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Análisis de Madame Bovary (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4

La novela comienza relatando el primer día de clase de Carlos Bovary, a sus quince años, cuando ingresó a cursar quinto en el colegio de Ruán (ciudad situada al norte de Francia, capital del departamento de Seine-Maritime, junto al río Sena, en Normandía), donde fue recibido por monsieur Roger, jefe de estudios, un estricto y autoritario "educador".

Carlos, hijo de Charles Denis Bartolomé Bovary, antiguo ayudante de un cirujano militar, y de la señora Bovary, permaneció en el colegio (siendo buen estudiante) y luego fue enviado a estudiar medicina, con el fin de que estuviera solo y dependiera de sí mismo. Su carrera de medicina, por indolencia y pereza, la suspendió momentáneamente, aficionándose a las tabernas y entregándose con pasión al juego de dominó. "…Era como la iniciación en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos… Entonces muchas cosas reprimidas en él se liberaron; aprendió de memoria coplas que cantaba en las fiestas de bienvenida… Gracias a toda esa actuación, fracasó por completo en su examen de oficial de sanidad". Tiempo después terminó sus estudios y, por mediación de su estricta madre, se trasladó e instaló en Tostes con el fin de ejercer su profesión como médico. Allí, también por influencia de su madre, se casó con madame Eloísa Dobuc, viuda de un escribano de Dieppe, celosa, fea y millonaria. "Pero la misión de la señora Bovary no terminó con haber criado a su hijo, haberle hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para ejercerla: necesitaba una mujer. Y le buscó una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta".

Una noche, cuando el matrimonio Bovary dormía, fue solicitado Carlos para que fuera hasta la granja Les Bertaux, de monsieur Teodoro Rouault, con el fin atender a éste, debido a que "se había roto la pierna la víspera, de noche, cuando regresaba de celebrar la fiesta de los Reyes de casa de un vecino". Allí conoció a Emma, una joven que "lo más bonito que tenía eran sus ojos". En esa época, como se supo tiempo después, Emma estaba bajo los efectos de "una fase de desilusión y creía que ya no le quedaba nada por aprender ni nada por sentir".

A pesar de que logró aliviar la molestia de Rouault, por cuanto "la fractura era simple y no presentaba ningún tipo de complicación", Carlos empezó a visitar con frecuencia a la granja. "En vez de volver a Les Bertaux tres días después, como había prometido, volvió al día siguiente, luego dos veces por semana regularmente, sin contar las visitas inesperadas que hacía de vez en cuando, como sin dar importancia". Carlos no se preguntaba por qué iba tan seguido a la granja, "y de habérselo planteado, sin duda habría atribuido su celo a la gravedad del caso, o quizás al provecho que esperaba sacar. ¿Era ésta la razón por la que, a pesar de todo, sus visitas a la granja constituían, entre las pobres ocupaciones de su vida, una excepción encantadora? ". Intrigada por las frecuentes visitas de Carlos a la granja, Eloísa empezó a celarlo y le hizo jurar sobre el devocionario que no volviera por allí. "Así que obedeció; pero la audacia de su deseo protestó contra el servilismo de su conducta y, por una especie de hipocresía ingenua, estimó que esta prohibición de verla era para él como un derecho a amarla".

Tiempo después, un notario se apoderó subrepticiamente de algunos fondos de Eloísa, y más adelante se supo que ésta no era tan millonaria como parecía. "Es verdad que Eloísa poseía también, además de una parte de un barco valorada en seis mil francos, su casa de la calle Saint-François; y, sin embargo, de toda esta fortuna tan cacareada, no se había visto en casa más que algunos pocos muebles y cuatro trapos. Había que poner las cosas en claro. La casa de Dieppe estaba carcomida de hipotecas hasta sus cimientos; lo que ella había depositado en casa del notario sólo Dios lo sabía, y la parte del barco no pasó de mil escudos. ¡Así que la buena señora había mentido!" Ante este fraude, los padres de Carlos se indignaron con Eloísa. Monsieur Bovary culpó a su esposa de "haber hecho de su hijo un desgraciado, obligándole a cargar con aquel penco cuyos arreos valían menos aún que el pellejo". A los ocho días falleció Eloísa de una afección pulmonar, cinco meses después de la primera visita de Carlos a Les Bertaux, tras 14 meses de infeliz matrimonio. La muerte de ésta le produjo dolor y ensimismamiento. "Ella, a fin de cuentas, le había querido".

Luego del luctuoso suceso, monsieur Rouault visitó a Carlos para consolarlo y contarle que él también había perdido a su esposa tiempo atrás. Trató de persuadirlo de que la muerte es el destino de todos y que uno no debía "entregarse a la desesperación ni desear morirse porque se mueren los demás". Finalmente, lo invitó a visitar su granja, posiblemente con la velada intención de que se fijara en su hija Emma.

En una de sus visitas a Les Bertaux, Carlos encontró a Emma cosiendo. Ella le dijo que estaba "sufriendo mareos desde principios de la estación". Entre pláticas amenas continuaron su amistad. Un día Emma le contó sobre su vida en el convento, mientras que Carlos le hizo un relato sobre su época en el colegio. En sus frecuentes conversaciones, las frases les salían con naturalidad.

En la soledad de su casa, Carlos pensaba en ella y en lo que hablaban, y contemplaba la posibilidad que otro se casara con ella, toda vez que su padre "era bien rico ¡y ella tan hermosa!". Como su imagen no se le borraba de la mente, "se prometió a sí mismo hacerle la oferta de matrimonio en cuanto se presentara una ocasión propicia", a pesar de su timidez que le impedía encontrar las palabras adecuadas.

Aunque monsieur Rouault encontraba Carlos un poco "escuchimizado" y no lo consideraba como un yerno ideal, aceptó de buena gana la petición de éste. "Yo no deseo otra cosa -continuó el granjero-. Aunque sin duda la niña piensa como yo, habrá que pedirle su parecer…".

En los meses posteriores se hicieron los preparativos para la boda, y se casaron en la primavera del año siguiente, luego de que concluyera el luto de Carlos. A pesar de que Emma "le hubiera gustado casarse a media noche, a la luz de los candelabros", se desposaron en una pomposa ceremonia a la que asistieron 43 invitados, cuando Carlos arribaba a sus 23 años. Con esta unión, monsieur Rouault se libró de su hija "que en casa le servía para poco".

Los recién casados se fueron a vivir a la casa de Carlos, en el mismo lugar donde antes hubiera vivido con su primera esposa. Emma hacía algunos arreglos a la vivienda, mientras que Carlos atendía a sus pacientes. Él era muy cariñoso con ella, pero ésta empezaba mostrarse indiferente con su esposo. "Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado…Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían parecido en los libros". Ilusamente creyó que con Carlos podría experimentar la pasión ferviente que siempre había soñado y anhelado. La aparición de éste en su vida y el estímulo causado "por la presencia de aquel hombre, había bastado para hacerle creer que por fin poseía aquella pasión maravillosa que hasta entonces se había mantenido como un gran pájaro de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos, y no podía imaginarse ahora que aquella calma en que viva fuera la felicidad que había soñado… A veces pensaba que, a pesar de todo, aquellos eran los más bellos días de su vida, la luna de miel como decían. Para saborear su dulzura, habría sin duda que irse a esos países de nombres sonoros donde los días que siguen a la boda tienen más suaves ocios". Se lamentaba por haberse casado "¡Dios mío!, ¿por qué me habré casado?".

Alejada de sus labores hogareñas y maritales, Emma se introdujo en un lejano y fantástico mundo de sueños, ensoñaciones, ideales, anhelos, añoranzas y desvaríos. Se entregó casi por completo a todo tipo de lecturas, principalmente de novelas y temas históricos; a la vez rememoraba con nostalgia sus estudios en el convento, adonde ingresó a los trece años, posiblemente sin una firme convicción y vocación religiosa. A veces le recitaba versos a Carlos a la luz de la luna y se entretenía con Djali, una perrita galga italiana que le había regalado un guardia forestal. "Su pensamiento, sin objetivo al principio, vagaba al azar, como su perrita, que daba vueltas por el campo, ladraba detrás de las mariposas amarillas, cazaba las musarañas o mordisqueaba las amapolas a orillas de un trigal…Llamaba a Djali, la cogía entre sus rodillas, pasaba sus dedos sobre su larga cabeza fina y le decía: -Vamos, besa a tu ama, tú que no tienes penas. Después, contemplando el gesto melancólico del esbelto animal que bostezaba lentamente, se enternecía, y, comparándolo consigo misma, le hablaba en alto, como a un afligido a quien se consuela".

