Combate contra la envidiaOxford: La Cátedra Andrés BelloDos hijos de postínLa IndustriaGuaridas provisionalesEuropa a dúoLa Gran VenezuelaLa ternura descubiertaDestino: la IntoleranciaLa reforma del estado del EstadoEncuentro con la culturaParís: en busca de mí mismoLa política en la UCAB y el equipamiento de barriosLos astronautas Descargar

Ocho lustros y medio

Enviado por irapavilo


    1. Premios
    2. Mi infancia: un corredor
    3. La Salle y el callejón
    4. Berta, Enriqueta y Roberto José
    5. Las travesuras en la Católica de Jesuitas
    6. Al encuentro de Dios
    7. La difusión de la palabra del Señor
    8. Candela y terremoto
    9. Los astronautas
    10. La política en la UCAB y el equipamiento de barrios
    11. París: en busca de mí mismo
    12. Encuentro con la cultura
    13. La reforma del estado del Estado
    14. Destino: la Intolerancia
    15. La ternura descubierta
    16. La Gran Venezuela
    17. Europa a dúo
    18. Guaridas provisionales
    19. La Industria
    20. Dos hijos de postín
    21. Oxford: La Cátedra Andrés Bello
    22. Combate contra la envidia

    Premios

    Las autobiografías tienen el mismo problema: o son "memorias", en el sentido más burocrático del término o son novelas o son cualquier cosa y vaya usted a saber qué, como la mía…

    Fernando Savater

    Lo peor de los sentimientos es que carecen de sentimientos. Al menos, cuando se trata de buscarles una mínima explicación, ya sea ante otra persona, o en ese silencio confuso en el que nos hablamos a nosotros mismos. No es fácil verbalizarlos, resulta difícil encerrarlos en la jaula de una oración; ni los más hábiles aciertan al cien por cien al tratar de atraparlos en un círculo, más o menos lógico, y por tanto, controlable, del lenguaje humano.

    Braulio Llamero

    Defiéndeme, Señor del impaciente,

    Apetito de ser mármol y olvido

    Defiéndeme de ser el que he sido.

    Jorge Luis Borges

    Introducción

    Me he quedado solo en casa; sería un buen momento para inspeccionarla.

    Salvador Pániker

    Poco y mucho dicen estos recuerdos, añoranzas, afectos y circunstancias: son lo que son, nada más, inspeccioné mi casa, encontré lo de siempre y también lo nunca visto, oído, sentido, palpado, olido: humo, fuego, cenizas de muerte, vida y resurrección.

    MI INFANCIA: UN CORREDOR

    La infancia es el sueño de la razón.

    Rousseau

    Rudyard Kipling cuenta que su primer recuerdo de infancia fue: "el de un amanecer, su luz y su color y el dorado y rojo de unas frutas a la altura de mis ojos". La exclusiva luz crujiente fue el recuerdo más lejano de Antonio Colinas, después vendrían otras:"… fogosas, luces de oro, luces blancas y espesas, luces verdosas o hasta temibles luces negras". Luis Britto García confiesa que su primer recuerdo fue: "la vista de una quebrada de automóviles herrumbrados en San José del Ávila."

    En mi caso, estiro los brazos y la memoria, lo más que puedo, hasta que duelen, para recoger un mojón duro, pequeño, de mi hermano Alfredo, quien en una de sus flojeras vitales y no intestinales, dejó abandonado debajo de una de las camas de nuestro cuarto. Este es mi primer y más remoto recuerdo de casa, habitación y hermanos compartidos: primero uno, luego dos fratellí durmiendo conmigo en cuartos de pequeñas y estrechas casas de la Parroquia San José de Caracas. Esa comunidad familiar impuesta pero necesaria, me confirmó desde muy pequeño que la convivencia es siempre más difícil que la soledad: una luz prendida más allá de la medianoche, un ronquido, un llanto quedo, una masturbación furtiva, un entendimiento a dos para joderme, eran conductas y situaciones comprensibles entre nuestros siete y dieciocho años de edad.

    Ni Alfredo ni yo conocíamos el valor simbólico de aquel pequeño mojón, sería el regalo más valioso que mi hermano me daría en su vida; tiempo después leyendo lo escrito por Sigmund Freud, en 1917, me enteré que:"el niño no experimenta repugnancia alguna por sus excrementos, a los que considera parte de su propio cuerpo, se separa de ellos contra su voluntad y los utiliza como primer regalo a aquellas personas a las que aprecia particularmente." Gracias atrasadas Alfredo por tu infantil y no reconocida distinción.

    Mi infancia, como toda infancia presumo, pasó rauda, a millón, con mis hermanos y a pesar de ellos, protegida por un abuelo y una abuela diseñados para la ternura, ambos vivieron y murieron prodigando amor en aquella, la llamada por nuestros vecinos: La casa de dios.

    Mi abuela era más feliz dando, regalando que recibiendo. Vivimos muchos años en casa de los abuelos paternos, Tomás y Berta, mientras mi mamá, María Enriqueta, trabajaba como secretaria en un ministerio comodín de la guanábana, del punto-fijismo, de la partidocracia: el Ministerio de Comunicaciones, después crecido con el añadido del transporte.

    Mi padre hace tiempo que se había marchado física y afectivamente de nuestras vidas, hombre legendario que no llegó a ser mi héroe, se exilió un buen día del hogar dejando tras de sí un perro de yeso fragmentado, una televisión Silvana astillada en su punta superior izquierda, cinco hijos llorando, una mujer desolada, una suegra auto-suficiente que sentenció: tampoco es para tanto, hombre es lo que sobra, un abuelo, viejo siempre viejo, dispuesto a tomar la batuta de una familia que no terminó convertida en orquesta afinada y acoplada; tampoco el éxito del concierto dependía de Tomás, los ejecutantes debíamos tocar nuestros instrumentos y así lo hicimos, en repetidas ocasiones, sin embargo, en ese entonces, no conocíamos que las partituras eran diferentes.

    Un día de paso fugaz y pendenciero, Roberto que así era el nombre de mi padre, y el que por razones de linaje y sucesión también porto, aunque todos me conozcan por Enrique; bizarra costumbre nominativa de una familia que para no confundir al padre con el hijo, decidió llamar a cada uno de los hijos de mi madre, y no de mi padre quien nunca más apareció por la casa ni por nuestros corazones, por el segundo nombre: Enrique, Alfredo, Raúl, Nacarid y la siempre inevitable excepción; la nené, quien después retomó su primer nombre: Mariela para tampoco ser confundida con mi mamá: Enriqueta, así pues Mariela Enriqueta continúa llamándose y por Mariela la seguimos conociendo.

    Nombres indelebles llevo a cuestas: el Roberto Enrique, como solían llamarme algunos integrantes de mi familia, mi abuela, unas tías, la muerte lo ha puesto en desuso o entre paréntesis, – quién lo sabe -. Durante mucho tiempo, debido a mi precocidad y a una cierta cara de niño asustado, me llamaron Enriquito; hoy a la altura de los cincuenta, amigos de hace más de 40 kilos y mucho más cabello, todavía me saludan con el cordial: ¿Qué hay Enriquito? Sin embargo, para mí ese, el tal Enriquito, quedó atrás, muy atrás, tiempo hace. La vida profesional iniciada a temprana edad me ha llevado a ser sin solución de continuidad el doctor, el señor, el profesor, el director, el decano, y Don Enrique Viloria Vera, por obra y gracia de una de las decisiones más rápidas e importantes que he tomado en mi vida.

    Regreso de nuevo a nuestra primera casa de San José, al final del Callejón Santa Elena, juego en un corredor que en mis primeros años semejaba un inmenso estadium. Fue mi primera cancha deportiva, allí circulaban raudos carritos de todos colores, las metras, las bolondronas rodaban libertarías, los soldaditos de plomo libraban confusas e interminables batallas, muriendo y resucitando para volver a entrar en combate. Las ratas también hacían lo suyo; para recoger el agua de lluvias, paralela al corredor, había una cuneta, donde más de una vez una que otra rata se asomaba para que Berta, cual combatiente medieval, luego de atraerla con algo de comer, le arrojara, desde las almenas de su castillo familiar, una olla de agua hirviente que desollaba pieles y aprehensiones. Desde entonces mi temor a los roedores, a su curiosidad olfativa, a su cara de yo no fui, todo sin haberme enterado aún de que esas pulgas que anidan y crecen golosas en su cuerpo fueron las culpables de la gran peste negra que diezmó a Europa en la Baja Edad Media. Todavía recuerdo las nuestras, no aquellas magras, flacas, como las que llegaron de Crimea cómodamente instaladas en las bodegas de los barcos de los comerciantes venecianos, sino las mías, gordas, grises como ratas grises, dientonas, impávidas, poco gentiles, retadoras, apostando por su capacidad para desaparecer con ardides de magas o hechiceras, mostrando audacias de paracaidista, de escaladoras de Himalayas.

