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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 2)


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Conocimiento, tradición y simonismo

Desde que el hombre es hombre incluso el más mísero de entre todos ellos detentaba la libertad de saber sin más límite que su propia voluntad, las capacidades que la naturaleza le otorgase y la educación que por suerte tuviera. Incluso en una sociedad carente de res pública formal, tradicionalmente el conocimiento se comparte y pertenece por derecho a todos y cada uno de los componentes de la sociedad, por tanto, el más pobre tiene tanto en el ámbito del saber como el que posee muchas cosas materiales, así la res publica siempre fue y debe ser, al menos, conocimiento. Se han dado casos en algunas sociedades humanas en que alguno de sus miembros han ocultado conocimientos a sus congéneres, pero ha sido siempre con la intención de dominarlos y someterlos para sacar provecho particular de ello: es el caso de los chamanes, dictadores, curas, y ahora, los simonitas.

En términos generales los liberales negarán que el hombre haya compartido históricamente el saber y, justo al contrario de lo que digo, afirmarán que en los casos en que el saber ha circulado libremente ha sido en perjuicio de los intereses de los autores y al fin de toda la humanidad. Sin duda nos sacarán a relucir, a falta de cosa mejor, algunos preceptos y leyes harto manoseadas como el Statute of Anne, como si aquella ley perteneciera a la prehistoria y sirviera como garantía consuetudinaria. Desde luego juzgo osado presentar como pedegree absoluto de estas leyes la interpretación interesada de un título, (que además más tiene que ver con los intereses recaudatorios del Estado y la censura religiosa que con la defensa de los derechos de los autores) que no pasa de ser mera curiosidad para incluir en un juego de TrivialÒ .

Las breves y casi escuetas enumeraciones sobre leyes que supuestamente protegían a los autores y que sistemáticamente nos hacen sufrir en los manuales de propiedad intelectual más que demostrar su rancio abolengo son exposición de su bastardía y más les valdría, por evitarnos la vergüenza ajena, el obviarlas. Lo cierto es que incluso desde su relectura de la historia poco pueden encontrar que no sea anecdótico más lejos del siglo XIX. Es en este siglo donde aparecen, -y como digo, sólo en Occidente- leyes sobre propiedad intelectual propiamente dicha y registros de patentes. Es decir, que se otorga el saber en propiedad excluyente con el supuesto objetivo de proteger la idea del autor.

Con algo más de cien años de historia no podemos decir que exista un interés secular de los autores y científicos por impedir la copia de sus manuscritos o la expresión material de sus ideas, y menos para que el Estado legislara en tal sentido: al autor le ha interesado la búsqueda de la verdad y la divulgación de tal verdad por encima de cualquier otra consideración; cuestión que por más que se la expliquemos a un burgués no conseguirá comprender jamás. Tradicionalmente, el avance cultural del hombre se ha producido sobre este interés y no sobre intereses materiales.

Después de catapultar hacia nuestras posiciones su recurrido Statute of Anne y otros proyectiles de tan difuso calibre consuetudinario, y cerciorarse que ni siquiera son capaces de alcanzar nuestra fachada argumentativa, probarán con una especulación algo más seria, la utilitarista: los autores deben ser protegidos, pues sus derechos como trabajadores no son respetados si no existe la propiedad intelectual. Les debemos preguntar: ¿La protección de los autores, como trabajadores, se puede efectuar de otra forma más justa que la propuesta por los liberales como adjudicación de una supuesta propiedad exclusiva del saber desarrollado? No deja de parecerme curioso que sean estos hombres amantes de la libertad absoluta del mercado de súbito se tornen tan pródigos con los trabajadores científicos, artistas y similares postulando monopolios interminables. Tal proceder, desprendido incluso, provoca una razonable desconfianza llegando de quien llega. ¿Por qué legislar para que el desarrollo de un saber sea premiado con un monopolio de tal suerte que además suponga la conservación íntegra de la propiedad y del derecho exclusivo de materialización de ese saber que nos permita dejar de trabajar en medida proporcional a la dimensión de la prerrogativa? ¿Por la sencilla razón de que necesitamos premiar al sabio y se nos ha ocurrido tal fórmula, y porque tal fórmula se puede llevar a la práctica de forma tan sencilla como irreflexiva? ¿No existe alternativa? ¿La propiedad sobre el alma o nada? Pues sí, plantearla como única solución universal es la razón que sostiene tales derechos. Cualquier alternativa viable la desarma.

Debemos soñar una sociedad donde el valor del objeto del conocimiento no resida en la imposibilidad de que nadie pueda imitar con el mismo saber el objeto, es decir, un valor monopolístico material, sino en el saber hacer y la vitalidad que cada individuo sea capaz de transmitir al objeto, objeto que debe ser juzgado desde un criterio de uso y no de beneficio, justo lo contrario a lo que ocurre ahora tal y como nos aseguraba Marx y nos recordaba Albert Einstein,: "La producción (capitalista) está orientada hacia el beneficio, no hacia el uso." La propuesta fundamentada en el valor de uso nos asegura que la venerada liberal-competencia de los mercados se produzca entre hombres libres de saber y que la virtud de querer saber, la habilidad, la experiencia y el interés de alcanzar la perfección en cada una de las ocasiones sea la garantía de la felicidad y no la eliminación de la posible competencia que haga innecesarios mayores esfuerzos. No se trata de subsistir por el beneficio que me aporta el que tú no puedas cantar mi canción sino por el beneficio que obtengo cada vez que la canto mejor que tú. Entonces, compiten de nuevo los hombres en igualdad de condiciones lo que obliga a desarrollar las habilidades individuales y a ejecutar con suma perfección cada uno de los objetos o servicios que producimos. El trabajo recupera su valor como herramienta que dignifica al ser humano: sería un trabajo que lejos de alienar nos engrandecería como personas, pues cada uno materializa el saber como le venga en gana y de acuerdo a sus capacidades naturales, sus capacidades adquiridas, su actitud, etc. Se recupera la cotidianidad de la creación hija del trabajo ya que nos podemos apoyar en todo lo conocido para crear cosas, servicios y conocimientos nuevos. (Y fíjense que hablo como si fuera liberal.)

Este tipo de competencia sería más enriquecedora para la sociedad y para cada uno de los seres que la componen ya que la competencia se producirá desde la libertad del espíritu. El enemigo es creado por el mercado para que el propio mercado funcione en su brutal asignación de unos beneficios que se hacen menores para el conjunto de la sociedad, amen de las indiscutibles y enormes perdidas que se producen en tal proceso de distribución de la licencias de utilidad. En la situación que propondré no será necesaria la figura de la propiedad intelectual; según esta propuesta, que iré perfilando poco a poco, los hombres podrían vivir de su trabajo sin ser necesario expropiar a nadie de su derecho a saber y de su libertad de materializar lo que sepa como mejor pueda de acuerdo a su saber hacer. Los inalienables derechos del trabajador intelectual deben ser respetados, sin duda, pero nada nos indica que el camino adecuado sea el de expropiar al resto de los hombres de la sustancia de su espíritu ni negarles la utilidad de esa sustancia.

Y un inciso, teniendo en cuenta la importancia que detentan en nuestra sociedad debo hacer referencia especial a los productos industriales de consumo: esos que van unidos a un saber patentado, -supuesta propiedad sobre lo abstracto que automáticamente supone monopolio sobre lo tangible-. Podemos asegurar que con estas leyes se intenta prestarles el carácter de inimitables a obras que de tan vulgares cualquiera que disponga de capital y saber hacer suficientes puede reproducirlas. Sólo lo impide una Ley. El hombre no aporta valor distintivo alguno al objeto particular. Es la máquina y el hombre laminado que repetitivamente moldea una realidad que toma valor por ley, a fuerza de ley, pues situado el objeto en el mercado liberal en libre competencia, en sí mismo, valdría mucho menos. Así, la inmensa mayoría de las plusvalías le son otorgadas por Ley y se llaman plusvalías monopolísticas. Ya sé que gracias al conocimiento -y no a la propiedad intelectual- podemos llevar un reloj de pulsera muchos de nosotros, pero mi intención no es que se dejen de fabricar relojes en línea sino que se pague por ellos exactamente lo que valen como objetos con número de serie, pues lo que es un absurdo es que lo sean y nos sean cobrados como objetos únicos, irrepetibles, y todo porque una ley otorga al que desarrolla un conocimiento noventa años y un día de monopolio sobre su expresión material. Lo paradójico es que tales propuestas vengan embutidas en un traje de sastre confeccionado artesanalmente a su gusto y medida. Un simonita y su traje único como expresión sui generis que una persona ha sabido concretar desde el conocimiento universal: así les gusta. Y no se encuentran tan equivocados en esto, sino porque persiguiéndolo ellos se lo niegan a los demás.

