extraviadas, en sus abrazos, algo extremado, vago y lúgubre, que a León le parecía deslizarse entre los dos sutilmente, como para separarlos.
León no se atrevía a hacerle preguntas, pero al verla tanexperimentada, pensaba que ella había tenido que pasar todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco. Además, él se sublevaba contra la absorción, cada vez mayor, de su personalidad. Estaba resentido contra Emma por esta victoria permanente. Incluso se esforzaba por no quererla; después, al oír el crujido de sus botines, se sentía cobarde, como los borrachos a la vista de los licores fuertes.
Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda clase de atenciones, desde los refinamientos de la mesa hasta las coqueterías del traje y las languideces de la mirada. Traía de Yonville rosas en su seno, y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta; y, a fin de retenerlo más, esperando que el cielo tal vez le ayudaría, le puso al cuello una medalla de la Virgen. Se informaba, como una madre virtuosa, acerca de las compañías que frecuentaba. Le decía:
No los veas, no salgas, no pienses más que en nosotros; ¡ámame!
Ella habría querido poder vigilar su vida, y se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles. Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no rehusaría… Pero su orgullo se rebeló.
¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que me engañe, ¡qué me importa!, ¿es que me interesa?
Un día que se habían separado temprano y ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su convento; se sentó en un banco a la sombra de los olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos!
¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que trataba de imaginarse a través de los libros!…
¡No importa!, no era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?… Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella?
¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta.
Un estertor metálico se arrastró por los aires y en la campana del convento se oyeron cuatro campanadas. ¡Las cuatro! Le parecía que estaba allí, en aquel banco, desde la eternidad. Pero un infinito de pasiones puede concentrarse en un minuto, como una muchedumbre en un pequeño espacio"
Obnubilada por sus pasiones, Emma no pensaba en las deudas hasta que un enviado de monsieur Vinçart (que estaba en contubernio con Lheureux) le entregó "un pagaré de setecientos francos, firmado por ella, y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vinçart… Pero al día siguiente, a mediodía, Emma recibió un protesto; y a la vista del papel timbrado, donde aparecía varias veces y en grandes caracteres: LICENCIADO HARENG, UJIER EN BUCHY, se asustó tanto, que fue corriendo a toda prisa a casa del tendero. Emma fue hablar con Lheureux y le pidió espera. Emma le reclamó por incumplir la promesa de no endosar los pagarés. "Entonces Emma se enfureció, recordando la palabra que él le había dado de no endosar aquellos pagarés; él lo reconoció.
Pero yo mismo me he visto obligado, estaba con el agua al cuello.
¿Y qué va a pasar ahora? replicó ella.
¡Oh!, es muy sencillo, un juicio del tribunal, y después el embargo…; ¡no hay nada que hacer!
Emma se contenía para no pegarle. Le preguntó suavemente si no había manera de calmar al señor Vinçart.
¡Pues sí! Estamos listos, calmar a Vinçart; se ve que usted no lo conoce; es más feroz que un árabe.
Sin embargo, el señor Lheureux tenía que intervenir.
¡Escuche!, me parece que hasta ahora he sido bastante bueno con usted. Y abriendo uno de sus registros:
¡Mire!
Después, recorriendo la página con su dedo:
Vamos a ver…, vamos a ver… El 3 de agosto, doscientos francos… El 17 de junio siguiente, ciento cincuenta… 23 de marzo, cuarenta y seis… En abril…
Se detuvo como temiendo hacer alguna tontería.
Y no digo nada de los pagarés firmados por el señor, uno de setecientos francos y otro de trescientos. En cuanto a sus pequeños anticipos, a los intereses, es para no acabar, uno se pierde, ¡ya no quiero saber nada!
Emma lloraba, incluso le llamó "su buen señor Lheureux". Pero él se escudaba siempre en aquel bribón de Vinçart. Por otra parte, él no tenía un céntimo, nadie le pagaba ahora, lo explotaban, un pobre tendero como él no podía hacer anticipos.
Emma se callaba, y el señor Lheureux, que mordisqueaba las barbas de una pluma, se sintió, sin duda, preocupado por aquel silencio, pues dijo:
Si al menos uno de estos días tuviera algunos ingresos… yo podría…
Además dijo ella, en cuanto cobre lo de Barueville… ¿Cómo?…
Y al enterarse de que Langlois no había pagado todavía, pareció muy sorprendido. Después, con una voz melosa:
Y usted y yo podemos convenir, ¿dice usted?
¡Oh, lo que usted quiera!
Entonces él cerró los ojos para reflexionar, escribió algunas cifras, y declarando que se perjudicaría mucho, que el asunto era escabroso, y que se "sacrificaba", dictó cuatro pagarés de doscientos cincuenta francos cada uno, espaciados los unos de los otros en un mes de vencimiento.
¡Ojalá Vinçart se digne escucharme! De todos modos, esto está decidido, yo no pierdo el tiempo, soy claro como el agua.
Después le enseñó con indiferencia varias mercancías nuevas, ninguna de las cuales, según su parecer, era digna de madame.
¡Cuando pienso que tengo aquí un vestido a siete sueldos el metro, y buen tinte garantizado! ¡Sin embargo, hay quien se traga el anzuelo!, a la gente no se le cuenta la verdad, puede usted creerme queriendo por esta confesión de pillería para con los otros convencerla por completo de su probidad.
Después la llamó otra vez para enseñarle tres varas de guipur que había encontrado recientemente.
¡Es bonito!, decía Lheureux; se lleva mucho ahora para cabeceras de sillones, es la moda.
Y más pronto que un escamoteador envolvió la tela de guipur en un papel azul y la puso en manos de Emma.
Al menos, que yo sepa…
¡Ah!, después replicó él, dándole la espalda.
Aquella misma noche Emma instó a Bovary para que escribiera a su madre a fin de que le enviase enseguida todo lo que le quedaba de su herencia. La suegra contestó que ya no tenía nada; la liquidación se había cerrado, y les quedaba, además de Barneville, seiscientas libras de renta, que ella les mandaría puntualmente.
Entonces Madame extendió facturas a dos o tres clientes, y pronto utilizó ampliamente este procedimiento, que le daba buen resultado. Tenía siempre cuidado de añadir una postdata:
"No diga nada a mi marido, ya sabe que es orgulloso… Dispénseme… Su servidora…" Hubo algunas reclamaciones; pero ella las interceptó.
