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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 5)


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Un esbozo de solución práctica a modo de arbitrio

La solución que me guardaré –la soñada y por tanto utópica, pero a la que, como demócrata, debo renunciar en gran parte de su extensión– pasaría por administrar las recompensas por el trabajo intelectual desde unas instituciones universales. Esa es mi solución y aunque no es momento de realizarla en toda su extensión, siempre es tiempo de caminar hacia ella por la senda del cambio pausado. Debemos comprender que la utopía es presentada como una fantasía por el poder establecido, tienen su razón: aceptarla como posible es tanto como aceptar la obsolescencia de la ideología que legitima ese mismo poder. A nosotros nos servirá de Norte.

Se esbozará aquí, como mero ejercicio intelectual, una propuesta concreta y alternativa de retribución a los sabios sin trastocar en demasía el liberal orden del universo, por tanto, contaremos en la medida de lo posible con el mercado. No afirmaré que sea la única solución, sino que su exposición intenta precisamente demostrar que existen muchas alternativas y que el modelo de las rentas del trabajo intelectual puede llevarse a la práctica. Debo confesar, no obstante, que esta cuestión práctica, puede resultar, si se quiere, pretenciosa: sólo es una demostración a modo de divertimento de que, si se desea, los caminos están abiertos a la justicia. Si logro presentar algo práctico y digno a partir de los principios propuestos, ¿de qué no serán capaces, me pregunto, los técnicos y especialistas desde esos mismos principios?

¿Cómo podemos conseguir un sistema para que las rentas del trabajo intelectual sean pagadas por la sociedad sin que se limite la libertad de materialización del saber y viceversa? A primera vista, desde luego, parece enormemente complejo concebir tal sistema. Hay que reconocer, además, que con los actuales procedimientos puestos en marcha bajo la propiedad intelectual las cosas parecen más sencillas, una virtud en general, pero un defecto cuando se trata de justicia. Si está en nuestro ánimo alcanzar un acuerdo justo entre las partes dentro de un mercado capitalista, es decir entre los propietarios del saber –todos lo hombres– y los sabios que lo desarrollan, la cuestión se complica todavía más, pero la dificultad no puede ser razón suficiente para dejar las cosas como están. Intentaré, por ello, describir a grandes rasgos un sistema complejo pero, insisto, a mi entender más justo que el actual.

Enunciemos los cuatro principales objetivos a conseguir:

A.- Que se respete en su integridad el derecho de actuación de acuerdo con el saber hacer de cada uno.

B.- Que sabios y empresas cobren las rentas del trabajo intelectual siempre de forma porcentual y finita.

C.- Que esas rentas sean satisfechas por la sociedad.

D.- Que la competencia actúe en los mercados, pero no fuera de ellos. (El saber no pertenece al mercado, sí, en cambio, el actuar en el mundo directamente generado por el saber hacer, cuando acudimos al mercado a trabajar.)

Comencemos, por ser más urgente, con el caso de los conocimientos que se generan en el entorno empresarial con fines industriales, ya sea la fabricación de un sistema de comunicaciones o un medicamento para luchar contra una determinada enfermedad. En este caso, al registrar el saber en la oficina de patentes, habrá que declarar los importes totales a que ascienden los gastos atribuibles a la nueva invención o saber concreto. Serán la base a partir de la cual se calcularán las rentas del trabajo intelectual. El esquema propuesto será similar al adoptado para el impuesto sobre el valor añadido (IVA). En el caso concreto del entorno empresarial, los trabajadores del saber, que lo son por cuenta ajena, ya cobran mensualmente las rentas de su trabajo. Asumimos que se les debe de por vida el reconocimiento de la autoría de la obra y, por tanto, los derechos económicos generados por esas rentas que se deriven de su labor concreta pasan a pertenecer a la empresa.

A diferencia del sistema de propiedad intelectual, estos derechos continúan siendo derecho de rentas, jamás propiedad, y así se tratarán en todo momento. Los gastos en que incurra la empresa para desarrollar el saber también tendrán cabida como si fueran parte de las rentas sobre el trabajo. Si se tratara de propiedad intelectual, la empresa explotaría en régimen de monopolio el nuevo saber obteniendo beneficios monopolísticos liberándose así de la carga de los trabajadores.

¿Qué ocurre en este punto con el sistema de rentas del trabajo intelectual que propongo? Tenemos que asumir la primera premisa: que el libre acceso al saber se respete. Nadie se podrá negar, por más que sea el autor que ha desarrollado el saber, a que otros lo expresen en la medida de su saber hacer. La segunda premisa define la primera, pues serán estas rentas sobre el trabajo lo que habrá que satisfacer, ni un céntimo más ni uno menos. Pero aquí hay que reconocer que las empresas no solamente tienen la obligación de recuperar lo pagado como rentas del trabajo a los obreros, la inversión realizada y los gastos generales, sino también la de obtener y repartir beneficios. Tendremos que incluir, por tanto, un beneficio para que podamos acceder al saber, puesto que el objeto del trabajo de las empresas es, ante todo, la obtención de beneficios. En un entorno de mercado capitalista no podemos negarles su objeto. En este caso del saber empresarial nos encontramos con, al menos, tres conceptos que satisfacer:

1º.- Las rentas y sueldos de los sabios que trabajan en la empresa.

2º.- Los gastos en inversiones asociados a su labor de investigación y desarrollo.

3º.- Una tasa de beneficio empresarial razonable que hay que determinar para cada uno de los sectores de actividad. Puede ser el treinta por ciento, el doble o diez veces más de lo invertido. Quedémonos aquí en que los beneficios que hay obligación de satisfacer deben ser razonables y en proporción directa al esfuerzo realizado. Me niego a aceptar el argumento de que la determinación de estos beneficios, siempre arbitrarios, sean siempre injustos: se trata de alcanzar un acuerdo de sentido común, nada más, y esto sí se encuentra dentro de los ámbitos de las convenciones humanas.

La empresa emprendedora puede comenzar la venta del producto final en el mismo momento de registrarlo en la oficina de registro. Pero, como decimos, el saber quedará a disposición de los competidores. Cuando llegue otra empresa interesada, ¿qué cantidad debe abonar para poder materializar con su saber hacer el saber que, como a toda la humanidad, ya le pertenece? Abonará estas tres partidas descritas que deben ser consideradas, como ya hemos aclarado, rentas del trabajo intelectual. ¿Se verá obligado el competidor a abonar el total de estas rentas? No, siendo dos los competidores, la nueva empresa que concurre deberá abonar el cincuenta por ciento de esas rentas del trabajo intelectual que contienen esos tres conceptos descritos, con lo que compensará el esfuerzo y el riesgo asumido por la empresa emprendedora. Llegará un tercer competidor y abonará el treinta y tres por ciento de esas rentas redistribuyéndose lo cobrado entre los dos anteriores competidores según el nuevo esquema de derechos. El cuarto abonará el veinticinco por ciento y así sucesivamente,… siempre con los respectivos beneficios empresariales que recibirá sólo, y como es evidente, la empresa emprendedora.