Quizá la solución resida no en la posesión de bienes sino en su disfrute, en la capacidad humana de disfrutar los bienes: en ese caso sobre todo sería valorada la calidad humana del objeto antes que la cantidad y por supuesto la posibilidad de que esto bienes nos sean útiles. (Como hemos podido comprobar la propiedad intelectual produce justamente lo contrario a lo que el sentido común aconseja, yendo al punto en que la utilidad de una riqueza existente es anulada para que el comercio de licencias de esa misma utilidad, ya rarificada, genere beneficios en el mercado.) Esto limitaría la necesidad porque lo útil tiene un límite próximo; sin embargo la necesidad de poseer en exclusiva no. Un objeto fabricado por un artesano detenta un valor porque a fuerza de crearlo deja una parte de sí mismo sobre el objeto, -es aquella expresión material de un saber hija de su saber hacer-, ese valor humano barniza lo material y las personas lo aprecian y deja de ser una cosa cualquiera para ser el objeto concreto distinto de cualquier otro del universo que se adapta exactamente a mis necesidades. En este punto creo conveniente preguntar: ¿Acaso no es posible que la alternativa a la sociedad orientada al acaparamiento de riqueza a través del intercambio infinito que ancla al hombre en lo material sea otra sociedad orientada al uso que libere al hombre de lo material? Esta propuesta de recuperar la obra del hombre como valor singular será recogida con cierta desconfianza por los liberales, -¿de vuelta a los gremios?- dirán, pero no tiene nada que ver con esto y ellos lo saben y yo adelanto que sé que lo saben: se trata de que cada hombre compita con su saber hacer. Que cada uno sea libre de trabajar como mejor sepa. ¿Esta propuesta no es netamente liberal tanto como socialista?

Pero los simonitas, encarnados en fuerzas económicas apoyadas por Instituciones estatales y supranacionales, desean alterar las normas establecidas secularmente en la sociedad para dirigir en su propio beneficio un muy limitado derecho de expresión de los conocimientos marchando sobre las bases del sistema de mercado capitalista. Esta alteración, tal y como sostengo, persigue el provecho de unos pocos. Pero, ¿podemos realmente identificar algunos de esos agentes sociales? ¿Quiénes son y qué esperan obtener concretamente de toda esta revolución?

Anthony Wayne, Secretario de Estado adjunto para Asuntos Económicos y Comerciales de EEUU, declaró el 23 de abril de 2002 ante la Comisión de Asignaciones de la Cámara de Representantes de Estados Unidos que "La protección de los derechos de propiedad intelectual es esencial para el éxito económico permanente de Estados Unidos. Una creciente cantidad de socios comerciales de Estados Unidos" añadió, "comienza a comprender que su crecimiento y desarrollo futuro dependen de una participación activa en la economía mundial basada en los conocimientos. Y esta participación es difícilmente posible sin la adecuada protección de los derechos de propiedad intelectual."

Estas fuerzas tienen claro que existe una diferencia entre la economía tradicional basada en productos y servicios concretos y la nueva basada en los conocimientos que se desea imponer. La economía del siglo XXI no se quiere fundamentar en un mercado donde se comercie con la propiedad de productos tangibles o en la prestación de servicios concretos necesitados de fuerza de trabajo o bien en la aportación de mayores fuerzas inversoras para aumentar la producción. E insitos en que "no se quiere" porque se modifica activamente el mercado tradicional y se propone una nueva economía, una nueva forma de relacionarse en los mercados donde el conocimiento tendrá un papel central no como factor de producción inseparable del saber hacer de cada ser humano sino como producto en sí. La sociedad de la información "basa su actividad en la consideración de la información como un bien con valor económicamente evaluable, susceptible de constituir objeto de negocios". Ya lo advertía en ese mismo sentido el dr. Kamil Idris, Director general de la Organización Mundial de la Propiedad intelectual, cuando afirmaba que "las actividades que llevó a cabo la Organización durante el año 2000, reflejan los importantes cambios que ha supuesto la nueva economía del siglo XXI, una economía basada en los conocimientos." En la Ley 43/1994 de la legislación española, donde se incorporó la Directiva 92/100 de la CEE referente a los derechos de autor, se dice a modo de exposición de motivos que "el desarrollo económico y cultural de los países depende hoy, en gran parte, de la protección que se otorgue por el ordenamiento jurídico a las obras literarias, artísticas o científicas a través de los derechos de propiedad intelectual."

El saber público se transmuta en saber privado y a él se accede previo paso por caja, quien tenga la suerte de disponer de recursos suficientes. La revolución simonita es, como afirmo, esencialmente mercantil pero producirá una revolución social sin precedentes. A esta nueva sociedad sería más correcto denominarla valga la crudeza, "sociedad del desconocimiento" o "de la ignorancia", hija de las fuerzas imbéciles del mercado, tal y como las conocía Pierre Bourdieau, pues vistas las crecientes trabas a la circulación y libre materialización del conocimiento existente, la forma positiva se me antoja grotesca.

Dos cuestiones: primera, el mundo debe tomarse muy en serio las palabras de Anthony Wayne. Para subirse al tren del crecimiento económico y seguir el rumbo marcado por EEUU es imprescindible aceptar las reglas del nuevo juego económico o, de lo contrario, quedarse fuera, algo que, sin embargo, resulta imposible desde el momento en que las políticas emprendidas por EEUU son extremadamente agresivas; no se limitan a aconsejar el acatamiento de la propiedad intelectual, sino que dejan a los Estados la libertad de elegir entre respetarla o sufrir variadas sanciones económicas.

De la misma forma se desea imponer mediante la coacción la observancia de los contenidos normativos de tal institución a todos los ciudadanos residan donde residan: todos sufrimos la violencia del "gran hermano" de los programas informáticos, las injuriosas advertencias del comisario político que nos ofende en nuestro propio hogar al comenzar cualquier película, la continua agresión desde los medios de comunicación de masas conceptuando de piratas a quienes osen prestar un cd de música o un videojuego. Sentimos terror al expresarnos por si la idea expresada ya es propiedad de alguien. La coacción y la brutalidad legal son evidentes para cualquier ciudadano.

En segundo lugar, se pone demasiado énfasis no en defender el derecho del autor, sino más bien el derecho de propiedad intelectual, es decir, que si bien el fundamento primero que se esgrime es la protección del autor, lo que realmente se desea es proteger los intereses económicos de los propietarios del conocimiento. Como nos dice Hervé Le Crosnier, "El público crédulo cree defender a Flaubert o al cantante desconocido, pero se ve embarcado en el intento de "financiarizar" la cultura emprendida por Microsoft, Elsevier, Vivendi Universal y compañía". En este sentido la propiedad intelectual genera una nueva realidad para el ser humano. Se desea un nuevo derecho donde sustentar una nueva economía que posibilite un desarrollo económico nuevo, artificial y, como veremos, injusto con aquellos que no participan de estas actividades intelectuales, artísticas o científicas, o que sencillamente no poseen propiedad sobre saber alguno patentable e incluso con los trabajadores del saber, pues éstos serán expropiados de sus ideas a cambio de un salario tradicional. "En la actual economía de los conocimientos, los activos de propiedad intelectual son la divisa más fuerte", nos dice Idris, y Pierre Lévy sentencia: "las empresas de la llamada “nueva economía'' obtienen la mayoría de sus rentas de servicios intelectuales, copyrights, licencias y patentes". Sólo debemos esperar a que el porcentaje de producto bruto de estas empresas sobre el total mundial se vaya incrementando para que podamos contemplar el alcance de lo que digo. Pero no lo olvidemos, mientras tanto, ellos van consiguiendo lo que quieren: hacer de las ideas fundamento de sus monopolios.

La resistance

En el siglo XXI se producirán importantes conflictos entre el liberalismo, que defiende la posibilidad de que el saber sea propiedad particular -la propiedad intelectual-, y el socialismo que, tomando paulatinamente posiciones al respecto, negará tal posibilidad y defenderá la propiedad universal del saber a la par que reconocerá el derecho de los sabios a cobrar por su trabajo. No obstante, los liberales llevan ventaja: su fórmula fundamentada en otorgar la supuesta propiedad sobre el saber como compensación a quien lo desarrolla, a pesar de su novedad, se encuentra bastante extendida como norma positiva en los países occidentales.

Tal extensión se sitúa muy por delante de su aceptación pública pero es indudable que la maquinaría mediática liberal trabaja sin descanso para legitimar la nueva propiedad privada y para que la ciudadanía la adopte como cierta. Mientras, el socialismo se mira el ombligo incapaz de reconocer su importante papel en esta controversia, sin acertar con una propuesta alternativa. Por eso, en principio, después de sopesar la posibilidad de evitar el definirme, he decidido hacer justo lo contrario y así lo he dicho: alguien tiene que dar el primer paso. No se trata de excitar una nueva polémica sino de declarar la que de facto ya existe.

El objeto de este ensayo es, entre otros, inducir la unificación de la resistance bajo un criterio universal que sin duda encaja en el eje derechas-izquierdas. (Por más que Richard Stallman, prudentemente, niegue el color de estas leyes con la sana intención de no provocar reacciones preencuadradas en su contra, color tienen, y todos sabemos cual.)