    Mis odiadas ratas muchas veces acudieron, por sí solas, a mi encuentro, incluso a mi pent – house de Caracas, mi ático caraqueño, hasta allí, un sexto piso alejado del suelo, llegó una de mis ancestrales enemigas descifrando el laberinto de los ductos de basura, atraída por el olor seductor e incitante de una familia que aprecia el queso francés bien fait. Aquella rata, descarada y aventurera, terca e insistente, pereció valientemente en recia batalla con nuestra señora de servicio de la época, Teresa, quien pacientemente la aguardó y con gusto la apaleó, pensando, disfrutando, gastando anticipadamente la jugosa recompensa que le había ofrecido si la traía viva o muerta. No me atreví a ver su cadáver, me bastó la palabra de la decidida combatiente barloventeña. Tiempo después, estudiando, viviendo, siendo en París, en el París de los setenta del Siglo XX, tuve otra vez noticias de mis ratas, de muchas de ellas, un ejército de roedores nos acompañaba solidario e indiferente en nuestras correrías nocturnas por el viejo barrio de Les Halles, cuando el restaurant Au pied de côchon era exclusividad de bohemios, borrachos y marchantes del hoy desaparecido mercado. Mis amigas, sus incontenibles e innumerables descendientes continúan seguramente ahí, en el Beaubourg, esperando silentes el menor descuido de vigilantes y curadores para darse el gran banquete con un collage de Picasso o más chauvinistamente con un lienzo de Georges Braque.

    Antonio Machado escribió que su infancia" son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero", la mía fue el corredor de Santa Elena que servía también de lindero con una casa vecina, habitada por un matador de toros famoso y envejecido, el señor Manrique. Nunca lo vi en traje de luces o faenando con el capote ejecutando una media verónica; lo recuerdo magro, enjuto, acompañado de su inseparable esposa, Corina, quien junto con mi abuela disponían de un canal de distribución aéreo, de intercambio afectivo de bienes que denominamos la ventanita del aire. A través de esa inexistente e innecesaria ventana, iban y venían majaretes, naranjas, polvorosas, caraotas, cachapas, así como cualquier otro manjar recién salido de unos hornos fraternos que desconocían el egoísmo y la soledad.

    Mi infancia en la casa de Santa Elena fue breve, mis recuerdos duros aunque escasos. Tomás recibió una herencia, cuotaparte de un legado de una lejana y desconocida tía-abuela muerta en San Cristóbal, con ese dinero nos mudamos de San José a San José, a la que hoy es la exclusiva casa de los Viloria. Doña Berta, mi abuela, la tacamajaca, propietaria original, murió hace algunos años, sus nietos se apropiaron de la denominación del inmueble ubicado en el Nº 126 de Brisas a Placer. En esta nueva casa cambié el corredor por el callejón.

    De mi infancia guardo recuerdos gratos, placenteros, no hay trauma que exhibir ni psiquiatra que alimentar. Fui al colegio primario, a uno pequeño, privado, propiedad de un amigo de mi padre, Florencio Chacón, en el que como quien no quiere la cosa, ante la ausencia de normativas o reglamentaciones de ingreso, comencé la primaria a mis escasos cuatro años. A esa edad era el juguete favorito de mi mamá: Enrique ¿de qué color es el caballo blanco de Bolívar?, hijo cuál es la capital de Venezuela, cuántos son dos más dos. Preciso y certero en mis respuestas fui ascendiendo de grado y trasladado de aula en aula hasta quedar bajo la tutela de mi maestra por antonomasia, la Sra. Gladys Millán, quien prodigó todo su cariño y parte de su asombro a ese carajito tan inteligente.

    LA SALLE Y EL CALLEJÓN

    El fundamento verdadero de la felicidad: la educación

    Simón Bolívar

    San José, la vieja parroquia caraqueña, continuó siendo el predio de mis andanzas adolescentes. Ahora con diez estrenados años y en casa nueva, comencé mi bachillerato en el Colegio La Salle de Tienda Honda. No tengo epítetos ni adjetivos para narrar mi felicidad de aquel lustro. El colegio lasallista fue mi segunda casa, salía raudo de sus aulas para volver, después de almuerzo, a jugar pelota con la mano, ver ensayar la banda o envidiar la flexibilidad de unos atletas que, bajo la dirección del terrible profesor Castro, hacían piruetas sobre el potro o la barra fija.

    Asmático dicen que fui, protegido por un certificado médico quedé exento de efectuar gimnasia; todavía conservo el récipe, lo exhibo en gimnasios y laboratorios de salud, aunque una que otra tarde, en un splint desconocido, sea capaz de recorrer cuatro o más kilómetros para tranquilizar mi conciencia y movilizar los kilos de más que el saber y el pensar profundo instalan como rollos en una existencia que desea evitarlos.

    Vuelvo a La Salle y sus pasillos, comencé mi bachillerato en un extremo, cerca del árbol señorial del patio. Como buen hombre de ciudad, desconozco su nombre, sólo recuerdo su fruto: el cachito que pulíamos y pulíamos para luego perforarlo, pasar una cadena a través del mismo y convertirlo en llavero sin llaves. A la sombra de aquel árbol se encontraba el home y más lejos, en el otro lado, a dos pisos de altura, la balaustrada, la cerca, el lindero que la pelota bateada con la mano debía superar para convertir el batazo en jonrón festivo y celebrado. Medardo Fraile, excepcional observador de lo nimio, reivindica el valor de la simple y anodina pelota, dice Fraile:"…es el juguete número uno sin lugar a dudas. Es como si no pudiese extraérsele jamás el jugo, como si nunca envejeciera, como sí nos sorprendiera con una pirueta nueva en cada bote. Su simplicidad la hace asequible al más pobre y nos salva de la tentación humana de ‘verle las tripas’." Una cordial y anónima pelota de goma, bateada con la mano, nos hizo felices casi todos los días de nuestro lasallista bachillerato.

    De esos tiempos adolescentes conservo también mis mejores recuerdos. Eran los 60’s, los celebérrimos sesentas que, en una ciudad pequeña y pacata como Caracas, nada tenían que ver con los de Londres, Paris o California. Cierto que llegaron los Beatles y que los Darts hicieron lo suyo para poner a la juventud a bailar el pájaro bañista – a bari a bari a bari a bari be – o a conquistarse entonando la letra de baladas birladas a Lennon o a McCartney, pero lo nuestro era otra cosa: picó y la Billo’s, José Luis Rodríguez, Memo Morales y Cheo García, mientras que en Europa veían a sus chicas paradas allí, nosotros evitábamos que el tigre se comiera nuestras carnes morenas.

    La Salle y el callejón fueron el epicentro de mi vida adolescente en una Caracas cordial que todavía no conocía la desconfianza y el delito, no había necesidad de puertas cerradas, ni ojos mágicos se instalaban para cerciorarse de quien vivía; la gente empujaba la puerta y deslizaba sus buenassss, gente de paz, pasaporte suficiente, salvoconducto innecesario que ponía al alcance de amigos y vecinos intimidades que no tenían nada que ocultar.

    La Salle de Tienda Honda y el callejón Las Brisas fueron juego y fanatismo, béisbol y tertulia, pasión por lo hecho esa noche, ese domingo inolvidable, por Vitico y César Tovar, arrechera infinita con el Carrao Bracho y Camaleón García. Los fanáticos del Caracas, al igual que los del Magallanes, esperábamos el encuentro entre los eternos rivales, eso que los españoles llaman ahora castizamente el derby, para angustiarnos y aguantar la respiración hasta el fin del juego, porque como dicen que decía Yogy Berra el juego no termina hasta que se acaba. Al día siguiente, fiesta y echonería si había ganado el Caracas 9 a 0; expectativas por ver al gordo Jiménez comiéndose nueve arepas, rellenas y consumidas con riguroso luto, una por una, por cada cero recibido por el Magallanes, divisa y temprana razón de ser de su beisbolero y adiposo fanatismo.

