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Aproximación filosófico-histórica a una nueva concepción de estado a propósito de la actividad pirática en América: los estados flotantes (página 2)

Enviado por Geniber Cabrera P.


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II. Lo filosófico Decir que el Estado nace a la par del hombre es una especulación que raya en lo exagerado, pero, sin duda alguna no ha de ser el Estado sin el hombre y viceversa. Las iniciales sociabilizaciones humanas harán aparecer las formas más primitivas de Estado, dado que el uso de la razón – también en su estadio más primigenio – conllevará a la búsqueda de un orden concebido a partir del universo de cosas que forman el mundo natural.

El Estado nació cuando se dio un hombre capaz de dar sentido racional a la horda (colectividad de hombres, cuyos intereses comunes consisten simplemente en convivir). Recordemos como ejemplo a Gengiskan que adiestró una serie de pobres hordas nómadas, dándole estructura política, convirtiéndolas en dueñas del mundo desde el Japón al centro de europa. Con Gengiskan apareció el Estado para esas hordas, en su forma más rudimentaria, un hombre que encarna una ley. En un estadio rudimentario, el Estado es un hombre; en uno menos, una dinastía. Luis XIV decía el Estado soy yo (…) Hoy día, afirmar que el Estado se identifica con el gobernante sería una vaciedad… (Lascaris Comneno, 1978: p. 71)

El hombre que concibe a través del pensamiento, pone a su disposición el mundo que lo rodea, a partir de éste satisface sus necesidades más elementales: alimento, abrigo, entre otros. Pero la búsqueda constante por mejorar los medios de obtención y provecho de la naturaleza, lo impulsó a constantes desafíos y esto, le conllevó a progresar, no sólo en hacerse una vida más fácil, sino a entender que no podía permanecer aislado, que unido a otros, por ejemplo, al momento de cazar grandes animales tendría mayores éxitos y así vendría después el compartir los trozos de carne. Esto sociabilizó a individuos con individuos y de ello los grupos; luego grupos con grupos hasta complejizarse y formarse las sociedades o grandes sociedades. Todo gracias al progreso del pensamiento humano, desde el cual, se concebirá el Estado que evolucionará, además, en la medida que vaya evolucionando la propia humanidad.

El hombre nace con la facultad de recibir sensaciones, de apercibir y de distinguir en las que recibe, las sensaciones simples de que están compuestas, de retenerlas de reconocerlos, de combinarlas, de conservarlas o de evocarlas en su memoria, asociando entre sí estas combinaciones, de apoderarse de lo que tienen en común y de lo que las distingue, de atribuir signos a todos estos objetos, para reconocerlos mejor y facilitar nuevas combinaciones con ellos. (Condorcet, 1942: p. 15)

El pensamiento humano no sólo progresa, sino que se vuelve, cada vez más complejo. El empeño constante del hombre por conocerse y reconocer el mundo de afuera le permite hacer gala de lo aprehendido para poner ese mundo a su entera disposición. Comienza a diferenciarse del resto de los animales que no evolucionaron; comienza a organizarse con criterios que tendrán sus fundamentos en la divinidad, en lo provincial. Las creencias del hombre también experimentarán una evolución desde el estadio del fetichismo, pasando por el politeísmo, hasta alcanzar el monoteísmo y la negación de valores superiores una vez conquistado el reino de la ciencia y el desarrollo de la tecnología. A esto último le ha llamado Augusto Comte (1984): "Ley de la evolución intelectual de la Humanidad o ley de los tres estados…" (p. 105). Siguiendo a este mismo autor se tiene que:

Según esta doctrina fundamental, todas nuestras especulaciones, cualesquiera que sean, tienen que pasar sucesiva e inevitablemente (…), por tres estados teóricos diferentes, que las denominaciones habituales de teológico, metafísico y positivo podrán calificar aquí suficientemente (…) El primer Estado aunque indispensable por lo pronto en todos los aspectos, debe ser concebido luego no constituye en realidad más que una modificación disolvente del primero, no tiene nunca más que un simple destino transitorio para conducir gradualmente al tercero; es en este, único plenamente normal, donde radica, en todos los géneros, el regimiento definitivo de la razón humana. (p. 105)

El reino de la razón le planteará al hombre, no solamente, la satisfacción de sus necesidades más elementales, sino que se complejiza en la formación de ideas que pasan por tratar de explicarse su propia existencia en este mundo y de la existencia misma de seres superiores llamados dioses, o el de un único ser divino llamado Dios. Las creencias y, por ende, las religiones llegan al hombre para regularle la vida, a eso se le puede llamar el estado providencial, bajo el cual ha de quedar dominada la humanidad entre el bien y el mal. En la medida en que el hombre se apegue a las leyes divinas, tendrá como recompensa vida eterna y si viola éstas; entonces penará su alma por los siglos de los siglos. Se constituye, pues, la muerte en una de las más crudas y crueles de las realidades que todo individuo algún día haya de afrontar; resolviéndose ante esta crudeza un estado moral que rija los buenos principios, ya no individual, sino colectivo; es decir, se universaliza mediante el decálogo de las Tablas de Moisés los fundamentos del bien que garantizarán a cualquier ser humano apegado a ellos, la vida después de la vida.

Todo hombre, desde el instante mismo de su aparición a la existencia hasta el momento fatal de su disolución en la muerte, queda sumergido – sin que le sea dado escapar – en la corriente turbulenta e incontenible de los sucesos (…) Todo se altera sin cesar y es arrastrado a la codicidad, en cuyo foso se sepulta – una y otra vez entre la multitud de los fenómenos – el viejo sueño de la inmortalidad del alma. El hombre se sabe irremediablemente mortal, y la dureza de la realidad se encarga de enseñarle, además, que sólo luchando tenazmente puede lograr, en el angosto camino de su existencia la supervivencia (…) Vano o cruel hubiera sido, desde luego, este atributo, si la Providencia no le hubiese acompañado de una poderosa e indestructible voluntad capaz de torcer el curso natural de los sucesos de transustanciar el mundo real empleando otro don, quizá el más excelso: el de crear, que le ha permitido edificar – como Dios mismo – un mundo a «su imagen y semejanza». (Porras Rangel, 1996, T. I: pp. 21-22)

El hombre ha evolucionado porque ha evolucionado su pensamiento, es el animal más indefenso al nacer, no puede proporcionarse alimento ni abrigo por sí mismo, depende en esa inicial etapa de un cuido extremo por parte de sus progenitores; pero ese hecho lo ha de superar con creces mediante el uso de la razón, a la cual, debe su existencia. Porque es precisamente a través del uso de la razón que el hombre asegurará la transmisión de sus habilidades y destrezas a las generaciones futuras que serán, cada vez más, inteligentes.