El movimiento actual se encuentra dividido, cada cual protestando éste o aquél artículo de la Ley, pero sin conexión alguna entre ellos, provocando su propia disipación a falta de un ideario claro, conciso y contundente. No es la patente sobre el software, el derecho de encriptación del código de los programas, el canon por copia privada o el canon de los CD,s lo que provoca en sí el movimiento, sino el motivo de su desmembramiento. Todos se indignan ante un tipo de injusticia que permanece latente, y llegado el momento, cada cual se centra en aquella parcela que más le afecta, sin alzar la vista, analizar el panorama general y comprender que sólo existe un camino: luchar juntos para derogar, desde el primero hasta el último, los derechos de propiedad intelectual. Los pocos que con un mínimo de organización se dirigen explícitamente contra ella caen en un error que, por ende, perjudica a todos los grupos por igual: en primer lugar plantean la suspensión de la propiedad privada sobre las ideas, pero no presentan opción alguna para recompensar el trabajo de los intelectuales. Enorme error. Enfrentarse sin opciones es perder de antemano. La contestación desde la filas simonitas siempre es la misma: si suspendemos la propiedad, ¿cómo van a vivir los sabios?, ¿por qué razón invertirá nadie en desarrollar conocimientos?

En segundo lugar, otros, por ejemplo el movimiento GNU, presentan un frente de batalla más moderado y racional. Si bien comprenden que no se puede dejar sin recompensa al sabio en pro de la libertad creativa y buscan un justo equilibrio entre ambos derechos, lo hacen desde un generalizado y ambiguo reconocimiento del derecho de propiedad sobre las ideas. Aquí se encuentra el error: una vez aceptado tal derecho la batalla está perdida. No es una alternativa al modelo sino una versión del modelo. Si algo consiguen, a parte de algunas manifestaciones prácticas muy loables que deben ser reconocidas, es reforzar los cimientos de la propiedad intelectual. Como aquella tercera vía nos dejan sin aliento, por muy buena voluntad que desplieguen en sus planteamientos. Al fin, estos no son los caminos sino los que se pretenden en este ensayo. Tratamos una cuestión que hunde sus raíces en cosmovisiones sociales y políticas: si las obviamos, hundiendo la cabeza en la tierra como tiene costumbre el avestruz, no encontraremos la solución y sí rompernos el pico contra esas mismas raíces. Frente a un liberalismo que ha evolucionado adaptándose a la sociedad del conocimiento con la intención de obtener el mejor provecho para el capital se debe situar un socialismo moderno, capaz de contestar con ayuda de las cosmovisiones y herramientas que le son propias y frenar la revolución simonita.

Derrotar el simonismo supone re-socializar el conocimiento humano, devolver a sus dueños la propiedad privatizada, recuperar para todos la libertad de aprender, pensar y trabajar desde todo conocimiento que seamos capaces de aprender por cualquier camino y sin más limitación que el respeto a las rentas del trabajo de los sabios. Aquí se recupera el socialismo que nos brinda una nueva base, su base, desde la cual negociar con los liberales. Visto el cariz que toman las cosas, los ciudadanos se situarán según sus principios y preferencias políticas a uno u otro lado pero nadie quedará indiferente al debate político porque todos sufriremos sus resultados.

Por desgracia, creo que los partidos de izquierda tardarán demasiado en reaccionar. Poco o nada esperemos de ellos y, por tanto, tampoco los esperemos a ellos: la premura, como ya he dicho en la introducción, es un elemento importante a tener en cuenta en este caso, y sólo los movimientos sociales disponen de las características necesarias como agentes de cambio para reaccionar con inmediatez.

¿La revolución hermética? Tendencia actual de las Ciencias Sociales

Dentro del ámbito de las Ciencias Sociales –y, en particular, en la Sociología– se ha instituido la tendencia al estudio de las herramientas utilizadas en los procesos informacionales (ya sean herramientas para facilitar su desarrollo, su expresión, o su comunicación); y el olvido de la norma que prescribe la inédita conceptualización del saber como objeto del mercado.

Me viene a la memoria aquel astrónomo anciano que se dolía de la larga distancia a la que se encontraban las estrellas y que alegremente hubiera dado su vida por tenerlas a tan sólo un par de años luz y así poder conocer sus secretos: los sociólogos actuales indagan en las entrañas de la sociedad intentando dilucidar los motivos, las formas y la soluciones de las nuevas asimetrías de la sociedad del conocimiento pasando por alto lo que tienen más cerca y de mayor importancia. Por desgracia, aquel estudioso de la mecánica celeste se murió sin percatarse de que tenía el Sol a tan sólo ocho minutos luz. ¿Nos ocurrirá a nosotros lo mismo? El astro de la propiedad intelectual es tan brillante, tan cercano que nadie repara en él. Ocurren muchas cosas nuevas en la sociedad y se quieren explicar desde el análisis de las herramientas y del estado de la técnica y la tecnología. La mera herramienta se deifica por los sociólogos impelidos así por la misma necesidad de explicación holista a elevar a la categoría de constructores de la rutilante sociedad del conocimiento a un modernísimo montón de cacharros compuestos de hilos, resistencias y transistores. Parece evidente que la técnica se orienta al mercado del saber, pero ¿es ella quién establece ese nuevo mercado? No, es la propiedad intelectual. La técnica, guste o no, no se orienta al tratamiento de todos los conocimientos, sino

sólo de los conocimientos rentables. Si analizamos con detenimiento el panorama social, resulta fácil comprobar que la técnica se encuentra en tercer lugar en el orden de importancia de los elementos que influirán en la conformación de las nuevas relaciones de producción, cuya parrilla de salida formada por los primeros competidores queda ordenada de la siguiente forma:

1º Las regalías otorgadas a la propiedad intelectual. (Nueva forma de producción: la nueva fábrica simonita que genera más o menos beneficios dependiendo de su contenido prescriptivo).

2º El estado del conocimiento cosificado (nueva mercancía para el mercado.)

3º El estado de la técnica y de la tecnología de la información, (herramienta orientada a catalizar todos los procesos que existan empeñados en la comercialización del conocimiento reificado).

El mercado no es nuevo, la técnica y la tecnología de la información tampoco, y ni siquiera es tan impresionante su avance (al fin y al cabo, parece que ha dejado una impronta revolucionaria mucho más profunda el telégrafo, si lo comparamos con el sistema de correo tradicional, que el correo electrónico con el telégrafo, y ya no digamos la imprenta con la impresora láser, la pluma de oca con los tratamientos de textos, etc).

Sin querer desmerecer el peso de estas cuestiones, si existe algo evidentemente nuevo esto es la propiedad intelectual y el resultado que de ella extraemos es que el conocimiento ha sido empaquetado en porciones para su espasmódica instrumentalización mediante una tecnología cautiva. Si nos empeñamos en no calificar como revolucionaria tal institución, deberíamos, entonces, redefinir lo revolucionario. No obstante, y por más que parezca evidente lo que acabo de exponer, hay sociólogos de enorme prestigio –y que han invertido su vida en el estudio de la sociedad de la información a partir de la influencia de la tecnología- que opinan justo lo contrario a lo que yo planteo; Manuel Castell, por ejemplo, afirma: "lo que caracteriza a la revolución actual no es el carácter central del conocimiento y la información, sino la aplicación de ese conocimiento e información a aparatos de generación de conocimiento y procesamiento de la información/comunicación, en un círculo de retroalimentación acumulativo entre innovación y sus usos". En este punto ya no nos parece tan cómico el despiste del sabio astrónomo: lo que caracteriza la revolución actual es, precisamente, el carácter central del conocimiento al convertirse en objeto reificado, en mercancía no ya de aquel intercambio propio del mercado tradicional, sino de la nueva relación que se produce en los mercados simonitas gracias a la propiedad intelectual y que redefine a los actores participantes: el productor, el propietario, el vendedor, el comprador de la mercancía. De todos ellos se conservará la etiqueta para facilitar la asimilación pero las funciones serán bien distintas. En el estudio de la nueva Institución y del nuevo escenario, relaciones y actores que produce se esconde la clave de la sociedad simonita.

Si observamos la modificación tanto de los hábitos y formas de vida cotidiana de las personas como de las formas y relaciones de producción inducidas directamente por el estado de la tecnología, la sociedad de comienzos del siglo XXI, la que acompaña a esa modernización tecnológica, es, en mi opinión, infinitamente más parecida a la del siglo XX que la del XVIII a la del XVII; pero si tenemos en cuenta los siguientes índices dinámicos:

1º.- El progresivo abandono de los mercados tradicionales.

2º.- La imparable ampliación de las regalías otorgadas a la propiedad intelectual.

3º.- El volumen creciente de saber reificado.