Quien desee acudir primero correrá más riesgo, pero dispondrá de mejores condiciones temporales para competir, mientras que el último se encontrará con un mercado incluso saturado. Si nadie acude será porque no resulta rentable la materialización de ese saber –un saber en parte "inútil" o al menos no rentable- o porque el mercado no es lo suficientemente grande como para soportar competidores, con lo cual se puede aceptar, en este caso, el monopolio natural como mal menor.

Como vemos, siempre cabe la posibilidad de competencia desde el saber hacer, lo que elimina la posibilidad de tener que soportar costes basados en la ineficiencia. Además, a veces, la sola amenaza de la competencia bastará para moderar los precios. En esto la empresa emprendedora tendrá siempre la libertad de optar por lanzar el producto a unos precios tan bajos que desmotive a los posibles competidores o, por el contrario, atreverse a cobrar más y arriesgarse a que acuda la competencia: la sociedad siempre saldrá beneficiada y el resultado vendrá prescrito por la libertad de cada cual de competir. Incluso si esa única empresa decide vender a precios muy bajos y luego, cambiando de política, prueba a subir los precios en el futuro, rápidamente acudirán competidores al sonido del dinero y se reestablecerá el equilibrio.

Imaginemos ahora, retomando el hilo, que ya han concurrido cien empresas para fabricar un artilugio con ese nuevo saber y que atienden el mercado en buena lid. Se ha eliminado el monopolio y las rentas del trabajo intelectual han sido satisfechas por todas las empresas competidoras. Y entonces, ¿qué ocurre? Ya se ha dicho al principio que el esquema propuesto es similar al del IVA, y que, además, tienen que ser los usuarios quienes satisfagan al final las rentas del trabajo intelectual. Las empresas deben repercutir estas rentas en los precios de los productos vendidos, pero ¿con qué porcentaje? Parece justo y razonable, como señalamos en la tercera premisa, que esas rentas sean satisfechas por la sociedad. ¿Cómo convenirlo? No será lo mismo para un producto final al que se supongan por su naturaleza unas ventas de millones de unidades que para aquel que solamente se suponga unos miles o centenas.

En cualquiera de los casos, al reintegrarse a los competidores las rentas del trabajo intelectual, desaparecerá la única limitación al derecho de libre acceso al saber. Por eso es importante estudiar la solución. Contamos con la ventaja de que esas rentas han sido declaradas, son conocidas. ¿Cómo distribuir las rentas del trabajo intelectual entre las unidades del producto industrial tangible, fruto de ese saber concreto? Considero que este derecho es justo reservarlo a la empresa emprendedora. A ella es a quien corresponde determinar qué porcentaje se imputará como rentas del saber a cada unidad del producto vendido con un mínimo y máximo en cada industria de acuerdo con una ley que ordene tal horquilla.

De todas formas, el propio interés de alcanzar un equilibrio entre el precio de venta final del producto y la consecución del total de las rentas supondrá la determinación de unas cargas por unidad razonables, habida cuenta de la fuerza que sobre esta decisión tendrá la presencia de la competencia. Tales cargas por unidad serán de obligado cumplimento declararlas en el mismo momento de su registro y los competidores que se añadan al concurso deberán respetar el esquema decidido por la empresa emprendedora. Podríamos llamarlo derecho de determinación sobre la repercusión porcentual de las rentas del trabajo intelectual que detentará en exclusiva la empresa emprendedora.

En el momento en que el número de unidades totales vendidas del producto –en relación a la parte del precio que son rentas del trabajo intelectual– alcance para satisfacer el total de estas rentas, el derecho prescribirá. Si un fabricante vende más que otro, por las razones que sean (por fabricar el cuerpo tangible del producto a precios más baratos, por prestar mejores servicios, o bien por ampliar las garantías a su cuenta y riesgo, e incluso porque es la empresa emprendedora y goza de la mejor posición de salida), deberá ingresar lo correspondiente a las rentas del saber que no le corresponde según el esquema de repartos de cargas final en la oficina de patentes, que la reintegrará a las empresas que por las razones que sea no ha alcanzado aún su satisfacción.

En esto es justo que se impusiese una penalización que perjudicara al menos competitivo y premiara al más competitivo. En algo tenemos que beneficiar a la empresa que, al fin y la postre, por ser más competitiva se ve en la obligación de recaudar lo de otros competidores menos avezados. Es decir, se quedarán con parte de las rentas del trabajo intelectual de otras empresas en función de la competitividad alcanzada en el conjunto de productos y servicios asociados a él gracias no al saber sino a su saber hacer. La cuantía porcentual de esta penalización corresponderá también fijarla a los técnicos y juristas.

Queda claro que, con este sistema o cualquier otro que ideemos para facilitar el cobro de las rentas del trabajo intelectual a la par que se respeta la competencia desde la propiedad universal del conocimiento, se alcanzaría un equilibrio entre los intereses particulares del autor y los generales de la sociedad que al fin, como he dejado explicado, son los mismos: que todos, sin excepción, puedan vivir de su saber hacer, de su trabajo. Gerald J. Mossinghoff, por traer a colación un ejemplo ilustrativo de una industria como la farmacéutica, afirma que "la razón fundamental por la cual el progreso farmacéutico depende de que se proteja la propiedad intelectual es el enorme costo del desarrollo de un fármaco". Según este ex secretario adjunto de comercio de los Estados Unidos y comisionado de patentes y marcas registradas, "la creación de un nuevo medicamento cuesta, en promedio, quinientos millones de dólares". Mediante el sistema propuesto se garantiza el retorno de estas enormes inversiones, además de unos precios regulados por la competencia, beneficiando así a unos y a otros y favoreciendo el derecho de todo hombre a acceder y materializar el saber sin más pago que el trabajo de los autores.

Si lo pensamos con detenimiento, este sistema propuesto resulta menos complejo y, sobre todo, mucho más transparente que el actual de la propiedad intelectual, donde algunas empresas se liberan de las normas del mercado que otros deben cumplir. Por otro lado, se evita que instituciones y organismos -incluso privados- se dediquen a recaudar derechos para luego repartirlos nadie sabe muy bien cómo (derechos que nos vemos obligados a pagar todos los ciudadanos, que nadie ha pedido, pero por los cuales se nos impone una contraprestación); todo ello en función, dicen, de la proporción de las ventas en el mercado de tal o cual autor o empresa. Se recauda de todos los ciudadanos, pero se reparte exclusivamente entre los asociados, configurando, desde luego, un sistema muy poco transparente y ajeno a los esquemas democráticos occidentales.

Respetar esta paradójica propiedad, que se nos antoja ajena -por más que Kamil Idris diga lo contrario-, se nos hace muy difícil pues su aceptación supone un enorme sacrificio y un mayor desperdicio. Es una evidencia que todos nos sentimos estafados: todos menos los simonitas. La constante amenaza y la coacción son el único camino que les queda a los Estados para que se acate la orden, pero jamás serán incorporados, aunque quieran, a nuestro esquema de principios fundamentales y jamás serán obedecidos desde el convencimiento de que obramos en justicia. Jamás.

Por otro lado, ¿cómo puede negarse alguien a reconocer el derecho a ser pagado el trabajo de otro hombre? Lancemos al mundo estas nuevas rentas del trabajo intelectual y veremos cómo son respetadas casi automáticamente por la inmensa mayoría. No tan sólo por tratarse de una medida justa, sino porque sustituirán al aberrante derecho de propiedad intelectual que nos vemos obligados a soportar: agua dulce y fresca tras la dura travesía por el desierto de la ferocidad simonita.