    La Salle y el callejón, de ambos convergen recuerdos desiguales y olvidos involuntarios. De La Salle muchos recuerdos, ningún olvido, emociones, alguno que otro miedo por siempre haber sido el más pequeño, la sopa de alguno de los más grandes que, entre zancadillas, chicotes y guatacos por las orejas, hacía valer su condición de capo di tutti capi. Pocos o casi ningún amigo conservo, Víctor Guédez, coetáneo pero no contemporáneo en términos de Ortega y Gassett, anduvo por esos pasillos antes que yo, de él conservé una imagen desvaída que después el tiempo y la amistad ayudaron a concretar. Del callejón, por el contrario, guardo, atesoro valiosas e insustituibles imágenes de amigos, panas, compinches, cuyos nombres y apellidos verdaderos o completos nunca conocí: el Buitre, Ratón sucio y percusio, Gorilón, Canuto, el Flaco, Ezequiel, Julio, Daniel, conmigo y mis hermanos jugaron chapita, la infaltable pelota bateada con la mano, fútbol con el aplastado envase de cartón de chico-malt sirviendo de balón de la FIFA, a la vez que construíamos futuros inventados y alentábamos enamoramientos no correspondidos en tertulias sin fin hasta bien entrada la madrugada, protegidos por cobardes valentías adolescentes.

    El callejón Las Brisas era variopinto, en él y en sus cuadras adyacentes moraban tanto familias tradicionales de una Caracas que no salía de sus parroquias como inmigrantes italianos , lusitanos o españoles que habitaban en casas de pensión, falansterios, viejas casonas transformadas en largas sucesiones de cartuchos autosuficientes, o bien regentaban los abastos y panaderías de la parroquia, cuando todavía el efectivo era innecesario y desconocidas las tarjetas de crédito; bastaba con el simple anótelo por favor y un muñón de lápiz estampaba cifras menguas sobre las páginas de un cuaderno que fungía de libro de contabilidad contentivo de las cuentas por cobrar de todos los vecinos de la cuadra. Joao de Funchal, De Souza de Nogueira, Da Silva de Lisboa, Faustino Soto de Asturias, Zenodio Rodríguez de Andalucía, Constantino González de Galicia , Massa y D’amico de Italia, Roselló de Cataluña, Alberdi del país vasco, rondan en espíritu por las calles y plazas de sus pueblos ibéricos e itálicos, navegando por sus mares, evocados por sus descendientes, mientras sus cenizas yacen en algún rincón de una Venezuela que no supo de racismos, de extranjeros, de ciudadanos de segunda, de inmigrantes indeseados.

    Aquellos tiempos de irresponsable inocencia infantil y adolescente los recogí en un poema que da titulo a alguno de mis libros más sentidos:

    INFANTERIAS

    Después de tanto decantar

    de tanto cernir

    vivencias sitios

    lugares amigos

    los exámenes del colegio la salle

    el farol que alumbraba optimista

    los estudios realizados al aire libre

    en la silla de extensión

    cuando se comentaba con amigos

    que ya no están un beso sin saliva

    el primer roce de una mano femenina

    Puedo sumar también

    la ausencia de un padre legendario

    que no alcanzó a ser mi héroe

    un abuelo siempre amigo

    una abuela que nunca

    saldrá de mi corazón

    De mi madre

    es poco y mucho lo que queda

    cualquier recuerdo suyo

    tiene un toque de infelicidad

    un tono de desesperanza

    de amores que no pudieron ser

    Van quedando

    la inagotable chaqueta

    la camisa manga larga

    la pulcritud el horario

    y sobre todo

    este maldito sentido de responsabilidad

    que me lleva

    a levantarme todos los días

    para hacer lo que tengo que hacer

    como si fuera

    el último minuto de mi vida

    BERTA, ENRIQUETA Y ROBERTO JOSÉ

    Detrás del nombre hay algo que no nombra.

    Jorge Luis Borges

    Mi padre continúa vivo, sigiloso, inadvertido, ronda en el desconsuelo y desesperanza de mi madre, habita en el recuerdo de mi abuela tan cercana a él en creencias y conductas. Roberto José Viloria Avendaño, trujillano de fina estirpe, nacido en Lagunillas de Mérida como consecuencia de la huída de mi abuelo Seferino, quien desde Escuque – el alto – guarida requería como castigo por su participación en acciones contra un régimen gomecista que no admitía disensos ni enemigos, al menos eso me han dicho.

    Roberto para amigos y hermanos, Viloria para mi madre y mis abuelos, nadie para nosotros. ¡Qué baina con los apellidos en nuestro país!; habrá que recordar que Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra, en virtud del crecimiento y movilidad de sus súbditos lo impusieron, eliminando sin remordimientos el vínculo, el lazo con la puebla o el pueblo natal propio. Los españoles no necesitaron hacerlo, ya lo hacían, su pureza de orígenes debía ser mostrada a fin de justificar que, en su sangre, no corrían hematocrito o hemoglobina judía o mora. En Venezuela continuamos en tiempos de Castilla y Aragón, limpiando linajes, remendando apellidos, ocultando ancestros, enderezando, en vez de sembrarlos y abonarlos, árboles sin genealogía. El Viloria de mi padre es navarro, dos brezales, dos flores; el Vera de mi madre aragonés, toponímico, a la orilla de; Avendaño, vasco, lugar de arándanos, tejos o endrinos, y el Márquez, patronímico, descendiente de Marcos. Consigno mis apellidos a los fines de cualquier nuevo registro de pureza racial que la historia de la humanidad, imprevisible, nos depara en formas evidentes o camufladas.

    En el entierro de Félix, mi padrino, su hermano mayor, dispuesto a hacer una concesión contra el orgullo y la distancia impuestos seguramente por su suegra y por mi madre, reencuentro a mi padre, elegante, bien trajeado. En un Bel-Air de dos colores, blanco y negro, como zapato de bailarín cubano, salgo con él a comerme un helado de no sé qué en no sé dónde. Regresé a la casa de mis primos para despedirme de mi tío muerto y de un padre que desde aquél día también murió.

    Muchas cosas de Roberto se decían, alababan su conducta solidaria, su pasión por la igualdad y la justicia que lo llevó a militar en la extinta y siempre práctica Unión Republicana Democrática (URD). Enriqueta guarda en alguna gaveta del escaparate conyugal o en su corazón tal vez, volantes, afiches, dípticos, ya no en blanco y negro sino en ese amarillo que adquiere el tiempo en los papeles, donde figura el nombre de mi padre junto a los de Jóvito Villalba, Alirio Ugarte Pelayo, Simón Antonio Paván, Blonval López y algunos otros compañeros de su partido, quienes tiempo después, como Ministros uerredistas, comodines de la democracia, ayudaron a mi madre a mantener cinco bocas, como ella, orgullosa, gusta de recordar.

    Roberto José era querido y apreciado, me consta, cuando en detestadas ocasiones, saco en mano, acompañaba a mi mamá al viejo mercado de San José: Marchantica ¿Cómo está?, ¿Qué sabe de Viloria?, pruebe, lleve, después me paga, saludos a Roberto. Más de una vez tuve conciencia de la aceptación que mi padre despertaba en los demás, de oportuno y florido verbo, siempre fresco, presto a los tragos y al placer, al dominó y las bolas criollas, a llamar a la gente por su nombre, a piropear a las mujeres feas que también, decía, tienen derecho, al viaje de campaña, al mitin y al exilio.

    Exilio doble, del país y de su familia, del político poco sé, nunca me interesó mucho saber por cuánto tiempo y dónde estuvo, algunos recuerdan que salió por Coro a Curaçao y después regresó para instalarse definitivamente en Valencia. Por boca y cuentos de un medio hermano, Roberto Rodríguez, aprendí a conocer algo del otro Roberto, del poeta aventurero que no encontró destino en la política ni en la capital de Venezuela, donde esposa y cinco hijos quedaron pendientes de alguna explicación, de una de esas respuestas que sustentan extrañamientos y olvidos a la vez que apaciguan hipótesis y sorpresas.

    Dicen que Berta y Roberto compartían la misma alegría de dar, que ambos eran capaces de quitarse de encima una prenda de vestir para ofrecerla solidarios a quien la necesitara, puedo dar fe a medias por lo que a mi abuela corresponde. Chiquita, indiada, autoritaria y analfabeta funcional, nunca entendió cómo las letras entraban por los ojos, las recortaba y se las comía, se las tragaba en seco, no en un, dos, tres, sino en un a b c. Leía como si fuese un silabario humano: mi ma má me a ma yo a mo a mi ma má, firmaba lentamente, dibujando cada letra con un esfuerzo supremo que la llevó a morir sin testamento, pero con su entierro semanalmente pagado al cobrador de una funeraria que, lunes tras lunes, tocaba la puerta de la casa de San José: La Coromoto, La Coromoto.