Para sacar dinero, empezó a vender sus guantes y sus sombreros viejos, la vieja chatarra; y regateaba con sagacidad, pues su sangre campesina la empujaba a la ganancia. Después, en sus viajes a la ciudad, compraría de ocasión baratijas, que el señor Lheureux, a falta de otras, le tomaría sin duda. Compró plumas de avestruz, porcelana china y arcones; pedía prestado a Felicidad, a la señora Lefrançois, a la hotelera de La Cruz Roja, a todo el mundo, en cualquier lugar. Con el dinero que por fin recibió de Barneville saldó dos pagarés; los otros mil quinientos francos se fueron. Se volvió a empeñar de nuevo, y ¡siempre igual!
Es cierto que a veces trataba de hacer cálculos; pero le salían unas cosas tan exorbitantes que no podía creerlo. Entonces volvía a empezar, se embarullaba enseguida, dejaba todo y ya no pensaba más en ello.
La casa estaba muy triste ahora. Se veía salir de ella a los proveedores con unas caras furiosas. Había pañuelos tirados sobre los hornillos; y la pequeña Berta, con gran escándalo de la señora Homais, llevaba las medias rotas. Si Carlos, tímidamente, se atrevía a hacer una observación, ella le respondía bruscamente que no tenía la culpa".
La madre de León, enterada del romance de su hijo, le dijo "que había perdido la cabeza por una mujer casada". Le advirtió que un "lío como aquel podía se un grave obstáculo para su porvenir". Lo instó a terminar esa relación. "León había jurado, por fin, no volver a ver a Emma; y se reprochaba no haber mantenido su palabra, considerando todo lo que aquella mujer podría todavía acarrearle de líos y habladurías sin contar las bromas de sus compañeros que se despachaban a gusto por la mañana alrededor de la estufa. Además, él iba a ascender a primer pasante de notaría: era el momento de ser serio. Por eso renunciaba a la flauta, a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino soñó con sultanas; cada notario lleva en sí los restos de un poeta.
Ahora se aburría cuando Emma, de repente, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como la gente que no puede soportar más que una cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia en el estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no distinguía.
Se conocían demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que centuplican su gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma volvía a encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
Pero ¿cómo poder desprenderse de él? Por otra parte, por más que se sintiese humillada por la bajeza de tal felicidad, se agarraba a ella por costumbre o por corrupción; y cada día se enviciaba más, agotando toda felicidad a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas decepcionadas, como si la hubiese traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que le obligase a la separación, puesto que no tenía el valor de decidirse a romper.
No dejaba de escribirle cartas de amor, en virtud de esa idea de que una mujer debe seguir escribiendo a su amante.
Pero al escribir veía a otro hombre, a un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus más bellas lecturas, de sus más ardientes deseos; y, por fin, se le hacía tan verdadero y accesible que palpitaba maravillada, sin poder, sin embargo, imaginarlo claramente, hasta tal punto se perdía como un dios bajo la abundancia de sus atributos. Aquel fantasma habitaba el país azulado donde las escaleras de seda se mecen en balcones, bajo el soplo de las flores, al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Después volvía a desplomarse, rota, pues aquellos impulsos de amor imaginario la agotaban más que las grandes orgías.
Ahora sentía un cansancio incesante y total. A menudo incluso recibía citaciones judiciales, papel timbrado que apenas miraba. Hubiera querido no seguir viviendo o dormir ininterrumpidamente".
En nombre del Rey, de la Ley y la Justicia, convocaron a Emma para que pagara ochocientos mil francos, a cambio de no embargarle todos sus muebles y efectos. "¿Qué hacer?… Tenía un plazo de veinticuatro horas: ¡mañana! Lheureux, pensó, quería sin duda darle otro susto; pues ella adivinó de pronto todas sus maniobras, el objetivo que buscaba con sus complacencias. Lo que la tranquilizaba era la exageración misma de la cantidad.
Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de pedir prestado, de firmar pagarés, de renovar aquellos pagarés, que se inflaban a cada nuevo vencimiento, Emma había terminado proporcionando a Lheureux un capital, que él esperaba impacientemente para sus especulaciones.
Se presentó en casa del tendero con aire desenvuelto.
¿Sabe lo que me pasa? ¡Seguramente que es una broma!
No.
¿Cómo es eso?…
¿Pensaba usted, señora mía, que yo iba, hasta la consumación de los siglos, a ser su proveedor y banquero? ¡Por el amor de Dios! Tengo que recuperar lo que he desembolsado, ¡seamos justos!…
¡Ah!, ¡qué le vamos a hacer!, ¡el tribunal lo ha reconocido!, ¡hay una sentencia!, ¡se la han notificado! Además, no soy yo, es Vinçart.
¿Es que usted no podría…?
¡Oh, nada en absoluto!
Pero…, sin embargo…, razonemos…
¿De quién es la culpa? dijo Lheureux, saludándola irónicamente-. Mientras que yo estoy trabajando como un negro, usted se divierte de lo lindo.
¡Ah!, ¡nada de sermones!
Eso nunca hace daño, le replicó él.
Ella estuvo cobarde, le suplicó; e incluso apoyó su linda mano blanca y larga sobre las rodillas del comerciante.
¡Déjeme ya! ¡Parece que quiere seducirme!
¡Es usted un miserable!,-exclamó ella.
¡Oh!, ¡oh!, ¡qué maneras!, replicó riendo.
Ya haré saber quién es usted. Se lo diré a mi marido.
Bien, yo le enseñaré algo a su marido…
Y Lheureux sacó de su caja fuerte el recibo de mil ochocientos francos que ella le había dado en ocasión del descuento de Vinçart.
¿Cree usted que no se va a dar cuenta de sus pequeños robos ese pobre hombre?
Emma se desplomó más abatida que si hubiese recibido un mazazo…
No es divertido, lo sé; después de todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero…
¿Pero dónde encontrarlo?, -dijo Emma retorciéndose los brazos.
¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se tienen amigos!…
Se lo prometo dijo ella, firmaré…
¡Ya estoy harto de sus firmas!
¡Volveré a vender…!
¡Vamos! dijo él encogiéndose de hombros, ya no le queda nada.
…Emma comprendió, y preguntó cuánto dinero necesitaría para detener todas las diligencias.
¡Es demasiado tarde!
¿Pero si trajera algunos miles de francos, la cuarta parte del total, la tercera, casi todo?
Pues no, ¡es inútil!
Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos días más!…
Vaya, bueno, ¡lagrimitas!
¡Usted me desespera!
¡Me trae sin cuidado, dijo él volviendo a cerrar la puerta".
