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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

    Partes: 1, , 3, 4, 5

    1. Advertencia al lector
    2. Introducción
    3. Conocimiento, tradición y simonismo
    4. La resistance
    5. ¿La revolución hermética? Tendencia actual de las Ciencias Sociales
    6. De la mentalidad a la institución
    7. Metafísica y propiedad intelectual
    8. La sociedad simonita: de la institución a la mentalidad
    9. La gran red: el mercado global del saber
    10. Beneficio y sacrificio en el intercambio humano
    11. Conocimiento, mercado y fuerza de trabajo
    12. Algunas notas sobre la producción industrial en la economía simonita
    13. Fundamento y definición de Las Rentas del Trabajo Intelectual
    14. Un esbozo de solución práctica a modo de arbitrio
    15. El problema ecológico: riesgo estratégico y expropiación de las generaciones futuras
    16. La globalización simonita
    17. Otros contenidos del derecho de autor
    18. La inviolable autoría
    19. La República del Saber
    20. Una denuncia y un manifiesto. La traición a nuestros mayores
    21. El manifiesto: La Revolución de los Sabios

    "En la sociedad del conocimiento, el ignorante es el único que puede afirmar que es libre: sólo él es dueño de su espíritu."

    Foto portada: "El diablo devora el alma del hombre". Fotografía realizada por el autor. Escultura románica expuesta en el claustro de la Colegiata de Santa Juliana en Santillana del Mar, Santander, España.

    Advertencia al lector

    No es habitual, lo reconozco, que los ensayistas expliciten de antemano su orientación ideológica. Lo común es que el lector se vea en el trance de descubrir "de que pie cojea" el escritor según avanza en la lectura. Pero en este caso sumarme a tal costumbre podría llevar a confusión. Al escribir desde la cosmovisión socialdemócrata tal y como la comprende Domenico Settembrini, aquella que "se sitúa entre el socialismo revolucionario que postula un ataque directo a las estructuras e instituciones capitalistas y el revisionismo socialista que acepta sin escrúpulos estas estructuras e instituciones. La primera embarca al proletario en una revolución y la segunda lo deja abandonado en la inacción y la sumisión al sistema, pero la socialdemocracia no acepta ninguno de los dos extremos", adoptaré, a la hora de emitir la crítica, una postura contundente, y, sin embargo, a la hora de realizar propuestas alternativas lo haré desde una posición más moderada que transija con una parte considerable del sistema que la crítica no acepta. Por tanto, las alternativas que propondré no supondrán una revolución más allá de la misma circunscripción a la que se refieran concretamente, aunque, al fin, pretenderán concurrir a esa corriente que anhela el cambio generalizado, sereno y progresivo de todo el sistema.

    No obstante, es posible que para algunos la descripción de Settembrini sea en sí una contradicción, pero nada más lejos de la realidad: el socialismo democrático, en el momento que acepta voluntariamente al otro -ya sea liberal, comunista, conservador u otro- es consciente de que la evolución de las realidades sociales en un entorno pacífico sólo es posible bajo el acuerdo de una amplia mayoría.

    Por esta razón las soluciones prácticas deben respetar los principios que las mueven sin olvidar mantener los pies firmemente pegados a los sillares de reconocimiento mutuo que conforman el suelo de la gran plaza democrática, evitando en todo lo posible el enfrentamiento gratuito y, desde luego, cualquier vestigio de imposición. No debemos confundir la rotundidad y la seguridad de y en nuestros ideales con una patente de corso para imponer nuestra voluntad en los mares de lo práctico. El socialismo lleva sobre su espalda incontables años de lucha y sabe bien que la vía hacia lo posible no puede ser el camino del enfrentamiento sino el del diálogo ideológico, del intercambio y del mutuo enriquecimiento: la verdad no se encuentra patentada por nadie, al menos por nosotros no. También debo llamar la atención sobre ciertas corrientes -que se autodenominan socialistas- que han confundido la obligación moral de todo socialista de ser demócrata antes que socialista, y se han adscrito, en una huida hacia delante, a la rampante democracia liberal, incapaces de sostener la tensión del intercambio dialéctico cotidiano con la derecha. Voluntariamente se sitúan sobre una tercera vía que no deja de constituir un revisionismo draconiano, pues no sólo abandona la lucha sino que la impide, la desarma de toda palabra, de toda ilusión y de toda esperanza al sustituir el ideal socialista por un ideal burgués animado, si acaso, con una nubecita de humanismo a las cinco en punto de la tarde.