    Roberto murió y Berta también. Cuentan los allegados de mi padre que en plena agonía, presentida la pronta llegada de la Parca y advertidos los servicios fúnebres, alguien le propuso avisar a sus hijos de Caracas y a sus hermanos en Barquisimeto; su respuesta fue contundente: ¡Coño déjenme morir tranquilo, esto no es una parrilla!

    Roberto, el otro, Rodríguez, así me lo contó una tarde de parrilla verdadera en un cortijo mirandino, donde mi medio hermano vivo convidó a nuestro padre muerto para revivirlo en mi memoria. Tiempo después, pensando quizás en el velatorio paterno al que nunca asistí, le dediqué este poema:

    PADRE

    Me acerqué

    a la urna

    para contemplar

    por primera vez

    tu rostro

    los gusanos

    ya se habían encargado

    de preservar

    tu anonimato

    Ni mi madre ni mi padre héroes fueron, Enriqueta siempre fue demasiado cobarde para asumir más riesgos de los que tenía y Roberto demasiado parrandero. Mis invencibles e indiscutibles personajes de aquellos tiempos fueron otros: Hopalong Cassidy, El Llanero Solitario, Toro su amigo y las infaltables balas de plata; el Cisco Kid y su ayudante Pancho, es decir, yo y mi hermano Alfredo, disfrazados, yo como Cisco, él como Pancho, posando ante un fotógrafo de postín a quien las familias caraqueñas le encargaban más que un daguerrotipo, un antídoto contra el olvido. Creo que desde aquella foto de carnaval, Alfredo mi hermano comenzó a odiarme sin que lo supiera, fueron necesarios treinta y tantos largos años para hacer las paces de una guerra que nadie declaró. Superman también se instaló en nuestra imaginación, comprar, intercambiar, leer comiquitas era la distracción favorita, tebeos las llaman en la Madre Patria, no recuerdo quien propone denominar, no a los tebeos sino a España, la Tía Patria. Batman y Robin, el hombre de acero y la mujer maravilla, y todo un club de superhéroes llegó primero en forma de historieta y luego como serie de televisión o largo filme para incitar la imaginación de unos adolescentes que, poco a poco, fuimos desprendiéndonos de la fantasía ajena para enfrentar realidades propias. Primero fuimos vaqueros a caballo, ignorantes de los diez mandamientos del cowboy que Gene Autry escribió en 1939: Un cowboy nunca toma, aprovecha honestamente una ventaja. Un cowboy nunca traiciona sus creencias. Un cowboy siempre dice la verdad. Un cowboy es amable con los niños, los ancianos y los animales. Un cowboy no tiene prejuicios raciales o religiosos. Un cowboy es solícito, siempre echa una mano a los que están en apuros. Un cowboy es un buen trabajador. Un cowboy respeta a las mujeres, a sus padres y las leyes del país. Un cowboy es un patriota. Hoy, vueltos a leer estos preceptos me convenzo de que George W. Bush es el cowboy por antonomasia, al menos en creencias, sus conductas que las juzgue Alá. Más grandes, mis hermanos y yo, dejamos las cabalgaduras para, con alas propias, intentar volar, sin nada saber de turbulencias, techos bajos y escasa visibilidad. Bambilandia, aquel país donde los niños eran felices y gozaban más, fue quedando en el olvido.

    Berta, mi abuela, falleció décadas después, tranquila, alejada de su pequeño mundo: su casa, su hija, sus nietos; se negó a comer y se echó a dormir, cerró labios y ojos, el recuerdo lo mantuvo abierto para contemplar con ternura a su azabache, a su blanco perla, a su nené, a quienes continuaba adorando en medio de su aislamiento: ¿Quién es Roberto Enrique?, mi nieto más querido, mi azabache, mi príncipe, ¿Y yo quién soy? ¡Ay señor yo a ud. no lo conozco! Acompañada de los suyos, no de nosotros, recorrió los días, las horas que le faltaban para subir al cielo a chismear con su vieja amiga la Virgen de Las Mercedes. Antes de morir se despidió mentalmente de los más viejos, de sus padres que no conoció, de sus hermanos muertos de verdad y de una tía suya, Julia, que moría de mentira, dos veces resucitó, una más que Cristo, y lo hizo siempre puntualmente, veinticuatro horas después de haber dejado de respirar. Cuando de verás se murió nadie le creyó. Aún así, comparto con Borges la idea de que: "no hay leyendas en esta tierra y ni un solo fantasma camina por nuestras calles".

    Sin embargo, los vecinos del Callejón Las Brisas cuentan que en la nochecita, cuando la fresca entra, se escucha, a lo lejos, una dulce letanía, una cancioncita, que nada tiene de llanto de sayona o chiflido de silbón, procede del viejo cementerio de los hijos de Dios: es un cántico monótono, repetido, desafinado, entonado por una voz femenina como de nona, de abuela huérfana: No tengo padre, no tengo madre, no tengo a nadie que me quiera a mí.

    * * *

    En Cadillac negro ninety nine, con cola de cisne, brillante, recién pulido, transitamos Roberto y yo por la autopista, mi padre conduciendo tranquilo, volante y cigarrillo en mano. La Avenida Bolívar tomamos para dirigirnos luego al norte, Ávila enfrente, San José en la mirada. De pronto dos, tres, carros de patrulla del régimen hacen sonar sirenas de las viejas, ululantes, aullando a tiempo completo sin intermitencias, espasmos o interrupciones, Roberto, retrovisor revisado, dice ¡coño nos persiguen! Ordena: acuéstate atrás; pequeño y ágil me tiendo largo a largo en el piso del carro al tiempo que ráfagas de ametralladora comienzan a oírse a la distancia. Roberto gira el inmenso volante de un lado al otro, toma a la izquierda, cruza a la derecha, continúa a toda chola conduciendo experto y decidido por estrechas callejuelas, laberinto descifrado por un connaisseur experto en armar ovillos. Vamos adelante, les cogemos distancia: carajito mucho cuidado, ¡no te asomes¡, ¡no levantes la cabeza¡, ¡ tírate al suelo¡; lloriqueando cumplo una orden que años después también acataría estrictamente en Santiago de Chile durante la segunda quincena del mes de septiembre de 1973.

    Roberto se concentra en la carretera, acelera, cambia de canal, dribla, esquiva motos y autobuses de la Circunvalación No 2, la verde, cruza calles, utiliza el hombrillo, no respeta aceras, se sube, se monta en ellas, pasa entre árboles y parquímetros, los evita, al fin salimos a descampado, detonaciones en la distancia anuncian distanciamientos. Mi padre llega por Altagracia a San José, por la parte de atrás, camino conocido, pan comido.

    Como pícaro Don Gato, papá frena el carro, retrocede, entra en un oscuro cul de sac, apaga las luces, coloca un paño negro sobre el farol de la esquina, regresa al carro, se tiende en el asiento delantero, yo continuo pegado y orinado en el piso trasero, inmóviles, sin respirar. Las patrullas de la Seguridad Nacional pasan de largo, un, dos, tres zumbidos inolvidables. No nos movemos, con los corazones, el izquierdo y el derecho, latiendo, tum tum tum tum tum tum. Sin muchas reflexiones, retomamos la calle para quedarnos largo rato en casa del Sr. Núñez, un compadre de mi papá acostumbrado a esos avatares de la política en la clandestinidad.