El licenciado Hareng procedió al embargo; Carlos no se enteró. Emma fue a Ruán a sacarles prestado dinero a los banqueros; ninguno le prestó; unos hasta se rieron de ella. Acudió a León por ocho mil francos. Éste le manifestó que haría todo lo posible por conseguirlos. "Prueba a ver, no sabes cómo te voy a querer si lo haces", insistió Emma. Los esfuerzos de León fueron inútiles. Emma, con astucia, le insinuó que se apoderara de ese dinero en su sitio de trabajo. León tuvo miedo al percatarse que "bajo el mudo imperio de aquella mujer" lo estaba empujando a delinquir. León prometió que intentaría conseguir prestado el dinero con Morel, amigo suyo, hijo de un comerciante, pero sus intenciones no eran sinceras… León se marchó con la excusa de ir a cumplir con sus obligaciones. "Le estrechó la mano, pero se la notó totalmente inerte. A Emma se le agotaron las fuerzas pero no experimentaba sentimiento alguno". Como León no regresó a la hora que había prometido, Emma se marchó a Yonville, pero al salir de allí, muy aturdida, le pareció ver al vizconde que pasaba raudo en un tílburi. "Luego pensó haberse equivocado. Pero daba igual. Todo, lo mismo en su interior que fuera de ella, la abandonaba. Se sentía extraviada, rodando al azar por abismos indefinibles".
Como los bienes embargados fueron puestos en subasta pública, Emma acudió al notario, que estaba amangualado con Lheuraux para sus tratos logreros. El notario, en lugar de prestarle mil francos, trató de acosarla sexualmente; ella, muy airada, se marchó aclarándole que no estaba en venta, a pesar de sus apuros económicos. "¡Qué miserable!, ¡qué grosero!, ¡qué infame!, se decía ella, huyendo con paso nervioso bajo los álamos de la carretera. La decepción del fracaso reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; le parecía que la Providencia se obstinaba en perseguirla, y realzando su amor propio, nunca había tenido tanta estima por sí misma ni canto desprecio por los demás. Un algo belicoso la ponía fuera de sí. Habría querido pegar a los hombres, escupirles en la cara, triturarlos a todos; y continuaba caminando rápidamente hacia adelante, pálida, temblorosa, furiosa, escudriñando con los ojos en lágrimas el horizonte vacío, y como deleitándose en el odio que la ahogaba".
Emma pensaba que cuando Carlos se enterara del embargo, la perdonaría, pero ella si no lo haría. "Sí murmuraba rechinando los dientes, me perdonará, él, que con un millón que me ofreciera, no tendría bastante para que yo le perdonara el haberme conocido… ¡jamás!, ¡jamás!
Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la exasperaba. Además, confesara o no inmediatamente, luego, mañana, él no dejaría de enterarse de la catástrofe; así que había que esperar esta horrible escena y soportar el peso de su magnanimidad. Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre, era demasiado tarde; y tal vez se arrepentía ahora de no haber cedido al otro, cuando oyó el trote de un caballo por la alameda. Era él, abría la barrera, estaba más pálido que el yeso de la pared. Bajando a saltos la escalera, Emma se escapó rápidamente por la plaza; y la mujer del alcalde, que estaba hablando delante de la iglesia con Lestiboudis, la vio entrar en casa del recaudador".
Desesperada, acudió a Binet, jefe de Bomberos y recaudador, pero tampoco obtuvo dinero. Esperó en vano a ver si León se aparecía con el dinero prometido, sin que éste cumpliera. Entonces, como última opción acudió en búsqueda de Rodolfo. Lo encontró en su hacienda. Cuando se vieron, los dos se sorprendieron. Él le dijo que estaba encantadora. Con ironía Emma repuso amargamente: "Sí, pobres encantos los míos, que sólo sirvieron para que los despreciaras". Rodolfo pretendió dar explicaciones, "pero se perdía en vaguedades, incapaz de inventar una disculpa valedera". Emma fingió creerle el pretexto con que justificó su ruptura: "era un secreto del que dependían el honor a incluso la vida de una tercera persona.
¡No importa! dijo ella mirándolo tristemente, ¡he sufrido mucho!
Él respondió en un aire filosófico:
¡La vida es así!
¿Ha sido, por lo menos replicó Emma, buena para usted después de nuestra separación.
¡Oh!, ni buena… ni mala.
Quizás habría sido mejor no habernos dejado nunca.
¡Sí…, quizás!
¿Tú crees? dijo ella acercándose…
¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!… ¡te he querido mucho!…
¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse de la felicidad! ¡Estaba desesperada!, ¡creí morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú… has huido de mí!…
Pues, desde hacía tres años, él había evitado cuidadosamente encontrarse con ella por esa cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte; y Emma continuaba con graciosos gestos de cabeza, más mimosa que una gata en celo:
Tú quieres a otras, confiésalo. ¡Oh! ¡Lo comprendo, vamos!, las disculpo; las habrás seducido, como me sedujiste a mí. ¡Tú eres un hombre!, tienes todo lo que hace falta para hacerte querer. Pero nosotros reanudaremos, ¿verdad?, ¡nos amaremos! ¡Fíjate, me río, soy feliz! ¡Pero habla!"
Rodolfo, pensando que Emma lloraba por él, intentó consolarla, diciéndole que la amaba y no la dejaría jamás. "¡Pero tú has llorado!, le dijo. ¿Por qué?
Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como ella se callaba, él interpretó este silencio como un último pudor y entonces exclamó:
¡Ah!, ¡perdóname!, tú eres la única que me gusta. ¡He sido un imbécil y un malvado! ¡Te quiero, te querré siempre! ¿Qué tienes? ¡dímelo! Y se arrodilló". Emma le confesó que estaba en la ruina y le solicitó un préstamo, tratando de justificarlo con mentiras. Entonces Rodolfo comprendió que ése era el motivo real de la visita. Con parsimonia, fríamente, le dijo: "Pues lo siento, querida, pero no los tengo". En verdad, él no tenía dinero y estaba en apuros económicos. Emma, acudiendo al chantaje emocional, arguyó que su negativa era prueba deque nunca la había querido. "¡No los tienes! No los tienes… Debería haberme ahorrado esta última vergüenza. ¡Nunca me has querido! ¡Eres como los otros!
Emma se traicionaba, se perdía.
Rodolfo la interrumpió, afirmando que él mismo se encontraba apurado de dinero.