    Acéptese, por tanto, los contrastes entre la crítica y los apuntes sobre soluciones prácticas que presentaré en este libro y, desde luego, asúmase que tales propuestas no son una claudicación terciaria sino un intento de acercamiento no a los principios liberales -cada uno con los suyos-, sino a las voluntades liberales. La paradoja del demócrata es que debe renunciar de forma expresa a ver sus ideas convertidas en realidad en toda su extensión; porque al fin, realizando una interpretación detenida de la conocida sentencia de Ovidio gutta cavat lapidem, non vi sed saepe cadendo, no deja de ser cierto que tanto el agua como la piedra siempre permanecen. Si no existe esa renuncia previa es imposible construir la democracia de los ilustrados –de la duda nace el espíritu transigente y generoso que considera al hombre por encima de sus ideas-, y nos tendremos que conformar con la democracia liberal -la del fin de la historia-, mero instrumento de imposición de la cosmología burguesa a unas masas a las que se sosiega haciéndolas partícipes de su misma explotación.

    Por otro lado, existe una segunda razón para no negar la carga valorativa de mis propuestas: son estos ideales los que me han movido a escribir el ensayo y es desde ellos que debo escribirlo; cualquier otra posición sería una falta a la verdad generadora, una negación de las fuentes que sustraería no el poco valor intelectual que el lector desee otorgar –si es alguno- a este escrito, sino la honestidad que en él se pudiera encontrar. Por tanto hablaré desde el socialismo democrático y a favor del las Rentas del Trabajo Intelectual y criticaré el liberalismo y sus normas sobre la propiedad intelectual y el Derecho de Autor tal y como hoy se enuncian; normas que con la justificación de "promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles" y proteger a los autores -el chivo expiatorio- sirven, desde innumerables instituciones, a un capital que prescinde del único sentido social que se le podría suponer en un entorno demócrata que es el de inducir la creación y distribución de riqueza por su fuerza organizativa y emprendedora aprovechándose del trabajo de los demás.

    Introducción

    Los animales no tienen leyes positivas porque no están unidos por el conocimiento.

    Montesquieu

    Marx afirmaba que las leyes son los martillos que esculpen las sociedades. ¿Pero, quién empuña tan pesado martillo? En la Sociedad Occidental, situados dentro de los límites de un Orden Constitucional, un Estado de Derecho y una Democracia Parlamentaria, debemos señalarnos a nosotros mismos como autores: los ciudadanos libres e iguales somos escultores de la sociedad en que vivimos. Pero no debemos olvidar que, tras esta sentencia tan optimista, se esconde una realidad que no coincide exactamente con el modelo: el camino no está libre de obstáculos, son muchas las fuerzas que nos constriñen y cotidianamente debemos enfrentar innumerables imponderables que aportan una considerable dosis de contingencia y riesgo a nuestro futuro.

    La voluntad de ser se ve influida por las estructuras sociales del presente, estructuras que son el legado inmediato del acontecer pasado y que a la par son afectadas por esa voluntad primera de ser en una intrincada relación causal entre actores y escenarios construidos que fluyen, y mutuamente se influyen, en el devenir de la sociedad.

    Alcanzar el nivel de control que sobre nuestro destino gozamos los ciudadanos de Occidente ha sido resultado de factores ambientales, luchas entre grupos de poder, entre clases sociales, influencias de algunos grandes personajes y de innumerables actores anónimos. La misma libertad que gozamos conlleva el mutuo reconocimiento de la legítima controversia, de la discusión por determinar que caminos seguir que nos lleva a una conclusión muy debatida: ser libres, que todos seamos libres, limita, en apariencia, las posibilidades absolutas de elección individual en pro del acuerdo colectivo hijo de la voluntad general.