    Los esbirros de la Seguridad Nacional impacientes, arrechos, tocan la puerta de la casa del callejón Santa Elena. Enriqueta les abre, entran en tromba, preguntan, inquieren, registran, despachan culatazos a diestra y a siniestra sin notar que las puertas de los escaparates no tienen llave, testigos mudas de la intolerancia política astilladas continúan en la casa del Callejón las Brisas. En esa ocasión, le tocó a mis hermanos contemplar el allanamiento desde debajo de sus camas; la nené, en brazos de Enriqueta, lloraba sin contenciones, a pesar de las amenazas del Inspector Jefe del comando, quien, hastiado de lágrimas y mocos ordenó: ¡Carajo callen a todos esos muchachos y díganle a Viloria que por esta vez se salió con las suyas! Roberto escanciaba con su compadre Núñez un whisky President, del que gustaba beber el General Marcos Evangelista Pérez Jiménez, quien, a esa misma hora en la Orchila, escanciaba su tercero del día, con soda y bastante hielo, mientras una carajita, en pantaletas y sin sostén, tetas grandes, pezones duros, lo esperaba sentada en la motoneta, para después, teticas en espalda, abrazar una gruesa cintura que ya no era de cadete, y comenzar un paseo playero que culminaría, media hora después, en una cama de la República perfectamente arreglada, a la que Marcos Evangelista llegaba exigente y en calzoncillos comprobando el excelente trabajo realizado por sus edecanes, para luego, medio peo, comenzar a desordenar el lecho, baboseando y abrazando a una jovenzuela virgen y resignada, hija mayor de uno de los Forjadores de la Patria, muy amigo del General, quien aguardaba impaciente el pago de unas valuaciones millonarias por concepto de la construcción del Paseo Los Próceres. El oficio de cancelación todavía no contaba con la rúbrica del generalote, quien, en ese preciso momento, desvirgaba a la inocente y llorosa hija del patriota contratista de la Nación. La Tesorería Nacional hasta hoy no ha emitido la correspondiente orden de pago.

    Indiferente a las conversaciones de los mayores, ya tranquilo, divertido veía a Gaby, Fofó y Miliki en la televisión en blanco y negro de los Núñez; mi madre, en medio de una de las tantas angustias políticas que le dio mi padre, preparaba, ofuscada, el tetero de la nené, las arepas y las natillas de mis hermanos. Yo estaba feliz, los tiros, la policía y la persecución fueron como los de la televisión, mañana se lo contaría a mis compañeros del colegio… para nada, siempre pensaban que eran mentiras mías. Tiempos más tarde, ante una que otra increíble pero real anécdota, también me tildaron de mitómano.

    Tomás, ignorante de lo sucedido, todavía no había llegado a casa con su acostumbrado sandwich de pernil de cochino que reponía la armonía familiar. Berta molesta lo aguardaba resignada, reacomodando el orden de su humilde casa, alterado por las andanzas políticas de su imposible yerno, empeñado en ser líder de una conspiración que a ningún puesto de gobierno le llevó. Meses después, Roberto volvería borracho de una de sus correrías políticas o del lecho de su amor de turno para, entre llantos, gritos y amenazas, ponerle punto final a una paternidad y a un matrimonio de escasa duración. Meses más tarde la vaca lechera con Marcos Evangelista en su vientre, emprendía vuelo de ida sin regreso desde la Carlota y un marino buen mozo, vestido de blanco, cara de galán y de sugestivo nombre cinematográfico, Wolfang, tomaría por un tiempo la jefatura de una Junta de Gobierno que, luego de un complicado proceso de acuerdos y arreglos, convocaría a elecciones generales para darle curso a un acuerdo democrático : el Pacto de Punto Fijo que, décadas después, otro militar, Hugo Chávez, golpista legitimado, pensando como reprocha Saramago que " la patria es sólo de algunos, nunca de todos", convertiría en motivo, en razón de conflictos, desacuerdos e innecesarios odios entre venezolanos, como los que Roberto y Enriqueta, quizás, anidaron en sus corazones, sin que sus vecinos ni sus hijos lo supieran. Enriqueta fue aplaudida a rabiar aquel 23 de Enero, olvidada ya, para nosotros, su pasantía por la Seguridad Nacional.

    LAS TRAVESURAS EN LA CATÓLICA DE JESUITAS

    Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

    Pablo Neruda

    Gustavo Martínez Pérez y su familia, democracia repuesta y exilios adecos en olvido, jugaron un papel estelar en la decisión que a mis quince años, ya bachiller lasallista, debía tomar: ¿Qué estudios hacer?, ¿Cuál carrera emprender?, eran y siguen siendo las típicas preguntas de unos adolescentes bisoños que continúan confundiendo el ser con el hacer. La noche de nuestra graduación de bachilleres, un poco alegrones y con nuestros primeros cigarrillos en manos y boca, rodeados de progenitores y familiares orgullosos, Gustavo me dijo: voy a estudiar Derecho en la Católica: ¿porqué no vienes conmigo?, a lo que respondí: puede ser, pero no tengo dinero para el pago de la matricula y las mensualidades… 60 viejos bolívares que hoy, a valor presente, seguirían costando lo suyo y mucho más. Rápida y eficiente su hermana mayor, cuyo nombre no acude a mi memoria, a pesar que en mis noches insomnes insisto en recordarlo- ¿Luz?- lo resolvió todo, o la mitad, de golpe y porrazo ¡no te preocupes que con tu promedio y tu edad te consigo ya una beca del Concejo Municipal de Sucre!

    Esa beca que luego resultaría media, unida a otra media, sumaron el entero que necesitaba para ingresar a la entonces elitista y excluyente Universidad Católica Andrés Bello de Caracas (UCAB) regentada por la Compañía de Jesús: A.M.D.G.

    Rápidamente, sin muchos análisis vocacionales ni orientaciones académicas, dejando atrás una cierta pasión por la Historia (con h mayúscula que todavía me acompaña), ingresé a la, para muchos, inaccesible UCAB sita en la esquina de Jesuitas de la parroquia Altagracia de Caracas, cuadra y media más arriba de la esquina de Tienda Honda, donde La Salle me había hecho bachiller y feliz, o alegre más bien, como gusta de diferenciar Anaís Nim.

    Alegre, feliz a pesar de los topetazos, de los guatacos por la oreja, de los con to’y mitad, con to’y tumba, de los agavillamientos de los más viejos al más pendejo, es decir, yo. Fuerza y voluntad requerí para una mañana robar un black Jack de esos que, junto con las manoplas, se guardaban (por si los rojos venían) en el Laboratorio de Física regentado por un viejo hermano de La Salle, Francisco, apodado El Chivito, y descargar, con toda mi furia, uno que otro golpe en la humanidad del ahora famoso narrador y comentador hípico Gustavo Ríos. Cuatro golpes de black jack, tres no me jodas más, un corrillo de compañeros exaltados gritando: "dale, dale, dale", un regaño del hermano Jorge – rojo como bombillo de burdel – y un castigo bienvenido: aprenderme de memoria el poema de Andrés Eloy Blanco: Giraluna canta y canta la luna sobre las estrellas, se sumaron a fin de que otro próximo bachiller de apellido Macarone , italiano de ancha frente y andar pausado, viniera a ser el nuevo objetivo de unos topetazos lanzados por sus compañeros al garete, con descuido, a un vacío preciso limitado por cejas y cabellos napolitanos. El buen Macarone desde ese día se convirtió en la nueva sopa del curso, lástima que esa aventura vengadora ocurrió tarde, estando ya en 5to. Año, meses antes de nuestra ya casi inmediata graduación como bachilleres en Humanidades, magra, escueta: catorce o quince estudiantes de los que recuerdo al pequeño Omar Estacio, dueño para entonces de un también minúsculo Renault semejante a una cucaracha , capaz de inflarse y convertirse en globo para permitir a medio curso dar una vuelta a la cuadra y piropear a las carajitas del Santa Teresita ; al Pepe Guerra largo y alto, habitante de un diseño urbano utópico construido en La Pastora de acuerdo con la visión de un iluso arquitecto venezolano de mucha imaginación y poco reconocimiento: Ramiro Navas. Pepe después sería abogado de Onésimo, mi tío de Barquisimeto; Asdrúbal Aguiar, el apreciado tuerto, mote endilgado, en venganza, por nuestro Fidias venezolano, Fernando Vegas; y por supuesto, a mi insustituible amigo de la adolescencia, Gustavo Martínez Pérez, con quien ingresé lleno de entusiasmo e ilusión a la UCAB y de cuyo genuino compañerismo disfruté hasta que un amor con el nombre de Maritza, súbito llegó, en nuestro tercer año de derecho , para sustituir con creces un afecto muy distinto a la amistad. Décadas después, Gustavo y yo nos vimos para confirmar, silentes, como quien no quiere aceptarlo, que ninguna amistad se alimenta del recuerdo.