A finales de septiembre, el matrimonio Bovary fue invitado a La Vaubyessard, a casa del marqués de Anvervilliers, secretario de Estado bajo la Restauración, quien trataba de volver a la vida política y preparaba desde hacía mucho tiempo su candidatura a la Cámara de Diputados. Emma, maravillada y deslumbrada con el boato del casillo del marqués de Anvervilliers, escrutaba con detalle e interés su exterior e interior, deseando vivir en uno como éste. Le causó admiración el viejo duque de Laverdière, suegro del marqués anfitrión, de quien decían había sido amante de la reina María Antonieta. Al contemplar a Laverdière, que había tenido una vida disoluta y sibarita, salpicada de duelos, de desafíos y de mujeres raptadas (prototipo de los personajes de las novelas que tanto agradaban), "los ojos de Emma se volvían automáticamente a este hombre de labios colgantes, como a algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado en lechos de reinas!".

Cuando Carlos se arreglaba para bailar, Emma lo reconvino, advirtiéndole que ni se le ocurriera, debido a que se burlarían de él, y porque eso no era propio de un médico. Carlos no se opuso a la insolencia de su esposa, y al tratar de besarla en el hombro porque estaba tan hermosa y elegante ataviada para el baile, ella lo rechazó con un "¡Quita, que me arrugas!" Durante la fiesta, Emma recordó la imagen de Les Bertaux. "Volvió a ver la granja, la charca cenagosa, a su padre en blusa bajo los manzanos, y se vio a sí misma, como antaño, desnatando con su dedo los barreños de leche en la lechería. Pero, ante los fulgores de la hora presente, su vida pasada, tan clara hasta entonces, se desvanecía por completo, y hasta dudaba si la había vivido. Ella estaba allí: después, en torno al baile, no había más que sombra que se extendía a todo lo demás".

Al concluir la opípara cena, "en la que se sirvieron muchos vinos de España, del Rin, sopas de cangrejos y de leche de almendras, pudín a de Trafalgar y toda clase de carnes frías con gelatinas alrededor que temblaban en las fuentes", se inició el cotillón (fiesta y baile que se celebra en un día señalado, con danzas con figuras, generalmente en compás de vals, que solía ejecutarse al fin de los bailes de sociedad); Carlos se quedó medio dormido de espaldas a una puerta. Emma bailó con un vizconde a pesar de que no sabía bailar vals. "Todo el mundo valseaba, incluso la misma señorita de Andervilliers y la marquesa; no quedaban más que los huéspedes del palacio, una docena de personas más o menos. Entretanto, uno de los valseadores, a quien llamaban familiarmente "vizconde", y cuyo chaleco muy abierto parecía ajustado al pecho, se acercó por segunda vez a invitar a Madame Bovary, asegurándole que la llevaría y que saldría airosa".

Luego de que se fueron a dormir, Emma seguía escuchando la música del baile que "zumbaba todavía en su oído, y hacía esfuerzos por mantenerse despierta, a fin de prolongar la ilusión de aquella vida de lujo que pronto tendría que abandonar". Cuando empezó amanecer, Emma "miró detenidamente las ventanas del castillo, intentando adivinar cuáles eran las habitaciones de todos aquéllos que había visto la víspera. Hubiera querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, confundirse con ellas".

Al otro día, al regresar a casa, Emma, como no encontró la cena preparada, despidió a Anastasia (la criada), luego de haber montado en cólera. "¡Márchese! dijo Emma. Esto es una burla; queda despedida". Carlos, sumiso como siempre, no se opuso, a pesar de que él sentía cariño por Anastasia, quien le había hecho compañía durante muchas noches de soledad y había sido su apoyo tras la muerte de Eloísa. Cuando le preguntó Carlos a Emma que si había despedido a la criada, en tono desafiante le contestó: "Naturalmente. Quién me impide hacerlo".

Transcurrido un día del regreso del castillo a Emma ya le parecía lejos el baile al que pronto olvidaría, no obstante seguirlo añorando. "¡Qué lejos le parecía el baile!.. Su viaje a La Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. Sin embargo, se resignó; colocó cuidadosamente en la cómoda su hermoso traje y hasta sus zapatos de raso, cuya suela se había vuelto amarilla al contacto con la cera resbaladiza del suelo. Su corazón era como ellos; al roce con la riqueza, se le había pegado encima algo que ya no se borraría. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma. Cada miércoles se decía al despertar: "¡Ah, hace ocho días… hace quince días…, hace tres semanas, yo estaba allí!" Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza".

Los días prosiguieron y Emma continuaba sumergida en su universo fantástico e iluso. Detallaba y olía el perfume de una petaca de seda verde que supuestamente se le había caído a un grupo de personas, dentro del cual, según Emma, iba el vizconde cuando se marchaban a París, luego de la fiesta. Pensaba en el vizconde, que estaría en París, y se preguntaba cómo sería esa ciudad, con ese nombre tan inconmensurable. "Se compró un plano de París y, con la punta de su dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital. Subía los bulevares, deteniéndose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuraban las casas. Por fin, cansados los ojos, cerraba sus párpados, y veía en las tinieblas retorcerse al viento farolas de gas con estribos de calesas, que bajaban con gran estruendo ante el peristilo de los teatros". Se suscribió a revistas para mujeres, y así vivía enterada de estrenos teatrales, carreras, reuniones sociales, debut de cantantes, inauguraciones de tiendas de moda… "Estaba al tanto de las modas nuevas, conocía las señas de los buenos modistos, los días de Bois o de Ópera. Estudió, en Eugenio Sue, descripciones de muebles; leyó a Balzac y a George Sand buscando en ellos satisfacciones imaginarias a sus apetencias personales. Hasta la misma mesa llevaba su libro y volvía las hojas, mientras que Carlos comía y le hablaba. El recuerdo del vizconde aparecía siempre en sus lecturas. Entre él y los personajes inventados establecía comparaciones. Pero el círculo cuyo centro era el vizconde se ampliaba a su alrededor y aquella aureola que tenía, alejándose de su cara, se extendió más lejos para iluminar otros sueños".

En reemplazo de Anastasia, Emma contrató los servicios de Felicidad, una joven de catorce años, huérfana y de dulce semblante. "Le prohibió los gorros de algodón, le enseñó que había que hablarle en tercera persona, traer un vaso de agua en un plato, llamar a las puertas antes de entrar, y a planchar, a almidonar, a vestirla, quiso hacer de ella su doncella". Ella aceptó sumisamente por temor a perder el empleo. Mientras tanto, Emma seguía soñando despierta y realizando algunos quehaceres domésticos. "Tenía ganas de viajar o de volver a vivir a su convento. Deseaba a la vez morirse y vivir en París".

Por algunos pequeños detalles de refinamiento, Carlos se enamoraba más de su esposa, en tanto que iba ganado reputación como médico y se hacia querer de grandes y chicos. Emma lo miraba y se lamentaba por no haberse casado con otro hombre que hubiera hecho notar su nombre entre la alta sociedad; además de no tener ambiciones, era "¡un desgraciado!, ¡un desgraciado!". Cada vez le impacientaba más, y hasta sus vulgares modales le desagradaban. A veces lo acicalaba, pero no por el bien de Carlos, sino por ella misma, "para desahogar su egoísmo, su ofuscación nerviosa".

La vida de Emma se volvió más rutinaria y melancólica, al perder la esperanza de que fueran nuevamente invitados al castillo del marqués. "Después del fastidio de esta decepción, su corazón volvió a quedarse vacío, y entonces empezó de nuevo la serie de las jornadas iguales. Y ahora iban a seguir una tras otra, siempre idénticas, inacabables y sin aportar nada nuevo. Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada".

Compungida por su insulsa existencia dejó de tocar el piano, pues no tenían quién la escuchara; también dejó el dibujo y la tapicería. "La costura la ponía nerviosa". Según ella, ya había estudiado y aprendido todo. Su vida se sumió en la tristeza y en el sinsentido. Cuando comía, sentía que toda la amargura de la existencia se la servían en el plato. Empezó a descuidar la casa (lo que le trajo dificultades con su suegra) y se tornó difícil y caprichosa. No sentía sensibilidad por las emociones ajenas y no disimulaba el desdén por todo y por todos; "y a veces se ponía a expresar opiniones singulares, censurando lo que aprobaban, y aprobando cosas perversas o inmorales, lo cual hacía abrir ojos de asombro a su marido… ¿Duraría siempre esta miseria?, ¿no saldría de allí jamás? ¡Sin embargo, Emma valía tanto como todas aquellas que eran felices! Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas y de modales más ordinarios, y abominaba de la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en las paredes para llorar; envidiaba la vida agitada, los bailes de disfraces, los placeres con todos los arrebatos que desconocía y que debían de dar. Adquirió un color pálido y tenía palpitaciones y había días en que se ponía a hablar con verborrea febril. Un colega de Carlos le diagnosticó a Emma una enfermedad nerviosa y le recomendó cambiar de ambiente. Fue así como, luego de hacer las averiguaciones y coordinaciones pertinentes, se fueron a vivir a Yonville a principios de marzo. Emma estaba embarazada. Carlos había vivido cuatro años en Tostes, incluyendo los dos de matrimonio con Emma.

