La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 3)
Enviado por Carlos Raya de Blas
La propiedad intelectual es el poder de impedirnos por fuerza que con nuestro saber hacer efectuemos expresiones materiales que tengan un parecido con la expresión material que sean capaces de efectuar los supuestos propietarios del "derecho exclusivo de expresión", o sea, los supuestos propietarios de la idea.
¿Cómo se concreta cotidianamente este poder de impedir? Constituye un monopolio en el mercado, pero, ¿cómo se construye tal monopolio si limitar la tenencia y uso natural del conocimiento es imposible? Para explicar esta cuestión, ya más cercana a nosotros, nos serviremos de nuevo de un ejemplo: demos por supuesto que en una sociedad simonita un sabio ha desarrollado un conocimiento del que se puede obtener un determinado abanico de expresiones materiales según el saber hacer de cada uno. El derecho de expresión de la idea, lo que llamamos propiedad intelectual, se lo abroga como premio por comunicar la idea a la sociedad. En este caso el sabio es el simonita, pero la generalidad que encontramos en la realidad cotidiana es que este sabio trabaja para un tercero. El sabio es un obrero asalariado. En este caso, el empresario es quien se abroga el derecho de expresión de la idea. Tras su visita a la oficina de patentes, el simonita puede optar entre dos vías diferentes pero análogas de obtener beneficio a través del monopolio:
1ª.- Vender licencias para que otros puedan expresar esa idea.
2ª.- Vender las expresiones materiales de la idea en régimen de monopolio.
En el primer caso, ¿qué se adquiere cuando compramos una licencia de expresión?
.- Adquirimos una licencia de utilidad.
.- ¿De la utilidad de qué bien?
.- Del que nosotros hemos aprendido trabajando. ¿O acaso no debemos construir ese bien, en nosotros, para que exista de hecho tal riqueza? Se comercia con la utilidad que genera nuestro saber hacer desde la conciencia que de las cosas alcanza cada uno. La propiedad intelectual, al contrario de lo que muchos afirman, no provoca una escasez donde existe infinita riqueza sino el desperdicio de la utilidad de esa riqueza. Locke afirmaba en su Segundo Tratado sobre el gobierno civil que todo aquello que exceda lo utilizable será de otros, pero la mayor parte de la riqueza que existe en la mente de los hombres pierde gran parte de su utilidad pues las masas de pobres y de desposeídos no podrán pagar la licencia para poner en práctica su saber hacer, independientemente de que puedan ser los más sabios entre los sabios y los más hábiles entre los hábiles y de que en su obra pudiera encontrar la sociedad los mayores beneficios. Ya no importa quién sabe, sino quién puede liberar la utilidad que el saber hacer de cada uno genera de los conocimientos aprendidos: conocimiento y habilidad conforman, ya puestos en el mercado capitalista, la fuerza de trabajo que los hombres venden para poder subsistir. La fuerza de trabajo se depreciará con cada nueva patente.
Veamos ahora la segunda vía utilizada por el simonita para obtener beneficio, la de vender las expresiones materiales de la idea en régimen de monopolio. El simonita niega la licencia de expresión a toda posible competencia, se erige en fabricante de esa expresión y la lanza al mercado obteniendo unos beneficios monopolísticos.
¿Qué han conseguido con eso a parte de tales beneficios? ¿Puede impedir que los demás, observando la expresión, construyan su conocimiento sobre la misma? Es evidente que no, tal cosa no la pueden impedir. Tampoco puede impedir que otros alcancen por su cuenta la misma conclusión. Pero todo este conocimiento da igual, de nuevo se suspende todo el valor de la fuerza de trabajo y nadie la podrá liberar en este caso, ni ricos ni pobres, únicamente el simonita. Ese es el poder de la propiedad intelectual: suspender la utilidad mercantil del conocimiento humano para todos menos para el simonita. El beneficio que se obtiene injustamente de esta suspensión equivale a la diferencia entre el precio en competencia y el que nos cobran por la expresión en monopolio.
Ahora, aclarado el contenido fenomenológico de la propiedad intelectual, podemos exponer las dos razones prometidas para negar su verdad: ¿podríamos aceptar la propiedad intelectual como la propiedad privada sobre todas las conciencias de algo de todos los seres conscientes?
En primer lugar, ¿qué supone entregar al simonita en compensación por comunicar el saber a la sociedad la licencia de utilidad de toda esa ingente riqueza que los hombres acumulan en su labor de comprensión del mundo argumentando que es la misma cosa y que, tenga quien la tenga, es propiedad privada del simonita? Si insistimos en afirmar la existencia de la propiedad intelectual como propiedad exclusiva, disociamos la indiscutible tenencia de la supuesta posesión derivándose enormes problemas éticos y morales. ¿Qué ocurre cuando tengo un conocimiento y se me dice que no es mío? ¿Y cuándo se nos vende un libro para que interpretemos el mensaje que contiene y se nos dice que ese conocimiento que hemos adquirido no es nuestro? Si es conocido por mí, entonces forma parte de mi alma. De natural es mi conocimiento pues ese conocimiento soy yo. Pero si perseveramos y disociamos la tenencia de la posesión, lo que tengo no es poseído por mí. Si ese saber soy yo, yo soy poseído por otro. ¿Qué nueva clase de alienación es ésta que pretende que un hombre no pueda decirse "soy el único señor de mi espíritu"? ¿Podemos convenir entre los hombres que nuestra alma no sea nuestra? ¿Podemos emitir una norma que exprese tal acuerdo? Y contestada tal pregunta, ¿se puede convenir que la utilidad de lo nuestro sea anulada?
En segundo lugar, imaginemos ahora que nos pudieran impedir "aprender" el mundo, que nos pudieran prohibir la tenencia, que adquiriésemos un libro, que le diésemos el uso "debido" y que, leyéndolo, no aprendiésemos nada de él -tal y como sería el ideal de los simonitas para preservar así su propiedad-; imaginemos que comprando un objeto cualquiera tuvieran poder suficiente para impedir que tomáramos conciencia del mismo: si el saber no es otra cosa que la conciencia de las cosas que son, por tanto yo soy tanto que conozco a través de los sentidos y tengo conciencia de lo que conozco; limitar las posibilidades de saber supone impedir el natural desarrollo de mi espíritu que anhela sobre todo explicar el mundo. "La necesidad del aprendizaje significa que, sin él, el hombre no llega a serlo", por lo tanto, limitar el aprendizaje del saber que debe conformar mi alma supone limitar mi ser, mi yo.
Como vemos, ni nos pueden negar el derecho a aprender, pues en esa supuesta defensa del conocimiento nos condenarían a la ignorancia y por tanto a no ser nosotros, ni tampoco pueden negarnos la posesión de nuestro espíritu. De aquí es fácil llegar a otra conclusión: si todo lo aprendido conforma en gran medida nuestro yo y es nuestro derecho el aprender lo que queramos tampoco nos pueden impedir que nos expresemos libremente en el mundo de acuerdo a nuestro yo, a nuestras ideas, siendo esa expresión la concreción que en el mundo material sea capaz de llevar a cabo nuestra voluntad gracias a nuestro saber hacer y a todos los conocimientos que haya sido capaz de construir nuestra conciencia ya sea con ayuda o sin ella.
Tales Derechos son tan fundamentales como incuestionables y la propiedad intelectual no solo los cuestiona, sino que los niega. Por tanto, la propiedad intelectual no puede alcanzar su legitimidad desde una convención, en contra de lo que argumenta, por ejemplo, Thomas Jefferson.