    Por todo ello el deseo común de ser no deja, no puede dejar de constituir la suma de cosmovisiones individualidades de la cuales emerge el acuerdo en forma de corrientes ideológicas y movimientos sociales de pensamiento y acción que a la par influyen y modifican esas cosmovisiones individuales coadyuvando a su edificación: la libertad se construye cotidianamente o sencillamente no existe, por eso es necesario que los ciudadanos expresemos la objeción, la dispersión y la diferencia de opinión para provocar el movimiento. Si permanecen latentes la sociedad se estanca. No es suficiente con pensar como ciudadanos, sino que se exige de nosotros que obremos como tales. La ciudadanía es actividad y participación, ellas generan la dinámica social como expresión de la libertad, libertad que al fin legitima la objeción, la dispersión y la diferencia en búsqueda del cambio social.

    Tal legitimidad debe ser la fuerza que filtre el acuerdo tras la discusión, pero, sin participación, ¿es posible la discusión? Sin discusión, ¿qué legitimidad tendrá el acuerdo? Sin participación ciudadana la estructura social que permite hoy en día la praxis de la libertad deviene, aunque ganada, desperdiciada y al fin destruida. No dilapidemos la herencia de nuestros mayores: somos hijos de nuestro pasado, y esto nos hace libres en el presente y responsables del legado de las generaciones futuras. La coyuntura actual nos debe animar a aprovechar esta situación históricamente singular. ¿Cuantas generaciones sucumbieron bajo el yugo de la opresión sin límite? ¿Cuántos vivieron toda su vida sin una sola oportunidad de libre elección? ¿Cuántos soñaron con un pueblo soberano? ¿Cuántos con poseer la libertad que ha nosotros nos deja tantas veces impasibles? Parece que olvidamos demasiado pronto el pasado y nos gusta esconder el miedo a tomar la iniciativa tras la afirmación de que, como siempre ha sido, nada podemos hacer. Hipócritamente negamos la libertad para negar la responsabilidad y encontrar una inconsistente paz dónde dormir el sueño de la indigencia ciudadana.

    No deja de ser cierto que la angustia existencial y la desesperación son los azotes de la sociedad capitalista que entre todos construimos, pero en ningún lugar ni momento de la historia del hombre alguien propuso que vivir en libertad sea un paseo triunfal sobre el destino. Jamás. Hasta que los liberales inventaron el fin de la Historia sobre el que bien podríamos dormir otra siesta de dos mil años entre pesadillas de opresión y miseria espiritual.

    A veces crece en nosotros la intuición de que el hombre desea la libertad por encima de todas las cosas, pero que, una vez alcanzada no sabe que hacer con ella, se aburre enseguida y la deja olvidada a un lado, como un niño caprichoso que al fin, después de mucho insistir, consigue aquel vanamente deseado juguete. Pero se trata de sólo de una intuición exógena, un lugar común: lo cierto, en mi opinión, es que la libertad de la que gozamos también sirve a los que no gustan de ella sino para sí mismos. Éstos no pierden la oportunidad que les brindamos para decirnos que tal libertad, la nuestra, la de todos, no vale para nada. La peor enemiga de la libertad ciudadana es ella misma, pues nos damos la obligación de respetar, escuchar y tener muy en cuenta no sólo a quienes disienten dentro de los mismos ámbitos de la democracia sino a todos aquellos que no la desean. Por todo ello debemos cuidarla con diligencia y no olvidar que el enemigo campa a sus anchas, como nosotros, y por que nosotros así lo disponemos.