Segunda parte

Yonville l"Abbayel, llamado así por una antigua abadía de capuchinos de la que ni siquiera quedan ruinas, "es un pueblo a ocho leguas de Ruán, entre la carretera de Abbeville y la de Beauvais, al fondo de un valle regado por el Rieule, pequeño río que desemboca en el Andelle, después de haber hecho mover tres molinos hacia la desembocadura, y en el que hay algunas truchas que los chicos se divierten en pescar con caña los domingos". Allí fueron recibidos con una cena que les ofreció madame Lefrancois (viuda), patrona de la fonda "El León de Oro", con la asistencia de monsieur Homais, el boticario, y el joven León Dupis (quien vivía en la casa de Homais), ayudante del notario Guillaumin.

Durante la cena y después ésta conversaron animadamente. Homais dijo que Yonville era un excelente lugar para que Carlos ejerciera la medicina. Emma y León hablaron asertiva y empáticamente sobre literatura, música y teatro. Los dos resultaron ser amantes apasionados de la lectura. "Fue así como, uno cerca del otro, mientras que Carlos y el farmacéutico platicaban, entraron en una de esas vagas conversaciones en que el azar de las frases lleva siempre al centro fijo de una simpatía común. Espectáculos de París, títulos de novelas, bailes nuevos, y el mundo que no conocían, Tostes, donde ella había vivido, Yonville, donde estaban, examinaron todo, hablaron de todo hasta el final de la cena". Homais le ofreció a Emma su biblioteca personal, la cual, según él, contaba con los mejores autores, como Voltaire, Rousseau, Delille, Walter Scott, L'Echo des Feuilletons, etc., agregando que recibía, además, diferentes periódicos, entre ellos el Fanal de Rouen, diariamente, con la ventaja de ser su corresponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y los alrededores". Luego de la velada, todos se fueron a dormir. "Era la cuarta vez que Emma dormía en un lugar desconocido. La primera había sido el día de su entrada en el internado, la segunda la de su llegada a Tostes, la tercera en La Vaubyessard, la cuarta era ésta; y cada una había coincidido con el comienzo de una nueva etapa en su vida. No creía que las cosas pudiesen ser iguales en lugares diferentes, y, ya que la parte vivida había sido mala, sin duda a que quedaba por pasar sería mejor".

Homais resultó ser "buen" vecino, y procuró ganarse la amistad y la confianza de Carlos, debido a que lo movían ciertos intereses: evitar que lo denunciara por ejercer la medicina sin diploma. "Algunos colegas estaban celosos, había que temerlo todo; ganarse al señor Bovary con cortesías era ganar su gratitud, y evitar que hablase después, si se daba cuenta de algo. Por eso, todas las mañanas Homais le llevaba el periódico y frecuentemente, por la tarde, dejaba un momento la farmacia para ir a conversar a casa del oficial de salud".

Carlos empezó a desanimarse por la falta de pacientes. Para no aburrirse desempeñaba algunas labores rutinarias relacionadas con el arreglo de su casa. El asunto del dinero lo inquietaba demasiado. "Había gastado tanto en las reparaciones de Tostes, en los trajes de su mujer y en la mudanza, que toda la dote, más de tres mil escudos, se había ido en dos años. Además, ¡cuántas cosas estropeadas o perdidas en el transporte de Tostes a Yonville…" El embarazo de Emma acabó de preocuparlo. "A medida que se acercaba el final él la mimaba más. Era otro lazo de la carne que se establecía y como el sentimiento continuo de una unión más compleja. Cuando veía de lejos su aire perezoso y su talle cimbreándose suavemente sobre sus caderas sin corsé, cuando frente a frente uno del otro la contemplaba todo contento, y ella, sentada en su sillón, daba muestras de fatiga, entonces su felicidad se desbordaba; se levantaba, la besaba, le pasaba las manos por la cara, le llamaba mamaíta, quería hacerle bailar, y decía, medio de risa, medio llorando, toda clase de bromas cariñosas que se le ocurrían. La idea de haber engendrado le deleitaba. Nada le faltaba ahora. Conocía la existencia humana con todo detalle y se sentaba a la mesa apoyado en los dos codos, lleno de serenidad".

A pesar de la perplejidad de Emma, deseaba saber qué era ser madre. Quería un niño, sano y fuerte, para llamarlo Jorge, porque la idea de tener un hijo varón era como la revancha esperada de todas sus impotencias pasadas. "Un hombre, al menos, es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar los obstáculos, gustar los placeres más lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente vedado. Fuerte y flexible a la vez, tiene en contra de sí las molicies de la carne con las dependencias de la ley. Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un cordón, palpita a todos los vientos; siempre hay algún deseo que arrastra, pero alguna conveniencia social que retiene". Sin embargo, fue una niña. Decidió llamarla Berta, debido a que se acordó de una dama que en el castillo de La Vaubyessard llamaban así. Apenas nació Berta fue entregada a madame Rollet, esposa de un carpintero, para que la amamantara. Luego de la cuarentena fue a verla, acompañada del joven León. A su regreso platicó con éste. Hablaron de una compañía de bailarines españoles que iba a actuar en breve en el teatro. "¿No tenían otra cosa qué decirse? Sus ojos, sin embargo, estaban llenos de una conversación más seria; y, mientras se esforzaban en encontrar frases banales, se sentían invadidos por una misma languidez; era como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos por aquella dulzura nueva, no pensaban en contarse esa sensación o en descubrir su causa. Las dichas futuras, como las playas de los trópicos, proyectan sobre la inmensidad que les precede sus suavidades natales, una brisa perfumada, y uno se adormece en aquella embriaguez sin ni siquiera preocuparse del horizonte que no se vislumbra". Esta situación no agradó a madame Tavache, esposa del alcalde, quien comentó con su criada que Emma se estaba poniendo en evidencia.

Emma, taciturna y meditabunda, desde su ventana veía pasar a León. Entre ellos se fue consolidando una amistad, y se divertían jugando cartas, platicando y paseando por los contornos de Yonville; a veces él le declamaba poesías "con tono lánguido que se volvía deliberadamente susurrante en los pasajes amorosos". En otras ocasiones, León leía y Emma escuchaba. "Así vino a establecerse entre los dos una especie de alianza, un continuo intercambio de libros y novelas". Intercambiaban regalos, y algunas personas consideraban a Emma como la "amiga del alma" de León. Carlos no se oponía a esta amistad, debido a que no era celoso. León dada motivos para creer que entre los dos germinaba una pasión, "pues hablaba continuamente de sus encantos y de su talento, hasta el punto de que Binet le contestó una vez muy brutalmente: -¿A mí qué me importa, si no soy de su círculo de amistades?"

Carlos quería declarársele, pero su timidez se lo impedía, "y siempre vacilando entre el temor de desagradarle y la vergüenza de ser tan pusilánime, lloraba de desánimo y de deseos". Escribía cartas que luego rompía por falta de valor para enviárselas. "Se señalaba fechas que iba retrasando. A menudo se ponía en camino, con el propósito de atreverse a todo; pero esta resolución le abandonaba inmediatamente en presencia de Emma. Emma nunca se preguntó si lo amaba, pues consideraba que el amor "debía llegar de pronto, con grandes destellos y fulguraciones, huracán de los cielos que cae sobre la vida, la trastorna, arranca las voluntades como si fueran hojas y arrastra hacia el abismo el corazón entero". Emma, comparando a Carlos con León, encontraba a éste encantador. "¡Ay, sí, es encantador, encantador…! ¿Estará enamorado de alguien? ¡De mí, claro!"

Con el transcurso de los días, Emma se ensimismó en un profundo silencio. Cambió sus modales y sus conversaciones. Se apersonó de las tareas domésticas, frecuentó la iglesia y se tornó drástica con Felicidad. Trajo a Berta de donde su nodriza. A pesar de que los niños la enloquecían, "Berta era su mayor consuelo, su vida, su locura…" Todo cuanto su esposo disponía lo aceptaba. "Lo único que no hacía era adivinar o salir al encuentro de aquellos deseos de él. A los que se sometía sin rechistar".