El eterno y permanente desafío humano de saber y comprender comienza desde las más primitivas manifestaciones de sobrevivencia hasta las más profundas interrogantes del yo y de las leyes que conforman el espacio natural. En ese anhelo han privado dos dimensiones fundamentales: la primera es el acto de la fe y creatividad surgida de ese reino personal de pensamiento y emoción (…) La segunda dimensión, el dominio del razonamiento obedece a las exigencias de la lógica y la verificación. La actividad científica y tecnológica… (Jaimes, 1991: p. 7)

El saber, y por lo tanto el desarrollo del pensamiento humano, se fundamenta en el hecho mismo de entenderse mortal – como se refirió con anterioridad –, lo cual significa que el hombre acepta irremediable el destino final, la desaparición física, pero no aceptará el desvanecer total de la humanidad en el mundo y el legado más preciado para su prolongación ha sido el de entender cada período histórico como superación de otros; es decir, que cada generación ha recibido de sus antepasados la herencia de sus pensamientos y manifestaciones artísticas, culturales, religiosas, filosóficas, entre otras tantas corrientes epistemológicos con tiempo de larga duración. Es, a través del trasvase de las manifestaciones humanas que ésta se garantiza el no desaparecer. A decir de Fernand Braudel (1991): "… De las experiencias y tentativas recientes de la historia se desprende (…) una nación cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del calor excepcional del tiempo largo…" (p. 41)

El Estado es (en la misma línea característica) un acontecimiento de los grupos humanos (sociedades) de larga duración. El Estado tendrá tanta vida como las generaciones humanas, sólo si éstas desaparecieran, él desaparece. Porque no puede concebirse el Estado sin las comunidades humanas y, estas últimas, que desde sus organizaciones más rudimentarias le dieron forma – en un principio, sin saberlo – se hacen del Estado para regirse los modos de vida. El Estado se gestó como un proceso lento e infinito. Ha evolucionado tal cual el hombre lo ha hecho; es un vínculo social que aunque no puedo calificarse como el de más peso ante otras formas de sociabilización (arte, cultura, religión), no deja de ser de los más importantes en cuanto a las relaciones de convivencia, incluso, a partir de las propias hordas. A esto se le puede agregar lo referido por Ángel Fajardo (1985):

… En estas condiciones tan precarias se inicia la convivencia humana, faltando todo; el hombre ni siquiera tiene conocimientos de la agricultura y siendo nómada, la pesca y la caza son los únicos medios de subsistencia; pero la ley de la sociabilidad unió a las personas fundando las familias y se empieza a vislumbrar los vínculos de la sangre, empezando por el lazo materno, ya que éste siempre es más identificable que la paternidad, y así tenemos que el orden de la evolución estaría representado, pues, por estos fases sucesivas: horda, matriarcado y patriarcado. (p. 4)

El Estado siendo concebido por la sapiencia humana – en cualquiera de sus facetas y tiempo histórico – retorna sobre cada individuo que conforme grupos (sociedades) en forma de: leyes, normas, dictámenes, valores; en fin, se vuelve al hombre para condicionarle la vida en su actuar colectivo e individual. No es el Estado una mera forma coercitiva de voluntades; es, además, libertad, derechos y deberes, que se hoyarán en lugar común entre todos los seres humanos del orbe, cuando se reconozcan unos y otros.

Hay una especie de espíritu colectivo que se cierne sobre cada hombre y, que el mismo proviene del Estado; entiéndase, de todas las formas de Estado posibles que se han gestado y se gestarán a lo largo de la historia de la humanidad. El espíritu del Estado hecho una verticalidad sobre cada individuo, choca con las pasiones y sentimientos de esos particulares que no consiguen respuestas ante la universalidad de condiciones impuestas por la omnimidad del Estado mismo. No se refiere a simples hordas primitivas de humanos deseosos por satisfacer necesidades elementales del cuerpo; ahora es el alma de los civilizados que buscará respuesta al gusto, el cual ha llegado al hombre a través de la invención de la escritura y de los progresos subyacentes de ésta en forma de expresión literaria: la lengua, el lenguaje, la poesía, la pintura, la música; cada cual en su justo tiempo; en fin, la libertad.

Su marcha, al principio, lenta, ignorada, sepultada en el olvido general al que el tiempo arroja las cosas humanas, sale con ellos de la oscuridad gracias a la invención de la escritura. ¡Preciosa invención, que parece dar, a los pueblos que fueron primeros en poseerlas, alas para adelantarse a las demás naciones! ¡Invención inapreciable que arranca del poder de la muerte la memoria de los grandes hombres y los ejemplos de la virtud, que une los lugares y los tiempos, fija el pensamiento fugaz y le asegura una existencia perdurable, gracias a la cual las producciones, los proyectos, las experiencias, los descubrimientos de todas las edades acumuladas sirven de base y peldaño a la posteridad para encumbrarse cada vez más alto. (Turgot, 1998: p. 62)

La escritura y, en general, todas las formas comunicacionales inventadas por el hombre para garantizarse la prolongación; le han elevado de la barbarie común en tiempos pretéritos a las sociedades organizadas, a un estado de intelecto y, por lo tanto, de grandes ambiciones.

Apegarse al carácter ético del Estado, es decir aquello que profesa orden y deber ser; incómoda crecientemente al nuevo espíritu humano, ése que ha progresado por sus ideas luminarias fundamentadas en novedosos valores, principalmente, en el arte, la política, entre otras ingeniosas posturas ante los flamantes tiempos. La ética (ethos del Estado) – no se olvide como principio de todo pueblo que haya superado la barbarie – se abre paso entre los hombres de espíritu libre que comenzarán a percibir otros valores propios a sus condiciones de vida y que se dejarán llevar por el gusto y la distinción; es decir, por una estética que al igual que toda ética pasará de un estado de barbarie a un estado de civilidad. Esa estética de la voluntad humana será el es (respuesta ante nuevas realidades sociales).

… la unidad de la voluntad subjetiva y de lo universal, es el orbe moral y, en su forma concreta, el Estado. Este es la realidad, en la cual el individuo tiene y goza su libertad; pero por cuanto sabe, cree y quiere lo universal. El Estado es, por tanto, el centro de los restantes aspectos concretos: derecho, arte, costumbres, comodidades de la vida. En el Estado la libertad se hace objetiva y se realiza positivamente. Pero esto no debe entenderse en el sentido de que la voluntad subjetiva del individuo se redice y goce de sí misma mediante la voluntad general, siendo esta un medio para aquella (…) Un individuo puede, sin duda, hacer del Estado su medio, para alcanzar esto o aquello; pero lo verdadero es que cada uno quiera la cosa misma, (…) Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado… (Hegel, 1999: pp. 100-101)

Aunque el hombre sea estado-dependiente se hace lugar en éste para darse, más allá de las imposiciones, experiencias nuevas. El amor y la fraternidad son principios elementales que no se pueden olvidar; pero la ambición humana se hace desmedida en la misma proporción que se organizan las sociedades en naciones que suprimirán o quedarán suprimidas ante otros pueblos del orbe.

