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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 4)


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Beneficio y sacrificio en el intercambio humano III: La perspectiva contractualista y la propiedad intelectual

Para arrojar luz sobre mis propuestas puede resultar un ejercicio interesante abordar esta cuestión de las diferencias entre sacrificio y beneficio en el intercambio mercantil simonita desde el contractualismo.

Según Rousseau, "el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no procede de la naturaleza: se basa, pues, en las convenciones. La cuestión está en saber cuáles son esas convenciones". Además, añade, "la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, lo que lo ha hecho posible es el acuerdo de esos mismo intereses. Lo que hay de común en esos diferentes intereses constituye el vínculo social; y si no hubiera un punto en el que concordaran todos ellos, no podría existir ninguna sociedad".

El contenido de estas convenciones no puede ser otro que aquello que todos los hombres aceptarían como justo si careciesen de noción alguna sobre su suerte en la vida. Restados todos los intereses particulares, quedan los generales, aquellos que son compartidos por todos los hombres por el mero hecho de serlo, y así el contenido de la convención, del contrato social, no puede ser otra cosa que aquellos derechos y obligaciones que cada cual admitiría para sí mismo sabiendo que, otorgándoselos a sí, los reconoce para los demás.

Desde la interpretación de la Justicia de Jonh Rawls, es una evidencia que los componentes de una sociedad jamás aceptarían de forma previa, en los prolegómenos del juego, que los derechos y fueros del fruto del trabajo de unos hombres fuesen diferentes a los de otros, sencillamente porque esto rompería la igualdad de las reglas para todos los jugadores. Si aceptamos por un momento, como defendieron algunos filósofos y economistas –por ejemplo, entre otros, Platón en su República y posteriormente Adam Smith en La riqueza de las naciones–, que los hombres se unen para su propio beneficio y suponemos que trabajando cada uno en la actividad que pueda destacar, ganamos todos –esto es más fácil de aceptar desde una razón práctica–, es decir, que la división del trabajo fortalece a la sociedad, podemos aceptar que unos ganen más que otros dependiendo de su esfuerzo, pero jamás podemos consentir distintos fueros atendiendo a la naturaleza del trabajador. Las reglas serán para todos iguales. ¿Por qué el fruto de los intelectuales debe atenerse a un derecho que les beneficia en relación, por ejemplo, con el fruto del trabajo de un herrero, un piloto o un juez? ¿No quedamos en que es necesario que beneficio y sacrificio del intercambio sean ecuánimes, que se repartan ambos de forma alícuota entre quienes acuden al mercado? ¿Cabría argumentar, desde esa posición inicial, que el saber desarrollado por un intelectual le pertenece a él y que eso le garantiza el monopolio de materialización del mismo durante un periodo arbitrario de tiempo, mientras que el resto de los mortales se verán en la obligación de pagar una y otra vez por el uso de un bien de utilidad infinita? Sería difícil que nadie, sin saber de antemano si será intelectual o artista, o, por el contrario, carnicero, albañil o mecánico de automóviles, se atreviera a presentar argumentación alguna en su defensa. O todos peones o todos reyes, pero jamás se aceptaría de antemano que unos se moviesen por el tablero siguiendo unas normas y otros por otras distintas. ¿Qué interés va a tener nadie en que las cosas sean así si se desconocen, además, los intereses particulares que la vida nos impondrá a cada uno según nuestra suerte?

Si, por el contrario, propusiéramos, de acuerdo con la fácil propagación de los conocimientos en la sociedad de la información, mecanismos para asegurar el cobro de las rentas del trabajo de los sabios bajo las mismas condiciones que el resto de los seres humanos, seguro que todo el mundo los aceptaría sin mayor problema. La discusión no duraría mucho, por no decir que ni tan siquiera se llegaría a plantear y todos afirmarían la necesidad de entablar conversaciones para encontrar vías para proteger el trabajo de los intelectuales en igualdad de condiciones a las disfrutadas por el resto de los trabajadores. Habermas sería feliz, pues intuyo que, aun sabiendo la suerte de cada uno y no siendo la naturaleza del hombre tan vil como piensan por desgracia los liberales, dejaríamos a un lado nuestros intereses particulares y tendríamos presentes en tal conversación nuestros principios, que no son sino la enunciación de los intereses comunes que unen a todos los hombres.

Comenzando con aquella cita de Montesquieu, en todo el ensayo predomina la idea de que lo único que une al ser humano como entidad universal en un destino común es la conciencia, las ideas de todos, las ideas del hombre que gracias a la comunicación se encienden en nuestras conciencias de generación en generación. La inteligencia colectiva opera cuando varios seres humanos se comunican independientemente de que la calidad intelectual de unos sea enorme comparada con la del resto del grupo: el grupo humano genera por sí una entidad cuya naturaleza trasciende a la simple suma de coeficientes intelectuales y conocimientos previos resultando una potencia de análisis, comprensión y resolución distinta a la de las partes.

La lógica capitalista destroza tal consideración. El fin natural del lenguaje –y es indudable que es natural– se subvierte por un fin estrictamente mercantil: los seres humanos se comunicarán para obtener beneficio material y no ya espiritual. Comunicarse siempre supone un esfuerzo de entendimiento con el otro, pero ahora, ¿dónde reside tal intención? ¿La transacción de información simonita puede ser considerada como comunicación si sabemos que no importan los contenidos, ni su comprensión, ni su aplicación, sino sólo certificar legalmente la transacción del elemento físico soporte del código que legitima el cobro de la operación comercial? Incluso sabemos –como ya he explicado– que es preferible para el sistema que no se produzca entendimiento alguno del contenido, pues la comprensión en tanto que certifica la tenencia de la idea constituye una amenaza para el comercio simonita, así como la constatación irrefutable de la mentira de tal supuesta propiedad.