León seguía sufriendo porque no era capaz de confesar su amor. "-¡Es una locura! ¿Cómo voy a poder llegar hasta ella?" Empezó a idealizarla y, como la veía inaccesible, renunció a su intento. "Le pareció, pues, así tan virtuosa a inaccesible, que abandonó hasta la más remota esperanza. Pero con esta renuncia la colocaba en condiciones extraordinarias. Para él, Emma se desprendió de sus atractivos carnales de los cuales él nada podía conseguir; y en su corazón fue subiendo más y más despegándose a la manera magnífica de una apoteosis que alza su vuelo. Era uno de esos sentimientos puros que no estorban el ejercicio de la vida, que se cultivan porque son raros y cuya pérdida afligiría más de lo que alegraría su posesión".

Emma proseguía en su mutismo, y su cuerpo se adelgazaba. Para los demás, Emma era una mujer especial, ahorrativa, bien educada y caritativa, pero ella estaba llena de oscuros apetitos, de rabia, de desprecio. "Aquel vestido de pliegues rectos escondía un corazón agitado, y aquellos labios tan púdicos no contaban su tormenta. Estaba enamorada de León, y buscaba la soledad, a fin de poder deleitarse más a gusto en su imagen. La presencia de su persona turbaba la voluptuosidad de aquella meditación. Emma palpitaba al ruido de sus pasos; después, en su presencia la emoción decaía, y luego no le quedaba más que un inmenso estupor que terminaba en tristeza".

Emma, que estaba al tanto de "todas las idas y venidas" de León, deseaba saber cómo sería el cuarto donde dormía éste. Entre más se enamoraba de León, más esfuerzos hacía por reprimir sus sentimientos para que éste no los notara y los ahogara. "Emma, cuanto más se daba cuenta de su amor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo. Hubiera querido que León lo sospechara; imaginaba casualidades catástrofes que lo hubiesen facilitado. Lo que la retenía, sin duda, era la pereza o el miedo, y el pudor también. Pensaba que lo había alejado demasiado, que ya no había tiempo, que todo estaba perdido. Después el orgullo, la satisfacción de decirse a sí misma: "Soy virtuosa", y de mirarse al espejo, adoptando posturas resignadas, la consolaba un poco del sacrificio que creía hacer.

Entonces, los apetitos de la carne, las codicias del dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundía en un mismo sufrimiento; y, en vez de desviar su pensamiento, lo fijaba más, excitándose al dolor y buscando para ello todas las ocasiones. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta entreabierta, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado pequeña. Lo que la desesperaba era que Carlos no parecía ni sospechar su suplicio. La convicción que tenía el marido de que la hacía feliz le parecía un insulto imbécil, y su seguridad al respecto, ingratitud. Pues ¿para quién era ella formal?

¿No era él el obstáculo a toda felicidad, la causa de toda miseria, y como el hebijón puntiagudo de aquel complejo cinturón que la ataba por todas partes?

Así pues, cargó totalmente sobre él el enorme odio que resultaba de sus aburrimientos, y cada esfuerzo para disminuirlo no servía más que para aumentarlo, pues aquel empeño inútil se añadía a los otros motivos de desesperación y contribuía más al alejamiento. Hasta su propia dulzura de carácter le rebelaba. La mediocridad doméstica la impulsaba a fantasías lujosas, la ternura matrimonial, a deseos adúlteros. Hubiera querido que Carlos le pegase, para poder detestarlo con más razón, vengarse de él. A veces se extrañaba de las conjeturas atroces que le venían al pensamiento; y tenía que seguir sonriendo, oír cómo repetían que era feliz, fingir serlo, dejarlo creer.

Sin embargo, estaba asqueada de esta hipocresía. Le daban tentaciones de escapar con León a alguna parte, muy lejos, para probar una nueva vida; pero inmediatamente se abría en su alma un abismo vago lleno de oscuridad.

-Además, no me quiere -pensaba ella-; ¿qué va a ser de mí?, ¿qué ayuda esperar, qué consuelo, qué alivio?"

Emma fue a visitar al cura Bournisien porque no se sentía "nada buena", con el ánimo de apaciguar la fiebre y desesperación que León le había ocasionado, aclarándole que no eran remedios de este mundo lo que ella necesitaba. Él dijo que tampoco se sentía bien; agregando que, según San Pablo, "a este mundo hemos venido a sufrir". En razón a que el sacerdote empezó a regañar a unos niños impertinentes e inquietos que jugaban en la iglesia, divagar y "diagnosticarle" una presunta indigestión, Emma se marchó a casa diciéndole que "no quería nada". En su hogar, al ver que todo está tranquillo mientras ella soporta un torbellino interior, apartó con impaciencia a Berta, y ésta cayó y se cortó la delicada mejilla. Al observarla, insensiblemente, pensó: "¡Mira que es fea esa niña!".

León, aburrido de amar a Emma en silencio a cambio de nada, con deseos de cambiar de ambiente, terminar sus estudios de derecho, llevar una vida bohemia, aprender a tocar guitarra, buscar otros horizontes y realizar otras actividades, decidió trasladarse a París. El día de su partida fue a despedirse de Emma. "Entonces hubo un silencio. Se miraron; y sus pensamientos, confundidos en la misma angustia, se apretaban estrechamente, como dos pechos palpitantes".

Después del adiós de León, Carlos encontró que su mujer había "estado un poquillo alterada toda la tarde", pero dedujo que ese cambio formaba parte de la naturaleza de las mujeres. "El día siguiente fue para Emma un día fúnebre. Todo le pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como hace el viento en los castillos abandonados. Era ese ensueño que nos hacemos sobre lo que ya no volverá, el cansancio que nos invade después de cada tarea realizada, ese dolor, en fin, que nos causa la interrupción de todo movimiento habitual, el cese brusco de una vibración prolongada.

Como al regreso de la Vaubyessard, cuando las contradanzas le daban vueltas en la cabeza, tenía una melancolía taciturna, una desesperación adormecida. León se le volvía a aparecer más alto, más guapo, más suave, más difuso; aunque estuviese separado de ella, no la había abandonado, estaba allí, y las paredes de la casa parecían su sombra.

Emma no podía apartar su vista de aquella alfombra que él había pisado, de aquellos muebles vacíos donde se había sentado. El río seguía corriendo y hacía avanzar lentamente sus pequeñas olas a lo largo de la ribera resbaladiza. Por ella se habían paseado muchas veces, con aquel mismo murmullo del agua, sobre las piedras cubiertas de musgo. ¡Qué buenas jornadas de sol habían tenido!, ¡qué tardes más buenas, solos, a la sombra, al fondo del jardín! El leía en voz alta, descubierto, sentado en un taburete de palos secos; el viento fresco de la pradera hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas del cenador… ¡Ah!, ¡se había ido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de una felicidad! ¿Cómo no se había apoderado de aquella ventura cuando se le presentó? ¿Por qué no lo había retenido con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería escaparse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Le entraron ganas de correr a unirse con él, de echarse en sus brazos, de decirle: "¡Soy yo, soy tuya!" Pero las dificultades de la empresa la contenían, y sus deseos, aumentados con el disgusto, no hacían sino avivarse más.

Desde entonces aquel recuerdo de León fue como el centro de su hastío; chisporroteaba en él con más fuerza que, en una estepa de Rusia, un fuego de viajeros abandonado sobre la nieve. Se precipitaba sobre él, se acurrucaba contra él, removía delicadamente aquel fuego próximo a extinguirse, iba buscando en torno a ella aquello que podía avivarlo más; y las reminiscencias más lejanas como las más inmediatas ocasiones, lo que ella experimentaba con lo que se imaginaba, sus deseos de voluptuosidad que se dispersaban, sus proyectos de felicidad que estallaban al viento como ramas secas, su virtud estéril, sus esperanzas muertas, ella lo recogía todo y lo utilizaba todo para aumentar su tristeza.

Sin embargo, las llamas se apaciguaron, bien porque la provisión se agotase por sí misma, o porque su acumulación fuese excesiva. El amor, poco a poco, se fue apagando por la ausencia, la pena se ahogó por la costumbre; y aquel brillo de incendio que teñía de púrpura su cielo pálido fue llenándose de sombra y se borró gradualmente. En su conciencia adormecida, llegó a confundir las repugnancias hacia su marido con aspiraciones hacia el amante, los ardores del odio con los calores de la ternura; pero, como el huracán seguía soplando, y la pasión se consumió hasta las cenizas, y no acudió ningún socorro, no apareció ningún sol, se hizo noche oscura por todas partes, y Emma permaneció perdida en un frío horrible que la traspasaba.