Vemos a las sociedades establecerse, formarse a las naciones, los imperios aparecen y desaparecen; las leyes, las formas de gobierno, se suceden unas a otras: las artes, las ciencias se descubren primero y luego se perfeccionan; sucesivamente retardadas y aceleradas en sus avances, pasan de unos climas a otros; el interés, la ambición, la vanagloria cambia a cada instante la escena del mundo, inunda de sangre la tierra; y en medio de sus devastaciones, las costumbres se dulcifican, el espíritu humano se ilumina, las naciones aisladas se aproximan unas a otras, y por último, el comercio y la política congregan a todas las partes del globo, y la masa total del género humano, alterando calma y agitación, bienes y males, avanza sin parar, aunque con paso lento hacia una perfección mayor. (Turgot, 1998: pp. 59-60)

El progreso de la humanidad está supeditado a las pasiones por domeñar la naturaleza circundante. Todo será posible en función al progreso mismo del pensamiento, porque a través de éste se capta la naturaleza exterior y con la puesta en práctica de grandes ideas; lo concebido, se transforma para saciar el torrente de necesidades que supone el avanzar de los civilizados. Es pues, el conocimiento, la herramienta del desarrollo humano – en todo el sentido que ello implica –. Será únicamente posible alcanzar el progreso en la misma medida que progresen las interpretaciones del mundo exterior.

A través de la historia de las sociedades se han generado infinitas interpretaciones epistemológicas que sin ánimos cronológicos ni explicativos se exponen como sigue: Una Teoría del Conocimiento, sustentada por la filosofía griega; el racionalismo; el empirismo; el apriorismo; el idealismo; el positivismo lógico. La Teoría del Conocimiento como análisis del lenguaje. La Doctrina Fenomelógica. Los Criterios del Conocimiento (la lógica de la confirmación). El Método de la Falsabilidad. El Paradigma Científico. La búsqueda de explicaciones de la ciencia alcanzada, intentándose además conseguir sus características generales. Aplicación de los Métodos de la Ciencia (lo deductivo, inductivo y científico, propiamente dicho). La clasificación de la ciencia según su objeto y sus objetivos, orientado a las investigaciones cuantitativa y cualitativa. Hasta llegar a la contemporaneidad del pensamiento, fundamentado en las interrogantes sobre las funciones y contradicciones de los avances científicos-tecnológicos. Todo este devenir de la sapiencia humana, supeditado – como se ha referido con anterioridad – a la ambición de poseer y controlar el universo de cosas. En palabras de Pierre Bourdieu (2000): "… el juicio del gusto sea la suprema manifestación del discernimiento que, reconciliando el entendimiento y la sensibilidad, el pedante que comprende sin sentir y el mundano que disfruta sin comprender, define al hombre consumado…" (p. 9)

El Estado en su amplitud, en su gama de aseveraciones, ha encontrado un buen lugar al lado de las Teorías del Conocimiento, expresado mediante los estudios filosóficos e ineludiblemente, en los estudios históricos. Sin menoscabo de las demás disciplinas que han teorizado al Estado; bien puede afirmarse que el mismo fue trabajo inicial de filósofos e historiadores a partir del momento en que la humanidad concibió al Estado como tal, porque en los tiempos de las hordas no había conciencia clara de que la organización y el apego a los valores provinciales y, entonces, sociales, formaban ya el espíritu del Estado. A decir de Hermann Heller (1987): "La Teoría del Estado se propone investigar la específica realidad de la vida estatal que nos rodea. Aspira a comprender al Estado en su estructura y función actuales, su devenir histórico y las tendencias de su evolución" (p. 19) Queda claro, pues, que la sustentación de la teoría del Estado viene expresada por el enfoque filosófico-histórico, en el devenir mismo de estas corrientes del pensamiento humano.

Al Estado le han dado forma – desde las hordas hasta las comunidades actuales – los individuos conformados en grupos comunitarios de arte, religión, política, economía, cultura, lenguaje, entre otros elementos asociativos de las masas poblacionales; mejor conocidas como la Nación. Para Hegel (1999): "… el Estado ha nacido realmente de la religión…" (p. 113) Expresión ante la cual se difiere con este autor, dado que si bien es cierto que la religiosidad cumple un papel fundamental para las naciones y, por ende, para el espíritu de sus Estados; no puede obviarse que los demás actos propios de las actividades humanas, también juegan un exquisito protagonismo en la consolidación del Estado. A juzgar de Hegel quedarían desarticulados de la esencia del Estado los demás elementos a los cuales se refirió con anterioridad. Abriendo un debate ante lo propuesto por este autor (que no es la intención primordial), entonces puede argüirse la paternidad del Estado a cualesquiera de las actividades y manifestaciones de los hombres. El Estado es infinito; obviamente, incluyendo su concepción misma; por ello, se advirtió al comienzo de este trabajo el riesgo que se corre en tratar de conceptualizarlo y, más aún, de darle partida de nacimiento con su respectivo progenitor.

Empero, ante lo supra expuesto, puede decirse para finalizar este punto; que el Estado es como una especie de éter que el hombre concibe como tal en tanto y cuando quede sujeto a él; al cual no habrá de percibir como una forma rígida de vida para no dejarlo ser. Por el contrario, se sustenta en el espíritu del Estado para poner en práctica su deber ser. Es decir, existe un apego natural a las rigideces de ese Estado hecho leyes, normas, reglamentos, dictámenes, organización y demás formas colectivas e individuales de vida que una vez aprehendidos parecieran dormitar en la sub-conciencia del hombre y que han de brotar al conciente en el momento justo en que se hace necesario constreñirse a las distintas maneras por las que se obre dentro del Estado.

III. Lo histórico

La idea de los Estados Flotantes surge a propósito de las investigaciones que, en lo personal, se han realizado sobre el tema de la corsopiratería americana, lo cual permitió acuñar un nuevo término a una de las tantas formas de Estado posibles que se han presentado, se presentan y se presentarán en el largo devenir histórico humano.

El Descubrimiento no significaría únicamente un gran hallazgo; sino más bien, el inicio de una nueva etapa para el pensamiento del hombre que hasta ese entonces tenía una visión de un mundo muy alejado de las realidades que, posteriormente, irían apareciendo ante los ojos de las sociedades medievales y, después, ante las modernas.

Los acontecimientos geográficos que redimensionaron el pensar humano, también hubieron de ser el lei motiv para el desarrollo de la cultura, de la lengua, del comercio y con ello la supremacía del Estado. Antes de aparecer el Nuevo Mundo, las civilizaciones mediterráneas se disputaban con sus semejantes del Mar del Norte, los reinos, el tráfico de mercaderías y, principalmente, el dominio de los mares hasta entonces conocidos.

El hombre fue dominando las aguas de una manera muy tímida. En pequeños bajeles se trasladaba de un lugar a otro bordeando las costas sin atreverse a navegar más allá desde donde la vista alcanzara; es decir, una marinería de cabotaje. Pero, si algo posee el hombre – como diría José Gaos – es su capacidad de insatisfacción y la ambición por llegar a otros lugares y experimentar nuevas plazas para el comercio le empujaría a construir naves de mayores calados y capacidad de almacenaje.