    La dejadez, el miedo a ejercer como ciudadanos sólo beneficia a quienes buscan su interés por encima de todas las cosas lejos de los valores humanos que conforman nuestra conciencia colectiva, conciencia que tardamos siglos en componer. ¿Dejaremos que se diluya como si ningún valor tuviera? ¿Permaneceremos escondidos lamiéndonos las heridas mientras una diminuta porción de la sociedad hace su voluntad, se abroga todo beneficio y poder y reconstruye la conciencia de las generaciones futuras? ¿Cómo será la conciencia de nuestros hijos si nosotros, que gozamos del más elevado control sobre el destino del que jamás fue soñado, obramos como esclavos? Ahora somos libres, ¿no importa la libertad si conlleva luchar responsablemente por una sociedad justa? ¿Cuántas razones esgrimimos cotidianamente para justificar la indolencia e indiferencia individual y colectiva? ¿Cuántas veces repetimos "no podemos" y realmente enmascaramos un -muchas veces comprensible pero jamás aceptable- "no nos atrevemos"?

    La indiferencia no cae en saco roto: un coro de voces se levanta desde infinidad de medios de comunicación, desde algunos centros políticos, desde ciertas élites científicas y seudocientíficas para generar la tendencia: repiten insistentemente que nada podemos hacer, que el destino es inescrutable, que las cosas son como son, que la historia ha llegado a su fin y que el hombre sólo es libre de vivir las cadenas que él mismo se ha puesto. (Es paradójico: tantas manos invisibles producen un ruido atronador.)

    Aseguran que el poder que gozamos nos fue cedido voluntariamente por las élites económicas y estatales, que nada ha sido ganado por la ciudadanía en sus luchas cotidianas, sino que gozamos de una mera concesión de los poderosos. Pero es tan ingenuo aceptar que nos regalaron el poder como negar que intentan arrebatárnoslo de nuevo por todos los medios a su alcance. ¿Quién nos quiere convencer de que nada podemos hacer ante el destino? ¿De que somos impotentes? ¿A quién interesa que la historia se acabe? ¿A quién que el destino deje de ser construido por ciudadanos libres de decidir su camino? ¿A quién interesa la sumisión? ¿Quién busca que nos dejemos de preguntar por la naturaleza de las cosas? ¿A quién beneficia el desánimo? ¿Quién sonríe cuando callamos? ¿Quién cuando permanecemos postrados en la inacción? Las únicas cadenas que nos pesan son las de la resignación, que no son fáciles de romper, más si algunos se empeñan en hacerlas más pesadas y cortas, pero ciñendo nuestro interior espiritual es cuestión nuestra hacerlas añicos, tan pequeños que se confundan con la arena de los caminos. Pero es urgente, no tenemos todo el tiempo del mundo, la libertad se esfuma en un instante: apretemos las manos en torno a las riendas de la sociedad antes de cederlas por dos mil años más, antes de que se apague nuestra conciencia, antes de que normas ajenas nos impidan respirar y ya no seamos responsables, perdida irresponsablemente de nuevo, la libertad. El martillo escultor aún lo sostiene nuestra mano, por tanto, nuestro es el presente.

    ¿Y qué ocurre en el presente? De esto trata este ensayo. Ocurre que una nueva sociedad se construye. Algunos la llaman con admiración, quizá con orgullo contenido, la sociedad del conocimiento, pero jamás en la historia del hombre se impulsó un cambio social de tales dimensiones sumergido en tan oscuro océano de desinformación y desperdicio de conocimientos. La sensación insuflada en la conciencia colectiva desde los medios de comunicación de masas es que caminamos hacia un mundo más justo sostenido por la inmensidad del saber humano. Sobre el saber, nos dicen, edificamos la sociedad del siglo XXI, donde el progreso marchando a toda máquina sobre vías capitalistas se garantiza a través de la producción de cantidades enormes de nuevos y revolucionarios conocimientos que activan y reactivan el crecimiento de la economía, único camino para asegura el bienestar de la humanidad.

    A primera vista parece interesante, desde luego, pero tal sociedad del conocimiento impone un precio, demanda e inventa una nueva Institución sin la cual, asegura, no es posible su desarrollo. La condición sine qua non de la rutilante sociedad del saber es que las ideas deben ser propiedad privada, que se puede y se debe comercias con ellas, que son la mercancía necesaria para los mercados emergentes.