Pido disculpas por la sencillez de mis argumentos, que no achaco a mi culpa, sino al incumplimiento por parte de la propiedad intelectual de las más elementales normas del sentido común. Las débiles defensas de la plaza simonita no reclaman una artillería más pesada. Como podemos comprobar, el ejercicio y recreamiento responsables y honrados de la posición inicial rawlsiana nos permiten alcanzar una visión de la Justicia concisa y libre de contaminaciones de clase o estamento. Quizá por eso el contractualismo rawlsiano no sea del agrado de muchos liberales, los cuales, antes de dejarnos entablar las conversaciones necesarias para llegar a un acuerdo beneficioso para todos, lanzarán sobre estas propuestas todo su arsenal de miedo y terror a lo desconocido, olvidando que a eso es a lo que nos abocan sus leyes del no-saber.

No obstante lo dicho, son muchos los liberales que, sin dejar de sumar paradojas a las que de por sí ya contiene la defensa numantina de la propiedad intelectual, afirman que se trata realmente de una convención. "El derecho de la propiedad intelectual, el copyright", nos recuerdan, "fue pensado por la Constitución norteamericana como un «contrato social» entre el autor y el público, entre el inventor y la sociedad". Tengo la sensación de que a esa convención olvidaron invitar a los autores, a los inventores y a la sociedad en su conjunto: fue la "convención simonita", y pactaron unánimemente quedarse con el conocimiento de todos los ausentes.

Beneficio y sacrificio en el intercambio humano IV: la transustanciación de trabajo finito en beneficio infinito.

Los tres capítulos anteriores confluyen en un mismo punto fundamental en este ensayo: hablan de lo inmaterial, de lo no excluyente, de lo ubicuo, de lo infungible, pero, cuando interesa, una propiedad intelectual se puede comprar entera o en participaciones porcentuales entre varios capitalistas. En su relación con los obreros también los capitalistas comercian con el conocimiento en una dimensión finita, puesto que se suspende la no exclusividad, la ubicuidad, la infungibilidad. Si la propiedad intelectual no sufriera la pendular transmutación entre la indivisibilidad de su administración práctica en el mercado corriente y la perfecta división porcentual en el mercado de los poderosos, insisto, si no se produjera tal metamorfosis, todo de lo que se ha dicho poseería mucho menos sentido.

He aquí su secreto: el saber tendrá carácter finito entre nosotros, los potentados, que compraremos al obrero intelectual su fuerza de trabajo tal y como se hace con cualquier otro sector en el mercado, y luego, entre los poderosos, nos repartimos un tanto por ciento y otro tanto como ciudadanos ejemplares que gustan de la libertad y de la igualdad del mercado; pero cuando operemos con lo adquirido en el mercado general, entonces, y sólo entonces, se producirá la transustanciación: del pago de un trabajo finito se conseguirá algo distinto e ilimitado por obra y gracia de la propiedad intelectual.

¿Por qué no se vende la propiedad intelectual tal y como se compra a los obreros, siempre por participaciones? Esto terminaría con la gran oportunidad de enriquecimiento ilegítimo. Pero los liberales argumentarán que se retrasaría el desarrollo, hijo del conocimiento, al no existir recompensa suficiente para el intelectual. ¿Para qué intelectual? ¿Acaso el sabio no cobra por su trabajo del mes mientras el simonita se enriquecerá noventa y cinco años por el trabajo comprado y pagado durante un solo mes? Si su comercio fuese porcentual, finito y fungible, la propiedad intelectual no existiría al no beneficiar al simonita. ¿Qué le importarán a él los sabios?

Conocimiento, mercado y fuerza de trabajo

En este capítulo ensayaré una aproximación a los mercados simonitas usando las herramientas conceptuales de Marx. Carlos Marx diferencia entre trabajo y fuerza del trabajo para explicarnos la generación de la plusvalía capitalista: la fuerza de trabajo es el potencial generador de trabajo que posee el empleado y que vende al empleador a cambio de un salario; el trabajo es el esfuerzo real obtenido por el empleador en la explotación del trabajador y la plusvalía es la diferencia entre lo pagado por tal fuerza de trabajo y el valor del trabajo real obtenido.

En los mercados simonitas la mecánica es similar pero con ciertas diferencias: el simonita cuenta con la fuerza de trabajo al igual que el capitalista, pero tal necesidad es concisa, residual e implosiva. Veremos por qué: la plusvalía no se refiere sólo a la diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y el trabajo real obtenido, pues el trabajo real deja de constituir la única fuerza motora en el proceso de generación del producto.

Recordemos que aquí la oferta real se iguala a cualquier demanda sin necesidad de mayor esfuerzo, pues las regalías de la patente simonita son las encargadas de igualarla aprovechándose de las propiedades del conocimiento reificado, de su supuesta infungibilidad, generándose, por tanto, una plusvalía que tiende libremente al infinito. La relación entre el empleado y su trabajo es paradójica: lo pierde en el mismo instante en que produce algo que sea patentable.

En el libro Metadata Solutions, Adrienne Tannenbaum nos dice que para el correcto desarrollo de metadatos han ideado un sistema de análisis a partir de cinco preguntas capitales realizadas a los datos para permitir su clasificación y tratamiento de forma simplificada y clara:

1.- What data do I have? ¿Qué datos tengo?

2.- What does it mean? ¿Qué significan?

3.- Where is it? ¿Dónde están?

4.- How did it get there? ¿Cómo llegaron ahí?

5.- How do I get it? ¿Cómo los consigo?

Un poco más abajo podemos leer lo siguiente:

"The 5 questions is a trademark of and the questions and method are copyrighted by Database Solutions, Inc. Bernardsville, New Jersey".

Pero por más que nos sorprenda que alguien pueda ser considerado dueño de cinco preguntas ahora no voy a hablar de tal asunto. Aún hay algo más sorprendente, pero que a primera vista nos puede pasar desapercibido: la patente pertenece a Database Solutions, Inc. y no a los obreros que la desarrollaron. La base de tal propuesta es grosera: si todo lo material que producen los obreros en la empresa es propiedad de la empresa, también es propiedad de la empresa todo lo inmaterial que produzcan esos obreros.