    La UCAB fue acogedora desde sus inicios, a pesar del reproche inicial del Padre Luis María Olaso S.J., quien en su primera clase de Introducción al Derecho, luego del ingreso de Gustavo Martínez y yo al aula, prontamente nos recriminó: ¡Ajá fumando y con sombrero! Bueno es recordar que como todo ingreso a una nueva logia, secta o religión, el bautizo, el rito iniciático en la universidad consistía en que los más viejos le cortaran el cabello a los nuevos: andar rapado era entonces verdadero motivo de orgullo, éramos neo-universitarios, no neo-nazis recién reclutados. La Católica fue en adelante mi nueva segunda casa, sustituyó con creces a la cercana Salle de Tienda Honda en mis andanzas y correrías de San José a Altagracia. Siempre traviesos, con la adolescencia a cuestas, inventamos, Gustavo, yo y no me acuerdo quién más ¿Blanco quizás?, mandarnos a hacer, cual si estuviésemos en la londinense calle camisera de Jermyn Street, tres camisas idénticas, cuello alto con botones estilo Oxford, grandes rayas negras sobre blanco fondo. Así, con un uniforme que nadie exigía, nos presentábamos en clase, disfrazados de comparsa, causando la hilaridad de unos cuantos, la burla de los demás; el sentido del ridículo no se había presentado aún en nuestras vidas.

    Corría el año 65 y entraba el 66, eran tiempos de paz y amor, adornados por hippies de largo y sucio pelo, sandalias , pantalones de campana y batolas de seda imitando la moda hindú; yo, siempre recatado, vestía mi acostumbrado pantalón oscuro, camisa manga larga y la sempiterna chaqueta Mc Gregor impuesta por La Salle.

    Nuestra primera aula de universidad estaba, como toda sociedad humana, dividida. De un lado se sentaban, intimaban, cuchicheaban los niños bien, los llegados a más, orgullosos del apellido de sus ancestros y, en especial, de sus carros que descendían, como revelación divina, desde las alturas de un garaje mecánico situado en un costado del viejo edificio de los jesuitas. Un Pontiac Boneville, un M.G. de dos puestos conducido por la coqueta hija de un ex ministro de Pérez Jiménez, incluso un Mercedes Benz gaviota, blanco de abiertas alas, cuyo seno conocí al volante de Juan Penzini Fleury, compañero de estudios que temprano entregó esta vida, dejando sus sesos impresos en la pared de su cuarto en una vieja casona gomecista de Campo Alegre. Curiosidad juvenil que, en nada importó, a una indiferente Parca experta en activar inocentes gatillos de innecesarias pistolas. La tragedia sustituyó por algunos días a la comedia de nuestras tempranas vidas.

    Del otro lado del aula habitaba una diversidad variopinta, los clase media normales, los del interior del país y algunos cuantos que carecíamos tanto de dinero como de linaje, nos sentábamos en aquellos salones exclusivos acompañados de nuestros anónimos ancestros, expectantes, sorprendidos, esperando la llegada de profesores que tenían fama de conocedores, arrechos y raspadores, de verdaderos maestros como Andrés Aguilar, el otro Aguilar, José Luis, Tomás Polanco Alcántara, Reinaldo Rodríguez Navarro, nuestro modesto y humilde padrino de promoción, Chibly Abouhamad, uno de los más apreciados, Gonzalo Pérez Luciani , sobrio o con unos habituales tragos de más, Eloy Maduro, Jesús Ramón Quintero, Francisco Mármol, Maria Luisa Tosta, en fin, una legión de auténticos juristas que amaban la docencia.

    Aquel primer año de Derecho, a mis quince años, fue de jodedera, de muchachadas, de travesuras cotidianas que demostraban que la niñez aún me acompañaba. Uno de nuestros viernes, dos kilos de pescado fresco comenzaron a hacer, pacientes, su hediondo trabajo, percibido por autoridades, profesores y compañeros, en toda su fetidez, el lunes en la mañana.

    Cochrane era de Ciudad Bolívar y cada quince días iba y volvía a su ciudad natal para llenarse los ojos de Orinoco y el cuerpo de laulau y pastel de morrocoy. Otro de nuestros viernes, le propusimos que el lunes siguiente no llegara temprano a clase. Nosotros sí lo hicimos portando la infausta noticia: Cochrane había fallecido en un tempranero accidente de tránsito ocurrido en la siempre asesina bajada de Tazón. Con cara de aflicción y condolencia fuimos recogiendo un bolívar aquí, otro más allá, contribuciones para la solidaria corona y la inevitable esquela mortuoria. Los bolívares eran prodigados con cara de resignación y tristeza, de no puede ser, hasta que el propio Cochrane, vivito y coleando, hizo su entrada al salón de clase. Esa inesperada y bienvenida resurrección motivó tanta alegría y contento que obligó a los portadores de la mala nueva, es decir, nosotros, Gustavo, Blanco, algunos otros, el propio Cochrane, por supuesto, y yo a bebernos unas cervezas a su salud, nos fuimos con el dinero recogido para nota y corona, al bar de Joao, el portugués de enfrente, quien siempre estaba atento, previsivo, ante lo que podía ocurrir en la aparente inocente UCAB y en su desprotegido botiquín.

    Las Institutas, no las del emperador y jurista Justiniano, sino un cuadernillo artesanal de corte humorístico que el fin de semana preparábamos Gustavo Martínez, Alfredo Maldonado, dibujante de comics por excelencia y yo, pronto se convirtió en el centro de atención del curso 1º A de la hasta entonces apacible Facultad de Derecho. De mano en mano circulaba el cuadernillo, el pasquín, generando emociones diversas: risas, sorpresa, indignación, reclamos, arrecheras y hasta una que otra sonora mentada de madre. Las Institutas recogían el pulso de la clase, el tono cursi de los hijos de la recién vestida burguesía criolla, patéticos dirían los ingleses; fueron en toda la extensión de la palabra un semanario: artículos de opinión, caricaturas, sociales y hasta horóscopos eran recogidos cada siete días en nuestro artesanal cuadernillo manuscrito, cosido con pabilo. Ese periodiquillo artesanal fue nuestra única y mejor manera de vengarnos de las cursilerías y bravuconadas de unos burgueses compañeros que, las más de las veces, creían ser los protagonistas de Seventy Seven Sunset Street.

    El Digesto llegó, no me acuerdo como ni cuando, a sustituir a Las Institutas. Pasamos de ser editores de un periódico impreso a mano a convertirnos en muralistas novatos, dotados por la UCAB de una vitrina vertical y móvil que nos permitía afichar con tachuelas nuestros mensajes y jodederas semanales en vez de coserlas. El mural dio de que hablar, se inició con el mismo estilo y propósito de su predecesora, haciendo humorismo, pero poco a poco, y en especial ante un desafortunado accidente automovilístico de Alfredo Maldonado que lo dejó incapacitado, algún desgano de Gustavo y la aparición de Roberto J. Lovera De Sola, evolucionó para ponerse a tono con los tiempos que corrían: segundo lustro de los sesenta: años de cambio, de revoluciones, de ruptura de paradigmas, de barricadas, de insurrecciones ideológicas que El Digesto, mejor dicho, Roberto Lovera y yo nos atrevimos a afrontar, impulsados por una nueva visión de la Iglesia y del Cristianismo que el, hasta entonces conservador y requeté, Padre Olaso se encargó de promover apoyado en las conclusiones del Concilio Vaticano II y en las enseñanzas de la Encíclica Populorum Progressio.

    El modesto mural fue una verdadera conmoción en una UCAB pacata, conservadora y burguesa, en la que los jesuitas tradicionales no tenían otra ocupación que la de escuchar en confesión y oficiar el matrimonio de unas alumnas bobaliconas y superficiales, encerradas en su pequeño mundo de seguridades y protecciones. Progresivamente el mural fue haciéndose más agresivo, más desafiante, más radical, citas del Che Guevara vecinas a las de un Papa que proclamaba: la justicia es el nuevo nombre de la paz, reseñas de los diálogos de cristianos y marxistas en Mariembad, una que otra alusión a Camilo Torres: la lucha es larga comencemos ya, a Garaudy, a Karl Rhaner, Maritain, fueron calentando un ambiente que ya de por sí estaba caldeado debido a la toma de posiciones de la comunidad católica en Venezuela y la de la jesuita de la UCAB en particular.

    A causa de El Digesto, Monseñor Eduardo Henríquez, luego Obispo de Valencia, nuestro insigne profesor de Derecho Canónico, tomó pluma, argumentos y dogmas para publicar en El Nacional un artículo criticando y atacando la audacia y osadía de unos alumnos ucabistas que se atrevían a plantear el dialogo entre marxistas y cristianos. Ramón J. Velásquez, director para la época del periódico y Presidente de la República después, le dio acogida en la sección Cartas al Director a las respuestas que Lovera De Sola y yo le dimos a tan alto personero de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a un representante excelso del mismo Dios sobre la tierra. Fueron mis primeros artículos de prensa, después hubo otros dimes y diretes, restan en hemerotecas, no poseo copia, el desorden de los álbumes de recuerdos de Enriqueta pudo más que su maternal orgullo, no conserva ninguna evidencia de las primeras rebeldías de su primogénito.