    El proceso de legitimación se encuentra en marcha y a plena potencia fundamentado en una propuesta central: nos aseguran que las ideas deben ser propiedad privada para proteger a los autores, científicos y artistas que generan los nuevos conocimientos motor de la nueva sociedad; que no hay otro camino posible, ni alternativa para recompensar su trabajo, ni posible vuelta atrás, ni esperanza de cambio futuro. Tal suposición, que no desea admitir contestación alguna, se inyecta pausadamente, en dosis muy pequeñas, dentro de la conciencia colectiva, ablandándola, domándola, sometiéndola al nuevo bocado y espuela con la parsimonia propia de un experto domador de caballos. Desean que aceptemos la existencia de una propiedad –dicen que especial- que niega la libertad de todo hombre de aprender lo que se le antoje por el camino que quiera con la sola limitación de sus capacidades y su voluntad, que niega la libertad del hombre de vivir de acuerdo a cuanto conozca y se gane de acuerdo a ello la vida con dignidad, que niega que seamos propietarios de nuestra alma desde la propiedad universal de la conciencia humana.

    Nos inoculan la sumisión a una propiedad tan especial que sólo sirve para que otros se apropien en exclusiva de nuestras ideas, pensamientos y sueños. Pero quizá sea el momento de efectuarse algunas preguntas: ¿La propiedad intelectual es coherente con la naturaleza del conocimiento? ¿A quién beneficia principalmente que las ideas sean legalmente propiedad privada? ¿Son incontestables los argumentos que se esgrimen para justificar tan enorme expropiación universal? ¿Qué fuerzas se han puesto en movimiento para que aceptemos la patentecomo un derecho natural? ¿Cuáles son los planteamientos utilitaristas en su defensa? ¿Quiénes son puestos al frente, como títeres, para que reciban las críticas de la mayor parte de la sociedad que no acepta tales pretendidos derechos? ¿Quiénes se esconden tras los títeres, sin responsabilidad, pero guardándose el título de todos los nuevos haberes resultantes de la expropiación? Y por otro lado, ¿en qué marco histórico se intenta imponer tal Institución? ¿Qué la ha provocado? ¿Cuáles son sus consecuencias inmediatas y a largo plazo? ¿Qué aceptemos la propiedad privada de las ideas conlleva un cambio tan profundo de la sociedad tal y como insinúo? En otro orden de cosas: ¿es posible la idea de inteligencia colectiva si privatizamos las ideas? ¿Planeamos sobre la desintegración final y apoteósica de la idea del ser humano como unidad que comparte un destino común sobre la Tierra? Si dejamos de compartir las ideas, ¿qué nos queda por privatizar? Y en el terreno de las relaciones de producción: ¿Afecta la propiedad intelectual a las relaciones de producción propias del capitalismo? ¿De qué forma? ¿La propiedad intelectual supone una fractura entre el trabajador tradicional y el nuevo trabajador del conocimiento? ¿Y entre el simonita y el capitalista? ¿Qué ocurre con la competencia y el libre mercado? Son muchos los interrogantes, pero se pueden resumir en dos: ¿Quiénes son los simonitas y qué quieren de nosotros? Y lo que es aún más importante: ¿Por qué razón vamos a dejar que nos impongan su dictado? ¿Acaso no existen alternativas?

    Es hora de enfrentarse a la propiedad intelectual y a la cosmología simonita como productoras de nuevas realidades sociales. La llamada sociedad del conocimiento se levanta poco a poco generando contradicciones y fracturas sociales desconocidas hasta el momento, pero nos encontramos algo despistados y buscamos las razones de muchos problemas de esta nueva sociedad en cuestiones que son neutras, que no contienen ideología ni expresan, en sí, los intereses de grupo alguno, -como es el caso de la tecnología de la información-, y que de por sí no determinan el ser de la sociedad, olvidando que observamos las consecuencias del debe ser aplicado a los diferentes instrumentos; debe ser que por fuerza sí contiene ideología.