Puede resultar sorprendente entender que el dominio real de los mares fue un tanto tardío, porque las creencias de los hombres en torno a los misterios marinos, pasaban desde imaginarse a dioses en las profundidades disputándose el reinado de las aguas, hasta la existencia de seres devoradores de carne humana. Tritones, sirenas, serpientes de dos cabezas escupe fuego, animales horribles y cuanto otros monstruos que pudieran imaginarse formaban parte de los peligros que aguardaban por los más atrevidos. A todo esto se sumaba, sin duda alguna, las dificultades propias de los mares: arrecifes, bajamar, corrientes fuertes cargadas de tormentas y vientos huracanados, entre otro tanto de vicisitudes que, aún en nuestros días, resultan riesgosas para la navegación.

Una especie de fetichismo (entiéndase en su sentido más amplio) se hizo presente en los primeros intentos humanos por dominar el mar. Según Augusto Comte (1989): "… el fetichismo propiamente dicho, consistente [sic] sobre todo en atribuir a todos los cuerpos exteriores una vida esencialmente análoga a la nuestra pero casi siempre más enérgica, por su acción generalmente más poderosa…" (p. 106)

El atrevimiento humano permitió superar con creces los temores en torno a los misterios marinos; asimismo, el abrirse por rutas oceánicas más amplias un floreciente intercambio comercial de especias y demás mercaderías propias a los años anteriores al descubrimiento, porque a partir de este último evento propiamente dicho, el comercio se sustentaría además de los rubros existentes, por los explotados en las novocolonias hispanolusitanas; especialmente, por la de los metales preciosos.

El comercio marítimo en sus inicios debió enfrentar un problema que nada tendría que ver con la ficción, y que cargaría a cuestas desde sus remotos años iniciales en las aguas de los mares del Mediterráneo y, un tanto después, en el Mar del Norte europeo; hasta bien entrado el siglo XVIII en las aguas del Gran Caribe. Nada más y nada menos que la piratería, una especie de plaza eviterna ceñida a toda forma de comercio naval.

El siglo XI marcó prácticamente una etapa de consolidación del comercio europeo y de la unión de las principales ciudades portuarias de ese continente. El mercado de telas y especias conseguiría buenas colocaciones en Flandes, Brujas, Hamburgo, Lübeck, Colonia, Castilla, Navarra, Bilbao, Bayona, Deva, Lisboa, Fuenterrabía, entre otras ciudades – costeras o no – en las cuales se intensifica un importante intercambio comercial. Las factorías que se expanden por toda Europa hacen que las distintas comarcas se organicen y firmen acuerdos para protegerse de los ataques vikingos en las atlánticas aguas del Mar del Norte.

El florecimiento del comercio de lana, trigo, vinos, bacalaos, grasa de ballenas, aceitunas y demás rubros; intensificó el tráfico naval que se hacía continuo de un lugar a otro; ya en los siglos XIII y XIV la prosperidad económica sustentada en este tipo de intercambio, había alcanzado un gran crisol, y con dicha actividad la Europa se hermanaba cada vez más. E incluso se sucedieron agrupaciones como la Hermandad de los Mareantes, la Hermandad de las Marismas de Castilla, entre otras formas de organizaciones para protegerse de los asaltos y para garantizarse protectorados comerciales.

Todo iba muy bien, los convoyes de las distintas hermandades protegían las mercaderías de todas las ciudades, no sólo las de ellas, sino también las de quienes incluso, apenas se incorporaban a los intercambios y trueques comerciales. Las escuadras organizadas para la protección contra los asaltantes, consiguieron para sus ciudades que se les dieron tratos preferenciales para la colocación de sus productos y de los pagos fiscales. Pero la ambición del hombre es desmedida y, lo que había comenzado como una organización protectora, terminó convirtiéndose en escuadras de malhechores que robaban hasta las cargas de sus propios buques. Así las hermandades de los Mareante y las Marismas de Castilla, se establecieron como una cofradía de ladrones y mercenarios a sueldos. Realidad ésta que terminaría por enfrentar las naciones que se sentían agraviadas por el actuar de esas bandas de saqueadores.

La paz y la unión que se respiraba desde mediados del siglo XI, se enrarecía cada vez más hasta hacerse insostenible. Así puede observarse que el próspero comercio se deterioraba de igual manera que se iban deteriorando las buenas relaciones políticas y, por ende, sociales. Cada corona europea comenzaría a cerrar filas en torno a una economía más individualista; es decir, a una producción de riquezas sustentadas en principios menos colectivos con los otros pueblos y, en especial, entre países que sentían una irreconciliable brecha resultante de los efectos causados por las escuadras de ladrones que estaban bajo el protectorado de tal o cual reino.

La barbarie iguala a todos los hombres; y en los tiempos primeros, todos quienes nacen dotados de genio encuentran más o menos los mismos obstáculos y los mismos recursos. Mientras tanto, las sociedades se forman y se extienden: los odios entre naciones, la ambición o, mejor dicho, la avaricia, única ambición de los pueblos… (Turgot, 1998: p. 61)

Aproximadamente hasta la primera mitad del siglo XV aún se respiraba un cierto halo de confraternidad comercial entre las distintas ciudades europeas, pero – como se ha visto – se fue deteriorando insalvablemente cuando las hermandades torcieron el rumbo de las buenas relaciones. Bien entrada la segunda mitad de ese siglo se sucedería un evento que traería consigo – en principio – una fortuna para los españoles y portugueses, el Descubrimiento de un Nuevo Mundo; que más tarde, al saberse del mismo en los otros reinos, quienes a pesar de sus rémoras se unieron para enfilarse contra los hispanolusitanos por la codicia de poseer también las riquezas explotadas en sus novocolonias de ultramar.

El comercio experimentado en el Viejo Mundo antes del descubrimiento; a pesar de haber sido durante buena época muy floreciente, no ayudaba a satisfacer las demandas de los pobladores. Por ejemplo, el reino inglés – al igual que muchos otros – estaba superpoblado y la economía feudal no daba para tanto y el mayor raudal de los bienes obtenidos por los intercambios comerciales apenas satisfacía los exquisitos gustos de las monarquías y sus grandes cortes; al pueblo casi nada les llegaba, por no decir absolutamente nada; y lo poco que generaban por sus trabajos, en buena medida, se les pechaba con impuestos, muchas veces superiores a lo ganado para ser destinados a sufragar los gastos de palacio. Así que, un Nuevo Mundo de oportunidades no podía ser exclusivo de unos cuantos y, el mar que ofrecía toda una gama de posibilidades se presentaba como una opción para salir de la ya estancada teocracia feudal.