Los trabajadores tendrán que trabajar todos los días de su vida –si tienen la gran suerte de que se les permita tal cosa– por más conocimientos patentables que desarrollen: la patente no les alcanza, no les protege. Es una falacia afirmar que la propiedad intelectual existe para proteger a los sabios. ¿Cabe imaginar a los capitalistas aceptando pagar durante toda la vida a los obreros por haber desarrollado un conocimiento patentable? ¿Qué les otorgarán un porcentaje de las ganancias generadas por el monopolio y mandarlos a su casa a vivir de los réditos? Jamás, nos dirán que el conocimiento es de la empresa, tanto que la empresa ha comprado la fuerza de trabajo por la cual el conocimiento existe: el autor es el empresario: "En el caso de obras hechas por contrato, es el patrono y no el empleado el cual está considerado el autor." Fijémonos en la sutileza del mensaje: no se produce intercambio entre patrono y autor, sino que el autor es directamente el patrono. Así quedan liquidados todos los problemas que los autores reales podrían ocasionar a los autores legales: el autor real no sostiene relación alguna con la obra, sólo con el trabajo, la obra no es suya aunque sea hija, expresión y parte constituyente de su alma.

Con la propiedad intelectual se normaliza la forma más extrema y atroz de alienación: la reconstrucción del conocimiento como mercancía aliena el alma del obrero del saber hasta tal punto que ni siquiera su propio pensamiento le pertenece, para que así la idea pueda constituir una propiedad privada. Todo conocimiento desarrollado acabará indefectiblemente en manos de un simonita y la propiedad intelectual, lejos de proteger al sabio certificará su miseria.

La explotación simonita es más refinada que la capitalista. El capitalismo degradaba al hombre a un grado inferior al de las bestias, a olvidar todo vestigio de necesidad creativa, de voluntad generadora de un nuevo mundo y lo condenaba a la insensibilidad. La explotación simonita obliga, sin embargo, a la persona a sostener su calidad espiritual, elemento imprescindible del engranaje productivo. Su creatividad es necesaria y debe mantener tal creatividad en las mejores condiciones para servir a su dueño. Se le exige, además, que lo haga con plena conciencia de sí, por más que tal conciencia no sea generadora de acto volitivo alguno más allá de la evidente sumisión. Esa conciencia ya no es conciencia humana, sino alienada en su misma espiritualidad, pues debe contemplar su obra espiritual no como su ser mismo, sino como una mercancía que nunca le pertenece.

Podríamos afirmar que es la expresión de sí que no es de sí. Su idea no es su idea, su idea es del simonita. A este trabajador no se le permite dormir el sueño idiota del irracional, sino que, sumido en la más brutal de las domesticaciones –la opresión simonita–, debe contemplar impasible su propia degradación. El sabio es un ser gris y anónimo cuya relación con su obra no es directa, se relega como mucho a la venta de su fuerza de trabajo a cambio de unas monedas que igualan en su destino a todos los trabajadores: a los sabios que desarrollan nuevos conocimientos, a los que los que los aprenden y a quienes necesitan de sus manos para trabajar. ¿Qué diferencia existe, pues, entre estos tres grupos? ¿No son acaso todos por igual ajenos a su obra?

El simonismo, en la búsqueda de magnificar los beneficios del propietario toma algunas de sus grandes ideas del capitalismo, pero esconde la intención debajo de una mortaja: la figura permanece, el contorno la delata. La propiedad intelectual no deja de parecer una insólita forma de proteger a los sabios de la misma forma que la sacrosanta propiedad de los burgueses sobre las cosas materiales no buscaba proteger a los obreros sino a sí mismos.

En las nuevas relaciones de dominación el sabio es anónimo, como aquel obrero del siglo XVIII, inexistente más allá de figurar como mero elemento productivo. La única diferencia entre unos y otros radica en que los parias de la sociedad del conocimiento saben leer y son conscientes y, en consecuencia, cómplices sumisos de su propia explotación, o seres tan decepcionados de la vida que han claudicado definitivamente ante una realidad que creen imposible cambiar.

A fin de cuentas el simonita, ahora el autor, ha conseguido lo que deseaba: cuando la empresa paga la fuerza de trabajo se adjudica la riqueza generada en primera instancia y sin pasos intermedios que podrían abrogar a los trabajadores incómodos derechos imposibles de resolver en beneficio del simonita. Se certifica su independencia casi total de las clases trabajadoras. El valor de sus bienes ya no guarda relación proporcional con el trabajo ni con el capital invertido. El efecto producido por su reconstrucción como bien infungible es que la plusvalía tiende al infinito. Y se intenta justificar la legitimidad natural de tal plusvalía afirmando que el coste de producción marginal es cero. La pena es que los economistas hayan sido tan frívolos tanto a la hora de aceptar tales propiedades inexistentes como en el momento de construir las políticas económicas que reinarán en el siglo XXI. Me pregunto cuándo los economistas neoclásicos, los seguidores de Solow por ejemplo, se pondrán manos a la obra para cuantificar en sus estudios sobre el crecimiento económico qué peso tiene realmente en el total del residuo conferido al estado de la técnica la cuestión de las regalías otorgadas a las patentes. ¿Por qué ningún economista comienza a estudiar los efectos de las patentes sobre el crecimiento económico? ¿Y su incidencia en el mercado de trabajo?

El aumento progresivo de la exclusión podemos imaginarla en el tiempo según se desarrollen las regalías de las patentes, terminando por ser sólo necesarias unas élites que producirán lo suficiente para que; apoyados en las leyes de propiedad intelectual, puedan satisfacer las necesidades de acopio de beneficio de los antiguos capitalistas. Los trabajadores activos serán principalmente intelectuales, el resto incultos abandonados a la productividad. "Como cada vez se pone más de relieve por la comunidad intelectual", nos recuerda, entre otros muchos, Ramón Soriano, "nos encontramos inmersos en una tendencia a recuperar el pensamiento marxista tanto en cuanto la decimonónica lucha del binomio burgueses– proletarios se constituirá de nuevo como la lucha trabajadores-parados". Lo que pretendo aportar en este capítulo como aspecto central completamente nuevo es que el origen de tales extremos descansa –y en qué medida esto se produce deberá ser estudiado por otros– en la articulación de las leyes de propiedad intelectual.