La empresa nada tiene que decir a estas medidas, pues lo que se garantiza con ellas es que aquel que invierta en trabajo intelectual recibirá su justa recompensa, a la par que la sociedad se asegura la competencia en la producción. Una competencia que debe animar a las empresas a generar riqueza y no a montar un monopolio. Los liberales deberían sumarse a la propuesta si, como aseguran, aman la competencia, pero no lo harán. Seremos los socialistas y los progresistas en general quienes defenderemos estas rentas del trabajo intelectual. Nada debemos esperar de aquellos. Con todo, me permito asegurar que espero equivocarme y que será la sociedad en su conjunto la que adopte esta filosofía que propongo. Si fuera así, con gran satisfacción seré el primero en pedir humildes disculpas a los liberales por mi presunción.

Por otro lado, al desarrollarse la producción en competencia se anulará la reproducción automática de beneficios que posibilitan los monopolios fomentados por estas leyes que deseamos derogar. Esto supondrá que la competencia se dará, no exclusivamente en el desarrollo de nuevos conocimientos para lograr la primera posición en el mercado y beneficiarse de las rentas del trabajo intelectual, sino también para conseguir la mejor aplicación práctica del saber en cuestión y de añadir todo el valor que se pueda para diferenciarse de la competencia.

Si el concepto de calidad detenta importancia en el mundo actual, con las nuevas propuestas adquiriría todavía mayor relevancia. Para eso será necesario contar con la colaboración de numerosos obreros que para la empresa son imprescindibles ahora, pues sin contar con ellos obtienen beneficios más fácilmente. En la nueva administración del saber, quien más venda será el que con menores gastos consiga mejor provecho y aplicación del uso de ese saber. ¿Nos suena de algo? Es el saber hacer de nuevo: un actuar en el mundo para generar riqueza espiritual y material. Nada más. La competencia reactivará la economía al producirse una mayor demanda de trabajo, única herramienta segura para acudir al mercado, pues sólo el trabajador con su saber hacer puede crear riqueza. Competirán de nuevo los hombres entre sí y no contra una ley que hurta el derecho al trabajo. El industrial se verá en la obligación de poner de nuevo los pies en la tierra y nadie correrá de un sitio para otro con la simonita Ó en busca de la oportunidad de estamparla en lo que sea, poco importa, con tal que conceda un monopolio.

Otro caso que debemos tratar es el de los intelectuales independientes, autores de libros, compositores de música, intérpretes, etc. Para ellos puede regir el mismo esquema aplicado a los saberes industriales. Tampoco hay mayor diferencia. A la hora del registro, el autor propondrá un precio de salida y serán las empresas del mercado las que acudirán a subasta para poder expresar el saber, previo pago de las rentas al autor en cuyo caso deberá ser abonado el cien por cien (el autor no puede ser considerado un competidor).

A partir de ese momento cabe aplicar el resto de la propuesta sin temor a equivocarnos. El siguiente competidor abonará el cincuenta por ciento, más un beneficio predeterminado para estas obras que únicamente cobrará, como en el anterior esquema, aquel que se arriesgue primero y apueste más por el autor; así seguirá su camino el saber hacer de mano de la competencia. Queda claro que este sistema conlleva algunos problemas como el que se plantea cuando un autor sea a la vez editor, o si el autor dispone un precio exorbitado de salida que impida que la sociedad no se beneficie del saber al no concurrir nadie.

Existen, no obstante, mil formas de evitar absurdos, fraudes y soluciones que, después de todo, y en el peor de los casos, producirán efectos negativos infinitamente menores a los causados por los monopolios actuales. Además, con los fundamentos propuestos en este ensayo, se podrá legislar contra ello con la razón en la mano y sin que salte por los aires todo el edificio jurídico. Ahora sí que podremos considerar pirata al que materialice un saber sin pagar el trabajo al autor. Y que no se diga que no resulta rentable publicar la obra de un autor si no existe monopolio, pues hoy en día hay millones de obras (musicales, literarias, científicas, industriales,…) libres de carga alguna que continúan saliendo al mercado, vendiéndose y, por supuesto, dejando grandes beneficios a las empresas productoras, pues estas compiten, como siempre, desde su saber hacer. Quizá, es cierto, ganen menos, pero ganarán los justo y no es mala compensación si conseguimos, a la par, que la sociedad no pague una y cien millones de veces a una persona por liberar la utilidad de un saber. Eliminar monopolios es lo que tiene: siempre se enfada alguien.

En el caso de las obras únicas e irreproducibles (cuadros, esculturas o cualquier otro producto realizado por artistas plásticos) el caso es incluso más fácil, puesto que acudirán al mercado con su obra y una vez vendida ya habrán sido satisfechas las rentas del trabajo intelectual. ¿Qué más se quiere cobrar? Supongo que nada más.

¿Qué ocurre con el conocimiento desarrollado en las universidades y organismos públicos? Pues que si pagamos el trabajo de los funcionarios e investigadores entre todos, no es necesario pagar nada más. La única deuda es el reconocimiento al autor. ¿No cobra de fondos públicos por desarrollar conocimientos? Pues las rentas del trabajo ya han sido satisfechas. Únicamente será necesario cubrir una solicitud para control estadístico.

Por otro lado se nos plantea la necesidad de que el registro de obras pendientes de cobrar rentas del trabajo intelectual sea de acceso universal para que el público sepa qué es lo que puede materializar libremente. Creo que sería una buena oportunidad para sacarle provecho a Internet, que permite recibir la información en tiempo real. Valga de ejemplo lo que ocurre en las bolsas financieras. En este mercado no existe problema alguno, menos aún si pensamos que nadie nos informa de todos los conocimientos que se encuentran libres de patentes en el actual sistema.

Otro beneficio que obtendría la sociedad con la adopción de las RTI sería la desaparición de las empresas y grupos de poder dedicados a la compra-venta de saber. La especulación no tendría sentido, pues nadie se animaría a comprar una licencia de materialización esperando que suban los precios en el futuro o intentando mantener un monopolio. Todos estos caminos hacia el enriquecimiento injusto quedarán cerrados.

Y finalizando el capítulo como lo he comenzado: todo lo planteado en este epígrafe de carácter práctico es un esbozo que en ningún momento pretende ser panacea milagrosa, sino, como advertí, un arbitrio, mera provocación intelectual, tanto para los que aseguran la inexistencia de alternativas realizables a la propiedad intelectual como para aquellos que, como yo, aseguran que existen mil opciones justas para retribuir a los sabios. Los caminos prácticos de la justicia siempre se pueden recorrer siguiendo el norte que nos marque la brújula de los principios éticos y morales y la misma naturaleza de las cosas…

El problema ecológico: riesgo estratégico y expropiación de las generaciones futuras

"Descontento de tu estado presente, por razones que anuncian tu desventurada posteridad mayores descontentos aún, quizá querrías poder retroceder; y este sentimiento debe hacer elogio de tus antepasados, la crítica de tus contemporáneos y el espanto de quienes tengan la desgracia de vivir después que tú".