    Un instrumento, una herramienta cualquiera no puede ser valorada moralmente, pero sí se puede valorar moralmente la ley que administre su uso. Ingentes trabajos sobre el estado de la técnica y la tecnología predisponen nuestro análisis hacia un continuismo sobre la tendencia común a cuestionar la herramienta y se abandona el camino de inquirirnos sobre los aspectos que prescriben su uso. Además, tengamos en cuenta que, en algunas ocasiones, y muy a pesar del sistema democrático, las leyes no son generadas por la voluntad general sino que tal y como argumentaba Trásimaco en La República de Platón, de facto nos vienen impuestas por los intereses de uno u otro grupo de poder. Éste no es el ideal general, ni la norma que debamos construir en la realidad democrática cotidiana, pero es lo indudablemente cierto en algunos casos particulares; por esto, si los resultados del juego no nos gustan, en vez de mirar con ademán inquisitorio a las herramientas, sería aconsejable analizar las reglas del juego, la ideología de las cuales emanan y los grupos de interés que las promueven. La sociedad del siglo XXI se enfrenta a problemas inéditos porque existen normas inéditas, porque se desea, al menos por una parte de la sociedad, jugar a nuevos juegos que benefician sólo a esa reducida parte de los jugadores.

    En este ensayo me referiré concretamente, como he dicho, al juego de la propiedad intelectual. Lejos de asumir la perfección de estas normas realizaré una crítica de las mismas, pues considero que no se debe comprender la sociedad de la información -que se estructura bajo estas normas que administran el conocimiento- como un hecho inamovible referido a un estado de la técnica y la tecnología: vivimos una versión de esta sociedad, y, desde luego, la propiedad intelectual no es el menor de los factores que entran en su conformación.

    La sociedad industrial del XVIII evolucionó en los siglos XIX y XX hasta llegar al Estado del Bienestar sin arrinconar la tecnología propia de cada siglo, sino variando sólo las relaciones de producción, en definitiva, variando las normas que rigen tales relaciones. Si bien admito que Marx no se equivocaba en su momento -cuando afirmaba que las leyes que administran el sistema de producción son posteriores a la aparición del mismo sistema, siendo las leyes quienes, legitimándolo, prestan el acabado final a la bien esculpida realidad social- en el caso del nuevo sistema de producción fundamentado en la propiedad intelectual esto no es posible, pues la ley es el mismo sistema generador.

    Además este sistema deja de constituir estrictamente un sistema de producción para serlo sólo de generación de beneficios: el papel de la producción pasa a segundo término, es un aspecto residual que tiende, en el modelo ideal, a valor próximo a cero. La fuerza de trabajo deja de ser necesaria para el capital y la sociedad sufre una fuerte sacudida, pues la necesidad de producir riqueza para obtener beneficio se desvanece de forma proporcional a las regalías y tempos otorgados a la patente, el copyright y otras formas monopolísticas que tienen como objeto el conocimiento humano reificado y posteriormente simonizado. Entretejido con el sistema capitalista brota el nuevo sistema simonita; nos encontramos, por tanto, en una fase de transición hacia la nueva economía del conocimiento que cambiará la faz de la sociedad.

    Pero la gravedad del asunto no nos debe desanimar, sino todo lo contrario; recordando a Aristóteles: "la justicia es algo social, es el orden de la sociedad cívica" por eso podemos aspirar a una sociedad futura distinta, más justa, aprovechando las oportunidades que la tecnología nos brinda solamente con variar la orientación que a su estructura de uso le demos desde la norma: para variar el orden de una bastará, en parte, con modificar la otra.

    La misma artificialidad del sistema de propiedad intelectual es su debilidad y la oportunidad histórica que debemos aprovechar para modificar lo que entre todos consideremos oportuno: la economía simonita se desarticula con un sencillo Decreto de Ley. Por tanto, en este ensayo trataré de la rectificación a la que aconsejo someter los Derechos de Autor para alcanzar una sociedad más justa; justicia a la cual jamás debemos renunciar porque, "¿cabría mayor absurdo que pensar que los seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad?"

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