¡Ah!, ¡te compadezco! dijo Emma. ¡Sí, muchísimo!…
Pero yo te lo habría dado todo, habría vendido todo, habría trabajado con mis manos, habría mendigado por las carreteras, por una sonrisa, por una mirada, por oírte decir: "¡Gracias!" ¿Y tú te quedas ahí tranquilamente en tu sillón, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante? ¡Sin ti, entérate bien, habría podido vivir feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo, me querías, lo decías… Y todavía, hace un momento… ¡Ah!, ¡hubieras hecho mejor despidiéndome! Tengo las manos calientes de tus besos, y ahí está sobre la alfombra el sitio donde me jurabas de rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer: ¡durante dos años me has arrastrado en el sueño más magnífico y más dulce!… Y mientras, proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!, ¡tu carta, tu carta, me desgarró el corazón!… ¡Y después, cuando vuelvo a él, a él, que es rico, feliz, libre, para implorar una ayuda que prestaría el primero que llegara, suplicándole y ofreciéndole toda mi ternura, me rechaza, porque le costaría tres mil francos!
¡No los tengo!, respondió Rodolfo con esa calma perfecta con que se protegen como si fuera un escudo las cóleras resignadas".
Confundida y consciente de que en ese instante sólo sufría por amor y no por deudas, fue a la farmacia de Homais. Allí, luego de engañar a Justín, logró obtener arsénico, con la disculpa que era para matar ratones. Tomó el recipiente, metió la mano y sacó un polvo blanco, "se puso a comérselo allí, en la palma misma de la mano".
Cuando Carlos se enteró del embargo, "gritó, lloró, se fue de cabeza" esperando a Emma. "Y en los intervalos de su angustia veía arruinado su prestigio, perdida su fortuna, hecho añicos el porvenir de Berta". Al llegar Emma, le preguntó la razón de lo ocurrido; ella empezó a escribir una carta, pidiéndole que la leyera al día siguiente, sin hacer más preguntas. Emma pensó que la muerte era algo tan insignificante; "me voy a morir, y se acabó". Luego de la agonía de Emma, Carlos abrió la carta y la leyó: "Que no se culpe a nadie…" Entonces entendió que se había envenenado. Carlos, desesperado y confundido, le preguntó por qué había tomado esa determinación. "Era preciso, querido.
-¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? Sin embargo, ¡he hecho todo lo que he podido!
Sí…, es verdad…, ¡tú sí que eres bueno!…
Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que la intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave e indistinta, como el último eco de una sinfonía que se aleja".
En los estertores de la muerte, Emma besó un crucifijo, con "el beso de amor más largo que nunca hubiera dado". El cura le hizo unciones. "El sacerdote se levantó para tomar el crucifijo, entonces ella alargó el cuello como alguien que tiene sed, y, pegando sus labios sobre el cuerpo del HombreDios, depositó en él con toda su fuerza de moribunda el más grande beso de amor que jamás hubiese dado. Después el sacerdote recitó el Mirereatur, y el Indulgentiam, mojó su pulgar derecho en el óleo y comenzó las unciones, primeramente en los ojos que tanto habían codiciado todas las pompas terrestres; después en las ventanas de la nariz, ansiosas de tibias brisas y de olores amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de lujuria; después en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves y, finalmente en la planta de los pies, tan rápidos en otro tiempo cuando corría a saciar sus deseos, y que ahora ya no caminarían más". Escuchando una canción de un ciego limosnero, que cantaba en la calle, Emma murió después de "una carcajada feroz, frenética, desesperada". El sacerdote le dijo a Carlos que había que aceptar los designios de Dios, pero éste repuso que abominada a su Dios.
Durante los días siguientes todos los acreedores (reales y fingidos) de Emma empezaron a cobrarle a Carlos. Felicidad se escapó con el guardarropa de Emma, raptada por Teodoro, el criado del notario. Carlos recibió una tarjeta de invitación para la boda de León, flamante notario de Ivetot, con mademoiselle Leocadia Leboeut; Carlos, ingenuo como siempre, pensó que esta noticia hubiera alegrado a Emma. Tiempo después encontró parte de una carta de Rodolfo. Carlos que "no le gustaba legar al fondo de los asuntos", pensó que era un amor platónico. "Cerro los ojos a las pruebas y sus celos inconcretos se vinieron a desleír en la inmensidad de su pena. Han debido de adorarla, pensó. Todos los hombres, sin duda alguna, la desearon. Le pareció por esto más hermosa; y concibió un deseo permanente, furioso, que inflamaba su desesperación y que no tenía límites, porque ahora era irrealizable.
Para agradarle, como si siguiese viviendo, adoptó sus predicciones, sus ideas; se compró unas botas de charol, empezó a ponerse corbatas blancas. Ponía cosmético en sus bigotes, firmó como ella pagarés. Emma lo corrompía desde el otro lado de la tumba.
Tuvo que vender la cubertería de plata pieza a pieza, después vendió los muebles del salón".
Con el tiempo empezó a olvidarla. "Una cosa extraña es que Bovary, sin dejar de pensar en Emma continuamente, la olvidaba; y se desesperaba al sentir que esta imagen se le escapaba de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía para retenerla. Cada noche, sin embargo, soñaba con ella; era siempre el mismo sueño: se acercaba a ella, pero cuando iba a abrazarla, se le caía deshecha en podredumbre entre sus brazos…
A pesar de la estrechez en que vivía Bovary, estaba lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se negó a renovar ningún pagaré. El embargo se hizo inminente. Entonces recurrió a su madre, que consintió en dejarle hipotecar sus bienes, pero haciendo muchos reproches a Emma, y le pidió, en correspondencia a su sacrificio, un chal salvado de las devastaciones de Felicidad. Carlos se lo negó. Se enfadaron".
Cuando Carlos estaba vendiendo su último recurso (un caballo) se encontró con Rodolfo. Carlos se lamentó por no ser como él. "-Yo no lo odio a usted", le dijo sin rencor, y agregó: "-La culpa la tuvo la fatalidad".
Carlos llegó a la casa y se sentó en el banco del cenador. Berta, queriendo jugar con él, se le acercó y de dio un leve empujoncito, y su padre cayó al suelo. Estaba muerto.
Análisis
El narrador es un compañero de clases de la época en Carlos inició sus estudios primarios (el narrador tenía entonces siete años y Carlos quince). Durante las primeras páginas narra la historia como testigo, pero de ahí en adelante desaparece como narrador testigo para convertirse en narrador omnisciente. "El tono adoptado es el del relato subjetivo, en primera persona del plural… El relato discurre de esta forma seudosubjetiva durante unas tres páginas, y luego pasa a la forma de narración objetiva…" (NABOKOV, Vladimir. Curso de literatura europea).
Los acontecimientos narrados en novela ocurren entre el cuarto y quinto decenio del siglo XIX, bajo el reinado de Luis Felipe (1830-1848). La narración comienza en el invierno de 1827 y termina en 1846.