Entonces volvieron los malos días de Tostes. Se creía ahora mucho más desgraciada, pues tenía la experiencia del sufrimiento, con la certeza de que no acabaría nunca. Una mujer que se había impuesto tan grandes sacrificios, bien podía prescindir de caprichos. Se compró un reclinatorio gótico, y se gastó en un mes catorce francos en limones para limpiarse las uñas; escribió a Rúan para encargar un vestido de cachemir azul; escogió en casa de Lheureux el más bonito de sus echarpes; se lo ataba a la cintura por encima de su bata de casa; y, con los postigos cerrados, con un libro en la mano, permanecía tendida sobre un sofá con esta vestimenta.

A menudo variaba su peinado; se ponía a la china, en bucles flojos, en trenzas; se hizo una raya al lado y recogió el pelo por debajo, como un hombre. Quiso aprender italiano: compró diccionarios, una gramática, una provisión de papel blanco. Ensayó lecturas serias, historia y filosofía

…Pero ocurrió con sus lecturas lo mismo que con sus labores, que, una vez comenzadas todas, iban a parar al armario; las tomaba, las dejaba, pasaba a otras. Tenía arrebatos que la hubiesen llevado fácilmente a extravagancias. Un día sostuvo contra su marido que era capaz de beber la mitad de un gran vaso de aguardiente, y, como Carlos cometió la torpeza de retarla, ella se tragó el aguardiente hasta la última gota. A pesar de sus aires evaporados (ésta era la palabra de las señoras de Yonville), Emma, sin embargo, no parecía contenta, y habitualmente conservaba en las comisuras de sus labios esa inmóvil contracción que arruga la cara de las solteronas y la de las ambiciosas venidas a menos. Se la veía toda pálida, blanca como una sábana; la piel de la nariz se le estiraba hacia las aletas, sus ojos miraban de una manera vaga. Por haberse descubierto tres cabellos grises sobre las sienes habló mucho de su vejez".

La madre de Carlos atribuyó el estado de Emma a la falta de actividades útiles y a la lectura de libros perniciosos. "-¿Sabes lo que necesitaría tu mujer? -decía mamá Bovary-. ¡Serían unas obligaciones que atender, trabajos manuales! Si tuviera, como tantas otras, que ganarse la vida, no tendría esos trastornos, que le proceden de un montón de ideas que se mete en la cabeza y de la ociosidad en que vive. -Sin embargo, trabaja -decía Carlos.

-¡Ah!, ¡trabaja! ¿Qué hace? Lee muchas novelas, libros, obras que van contra la religión, en las que se hace burla de los sacerdotes con discursos sacados de Voltaire. Pero todo esto trae sus consecuencias, ¡pobre hijo mío!, y el que no tiene religión acaba siempre mal".

Carlos y su madre, en vano, intentaron impedirle leer novelas y amonestar al librero de Ruán para que no le prestara libros a Emma.

Un día, estando Emma oteando en la ventana, que en provincias sirven "como sucedáneo del teatro y del paseo", vio acercarse un caballero que le llamó profundamente la atención. Se trataba de monsieur Roldolfo Boulanger, dueño de la hacienda La Huchette, "una posesión que estaba a poca distancia de Yonville", con quien más adelante establecería un tórrido vínculo pasional. Rodolfo era soltero, millonario y tenía 34 años. Éste se quedó impresionado con la elegancia de Emma. "¡Qué guapa es!", pensó. "¡Hermosos dientes, ojos negros, lindo pie, y el porte de una parisina! ¿De dónde diablos habrá salido?" Entonces se propuso conquistarla, creyendo que Carlos no estaba a la altura de ella. "-Me parece muy tonto. Ella está cansada de él sin duda. Lleva unas uñas muy sucias y una barba de tres días. Mientras él va a visitar a sus enfermos, ella se queda zurciendo calcetines. Y se aburre, ¡quisiera vivir en la ciudad, bailar la polka todas las noches!

¡Pobre mujercita! Sueña con el amor, como una carpa con el agua en una mesa de cocina. Con tres palabritas galantes, se conquistaría, estoy seguro, ¡sería tierna, encantadora!… Sí, pero ¿cómo deshacerse de ella después?… ¡Tiene que ser mía!… ¿Dónde encontrarse? ¿Por qué medio? Tendremos continuamente al crío sobre los hombros, y a la criada, los vecinos, el marido, toda clase de estorbos considerables… ¡Es que tiene unos ojos que penetran en el corazón como barrenas! ¡Y ese cutis pálido!… ¡Yo, que adoro las mujeres pálidas!… No hay más que buscar las ocasiones. Bueno, pasaré por allí alguna vez, les mandaré caza, aves; me haré sangrar si es preciso; nos haremos amigos, los invitaré a mi casa…"

Emma aprovechó "la feria agrícola del Sena inferior" para conversar y pasear con Rodolfo por Yonville. Entre otros temas, platicaban sobre "la vida tan mediocre que se lleva en provincias, de la cantidad de existencias que ahoga, de las ilusiones que en ella zozobran". Rodolfo confesó que a veces se aburría, y que cuando estaba con los demás se cubría el rostro con una máscara risueña. "Pero cuántas veces, al pasar junto al cementerio a la luz de la luna, me ha dado por pensar si no estaría mucho mejor yendo a hacer compañía a los que duermen…

-¡Oh! ¿Y sus amigos? -dijo ella-. Usted no piensa en eso.

-¿Mis amigos? ¿Cuáles? ¿Acaso tengo yo amigos? ¿Quién se preocupa de mí? Y acompañó estas últimas palabras con una especie de silbido entre sus labios…

-¡Sí!, ¡tantas cosas me han faltado!, ¡siempre solo! ¡Ah!, si hubiese tenido una meta en la vida, si hubiese encontrado un afecto, si hubiese hallado a alguien… ¡Oh!, ¡cómo habría empleado toda la energía de que soy capaz, lo habría superado todo, roto todos los obstáculos!

-Me parece, sin embargo -dijo Emma-, que no tiene de qué quejarse.

-¡Ah!, ¿cree usted? -dijo Rodolfo.

-Pues al fin y al cabo -replicó ella-, es usted libre…

-Por lo demás -añadió Rodolfo-, quizás, desde el punto de vista de la gente, ¿tienen razón?

-¿Cómo es eso? -preguntó ella.

-¿Y cómo ha de ser? -preguntó él-, ¿no sabe usted que hay almas continuamente atormentadas? Necesitan alternativamente el sueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y se precipitan así en toda clase de fantasías, de locuras.

-Nosotras, las pobres mujeres, ni siquiera tenemos esa distracción.

-Triste distracción, pues ahí no se encuentra la felicidad.

-¿Pero acaso la felicidad se encuentra alguna vez? -preguntó ella.

-Sí, un día se encuentra -respondió él…

-Sí, llega un día -repitió Rodolfo-, un día, de pronto, y cuando ya se había perdido la esperanza. Entonces se entreabren horizontes, es como una voz que grita: "¡Aquí está!" Uno siente la necesidad de hacer a esa persona la confidencia de su vida, de darle todo, de sacrificarle todo. No nos explicamos, nos adivinamos. Nos hemos vislumbrado en sueños (y él la miraba). Por fin, está ahí, ese tesoro que tanto se ha buscado, ahí, delante de nosotros; brilla, resplandece. Sin embargo, seguimos dudando, no nos atrevemos a creer en él; nos quedamos deslumbrados, como si saliéramos de las tinieblas a la luz…

-¡Y dale! -dijo Rodolfo-, siempre los deberes. Estoy harto de esas palabras. Son un montón de zopencos con chaleco de franela y de beatas de estufa y rosario que continuamente nos cantan a los oídos: "¡El deber!, ¡el deber!" ¡Qué diablos!, el deber, es sentir lo que es grande, amar lo que es bello, y no aceptar todos los convencionalismos de la sociedad, con las ignominias que ella nos impone.

-Sin embargo…, sin embargo -objetaba Madame Bovary.

-¡Pues no! ¿Por qué predicar contra las pasiones? ¿No son la única cosa hermosa que hay sobre la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, en fin, de todo?

-Pero es preciso -dijo Emma- seguir un poco la opinión del mundo y obedecer su moral.

-¡Ah!, es que hay dos -replicó él-. La pequeña, la convencional, la de los hombres, la que varía sin cesar y que chilla tan fuerte, se agita abajo a ras de tierra, como ese hato de imbéciles que usted ve. Pero la otra, la eterna, está alrededor y por encima, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos alumbra…

-¿Es que no le subleva a usted esta conspiración de la sociedad? ¿Hay algún sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidos, calumniados, y si, por fin, dos pobres almas se encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo, ellas lo intentarán, moverán las alas, se llamarán. ¡Oh!, no importa, tarde o temprano, dentro de seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque el destino lo exige y porque han nacido la una para la otra".