4º.- La reorientación de una parte importante de los esfuerzos técnicos para potenciar y perfeccionar las estructuras tecnológicas físicas y los procesos informacionales que sirven como escenario de la nueva relación mercantil.

5º.- La reorientación de casi toda la actividad espiritual de las personas hacia el aparente consumo y producción de saber mercantilizable…

…es inevitable aceptar que nos encontramos, sin duda alguna, en el camino hacia una ruptura realmente profunda con el pasado reciente. En suma, la revolución teconológica no es tan importante como queremos imaginar. Al fin y al cabo, supone un mero adelanto tecnológico lineal sobre lo ya existente y no una ruptura total con lo anterior que implique unas nuevas relaciones de producción más allá de esa misma evolución lineal: las diferencias son de grado y no de cualidad. Se trata de un cambio en la sociedad y no de un cambio de sociedad. Además, la supuesta revolución ha finalizado su fase más virulenta, ese periodo de tiempo en que las incontables innovaciones tecnológicas sobre los mismos conceptos prácticos nos hacían pensar en que construíamos una sociedad nueva.

No obstante, la revolución acontece, sólo que en lugares bien distintos aunque, como digo, cercanos y evidentes. Pero parece que tal acaecer pasa desapercibido para casi todo el cuerpo científico, de ahí que la intención del presente capítulo sea llamar la atención de los sociólogos para que dejen de contemplar la propiedad intelectual como una mera norma ajena a su disciplina y sí, en cambio, la observen como una institución que en sí es un nuevo sistema de producción que supera al modo de producción capitalista. "…Nuestras sociedades, cada vez más orientadas hacia la propiedad intelectual", desplegarán en su interior relaciones y estructuras que producirán conflictos inéditos entre las clases sociales que resulten del cambio, conflictos que de hecho ya comienzan a manifestarse pero que nadie se molesta en describir ni en explicar. Lo bueno -si algo bueno hay en todo esto- es que lo peor se encuentra por llegar, y que en cierto modo, las consecuencias del simonismo son predecibles y subsanables desde la experiencia acumulada por la Sociología en el estudio científico de la sociedad capitalista, al menos esa es la esperanza que me empeño en no perder.

Se le presenta a la Sociología una oportunidad única para demostrar su capacidad de previsión y para cumplir con su obligación de servir al bien común explicando, y no sólo describiendo, las tendencias. ¿La Sociología, habida cuenta su abolengo, será capaz de describir tanto las causas y efectos de la propiedad intelectual como las alternativas? ¿Nos ayudará a tomar la decisión acertada diferenciando y explicitando ante nuestro entendimiento lo que es, lo que no es y cuales son las posibilidades de elección que podemos barajar?

El conocimiento del sistema cambia el sistema y si este ensayo consigue que la Sociología despierte de su letargo, aunque sólo sea un modesto despertar, habrá valido la pena, pues a seguro que una vez en marcha será imparable: encontrará las fórmulas necesarias para impedir los peores efectos de la revolución simonita desarmándola con su explicación y predicción, tal y como Marx desarmó los peores efectos del capitalismo con su explicación. Si no, ¿se acomodará a su papel de legitimadora del estado de las cosas?

Debemos recordar que el mismo Marx, Compte, Durkheim o Weber, entre muchos otros, desarrollaron la sociología impresionados por los acontecimientos y cambios que en ese momento se producían en la sociedad Occidental. Para ellos era tan poco normal el modo de producción capitalista como para nosotros la propiedad intelectual. La ventaja estriba en que en este momento la Sociología existe como disciplina científica más o menos desarrollada; la desventaja en que esta revolución es mucho menos vistosa, aunque de mayor alcance y sacuda hasta los mismos cimientos de la sociedad humana. ¿Se contentará con radiar el desfile de los hechos positivos desde la aséptica tribuna de una ciencia amordazada por lo fáctico? ¿Contribuirá con su esfuerzo a convencernos de que la realidad coincide exactamente con lo posible? ¿Sumará su voz al coro simonita?

De la mentalidad a la institución

"…los sistemas más sólidos parecen ser los de democracias ricas y establecidas. Sus éxitos radican no en gobiernos fuertes sino en gobiernos enfocados en la protección de la propiedad y en el uso que los individuos le dan a esa propiedad en el comercio".

¿De dónde surge la necesidad de imponer la propiedad intelectual? (Seamos conscientes de que en este momento no demando la presentación de los archiconocidos argumentos con los que sus partidarios intenta justificar esta institución, sino la fuerza más significativa, entre muchas, que la anima.) Este tipo de leyes tiene su aliento creador en la visión que del mundo tienen los liberales y su ansia de ser libres poseyendo, privatizando, mercantilizando. "Libertad y derechos de propiedad son equivalentes", nos asegura Capella. Y cuando los liberales hablan de propiedad siempre se refieren a propiedad privada, a una posesión excluyente: es mío y sólo mío sino no, no soy libre. Pero si esta propuesta se nos antoja en todo caso insólita, si nos situamos en los ámbitos del conocimiento pierde todo sentido. Cuando un conocimiento es tenido por muchos es difícil justificar que sólo sea poseído por unos pocos, pues siendo la tenencia insoslayable e inevitable, la supuesta propiedad excluyente es la negación de un hecho por mera disposición de ley: se intenta reducir los ámbitos de la libertad de poseer nuestros pensamientos en pro de la libertad de unos pocos que serán los nuevos propietarios.

No deja de ser paradójico que quienes confunden la libertad con el derecho de propiedad acepten que sus pensamientos no les pertenezcan, cuando al hombre para ser libre le basta, en gran medida, con ser amo de su propia alma. ¿Por qué proponer tal paradoja? Contestaré con otra pregunta: ¿A que no somos capaces de imaginar quienes serán los dueños de la nueva propiedad privada?

Además, y ahora desde una visión pragmática, creo que incurren en un error de bulto, pues poseer en exclusiva no se contrapone a poseer en comunidad sino a un carecer absoluto. Los conocimientos se poseen en comunidad si reconocemos que el conjunto de todos ellos, la cultura, se construye entre todos.

Desde la misma definición liberal de libertad se cae en el absurdo al ignorar esta verdad incontestable y legislar como si lo cierto fuera justamente lo contrario, pues para ellos lo poseído por todos no aumenta la libertad. No existe término medio. Pero, ¿por qué esta inveterada necesidad de exclusividad? Es sencillo: si no tratamos de propiedad exclusiva no se puede comerciar con los objetos. ¿Para qué, si no, comprar y vender lo que ya es de todos? Lo que anhela la psicología liberal no es, por tanto, tener conocimientos por el amor al conocimiento -si así fuera los liberales serían grandes sabios y no grandes comerciantes-, sino apropiarse en exclusiva de ellos, aun sin tenerlos, para comerciar y hacerse dueños por una vía monopolística de mayor cantidad de bienes materiales que, al fin y al cabo, son los que idolatran y aprecian en y por su misma esencia.

Lo cierto es que, en un marco más amplio, sentirse libre sólo cuando la propiedad es exclusiva disuelve toda posible esperanza de un mundo donde no se contemple como competidores al resto de los mortales. Las cualidades de la libertad han sido sustituidas por una cuantificación, traducidas a moneda corriente, certificándose así la unión indisoluble e indistinta de la persona y lo poseído que define la yoidad liberal burguesa, hasta el punto de que un ser humano no se reconoce sin sus posesiones exclusivas.

Parodiando un principio orteguiano, ya no es el hombre y sus circunstancias, sino el hombre y sus propiedades. Desde esta nueva concepción del ser humano, que hace añicos los fundamentos sobre los cuales los ilustrados reconstruyeron la libertad, se vuelve absurda cualquier batalla por magnificar las dimensiones de la libertad de todos los hombres. Ya no es posible una libertad para la humanidad, sino una libertad para un hombre en primera persona -yo mismo-, pues el juego propuesto conlleva invariablemente un resultado de suma cero: lo que no sea poseído por mí lo será por otros.

Mi libertad se reduce desde que aumenta la de los demás y, por tanto, si deseo ser más libre, mi obrar debe orientarse a restringir la libertad del prójimo: la libertad se convierte en un bien limitado, escaso incluso y como tal en objeto de intercambio, de comercio. Ya no es cuestión que ataña a los hombres, sino a las cosas. Se confunde la cosa poseída con la libertad y el tablero social representado por todas aquellas relaciones que los hombres puedan construir entre sí se simplifica, quedando un lacónico esqueleto económico. La suerte la decide, no ya los jugadores, sino ese mismo tablero que ahoga la subjetividad moral del individuo en cuadrículas tan perfectas como asépticas. Las relaciones humanas se tornan estructuras, pues carecen de sentido para el mismo hombre y sólo sirven al sostenimiento de sí mismas, con independencia del ser. Al mercado no le importa a quién termine perteneciendo el mundo, es una institución amoral que otorga esa libertad de poseer en exclusiva en función de la fuerza bruta de cada uno, y no reconoce, desde luego, derechos ni al débil, ni al menesteroso. El mercado ni siquiera sabe de su existencia. El poder sobre el destino de los hombres es entregado al mercado por los liberales que aman sus posesiones y, en consecuencia, todas "sus leyes son siempre útiles a los poseedores y perjudiciales a quienes no poseen nada".