Así pues, cabe preguntarse entonces, puesto que no podemos otorgar a nadie en exclusiva ni la suma de toda la riqueza que todos los hombres desarrollen interpretando la obra material del autor, ni la utilidad de esa riqueza que cada uno desarrolla, ¿le debemos algo al autor? Desde luego que sí. ¿Qué le debemos? Su trabajo. La propiedad intelectual no es el pago que debemos a los sabios, parece innegable, pero no obstante, existe algo sin lo cual el resto no podría gozar tan fácilmente del desarrollo personal de esas ideas.
Ese algo digo que es trabajo: trabajo de pensar, de desarrollar conocimientos, de fijarlos -en la medida de lo explicado y como ayuda para que otro tomen conciencia de las cosas- en un código, ya sean letras, notas musicales, palabras habladas, etc. y la plasmación de su saber hacer en cualquier objeto material, o efectuando cualquier acto en el mundo tangible como pueda ser un servicio prestado. Cada uno interpretará lo que quiera desarrollando un nuevo saber que nace en nuestra mente como fruto de esa interpretación, pero ayudado desde luego, en parte, por ese autor; por ese mensaje que alguien se molestó en esculpir con mayor o menor maestría o por esa expresión que nadie antes había realizado. Ya no tendremos que desentrañar el universo sino reinterpretar la expresión de la visión que de él proporciona el autor, lo cual, desde luego, nos facilitará el esfuerzo de comprensión por más que ésta sea intransferible en la medida de nuestro yo. En resumen: a los autores les debemos la simplificación del proceso de apprehendĕre ya que nos ahorran el desciframiento de la experiencia directa sustituida así por el de su obra, algo en teoría más sencillo, o al menos debería serlo.
Concluyendo: Locke planteaba que el hombre tiene derecho a la propiedad de la obra generada con el esfuerzo de su cuerpo; yo añado que también de su espíritu. Por otro lado, Marx concluía que a todos nos asiste el derecho a vivir de nuestro trabajo. Si sumamos ambas sentencias, ¿qué nos queda? En primer lugar, que el hombre es propietario de todas las ideas que sea capaz de aprender por cualquier camino, sólo así es señor de su alma. En segundo lugar, que el hombre es libre de trabajar y ganarse la vida de acuerdo a cuanto sepa. Si el actual Derecho de Autor al otorgar legalmente la propiedad privada sobre la idea impide tanto lo primero como lo segundo para todos menos para el sabio, es evidente que debemos cambiarlo y en su lugar debemos situar un Derecho que respete tales asertos, pero de forma que alcance a todos los seres humanos incluidos, por supuesto, a los mismos sabios. No se trata de desnudar a un santo para vestir a otro, sino de encontrar una solución que reúna lo que la propiedad intelectual separa.
La sociedad simonita: de la institución a la mentalidad.
"Piensa, imagina, crea"
Lema de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual para el año 2005
Hemos visto cómo la psicología liberal arrastra al ser humano a poner en venta su propio espíritu con la intención, no de perder lo propio, sino de hacerse con lo ajeno y aumentar así, aparentemente, su libertad individual. Aparte de los problemas ya expuestos, si la libertad reside en el poder de decidir sobre cuantas más cosas sea posible, nos resultará imprescindible conceptuar el todo, sea cual sea su naturaleza, como cosa. Además, la cosa resultante debe ser intercambiable, pues la libertad liberal no queda liquidada en la generalidad de una decisión factual como posesión, sino que da por supuesta que tal posesión debe orientarse concretamente al intercambio que finalmente haga aumentar en forma de beneficio contable la libertad del individuo.
Por consiguiente, la libertad liberal necesita de la igualación, de la traducción del todo ya reificado a dinero, sólo con cuyo lenguaje somos capaces los hombres de vender cualquier cosa. Así hemos llegado a la objetivación última del hálito capitalista: todos los espíritus humanos se ven obligados, les guste o no, a ser expresables y expresados en moneda.
Según Emilio Cafassi, "la expresión de equivalente general de las mercancías, corporizado en la moneda, implica una modificación cualitativa de la propia esencia de ellas y un desdoblamiento de equivalentes, dado que es la forma en la cual se expresan todas las mercancías y que, a su vez, reduce a todas ellas." Las ideas de todos los seres humanos provocarán la misma expresión, la diferencia radica en que lo hagan con menor o mayor virulencia que acarreará más o menos sestercios a nuestras manos. Si "las ideas son la nueva moneda en curso" ¿qué diferencia podremos encontrar, no ya entre una idea otra, sino entre una idea y cualquier objeto material, por ejemplo un barril de petróleo? Evidentemente ninguna diferencia cualitativa, sólo de cantidad, ya que algunas ideas alcanzarán una expresión cuantitativa algo más espectacular que un barril de Brent, y en otros casos dos kilos de naranjas pesarán más en nuestro bolsillo que dos kilos de ideas. Así pues, habiendo querido convertir todas las cosas que encontramos en el mundo a un lenguaje metalúrgico universal, nos encontramos de bruces con nuestro espíritu y sin saber qué hacer con él…, lo hemos puesto a la venta.
La reificación del conocimiento, su reconstrucción como objeto del mercado no viene a ser, obviamente, una cuestión socialmente neutra, sino que implica una profunda revisión de las mentalidades y cosmovisiones. Con este nuevo orden social se oprime al individuo, que debe aceptar sumisamente la reconstrucción de sí mismo para sobrevivir en el nuevo entorno. Así, obcecado el hombre de la sociedad de la información en decidir sobre las cosas, son éstas quienes, con voluntad propia e independiente, desean ser poseídas y deciden por él. Pero las ideas -en evidente contradicción con lo que acabo de afirmar, no son poseídas por el que adquiere el objeto, sino que siempre le son ajenas, por más que se certifique su tenencia. Ningún poder legal tiene el hombre para decidir sobre el pensamiento "retenido". En la sociedad del conocimiento la libertad que teóricamente emerge del mero poseer cae en su propia negación y la acción mercantil aturde al individuo, por no saberse, al fin, qué es lo consumido, lo tenido y lo poseído. Por tanto, tal acción mercantil debe ser redefinida: el hombre de la sociedad simonita se conecta a flujos de conocimiento que siempre le son ajenos aunque no indiferentes.
El poder ha sido cedido al objeto, a la mercancía, sobre cuyos nuevos ámbitos inmateriales avanza imparable el designio de desplazar al hombre del centro de la sociedad. En la sociedad de la información se sustituye con redoblada fuerza la conciencia de homo sapiens por la de homo economicus y lo político, definido aquí como capacidad de autodeterminación de la conciencia social, por la voluntad autónoma de lo técnico, o dicho de otra forma: el poder lo deja de detentar el hombre y lo pasa al instrumento, instrumento que no deja de ser mera materialidad. La técnica se encuentra al servicio del crecimiento de los mercados y tiene sus propias necesidades independientes de la cuestión social y, desde luego, de la moral. No existen problemas humanos, sino tecnológicos, de sistemas, de procesos… "Todo se convierte en un problema técnico. En realidad, eso es el pensamiento único, no existen problemas políticos ni sociales desde los que abordar este mundo". (Como vemos, en la nueva sociedad simonita se entrelazan los seculares problemas seculares del decadente capitalismo y los nuevos generados por el emergente simonismo) Pero como ya se ha dicho, el nuevo impulso que recibe el deísmo técnico, centrado en los procesos de manipulación y comunicación de conocimientos, viene prescrito por la divina propiedad intelectual, gracias a la cual son posibles los procesos generadores de beneficios basados en las nuevas tecnologías. Así se define la nueva interacción agencial de la sociedad, y por ningún lado aparece el hombre como agente constructor, aunque sea limitado, de su realidad: mercado, tecnología, propiedad del espíritu interactúan y ordenan el devenir social. ¿Qué es del hombre y su libertad?