Rodolfo, además le hablaba a Emma de sueños, de presentimientos, de magnetismo, de afinidades… "-Por ejemplo, nosotros -decía él-, ¿por qué nos hemos conocido?, ¿qué azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, sin duda, como dos ríos que corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado el uno hacia el otro. Y le cogió la mano. Ella no la retiró.

-¡Cómo me quedaría esta tarde, mañana, los demás días, toda mi vida!

-Porque nunca he encontrado en el trato con la gente una persona tan encantadora como Usted.

-Por eso yo guardaré su recuerdo.

-¡Oh!, no, verdad, ¿seré alguien en su pensamiento, en su vida?

Rodolfo le apretaba la mano, y la sentía completamente caliente y temblorosa como una tórtola cautiva que quiere reemprender su vuelo; pero fuera que ella tratase de liberarla, soltarla, o bien que respondiese a aquella presión, hizo un movimiento con los dedos; él exclamó:

-¡Oh, graciasl, ¡no me rechaza!, ¡es usted buena!, ¡comprende que soy suyo! ¡Déjeme que la vea, que la contemple!"

Siguiendo con su plan meticulosamente articulado para conquistar a Emma, Rodolfo se presentó en la casa de ésta, seis semanas después de la feria, buscando con su estrategia que Emma se enamorara más de él. Acudiendo a uno de sus ardides contemplados en su plan, le dijo: "-¡Sí, pienso en usted continuamente!… Su recuerdo me desespera ¡Ah!, ¡perdón!… La dejo… ¡Adiós!… ¡Me iré lejos, tan lejos que usted ya no volverá a oír hablar de mí! Y sin embargo…, hoy…, ¡no sé qué fuerza me ha empujado de nuevo hacia usted! ¡Pues no se lucha contra el cielo, no se resiste a la sonrisa de los ángeles!, ¡uno se deja arrastrar por lo que es bello, encantador, adorable!" Emma, que nunca había oído retórica semejante, se sentía prisionera de aquel apasionado lenguaje. "¡Qué bueno es usted!", le dijo.

Él aclaró: "No es que sea bueno, es que la quiero. ¡Créame, dígame que me cree! ¡Una palabra sólo, me basta con una palabra!".

Avanzando con su plan, hábilmente Rodolfo logró que Emma fuera a cabalgar a su hacienda, so pretexto de que esa actividad le haría bien a su salud. Emma, inicialmente, se opuso. Carlos la convenció. Emma, que no deseaba ello, por temor al qué dirán de la gente, terminó aceptando, luego de que Carlos le dijera que, antes que la gente habladora, primero estaba la salud.

Durante el paseo Rodolfo, acudiendo a su audacia seductora logró poseerla, hacerle el amor, a pesar de que Emma intentó vanamente oponerse, arguyendo que eso no estaba correcto, que era una locura. Emma, "desfallecida y llorosa, sacudiendo su cuerpo por un profundo estremecimiento, se tapó la cara con las manos y se entregó a él". El adulterio se había consumado.

Esa noche en su habitación, al mirarse en el espejo, Emma vio un cambio en su rostro, sus ojos grandes y negros de mirada profunda. "Se repetía: "¡Tengo un amante!, ¡un amante!", deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.

Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.

Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza.

¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna.

El día siguiente pasó en una calma nueva. Se hicieron juramentos. Ella le contó sus tristezas. Rodolfo le interrumpía con sus besos; y ella le contemplaba con los párpados entornados, le pedía que siguiera llamándola por su nombre y que repitiera que la amaba…

A partir de aquel día se escribieron regularmente todas las tardes. Emma llevaba su carta al fondo de la huerta, cerca del río, en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a buscarla allí y colocaba otra, que ella tildaba siempre de muy corta".

Emma, obsesionada por Rodolfo, empezó a visitarlo en su hacienda. Allí se entregaban y vivían intensamente. "Después, ella examinaba el piso, abría los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de Rodolfo y se miraba en el espejo de afeitarse. A veces, incluso, metía entre sus dientes el tubo de una gran pipa que estaba sobre la mesa de noche, entre limones y terrones de azúcar, al lado de una botella de agua". Los dos seguían encontrándose, "hasta que una mañana, al verla entrar de repente, él la recibió con un ceño de contrariedad.

-¿Qué tienes? -dijo ella-. ¿Estás malo? ¡Háblame!

Por fin, él declaró, en tono serio, que sus visitas iban siendo imprudentes y que ella se comprometía".

Temerosa de ser descubierta, propuso a Rodolfo encontrar un sitio clandestino para sus furtivos encuentros amorosos. Entonces, 3 ó 4 veces por semana, se encontraban en el jardín de la casa de los Bovary, y Emma salía previa señal de Rodolfo. Emma se impacientaba por tener que eludir a Carlos por temor a que la descubriera en su infidelidad. Luego de que lograba eludirlo, "se escapaba al jardín, conteniendo el aliento, temblorosa, sonriente y con las ropas desceñidas".

Como secuela de algunas conductas y actitudes pueriles e ingenuas de Emma, Rodolfo empezó a profesarle cierta indiferencia, a pesar de su hermosura y del amor que ella le prodigaba, el cual le renovó sus costumbres libertinas y le halagaba "su amor propio y sus sentidos". En su mundo de cursilería, puerilidad y exageración sentimental Emma llegó a proponerle intercambio de retratos y mechones de cabello; a exigirle un anillo, "una auténtica alianza matrimonial en prenda de fidelidad eterna". Sus excesos pasionales le encantaban porque iban dirigidas hacia él. La certeza de ser amado, le dio la confianza necesaria para relajar las formas y las costumbres. "Ya no empleaba como antes aquellas palabras tan dulces que la hacían llorar, ni aquellas vehementes caricias que la enloquecían; de modo que su gran amor en el que vivía inmersa le pareció que iba descendiendo bajo sus pies, como el agua de un río que se absorbiera en su cauce, y percibió el fango. No quería creerlo; redobló su ternura; y Rodolfo, cada vez menos, ocultó su indiferencia.

Emma no sabía si le pesaba haber cedido o, por el contrario, si deseaba amarle más. La humillación de sentirse débil se tornaba en rencor que los placeres atemperaban. No era cariño, era como una seducción permanente. Rodolfo la subyugaba. Ella casi le tenía miedo.

Las apariencias, sin embargo, eran más tranquilas que nunca, pues Rodolfo había acertado a llevar el adulterio según su capricho; y al cabo de seis meses, cuando llegó la primavera, se encontraban, el uno frente al otro, como dos casados que mantienen tranquilamente una llama doméstica".

Un día, luego de leer una carta de su padre, Emma recordó algo de su infancia. Se preguntó quién la había hecho tan desgraciada y dónde estaba la catástrofe que había arruinado su vida. En un súbito e inusual ataque maternal le dijo a su hija Berta: "-Ven acá, ¡cuánto te quiero, cuánto!" Luego de besarla y derramar una lágrima, "la dejó nuevamente en manos de la criada, que estaba perpleja ante tan desmesurado ataque de cariño".

En una más de sus "ventoleras" Emma incumplió tres citas con Rodolfo y empezó a mostrarse fría y enfadada con éste. "A Emma empezó a pesarle haberse entregado a él. Llegó a preguntarse por qué había aborrecido a Carlos de aquella manera y si no sería posible intentar volver a quererlo. Pero Carlos daba poco pie a tales rebotes de pasión".

Motivada por las ansias de prestigio y fortuna de su marido, junto con Homais, convenció a Carlos para que operara a Hipólito, el mozo de cuadra de El León de Oro, quien cojeaba por un pie deforme. Gracias a la locuacidad de Homais, Hipólito aceptó que fuera operado, a pesar de que, en principio, se opuso.

La operación, que al comienzo parecía un éxito que llenó de entusiasmo a Carlos (quien veía propagarse su prestigio y "se sentía arropado por el amor eterno de su mujer"), Emma y Homais, no fue más que un rotundo fracaso, que terminó con la amputación de la pierna del desgraciado Hipólito, después de la concomitante gangrena.

Ante el fracaso de Carlos, Emma sentía rabia de haber pensado ilusamente que su esposo conseguiría fama tratándose de un mediocre. "¿Cómo era posible que ella, tan inteligente, se hubiera equivocado una vez más? Por lo demás, ¿por qué deplorable manía había destrozado su existencia en continuos sacrificios? Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, del gobierno de la casa, sus sueños caídos en el barro, como golondrinas heridas, todo lo que había deseado, todas las privaciones pasadas, todo lo que hubiera podido tener, y ¿por qué?, ¿por qué?