J.J. Rousseau.

A primera vista podríamos pensar que la propiedad intelectual no guarda relación directa con la ecología y menos aun con el problema de la subsistencia de la especie humana; pero se trata sólo de una apariencia. Si pensamos en el papel que desempeña el conocimiento en nuestra adaptación al medio, vislumbramos que la rarefacción artificial no del saber sino de su utilidad, la ralentización en su transmisión y los obstáculos que levantan los simonitas para su libre uso suponen un riesgo de considerables proporciones que embarga nuestro futuro y reduce innecesariamente nuestras expectativas globales de supervivencia. Explicaré las razones.

El Informe Brundtland de 1992 define el desarrollo sostenible como aquél "que satisface las necesidades de las generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades". Tal definición, desde luego, resulta tan ambigua que recurriré, al menos en cuanto a las necesidades, a los mínimos establecidos por la ley de los factores limitantes de Blackman. Dicha ley ecológica afirma que siendo muchos los factores necesarios para que se dé la vida, ésta se hace imposible faltando uno sólo de ellos. Cada especie tiene en infinidad de factores unos límites superiores e inferiores, fuera de los cuales la población se reduce y, de sostenerse la situación en el tiempo, la especie desaparece por completo.

La solución adoptada por el ser humano para mantener a unos niveles óptimos de subsistencia dichos factores ha consistido en adaptar el entorno usando la conciencia que tiene del mismo: la expresión material de un saber efectuada por los seres humanos desde su saber hacer se ha orienta en muchos casos a mantener tales niveles óptimos.

Pero –y es aquí donde encontramos el centro del argumento– a la par que el conocimiento le sirve al hombre para encajar el entorno dentro de esos niveles convierte al mismo conocimiento en un factor limitante. Uno de los factores necesarios para que se sostenga la vida humana es el de la abundancia óptima de conocimiento, la conciencia de lo que somos y del mundo que nos permita elegir en libertad y superar los obstáculos que encontramos para alcanzar la felicidad.

Podríamos decir que la evolución biológica como adaptación física al medio ambiente se ha quedado parcialmente obsoleta en el caso del homo sapiens, pero en la misma medida que aceptemos este aserto debemos asumir que dicha adaptación ha sido sustituida por la única evolución alternativa, que es la de su espíritu, ya que las variables ambientales negativas son neutralizadas en gran parte –que no toda– desde ese mismo conocimiento: no nos adaptamos al medio físico seleccionándonos, sino que adaptamos el medio desde nuestro conocimiento a nuestras necesidades para dejar de seleccionarnos, al menos en menor medida. El hombre pasa de ser seleccionado a ser selector desde la conciencia de la cosas. Aunque renuncie aquí expresamente al paradigma exencionalista, –defiendo precisamente que "la naturaleza es un continente ineludible en el cual fluye la vida social- lo cierto es que si bien el hombre debe contar con la naturaleza con la que se relaciona desde el conocimiento, esa interactuación puede ser planificada y dirigida en gran medida. Por esta razón tal exención es falsa en su absoluto y cierta en la medida en que el estado del conocimiento nos permita dirigir nuestra relación con la naturaleza, por más que, personalmente, intuya que esa programación mal comprendida signifique una subyugación de lo natural que antes o después pasará cuentas a la generación que tenga la desgracia de contemplar las consecuencias acumuladas de lo que históricamente construimos.

Ahora ya sabemos que el conocimiento es para el hombre un factor limitante y que el modelo vigente de propiedad intelectual no es sostenible, ya que supone el menoscabo artificial, por ley, de la utilidad del conocimiento. Al constituir el factor conocimiento un componente que se reproduce sobre la abundancia del mismo (como si el aire se reprodujera con la presencia de grandes masas de aire puro?!), el desperdicio de su utilidad y la monopolización de sus expresiones físicas supone embargar a las generaciones futuras la posibilidad de desarrollar a tiempo los conocimientos necesarios para enfrentarse a los problemas ambientales y coyunturales de su tiempo y a sus necesidades mínimas de subsistencia.

El aprendizaje recíproco ha sido el mecanismo que ha situado a la cabeza de la evolución al ser humano. Su capacidad de comunicación, –definida como el acto de relanzar mutuamente la comprensión del mundo– se sostiene sobre un substrato biológico, unos órganos y unos procesos fisiológicos que son obra de la selección y que nos permiten al mismo tiempo independizarnos en cierta medida de ella: la medida, como ya he explicado, será la amplitud del conocimiento. La propiedad intelectual es una suspensión –disfrazada de norma humana justa e insoslayable– de tal mecanismo evolutivo que define específicamente al hombre.

Si el simonismo desestima todo aprendizaje recíproco que no se someta al criterio económico y aquel que se produzca conlleva la suspensión de la utilidad del conocimiento, nos vemos en el trance de perder un tiempo precioso que quizá nos sobre en este instante, pero que posiblemente escaseará mañana. Incapaces de diseñar un sistema mejor para retribuir el trabajo de los sabios, reducimos con la propiedad intelectual los beneficios que el conocimiento debía distribuir entre toda la sociedad. La tenaza que aprisiona el espíritu de la generación presente ahogará la vida de las generaciones futuras.

Cuando nuestros nietos nazcan no se desarrollará en la Tierra un conocimiento que no se patente al instante y por el que no se deba pagar tributo una y otra vez por su mera expresión. El complejo entramado de patentes, aún en fase de desarrollo e inoculación, fagocitará cualquier otro sistema de relación espiritual humana hasta convertirse en la norma incuestionable. Los seres humanos no se comunicarán para aprender mutuamente, sino para comerciar, de tal manera que, de los veinte interminables años de las patentes europeas pasaremos a cuarenta y luego a sesenta hasta que se conviertan en casi eternas, como de hecho ocurre ya en EE.UU. Quizás algún día contentemos a los iusnaturalistas con la proclamación de su eternidad.

Mejor alargar el derecho sobre la materialización del saber, de forma que se perpetuará la miseria de las masas que nunca dejarán de serlo en una repetición casi absurda de la historia, salvo porque debemos tener presente que estas miserias no pertenecen sino al espíritu capitalista y que, además, la historia tendrá lugar mientras no hagamos algo por cambiar el curso de nuestra existencia, aunque no parece que algunos la quiera cambiar. Serán, por tanto, las generaciones futuras las que se verán obligadas a destruir lo que nosotros no tenemos valor de impedir que se levante. Y será nuestra vergüenza.

No obstante, me pregunto si las generaciones que están por llegar dispondrán de conocimientos suficientes para repensar la indigencia espiritual a la que nos dejamos conducir, pues, en términos absolutos, impedir que cada cual se enfrente al mundo con lo que sea capaz de aprender debilita a la sociedad: nosotros la estamos debilitando evitando su evolución intelectual y espiritual. Las posibilidades de supervivencia del ser humano serán inversamente proporcionales a las trabas que pongamos al libre aprendizaje recíproco, pues es el único mecanismo de perfeccionamiento de la inteligencia colectiva. La patente es muerte.