Los españoles y portugueses se guardaron el secreto del gran hallazgo casi hasta completarse el primer cuarto del siglo XVI. Cuando merodeaba por Las Azores, un italianofrancés llamado Jean Florín, avistó tres barcos procedentes de un lugar para entonces desconocido, como buen corsario los saqueó encontrándose con el tesoro del emperador azteca Motechzuma que Hernán Cortés enviaba a su rey. Los bienes encontrados en las bodegas de esos barcos despachados por Cortés ascendían a unas 58.000 barras de oro, además de una gran cantidad de otras joyerías; lo cual despertó vorazmente el apetito de riquezas entre los pobladores de los otros reinos del Viejo Mundo. A partir de este evento se sabría que las coordenadas desde donde provenían las embarcaciones era un Nuevo Mundo, ese que un tanto después fue bautizado como América

Los primeros en prodigarle odio y envidia a los hispanolusitanos, serían los franceses, dado que uno de sus armadores, Florín, fue el que descubrió el secreto bien guardado. Inglaterra y Holanda harían lo propio, aunque un poco más tarde. Pero unos y otros olvidarían su otrora, buenas y no tan buenas relaciones con los españoles y portugueses para abrirse espacio, también hacia las paradisíacas aguas y tierras americanas.

Los franceses, como el resto de los ajenos a los reinos de Castilla y Lisboa, no conocían la ruta hacia América; por lo que se dedicaron a cazar barcos que retornaban cargados con los tesoros del Nuevo Mundo, asaltándolos, casi siempre en Las Azores o próximos a éstas, logrando así acumular algunas riquezas. Ya en 1528 los francos conocerían las rutas trasatlánticas al Caribe, porque entre las cosas que robaron a uno que otro barco, se encontraron las cartas de navegación que condujeron a una riada de corsarios hacia el Edén soñado, una vez proliferada la noticia. Es, pues, Francia la que empuja con patente de corso a un sinnúmero grupo de facinerosos a asestarle, a los hispanolusitanos, mortíferos golpes en sus propias colonias de ultramar.

Inglaterra que mantenía – con sus altas y bajas – relaciones políticas y económicas con el reino de Castilla (progenitora corona del hallazgo de las nuevas tierras) – motivadas dichas relaciones por la práctica del catolicismo –, se mantuvo distante de enviar corsarios para hacer lo mismo que los franceses. Al menos así fue hasta que Enrique VIII decidió divorciarse de Catalina de Aragón, para casarse inmediatamente con Ana Bolena, aspirando a que la iglesia católica se lo aceptara y le diera las bendiciones en sus nuevas nupcias, cosa que no sucedió, por lo que decide separarse de la amistad del católico reino castellano y de la propia religión; abrazando este monarca, abiertamente, un protestantismo ortodoxo. Eduardo VI y María Tudor, sucedieron a Enrique VIII; pero a diferencia de este último, ambos monarcas iniciaron una etapa de nuevo acercamiento con Castilla, al menos en el aspecto político-económico. Más tarde, con el ascenso al trono inglés de Isabel I, las cosas parecían que se iban a mantener en el plano amistoso; pero, la explotación de recursos preciosos en la distante América hacia los años en que asumió la Reina Virgen (como también se le conocía a Isabel I), en 1558, enriquecían cada vez más a españoles y portugueses y, ahora a los franceses con el trabajo realizado en las atlánticas aguas caribeñas por sus corsarios. Isabel I que había heredado de sus predecesores una Armada debilitada con poco menos de una treintena de barcos, sabía que no podía desafiar abiertamente al imperio de Castilla; decidiendo a pesar del odio que le profesaba al catolicismo, porque era luterana, hacerle el juego a los católicos monarcas castellanos, consistiendo el mismo en dejarse ver como buena amiga de ese reino y, a espalda de éstos, comenzaría a enviar escuadras de corsarios hacia el mundo americano para que éstos actuaron al igual que los corsarios franceses. A pies juntillas, la reina Virgen hizo gala del pensamiento de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), especialmente en lo que a continuación se expone:

El que tenga, pues, por necesario, en su nuevo principado, asegurarse de sus enemigos, ganarse nuevos amigos, triunfar por medio de la fuerza o fraude , hacerse amar y temer de los pueblos, seguir y respetar de los soldados, mudar los antiguos estatutos en otro recientes, desembarazarse de los hombres que pueden y deben perjudicarles, ser severo y agradable, magnánimo y liberal, suprimir la tropa infiel y formar otra nueva, conservar la amistad de los reyes y príncipes de modo que ellos tengan que servirles con buena gracia, o no ofenderle más que con miramiento, aquél, repito, no puede hallar ejemplo ninguno más fresco que las acciones… (Maquiavelo, 1997: p. 61)

Los holandeses, por su parte, se harían presente en la América a finales del siglo XVI; su verdadero actuar corsario en el Nuevo Mundo tendría su crisol en el siglo XVII y comienzo del XVIII.

Los franceses, ingleses y holandeses, aunque llegados al Caribe en tiempos distintos, tenían un mismo fin, el lucrarse a expensa de lo que pudieran robarle a los españoles y portugueses; o bien, en los barcos que transportaban las riquezas americanas o, en las propias costas de Tierra Firme.

Los corsarios contratados por las distintas naciones; una vez instalados en el Caribe, hicieron de éste un hervidero de malhechores que pululaban por doquier haciendo a sus antojos. No había embarcaciones, casas o personas que pasaran desapercibidas de las feroces garras de estos aventureros del mar.

Los corsarios se sentían honorables al saberse que se les calificaba como ladrones porque ello revestía, desde tiempos inmemoriales, títulos de nobles. "… los héroes consideraban un honor el ser llamados «ladrones»; así, más tarde «corsarios» fue título de señorío" (Vico, 1984: p. 219)

En un principio, los corsarios cumplían con los monarcas lo estipulado en los contratos otorgados mediante las patentes de corso: robar, saquear casas e incendiarlas, secuestrar a los hombres, violar a las mujeres, sembrar terror entre los niños; en fin, hacer todo cuanto condujera a demostrar la presencia de los nuevos enemigos del poder absoluto en ultramar por parte de los hispanolusitanos. Pero, el bullir de riqueza en el Nuevo Mundo hizo que más de un corsario olvidara lo convenido entre partes para comenzar a actuar a motu propio naciendo así la piratería americana. Cada vez eran más las escuadras de corsarios que se volvían piratas libertarios, a tal extremo que los pocos aventureros que decidieron no romper las reglas de sus contratos, también se daban chance a piratear; es decir, se convirtieron en corsopiratas, actuación ésta propia del Caribe.

Masificada en las atlánticas aguas caribeñas las actuaciones de los piratas libertarios, comenzaron a organizarse en una especie de asociación familiar de marinos que debían regirse por normativas acordadas por ellos mismos en lo que pudiera llamarse Consejos Piráticos, los cuales tenían por finalidad determinar desde el mando de a bordo hasta la repartición de los botines acumulados tras cada correría.