Siguiendo a Aristóteles, "si consideramos la política desde el criterio de a qué personas u objetos sirve el poder ejercido por los que gobiernan" debemos pensar que si bien el objeto de este poder es en apariencia sustancia humana, coincide sólo con una parte de esa sustancia, por tanto, se provoca una alineación del mismo en sí mismo como una decadente metamorfosis interna de masas espirituales. No obstante, no se induce la destrucción total del espíritu del hombre porque, aun cuando en toda su riqueza espiritual no sirve a los propósitos del mercado, la sustancia económica que en él hombre podamos encontrar le resulta imprescindible a ese mercado para su existencia: el crecimiento del mercado se induce, entonces, desde esta alineación interna que produce un hombre que no es él, por más que se sitúe dentro de sí mismo.
Es imposible un hombre sin conciencia, pero no con ella sumida en un sueño de mecánica materialista. Además, ya se ha dicho, la política sirve sólo en apariencia a ese fragmento roto y burdamente recompuesto; tampoco es su fin último, sino elemento intermedio, orientado y manipulado por la técnica, pues sobre ella se producen los movimientos serviciales y erráticos del homo economicus, obsesionado por el consumo de más y más conexiones a masas absurdas de conocimiento reificado.
Conectarse sin aprender, aprender sin poseer, pensar sin expresar: demasiadas contradicciones para que permanezcamos indiferentes. Por eso en la sociedad simonita la difusa y agonizante sociedad civil se torna actor molesto: es una rémora de otros tiempos, una rémora anacrónica a extirpar de la realidad, la última résistance que se apaga en su impotencia. Jürgen Habermas nos aclara estos términos ya denunciados insistentemente desde la primera Escuela de Francfort: "la idea de asociación de individuos libres e iguales que regulan ellos mismos su convivencia por vía de una formación democrática de la voluntad colectiva ha sido sustituida por la idea de una sociedad que se ha vuelto anónima, de una sociedad exenta de sujeto. Y, junto con la confianza en las posibilidades de transformación, desaparece también la propia voluntad de transformación". El ser humano ya no importa como tal, ni interesa las ideas que del mundo pueda tener si éstas rebasan la estricta cuestión mercantil, ni los sueños que guarde -si aún los guarda- de un mundo moralmente ideal aún por conseguir. No importa su voluntad individual ni colectiva en tanto que ser que necesita de lo abstracto y de lo moral, sino más bien y de manera exclusiva como usuario de una tecnología que lo conecte a enormes masas de información que son, al fin y al cabo, el objeto último del nuevo proceso mercantil; subsumiéndose esas voluntades e intereses colectivos y particulares, ya desconectados de su realidad abstracta, al mercadeo masivo de lo económico-espiritual. En la sociedad de la información la mercancía es el saber, y ésos son los mercados que hoy en día se desean potenciar.
Dos conclusiones previas: la primera, la mercancía deja de ser física y es sustituida por el conocimiento reificado, del cual, paradójicamente, ha sido eliminado todo vestigio de espiritualidad. La segunda, el mercado deja de fundamentarse en el intercambio supuestamente justo de objetos poseídos y se sustituye por el mercadeo de licencias de uso orientadas a impedir el uso de la nueva mercancía. Se produce tanto una desconexión como una "reconexión" del hombre con una nueva realidad, realidad que en su dialéctica redefine al ser humano como ser consumido.
Como decía, estas son las bases de la sociedad simonita. Los tiempos modernos finalizan, las tendencias del industrialismo pierden su fuerza y son sustituidas por nuevas corrientes que nos arrastran a las playas de la incertidumbre. No me cansaré de repetirlo: la nueva sociedad que llega tras el postmodernismo es el simonismo, y su característica distintiva es la orientación de sus instituciones hacia la constitución y ampliación de los mercados de compra venta de las ideas.
A la pregunta de por qué se toma tal o cual medida dentro del sistema, se nos contestará con un "porque esto determina la técnica" y si es bueno técnicamente es porque también lo es para el mercado del conocimiento y, por tanto, para la sociedad." De hecho, desde esas esferas la pregunta planteada es ¿qué se puede hacer para impulsar un avance de la técnica que mejore los réditos otorgados por la propiedad intelectual?, en lugar de ¿qué se puede hacer mediante la técnica para impulsar el bienestar espiritual del hombre?
En esa premeditada confusión de conceptos en que se equiparan los contenidos metafísicos de la idea de mercado y de sociedad, el hombre pasa a segundo término sin que se produzcan demasiado ruido, pues se da por supuesto que el mercado distribuye de forma justa los bienes que produce la sociedad. Si así fuese, el mercado serviría al hombre y siempre se podría imponer una dirección moral a su actual desarrollo indiferente e indiferenciado y no haría falta hablar del tema que nos ocupa: la propiedad intelectual no se aceptaría sin más. Pero la Justicia es ajena a él, que es como el mar: sólo sirve en apariencia. Por encima de todo anhela precisamente su crecimiento indiferente e indiferenciado. El resultado es que todos sirven al mercado, pero éste, sin embargo, sólo se sirve a si mismo. Incluso quienes afirman beneficiarse de la alteración son asimismo esclavos encargados de dirigir y manipular el mercado que viven de una ilusión, pues sus naves también serán tragadas por las aguas cuando al mercado le interese. No son peones, desde luego, sí alfiles, incluso poderosas torres, pero jamás reyes. El mercado no tiene reyes, él es su único amo. No existiendo en el mercado dimensión moral, consuma su supremacía sobre el hombre al anexionarse su espíritu como mercancía. Todos los hombres somos sus esclavos, de los cuales serán sacrificados cuantos sean en aras de la supervivencia e incluso del mero crecimiento de aquél, independientemente del papel que desempeñen en el tablero.
La desorientación del individuo permite la dócil mutación de sus prioridades para servir a los nuevos mercados y deja de preguntarse por sus necesidades como ser humano: una posición crítica con su realidad individual y social se vuelve insoportable y la sensación de agotamiento le invade desde el mismo planteamiento del por qué y el para qué de su existencia y su relación con otros individuos. El mundo de la vida cotidiana reduce el alcance de su explicación. Nos simplificamos para salvarnos, pero eso nos hunde más aún en el absurdo. Sustituimos la idea de un yo trascendente y moral por la de otro yo intercambiador que retroalimenta la necesidad de lo material, pues solo a lo material puede acudir el hombre para colmar el vacío que lo invade; y la información, al carecer de significado espiritual, por más que parezca una contradicción, no trasciende de lo material y se sitúa en sus mismos ámbitos siendo tan perecedero -o incluso más- que lo meramente físico. Resulta paradójico -quiero resaltar- que ese conocimiento sólo sea efímero para el que lo tiene y lo paga en el mercado, para el otro, para el simonita el conocimiento es denso e infinito incluso sin tenerlo. ¡Qué perfecta es la nueva herramienta! ¡Qué descomunal fuerza generadora de valor económico sin necesidad de engendrar riqueza! Pero al fin y al cabo es el mismo problema del capitalismo ya denunciado por Herbert Marcuse, si bien anega ahora en el simonismo otras dimensiones más profundas y muy apartadas secularmente del mercado.