La obra está dividida en tres partes con 35 capítulos (la primera consta de 9, la segunda de 15 y la tercera de 11). Para una mejor comprensión he asignado nombre literal y poético a cada uno de los capítulos (La novela no los trae).
Primera parte
Capítulo I
Nacimiento, infancia, estudio y matrimonio de Carlos Bovary
El comienzo
Capítulo II
Carlos conoce a Emma Rouault y muere su esposa
Nace el amor infeliz
Capítulo III
Propuesta de matrimonio de Carlos a Emma
Propuesta matrimonial
Capítulo IV
Pomposidad de la boda de Carlos y Emma
Una boda pomposa
Capítulo V
La casa del matrimonio Bovary
El hogar de los recién casados
Capítulo VI
Añoranzas del pasado conventual
Añoranza conventual
Capítulo VII
La monótona vida rutinaria del matrimonio Bovary
Un matrimonio rutinario
Capítulo VIII
Visita de Carlos y Emma al castillo de La Vaubyessard
Fiesta en el castillo de La Vaubyssard
Capítulo IX
Quimeras y desvaríos de Emma
Quimeras y desvaríos
Segunda parte
Capítulo I
Yonville, el nuevo lugar de residencia de los Bovary
Conociendo a Yonville
Capítulo II
Llegada a Yonville, cena y plática en El León de Oro
Cena y plática en El León de Oro
Capítulo III
Nacimiento de Berta e inicio de la amistad de Emma y León
Nacimiento de una vida y de una amistad
Capítulo IV
Emma "amiga del alma" de León
Comienza un amor platónico
Capítulo V
Las penas de Emma y León por amarse en silencio
Alegrías y penas de amar en silencio
Capítulo VI
La melancolía de Emma y el viaje de León para París
Un adiós inesperado
Capítulo VII
Emma sufre por la partida de León y conoce a Rodolfo
El dolor de la partida
Capítulo VIII
La feria agrícola e inicio de la amistad de Emma y Rodolfo
La feria agrícola
Capítulo IX
El romance de Emma y Rodolfo
Muere una pena y nace otra ilusión
Capítulo X
Los encuentros furtivos y apasionados de Emma y Rodolfo
Encuentros furtivos
Capítulo XI
Carlos fracasa en la operación de un pie deforme
Incapacidad profesional
Capítulo XII
Los desvaríos y la obsesión de Emma por Rodolfo
Desvaríos y obsesión
Capítulo XIII
La partida de Rodolfo y el abatimiento de Emma
Abatimiento por un engaño
Capítulo XIV
Los repentinos cambios emocionales de Emma
Variedad emocional
Capítulo XV
Los Bovary asisten a ópera en Ruán y se encuentra con León
Un espectáculo y un reencuentro
Tercera parte
Capítulo I
Reencuentro y romance de Emma y León en Ruán
Del amor platónico al amor carnal
Capítulo II
La muerte del padre de Carlos
Un adiós eterno
Capítulo III
"La luna de miel" de Emma y León
"Luna de miel"
Capítulo IV
Las artimañas de Emma para encontrarse con León en Ruán
Mentiras para amar
Capítulo V
Los encuentros furtivos de Emma y León y las deudas de Emma
Encuentros furtivos
Capítulo VI
La infelicidad de Emma y el acoso de sus acreedores
La felicidad no llega y las deudas acosan
Capítulo VII
Esfuerzo infructuoso de Emma para conseguir dinero prestado
Nadie presta dinero
Capítulo VIII
El suicidio de Emma
Fatalidad
Capítulo IX
El dolor de Carlos por la muerte de Emma
El dolor que deja la muerte
Capítulo X
Entierro de Emma
El último adiós
Capítulo XI
Muerte de Carlos agobiado por la tristeza
Por fin el fin
Personajes
A. PRINCIPAL
EMMA BOBARY
Siendo aún niña su padre la internó en el convento de las Ursulinas, donde recibió una educación esmerada y aprendió danza, geografía, dibujo, bordado y a tocar el piano. Allí, sin que se aburriera durante los primeros meses, "se encontró a gusto en compañía de las buenas hermanas, que, para entretenerla, la llevaban a la capilla…" Jugaba muy poco y entendía bien el catecismo, "contestando siempre al señor vicario en las preguntas difíciles". En el claustro "se fue adormeciendo en la languidez mística que se desprende del incienso, de la frescura de las pilas de agua bendita y del resplandor de las velas". Se divertía más con las ilustraciones del misal que con la misa. "Intentó, para mortificarse, permanecer un día entero sin comer. Buscaba en su imaginación algún voto que cumplir. Cuando iba a confesarse, se inventaba pecaditos a fin de quedarse allí más tiempo, de rodillas en la sombra, con la cara pegada a la rejilla bajo el cuchicheo del sacerdote. Las comparaciones de novio, de esposo, de amante celestial y de matrimonio eterno que se repiten en los sermones suscitaban en el fondo de su alma dulzuras inesperadas". Pensaba que si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de un barrio comercial, quizás se habría abierto entonces a las invasiones líricas de la naturaleza que, ordinariamente, no nos llegan más que por la traducción de los escritores… Acostumbraba a los ambientes tranquilos, se inclinaba, por el contrario, a los agitados. No le gustaba el mar sino por sus tempestades y el verdor sólo cuando aparecía salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como inútil todo lo que no contribuía al consuelo inmediato de su corazón, pues, siendo de temperamento más sentimental que artístico, buscaba emociones y no paisajes".
Apasionada por la lectura, aprovechaba los libros que ingresaba al convento una dama que iba todos los meses a "repasar la ropa". Ella les "contaba cuentos, traía noticias, hacía los recados en la ciudad, y prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela que llevaba siempre en los bolsillos de su delantal, y de la cual la buena señorita devoraba largos capítulos en los descansos de su tarea. Sólo se trataba de amores, de galanes, amadas, damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, mensajeros a quienes matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las páginas, bosques sombríos, vuelcos de corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, señores bravos como leones, suaves como corderos, virtuosos como no hay, siempre de punta en blanco y que lloran como urnas funerarias".
A sus quince años, ya se había sumido en el apasionante universo de la lectura. Leyendo a Walter Scott se aficionó por los temas históricos y "soñó con arcones, salas de guardias y trovadores".En ese tiempo "rindió culto a María Estuardo y veneración entusiasta a las mujeres ilustres o desgraciadas: Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronniere, y Clemencia Isaura para ella se destacaban como cometas sobre la tenebrosa inmensidad de la historia, donde surgían de nuevo por todas partes, pero más difuminados y sin ninguna relación entre sí, San Luis con su encina, Bayardo moribundo, algunas ferocidades de Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados donde se ensalzaba a Luis XIV".