La globalización simonita

"los pobres ya no son haraganes sino incultos"

Pierre Bourdieu

La WOPI no ceja en su empeño para que todos los países de la periferia asuman los tratados internacionales sobre propiedad intelectual, al mismo tiempo que no se promueve el acceso al saber de forma gratuita, o con ciertas ventajas, para fomentar su desarrollo. ¿Recordamos aquellas palabras de Anthoni Wayne? Tampoco se envían o se financian los medios para que desarrollen "sus conocimientos", sino que se promueve, incluso desde organismos como la UNESCO, la implantación de las leyes de propiedad intelectual. ¿Para proteger qué?, se pregunta uno. Seguramente para que funcionen los mismos mecanismos que en Occidente y podamos venderles nuestros saberes. Según la UNESCO, "Puesto que en muchos países no se entiende bien la función del derecho de autor, la UNESCO alienta a los gobiernos a adoptar medidas que puedan favorecer la creatividad y aumentar la producción de obras nacionales, ya sean literarias, científicas, musicales o artísticas, a fin de reducir la dependencia con el exterior. Un primer paso consiste en ayudarlos a elaborar leyes y políticas para aplicarlas…."

Con esto podemos hacernos una idea exacta de lo que digo: les queremos imponer leyes que limiten el uso del saber para impedir que desarrollen lo que no tienen. Y se incita "a adherirse a los diversos convenios internacionales relacionados con el derecho de autor y los derechos conexos", prosigue el anterior párrafo tomado de la página oficial del organismo internacional, por si todavía alguien albergaba alguna duda acerca de las intenciones que abrigan algunos. ¿Lo importante no era su desarrollo interno? ¿Los convenios internacionales sobre comercio no son para regular el comercio? ¿Será que esperan que Occidente les compre muchas patentes? ¿Patentes sobre sistemas digitales de comunicación vía satélite que seguro que desarrollarán espontáneamente gracias a estas leyes asombrosas? ¿O será más bien que los necesitados somos nosotros? Veamos, como muestra, qué nos dice el informe especial 301 de la Oficina del Representante de Comercio de EE.UU. en Bolivia: "el Representante Comercial de EE.UU. debe  identificar a los países que niegan protección adecuada y eficaz a los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI), o que niegan acceso justo y equitativo al mercado a personas que dependen de la protección a la propiedad intelectual. Los países que cometan actos o incurran en las políticas o prácticas más onerosas y notorias, las que tengan el efecto más adverso sobre productos relevantes de EE.UU. deberán ser identificados como Países Prioritarios, los cuáles, luego de una investigación, arriesgan la imposición de sanciones comerciales en su contra".

Afirmar que lo necesario para favorecer el desarrollo del Tercer Mundo es un montón de leyes es una temeridad cometida siempre en nombre de la protección del saber. A ellos, a los pobres más que a nadie, les es imprescindible que cada uno use el saber de forma absolutamente libre de trabas. Tal y como argumentamos, Joseph E. Stiglitz nos dice refiriéndose a las TRIPS: "Como han señalado muchos investigadores, las cláusulas, adoptadas bajo presión de las empresas farmacéuticas, eran tan desequilibradas que acabaron por entorpecer el desarrollo científico". Y desde luego que se refiere principalmente al desarrollo científico del Tercer Mundo, pues son ellos quienes más trabas encontrarán a la hora de comprar una patente. En el conocimiento reside la base sobre la que se levantan las civilizaciones. Negarle la libertad de acceso al conocimiento y a su materialización a los países que no pueden pagarlo es un atentado contra el futuro de esas mismas naciones.

Todos sabemos que no tienen recursos para competir con el conocimiento de Occidente, al menos en el entorno que les imponemos como único modelo posible, por lo que se verán en la necesidad de pagar al Norte cada uno de los pasos del modelo de desarrollo impuesto. Los simonitas desean beneficiarse de esta necesidad, para lo cual primero han de obligarles a que firmen los acuerdos que protegerán no los intereses de los países pobres que nada tienen que perder si el saber es libre, sino de los ricos que serán más ricos vendiendo conocimiento a cambio de oro, petróleo, madera o diamantes. Y se les venderá el saber cada vez que necesiten de su uso. Y no sólo el desarrollado en Occidente, sino también el propio, su saber común, patentado por cualquier avispado cazador de conocimientos que, escondido tras un papel y un sello de una oficina de patentes del Norte, tendrá derecho a un monopolio en el Sur. ¿Pero el conocimiento no era propiedad secular del Sur? Sí, pero el Derecho es del Norte, que es desde donde se impone. ¿No ha sido siempre así?

No cabe dudar de que "los países industrializados han sido los principales autores y defensores del Acuerdo sobre TRIPS. Esto se debe a que la mayoría de los proveedores de tecnología son empresas procedentes de dichos países y detentan la mayor parte de las patentes del mundo". Se trata, pues, como decía, de una nueva forma para que estos países continúen de rodillas, imaginativa manera de mantener la supremacía con el mínimo esfuerzo. "Un rápido estudio del sistema de propiedad intelectual en Ghana hasta la década de 1970", nos dice Betty Mould-Iddrisu, "revela que el Registro Ghanés de Marcas Comerciales tenía cerca de 17.000 marcas registradas, 90% de las cuales eran propiedad de compañías e individuos extranjeros. En 1996, constaban en el registro 27.625 marcas y los ghaneses eran propietarios del 15 ó 20% de ellas. En 2001, la OMPI recibió el récord de 104,000 solicitudes de patentes internacionales solo de las industrias de la información. El 38.5% de estas solicitudes vinieron [sólo] de los EE.UU., mientras que el mundo en desarrollo [en su conjunto] apenas manejó el 5%. No creo que puedan quedar dudas de cuáles son los intereses que se protegen.

Pero aunque ya lo he nombrado y parezca contradictorio, no voy a profundizar en la cuestión de la apropiación -por parte de cazadores de patentes- de conocimientos desarrollados por tribus y pueblos del Tercer Mundo, así como tampoco hablaré de la aceptación de patentes sobre especies y formas vivas o de vida -que habitan en el 99,9 % en estos países-, pues aunque constituye una de las cristalizaciones más extremas y aberrantes de este ingenioso proceso para mantener al Tercer Mundo en dependencia de Occidente, polemizar aquí sobre si la vida es patentable o si lo son los conocimientos seculares de los pueblos indígenas, se me antoja un propósito francamente lejano a las intenciones de este ensayo. Es letra pequeña, que de tan menuda se desvanece toda posibilidad de ilación teleológica.

Cabe tan sólo expresar mi perplejidad, y quizás también manifestar una indignación melancólica que se esconde tras las tinieblas de la vergüenza. Pretendemos no sólo que nos paguen por los conocimientos generados aquí, en Occidente, al mismo tiempo no nos conformamos con atribuirnos el asimétrico derecho a materializar sus conocimientos sin dar nada a cambio, sino que para más inri les obligamos a pagarnos por los que ellos mismos han desarrollado. ¿Cómo queremos que encuentren su lugar en un mundo unilateralmente globalizado? Les impedimos que construyan su conciencia de acuerdo con nuestra conciencia y además les negamos la posibilidad de que vivan de acuerdo a la suya, se la hemos robado estampando sobre ella una © y unas tibias cruzadas.