El hombre confunde sus prioridades y, dando por supuesto nuestra obligación de consumir para ser felices, la primera pregunta que nos hacemos es ¿a que nueva información me puedo conectar? y no ¿qué necesita mi espíritu para ser feliz?, que relegaría tal conexión a la mera posibilidad, entre otras muchas, de elegir en pro de nuestra felicidad. Por tanto, situamos nuestra felicidad en algo que no depende nunca de nuestra voluntad, porque no nos corresponde contestar a la pregunta de a qué podemos o debemos conectarnos sino que a tal pregunta debe responder el mercado. A la par conformamos la felicidad como un objetivo inasible, fuera de nuestro alcance, porque hasta dónde puedo conectarme no tiene límite conocido.
Nuestra libertad de ser y de obrar la hemos cedido al nuevo objeto del mercado, el saber, que lejos de ser poseído nos posee en la misma medida que materializa nuestra alma: nuestra alma son cosas, la información misma, desnuda de significado, no es ajena a nuestro yo pero sí a nuestro yo trascendente. El cuerpo simonita trabaja a favor de la desimbolización del saber, única forma de que sirva como objeto de supuesto cambio en los nuevos circuitos mercantiles que conforman la nueva noria. "El valor simbólico resulta así desmantelado en beneficio del simple y neutro valor monetario de la mercancía, de manera que ya nada, ninguna otra consideración (moral, tradicional, trascendente, trascendental . . .) pueda obstaculizar su libre circulación."
Se sustituye la clásica concepción del saber y se sustituye por la de información como concepto que se refiere a datos, datos que alcanzan una cierta independencia de la mente del hombre como único contenedor de conocimientos por dos razones cruciales: se confunde el mensaje material con su contenido, dándose por idénticos el proceso de la información efectuado por la máquina y el pensamiento humano, y, desde el mismo momento en que la recepción de información no provoca en nosotros una reacción alegórica que trascienda al dato.
Se trata de un proceso involuntario por el cual nos vemos obligados a conectarnos a meros datos que sólo nos aportan un vacío abstracto provocado por la misma inconsciente sensación de absurdo: conectarse a más datos no amplia nuestros ámbitos espirituales, más bien los reduce. Nuestra conciencia y voluntad se diluyen en las conexiones. Como digo, la mente humana y un ordenador se parecen, a estos efectos, cada día más: somos máquinas cuyo sentido de la existencia nos es ajeno, realmente insondable.
Los datos son cargas eléctricas y la actuación individual es un mero reflejo a la orden externa. Somos procesadores asépticos cuyo contenido carece de significado y significación para nosotros mismos, y el poco que tengan, si es alguno, lo reciben del mercado, mercado que se ordena, recordemos, de acuerdo a las necesidades de desarrollo de la tecnología, de la máquina que sirve al mercado de las ideas. Se nos dice que "esto es el nuevo mundo" y sentimos la necesidad de adaptarnos a él para no perecer; deseamos información, deseamos mantenernos on-line, enchufarnos a la máquina que piensa por nosotros, aunque no sepamos bien qué objetivos morales queremos alcanzar, por más que intuyamos -y sólo a veces entre atrevidas y difusas intuiciones– que la felicidad se encuentra en lugares bien distintos. Pero los sueños rápidamente se esfuman en la niebla de la razón práctica y sólo queda en nuestras manos la sumisión. Damos por supuesto que el éxito es posible sólo si nos encontramos perfectamente informados.
Así concluyo que la visión liberal del mundo nos obliga a competir como homo economicus en la sociedad de la información: ya no querremos un saber donde fundamentar nuestra felicidad, sino datos sobre los que construir nuestro éxito material, que, por otro lado, no depende de nosotros, sino sólo en comparación con otros hombres. Otra vez el juego de suma cero. La relación es hostil, la sociedad es hostil. ¿Si no me resulta económicamente rentable para qué me voy a comunicar con otros seres humanos? No les decimos a nuestros hijos "aprended y sed felices", sino "informaros y tened éxito". Prueba de ello es que nunca nos avergonzamos de su éxito, pero sí de muchas formas de su felicidad.
El conocimiento es necesario para crear y ampliar los ámbitos de nuestro espíritu individual y colectivo, pero para el intercambio nos basta con mera información. Tengo que decir, con Theodor Adorno, que "en esta Sociedad Total todo y todos nos vemos abocados a someternos al principio de cambio, a menos que queramos sucumbir, y ello independientemente de si, subjetivamente, nuestra acción está regida por el beneficio o no." La subjetividad misma se desvanece en la nada. El individuo ve reducidos los espacios de su humanidad, que, una vez reconstruidos desde el exterior, tienen que ver con su dimensión mercantilista, a favor de una competitividad que anega el ámbito de los sentimientos, de la conciencia artística y del espíritu científico, pues sentimiento, arte y ciencia detentarán valor si y sólo si el mercado se los otorga. El Bien, la Belleza, la Verdad, dejan de ser valores universales ahogados por la escala opresiva del beneficio material enunciado en un solo debe ser: debes ser poseedor. ¿Y para qué? Para ser reconocidos por el mercado: entidad que dicta nuestra identidad. "Los hombres ya no deben estar de acuerdo con los valores simbólicos trascendentes, deben simplemente someterse al juego de la circulación infinita y extendida de la mercancía." Soy en tanto que vendo, soy en tanto que compro: únicas acciones derivadas y posibles del poseer por el mero placer de poseer.
La necesidad de movimiento que en sí supone la vida nos induce a la deriva perpetua del intercambio infinito para no convertirnos en espectros. La libertad liberal –que, como ya han explicado, consiste en poseer por el mero placer de la superabundancia- se torna más absurda pues el verbo recae sobre sí mismo anulándose la autonomía del sujeto que, convertido en títere, pataleará en todas las direcciones intentando servirle. Poseer, poseer, poseer, ¿para qué? Es evidente, para poseer, poseer y poseer. ¿Acaso no es suficiente? Desde luego que no, nunca llega porque nunca llena. ¿Qué sentido puede aportar a nuestra existencia? La posesión inútil no llena porque es inútil. Un título de propiedad de Júpiter es tan absurdo como poseer cien billones de dólares.
El único sentido posible de ambas propiedades nos lo daría el mercado, es decir, si alguien se encontrará dispuesto a mercadear con nosotros: te cambio tus billones por mi Júpiter. (Y lo curioso es que ambos pensarían que han hecho un buen trato pues han magnificado la utilidad. ¿Qué utilidad? La utilidad inútil.) Así la necesidad de "ser moral en sociedad" se sustituye por la necesidad de "ser en el mercado". No hay adjetivación. Pero cuando la mercancía sujeto de la relación mercantil es información alcanzamos la paradoja de todas las paradojas: para el ciudadano de a pie es imposible poseer la mercancía. El conocimiento comprado nunca es nuestro. El mundo se detiene espantado. ¿Qué libertad liberal nos dejan los liberales? Ninguna: el poseer por poseer se hace ahora imposible quedando sustituido por el vacío. Nuestro espíritu es, tiene sin poseer las pertenencias ajenas y así cuanto más nos conectamos menos somos nosotros. Progresivamente queda un yo pasivo y unidireccional anulado como voluntad que era elección moral, y un verbo imposible de resolver que todo lo anega: yo consumo información, yo soy aquello que consumo, lo que consumo no es mío, yo soy consumido. Es la sublimación hobbesiana: nos devoramos las almas los unos a los otros. Contemplad la obra de Leviatán: Llegará un día en que alguien nos pueda decir ", todo lo que sabes, todo lo que eres no te pertenece, es de mi entera propiedad".