En esto los liberales son marxistas a su manera y a su pesar y se empeñan en conseguir que Marx lleve razón. Si decíamos que desde el socialdempocracia se acepta que en el mercado el trabajo sea la vía de inserción social allí donde existan los derechos sociales, teniendo presentes las leyes simonitas no podemos concluir lo mismo, porque la inserción y la normalidad sociales serán imposibles.

Marx nos recordaba que "el obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor". Y concluía: La pérdida del objeto y su servidumbre a él son los caminos que conducen a la enajenación de su alma. En la economía simonita se da un paso más allá pues se reifica el conocimiento y la enajenación del hombre no es subjetiva, sino objetiva: el alma se vende en parcelitas. "La objetivación aparece hasta tal punto como pérdida del objeto, continúa Marx, "que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la vida sino para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se convierte en un objeto de que el trabajador sólo puede apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones, (…) todas estas consecuencias están determinadas por el hecho de que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño, (…) la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil". Comprendamos el objeto del trabajador del saber como el saber que él mismo desarrolla.

Cuando un trabajador genera un nuevo conocimiento automáticamente se producirá una patente, por cuya culpa el simonita dejará de necesitar en la misma medida a ese mismo trabajador o a cualquier otro. Al fin el objeto se revuelve contra el trabajador, lo excluye por innecesario, fortaleciendo al simonita. Cuantas más ideas patentadas, mayor será el beneficio obtenido al margen de los trabajadores, más fuerza cobrará la patente.

Cuanto más largo sea el periodo de tiempo que arbitrariamente se adjudique a la patente o mayores regalías se determinen para ésta, menos necesarios serán los trabajadores, de los cuales miles acabarán engrosando el ejército de reserva. Así pues, el saber del hombre se vuelve contra el hombre y el ejército de reserva se amplía como nunca. El extrañamiento es indudable, ya que ahora se trata de un objeto que se mantiene como generador de beneficio mientras el obrero sucumbe al comprobar que las plusvalías no le alcanzan por la aplicación de la fuerza de trabajo, sino por el imperativo de la Ley. "El trabajador sólo existe como trabajador en la medida que existe para sí como capital", nos recuerda de nuevo Marx, "y sólo existe como capital en cuanto existe para él un capital" y concluye, "El salario del trabajador pertenece así a los costos necesarios del capital y del capitalista…". Pero las cosas han cambiado, con la existencia de la propiedad intelectual deja de existir para el trabajador el capital porque se independiza de él, puede existir sin él.

Siguiendo a Marx, "ahora el salario de los trabajadores deja de ser un costo necesario del capital". Se puede extinguir, por tanto, la raza de los trabajadores sin temor a que el capital cese de reproducirse, porque en realidad el capital deja de ser capital y el capitalista deja de ser capitalista, pasando directamente a cobrar beneficios de la nada, que no es otra cosa que la propiedad intelectual. Es necesario comprender que el camino seguido por el simonita para hacerse con el conocimiento ha sido el de pagar un salario al obrero del saber, que queda alienado de su obra desde el mismo momento en que recibe tal salario.

Tras esta primera fase se produce una segunda alienación: aquel que desee usar el conocimiento aprendido con su esfuerzo –y facilitada tal toma de conciencia de la cosas por aquel primer obrero del saber, deberá abonar por liberar la utilidad de la riqueza generada por el mismo comprando la licencia para ejecutar la materialización y expresión de sus ideas. Si Marx levantara la cabeza argumentaría que no sólo pretenden apropiarse de los bienes materiales de producción sino del hombre mismo: impiden que se relacione libremente con el mundo, anulan su fuerza de trabajo y el obrero nada tiene que vender para vivir, pues su fuerza de trabajo, como poder de actuar en el mundo, es fruto del saber hacer de cada uno. Si ningún valor detenta lo que sea capaz de hacer, ¿cuál es el valor de su fuerza de trabajo?

El conocimiento transmutado en objeto, si lo analizamos con detenimiento, deja de ser fuente de valor para el conjunto de la sociedad, porque únicamente genera beneficios para el simonita, ya no es riqueza para la sociedad porque el valor intrínseco que detenta se anula para todos menos para uno. Aunque pueda adoptar la forma de dinero la patente arruina a la sociedad, pues crea el espejismo de que no es necesaria la producción de riqueza. La patente no es trabajo ni necesita de la fuerza de trabajo para existir y cumplir con la única obligación que interesa al capitalista que es la obtención directa de beneficios.

El simonita ya no es, de alguna forma, capitalista, por más que vista sus atuendos y desee ocupar su lugar en la sociedad. En este punto comenzamos a echar de menos a los capitalistas tradicionales. Parece lógico que nadie pudiera imaginarse –ni tan siquiera Adam Smith– que se dieran las condiciones para que apareciera una especie más interesada que aquellos, pero éstos, los nuevos simonitas, son peores incluso que los esclavistas. De alguna manera el simonita es enemigo del capitalista pues no compite con él: tiene un monopolio y no se encuentra obligado a mejorar; tampoco debe sostener una plantilla de trabajadores como la del capitalista, su beneficio es independiente de la fuerza de trabajo.

Por otra parte, el simonita no se ve obligado a nuevas inversiones, le basta con esperar a que reaccione la demanda e incluso, en no pocos casos, podrá cerrar la empresa como entidad productiva y dedicarse –quizá con el asesoramiento de un grupo externo de abogados– a administrar su patente.

El capitalista, por el contrario, si deja de producir algún bien –el que sea, con buena calidad y precios competitivos– acaba indefectiblemente en la ruina. El capitalista administra la actividad, el simonita la inactividad. El capitalista ha sido despiadado en muchas ocasiones, en algunas otras no: durante buena parte del siglo XX desempeñó en la sociedad del bienestar una labor que debemos reconocer porque muchas veces observaba con celo el objeto social de la empresa como generadora y distribuidora de riqueza; el simonita, en cambio, será siempre despreciable: su subsistencia misma depende del mantenimiento de la injusticia. Su beneficio se medirá en proporción inversa al trabajo necesario para obtener ese beneficio, pero no por el efecto que sufre el capitalista quien debe incrementar la productividad del trabajo para competir en mejores condiciones que los otros capitalistas.