Otros contenidos del derecho de autor

El resto de los actuales Derechos de Autor

No es este el lugar más indicado para pormenorizar el futuro del resto del contenido de los Derechos de Autor, este ensayo no es técnico, ni pretende serlo, pero conviene añadir que desde la perspectiva de las Rentas del Trabajo Intelectual, que en él presento, deben desaparecer muchos de estos derechos conexos a la propiedad intelectual y desarrollarse, además, otros completamente nuevos. Siendo irracional el fundamento de los actuales, desmontado el basamento del arbitrio sobre la propiedad intelectual, necesitaremos levantar un pilar sobre la nueva base que nos brindan las Rentas del Trabajo Intelectual.

Así, el canon por copia privada, el Droit de Suite, el canon de lcos CD,s; todo esto desaparecerá engullido por su propia estulticia para solaz de la civilización conglobada. No obstante, todos aquellos derechos que no chocan con lo que digo (por ejemplo, el derecho moral a la integridad física de la obra única, que aunque tiene mucho que ver con el reconocimiento debido al autor y a su obra también lo tiene con el derecho de la sociedad a que se preserven todas las expresiones de un conocimiento), serán potenciados desde la misma fuerza moral que aportan al edificio legal las Rentas del Trabajo Intelectual. Y algo muy importante, anulados algunos extremos, los autores serán reconocidos otra vez por sus virtudes intelectuales, por ser la luz de la humanidad que expulsa con su quehacer las sombras del mundo. Dejará de correr como un reguero de pólvora la sensación de que los autores son un grupo de personajes que desean una patente para echarse a dormir a costa del trabajo de los demás. Dejarán de ser el chivo expiatorio concebido para salvaguarda de los simonitas.

La inviolable autoría

Como excepción y por constituir un contenido al cual le otorgo suma importancia, comentaré muy brevemente el derecho al reconocimiento de la autoría que ya se tiene en cuenta en el actual derecho de autor.

El individuo tiene derecho a que su contribución a la humanidad sea reconocida por todos. La autoría es la verdadera propiedad inalienable del autor, no la propiedad sobre el conocimiento, sino sobre el reconocimiento. Es la grandeza del hombre de letras, del artista, del músico, del científico, del autor que sueña con un mundo mejor para todos, no para sí mismo, sino para toda la sociedad que comprende la razonable necesidad que tiene de que se le reconozca su esfuerzo. Realmente creo que sin el debido reconocimiento al trabajo de los autores la raza de los intelectuales se extinguiría y nos quedaríamos solos con los utilitaristas, que ven en el saber únicamente un camino hacia la propia satisfacción material.

La necesidad de reconocimiento no es comprensible exclusivamente en los intelectuales, también es el orgullo del viejo albañil que ante el embalse que ayudó a levantar en su juventud exclama con satisfacción: "¡aquí trabajé yo… y lleva dando agua a nuestra ciudad desde entonces!" Esto es humano, porque nos sentimos orgullosos de aquello que hacemos bien, ante nosotros mismos y ante los demás. El reconocimiento es un pago ineludible que la sociedad debe tener para con todos los trabajadores, laboren en lo que laboren. Es el premio moral a su saber hacer.

Las leyes sobre marcas, o sobre la Denominación de Origen atienden al precepto de respetar la autoría del trabajo, pues sólo existen para que los ciudadanos puedan diferenciar en el mercado a unas empresas de otras o por el empeño de una región -en el caso de la Denominación de Origen- en alcanzar la mejor calidad de cierto producto o servicio. Sirven, en definitiva, para que todos podamos reconocer a unos u otros trabajadores y pagarles con nuestra renovada confianza o ignorarlos con nuestra indiferencia. Las empresas como las personas, tienen también derecho al reconocimiento de su labor y por esa razón que sus obras sean diferenciadas de otras por su nombre constituirá el reconocimiento a su saber hacer. Esto es razonable y a nadie produce mal alguno. Después de todo, creo que esta cuestión tiene más que ver con el derecho de todos a tener un nombre que nos identifique que con el conocimiento en sí.

La República del Saber

No es la industria, ni las fizanzas, ni lo on-line, lo que caracterizará la sociedad del siglo XXI, sino las nuevas relaciones de producción que se establezcan a partir de las patentes y del copyright como mecanismos de reproducción espontánea de beneficios que provoca la posibilidad de atender cualquier demanda sin necesidad de aumentar proporcionalmente la mano de obra o el capital invertido que supone, al fin, la independencia del capital del proletario. Esta independencia del capital implica una supremacía del mismo sobre una clase obrera menguante que no encuentra dónde situarse en la sociedad y es excluida de la misma. Ya no es necesaria, no detenta fuerza alguna en la mesa de negociación y verá mermar sus derechos a la par que sus posibilidades de supervivencia. Estas nuevas relaciones son las que caracterizarán a la nueva sociedad que se está fraguando ya en las oficinas de patentes, en las sociedades de recaudación colectiva y en organizaciones como la OMPI. ¿Para qué se quiere al obrero si sólo se necesitará una élite de intelectuales para producir un mínimo de conocimientos cuya utilidad será administrada con cuentagotas?

Por todo eso las ideas marxistas –ideas que no dejan de conformar el grueso del discurso del socialismo democrático por más que algunas "terceras vías" nos propongan la sumisión al pensamiento único, edulcorado con esa especie de voluntarismo social que sabe a derrota– están lejos de caer en la obsolescencia. Son más necesarias que nunca para comprender el nuevo modelo de sociedad. ¿Cómo llamarla? ¿Financiera?, ¿de la comunicación?, ¿del saber o de la información? Ya hemos dicho que esto último sería un esperpento. ¿Cómo llamaremos a esta sociedad emergente donde se comercia con la sustancia del alma? No teniendo nombre la he llamado sociedad simonita.

Visto lo expuesto, lo que se propone en este ensayo es la resocialización de todo el saber del hombre. Es decir, invertir el proceso de recesión simonita que nos aboca a una sociedad fragmentada en estamentos: uno lo constituye el de los poderosos, que posee el saber y los medios de producción del nuevo saber, y el otro es el "tercer estado", formado por quienes nada poseen, nada saben y para nada se necesitan.

El socialismo no debe, pues, contribuir a la creación de una sociedad donde el hombre ya no compartirá nada que no sea elementalmente biológico, donde para ser lo que se es por necesidad se deberá abonar las correspondientes tasas, que gravaran sobre su misma alma. Propongo que consideremos el saber como propiedad inalienable de toda la humanidad, que hagamos coincidir la propiedad con la evidente tenencia para que nadie pueda sentirse excluido de la verdad. El saber se ha construido, se construye y se construirá –si así lo queremos– con el esfuerzo de millones de seres humanos durante miles de años. Siendo propiedad común, la sociedad deberá corresponder con unos beneficios razonables al esfuerzo realizado por quienes desarrollen nuevos conocimientos. Lo contrario constituiría un injustificable robo, no de propiedad alguna, sino del derecho a las rentas del trabajo.