    Salvador Pániker, alumno jesuita en su Barcelona de siempre, conoció, en su época, una realidad educacional que, en el caso de la UCAB, la social fue matizando. El escritor recuerda con acritud sus tiempos con los jesuitas: "allí no había información, no había libertad…ningún fomento del sentido crítico. Ningún estimulo de la actividad creadora…Lo terrorífico era la ausencia de respiración crítica, de alimentación informativa, libre y real". Muchos de nuestros jesuitas eran como los de Pániker, sin embargo, tuvimos la suerte de contar con algunos curas que se comprometieron, honesta y cristianamente, con la construcción de un orden social nuevo, más justo, y promovieron un mayor sentido de crítica y apertura en sus alumnos. Luis Maria Olaso S.J. con su permanente exigencia de apetito mental fue uno de ellos.

    AL ENCUENTRO DE DIOS

    Siempre hay una Providencia que nos inspira

    para aliviar las más apremiantes necesidades

    de nuestros semejantes.

    Goethe

    Luis María Olaso, lo contempló- ¿lo juzgó?- a más de treinta y tantos años transcurridos desde aquel día cuando nos reprendió con esa especial autoridad celestial de la que están dotados los curas -sean o no jesuitas-. Dos años después fui expulsado por una semana de la UCAB por vietcongo y cristiano extremista. Olaso, reconozco, fue mi mayor y decisiva influencia. Pasamos de ser alumno travieso yo y profesor represivo él, para construir una cercanía afectiva que amistad llamar no puedo. Hoy, a mis cincuenta estrenados, tengo la certeza de que Olaso puso su atención en el hombre que yo podría ser y no en el joven que para entonces era.

    El Padre Olaso tomó bajo su tutela, amparado en el Movimiento Universitario Católico (MUC), a un grupo variopinto de estudiantes sobre los que ejerció una ascendencia espiritual que, en mi caso, fue fundamental.

    Olaso, navarro de origen, nacido en Pamplona en 1900 y algo, tengo entendido que en España fue seglar, notario y requeté para luego ofrendar su vida como soldado de Cristo en las filas de ese ejercito invencible que fundó Ignacio de Loyola para luchar contra el apostatismo y la herejía. Cómo y cuándo llegó a Venezuela no lo sé, era demasiado joven o poco entrépito para inquirir acerca de un pasado que a todas luces no quería re-crear. Conocí si, en Pamplona de Colombia, a su único hermano en un viaje largo e inaudito que desde Caracas emprendimos – en santa peregrinación – para rendirle los honores en Bogotá al Papa Pablo VI, quien fue el primer pontífice en entender que la Iglesia no era un inmenso remanso de paz, que la unidad católica no se construía impartiendo instrucciones desde el trono o con el báculo del Vaticano Papa en la mano.

    El Reverendo Padre Olaso se fue develando y desvelando; para calificar la conducta de sus alumnos utilizaba un sempiterno y temible bolígrafo de cuatro colores: azul aprobado, negro bien, rojo aplazado; el verde nunca supe con cual nota se asociaba, pasó de ser un tipo soberbio y regañon a ser un cura pana, amigo a veces, muy pocas igualitario. Reforzó el movimiento católico universitario en la UCAB que ya tenía hondas raíces en la enguerrillada Universidad Central de Venezuela, donde la izquierda (comunistas, miristas y militantes armados) combatían a una derecha adeca y democristiana. El MUC fue punto de encuentro, de revelaciones y descubrimientos de un cristianismo que entendía la caridad, la de verdad, no esa de la dádiva de lo que sobra y ya no sirve, como su valor más trascendente y fundamental.

    Con cada vez mayor asiduidad comencé a asistir a sus reuniones, a pesar de la crítica de algunos compañeros que comenzaron a llamarme el hijo del Padre Olaso. En alguna que otra aula de la Católica de Jesuitas (hoy Instituto Universitario de Caracas), en la Parroquia Universitaria de la Universidad Central e incluso en el tope de alguna cercana serranía mirandina, nos reuníamos para meditar, conversar, discutir acerca de las angustias y esperanzas, los consuelos y las tristezas de los hombres que el recién celebrado Concilio Vaticano Segundo había identificado y confirmado en atrevidas conclusiones para aggiornar una iglesia que en ritos, concepciones y conductas , en tiempos de mayor gloria, se había estancado.

    Cristianismo y mundo cristiano, como diría Lepp, se oponían, los del MUC de la Católica y la Central, con la Biblia de Jerusalén en manos y creencias, apostábamos por el cristianismo originario, aquél que se alimenta de la caridad y del amor. Como ingenua revancha asistíamos a los confesionarios, pequeños juzgados de lo humano regentados por lo divino, a fin de admitir culpas y pecados contra la caridad. Más de un sacerdote entredormido, volvía en sí para preguntar alarmado: ¿contra la castidad? No Padre contra la caridad. Salíamos inmunes, sin penitencias que cumplir ni indulgencias que contar.

    Olaso era muy pequeño, diminuto más bien, calvo, disponía de una voz atiplada que sabía manejar a su antojo para amigo o juez ser a la vez. Pronto dejó su sotana para cambiarla por la cinta de plástico que atravesaba, de un lado al otro, el cuello de este nuevo defensor de la justicia, de este cruzado por la paz y los derechos humanos.

    Con Olaso guiando su Fiat emprendimos un largo viaje hacia Bogotá en 1967. En Lara paramos, no donde mis tíos Viloria Riera de Carora distantes en el afecto y en la geografía, dormimos cómodos y seguros en la casa del entonces Gobernador del Estado, Said Padua Coronel, quien con especial cariño nos dio posada, encomendándome el cuidado de su hija Vivian, quien junto con su madre también viajarían a Bogotá a recibir la bendición papal. Días después tuve la ocasión de conocer el muy reputado Hotel Tequendama donde Vivian y su madre moraban a buen riesgo, mientras que yo deambulaba por unos terrenos en las afueras de Bogotá, donde se había construido, distante, la villa papal.

    Largo y dispar recorrido realizamos con Olaso por las montañas, gargantas, despeñaderos, pasos a nivel, pueblos y ciudades de una Colombia rural y generosa, cuyos sorprendidos habitantes salían de sus casas a ver a tan inusitados visitantes. Antes de llegar a la gran sabana de Santa Fe de Bogotá, pasamos Cúcuta, Bucaramanga, Pamplona, el Páramo de Berlín, San Gil, Tunja, despertando, en casas de parroquia, pensiones y comederos, la misma cordialidad y extrañeza ante esos insospechados e inusuales viajeros. El padre Andújar S.J. y Julio Frías nos acompañaban, no recuerdo si llegaron con nosotros a Bogotá en el pequeño Fiat del trotamundos Olaso que lentamente fue deglutiendo kilómetros y kilómetros, mientras nosotros engullíamos huevos frescos, hormigas en San Gil, bebíamos leche de cabra y el cuerpo y la sangre de Cristo me era ofrecido todos los días por mis jesuitas amigos y por los sorprendidos curitas huéspedes del camino. Con Olaso aprendí el valor de la fe sincera, el poder de la pequeña emoción, también entendí, en ese pedagógico viaje, que dios no se escribe con mayúsculas ni exige antesalas para encontrarlo, es un dios sin agendas, de puertas y corazón abierto, es mi dios amigo, nadapoderoso.

    Bogotá, a diferencia de mi segunda visita unos veinticinco años después, ¡qué lejos estaba de Caracas en ese entonces!, era una ciudad apacible, andina, de pausado andar y cortés trato, muy distinta de la caribe, bullanguera y confianzuda Caracas. Conocí La Universidad Javeriana de rigor, asistí a las misas campales, comulgué hasta el hartazgo, y con una Vivian, joven y en pleno acné, realizamos unas cuantas visitas a no sé quien en no me acuerdo dónde.