Estando en el convento murió su madre, dos años antes de conocerse con Carlos; "lloró mucho los primeros días". Con los cabellos de su madre, mandó hacer un cuado fúnebre y pedió "que cuando muriese la enterrasen en la misma sepultura". Preocupado por la salud física y mental de Emma, su padre la visitó. "Emma se sintió satisfecha de haber llegado al primer intento a ese raro ideal de las existencias pálidas, a donde jamás llegan los corazones mediocres. Se dejó, pues, llevar por los meandros lamartinianos, escuchó las arpas sobre los lagos, todos los cantos de cisnes moribundos, todas las caídas de las hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del Padre Eterno resonando en los valles. Se cansó de ello y, no queriendo reconocerlo, continuó por hábito, después por vanidad, y finalmente se vio sorprendida de sentirse sosegada y sin más tristeza en el corazón que arrugas en su frente".
Las religiosas, "que tanto habían profetizado su vocación, se dieron cuenta con gran asombro" que iba perdiendo su vocación y se tornaba difícil de controlar. "En efecto, ellas le habían prodigado tanto los oficios, los retiros, las novenas y los sermones, predicado tan bien el respeto que se debe a los santos y a los mártires, y dado tantos buenos consejos para la modestia del cuerpo y la salvación de su alma, que ella hizo como los caballos a los que tiran de la brida: se paró en seco y el bocado se le salió de los dientes. Aquella alma positiva, en medio de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevaba ante los misterios de la fe, lo mismo que se irritaba más contra la disciplina, que era algo que iba en contra de su constitución". Entonces su padre la retiró del internado. Las monjas no sintieron pena por su partida. "La superiora encontraba incluso que se había vuelto, en los últimos tiempos, poco respetuosa con la comunidad". De regreso en Les Bertaux intentó mandar a los trabajadores, pero se aburrió de la vida campesina y extrañó su vida conventual.
Pocos años después de abandonar el convento conoció a Carlos, con quien se casó después. Como su padre se mostró en desacuerdo, no pudo casarse como a ella le hubiera gustado: a media noche, a la luz de la luna. En esa época "se sentía como muy desilusionada, como quien no tiene ya nada que aprender, ni le queda nada por experimentar. Pero la ansiedad de un nuevo estado, o tal vez la irritación causada por la presencia de aquel hombre, había bastado para hacerle creer que por fin poseía aquella pasión maravillosa que hasta entonces se había mantenido como un gran pájaro de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos, y no podía imaginarse ahora que aquella calma en que vivía fuera la felicidad que había soñado".
Instalados en su casa de Tostes, Emma cavilaba sobre su pasado, su presente y su futuro. Se persuadió de que a pesar de que Carlos la amaba, no se sentía feliz con él. Antes de casarse creyó estar enamorada, "pero como la felicidad que esperaba de aquel amor no había aparecido, pensó que se había equivocado". Entonces se interrogó sobre qué significaban las palabras "dicha, pasión y ebriedad" que le maravillaban en sus lecturas.
A pesar de que su situación de "tranquilidad" no coincidía con la ilusión de que con Carlos viviría una pasión maravillosa, la pasión soñada, pensaba que esos días eran los más hermosos de su vida, "la luna de miel". Aunque no era feliz, "le parecía que en algún sitio de la tierra se tenía que darse la felicidad, como una planta oriunda de aquel suelo y que en cualquier otra parte prosperaba mal".
Como en Carlos no encontraba los ideales del hombre soñado, su desapego de él era evidente a medida que sus vidas íntimas se estrechaban. Emma no se emocionaba con las conversaciones de Carlos, que "eran muy planas". Éste no poseía las características de su hombre ideal. Era todo lo contrario. No sabía nada, esgrima ni manejar armas; no sobresalía en otras actividades ni sabía iniciar a una mujer en las pasiones ardientes, en los refinamientos de la vida o en todos los misterios. "Pero éste no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y ella le reprochaba aquella calma tan impasible, aquella pachorra apacible, hasta la felicidad que ella le proporcionaba".
Las relaciones con su suegra eran distantes y poco armoniosas. Ésta le encontraba "demasiados humos para su posición". Pensaba que no tenía sentido que su hijo la quisiera tanto, de manera tan exclusiva. Carlos, tratando de generar armonía entre las dos, procuraba pedirle a Emma que atendiera los consejos de su madre, pero Emma, despectivamente, le decía que se ocupara de sus pacientes.
Emma buscando "querer" a Carlos, se esmeraba por desempeñar el papel de esposa "enamorada" y le recitaba versos a la luz de la luna y le cantaba canciones. Carlos no se mostraba ni más enamorado ni menos apasionado. "Después de haber intentado de este modo sacarle chispas a su corazón sin conseguir ninguna reacción de su marido, quien, por lo demás, no podía comprender lo que ella no sentía, y sólo creía en lo que se manifestaba por medio de formas convencionales, se convenció sin dificultad de que la pasión de Carlos no tenía nada de exorbitante. Sus expansiones se habían hecho regulares; la besaba a ciertas horas, era un hábito entre otros, y como un postre previsto anticipadamente, después de la monotonía de la cena".
Salía a pasear al bosque con su perrita Djali, ante quien se lamentaba por haberse casado y le pedía besos ya que ella no tenía penas. Se preguntaba si por algún capricho de la suerte hubiera encontrado otro esposo distinto. "Podía haber encontrado a uno guapo, distinguido, ingenioso, atractivo…". Su vida era fría, y el aburrimiento era una araña silenciosa que "tejía su tela en la sombra en todos los rincones de su corazón".
Se sintió muy bien durante la visita al castillo del marqués de Andervilliers. Allí se deslumbró con el lujo y el refinamiento. Todo le deleitó: la comida, el baile, los invitados, el vizconde. Le hubiera gustado permanecer despierta "para saborear por más tiempo la ilusión de aquella vida lujosa…" Ésa, precisamente, era la vida que ella añoraba vivir.