El simonita gana porque excluye, gana cuando excluye. Su beneficio es destrucción para el prójimo. Y no podemos decir lo mismo de los capitalistas, porque si bien prescindirán del trabajo en la medida que puedan, siempre les resulta necesario en esa misma medida. De aquella necesidad de emancipación nace esta solución a su dependencia: lo han conseguido, su naturaleza es distinta, y, logrando sus objetivos, nace una nueva sociedad que va mucho más allá del capitalismo aunque lo contenga, y a la que he dado en llamar sociedad simonita, pues comercian con el alma de los hombres. Sus señales y símbolos de exclusión –como la ©, la ®, el TM y tantos otros, ya perfectamente reificados– marcan el territorio y avisan a los excluidos del peligro que corren si osan rebasar los límites del nuevo, intangible e incalculable coto de propiedad. Si por equivocación lo invades, se te dará caza a lazo, y, ya rendido en el juzgado, se te marcará con la divisa correspondiente, que no quemará tu piel, restañará tu alma. ¿Posees dinero para comprar la propiedad de tus conocimientos? ¿Guardas al menos haberes materiales para comprar la licencia de materialización de los conocimientos que por desgracia hayas aprendido? ¿No? Si no dispones de propiedades para comprar tu alma, ¿cómo quieres ser libre?

Los simonitas consiguen finalmente que libertad y propiedad privada sean la misma cosa. Los pobres no pueden comprar su alma, no pueden ser libres, no pueden ser hombres. Un hombre sin posesión material alguna es un hombre libre –quizás el más libre de todos– pues es alma y voluntad, pero un hombre al cual la sociedad le dice que no es dueño de su alma, ¿qué es? Es un espectro, aún menos que eso. El "alma en pena" carece de vida, pero es dueña de sí misma, vaga en muerte por donde quiere, pero el pobre ni tan siquiera guarda el derecho a morirse: su fallecimiento puede constituir una agresión a la propiedad ajena y ser demandado por ello. ¿Qué ha hecho usted con las ideas aprendidas que no le pertenecían? ¿Se las ha llevado al otro mundo? ¿Sin permiso del dueño? Usted, muerto, es un ladrón de ideas, un traficante peligroso tras el cual enviaremos a la policía del pensamiento. Paradójicamente, en la sociedad del conocimiento, el ignorante es el único que puede afirmar que es libre, sólo él es dueño de su espíritu.

Por todo esto he afirmado que los liberales son marxistas a su manera y a su pesar, pues con su terquedad quieren que la realidad le dé otra vez la razón a Marx. Y no sólo lo consiguen, sino que lo superan con celo e inducen una realidad incluso más extremista que la que inspiró al genio alemán, pero que, por otro lado, él mismo supo predecir. Marx nunca dio por finalizada la historia y predijo que el modo de producción capitalista podía ser superado tanto como lo fueron los anteriores. Lo estamos rebasando y, tal y como aventuró Marx, el nuevo sistema, el que sea, el que es, debe contener y contiene al anterior.

El modo de producción simonita ya no es sólo capitalismo, se eleva sobre él sustituyendo producción de riqueza por autoreproducción de beneficios. La destrucción creadora del capitalismo se sustituye por la destrucción destructiva. Es un sistema de autogeneración implosivo, basado en una falaz plusvalía relativa infinita, imposible en su mentira pues no se puede sostener en el tiempo al no crear nada nuevo cuando destruye. Nos devoramos a nosotros mismos y crecemos sobre nuestra propia muerte. La sociedad es más rica con cada nuevo saber que se desarrolla, más rica cuando alguien aprende algo que desconocía, pero más pobre, más débil, con cada nueva patente.

Con estas maniobras estratégicas, casi perfectas, se busca, de paso, una cabeza de turco a la que se querrá hacer pagar, llegado el momento, las culpas de todo el desaguisado. Desde estas páginas no me cansaré de afirmar que los sabios no son los culpables, son más bien víctimas, como nosotros. Salvo excepciones que confirman la regla, no son ellos los grandes beneficiados de la operación, sino que conforman la legión de trabajadores que se extinguirá, absolutamente necesarios pero prescindibles a largo plazo, en el caso de que el PIB alcance en su totalidad a ser un beneficio reproducido por monopolio.

En torno al monopolio sobre la licencia de materialización del saber, se generarán enormes grupos de poder que se harán con todo los mecanismos existentes orientados, o susceptibles de serlo, al desarrollo de nuevos conocimientos. Sobre el monopolio del saber se construye el monopolio de los medios de generación de saber. Es decir, no sólo se han asegurado la propiedad del conocimiento y de los bienes de producción de conocimientos, sino que en la misma fase de desarrollo del nuevo modo de producción han erigido también el monopolio sobre esos medios. Si no fuese posible esta tercera maniobra no habría un interés tan brutal por imponer la propiedad intelectual. Y no hablamos de suposiciones. Ya hoy en día "la conexión más fuerte de la ciencia y la tecnología, la que da forma y orden al desarrollo tecnológico panorámico, se concentra en unas cuantas docenas de centros de investigación".

Los datos hablan por sí solos: en Estados Unidos durante el año 2000, por ejemplo, se generaron 38 billones de dólares en regalías. Los únicos que trabajaron fueron los sabios pero fueron los simonitas –ahora los autores- quienes obtuvieron beneficios gracias a su patente. Me imagino que alcanzar cotas totales será imposible porque la sociedad saltará por los aires mucho antes de que suceda. Que conste que no pretendo ser tremendista, máxime cuando de lo que tratamos es de evitar que se llegue a esa tensión a la que la sociedad se verá abocada mientras se nos obligue a respetar esa dudosa forma de propiedad, pero las prerrogativas de tales fueros crecen, se desarrollan, avanzan imparables. La tendencia es justo la contraria de la que se precisa.