Lo cierto es que no queda casi nada material que no sea propiedad exclusiva de alguien. Es necesario abrir nuevas vías para hacerse con una mayor porción de la libertad total. El deseo de ser libre poseyendo en exclusiva pesa enormemente y fuerza al individuo a buscar nuevos caminos, nuevas fórmulas imaginativas e incluso imaginarias –como la propiedad intelectual- para aumentar sus posesiones.

Ya Adam Smith nos ponía sobre aviso sobre la naturaleza de los capitalistas: "Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación comercial que provenga de esta categoría de personas debe ser siempre considerada con la máxima precaución, y no debe ser adoptada sino después de un estudio prolongado y minucioso, desarrollado no sólo con la atención más especial sino con el máximo recelo y desconfianza. Porqué provendrá de una clase de Hombres cuyos intereses nunca coinciden con lo intereses de la Sociedad y que guardan siempre una propensión a engañar e incluso oprimir a la Comunidad, como ha sido desde el principio de los tiempos."

Y espero que alguien no sea tan ingenuo que piense que este estado de cosas relativas al conocimiento no se produce por la presión ejercida por intereses capitalistas, que no son sino la expresión pragmática de aquella mentalidad. Como muchas otras grandes ideas que rentan enormes fortunas a sus poseedores, la propiedad intelectual nace de la casualidad: me imagino a un diligente capitalista decimonónico, circunspecto y meditabundo, sobre la mesa de su despacho, y, como tocado por la gracia divina, encontrar la piedra filosofal. La propiedad intelectual es producto de la acción social de una clase dirigente, acción social tal y como la comprende la sociología weberiana: consciente, intencional, dotada en primera instancia de un evidente sentido práctico pero que esconde, en su interior, un sentido subjetivo que no pasa desapercibido para todos y cada uno de los individuos que actúan. Si bien es cierto (por otro lado, y para dar satisfacción a Weber en su justa medida) que las consecuencias imprevistas de tal acción van mucho más allá de las intenciones. Debemos comprender la sociedad, a estos efectos, como un plano inclinado de superficie irregular y en aleatorio movimiento, donde los equilibrios siempre son precarios, en muchos casos inextricables, y las consecuencias de cualquier acción difícilmente previsibles. Sin dejar de ser cierto que la efectividad de esas acciones conscientes –incluso en su dimensión de singulares- sea grande a la hora de alcanzar los objetivos racionales propuestos. En resumen: por más que en muchos casos los actores sociales alcancen felizmente sus objetivos transformando la sociedad a su gusto e interés, tal transformación suele ir mucho más allá de las intenciones, control e incluso imaginación de estos.

Desde luego, la idea de la propiedad intelectual es tan brillante como ingenua, pero la ingenuidad de la psicología liberal es arma de doble filo. El capitalista liberal sufre con diligencia sus pasiones que le animan a encontrar, -mediante esa astucia propia de su clase que con sincera admiración describía el supuesto padre de todos los liberales – no sólo los caminos para satisfacerlas, como ya he dicho, sino también la forma de cristalizarlas legalmente de tal manera que le garantice el apoyo coactivo de aquel Leviatán tan denostado en la palabra salvífica y tan amado por el corazón práctico. Siempre articularán sus maniobras de tal forma que les ampare la Ley. Su ideario desprecia al Estado, pero, ¡cuan imprescindible les resulta su cotidiana protección! De ahí que las exteriorizaciones de sus ideales sean tantas veces contradictorias, pues existen como justificación de algo que ellos mismos se avergüenzan de reconocer ante el mundo. La conciencia nos alcanza a todos pero a algunos, entrenados en ello, les sirve sólo como norte para no aparecer ante la sociedad desnudos de todo atributo humano. El interés particular acaba por estrangular los valores humanos de todos aquellos que sólo se mueven en esta dirección, pero, ya muertos, los principios permanecerán sobre los hombros de los capitalistas que pavonearán sus galas en toda ceremonia pública como amables señoras que lucen con orgullo pieles de cadáveres de animales. Después de todo, es difícil efectuar reproche alguno a alguien que repite una y otra vez "yo cumplo con la Ley", por más que sepamos que la incumple en todos los principios que la animan.

Ya Aristóteles argumentaba en su Política que existe una diferencia entre la economía y la crematística. La primera nos habla de las riqueza finitas y de su correcta administración para cubrir con ellas unas necesidades finitas tanto que útiles; por el contrario, la crematística trata del dinero como bien infinito para cuya búsqueda no hay límite pues "todo su afán se centra en al adquisición de dinero por el dinero". La utilidad de poseer dinero se limita a la satisfacción de esta misma necesidad de posesión sin límite, que no parece muy natural y es, desde luego, ajena a la Economía, "pues como si el placer residiera en la superabundancia", continúa Aristóteles, "persiguen la producción de una superabundancia placentera. Aunque si no pueden procurársela por medio de la crematística, lo intentan por cualquier otro medio, valiéndose de cualquiera de sus facultades, sin reparos naturales. (…) Algunos hacen de todas las artes medios de hacer dinero, como si ése fuera su objetivo y fuera necesario aprestarlo todo con esta afinidad". La satisfacción de esta necesidad "no está de acuerdo con la naturaleza", según el filósofo griego, "sino que es a costa de otros". Además, refiriéndose a las actividades propias de esta crematística nos recuerda que "hay un principio general: asegurarse, siempre que uno pueda, el monopolio". Y los simonitas, parece ya claro- desean beneficiarse del monopolio del alma de los hombres tejiendo su bandera con el hilo de la codicia.

La última fuerza que nombraré, tras la necesidad de ampliar los ámbitos de la libertad de poseer y de asegurarse monopolios, será el ansia del capitalista, ya denunciada por Marx, por reducir el peso relativo de la fuerza de trabajo utilizada en el proceso productivo aproximando dicho peso relativo lo más posible a cero. ¿Y por qué razón busca el capitalista disminuir el valor relativo de la fuerza de trabajo? No sólo para aumentar su beneficio –cuestión evidente- sino además para independizarse de la clase trabajadora: cuanto menos trabajo necesite con menos obreros tendrá que rebajarse a tratar y podrá expulsarlos de su mundo. Si alguno dejan entrar será en calidad de sabio, ungido por los atavíos de su nuevo estatus desempeñará sumiso el nuevo rol de curiosité que anime las reuniones dominicales burguesas.

Concretando: el simonismo es, a mi entender, una consecuencia no necesaria, pero si probable del capitalismo, exactamente de la conciencia burguesa. Debemos comprender el proceso dialéctico que se produce entre la subestructura y la superestructura social: aquella estructura de producción (modo y relación) generó esta conciencia materialista, y tal conciencia materialista desarrolló una ideología justificatoria, la ideología liberal.

Es la conciencia típico-ideal de ese grupo social, como unión abstracta de las fuerzas que expresan las necesidades burguesas más profundas, la que genera, en mi opinión, el nuevo modo de producción consistente en la industria de las cuestiones inmateriales. Ya se comienzan a fraguar las nuevas relaciones, y, como no podía ser de otra forma, ya han sido inmediatamente legitimadas por el liberalismo y respaldadas por el Estado Liberal, que se comporta como órgano encargado de materializar las expectativas burguesas, tanto capitalistas como simonitas. No perdamos de vista que, siendo el nuevo modo de producción una Ley, es el Estado quien sostiene, usando de la amenaza y la coacción, ese nuevo modo de producción. En el caso del simonismo la Ley no pretende únicamente legitimar un modo de producción, sino que constituye en un mismo momento modo de producción y legitimación. Si alguien guarda alguna duda sobre la verdadera naturaleza del Estado Liberal, creo que escuchando con atención el suave rumor que producen sus engranajes al industrializar el conocimiento humano esas dudas se disiparán.

Vistas estas cuestiones dialécticas nos surge una pregunta: ¿generará el modo de producción simonita impulsado por la conciencia burguesa hija del modo de producción capitalista una nueva conciencia simonita? Se dará cumplida respuesta en la medida de lo posible en un próximo capítulo (De la institución a la mentalidad), si bien será necesario previamente explicar algunas cuestiones.