… Aunque el personal de sus tripulaciones – en todas las escalas jerárquicas – no estuviese aureolado moralmente, bien cierto es que se ajustaba a una norma rigurosa que, paradójicamente, era arbitraria o cruel, indisciplinada o desigual. Comunismo, democracia, absolutismo, tiranía (…), eran los ingredientes de su conducta extraña, y de esta mezcla salían la ley y la sanción, el perdón y el premio. (De Azcárraga y de Bustamante, 1950: p. 223)

Este mismo autor, José Luis de Azcárraga y de Bustamante (1950) refiere unas cláusulas sacadas de un antiguo documento pirata, en el cual relata lo siguiente (in extenso):

1ª. Todo hombre deberá obedecer el mando interior; el capitán percibirá una parte y media en el botín; el patrón, carpintero, contramaestre y condestable tendrán una parte y cuarta.

2ª. Todo hombre que deserte u oculte algún secreto con la tripulación será abandonado en una playa desierta con una botella de pólvora, una botella de agua y un arma pequeña con un solo tiro.

3ª. Todo hombre que robe algún objeto dentro de la cofradía o juegue más de una moneda de a ocho será expulsado del barco o herido de bala.

4ª. Si en cualquier momento ocurre que tropezamos con otro expulsado – que sea pirata – y uno de nuestros hombres lo protegiera sin el consentimiento de la tripulación, tal hombre sufrirá el castigo que la tripulación y el capitán acordaran juntos.

5ª. Todo hombre que pegue a otro, mientras estos artículos estén en vigor, serán castigados mediante la Ley de Moisés (esto es, 40 azotes menos uno en las espaldas desnudas).

6ª. Todo hombre que dispone sus armas o fume tabaco en la bodega del barco sin poner un casquete en la pipa o que lleve consigo vela encendida sin linterna, recibirá el mismo castigo del artículo anterior.

7ª. Todo hombre que no cuide de sus armas y no las tenga lista en el momento del combate o se muestre remolón se le descontará de su parte y se hallará sujeto a un castigo ejemplar, que impondrá el capitán y la tripulación.

8ª. Todo hombre que durante un combate sufra una desgarradura importante en el cuerpo percibirá 400 monedas de a ocho; si pierde un miembro del cuerpo percibirá 800.

9ª. Todo hombre que al encontrarse con una mujer honrada le hiciese proposiciones deshonestas sin ella consentírselo será condenado a muerte. (p.223)

Estos preceptos aplicados por los piratas americanos, entre otros que se irían acordando a posteriori; eran debatidos, aprobados o reprobados por cada miembro de la tripulación del barco o de los barcos; porque los consejos – en el mayor de los casos – se hacían por escuadras completas, ya que entendían estos piratas – de tantos nombres, personalidades y nacionalidades – que actuar solos eran riesgosos y poco aprovechable. Así, antes del lance a la mar se convenían las correrías piráticas, las cuales debían apegarse a lo dictaminado en las Asambleas o Juntas.

Las hermandades de los piratas en América llegó a alcanzar niveles organizativos tan importantes que institucionalizaron hasta indemnizaciones para quienes resultaran heridos o mutilados de alguno de sus miembros en las campañas de robos o combates.

… las recompensas y premios de los que serán heridos o mutilados de algún miembro, ordenando, por la pérdida de un brazo derecho seiscientos pesos o seis esclavos, por la izquierda cuatrocientos pesos o cuatro esclavos, por ojo cien pesos o un esclavo, y por un dedo tanto como un ojo; todo lo cual se debe sacar del capital o montón y de lo que se ganare… (Exquemelin, 1999: p. 74)

Las indemnizaciones resueltas por la piratería americana han de cobrar tanta importancia, que las mismas serían acogidas por la Revolución Industrial como base para calcular los suyos propios.

Resulta importante aclarar que en ninguna de las cofradías se aceptaban a las mujeres; éstas eran vistas como agentes distorsionadores a la hora de alcanzar el lucro.

Las Juntas o Asambleas la presidían – en su mayoría – los capitanes de las distintas embarcaciones, quienes se encargaban de concentrar en un solo barco a las distintas tripulaciones para así darle cabida a las discusiones y llegar a los respectivos resultados. Ya entrada en años la piratería en América, las reuniones eran presididas por los ancianos a quienes se les privilegiaban por las experiencias acumuladas en sus tantas correrías. Las normas de convivencia, juegos, liderazgo, repartición de botín, oficios de a bordo entre otras tantas; variaban según las características de los viajes y de la finalidad de las mismas; por ello resulta un tanto imposible que hubiese una especie de decálogo común para toda organización.

Al Caribe llegaron los aventureros hechos corsarios, allí mismo se volvieron libertarios y se convirtieron en piratas; del parto forzado de unos y otros se sucedieron los corsopiratas y, después, los bucaneros y los filibusteros; herederos estos últimos de sus progenitores conjugaron iguales y desiguales actuaciones, para engendrar, ellos también, novedosas formas dentro del proceder pirático. Así podrá verse en el largo periplo de la Historia de Piratería Americana (de un poco más de 200 años de duración), a los corsarios, piratas, bucaneros y filibusteros actuar unos tal cual a los otros; es decir, se sucederán en una conjunción de tantos oficios y nombres como puedan considerarse. "Corsarios, piratas, corsopiratas, corsocontrabandista, bucaneros, filibusteros, filibucaneros, corsofilibusteros, corsobucaneros; son sólo algunas de las tantas denominaciones que pudieran acuñárseles por las similitudes y diferencias de sus actos…" (Cabrera, 2005: p. 97)

En torno a los nombres que puedan dársele a las tantas formas de aventuras suscitadas en el Caribe, refiere Lucena Salmoral (1994) lo siguiente: "… introducir una nomenclatura para ellos resulta extremadamente peligroso y arriesgado, dada la susceptibilidad existente sobre la temática, pero es necesaria cuando tratamos de hablar con propiedad de este oficio tan ambiguo…" (p. 38)

Cual fuere el nombre que se desee adoptar, es cuestión individual al momento de hacer un estudio en la Historia de la Gran Piratería Americana. Lo que puede resultar importante entender, es que todos tenían un mismo fin: lucrarse con los tesoros de las bondadosas tierras y aguas del Nuevo Mundo.