Desintegración de la sociedad
Pierre Levy nos dice que, "además de la necesaria instrumentación técnica el proyecto para un espacio del conocimiento llevará a una recreación del vínculo social basado en el aprendizaje recíproco, habilidades compartidas, imaginación e inteligencia colectiva." Para este autor, "debería ser obvio que la inteligencia colectiva no es puramente un objeto cognitivo", y que "el término Inteligencia debe ser comprendido en su sentido etimológico de unión (inter legere), unión no solamente de ideas sino también de personas, "la construcción de la sociedad". No deja de ser una visión demasiado optimista sobre lo que constituirán las relaciones entre los hombres en la sociedad de la información. No dudo de las posibilidades de la técnica y de la tecnología como facilitadoras de esos vínculos -que nada tienen de nuevos en su naturaleza primera desde que se comunicaron los dos primeros seres humanos-, pero desconfío de que uno de los pilares de las nuevas relaciones sociales sea el aprendizaje recíproco, tanto que será una rareza la transmisión de conocimiento en los dos sentidos durante la interlocución. Si tenemos en cuenta que el beneficio empresarial se obtendrá de la mercantilización del saber, es obvio que, por más que la tecnología posibilite su comunicación, ésta se efectuará cuando esos intereses económicos puedan ser satisfechos. Creo que en estos mercados se desatará la misma espiral de concentración de poder que se produce en todos los mercados capitalistas. La misma naturaleza monopolista del sistema de intercambio catalizará un escenario caracterizado principalmente por las relaciones asimétricas entre los actores, nunca por la interacción entre pares como recíproco acto mayéutico a la búsqueda del mutuo enriquecimiento espiritual. La mecánica de la inteligencia colectiva quedará desarticulada: la comunión de espíritus en búsqueda de la verdad será imposible, (comunión soñada por Levy y que también fue, mutatis mutandis, el sueño de Sócrates y su mayéutica, el sueño de Rousseau y su Asamblea General directa y soberana y el de Rawls con su posición de partida, y el de Habermas con la acción comunicativa y su ética del discurso). Lo que de colectivo quede en estos procesos será una reducción degenerativa, rara avis, algo puramente residual. Unos agentes desarrollarán saber, otros adquirirán a precios monopolísticos el derecho a tenerlo pero no a poseerlo, otros distintos obtendrán el derecho de expresar materialmente el saber, también sin poseerlo y sin la posibilidad de apoyarse en él para generar nuevos conocimientos; y los últimos, carentes de unos y otros bienes, serán excluidos sin más. Lo que construimos es lo contrario de lo propuesto por Levy, pues, lejos de servirse de la técnica para aprovechar el saber que se enciende como una chispa en cada uno de nosotros con el contacto mutuo, permitir que unos privemos del saber a otros –o limitemos su libertad de materialización- forjará una sociedad escindida donde lo propio deberá ser considerado como ajeno y lo ajeno podrá ser tomado como propio. Sólo falta conocer lo que nuestra estrella nos depare y en que estamento recalaremos al fin, algo que, por desgracia, dependerá muy poco de nuestra voluntad y menos aún de nuestro saber hacer. "Todos tenemos el derecho de ser reconocidos como una identidad de conocimiento" nos recuerda Levy , pero ese derecho será erradicado por la propiedad intelectual y sustituido por el derecho de consumir unidireccionalmente sí y sólo sí nos lo permite nuestro peculio. Además, por más que nuestro saber y nuestro saber hacer sean útiles a la sociedad, -como interpretación única del universo en tanto que suma de saberes aprendidos y experiencias y habilidades propias-, no resultará rentable su comunicación y no se considerará como tal porque, entendido de esa forma, supondría aceptar una molesta competencia. El objetivo es acallar el saber en nosotros mismos y eliminar nuestras habilidades competitivas en un mercado que se desea monopolístico. La construcción de la sociedad a través de la inteligencia colectiva se vuelve una quimera.
La gran red: el mercado global del saber
"La pasión súbita y desenfrenada por la propiedad privada en el campo de los conocimientos ha creado una situación paradójica (Foray, 1999). Mientras que se dan las condiciones tecnológicas (codificación y transmisión a coste reducido) para que cada uno pueda beneficiarse de un acceso inmediato y perfecto a los nuevos conocimientos, el número cada vez mayor de derechos de propiedad intelectual prohíbe el acceso a esos conocimientos. (…) Se procura crear una rareza artificial en una esfera en la que la abundancia es la regla natural. Esto provoca enormes desperdicios".
En este capítulo trataremos de ahondar en las fricciones surgidas entre tecnología y Ley. Las conquistas que se han sucedido en los últimos años en el ámbito de las comunicaciones, en especial a través de Internet, suponen indiscutiblemente un avance importante en las posibilidades de transmisión de saber, aunque, ya se ha dicho, no son del calado suficiente como para considerarlas como quintaesencia de la sociedad del siglo XXI.
Existe un avance tecnológico que nos brinda además nuevas posibilidades de relacionarnos unos con otros, pero la tecnología, como vengo afirmando, ocupa casi el último lugar entre los principales factores que van moldeando la sociedad del conocimiento. Por esto, sin tratar directamente de las posibilidades técnicas, que son evidentes, sino de las de uso legal de esa técnica, cabría preguntarse ahora si realmente gozaremos de la libertad de aprovechar estas nuevas posibilidades de propagación del saber, para que todos sepamos cuánto nos sea posible sin otra limitación que la impuesta a cada uno por su propia naturaleza y el justo pago del trabajo ajeno, o si, muy por el contrario, se nos escatimará la utilidad primera de esas tecnologías, permitiéndosenos tan sólo el intercambio mercantil de licencias sobre los conocimientos.
El concepto de información en tiempo real expresa con precisión el punto exacto donde se sitúan las posibilidades técnicas actuales de comunicación humana, pero ¿dónde se encuentra la libertad para usar esa tecnología?, ¿hacia dónde se encamina la creciente normativización de la red? Cuando escuchamos que Internet debe ser regulada, ¿qué debemos entender por regular? En mi opinión, el pensamiento liberal intenta eliminar del escenario social todo aquello que no sea susceptible de ser comercializado, por lo que es necesario distinguir entre el estado de la tecnología y el de las posibilidades legales de su uso, porque no todas ellas interesan al mercado. Desde luego, sabemos que los grupos de poder se escudan habitualmente en la seguridad para justificar una reglamentación de la red: "la cultura del miedo", de la que nos habla magistralmente José Vidal-Beneyto, se erige como fuerza legitimadora de la acción coercitiva, pero, ¿hacía dónde se orienta tal reglamentación?