Quedó tan impactada y embrujada de esa visita, que durante mucho tiempo estuvo anhelando volver al castillo. "Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma. Cada miércoles se decía al despertar: Ah, hace ocho días… hace quince días…, hace tres semanas, yo estaba allí! Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza". Quedó tan prendada del vizconde con quien bailó hasta el punto de imaginar (y dar por sentado) que una petaca de seda verde, encontrada en el camino de regreso a Tostes, se le había caído al vizconde cuando regresaba a Paris. "La miraba, la abría, a incluso aspiraba el aroma de su forro, mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién era? Del vizconde. Era quizás un regalo de su amante. Habrían bordado aquello sobre algún bastidor de palisandro, mueble gracioso que se ocultaba a todas las miradas, delante del cual habían pasado muchas horas y sobre el que se habrían inclinado los suaves rizos de la bordadora pensativa. Un hálito de amor había pasado entre las mallas del cañamazo; cada puntada de aguja habría fijado allí una esperanza y un recuerdo, y todos estos hilos de seda entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, el vizconde se la habría llevado consigo una mañana. ¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera se quedaba en las chimeneas de ancha campana entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. ¡El estaba ahora en París, tan lejos!"
Se preguntaba cómo sería París, en donde tanto anhelaba vivir. "¡Qué nombre extraordinario! Ella se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba a sus oídos como la campana de una catedral y resplandecía a sus ojos hasta en la etiqueta de sus tarros de cosméticos". Por eso se compró un plano de París, "y con la punta de su dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital…" Compraba revistas para estar enterada de los espectáculos culturales de París. Leía escritores parisinos "buscando satisfacciones imaginarias para sus más íntimos anhelos".
En su mundo de quimeras, sueños, ensoñaciones y fantasías, Emma apartaba el pensamiento de las cosas entre más cerca estaba de ellas. "Todo lo que la rodeaba inmediatamente, ambiente rural aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en que se encontraba presa; mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba el amor como las plantas tropicales unos terrenos preparados, una temperatura particular?… Sentía ansias de correr el mundo o de volverse a vivir al convento. Anhelaba al mismo tiempo morirse y vivir en París".
Emma al ver a su esposo se lamentaba por qué no se había casado con otro hombre, "con uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos, lucen una sarta de condecoraciones sobre su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en los escaparates de las librerías, repetido en los periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Para Emma, Carlos no era más que un pobre desgraciado. Cada vez se exasperaba más de él hasta el extremo de volvérsele intolerantes sus modales grotescos. A veces se ocupaba del arreglo personal de Carlos, pero no por cariño hacia él sino por desahogar su egoísmo. "En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente…".
Su vida continuaba con sus días rutinarios, monótonos, aburridos. Su vida era vacua y monótona. Los días eran iguales y su corazón estaba cada vez más vacío. Seguirían así y ninguno traería nada nuevo. En las vidas de los demás habría acontecimientos; en los de ella, ninguno. "Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada". Entonces abandonó la música. ¿Para qué y quién tocar? Dejó de dibujar y de coser. "La costura la ponía nerviosa". En su vida sólo había amargura.
Descuidó sus quehaceres y su salud empezó a decaer. Cambió notoriamente. Su suegra se percató de ello. Al decirle que había que cuidar de la religión de sus criados, Emma se indignó. Se tornó difícil y caprichosa. "Se encargaba platos para ella que luego no probaba, un día no bebía más que leche pura, y, al día siguiente, tazas de té por docenas. A menudo se empeñaba en no salir, después se sofocaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Reñía duro a su criada, luego le hacía regalos o la mandaba a visitar a las vecinas, lo mismo que echaba a veces a los pobres todas las monedas de plata de su bolso, aunque no era tierna, ni fácilmente accesible a la emoción del prójimo, como la mayor parte de la gente descendiente de campesinos, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas". Sentía desdén por todo y por todos, "y a veces se ponía a expresar opiniones singulares, censurando lo que aprobaban, y aprobando cosas perversas o inmorales, lo cual hacía abrir ojos de asombro a su marido". Se preguntaba si esa mezquindad iba a durar toda la vida y no podría salir de ella. "Abominaba de la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en las paredes para llorar; envidiaba la vida agitada, los bailes de disfraces, los placeres con todos los arrebatos que desconocía y que debían de dar". Palidecía y tenía palpitaciones". Como le diagnosticaron una enfermedad nerviosa, hubo necedad de cambiar de "aires" y se fueron a vivir a Yonville. Antes de irse, Emma quemó su ramo de novia.
En Yonville, Emma, que amaba la lectura y el ocaso a la orilla del mar, "porque sentía que su alma se desplazaba con mayor libertad surcando la extensión sin límites", conoció a León. Compartían gustos análogos. Entre ellos surgió un vínculo platónico que ninguno fue capaz de confesarlo. Mientras tanto nació Berta, a pesar de que Emma anhelaba un niño que hubiera llamado Jorge. "… la idea de tener un hijo varón era como la revancha esperaba de todas sus impotencias pasadas. Un hombre, al menos, es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar los obstáculos, gustar los placeres más lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente vedado. Fuerte y flexible a la vez, tiene en contra de sí las molicies de la carne con las dependencias de la ley. Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un cordón, palpita a todos los vientos; siempre hay algún deseo que arrastra, pero alguna conveniencia social que retiene". De inmediato la entregó a una nodriza y ella prosiguió con su vida de ensoñaciones y fantasías.
Emma, perdida es su mundo fantástico, soñaba con el amor que llegaría "entre destellos y fulgores, a modo de huracán de los cielos que cae sobre la vida, la transforma, arrasa la voluntad como hoja al viento y arrastra el corazón hasta hundirlo en los abismos". Ilusamente, pensaba que León sería aquel amor que le traería la felicidad anhelada. Entre más enamorada se sentía de León, más reprimía su amor para que éste no lo notara y lo ahogara. "Lo que más la refrenaba, sin duda, era la inercia y el miedo, pero el pudor también". Sus apetitos de carne, la codicia por el dinero y la melancolía de la pasión se fundieron en un solo pensamiento.
Como Carlos no sospechaba de su suplicio, Emma se exasperaba. Él pensaba que la hacía feliz, y para Emma esto era un insulto. "¿No era él la traba para su felicidad, el causante de su desgracia y como la afilada hebilla de aquella complicada correa que la ataba por todas partes?" Su odio hacia Carlos crecía cada vez más, y a pesar de sus esfuerzos por apaciguarlo, éste se incrementaba. "La mezquindad de la vida doméstica la disparaba hacia delirios de grandeza, la armonía matrimonial sueños de adulterio". Si Carlos hubiera tenido el valor de maltratarla, ella hubiera tenido motivos para odiarlo más. Tenía pensamientos atroces. "¿Y tendría que seguir sonriendo perfectamente, oír cómo todos decían lo feliz que era, fingir que lo era, dejarles creer que lo era?" Esa hipocresía le incomodaba y deseaba huir con León muy lejos "para iniciar una vida nueva".