Era por él, sin embargo, por aquel ser, por aquel hombre que no entendía nada, que no sentía nada, pues estaba allí, muy tranquilamente, y sin siquiera sospechar que el ridículo de su nombre iba en lo sucesivo a humillarla como a él. Había hecho esfuerzos por amarle, y se había arrepentido llorando por haberse entregado a otro…

Todo en él le irritaba ahora, su cara, su traje, lo que no decía, su persona entera, en fin, su existencia. Se arrepentía como de un crimen, de su virtud pasada, y lo que aún le quedaba se derrumbaba bajo los golpes furiosos de su orgullo. Se deleitaba en todas las perversas ironías del adulterio triunfante. El recuerdo de su amante se renovaba en ella con atracciones de vértigo; arrojaba allí su alma, arrastrada hacia aquella imagen por un entusiasmo nuevo; y Carlos le parecía tan despegado de su vida, tan ausente para siempre, tan imposible y aniquilado, como si fuera a morir y hubiera agonizado ante sus ojos".

Rodolfo y Emma volvieron a encontrarse. Emma le dijo que "su esposo era insoportable y que no aguantaba la vida". Rodolfo objetó que él no podía remediar esta situación. Ella le propuso que se fueran a vivir a otro lugar, fuera el que fuera. Rodolfo tomó esta propuesta como una locura y cambió el tema de conversación.

Entre más quería Emma a Rodolfo, más despreciaba a su esposo. Después de cada cita con Rodolfo, encontraba a Carlos más desagradable y con modales vulgares. Entonces más recordaba a Rodolfo, a quien encontraba tan varonil y tan elegante; para ella era un hombre "cuyas razones estaban tan cargadas de experiencia como de violencia su deseo". Para él se arreglaba y mejoraba su apariencia.

Como Emma tenía tantos zapatos, los regalaba haciendo alardes de derroche y despilfarro económico, a lo cual Calos no se oponía. Así mismo, le compró dos piernas ortopédicas para Hipólito. A Rodolfo le regaló una fusta, un anillo, una especie de bufanda y una petaca similar a la que supuestamente se le había caído al vizconde. Él no los quería recibir, pero ella insistió y lo convenció.

Por el valor de la fusta, las piernas ortopédicas y de otros elementos, Emma se endeudó con monsieur Lheureux, propietario de la tienda de novedades. Como él le cobraba seguido, ella se apoderó de un dinero de Carlos con el cual le canceló. Igualmente, Emma le debía meses de trabajo al jardinero y a la criada.

El amor de Emma por Rodolfo se fue tornando obsesivo, hasta el extremo de sugerir cosas raras y hacerle absurdos interrogatorios. "-Cuando den las doce de la noche -decía ella-, pensarás en mí.

-¿Me quieres?

-¡Claro que sí, te quiero! -le respondía él.

-¿Mucho?

-¡Desde luego!

-¿No has tenido otros amores, eh?

-¿Crees que me has cogido virgen? -exclamaba él riendo.

Emma lloraba, y él se esforzaba por consolarla adornando con retruécanos sus protestas amorosas.

-¡Oh!, ¡es que te quiero! -replicaba ella-, te quiero tanto que no puedo pasar sin ti, ¿lo sabes bien? A veces tengo ganas de volver a verte y todas las cóleras del amor me desgarran. Me pregunto: ¿Dónde está? ¿Acaso está hablando con otras mujeres? Ellas le sonríen, él se acerca. ¡Oh, no!, ¿verdad que ninguna te gusta? Las hay más bonitas; ¡pero yo sé amar mejor! ¡Soy tu esclava y tu concubina! ¡Tú eres mi rey, mi ídolo! ¡Eres bueno! ¡Eres guapo! ¡Eres inteligente! ¡Eres fuerte!

Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a todas las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.

Pero, con esta superioridad de crítica propia del que en cualquier compromiso se mantiene en reserva, Rodolfo percibió en este amor otros gozos que explotar. Juzgó incómodo todo pudor. La trató sin miramientos. Hizo de ella algo flexible y corrompido.

Era una especie de sumisión idiota llena de admiración para él, de voluptuosidades para ella, una placidez que la embotaba, y su alma se hundía en aquella embriaguez y se ahogaba en ella, empequeñecida como el duque de Clarence en su tonel de malvasía.

Sólo por el efecto de sus hábitos amorosos, Madame Bovary cambió de conducta. Sus miradas se hicieron más atrevidas, sus conversaciones, más libres; tuvo incluso la inconveniencia de pasearse con Rodolfo, con un cigarrillo en la boca, como para "burlarse del mundo"; en fin, los que todavía dudaban ya no dudaron cuando la vieron un día bajar de "La Golondrina", el talle ceñido por un chaleco, como si fuera un hombre; y la señora Bovary madre, que después de una espantosa escena con su marido había venido a refugiarse a casa de su hijo, no fue la burguesa menos escandalizada. Muchas otras cosas le escandalizaron; en primer lugar, Carlos no había escuchado sus consejos sobre la prohibición de las novelas; después, "el estilo de la casa" le desagradaba; se permitió hacerle algunas observaciones, y se enfadaron, sobre todo una vez a propósito de Felicidad".

Luego de una discusión con su suegra, Emma se encontró con Rodolfo y le propuso que se fueran de Yonville, porque ella ya no aguantaba más esa situación. Él le pidió paciencia, pero ella le dijo que ya llevaba cuatro años teniéndola y aguantando. "-Pero hace cuatro años que aguanto y que sufro… Un amor como el nuestro tendrá que confesarse a la faz del cielo: ¡todos son a torturarme! ¡No aguanto más! ¡Sálvame! Y se apretaba contra Rodolfo; sus ojos, llenos de lágrimas, resplandecían como luces bajo el agua; su garganta jadeaba con sollozos entrecortados; jamás él la había querido tanto…" Él le preguntó qué haría con Berta y ella dijo que se la llevarían. Tras la insistencia de Emma, se planeó la fuga para los próximos días.

La alegría del presunto viaje hizo que se mostrara más formal con su suegra. Emma empezó a soñar y a imaginarse cómo sería su vida y su futuro al lado de Rodolfo, y adquirió un baúl, un abrigo y otros objetos para su cometido. De esta manera se endeudó con monsieur Lheureux, a quien, con mentiras, le compró estos objetos en su tienda de novedades. Gracias a la suspicacia del comerciante supuso que "ahí había gato encerrado".

Cuando se acercaba la fecha del viaje, Rodolfo pidió dos semanas de espera para arreglar unos asuntos; luego de ocho días, pidió quince; después pretextó una enfermedad y se fue de viaje. "Después de tantos retrasos acabaron por fijar la fecha definitiva e irrevocablemente para el cuatro de septiembre, que era un lunes".

En la víspera del viaje, Emma y Rodolfo se encontraron. "-¿Todo está preparado? -le preguntó ella.

-Sí.

-Estás triste -dijo Emma.

-No, ¿por qué?

-¿Es por marcharte? -replicó ella-, ¿por dejar tus amistades, tu vida? ¡Ah!, ya comprendo… ¡Pero yo no tengo a nadie en el mundo!, tú lo eres todo para mí. Por eso yo seré toda para ti, seré para ti tu familia, tu patria; te cuidaré, te amaré.

-¡Eres un encanto! -le dijo él estrechándola entre sus brazos.

-¿Verdad? -preguntó ella con una risa voluptuosa-. ¿Me quieres? ¡Júralo!

-¡Que si te quiero!, ¡que si te quiero!.. ¡Si es que te adoro, amor mío!

…Emma, con los ojos medio cerrados, aspiraba con grandes suspiros el viento fresco que soplaba. No se hablaban, de absortos que estaban por el ensueño que les dominaba. La ternura de otros tiempos les volvía a la memoria, abundante y silenciosa como el río que corría, con tanta suavidad como la que traía del jardín el perfume de las celindas, y proyectaba en su recuerdo sombras más desmesuradas y melancólicas que las de los sauces inmóviles que se inclinaban sobre la hierba…

-¡Ah!, ¡qué hermosa noche! -dijo Rodolfo.

-¡Tendremos otras! -replicó Emma.

Y como hablándose a sí misma:

-Sí, será bueno viajar… ¿Por qué tengo el corazón triste, sin embargo? ¿Es el miedo a lo desconocido…, el efecto de los hábitos abandonados o más bien…? No, es el exceso de felicidad. ¡Qué débil soy, verdad! ¡Perdóname!

-Todavía estás a tiempo. Reflexiona, quizás te arrepentirás después.

-¡Jamás! -dijo ella impetuosamente.¿Pues qué desgracia puede sobrevenirme? No hay desierto, precipicio ni océano que no atravesara contigo. A medida que vivamos juntos, será como un abrazo cada día más apretado, más completo. No tendremos nada que nos turbe, ninguna preocupación, ningún obstáculo. Viviremos sólo para nosotros, el uno para el otro, eternamente…

¡Habla, contéstame!