Sí, las clases trabajadoras ya no son necesarias, parece evidente que no pueden ganarse el sustento, pero para los simonitas esta cuestión no reviste importancia alguna: si lo obreros no son necesarios, mejor que desaparezcan. Ahora bien, ¿cómo podrán consumir los productos propios de esta sociedad de la información? ¿Cómo podrán seguir consumiendo conocimientos reificados si no pueden trabajar? ¿Cómo se espera que funcione el mercado del saber si la mayoría de los consumidores no tiene posibilidad alguna de ganarse el sustento en ese mismo mercado emergente? Los liberales no van más allá de su propio interés y a muy corto plazo, pero estas leyes también traerán su ruina, empezando por la pequeña burguesía, que ya agoniza, y acabando a la larga con los más poderosos. También esto es cuestión de tiempo.

De principio nos encontramos con que "un número significativo de personas que están siendo excluidas del acceso al empleo fijo, están cayendo en la criminalidad. Se podría decir que algunas de ellas no tienen otra alternativa. Las personas a las que no se les necesita en la era de la información no desaparecen: siguen ahí". Pero tal y como vaticinó Marx, no deja de ser cierto que "la Economía Política no conoce al trabajador parado, (…) son figuras que no existen para ella, (…) son fantasmas que quedan fuera de su reino. Por eso para ella las necesidades del trabajador se reducen solamente a la necesidad de mantenerlo durante el trabajo de manera que no se extinga la raza de los trabajadores". Por esta sombría razón la restauración de las asimetrías en la sociedad traerá la necesidad del uso de la coacción e incluso de la fuerza real para mantener el orden; entonces, paradójicamente, la ruptura del contrato de Rousseau traerá consigo la restauración del contrato de Hobbes. En este sentido la realidad se hará coincidir con el modelo liberal, pero también con la idea marxista de la realidad liberal: cuando una existe, existe la otra, ambas se actualizan mutuamente.

Como he apuntado, no son pocos los sociólogos que afirman que el objetivo del pleno empleo se encuentra cada día más lejos. Pero, y no deja de sorprendernos, se quedan sin aportar nada más, pues no aciertan, a mi entender, con una de las razones de peso de que cada año sean necesarios menos y menos trabajadores. Es prudente pensar que ante la evidencia de los argumentos aquí presentados nos queden dos opciones:

A/ Abolir la propiedad intelectual y sustituirla por unas rentas del trabajo intelectual que trataré de definir más adelante.

B/ No siendo necesarios los obreros, en lugar de contemplar su muerte por inanición, cabe otorgarles en la práctica el derecho de sustento al serles negado el del trabajo que produce su sustento. Propongo la paradoja de las paradojas: si no somos útiles produciendo, seremos útiles consumiendo en la sociedad de la información, aquella en que el hombre se libera de la necesidad de trabajar y dedica todo su tiempo a cultivar su espíritu –por más que no sepamos bien con que riqueza espiritual podremos afrontar tal consumo ni con que objeto querremos saber nada–, mientras contemplamos cómo la propiedad intelectual reproduce los beneficios de las nuevas élites. Si la República les quita un derecho, la misma debe compensar a sus ciudadanos con otro que en justicia lo sustituya.

El trabajo de los hombres será así el consumir de forma ordenada, exigente y racional para no desvirtuar el mercado de los nuevos señores feudales del conocimiento. Y de esta manera, felices en nuestra ignorancia, podremos dormir tranquilamente dos mil años hasta que llegue un nuevo Renacimiento.

Algunas notas sobre la producción industrial en la economía simonita

Analicemos ahora el problema desde otro punto de vista, partiendo de nuevo de un texto de Pierre Lévy, para quien "el conocimiento humano deviene el principal factor de producción de riquezas, mientras que los servicios e informaciones que engendra, tiende a convertirse en los bienes esenciales cambiados en el mercado". "Continuamos y se continuará siempre", añade, "vendiendo y comprando objetos materiales". Esto sería estrictamente cierto si no existiese la propiedad intelectual. Aceptar que el conocimiento humano deviene el principal factor de producción de riquezas, teniendo en cuenta la existencia de la propiedad intelectual como institución, supone obviar la consustancialidad del hombre y del saber.

El saber no es sino en el hombre y el hombre no es sino en el saber. Aceptar la independencia de uno es someter a la muerte al otro. La cuestión estriba en que, asumida la propiedad intelectual, se acepta la independencia del saber, pues en un ambiente monopolista el saber como objeto de la propiedad intelectual produce beneficios con independencia del hombre, tal y como ya se ha explicado, anulándose la competencia en donde se debía dar: en los bienes esenciales cambiados en el mercado.

A partir de este momento resulta arriesgado afirmar que se continuará siempre vendiendo y comprando objetos materiales en términos absolutos. Desde luego dejará de constituir el primer objetivo, pero hacerlo, producir y vender objetos materiales, será muy poco apetecible ante cualquier oportunidad de patentar un saber. Y si se continúa produciendo y vendiendo objetos materiales se procurará que sea siempre en régimen de monopolio.

También nos dice Lévy que en lo que él denomina capitalismo informacional "la materia se sobrecarga de información. Las cosas son acumuladores de conocimientos". Dos cuestiones, en la primera, como vemos, Lévy oficializa la reificación del conocimiento sin pestañear; en la segunda, si nos colocamos cabeza abajo con su misma alegría podríamos afirmar que Lévy no nos dice nada nuevo, siempre ha sido así: lo que ocurre es que el conocimiento que acumulan las cosas gana importancia en ese capitalismo informacional precisamente en la medida en que la propiedad intelectual posibilita la reproducción de beneficio a partir de la utilidad de ese conocimiento: el saber que acumulan las cosas se hace ahora más evidente, sobre todo para quién paga infinitas veces. Lo importante, en conclusión, no es que la materia se sobrecargue de conocimiento, sino que el conocimiento se carga de poder por ser, gracias a la propiedad intelectual, la materia prima de la nueva industria simonita, quedando anulado el saber hacer.