La normativa promovida desde los grupos de poder desemboca siempre en la misma dirección, cuyo resultado de todos es conocido: el ámbito de las libertades legales adquiere siempre una dimensión menor que el de las posibilidades legítimas e infinitamente inferior al de sus posibilidades fácticas. ¿Cuál es la razón para que se desee reducir la libertad de uso de Internet más allá del estricto control de las actividades delictivas? No es, en efecto, la globalización informática como eliminación de barreras a la comunicación la que con tanto empeño se potencia, sino su uso como herramienta para ejercer los derechos otorgados por la propiedad intelectual, la cual les brinda, desde el nuevo medio, la posibilidad de multiplicar los beneficios eliminando la competencia molesta. Recordemos lo dicho sobre la jerarquía de prioridades de los liberales: desean un medio político que les beneficie teniendo asegurados los resultados que les interesan, para lo que reclaman una particular seguridad en el obrar –económico, por supuesto- que tendrá que proveer el Estado, a cuyo sostenimiento, por otra parte, contribuimos todos aunque sólo sirva a algunos; pero cualquier iniciativa de los gobiernos para fomentar el desarrollo democrático del conocimiento en la red -o fuera de ella- será rechazada de plano.
¿Quién puede asegurar que en un futuro no será exigido por las fuerzas liberales el cierre de las universidades, museos, bibliotecas y colegios públicos, aduciendo para ello que sus actividades suponen competencia desleal por parte del Estado? Pues no hay que esperar al futuro, ya se hace: "…la única forma positiva que tiene el Estado para ayudar a la cultura, en general, y a la creación característica en particular, es negativa, o sea haciendo mutis por el foro". Des esa manera el Estado, con su laisser faire deja de ser competencia, pero a la par, y aquí está el meollo, deja de promover la generación de potenciales competidores.
Cuanto más aumente el número de usuarios controlados más serán las oportunidades, no de comunicar saber, sino de cobrar por su comunicación; pero siempre, y esto también es importante, recordando que lo comunicado permanecerá petrificado: no será objeto de nuestra propiedad para hacer con ello lo que se nos antoje, sino que no podremos ir más allá de la concreción impuesta. La máxima a seguir será que la comunicación no debe producir competencia, sólo beneficio, lo que conlleva la necesidad de que lo comunicado no relance la cultura, no despierte la inteligencia del individuo más allá de lo estrictamente necesario como para continuar consumiendo. El cliente perfecto será un ser idiotizado por el mercado del saber, un ciudadano cuya mente, a fuerza de atiborrarse de datos, carecerá, no obstante, de cultura propia.
El hombre y la mujer cultos serán –máxime si son intelectuales– un peligro para el mercado: siempre pueden optar por competir o bien por saltarse las normas del mercado simonita y transmitir el saber desarrollado con total libertad. Por esta razón los simonitas deben transfigurar la idílica anarquía de la red en un medio asfixiante y carente de vida: esta "transformación de los medios de información en máquinas de identificar consumidores y vender productos será más que evidente". La horizontalidad de las redes, tal y como define Manuel Castell la virtud de estos medios de ser independientes de todo poder que no sea el de sus mismo usuarios que se comunican entre sí voluntariamente y en un plano de igualdad, será eliminada, reorientada verticalmente para ser dominada desde arriba, desde el poder del capital. Interesa la regulación total de la red, pues siendo libre no es mercado en el sentido que demandan los simonitas, sino libertad que no soportan, libertad de aprender sin pasar por caja y, en consecuencia, la posibilidad de construir gratuitamente el mundo como nos venga en gana.
En este sentido el saber libre se tacha de competencia desleal que perjudica al saber simonizado. La maniobra pretende destruir cualquier competencia, no exclusivamente la procedente de pequeñas empresas comerciales alejadas de los grupos de poder, sino también la que se ejerce desde la libertad de pensamiento y de expresión. Como resulta muy difícil que nos prohíban pensar, nos prohíben de facto -y también legalmente como veremos muy pronto- el comunicarnos, jurando, al más puro estilo liberal, que lo hacen por nuestro bien y nuestra seguridad.
La fiebre reduccionista ha llevado no hace mucho a que una de las grandes empresas de software cerrara sus chats libres usados gratuitamente por millones de personas en todo el mundo, aduciendo para ello como única razón la protección de los menores; y desde luego que debemos proteger a nuestro infantes, pero la idea es exigir la identificación del usuario e incluso el número de su tarjeta de crédito. ¡Cómo si los criminales tuvieran la sana costumbre de identificarse cuando se disponen a cometer un delito! Además, ¿para qué quieren nuestra tarjeta de crédito? Con todo esto, en lugar de disuadir a los delincuentes, se espanta a los "usuarios libres" que era, según mi opinión, lo verdaderamente perseguido.
El caso es que nadie se encuentra más protegido -excepto el beneficio monopolista del simonita-, pero sí mucho menos comunicado: todo en pro de nuestra seguridad y de nuestra libertad. ¡Dios salve al rey de las ventanas cerradas! Lejos de globalizarse el mundo, se mundializa el mercado, porque no se nos considera como seres humanos que desean compartir experiencia y saber, sino como meros consumidores de datos. La verdadera libertad que respetarán con gran celo en la gran red será sin duda la que tenemos de consumir, nunca la libertad de expresión. La aldea global se reduce, pues, al mercado global, del mismo modo que en el mundo tangible, lejos de eliminarse las fronteras, se levantan barreras entre los seres humanos, membranas osmóticas exclusivamente permeables a lo económico.
Por analogía con otros medios de transmisión de saber, ¿cabe imaginar qué consecuencias habría acarreado a la humanidad que la escritura fuese protegida, impulsada y reconocida tan sólo en los casos en que estuviese orientada hacia el ámbito económico? ¿Dónde se encontraría ahora el hombre? ¿Existiría en este caso Internet y otros medios que se desarrollaron con el único objeto de unir a los hombres? No, desde luego que no, estaríamos aún en los albores de una historia de la humanidad meramente económica.
Por esa razón, y volviendo a lo ya dicho, se necesita hacer hincapié en esta idea de la libertad de expresión como generadora de competencia gratuita y, por tanto, no deseable para el simonismo: es evidente que si se permite la confluencia de varios o muchos interlocutores en un lugar digital -en un foro abierto especializado, por ejemplo, en técnicas de manufacturación de alimentos ecológicos- la cantidad de conocimientos que se transmite y se genera compartiendo cada uno lo que sabe es enorme, más aún si lo multiplicamos por los millones de lugares digitales que existen en el cibermundo.
De ahí que todas las necesidades de saber que se cubran gratuitamente por este medio reducirán las oportunidades simonitas de hacer negocio. Desde el simonismo se interpreta que debido a esta competencia se produce un desperdicio. Dicho de otra forma: esas posibilidades de comunicación de las que hablamos suponen un avance para el hombre libre, pero se ciernen como una amenaza sobre el mercado simonita, porque en muchas ocasiones podemos prescindir del saber mercantilizado mediante estas tecnologías e intercambiar, por el contrario, un saber libre con otros internautas. El dictado normativo debemos explicarlo como orientación unidimensional dirigida al mercado. De la red sólo quedará en pie aquello que beneficie al comercio del saber, pues parece evidente que, ya domada, brindará jugosas oportunidades de negocio siempre que se elimina toda posibilidad de comunicación entre las personas: la libertad de expresión y el derecho de acceso a la información no interesan y serán atacados sin contemplaciones. Y me refiero no solo a la libertad a la información sino también a la libertad de expresión porque, sublimada ésta, resulta la libertad de comunicación, que no es otra cosa que la libertad de dos personas de entablar una conversación por cualquier medio.