Sí… Sí…

-¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¡Ah, Rodolfo, querido Rodolfito mío!

-¿Tienes los pasaportes?

-Sí.

-¿No olvidas nada?

-No.

-¿Estás seguro?

-Segurísimo.

-Es en el Hotel de Provence, donde me esperarás, ¿verdad?… a mediodía…

-¡Hasta mañana! -dijo Emma en una última caricia"…

Apenas se marchó Emma, Rodolfo reflexionó sobre lo que iban a realizar. Se arrepintió, porque no podía expatriarse "y cargar con una niña". Razonando sobre las molestias, los gastos, se dijo que no."¡Sería demasiado estúpido!".

En la soledad de su habitación, a Rodolfo le parecía que Emma formaba parte de un amor lejano. Releyó las cartas de Emma y de otras amantes. "Eran tiernas o joviales, chistosas, melancólicas; las había que pedían amor y otras que pedían dinero. A propósito de una palabra, recordaba caras, ciertos gestos, un tono de voz; algunas veces, sin embargo, no recordaba nada". Las guardó y pensó que todas ellas no eran más que un montón de mentiras. Como había decidido no fugarse con Emma, procedió a redactar la siguiente carta:

"¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! Yo no quiero causar la desgracia de su existencia… ¿Ha sopesado detenidamente su determinación? ¿Sabe el abismo al que la arrastraba, ángel mío? No, ¿verdad? Iba confiada y loca, creyendo en la felicidad, en el porvenir… ¡ah!, ¡qué desgraciados somos!, ¡qué insensatos!

¿Si le dijera que toda mi fortuna está perdida?… ¡Ah!, no, y además, esto no impediría nada. Esto serviría para volver a empezar. ¡Es que se puede hacer entrar en razón a tales mujeres!

No la olvidaré, puede estar segura, y siempre le profesaré un profundo afecto; pero un día, tarde o temprano, este ardor, tal es el destino de las cosas humanas, habría disminuido, sin duda. Nos habríamos hastiado, y quién sabe incluso si yo no hubiera tenido el tremendo dolor de asistir a sus remordimientos y de participar yo mismo en ellos, pues habría sido el responsable. Sólo pensar en sus sufrimientos me tortura.

¡Emma! ¡Olvídeme! ¿Por qué tuve que conocerla? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío!, ¡no, no, no culpe de ello más que a la fatalidad!

¡Ah!, si hubiera sido una de esas mujeres de corazón frívolo como tantas se ven, yo abría podido, por egoísmo, intentar una experiencia entonces sin peligro para usted.

Pero esta exaltación deliciosa, que es a la vez su encanto y su tormento, le ha impedido comprender, adorable mujer, la falsedad de nuestra posición futura. Yo tampoco había reflexionado al principio, y descansaba a la sombra de esa felicidad ideal, como a la del manzanillo, sin prever las consecuencias.

El mundo es cruel, Emma. Donde quiera que estuviésemos nos habría perseguido. Tendría que soportar las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén, el ultraje tal vez.

¡Usted ultrajada!, ¡oh!… ¡Y yo que la quería sentar en un trono!, ¡yo que llevo su imagen como un talismán! Porque yo me castigo con el destierro por todo el mal que le he hecho. Me marcho. ¿Adónde? No lo sé, ¡estoy loco! ¡Adiós! ¡Sea siempre buena! Guarde el recuerdo del desgraciado que la ha perdido. Enseñe mi nombre a su hija para que lo invoque en sus oraciones.

Estaré lejos cuando lea estas tristes líneas; pues he querido escaparme lo más pronto posible a fin de evitar la tentación de volver a verla. ¡No es debilidad! Volveré, y puede que más adelante hablemos juntos muy fríamente de nuestros antiguos amores. ¡Adiós!

Su amigo."

Girard, el criado de Rodolfo, llevó discretamente la carta a Emma; ésta la leyó con ira y sarcasmo. Pensó en suicidarse, arrojándose por la ventana. Ignorante de que podría incrementar el dolor que padecía su esposa, Carlos comentó que Girard le había contado que Rodolfo se había ido, y que esto no tenía nada de particular, que se iba "muchas veces a correrse juerguecitas. Y hace bien, qué demonio. Siendo rico y soltero, como es. No te creas que no se la pasa bien nuestro querido amigo, es un viva la virgen. Monsieur Langlois me ha contado…" Cuando observó por la ventana que Rodolfo pasaba subrepticiamente por la plaza para marcharse, "Emma lanzó un grito y se cayó de espaldas al suelo". Entró en una profunda crisis nerviosa e histérica. Preguntaba por la carta, pero Carlos y Homais pensaban que deliraba. "Tuvo un mareo, y a partir del anochecer volvió a enfermar, con unos síntomas más indefinidos ciertamente, y con caracteres más complejos. Ya le dolía el corazón, ya el pecho, la cabeza, las extremidades; le sobrevinieron vómitos en que Carlos creyó ver los primeros síntomas de un cáncer. Y, por si fuera poco, Bovary tenía apuros de dinero".

A finales de octubre empezó a recuperarse física y anímicamente, después de un largo período de abatimiento. Para acabar de agravar la situación de Carlos, los problemas económicos se apoderaron de él.

Emma continuando con su recuperación, pensaba en el suicidio como una salida a sus desgracias. Tuvo una visión en la cual creyó ver a Dios. "Aquella visión deslumbradora quedó grabada en su memoria como la escena más bella que se pueda soñar… Su alma, maltrecha por el orgullo, reposaba al fin en la humildad predicada por Cristo… ¡Había, pues, goces superiores a los que proporcionaba la felicidad terrena, existía un amor que sobrepasaba a todos los demás, ininterrumpido, inacabable y que no haría más que ir en aumento por toda la eternidad! Emma contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que iba a dispensar una amplia acogida a la llamada de la gracia. Existían, por tanto, en lugar de la dicha terrena, otras felicidades mayores, otro amor por encima de todos los amores, sin intermitencia ni fin, y que crecería eternamente. Ella entrevió, entre las ilusiones de su esperanza, un estado de pureza flotando por encima de la tierra, confundiéndose con el cielo, al que aspiraba a llegar. Quiso ser una santa. Compró rosarios, se puso amuletos; suspiraba por tener en su habitación, a la cabecera de su cama, un relicario engarzado de esmeraldas, para besarlo todas las noches".

Emma había enterrado en lo más profundo de su corazón el recuerdo de Rodolfo, y entró en un período de misticismo, "con el propósito de convocar a la fe", sin que ningún deleite le cayera del cielo, y "con la vaga sensación de estar siendo víctima de un inmenso fraude". Se dedicó a realizar obras de misericordia y a enseñarle a leer a Berta. Se había resignado y hablaba con expresiones ideales. La relación con su suegra mejoró y ésta no encontraba algo para reprocharle. Emma recibía visitas, entre ellas la de Justín, mancebo de la botica de Homais y pariente pobre de éste, un joven que en silencio le profesaba un profundo amor platónico a Emma.

Emma y Carlos, por sugerencia de Homais, fueron a Ruán a una función de ópera, con el propósito de levantarle el ánimo a Emma, y se hospedaron el hotel de La Cruz Roja, una fonda de arrabal provinciano.

Acomodados en el teatro, Emma vivía intensamente la ópera (Lucía di Lammermoor) que representaban los actores. Por instantes se metía dentro de ellos. Embelezada recordaba algunos episodios de su vida como su boda… Ese día iba tan contenta sin imaginar el abismo al que se dirigía. Pensaba que a ella "nadie en el mundo la había amado con un amor semejante" al de uno de los personajes en escena. Entonces reconocía "la mezquindad de las pasiones que el arte desmesuraba". En nombre del espejismo de un personaje, "trataba de imaginar cómo sería su vida, aquella vida trepidante, insólita, magnífica, la misma que ella hubiera podido vivir si el azar no se hubiera puesto en contra. ¡Hubiera podido conocerse y amarse!"

Durante un descanso de la obra, Carlos y Emma se reencontraron con León Dupuis, quien se había establecido en Ruán para trabajar en el despacho de Dubocage, un prestigioso abogado y notario. Emma y León se saludaron de mano, "y ella maquinalmente se la estrechó, obedeciendo a una fuerza de atracción superior a su voluntad". Emma no prestó más atención a la ópera, y al poco rato salieron del teatro. Como no pudieron ver el final, acordaron verla al día siguiente. Con el consentimiento de Carlos, quien pensaba que esto contribuiría al mejoramiento de la salud emocional de su esposa, Emma se quedó en Ruán y éste se marchó a Yonville a encargarse de sus asuntos.

Tercera parte

Partes: 1, 2, 3, 4
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