Metafísica y propiedad intelectual

"Que el lector no se desanime si iniciamos el escrito diciendo que las ideas, en sentido puro, no son apropiables y que tienen el privilegio de vagar libres en el universo del pensamiento"

M. A. Sol Muntañola, Manual de práctica jurídica para la protección de las ideas

Ahora conocemos alguna de las principales fuentes desde dónde fluye la necesidad de imponer la propiedad intelectual. Una vez aclarado este punto creo que es el momento de analizar en profundidad tal institución. La orientación de este capítulo es, por expresarlo de alguna forma, metafísica, y para facilitar su compresión conviene acercase a esta explicación ligero de prejuicios e ideas preconstruidas, pues al tratarse de una institución que se nos ha dado por incuestionable desde la Ley, la aceptamos en muchos casos sin proponernos el indagar previamente su naturaleza, aunque indignen la mayor parte de sus manifestaciones positivas y aún más las consecuencias que acarrea para nuestras vidas cotidianas. Intentaremos contemplar las cosas como son de por sí.

Aclarado este punto, conozcamos qué nos dicen que es la propiedad intelectual. Afirma la Filosofía del Derecho: "es el poder o conjunto de facultades que la Ley concede al autor de una obra científica, artística o literaria, sobre la misma. De forma que ésta queda sometida al señorío directo y exclusivo de aquél, que puede publicarla o no, modificarla, explotarla económicamente, y, en general, disponer de la misma en cualquier modo". ¿A que sujeto corresponde dicha propiedad? Nos contesta la norma positiva: "La propiedad intelectual de una obra literaria, artística o científica corresponde al autor…" ¿Por qué razón? "…por el sólo hecho de su creación. ¿Sobre qué objeto recae la propiedad? Sobre la obra.

Comencemos por aclarar qué se entiende en este ensayo por propiedad privada, definición que se construye secularmente sobre objetos físicos. Según la RAE propiedad se define como el "Derecho o facultad de poseer alguien algo y poder disponer de ello dentro de los límites legales." En una segunda acepción nos dice la RAE que la propiedad es la "Cosa que es objeto del dominio". Es necesario efectuar alguna aclaración: Podemos traer a colación infinitos ejemplos de personas que detentan de facto poder absoluto sobre muchas cosas y personas y no decimos que el poderoso posea esas cosas y personas. Poseer algo en un Estado de Derecho equivale a la libertad legal de disponer de ese algo de acuerdo a Derecho.

La relación de poder no determina la propiedad, sino que el derecho determina el poder como un debe ser; este debe ser es el derecho de propiedad en sí, pues incluso teniendo el derecho de disponer de una cosa a nuestro libre albedrío, si las circunstancias nos impiden ponerlo en la práctica, es decir, no disponemos de la tenencia, ese objeto sigue siendo propiedad nuestra. Con todo, y aunque esta situación paradójica siempre se considere un accidente, tal accidente evidencia que la propiedad resulta de un acuerdo entre las personas y no de ninguna ley esculpida sobre las cosas del universo. (Como el lector puede apreciar, diferencio los conceptos de propiedad y tenencia: la tenencia es un hecho positivo, indiscutible, que hace referencia a la capacidad inmediata de uso del objeto tenido, objeto que bien puede no ser nuestro, por ejemplo un libro prestado; por el contrario la propiedad es un hecho legal, una convención; al fin, un derecho de acceso al uso del objeto poseído aunque circunstancialmente no se tenga acceso al mismo y esa circunstancia no cambie, por ejemplo: un objeto robado que jamás es recuperado. Si bien lo circunstancial no rompe la lógica sobre la cual se construyen los derechos de propiedad, sería absurdo construir una propiedad sobre un objeto cuya misma naturaleza –no circunstancia- impida su tenencia, por ejemplo: convenir que alguien es dueño de la nebulosa NGC-3372. La propiedad legal, por consiguiente, se orienta a asegurar -en la medida de lo posible- y a legitimar -en todo caso- la ejecución de la tenencia).

En suma: el derecho de propiedad es la libertad de hacer con un objeto cuanto se nos antoje de acuerdo a una convención entre los hombres. Además, adjetivar la propiedad como exclusiva o privada supone que ese derecho excluiría la posibilidad de que ese mismo derecho lo detentase otro, (exceptuando los casos de propiedad compartida que obviaremos en este ensayo).

Como vemos, y a pesar de que los derechos sobre propiedad se han construido históricamente sobre posesiones materiales, desde las definiciones que he aportado no encontramos ninguna diferencia sustancial entre el enunciado de la nueva propiedad sobre lo inmaterial y el que rige sobre lo material. Si es fundamentalmente el mismo, siendo los objetos tan distintos, se debe a que el objeto inmaterial ha sido reconstruido. Este proceso de reconstrucción de la idea de lo inmaterial es lo que denomino reificación del conocimiento y la sustancia utilizada es de naturaleza sociometafórica. De igual forma se produce la analogía entre la propiedad sobre las cosas materiales y la propiedad sobre el conocimiento.

Todos tenemos conciencia de que el contenido de las instituciones humanas lo constituyen relaciones, pautas y normas que evolucionan sobre otras instituciones que son simbólicas, cuyo contenido son definiciones de entidades y sus correspondientes significados sociales. Se entrelazan ambos arquetipos de instituciones de tal forma que en su conjunto se orientan a la satisfacción de una necesidad social, son, por tanto, expresión de la acción social de la mayoría, de una clase o de un grupo de presión que se mueve en busca del interés general, de intereses de clase o incluso particulares. Nos centraremos ahora en el segundo tipo de instituciones, pero conviene aquí efectuar una recapitulación para reafirmarnos en lo dicho:

1ª.- Las definiciones de entidades que conforman las instituciones simbólicas no coinciden en muchas ocasiones con su realidad objetiva. De alguna forma los objetos, una vez socializados, aunque coincidan en recaer sobre la misma entidad, no preservan los atributos naturales de esa entidad: son reconstrucciones, y es aquí donde el análisis sociometafórico toma importancia capital, ya que el ingrediente utilizado para producir las nuevas definiciones suelen ser metáforas que se levantan sobre elementos reconocidos y preexistentes. (En este caso los elementos reconocidos son propiedad y material y sus relaciones reconocidas y acontecidas dentro de la propiedad privada sobre lo material.)

2ª.- Las instituciones no adquieren normalmente su significado de un acuerdo universal orientado a la satisfacción de una necesidad del conjunto de las sociedad, sino sólo a una parte de ella que intenta imponer al resto tal significación en procura de legitimar su posición o acceso a un recurso o riqueza específico que se ejecuta a través de instituciones del primer tipo descritas: las normativas.

La reificación del conocimiento es imprescindible si se desea dotar de cierta coherencia a la propiedad intelectual como institución simbólica y así pueda aportar apoyo suficiente a la institución normativa. En este proceso se atribuye a lo inmaterial características de lo material a través de analogías y metáforas y se respetan aquellas características objetivas de lo inmaterial que en nada perjudican o que contribuyen a dar coherencia a toda la fachada. ¿Por qué razón es imprescindible la coherencia en toda institución que desee sobrevivir, y, antes que esto, con qué debe serlo?

Toda institución debe guardar coherencia con el resto de las instituciones de la sociedad si desea florecer y perdurar. Si la fricción, la incompatibilidad o la incongruencia con el resto de las instituciones es superior a la fuerza misma de dicha institución a la hora de generar bien y justicia para el conjunto de esa sociedad, ésta desaparece o es sustituida por otra institución que, cumpliendo los mismos objetivos, no choque con el resto del edificio social. Dicho esto, ¿cuáles son las propiedades del conocimiento que se reconstruyen con la esperanza de aminorar la fricción?

1º.- La inmaterialidad del saber –según afirman- conlleva indudablemente su definición como bien no excluyente; es decir, que la utilización del conocimiento por una persona no impide el uso de ese mismo saber por otra persona, incluso si fuese concurrente en otro lugar y en el mismo momento.

2º.- Si se trata de un bien no excluyente es debido a que, se encuentre donde se encuentre -en la mente de un hombre o en la de todos, en el disco duro de un ordenado o en la tipografía de un texto sobre papel-, se trata del mismo objeto: nunca de objetos iguales o parecidos, sino el mismo objeto, como si fuera material, pero otorgándole a esa materialidad la ubicuidad atribuida por algunas religiones a los dioses.

3º.- Según los simonitas el objeto de la propiedad intelectual no se consume con el uso gracias a su inmaterialidad. Esto conlleva, en un nivel más cercano, como objeto de intercambio en el mercado capitalista, la paradójica situación de que cuando es consumido no se consume. O dicho de otra forma: que cuando se vende como si de un objeto material se tratara no se pierde la posesión.

Ahora bien, ¿por qué razón tal reconstrucción del concepto de conocimiento otorga una supuesta coherencia a la institución de la propiedad intelectual?

1º.- Para que el conocimiento pueda ser poseído hay que decir de él que es ubicuo, que siempre es el mismo, pues si fueran entidades distintas sería imposible plantear la propiedad de todas esas entidades, aun en el caso de una supuesta coincidencia completa. Dando por cierto de que hablamos de un objeto único, se encuentre donde se encuentre, salvamos toda posible contradicción al respecto.