Cuando León se marchó a París, Emma cayó en un profundo abatimiento. Todo lo veía envuelto en una atmósfera negra y la tristeza se adueñaba de su ser. Era víctima de melancolía y desesperanza. Lo recordaba y, aunque estuviera lejos, lo sentía cerca. "Se había ido para siempre, ay, se había quedado sin el único aliciente de su vida, sin la última esperanza posible de felicidad". Se maldecía por haberse prohibido amarlo y deseaba su boca. "Ganas le entraban de echar a correr a buscarlo, de arrojarse en sus brazos y decirle: ¡Aquí me tienes, tuya soy!" El recuerdo de León se convertía en su malestar. "En el abatimiento de su conciencia llegó a confundir la aversión al marido con la tendencia hacia el amante, las quemaduras del odio por el calor del cariño". En sus repentinos cambios "se le metió en la cabeza aprender italiano". Ensayó leer cosas más serias, historia y filosofía. Pronto desistió de este empeño. Se le ocurrían disparates y cuando se encontró una cana empezó a hablar de vejez.
Superficialmente superada la pena ocasionada con la partida de León, estableció un nuevo vínculo con Rodolfo, quien, con su mente abierta y sus calculadas intenciones, le decía que la dicha era posible algún día; que debemos sentir lo grande, gozar de lo bello y "rechazar todos los convencionalismos ignominiosos que nos impone la sociedad"; que no se puede ir en contra de las pasiones porque éstas son lo único hermoso que existe. Así mismo, le aclaraba que no es aconsejable la moral mezquina, convencional, la establecida por los hombres, sino adoptar la moral inmutable que "está por encima y nos rodea por todas partes…" Rodolfo, un hombre sibarita y mundano, no tardó en comprender el estado de ánimo de la joven señora. "En sus brazos madame Bovary aprendió que algunas de las locas pretensiones eran en realidad posibles, y que los hombres eran capaces, como en el caso del débil seductor, de entregarse plenamente a la sensualidad y al deleite sin que su corazón tenga que verse en nada comprometido".
Gracias a la grandilocuencia, al torrente de elocuencia y a la convincente y seductora retórica de Rodolfo, terminó profundamente enamorada de éste hasta el extremo de consumar el adulterio. "Era la primera vez que Emma oía decir estas cosas; y su orgullo, como alguien que se solaza en un baño caliente, se satisfacía suavemente y por completo al calor de aquel lenguaje". Ese vínculo la transformó de una manera tan importante como "si hubieran cambiado de sitio todas las montañas… Algo muy sutil bañaba y transfiguraba toda su persona… -¡Tengo un amante!, tengo un amante, se repetía, deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado. Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas. Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna".
Sus excesos pasionales y sus cursilerías generaron indiferencia en Rodolfo. No sabía si arrepentirse por habérsele entregado o amarlo más. Estaba fascinada y era víctima de su seducción.
A pesar de su aparente dicha, se preguntaba quién la había hecho tan desgraciada y dónde estaba la catástrofe que había arruinado su vida. Se sentía más inconforme con su esposo. El fracaso de la operación de Hipólito incrementó su desprecio hacia Carlos. Lo veía vulgar, mediocre, fracasado, incapaz de hacerla feliz… Cómo se había "imaginado que un hombre semejante pudiese valer algo, como si veinte veces no se hubiese ya dado cuenta de su mediocridad". Se recriminado por haber pensado ingenuamente que Carlos saldría airoso de la operación y conseguiría dinero, prestigio, éxito y reconocimiento. "¿Cómo era posible que ella, tan inteligente, se hubiera equivocado una vez más? Por lo demás, ¿por qué deplorable manía había destrozado su existencia en continuos sacrificios? Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, del gobierno de la casa, sus sueños caídos en el barro, como golondrinas heridas, todo lo que había deseado, todas las privaciones pasadas, todo lo que hubiera podido tener, y ¿por qué?, ¿por qué?".
Todo le irritaba de Carlos, no lo soportaba, lo aborrecía… El recuerdo de su amante la fascinaba. Toda su alma la tendía hacia él. Carlos estaba al margen de su vida. Mientras su amor por Rodolfo crecía, por Carlos disminuía. "Cuanto más se entregaba a uno, más abominable le parecía el otro". Su esposo era insoportable y no lo aguantaba más. Entonces le propuso a Rodolfo que huyeran. Éste, al principio, se opuso pero ella terminó convenciéndolo.
La víspera de la huida, Rodolfo le envió una carta enterándola de las razones por las cuales no se fugaba con ella. Esta nueva decepción le trajo otro lamentable abatimiento, acompañado de una enfermedad nerviosa. Como paliativo para tratar de superar su inmensa pena, entró en un período místico, el cual no le prodigó el sosiego buscado. Como ningún deleite le "llovía del cielo" tuvo la "vaga sensación de estar siendo víctima de un inmenso fraude". En su misticismo no pudo hallar alivio a sus fatigas. Enterró el recuerdo de Rodolfo en lo más profundo de su corazón, pero no lo olvidó… En su insoportable levedad se entregó a las obras de caridad y en su vida se operaron significativos cambios.
El reencuentro con León le trajo nuevos entusiasmos a su aciaga existencia. Rendida ante la insistencia y el atractivo de León, se arrojó nuevamente a los brazos del adulterio. Una febril pasión (ya no platónica sino carnal) se estableció entre los dos; y para encontrarse y vivir intensamente su furtivo romance, empezó a mentirle a Carlos. "A partir de este momento, su existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que envolvía su amor como en velos para ocultarlo. Era una necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si decía que ayer había pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había sido por el lado izquierdo". Con León disfrutó a plenitud, espléndidamente y vivió una auténtica luna de miel. "Emma saboreaba su amor de forma reconcentrada y absorta, lo alimentaba mediante todos los ardides de ternura imaginables y la idea de llegar a perderlo algún día le estremecía de miedo". El apasionado romance con León le hizo olvidarse de sus deberes como madre y esposa, y contribuyó a que se endeudara.
Así estuviera viviendo una vida en apariencia placentera y dichosa, no era feliz, no lo había sido nunca. "¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?… Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella? ¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta". Su relación con León empezó a enfriarse, debido a que éste se sentía anulado y sometido por el imperio de Emma. Todo lo que antes lo entusiasmaba empezaba a intimidarlo. Su estadía en París le había enseñado a alejarse de la desmesura de las mujeres posesivas y poco a poco se alejó de ella. Además, su madre, sus compañeros de trabajo y su jefe le recomendaron terminar con esa tormentosa relación que le podía hacer daño y ser un obstáculo para su futuro como notario.
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