Si decimos que los autores se ven perjudicados por la libre circulación y uso del saber en este momento histórico, es por el mero hecho de que la propiedad intelectual es tan imperfecta como modelo de retribución que ocasiona esta fatal contradicción, no porque la contradicción exista realmente. Aquí no se postula la anulación de los derechos de los sabios, sino su igualación con los derechos del resto de los trabajadores. Se defiende la abolición de los sistemas de propiedad intelectual y su sustitución por las rentas del trabajo intelectual, único derecho pecuniario que, según he intentado demostrar, debemos reconocer a los autores.

Esto supondrá, desde luego, eliminar cualquier posibilidad de monopolio sobre saber alguno, y, no existiendo propiedad ni dándose ésta por supuesta, resulta fácil evitar los monopolios. La única limitación posible a la libertad de acceso al saber será la de satisfacer estas rentas del trabajo intelectual porque en igualdad de condición se encuentra tanto el derecho a saber como el derecho a que todos los trabajadores puedan vivir del sudor de su "frente". Todos aquellos que no puedan satisfacer estas rentas para que su vida discurra de acuerdo con los principios recogidos en la Declaración de los Derechos de Hombre deberán ser auxiliados por la res publica, entre todos pagaremos el trabajo de los sabios para que el desposeído guarde, al menos, la libertad de construirse a sí mismo y la libertad de ser dueño de sí mismo.

Si abolimos la propiedad intelectual y la sustituimos por las rentas del trabajo intelectual, el hombre recuperará la libertad para conocer todo aquello que se le antoje y de usar libremente tales conocimientos siempre que respete estas justas rentas de los sabios que definen aquella libertad. Serán así reconocidos como iguales los frutos del trabajo de todos los seres humanos. Y no serán esclavos unos de otros por el mero hecho de poseer, unos capacidades para desarrollar nuevos saberes, y otros para ponerlos en práctica.

El saber se multiplicará de la misma forma que en otros momentos de la historia, al no existir fueros especiales ni restricciones a su circulación. Los capitalistas tendrán que contar de nuevo con los trabajadores, pues el PIB retornará a las estratificaciones anteriores donde el factor industrial tradicional recuperará importancia desde un saber libre que no eliminará la competencia, ocupando de nuevo a millones de personas que ya hoy en día son innecesarias, víctimas de la propiedad intelectual. Los equilibrios se recuperarán, las fuerzas volverán a templarse en su igualdad y en su mutua dependencia, la mesa donde nos sentamos todos los seres humanos para dar vigencia al contrato dará sus frutos de paz y de progreso para todos. Dejará de estar mal visto que las empresas aumenten sus plantillas, pues el hombre recuperará su puesto en la sociedad como imprescindible agente productor de riqueza; y el trabajo, con su saber hacer, será de nuevo el factor más importante en la ecuación de producción de la sociedad del siglo XXI. Habrá que contar con él para crear valor. Si se impide al capital que obtenga beneficios desde las trincheras de la propiedad intelectual, se verá obligado a retomar el camino de la producción de riqueza, la que todos conocemos, pero ahora a partir del saber libre. Esto supondrá una potenciación de la economía al recuperarse el papel central del trabajo como productor de riqueza que evitará, en parte, la recesión que todos adivinamos (que será estructural y, en cierta medida, culpa de estos modelos aproductivos que deseamos eliminar), y un bienestar que podrá alcanzar a muchas más personas.

El hombre encontrará otra vez su dignidad perdida, robada por la propiedad intelectual que le escatima el sagrado derecho a pensar en lo que desee y a ganarse la vida con lo que sepa unido a sus artes y habilidades personales. Las tasas de paro descenderán al encontrarse la generación de riqueza otra vez en el trabajo, y el beneficio en el intercambio igualitario de bienes y servicios: tanto en el beneficio adquirido como en el sacrificio realizado. Los sabios recuperarán la dignidad perdida, robada por la aceptación de prebendas dudosamente justas: ahora cobrarán las rentas del trabajo intelectual, las rentas de su trabajo, y como todos los hombres tendrán que laborar todos los días.

El saber común será otra vez común y desde esta propiedad de todos los seres humanos, la República del saber, tendremos la obligación de encontrar las dimensiones materiales de esa misma República en búsqueda de la felicidad de todos los pueblos y de todas las personas. Seremos todos iguales ante la Ley porque permaneceremos unidos por el conocimiento y compartiremos de nuevo lo que de natural es de todos: la sabiduría que es en sí el alma humana. El hombre es saber y no quiere ser de nadie.

Una denuncia y un manifiesto

La traición a nuestros mayores

¿Cuántos seres humanos han luchado hasta el agotamiento para librarnos de las sombras de la incertidumbre y de la ignorancia? ¿Cuántos han sucumbido en las infernales hogueras por atreverse a dilucidar los misterios del Universo? ¿Cuántos por sostener unas ideas sin las cuales nuestra sociedad no sería posible? ¿Cuántos por osar plasmar su visión del mundo en una pintura, en un ensayo, en un verso, en una canción? ¿Cuántos por transitar lugares prohibidos para hacerlos libres para los que lleguen después? ¿Cuántos por decir en alto una verdad y sólo una verdad? La obra más sublime de todos los tiempos se ha escrito con sangre: de ella debía resultar la comunión universal en el conocimiento. Tal idea movió a nuestros antepasados a buscar la verdad y por ello muchos fueron despreciados, perseguidos y asesinados.

El viento arrastra a través de las edades y de las civilizaciones las venerables cenizas del sacrificio. Podemos sentirlas en nuestro interior, tocarlas con la aguda punta del entendimiento. Fueron traídas para nosotros. Es nuestro derecho de hombres gozarlas, pues con tan elevada sustancia hemos sido creados: esas cenizas somos nosotros. Tocadlas y contemplar cómo en ellas se entremezcla el espanto por las letras ausentes, la ruina de la palabra caída, el dolor de las víctimas, pero también, aún a pesar de lo perdido, contemplad la gloria y la victoria incontestable sobre la inmundicia del egoísmo, sobre el poder corrupto del trono, la sotana y el mercado, sobre la hipocresía que anida en el corazón de los hombres.

Si enormes han sido las fuerzas que se han sumado para impedir el camino hacia la luz, mayores fueron las convocadas para vencer la resistencia del amo, del rey, del necio, del impostor, del hechicero, del criminal. A su pesar, la humanidad se mueve, avanza como entidad universal: nosotros somos aquellos, yo soy todos los hombres. Leyendo estos párrafos vosotros sois yo. Por todo ello nos asiste el derecho a disfrutar del legado, y la obligación de preservarlo, aumentarlo, sublimarlo y con la misma generosidad que nos fue transmitido, entregarlo a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Pero, ¿qué ha resultado de tan formidable contrato universal? Dilapidamos la herencia con la irresponsabilidad propia de un hijo criado en la abundancia y, con soberbia, afirmamos que "este pensamiento es mío y sólo mío". ¿Qué le ocurre a la humanidad? ¿Quiénes somos nosotros, que vivimos iluminados por el inmenso poder de nuestros mayores, para poner precio a las ideas? Ellos soñaron con la grandeza del hombre universal y sabio, libre de saber cuanto quisiera saber en todo lugar y en todo momento. Ningún saber de ahora existiría sin su magnánima herencia, y su mandato es libertad: libertad de saber, libertad de poner en práctica nuestro saber hacer, libertad de vivir de acuerdo con todo cuanto sepamos. Su mandato nos alcanza con la grandiosidad y el peso de su legado.