Desde el momento mismo en que los corsarios al servicio de Francia, Inglaterra y Holanda decidieron bajar de las pértigas de los barcos los pabellones de los monarcas de cada uno de esos reinos y enarbolar los suyos propios; desde el momento en que se organizaron en grandes cofradías y a éstos le dieron carácter jurídico-legislativo, sentando como base socioeconómica las distribuciones de bienes y las indemnizaciones, entre otro tanto de elementos propios a una forma de Estado posible; es que se concibe la existencia de lo que se ha llamado Estados Flotantes, porque además de las consideraciones expuestas y por exponer, llama poderosamente la atención que el territorio se ha de convertir en cada barco asociado a las distintas cofradías; entendiendo a este no en un sentido meramente etimológico, si no más bien en un sentido funcional. "El territorio es el espacio donde se levanta y tiene su asiento la comunidad del Estado, donde se arraiga el hombre y tiene sus afecciones…" (Fajardo, 1985: p. 13)

Es innegable que el hombre necesita de la tierra para proveerse de lo que así no puede en el mar y viceversa. Pero esto sería una concepción más económica que de otra índole. Ahora bien, en el plano de lo que se expone: los Estados Flotantes vale expresar que el territorio como elemento del Estado es una teoría moderna al cual se condicionó parte de la existencia del Estado mismo, pero no puede olvidarse que las primitivas comunidades de ciudadanos sin territorio preestablecido hacían parte del Estado – en cualesquiera de sus formas –. En la época contemporánea la concepción de Estado se redimensionó hasta para los espacios aéreos, precisamente, para definir el concepto de soberanía nacional y aunque no existan las condiciones etimológicas del territorio, se toma como parte sagrada de la inviolabilidad territorial. Lo que importa realmente para acuñar una concepción nueva en torno al Estado en el caso que ocupa; es decir, el de los Estados Flotantes, es el individuo agrupado para alcanzar un fin específico: el lucro, mediante la aplicación de la aventura como medio y de las distintas formas que reprodujeron para garantizarse la existencia de esa actividad.

La forma en que los hombres producen sus medios de subsistencia depende, en primer lugar, del carácter de los medios de subsistencia de que ya disponen y que deben reproducir. Este modo de producción no debe verse únicamente como la reproducción de la existencia física de los individuos. Es ya un modo determinado de la actividad de estos individuos, una manera determinada de expresar su vida, un modo de vida definido… (Marx, 1978: p. 73)

Los enzarzados con la actividad pirática en América estaban tan convencidos de su modo de vida que entendieron que solos no podrían actuar y aunque ya no dependiesen de estados formales como con los que una vez habían contratado; sabían que necesitaban uno propio. Así se ha de erigir en sus formas: política, jurídica, económica y social las hermandades del Caribe que llegaron a desafiar y quebrantar a los estados territorialmente existentes como España, Francia, Inglaterra y Holanda, ante quienes no sucumbieron a pesar de las campañas de persecuciones y de las penas impuestas a los que atraparan delinquiendo.

Los piratas no tenían la intención de colonizar, sólo la de enriquecerse de los tesoros explotados por los colonizadores.

Una de las cofradías que revistió mayor institucionalidad operativa en las atlánticas aguas caribeñas fue la de los Hermanos de la Costa, una asociación de filibusteros que lejos de darle orden al acto pirático como tal, suponía más, garantizar el ejercicio libre de sus miembros. Esta hermandad la regían los ancianos y tenía como esencia conservar en su más puro y excelso estadio la pureza del espíritu libertario, se llegó incluso en una oportunidad a elegir un Jefe Supremo al que llamarían Gobernador, dándosele un título de uso para que éste eligiera el ingreso de nuevos miembros, por decir lo menos que podía ejecutar bajo su designación. Este gobernador nada tenía que ver con sus correligionarios coloniales. En nueva ocasión se eligió un Almirante para que tomase las riendas de los cofrades y se hacía acompañar de una especie de Estado Mayor compuesto por una junta de capitanes. Las bases terrestres donde a veces se realizaban las asambleas de la Hermandad de la Costa eran en las ínsulas de La Tortuga, Jamaica e isla Vaca; cuando no, se escogía un barco de los más grandes y allí se daban cita todos los miembros. En esta cofradía de la costa no marginaba ni color, ni idioma, ni religión; todos eran bienvenidos, principalmente, los del verdadero espíritu libertario. Ni los débiles, ni indisciplinados podían formar parte de la asociación; mucho menos las mujeres a quienes incluso se les prohibió la entrada a las islas que ellos dominaban. En esta sociedad de la costa: "… El Estado era concebido como una organización racional orientada hacia ciertos objetivos y valores y dotada de estructura (…) de poderes como recurso racional para la garantía de la libertad…" (García-Pelayo, 1977: p. 21)

Los piratas, en general, actuaron a lo largo de un poco más de dos azarosas centurias en el Caribe, como se ha dicho, se organizaron, enarbolaron sus propias banderas (las negras con calaveras), actuaron bajo forma jurídica, política, social y económica; trataban incluso en tiempo de paz con los colonos a quienes les ofrecían trueques de mercaderías por agua dulce y vituallas, dominaron algunas islas y sobre todo, llegaron a tener el control de los mares. Todo gracias a la comunión de esfuerzos y al inventarse una especie de moral bajo la cual debían actuar apegados a reglamentaciones por ellos mismos impuestos. Decir, si los aventureros pillos marinos entendieron que realmente habían echado las bases de una forma distinta de Estado medieval, sería una especulación. Pero decir ante todo lo expuesto y, de seguro, de lo que se ha de exponer en trabajos futuros, que sí se organizó una forma de Estado – como se ha entendido – no es demencial y, ante ello se ha expuesto con la serenidad del caso la teoría de los Estados Flotantes para referirse a la forma organizacional y ejecutoria de la actividad pirática en América.

IV. Lo filosófico-histórico

¿Por qué abordar el tema del Estado a través de la filosofía y de la historia?, más aún ¿por qué plantear desde la concepción filosófica-histórica una novedosa idea de Estado? y ¿por qué referir lo expuesto: los Estados Flotantes, desde la actividad pirática americana?

Sinnúmeras interrogantes pueden plantearse; tantas como respuestas posibles. Pero, en el caso que se expone, el de los Estados Flotantes a propósito de la piratería en América; se hizo necesario recurrir al enfoque filosófico y luego al histórico y a la conjunción de ambos. Vale decir que dicho tema planteado podría resolverse desde una visión meramente historiográfica, pero el asirse de la filosofía se hizo naturalmente necesario dado que el Estado tiene que ver con el hombre y viceversa. El hombre concibe a través de la razón el orden y la disciplina, el derecho y el deber, la libertad y la esclavitud, la sobrevivencia y la supervivencia y, en definitiva, la prolongación de su existencia mediante el dominio del mundo que lo rodea y el trasvase cultural de una generación a otra.

El Estado en su infinita expresión se concibió en la mente humana, tanto para controlar, como para controlarse; esto último, por el progreso civilizatorio de alcanzar como fuere la libertad, aunque ésta sea posible aplicando la agresión de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra; en fin, por una especie de Ley para dominadores y dominados, para opresores y oprimidos.