2º.- Ahora ya tenemos un objeto único reconocible; si existe objeto (aquí la sustitución ya se ha producido y a estas instancias el objeto inmaterial es "como si fuera" material. La metáfora se hace latente, difícil de reconocer, pero continúa ejerciendo todo su poder de manipulación sobre nosotros.) puede construirse una propiedad sobre él, pero recordemos que el interés perseguido por esta institución no es la de otorgar en sí propiedades, pues estas pueden ser universales y por tanto no objeto del mercado. ¿Acaso se puede comerciar con lo que es propiedad de todos? El propósito es que tales propiedades sean comercializables y sirvan como mercancía en la lucha por magnificar la libertad individual burguesa.

Para que algo se pueda vender en el mercado este algo debe ser propiedad exclusiva del vendedor. Para dar este paso se desvincula la tenencia de la posesión: Si el saber es ubicuo se dirá que la tenencia no importa, como si tal cosa fuera circunstancial y no atributo natural del objeto pretendidamente poseído. Aquí se iguala de nuevo la propiedad inmaterial con la material. Si son iguales, ¿por qué razón no va a ser lo inmaterial objeto de propiedad exclusiva? "La apropiación del contenido al autor de un trabajo es tan lícita como la de cualquier otro producto, sea físico o puramente ideal," –nos dice Soriano García en un alegre argumento circular-. Sólo falta un paso para justificar que el producto es de uno y no de otros. Para esto se recurre habitualmente a los argumentos naturalista y utilitarista que se resumen en aquel lacónico "por el sólo hecho de su creación".

3º.- Pero, cuidado, todavía falta algo para que el objeto se pueda comprar y vender, pues para que exista comercio también es imprescindible que el intercambio sea posible. ¿Por qué? Porque la venta es en sí un intercambio de propiedades exclusivas. Ahora bien, es obvio que cuando se produce un intercambio de propiedades físicas lo que pertenecía a uno pasa a ser ahora de otro y viceversa. Esto no ocurre, sin embargo, con los bienes inmateriales. La propiedad tangible al transferirse se pierde, pero la propiedad intangible produciéndose supuestamente la transferencia no se pierde. ¿Cómo es esto posible? Según los simonitas esto es posible gracias a la infungibilidad del conocimiento, que, como se ha dicho, permite que sea consumido en el mercado sin que se consuma la propiedad. Parece evidente, pues, que se produce un intercambio de bienes por más que el simonita nada pierda…

El proceso de reificación del conocimiento ha cristalizado con lo mejor de cada naturaleza y así la propiedad intelectual como institución simbólica cumple, en apariencia, los criterios mínimos de coherencia para apuntalar la institución normativa como si fuera –he aquí el juego metafórico- un derecho de propiedad sobre objetos físicos.

Como vemos, estos supuestos ontológicos nunca son explicitados, pero sobre ellos se pretende sostener la institución situándose el debate en lugares que no los alcancen. Las metáforas construidas sobre aquellos elementos conocidos y preexistentes se encargan de sostener el frente de batalla bien lejos, pero tal designio se alcanza sólo en apariencia, en la superficie, pues surgen, como sostengo, disonancias entre la naturaleza del objeto poseído y la idea de propiedad y se producen continuas fricciones en la intrincada relación que toda institución mantiene con el resto del entramado institucional. La incoherencia que subyace en la propiedad intelectual es tan fuerte que se traduce en violencia y en el asalto de otras instituciones, seculares incluso, que ven peligrar su subsistencia ante la fuerza inédita que se le otorga a la primera incluso desde la coacción estatal. Yéndonos a la primera cuestión, ¿realmente el conocimiento reificado difiere de su realidad natural? Desde luego que sí, y veremos ahora en que me baso para sostener tal afirmación. ¿Es cierto que la inmaterialidad hace del conocimiento un bien ubicuo?

Para contestar a esta pregunta es necesario comprender previamente qué es el conocimiento y su relación con el ser humano como sujeto consciente.

1º.- Conocer es "averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas." La δέα es el "primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita al simple conocimiento de algo." El homo sapiens no es simplemente la suma de la biomasa de los individuos, sino también la de todo lo que ellos piensan que no es meramente físico o que trasciende a lo físico; así pues, tratándose de elementales cargas eléctricas que evolucionan en nuestras neuronas, su entidad es de naturaleza distinta a su misma manifestación física y ambas constituyen en sí categorías del ser diferentes.

Si eliminamos de esta clasificación taxonómica la primera premisa, lo espiritual o intelectual, nos encontraremos de igual forma dentro del género homo, pero, desde luego, no de la especie sapiens. En realidad y como es evidente, no trataremos de nada, al menos nosotros. Los monos sabios comienzan y terminan en el punto en que comienza y termina su saber, su conciencia, pero de la misma forma que el ser humano no es tal si carece de todo conocimiento, el conocimiento nada es sino en la conciencia de un hombre: la substantĭa del espíritu del hombre es conocimiento. Uno no es sin el otro.

2º.- Por tanto, el ámbito del conocimiento es el espíritu humano, fuera de él no existe.

3º.- Es una evidencia que los conocimientos los puede obtener cualquiera en la medida de sus capacidades y de su voluntad. Esta acción, el aprender, es incluso involuntaria: el hombre no puede evitar el aprender cuanto escucha, ve o siente la naturaleza o escucha ve o siente la explicación que de esa naturaleza efectúan otros hombres.

4º.- Una vez obtenidos los conocimientos es evidente que los modificaremos, perfeccionaremos, nos apoyaremos en ellos para desarrollar otros conocimientos, los engarzaremos a otros conocimientos que ya poseemos, haremos, en fin, con ellos todo cuanto queramos en el único ámbito al cual pertenecen que es, como digo, nuestro espíritu o intelecto. La memoria, la inteligencia, la imaginación, la intuición, nos ayudan en ese obrar de nuestro espíritu que es el pensar. Tal discurrir espiritual tampoco es posible evitarlo, ni tan siquiera por el mismo individuo: el discurrir de nuestra mente es muchas veces inevitable.

Si admitimos que cada cual debe construir con su entendimiento su propio conocimiento de las cosas, entonces el conocimiento es la menos ubicua de todas las entidades. De tal principio nace la mayéutica socrática: nuestro maestro nos puede facilitar el proceso de tomar conciencia de algo, jamás puede construir en nosotros esa conciencia.

Nadie puede usar los conocimientos de otro; ni siquiera el más sabio de entre todos los seres humanos puede construir conciencia alguna en la mente de otra persona, ni transmigrar conocimiento alguno; tan sólo puede facilitar con su saber hacer el proceso de comprensión mediante expresiones materiales del mismo: explicaciones orales, escritas, objetos materiales concretos, señas o signos, etc. El éxito de este proceso dependerá mucho más de las capacidades y de la voluntad del que aprende que de las habilidades del que enseña como bien comprende cualquier profesor o estudiante.

Ya sabemos que el conocimiento es un bien no ubicuo, cada uno tiene el suyo y sólo él puede usarlo en su conciencia, único lugar donde existe. Si no es ubicuo, si cada ser humano construye el suyo, parece evidente que su naturaleza es excluyente. Pero aquí se hace necesaria una aclaración: asegurar tal cosa niega la posibilidad de que el ser humano pueda compartir sus ideas.

Desde luego que no puede compartir sus ideas en el mismo sentido que si se tratará de objetos materiales, -debemos hacernos cargo de que las entidades propias del mundo de la conciencia no presentan los mismos atributos que los físicos-, debemos desechar la metáfora que nos proponen. ¿Qué es, entonces, la comunicación y que sentido tiene para el hombre? A través de la comunicación el ser humano es capaz de facilitar a otros seres humanos la generación de la conciencia: comunicar no es transferir la conciencia de las cosas sino, más bien, coadyuvar a que se tome una conciencia de una cosa determinada.

El saber no viaja de un lugar a otro, tampoco se transfiere de la mente de una persona a la de otra. Si esto fuera posible, habida cuenta de la naturaleza del conocimiento, nos enfrentaríamos a la transmigración del alma, o al menos de una parte de ella, pero, a decir verdad, la metenpsícosis tiene pocas trazas de ser verosímil. El trabajo que realizan, por ejemplo, los ensayistas, no es otro que el de facilitar la labor de aprendizaje y constituye, por lo tanto, una facility del apprehendĕre. Si fuera conocimiento lo que contiene un libro o un cd, entonces el saber sería material, pero todos sabemos que no lo es o, al menos, debemos no olvidar tal realidad. Vive en nosotros y sólo en nosotros. Lo que conseguimos materializar es un grupo de signos que no son nada en sí, si no para un entendimiento.

Para que estos signos adquieran algún sentido, para que se produzcan a sí mismos en esa naturaleza que trasciende a lo material, deben ser asumidos e interpretados por otro ser humano y cada uno lo interpretará a su manera. Prueba de ello es que la lectura de un mismo párrafo sugiere ideas diferentes a distintas personas, por más que supuestamente sea estricto y alta la acutancia del grupo de signos que hayamos dispuesto. Como todos sabemos, el sentido del mensaje depende en gran medida del receptor.