Aquellos que se apresuran a poner precio al conocimiento incumplen el mandato de nuestros mayores que se aseguraron el comunicarnos todo el saber humano, reconociendo en los demás su misma sed de sabiduría y no para que, apoyándose sobre sus hombros, algunos se atrevan a mancillar su memoria afirmando que el saber es propiedad particular de acuerdo a unas hipócritas y miserables razones económicas. La sentencia simonita es patética: sólo los afortunados que lo puedan pagar podrán saber, trabajar y vivir de sus conocimientos. Cuánto horror y soledad se esconden tras esta sencilla frase. Es la traición que los simonitas han consumado contra aquellos formidables hombres, contra todos los hombres: los que fueron, los que somos y los que serán. Nada queda ya que nos una. Es el fracaso de la Humanidad.

El manifiesto: La Revolución de los Sabios

Los que debéis comenzar la revolución sois vosotros, los científicos, investigadores, escritores, compositores, programadores, interpretes, actores, pintores, los que saben que saben, porque vosotros sois los necesarios. Para que se dé un saber rentable para el mercado de los liberales, es necesario que los que piensan, piensen. Vosotros sois los imprescindibles y estáis llamados a luchar contra la injusticia, por todos aquellos que en el decurso de los siglos entregaron su vida al desarrollo del conocimiento humano. Los simonitas os ofrecen la propiedad intelectual jurando defenderos, pero es la sutil estratagema donde fundamentar su poder. ¿Quiénes son los beneficiados? ¿Quiénes son los propietarios del conocimiento? ¿Acaso vosotros? Ni tan siquiera sois reconocidos como los autores. Vosotros sois los primeros desposeídos. No debéis pensar que pertenecéis a una nueva élite. No os acomodéis a un nuevo estamento social que sueña con ser dirigente, porque sería una imprudencia no comprender que el poder no es vuestro. El poder pertenece a quienes gracias a esas leyes puedan poseer el conocimiento que vuestros espíritus desarrollan.

¿Entre tanta sabiduría no resta un ápice de sentido común para comprender que un día seréis señalados como culpables? ¿Os ensordece el sonido del oro? ¿Os conformaréis con ser los nuevos comparsas que rindiendo la espada del conocimiento a los pies del simonismo obtendrán unas monedas respaldados por la nueva ley divina? ¿Arrojaréis las letras, las artes y las ciencias a los pies de la curia simonita que os abriga con la cola de su hábito? ¿Os postraréis de rodillas a cambio de veinte monedas y en el mejor de los casos con un sepulcro en el Panteón de los Hombres Ilustres? ¿Servirá vuestro silencio cómplice?

Debéis comprender que para alimentar el mercado simonita no es necesaria la ciencia, ni el arte, sino exclusivamente la ciencia rentable, la literatura rentable, la pintura rentable, la poesía rentable; y esto limita drásticamente la libertad de los hombres de pensar en lo que les plazca, porque a los simonitas no les importa la belleza, la profundidad de la obra que explica el mundo, no les importa proteger al artista y al científico y su inseparable libertad que alimenta su misma creatividad que lo convierte en ese mismo artista o científico. Os quieren como esclavos, anulados, productivos, sumisos y sumidos en la universal espiral de mediocridad intelectual que engulle a la "sociedad del conocimiento".

Los simonitas no pueden ser confundidos con la familia Medici; no son mecenas a los que se les altera el pulso al contemplar la belleza de una obra o que aprecian el valor del saber científico como voluntad de desentrañar los misterios del universo. ¿Qué les importa a ellos todo esto si no se puede vender en el mercado? Los simonitas, lejos de amar el saber, aman el beneficio que se reproduce con la administración de su utilidad. ¿Cómo van a amar un saber que son capaces de comprar pero no de adquirir? Los simonitas son aquellos activos capitalistas, ahora sentados en las escaleras de sus empresas, esperando que aparezca la oportunidad de enriquecerse con una suculenta patente, y vosotros, los sabios, de nuevo los obreros de las fábricas del XVIII. Sois tan poderosos como aquellos trabajadores que consiguieron que la democracia fuese una realidad porque eran necesarios. En el estado actual de las cosas los trabajadores tradicionales ya no son necesarios. A nadie le importa que se pongan en huelga los parados. ¿Qué haréis los sabios? ¿Olvidar que la mejor arma de la Justicia, el saber, la blandís en vuestra mano? En cualquier caso, uníos contra la barbarie o seréis engullidos por esa misma sinrazón: con cada patente también dejáis de ser imprescindibles. El individuo siempre puede elegir y los sabios debéis renegar de la suculenta merced que os ofrece el simonismo. ¿Abandonaréis a los hombres en las tinieblas de otra Edad Media? Sois la única salida frente a la rapaz recesión simonita. Podemos ganar un mundo nuevo desde vuestra revolución, desde la categórica negativa a aceptar monopolio alguno sobre el conocimiento, desde el rechazo a aceptar la propiedad sobre saber alguno, desde la aversión a mercantilizar el saber y esclavizar el alma. ¿Nos abandonaréis a nuestra suerte?

Con vosotros debemos llamar a todos los contestatarios a la movilización contra la propiedad intelectual y en favor de las rentas del trabajo intelectual. El movimiento en contra de estas leyes se encuentra dividido en mil facciones sin conexión, cuando en realidad la tienen, y es que, con sus más y sus menos, son millones de seres humanos los que niegan la verdad de la propiedad intelectual, pero la división de los contestatarios no es una casualidad de la historia. Ha sido provocada sosteniendo a cada uno en la lucha contra una u otra norma menor. En nuestra división encuentran ellos su fuerza.

Luchemos todos juntos contra la propiedad intelectual, desenmascaremos la falacia universal: quienes se indignan ante el droit de suite, quienes discuten el canon por copia privada, quienes se sublevan contra la patente de un software, quienes escuchan humillados al Gran Hermano en los videos de sus casas, los que pagan con su sangre el precio de la patente del medicamento que preservará la vida de su hijo, los que mueren indefensos sin el auxilio del conocimiento de los hombres…, todos nosotros tenemos la obligación de luchar juntos, porque no son sus leyes tomadas una a una las que nos matan, sino el principio que soporta a todas ellas. Luchemos, pues, contra la propiedad intelectual y por las rentas del trabajo intelectual. Erradiquémosla y propongamos la adopción de las rentas del trabajo intelectual. La falta de orientación y coordinación es el mayor mal de los millones de personas que no creen en la propiedad intelectual.

Enarbolando la bandera del conocimiento libre unámonos todos aquellos que necesitamos de nuestra conciencia para ser libres y vivir con dignidad. Y en la vanguardia os debéis situar vosotros, los sabios, que lideraréis con vuestro pronunciamiento nuestro pronunciamiento, pues lo que está en juego es el alma del hombre. Con vosotros a nuestro lado debemos encontrar las alternativas que promueven estos ideales para que así se cristalicen en las mil reformas normativas necesarias para que se convierta en realidad el sueño de un saber tan libre como los seres humanos que lo poseen. Construyamos la República del Saber. Ya es hora de que comience la Revolución de los Sabios.

 

Carlos Raya de Blas

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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