… de la primitiva historia humana se deduce: que la salida del hombre del paraíso que su razón le presenta como primera estación de la especie no significa otra cosa que el tránsito de la rudeza de una pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato del instinto por la guía de la razón, en una palabra: de la tutela de la Naturaleza al estado de libertad… (Kant, 1981: pp. 77-78)

Los actos de los piratas en América, como hecho histórico, tiene su génesis en los primeros corsarios que decidieron actuar por sí mismos y para sí mismos, que se inclinaron a romper sus compromisos reales y a echar su suerte más allá de los Estados monárquicos que representaban. Así pues, se hicieron hombres de espíritu libertario perseguidores de fortunas fáciles y de grandes aventuras. A propósito de la Libertad y del Espíritu expone Hegel (1972) lo siguiente:

La naturaleza del Espíritu se deja conocer por su opuesto. Oponemos el espíritu a la materia. Sí la sustancia de la materia es la gravedad, la libertad es la sustancia del Espíritu. Todos estamos inmediatamente convencidos de que una de las propiedades del Espíritu es la libertad; pero la filosofía nos muestra que las propiedades del Espíritu subsisten sólo gracias a la libertad… (p. 77)

No es menester en este trabajo el resolver la concepción filosófica sobre el tema de la Libertad; menos aún ha de serlo el de debatir las posturas de Kant y Hegel en torno a ella. Más bien se inclina por acuñarle a la libertad una percepción del espíritu aventurero que se ceñía en cada hombre hecho pirata. Una de las principales exigencias de las cofradías piráticas, era precisamente, la de que cada integrante o aspirante a la hermandad, debía ser un individuo de espíritu libertario y, si en su cuerpo consignaba señas de ello (mutilaciones, heridas viejas, entre otras), era mejor aún para dársele el visto bueno. Así que, la libertad es vista acá en su sentido más amplio; en lo más vulgar de su expresión por siglos; es decir, como mera libertad de acción sin prescripción de normas, reglas, leyes u otra restricción que las acordadas por los propios libertarios.

Lo filosófico y lo histórico, lo histórico y filosófico; se utilizaron a lo largo del tema expuesto por la importante incidencia de cada una de estas disciplinas del pensar humano sobre las concepciones en torno al hombre, al Estado y de éstos, la libertad. Pero, fundamentalmente, de cómo se gestó por las organizaciones de los corsopiratas americanos – a nuestro modo de ver – una forma distinta de hacer Estado; el de los Estados Flotantes.

V. ¿Por qué retrotraer el hecho histórico?

El Estado – como se refirió al comienzo de este trabajo – nació cuando el hombre fue capaz de organizarse y autorregularse. Desde las relaciones sociales más primitivas hasta las más avanzadas – ésas que hicieron la guerra para alcanzar la paz – se dio cimiente al Estado.

El Estado en su simplicidad y complejidad fue producto del hombre, del pensar, del uso de la razón; por ello le ha acompañado en el largo devenir histórico de la humanidad, se ha revitalizado en su longevo camino y habrá de desaparecer, cuando desaparezca el propio hombre.

El Estado, pues, se convirtió en alma de los pueblos; en su organización, en su forma de vida. Por supuesto que es imposible concebir al Estado sin el hombre; pero a estas alturas de la historia de la humanidad, también es imposible concebir al hombre sin el Estado. Uno a otro se produjo y reprodujo; es un flujo y un reflujo constante de hacer y hacerse; en otras palabras, el Estado es para el hombre lo que éste es para él. Kant se refirió al Estado como un organismo de fin último (teleológico) sustentado en las relaciones mutuas de los individuos. Hegel por su parte, lo concibió únicamente, como la realización de una idea moral objetiva, sustentada – como se expuso con anterioridad – en el espíritu y la religiosidad.

El Estado abarca la conducta humana en sus relaciones sociales, económicas, políticas, jurídicas y todas las demás formas de interrelación posible para los hombres. De allí que el Estado cada vez se revitaliza y también los estudios y propuestas acerca de él. Por ello, en este trabajo se hace un corte histórico en el decurso temporal de la piratería americana, y se retrotrae hasta nuestros días el hecho organizativo y jurídico de las hermandades piráticas (cofradías) para acuñar desde un enfoque filosófico-histórico, la concepción de los Estados Flotantes.

En lo que concierne a retrotraer el hecho histórico, bien vale la pena hacer referencia de Emmanuel Kant (1981) lo que a continuación se expone:

Es lícito esparcir en el curso de una historia presunciones que llenen las lagunas que ofrecen las noticias; porque lo antecedente, en calidad de causa lejana, y lo consiguiente, como efecto, pueden ofrecernos una dirección bastante segura para el descubrimiento de las causas intermedias que nos hagan comprensible el tránsito (…) Sin embargo, lo que no puede osarse en el curso de la historia de las acciones humanas, puede intentarse en sus orígenes, (…) Porque no hará falta inventarla, sino que puede ser sacada de la experiencia sise supone que ésta en los comienzos no fue ni mejor ni peor que la que ahora conocemos… (pp. 67-68)

Se comparte con Kant (1981) para el desarrollo de la idea en torno a los Estados Flotantes, lo referente al intento de partir del origen de los hechos históricos sin necesidad de recurrir a la especulación. Todo cuanto se diga del Estado; de lo que éste significa y significará para la vida del hombre, no será mera especulación siempre y cuando se le entienda como entidad filosófica (la idea) e histórica (la práctica). Es decir, de cómo se concibió y después cómo los grupos humanos son inseparables del espíritu del Estado. Más allá de la organización, de la ambición de los pueblos, de la guerra, de la paz; hay y habrá para cada individuo un Estado posible, para cada sociedad un Estado posible; éste último de los casos es el que tiene que ver con lo que aquí se expone: Los Estados Flotantes como hecho filosófico-histórico posible.

VI. Conclusiones

La idea de exponer una nueva concepción de Estado, no puede ser visto como simple atrevimiento; es más bien, un aporte muy modesto a lo que apenas tiene por objeto, abrir el apetito de muchos estudiosos del tema, no sólo en lo filosófico e histórico, sino también en las demás ciencias que aportan a la concepción de Estado líneas maestras, bien vale mencionar: las ciencias políticas y jurídicas que se han encargado de darle forma compuesta al deber ser y el es del Estado. La infinitud del Estado, es la infinitud de su estudio.

VII. Bibliografía

Inédita

Bibliográfica

Cabrera P. Geniber J. (2005). Actitud de la Corona española y de los pobladores de la Borburata del siglo XVI, ante las incursiones de piratas y corsarios. Tesis de Magister Scientiariun en Historia de Venezuela. Universidad de Carabobo. Valencia-Venezuela.

Editas

Bibliográficas

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  • Braudel, Fernand (1991).
  • Comte, Augusto (1984).
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  • Condorcet (1942).
  • De Azcárraga y de Bustamante (1950). El corso marítimo (Concepto, justificación e historia). Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Instituto «Francisco Vitoria». Madrid. Diana, Artes Gráficas.
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  • Maquiavelo, Nicolás (1997).
  • Marx (1978).
  • Porras Rangel (1996).
  • Turgot (1998).
  • Vico (1984).

Autor:

Geniber Cabrera P.

I.U.T.P.C.

Datos personales

Geniber José Cabrera Parra: Sub-Director del Instituto Universitario de Tecnología Puerto Cabello. Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales; Magister Scientiariun en Historia. Investigador del Archivo General de la Nación. Investigador del Archivo General de Indias. Vice-Presidente de la Asociación de Historiadores Regionales y Locales, capítulo Carabobo.

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