A esta industria no le interesa el enriquecimiento de la sociedad gracias a las ideas, sino la rarefacción de éstas por cualquier vía e incluso la eliminación o congelación de aquellas que puedan competir con los precios monopolísticos fijados por los simonitas. En resumen, al simonita le interesará adquirir patentes de otros conocimientos susceptibles de competir con las suyas desde soluciones diferentes pero análogas, no para lanzarlas al mercado en pro del enriquecimiento de la sociedad, sino para mantener la propia rareza de su conocimiento y ocultar los nuevos saberes bajo una maraña de leyes. (¿Qué ocurre cuando un simonita detecta que alguien puede superar su patente? Lo primero será amenazar al posible competidor con enterrarlo bajo una montaña de demandas, procesos judiciales enormemente costosos y reclamaciones millonarias.

Si amenazas y demandas no surten efecto intentará hacerse con la patente del nuevo conocimiento, pero no para materializarlo inmediatamente sino para esconderlo y sostener su primer monopolio. Un ritmo de sustitución demasiado rápido perjudica al simonita, pues necesita exprimir al máximo la productividad de cada una de sus patentes. La rarificación del saber es la vía preferida por el simonita para obtener beneficios sin trabajar, pero, ¿podrá asumir la humanidad tal desperdicio?) Como vemos, la importancia del objeto nacido de la idea no detenta un valor significativamente singular en la economía del conocimiento si lo comparamos con ese mismo objeto físico de la economía capitalista tradicional.

Supuestamente las variaciones impuestas en el sistema no influyen directamente sobre el objeto concreto, sino sobre la idea y ésta a su vez en la concreción material que, como ya he dicho, es lo que importa. Lo cierto es que en la economía de la información lo tangible pierde importancia desde el momento en que se ha anulado la competencia de los saberes. Y esto es así porque no pudiendo, unos y otros, materializar un saber en igualdad de condiciones, se anula la competencia más apetecible, que no es la producida cuando unos saben más a costa de que otros no sepan o no puedan trabajar con esos conocimientos, sino aquella en la que todos los que acuden al mercado lo hacen con los mayores conocimientos posibles y con total libertad para ejecutar su cristalización.

En este sentido todo saber patentado es información privilegiada, tal y como la define el diccionario de la RAE, "la que, por referirse a hechos o circunstancias que otros desconocen, puede generar ventajas a quien dispone de ella". Y no saber, o no poder materializar por ley ese saber, devenga los mismos réditos en la práctica. Como ya quedó establecido, una cosa es saber y otra saber hacer. Unos sabrán hacer mejor, pero no podrán hacer mejor, no porque carezcan de capacidades, sino porque sobre el saber pesa una patente imprescindible para trabajar.

De esta manera, por ejemplo, si dos personas saben una cosa, y una de ellas se acerca a la oficina de patentes, sólo ella e convierte oficialmente en dueña de ese conocimiento. La sociedad se perderá, por tanto, el producto del saber hacer de la otra persona. Sólo sumando los efectos acumulados durante años por los cientos de miles de patentes que existen –y existirán– nos podemos hacer una idea aproximada de las perdidas que afronta la sociedad. Y aquí nos encontramos ya en el principio del aserto: en el actual estado de las cosas el pretendido propietario del saber elimina la competencia también en el objeto material con su veto a compartir la patente.

En este sentido también el objeto material del trabajo del hombre se vuelve contra él con mayor violencia, pues no sólo el conocimiento se independiza, obteniendo un beneficio, sino que sin competencia también se hace innecesario el trabajo del hombre en la cuestión material en proporción a las prerrogativas de la patente. ¿Qué razón podemos aducir a una empresa que fabrica en exclusiva un producto material para que mejore su presentación, garantías, la calidad de los materiales, el servicio de asistencia técnica? ¿Acaso no detenta un monopolio erigido desde la propiedad del saber? Si la patente certifica, sin más, que él es el mejor en lo suyo, obviando las capacidades del resto, ¿para qué mejorar? Si no hay nadie que pueda competir, ¿para qué aumentar la producción añadiendo trabajo, entrenamiento y capacitación, capital o mejoras tecnológicas y abaratar el precio de venta si con cuotas menores de mercado se alcanza el mismo beneficio con menor esfuerzo y riesgo? ¿Para qué contratar más personal? ¿Para qué, pues, competir sin competencia? ¿Para qué trabajar? En un mercado así no tiene sentido mejorar mientras sólo uno detente el monopolio gracias a la propiedad intelectual. Nada nos indica, sin embargo, que sea el más capacitado para materializar ese conocimiento, ni que, aún siéndolo, tenga voluntad alguna de llevarlo a la práctica. La diferencia entre pagar con o sin competencia se la lleva el monopolista a cambio de su ineficiencia. También se llama incompetencia. Por tanto, concluyo que la patente también es enemiga del hombre desde el objeto material. El trabajo pierde inexorablemente importancia en los mercados, el objeto material se revuelve con redoblada fuerza contra el trabajador, excluyéndolo de la sociedad, devorándolo desde su misma necesidad, ocupando su lugar en la economía como generador de beneficio…

Fundamento y definición de Las Rentas del Trabajo Intelectual

"La alegría de contemplar y conocer es el regalo más hermoso de la Naturaleza"

Albert Einstein

Los simonitas, al otorgar la propiedad exclusiva sobre el alma de los hombres e impedir así la materialización del saber, imposibilitan que el trabajador se relacione libremente con el mundo, anulan su fuerza de trabajo, hasta tal punto que el obrero nada tiene que vender para vivir, pues su fuerza de trabajo, como poder de actuar en el mundo, es fruto del saber hacer de cada uno. Si ningún valor guarda lo que sea capaz de hacer, ¿cuál es el valor de su trabajo?

Pero, y por otro lado, si el trabajador del saber carece de la oportunidad de cobrar su trabajo, ¿cuál es el valor de su trabajo? (Aquí recuperamos el hilo del capítulo titulado "Metafísica y propiedad intelectual"). La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama en su artículo 27/2 que "toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora". Y a la par que la Declaración reconoce tales derechos, en su artículo 27/1 reconoce que: "Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten".