Como enseguida comprendemos, para que el verbo se desarrolle en toda su extensión el sujeto debe ser siempre plural: "nos comunicamos". Si se nos impide utilizar todos los medios a nuestro alcance se menoscaba nuestra libertad para expresarnos: ya no se trata de decir lo que queramos, sino de decírselo a quien queramos, pues los medios actuales permiten conectarnos con todos los seres humanos. En 1969, Jean D'Arcy introdujo el derecho a comunicarse por escrito, vendrá el día en que la Declaración Universal de los Derechos Humanos tendrá que incluir un derecho más amplio que el derecho del hombre a la información… Este es el derecho de los hombres a comunicarse' (D'Arcy, 1969). La fuerza motivadora para este nuevo enfoque era la observación de que las disposiciones en las actuales leyes de derechos humanos (como la Declaración Universal de los Derechos Humanos o el Pacto de los Derechos Civiles y Políticos) eran inadecuadas para tratar con la comunicación como un proceso interactivo.
En cuanto al cibermundo, las cosas no se quedan aquí, la red también se regulará como medio de control y coacción: no basta con limitar la libertad de expresión para garantizar los monopolios, sino que la red se utilizará como un arma para detectar y disparar a todo sospechoso que sepa de más: saber de más en la sociedad simonita es saber sin previo pago. Con cada nuevo triunfo de los derechos de los propietarios del saber se da un paso hacia la nueva Edad Media, donde los muros de las bibliotecas monásticas y el temor de Dios serán sustituidos por el miedo a que se abalancen las hordas simonitas y arremetan contra nosotros con todas sus leyes del no-saber. Somos vigilados impunemente por organizaciones estatales e incluso privadas, "y así nos enteramos de que el uso del ordenador, o la navegación por Internet desvelan, sin que lo sepamos, nuestros gustos, simpatías e ideas. Como la telepantalla de 1984, nuestro ordenador nos espía permanentemente" . A través del cibermundo "se obtiene más información de nosotros que la que nosotros somos capaces de obtener de él"; nadie, curiosamente, nos paga por la información que obtienen de nosotros, por más que ese saber coincida con nuestro ámbito más íntimo y sea parte de nuestro yo. Pero la propiedad intelectual no ha sido concebida para proteger al ciudadano común así como tampoco la red de redes se ha desarrollado en los últimos años para que la gente hable cotidianamente con sus congéneres, sino para que el poder simonita sepa permanentemente de nosotros todo aquello que le interese.
Las redes de comunicación vierten todo conocimiento que pueda ser rentable en los centros de desarrollo y control del saber. La concentración monopolística de los medios de producción no bastaría para el dominio absoluto de la sociedad, son imprescindibles estos embudos caleidoscópicos que con sus luces en continua parpadeo nos hacen creer que otra libertad humana está por llegar, pero en realidad, la red nos aliena de todo aquello que imprudentemente hayamos "colgado" en el site y, una vez patentado, pueda revestir algún interés económico.
Si este descomunal avance tecnológico que supone Internet viniese acompañado de la anulación de los monopolios sobre el saber, y, por tanto, por el respeto hacia la libertad de expresión y comunicación, todo tendría mucho más sentido. La globalización informática como medio para unir a los hombres de todo el mundo se transmuta en un nuevo elemento de dominación, es un espejismo que se desvanece por la propiedad intelectual.
Beneficio y sacrificio en el intercambio humano I
En los capítulos que siguen, y después de estos apuntes sobre los perniciosos efectos que la propiedad intelectual provoca sobre nuestra mentalidad y sobre la nueva forma en que los seres humanos se relacionan con la realidad, trataré de analizar algunos de los problemas que se plantean al dar por supuesto la infungibilidad del saber cosificado. Una cuestión que abordaré también, como en el resto de este ensayo, desde la lógica socialdemócrata, orientada a paliar las consecuencias negativas del mercado capitalista, pero que no propugna su completa sustitución de forma inmediata, sino entablar un diálogo constructivo entre los puntos de vista acordes con el socialismo y con las instituciones propias del capitalismo.
Es una verdad irrefutable que el producto del trabajo o del esfuerzo inversor de cualquier ciudadano es siempre limitado y que por cada objeto que enajena tiene que descontarlo, como es natural, de sus haberes. Si un artesano es capaz de hacer al día cinco lámparas y trabaja cinco días a la semana tendrá la posibilidad de fabricar cien lámparas al mes.
Cuando quiera vender sus lámparas se verá obligado a descontar de su almacén cada unidad vendida. Por el fruto de su esfuerzo recibirá a cambio una cantidad de dinero tal que justifique tanto la inversión de tiempo realizada como su saber hacer, pero perderá irremediablemente ese bien manufacturado cuya propiedad pasará al comprador. Resulta imposible, entonces, que este artesano pueda vender más de las cien lámparas que es capaz de fabricar, ya que sus clientes las quieren -y no otra cosa- a cambio de su dinero y no tiene forma de fabricar más, salvo que contrate a más personal o máquinas más rápidas y eficaces, lo que supondría siempre un esfuerzo inversor en bienes de equipo más potentes o más modernos, un incremento del gasto o un mayor esfuerzo de trabajo.
Supongamos ahora que nuestro artesano se convierte en empresario y multiplica por mil su producción. Es la misma cosa: a cambio de su trabajo, y ahora también de su inversión, no podrá fabricar más de mil quinientas lámparas al mes ni vender más de las que sea capaz de elaborar. El esfuerzo productivo incrementará en proporción a la cantidad producida, pero en ningún caso llegará, por más dinero que invierta, a un estado de cosas en que de su almacén no haya que descontar una lámpara cada vez que venda alguna. Los bienes que nacen de su esfuerzo son finitos y se ven mermados cuando se producen las ventas, a cambio, claro está, de recibir otros bienes que pierde el comprador. Así funciona el mercado: riqueza que se produce con esfuerzo a cambio de dinero que también se adquiere con esfuerzo. No hay otra forma de verlo. La competencia del mercado –la relación entre la libre oferta y demanda– marcará los precios de las lámparas vendidas y su beneficio total quedará limitado por su capacidad de producción. Sería imposible pasar de ahí.
Si un catedrático de Filosofía imparte clases en una Universidad [a estos efectos, es lo mismo pública que privada], se le paga por cada hora invertida en sus clases, pero dispone de unas horas limitadas para vender su fuerza de trabajo a los alumnos. En este caso también el fruto de su esfuerzo es finito, y si imparte clases en un aula no podrá realizar otra actividad distinta al mismo tiempo, a no ser que posea el divino don de la ubicuidad.
Si un médico trabaja por las mañanas en un consultorio de la Seguridad Social, velará con ayuda de su conocimiento y su experiencia por la salud de los enfermos, y el Estado le pagará por los servicios prestados a la sociedad; pero resulta evidente que no podrá despachar esas mismas mañanas en una clínica privada, ¿o acaso sería razonable que esto ocurriese? Así pues, el beneficio que puede obtener a cambio de su trabajo será limitado y tan conocido como las horas que tiene un día.
Podríamos exponer aquí, uno por uno, todos los ejemplos que quisiéramos y en todos ellos encontraríamos que los beneficios que cualquier trabajador puede obtener a cambio de los bienes o servicios producidos es siempre finito, en tanto en cuanto lo sean su saber hacer y su capacidad productiva. Todos menos en un caso, que no es otro que la venta de conocimiento. Aquí la mercancía detenta unas propiedades particulares muy concisas, ya descritas, que han sido manipuladas en el proceso de reificación para que pueda funcionar el mercado simonita.