El código nunca alcanzará la amplitud de las ideas que son capaces de reproducirse en la mente del hombre, y no por una ineficacia descriptiva de la herramienta, sino porque los interlocutores no asumen el mensaje como puede asumir un sistema informático una cadena binaria, sino que siempre se interpreta y la interpretación es la suma de lo que el mensaje nos dice y todo lo anterior que conocemos mezclado en una mente dotada de personalidad propia: es una reconstrucción ya que el hombre dota de significado toda entidad. "La esencia del signo" nos recuerda Pierre Levy, "es la de llevar sentido, es decir, de suscitar interpretación, de relanzar la semiosis. Pero bien entendido, el signo no es tal, sino en -o para- un espíritu o una inteligencia." El milagro de la comunicación es que une las conciencias de los hombres: sin ella permanecerían aisladas eternamente en el solipsismo.

Incluso en el caso de que aceptemos que los conocimientos desarrollados por cada cual con ayuda de otros sean exactamente iguales persisten como entidades distintas, pues antes que iguales son dos conciencias diferenciadas que han debido ser construidas con anterioridad a la comprobación de su similitud. La conciencia siempre es conciencia de algo, pero también es conciencia de alguien: no se puede negar que son entidades distintas.

Por consiguiente, queda claro que la propiedad intelectual no se refiere a ningún objeto; y si lo tiene, ¿cuál es? ¿Podríamos aceptar que la propiedad intelectual fuera la propiedad privada sobre todas las conciencias de algo de todos los individuos? No parece muy razonable y expondré dos razones llegado el momento, pero no tengamos prisa, terminemos antes de descifrar la verdadera naturaleza de la propiedad intelectual.

Como digo, puede que la propiedad intelectual no tenga un objeto natural al que referirse y por tanto no pueda instituirse usando metafóricamente el modelo de la propiedad privada sobre la substancia física, pero desde luego, la designemos como la designemos, como institución, algo es. Su existencia es innegable por más que la estructura metafórica que la sustenta sea bien distinta del objeto natural. Y aquí es necesario traer a colación el Teorema de Thomas, enunciado sociológico que afirma que si la gente define como real un hecho, serán reales las consecuencias del mismo. A los simonitas no les importa que la propiedad intelectual no sea una propiedad si las consecuencias finales son las buscadas. Si consiguen que la gente de por válidas las regalías monopolísticas que se desean abrogar sólo les resta recoger la cosecha. ¿A quién le importa la metafísica si metáforas y analogías latentes ocultan las realidades primeras dificultando toda ilación racional?

Aclarado este punto crucial y conocida la sustancia del conocimiento, sabiendo que la propiedad intelectual es cualquier cosa menos una propiedad, ¿cuál es su contenido objetivo? Los mismos simonitas nos ayudarán. Mucho antes que nosotros, ellos conocen la verdad de lo que digo, pero empeñados en constituir la propiedad sobre el saber al precio que sea, reconocen, como yo, que tal institución sería imposible de llevar a la práctica y nos dicen que "los derechos de autor no protegen una idea: esos derechos protegen solamente las expresiones específicas de la idea." Nos asalta inmediatamente la duda: si la propiedad legal sobre los objetos físicos necesita de un corpus mecanicum sobre el cual recaer, ¿acaso la propiedad sobre los bienes inmateriales no necesita recaer, por fuerza, sobre el corpus misticum, es decir, sobre la idea?

La verdad es que tal falta de coherencia que se esconde tras el proceso metafórico les importa bien poco y el obrar de nuestro espíritu con los conocimientos les resulta indiferente siempre que no afecte a su mercado ni a sus intereses materiales. Prohíben que expresemos nuestros pensamientos y a ese derecho de impedir que nos expresemos le llaman propiedad intelectual, ya que consideran que tal expresión constituye el "uso" de las ideas.

Es curioso, los simonitas no se resignan a ser simonitas, pero una y otra vez caen en su propia trampa, pues necesitan hablar de propiedad sobre lo inmaterial: no les queda más remedio, sino, ¿cómo podrían intentar amparar tal derecho de monopolio sobre las expresiones específicas de la idea? ¿Qué alternativa les queda para construir la metáfora entre la propiedad de lo material y de lo inmaterial? Todo el esfuerzo de reificación arranca en este punto: debemos comprender que tal esfuerzo se induce desde este deseo de justificación, nunca es consecuencia de la reificación. El concepto reificado es el poso que nos queda entre las manos tras la imposición de ese deseo, con todas sus contradicciones implícitas.

Y antes de continuar vamos a realizarnos otra pregunta: ¿Dónde nacen esas expresiones específicas de la idea? ¿Cuál es su naturaleza? Roger Bacon afirmaba que el saber es poder, pero en esto no era del todo preciso: el poder no reside en el saber, sino en el saber hacer. ¿A que denomino saber hacer? A la capacidad que cada persona posee para obrar de acuerdo con un saber. El saber hacer es el conjunto de las habilidades innatas y desarrolladas por una persona y se encuentran asociadas, tal y como afirmaba Marx, a su persona intelectual y físicamente. Este saber hacer tiene dos ámbitos distintos de actuación que son a su vez complementarios y mutuamente dependientes de modo que no existe, para el ser humano, uno sin el otro: el mundo abstracto y el mundo físico. El primer saber hacer -la memoria, la inteligencia, la imaginación, la intuición; habilidades y virtudes que también podemos potenciar y desarrollar con el mero ejercicio- da como fruto el pensar y la conciencia de las cosas. El segundo obrar, el físico, se experimenta en el mundo, es el obrar con las cosas a través de nuestro cuerpo para lo que nos ayudan virtudes tan diversas tales como la facultad de situarnos espacial y temporalmente, las habilidades de coordinación manuales y, en general, todas las capacidades para traducir exactamente nuestros pensamientos en intervenciones sobre el mundo físico de acuerdo a nuestro deseos, sin olvidar aquellas facultades que pertenecen a nuestro cuerpo, como la fuerza física, la calidad de nuestra voz, la exactitud de nuestro pulso o cualquier otra virtud psicomotriz. Del primer obrar, como digo, nada nos pueden imponer, pues es imposible que nos prohíban pensar y hacer uso de los conocimientos de acuerdo a nuestro saber hacer abstracto, pero sí pueden impedir que los hombres intervengan en el mundo físico prohibiendo que se expresen con libertad.

Algunos casos permiten ilustrar esta propuesta: no es legal fabricar con nuestras manos una herramienta igual a aquella que compramos en la ferretería, aunque seamos capaces de recrearla en nuestra mente e incluso de perfeccionar su expresión material, pues adquiriendo el mismo o similar conocimiento sobre el objeto, nuestro saber hacer físico es superior al del fabricante. De igual forma debemos abstenernos de realizar una fotografía de tal o cual personaje si es parecida a otra que ya se encuentra publicada. Nos dejarán pensarla, pero no plasmarla en un papel: la idea de esa fotografía que usted piensa -nos dicen- es tenida por usted, dado que usted piensa tal idea, pero aun sin tener poder para impedirnos el uso del conocimiento, sí lo detentan para impedirnos realizar esas expresiones específicas de la idea por más que la especifidad no dependa directamente del saber sino del saber hacer.

Y ahora podemos continuar: como digo, el simonismo necesita hablar de propiedad -sea o no considerada propiedad especial- para justificar el monopolio sobre la expresión material e intenta construir esa propiedad sin que recaiga sobre la idea sino sobre su expresión material, la cual nos refiere indefectiblemente a lo expresado. ¿Qué es lo expresado? No puede ser otra cosa que la idea. Por tanto, como digo, se enfrenta a una gran contradicción: la articulación lógica de la legalidad impide esconder su intención última que es apropiarse en exclusiva de la idea, es decir, detentar poder y control absoluto, lo cual no puede conseguir, pero, en la práctica, se conforma limitando su expresión material por más que todos tengamos, poseamos y usemos esa idea. La cuestión es tanto circular como paradójica: 1º se desea fundamentar legalmente un monopolio como derecho de expresión, 2º para legitimar tal derecho de expresión se define como una propiedad privada, 3º la expresión, luego la propiedad legal siempre recae sobre la idea, 4º la propiedad natural sobre la idea es imposible, 5º la legalidad no puede negar la naturaleza de las cosas…

…así pues, ¿es posible la propiedad intelectual? No en la naturaleza. No en la realidad, pero sus consecuencias en el mercado capitalista son idénticas a las que provocaría el imposible de trasladar el modelo de la propiedad privada que rige lo material a lo inmaterial. Ensayemos ahora su definición fenomenológica: ¿Cómo la experimentamos cotidianamente? ¿Cómo se manifiesta el fenómeno en sí? (Aunque sepamos por Thomas que es la consecuencia real de un derecho imposible, damos por real tales consecuencias y afirmamos que tales consecuencias son las que constituyen el fenómeno en sí.)

 

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