Argumentamos que ponerle vallas al conocimiento es poner freno y cota al desarrollo natural del ser humano y aminorar las posibilidades de progreso y bienestar universal pero por otro decimos que si no recompensamos el trabajo del sabio nadie podría trabajar desarrollando conocimientos. La apariencia indica que existe un conflicto natural de intereses entre los sabios y el resto de la humanidad, pero tal conflicto tiene muy poco de natural y ha sido construido por los simonitas para su solo beneficio. El conflicto natural se produce entre los simonitas, que anhelan enriquecerse fácilmente mediante monopolios y el resto de la sociedad que trabaja de sol a sol en dura competencia. Es necesario encontrar y recuperar los derechos que reunían a los que fueron divididos por la propiedad intelectual.

Hasta el momento sólo he sugerido el contenido del concepto de Rentas del Trabajo Intelectual; procede ahora exponerlo en toda su extensión. Comenzaré por enumerar los fundamentos de tal institución: en primer lugar, en reconocer el derecho a que cada cual sea dueño de la sustancia que compone su propio espíritu: cada ser humano es señor de las ideas que sea capaz de desarrollar o aprender.

En segundo lugar, se fundamenta en contemplar esos otros dos derechos que insistentemente reclamo como insoslayables y que son, con el anterior principio, el núcleo argumentativo del presente ensayo: el derecho de aprender cuanto uno quiera por el medio que prefiera con la sola limitación de su voluntad y capacidad, y el derecho a ganarse la vida trabajando de acuerdo con lo aprendido. Se instituye así, sobre estos tres pilares, la República del Saber, en la cual quedan igualados los seres humanos ante la propiedad universal del conocimiento.

De tal derecho nace la obligación de comunicar a la sociedad todo cuanto conocimiento seamos capaces de desarrollar. Por otro lado, la República debe a todo ser humano una recompensa material y espiritual no por las ideas sino por el esfuerzo y el trabajo que suponga desarrollarlas. Afirmo, por tanto, que el hombre debe ser propietario exclusivo de su obra material, pero no de su obra espiritual si tal derecho se enuncia como el poder de impedir al resto que expresen tal idea como mejor puedan, pero también afirmo que los sabios son propietarios de su conciencia tanto como el resto de los seres humanos. Sólo así, la República del Saber protege a todos por igual. (El argumento utilitarista, dónde se deseaba apoyar la propiedad privada sobre las ideas, se desvanece: sólo era razonable contraponiéndolo al absurdo de negar toda recompensa a los sabios. "La teoría del Utilitarismo se basa en la suposición de que dichos creadores no invertirían el tiempo o capital necesarios para producir dichos productos, si otros pudiesen copiarlos con impunidad."Pero, ¿quién propone negarles su merecida recompensa? ¿Por qué ese empeño en contraponer la propiedad privada a la nada? A primera vista parece sencillo: porque es la única forma de que se sostenga. Cualquier alternativa evidencia la debilidad de un utilitarismo construido a posteriori como discurso de legitimación de hechos consumados. La propiedad intelectual era una oportunidad única de enriquecerse fácilmente y había que justificarla por cualquier medio. Pero el argumento utilitarista acaba de morir ahogado en su propia trivialidad. Ya pertenece al pasado.)

Explicado su fundamento, y aclarando que lo que intentamos es determinar cuáles son, en nuestra razón, esos "intereses morales y materiales que le correspondan" a los sabios, nos preguntamos ¿qué son en sí las rentas del trabajo intelectual? Éstas equivalen, en esencia, a las rentas del trabajo de cualquier otra categoría de trabajador. ¿Es posible en una economía de mercado pagar unas rentas del trabajo a los sabios? Desde luego: actualmente los simonitas pagan al obrero intelectual unas rentas de trabajo finitas, nada hay de particular en ello, pero en contrapartida se apropian del conocimiento que ya reificado será mercancía en los nuevos mercados monopolísticos creados por las LPI. Anulemos, por tanto, la segunda premisa. ¿Qué nos queda? Las rentas del trabajo serán siempre rentas y continuarán siendo finitas; no se otorga, por tanto, la propiedad privada sobre el conocimiento a nadie y en ningún momento.

La empresa se hace dueña del producto material que sus obreros generan, pero no de sus ideas, que ni son mercancía ni atañen al mercado, pero sí el trabajo. La empresa, por tanto, tendrá el derecho y la obligación de trasladar esas cuantías a la sociedad, que es, al fin y al cabo, quien debe asumirlas. Si argumentamos que la sociedad es la propietaria de todo conocimiento, es evidente que debe asumir en su integridad la cuantía que supongan las Rentas del Trabajo Intelectual. Cualquiera podrá materializar el saber reinterpretándolo como quiera y sólo habrá que satisfacer esas rentas, recuperándose, en el acto, la competencia desde el saber hacer que elimina las ineficiencias del sistema monopolístico.

Nadie podrá oponerse a que otros expresen sus ideas, pues ese sus es universal. Las rentas del trabajo intelectual son en concepto de servicios prestados a la humanidad, intraducibles a la propiedad de la obra, como cualquier otro servicio que los profesionales realizan en la vida cotidiana. ¿Alguien propondría que la salud restituida de un paciente pertenece al médico?, ¿la seguridad al policía?, ¿el movimiento al transportista? Estos bienes, fruto del trabajo, la obra en sí, no pertenecen a su creador, sus servicios no se traducen en un derecho de propiedad privada sobre la obra, por su naturaleza son intraducibles, como las ideas, pero tales servicios sí producen unas rentas del trabajo, como los servicios de los sabios.

La obligación de satisfacer las rentas del trabajo intelectual no constituye una minoración de la libertad de expresión del hombre sino el punto de equilibrio dónde los trabajadores intelectuales y no intelectuales son protegidos por una misma convención: la libertad será la misma para unos que para otros. Aparte del problema de la posesión de nuestro propio espíritu, si yo no satisfago esas rentas suspendo la fuerza de trabajo del intelectual y lo condeno a la muerte. Si le concedemos al intelectual el poder de impedir que yo exprese todo cuanto sé, será mi fuerza de trabajo la que queda suspendida. No existe minoración sino definición de legitimidad. Estos son los fundamentos de mi propuesta.

 

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