Teniendo todo esto en cuenta, ¿deseamos dar a unos hombres el poder de enriquecerse con el conocimiento devenido en mercancía infungible, siendo conscientes de que supone incurrir en una diferencia brutal con el resto de los trabajadores que producen bienes finitos como concreciones de ese mismo saber? ¿Es justo con el resto de la humanidad tal premio a los simonitas?
Veamos un ejemplo muy manido pero resplandeciente: para producir un software es necesario un equipo que lo diseña. La inversión en capital humano –tratándose de personal altamente especializado– y medios tecnológicos puede ascender a cifras considerables. Es razonable pensar que el producto se lance al mercado a un precio relativamente alto si atendemos a tal inversión. Esto es justo si partimos de que se aplica el mismo criterio que a cualquier otro bien. Pero no es el caso: se cobrará cada una de las copias como si fuese el original y sin la consiguiente merma en la propiedad que se produce con la comercialización de cualquier otro producto. Y en consecuencia, el coste de la creación del software deja de ser elevada al perderse la relación proporcionada entre sacrificio y beneficio. Se rompen, por tanto, las reglas de juego que tanto gustan a los neoliberales, se reinventa la economía y se dinamita el orden establecido por el mercado.
Este caos no importa, no duele, pues las reglas son para los pobres y sólo cuando molestan a los ricos, se saltan o se anulan, olvidadas siempre en nombre del bien común y del sacrosanto y sistemático utilitarismo. Así pues, en este nuevo mercado del saber no hay existencias limitadas, se vende todo lo que haga falta, puesto que en realidad no se vende nada. La oferta se iguala a la demanda de forma automática ya que el stock siempre es suficiente para cubrir cualquier venta. El ciudadano no compra la propiedad de nada y de esta forma el fruto del esfuerzo de algunos hombres se pierde, transmutado en algo indeterminado, esclavizando al resto de los mortales que pagarán una y otra vez con su esfuerzo el supuesto uso de un bien que nuca les pertenece.
Los haberes de estos últimos sí que se verán mermados cada vez que paguen por estos derechos de uso, y su merma será determinada en proporción a los beneficios del propietario de la patente. Esto es una injusticia porque no existe igualdad en el intercambio.
Unos y otros acuden al mercado con el fruto de su trabajo, pero los primeros tendrán sus réditos "por las nubes", más propios de los dioses en tanto que infinitos, y los segundos presentarán sus rentas tan concretas como humanas y terrenales. El intercambio es justo si ambas partes entregan algo, pierden lo que entregan y reciben algo a cambio. Para ofrecer cosas nuevas, tendrán que trabajar de nuevo. Esto no será necesario para algunos gracias a las leyes de propiedad intelectual.
Beneficio y sacrificio deben ser similares para ambos: si la carga de la operación sólo es soportada por una de las partes el negocio es evidentemente injusto en tanto en cuanto se rompe la relación de ecuanimidad, fundamento bien habido de cualquier intercambio humano. Los liberales nos quieren convencer de que los precios son justos cuando son libres, cuando se acata su imposición desde la oferta y la demanda, pero aquí dicen que el precio justo es el otorgado por el monopolio. La disposición a pagar por algo no supone la justicia del intercambio, pues no es justo que nadie pague por no ser torturado y sin embargo todos nos encontraríamos dispuestos a pagar lo que sea para evitarnos tal trance, o para hacernos con un tratamiento que salve la vida de nuestros hijos aunque sepamos que pagamos diez mil veces el coste de fabricación total, incluidos los gastos proporcionales de la investigación. Cabría quizás tachar de demagógica tal argumentación, pero sólo debemos contemplar la realidad para comprender que lo que digo es cierto, es, insisto, la pura realidad cotidiana para millones de personas que con su esfuerzo competitivo deben adquirir bienes fabricados en monopolio.
La psicología liberal necesita que nos fijemos en los beneficios generados con el intercambio, pues muchos fueron, son y serán los que no pagan con el sudor de su frente las cosas buenas del mundo, algo que no nos debe llevar a equívocos, pues también en la ecuanimidad del sacrificio encuentra justicia el intercambio, por más que la necesidad nos lleve también a los pobres a obviar tal relación y por mucho que suframos en todos los casos en que conocemos que entregamos haberes conseguidos con gran esfuerzo a cambio de un producto o servicio que poco ha costado al vendedor. ¿Pero cómo se puede aceptar tal propuesta desde un mercado cuya primera ley es que cobres todo lo que puedas por tus productos para así incrementar tu propio beneficio?
Esta ley te dice que da igual el esfuerzo que realices, como si no es ninguno, cualquier beneficio que obtengas en el mercado será legítimo. Y por otro lado, ¿cómo podría defender tal cosa quien poco o nada hace y, sin embargo, vive la gloria material? Si aceptara el sacrificio como fundamento del intercambio, ¿acaso no se sentiría un miserable contemplando a los demás hombres trabajar de sol a sol mientras él disfruta de los mismos bienes sin hacer nada?
La cuestión estriba en que todos debemos contribuir al sostenimiento y continua construcción de la sociedad con nuestro esfuerzo y en la medida de nuestras capacidades. Parece injusto establecer una sociedad que exija un esfuerzo continuo a unos hombres y no a otros, ya sea por poseer una patente, por derechos de cuna al trono de un país cualquiera o por disfrutar de una herencia que les exima de ganarse el pan con el trabajo diario.
Beneficio y sacrificio en el intercambio humano II: Las rentas de la tierra y propiedad intelectual
Demos por supuesto que la propiedad intelectual es una propiedad, olvidando, por tanto, todo lo dicho. Se podría argumentar entonces que se pueda dar un estado de derecho análogo al que encontramos en las rentas de la tierra, pero pensar esto sería un error. Cuando el propietario de un bien raíz arrienda una tierra, o alquila un edificio, es cierto que no ve menoscabado el valor de sus bienes, y que con los años fluctúa el valor de cambio según dicte la ley de la oferta y la demanda, y que, a parte de cobrar las rentas, las participaciones de propiedad sobre el bien no disminuyen y en ningún punto decrece su derecho de propiedad sobre la tierra. Esto es una realidad, pero también lo es que, arrendando el bien raíz, el propietario no podrá emplearlo o disfrutarlo ni como vivienda, explotación agrícola o minera o cualquier otro fin; ni tan siquiera podrá acceder sin permiso del arrendatario a las propiedades, pues el pago introduce un cambio en los derechos sobre las mismas, no de propiedad, pero sí de usofructo y de explotación que quedan restringidos para el dueño, al menos temporalmente. Por el contrario, cuando un ciudadano compra una licencia de expresión de un conocimiento, que ahora se nos antoja considerar como un arrendamiento, no se produce cambio alguno que suponga un menoscabo en la capacidad de explotación, uso o disfrute por parte del arrendador.
Por esta razón no se pude comparar el derecho que rige las rentas de la tierra y el que se quiere imponer sobre la propiedad intelectual. La propiedad intelectual permite el milagro de los panes y los peces cuando tal milagro no se produce con ninguna otra obra desarrollada por trabajador alguno ni con ninguna otra propiedad existente, ni tan siquiera en el derecho sobre las rentas de los bienes raíces.
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