    Con Olaso descorrimos la vía de regreso, el curita venía feliz del encuentro con el Santo Padre, degustaba también, se engolosinaba con el próximo encuentro con su único hermano de Pamplona, España, en la Pamplona de Colombia. Ahí lo recogimos, los dos Olaso se quedaron en Cúcuta; yo con los cien bolívares que me había dado el Padre continué mi camino hacia Caracas, en un por puesto conducido con un atrevido e irresponsable conductor que, a fuerza de mascar chicle, despierto a duras penas se mantuvo, antes de dejarme, de último, en la puerta de mi casa: el ya mentado callejón Las Brisas Nº 126, donde una familia, entre el miedo y el orgullo, esperaba los bocadillos de membrillo, el pan andino y a un hijo que, en adelante, sería protagonista de otros viajes, testigo de otros mundos.

    Olaso regresó días después, misiones religiosas y familiares cumplidas, a continuar difundiendo el mensaje de su Dios y a captar nuevos adeptos para la causa de una palabra divina, reinterpretada por la Santa Iglesia a fin de adaptarla a tiempos nuevos e impacientes creyentes que, desde varios sitios del planeta, reclamaban la justicia de los cielos y, en especial, la de la Tierra. Años después de tanta religión, retiro y mística, en compañía de mi dios amigo, nadapoderoso, apartado de ritos, inciensos y misales, buscando religarme y desligarme como recomienda mi apreciado Salvador Pániker, comparto las conclusiones de Los Hermanos de la Pureza de Basora: "el hombre perfecto e ideal debería ser de origen persa oriental, de educación iraquí (es decir, Babilonia), de fe arábiga, hebreo por su astucia, discípulo de Cristo en su conducta, tan piadoso como un monje sirio, griego en las ciencias particulares, indio para interpretar todos los misterios, pero en definitiva y especialmente, sufí en toda su vida espiritual."

    LA DIFUSIÓN DE LA PALABRA DEL SEÑOR

    Creer es vivir, y vivir es creer.

    Roque Barcia

    Alfredo mi hermano empezó la cosa, le dio por ser delegado de curso y postularse luego para Presidente o Director del Centro de Estudiantes del Colegio La Salle de Tienda Honda; antes que yo, intimaba en San Bernardino con los Lovera De Sola, Roberto y Alberto, frecuentaba la compañía de Rafael Iribarren, Saúl Rivas y Otto Maduro. Camilo Torres los había seducido, eran la semilla de una izquierda cristiana que años después llegó para escandalizar monjas y curas, uno que otro Monseñor, con una concreta y controversial propuesta: ¡Ser cristiano es ser de izquierda!

    Yo no era de los nuestros, cómodo y apoltronado, leía en mi cuarto los libros de la Colección Crisol de Aguilar que una vasca vecina y generosa, Nerea Alberdi, me obsequió en uno de mis cumpleaños, sumados a otros que la fantasía trajo con prontitud a mis ojos y mis manos. Alfredo y sus amigos izquierdosos me acusaban de pequeño burgués, de falto de compromiso, de no querer saber nada del mundo y sus injusticias. Desde una altanera distancia de hermano mayor, con ellos complaciente compartía, informándome, averiguando, inquiriendo acerca de unas ideas más realistas y cercanas que las contenidas en mis libros de lejanas aventuras, en mis imposibles relatos de ficción.

    Como todo proceso, no recuerdo cómo ni quién lo inició: de pronto me encuentro leyendo cosas serias, ya no las comiquitas, los tebeos que vendía la Sra. Inés en la quincalla de la esquina ni los consabidos culebrones vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía, de los que conservó la definitiva y crucial pregunta: ¿Es esto una amenaza o una advertencia? Una suma de factores: Olaso, Alfredo, la realidad del mundo, mi curiosidad intelectual, me llevaron a leer libros y diarios que tenían que ver con un existencialismo cristiano y militante patrocinado por Julio González desde la Librería Nuevo Orden, ubicada justo al frente del portón del estacionamiento de la vieja universidad ucabista. Allí acudíamos a encontrarnos con una dependiente jorobada y contrahecha, quien junto con Luisa, arquitecta o estudiante de arquitectura, compartía con Alfredo mi hermano la misma admiración por uno de los Iribarren, Rafael – ya que habían varios y además eran vecinos de San José: el loco Pancho, Antonio Mundo, Pilarica- el elegante y mostachudo estudiante de arquitectura de ronca voz y ojos claros que no perdía ocasión para incitar a los cristianos a iniciar una revolución personalista y comunitaria.

    Con mi habitual capacidad para leer largo y rápido, pronto comencé a deglutir textos de Thomas Merton, Ignace Lepp, Enmanuel Mounier, Michel Quoist, Erich Fromm, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, estos disímiles autores comenzaron a estar presentes en mi biblioteca y en mi vida, al igual que Rafael García Casanova, quien, a punto de ser tonsurado y ordenado como sacerdote en la Táriba de su juventud y adolescencia, con más miedo que valentía, tomó el camino de Caracas para estudiar psicología en la UCAB, buscar novia y ver por primera vez el agua y el azul del mar. Rafael, mucho más curtido en cuestiones relacionadas con el espíritu y el alma cristiana, comenzó a ejercer sobre mis ganas de saber y conocer una decisiva influencia. Sugería lo ya leído y meditado en un seminario andino cubierto de niebla y protegido por dos gruesos portones que separaban la vida del espíritu de la de la carne. Rafael y yo comenzamos a escribir en tinta azul pálida Parker, dietarios y reflexiones, a estampar nuestros nombres en libros que costaban muy poco, uno o dos bolívares, en comparación con el saber que transmitían. Este impulso frenético por leer y estar al día, unido al apetito mental que exigía el Padre Olaso, fueron las tempranas bases de ingestiones de textos fibrosos y maduros que nuestros insaciables estómagos convertían en bolo alimenticio no digerido. Leíamos y comentábamos libros y encíclicas, la consabida Biblia de Jerusalén, los existencialistas y la realidad de un mundo en cambio; muy pronto todo tuvo que ver con todo: lo leído en los libros adquiridos en Nuevo Orden con lo escuchado en las reuniones del MUC, las reflexiones de Rafael, el mío y no el Iribarren de mi hermano, hasta que, al fin, las inagotables lecturas y comentarios convergieron en un cursillo de cristiandad de los patrocinados por el Padre Aguirre, que encendió en nuestras voluntades unas incontenibles ganas de hacer, de ser con los otros, de transformarnos en protagonistas de un cristianismo justiciero y solidario que desde lejos volvió para encontrar, en nosotros, nuevos apóstoles y profetas de una extraviada caridad.

    No tuvimos empacho en llevar a diferentes puntos de la geografía nacional, la palabra del Señor. A Barinas, en pleno llano, o mejor dicho a Barinitas, llegamos Rafael García y yo a ponerle carnita a uno de esos jóvenes y entusiastas proyectos promovido por la infatigable Guabina Jiménez Leal. Desde Caracas y la UCAB llegamos para comunicar lo tanto que sabíamos a unos jóvenes seglares que alguna bola nos pararon en aquella Venezuela distante, donde se conoce muy poco de todo. Entusiasmados íbanos y venianos hasta que Rafael decidió un buen día concentrarse en otras cosas, Guillermito Jiménez Leal, una de sus hermanas, amigas y compañeros de la Guabina en la UCAB, continuamos yendo y viniendo, convirtiendo a la linda Barinas en centro de aventuras y apostolado. La pasión por Dios me llevó a tener que dormir, por razones de economía, junto con Rafael García en la misma y propia cama del Obispo de Barinas. Desde ese día nuestra virilidad quedó bendecida y bien demostrada.

    En los cursillos de Barinas y Barinitas, en posteriores conferencias dictadas en las palestras que mi hermano, sus amigos y el cura Prieto apoyaban, expulsé parte del bolo alimenticio que, un poco más de tiempo y experiencia, habían ayudado a digerir sin producir severas ni inconvenientes digestiones. Éramos un poco más grandes, un poco menos ignorantes.

    Rafael continuó sus amores con Laura, los dos Pedros (Paúl y Raúl) acompañados en esta aventura comercial por Néstor Coll, nuestro Lenin democristiano- por el parecido físico y no por sus ideas- inauguraron, en el primer Centro Comercial de una Caracas que se abría a la modernidad, el de Chacaito, la librería La Mancha, un adusto y lujoso sitio donde, aunque Ud. no lo crea, se podía leer y hasta comprar los libros. Después de tanta lectura gratuita, por supuesto, quebró. En La Mancha de Chacaito conocí a una compañera de Rafael y Laura en la UCAB.

    CANDELA Y TERREMOTO

    El entusiasmo no es más que un relámpago.

    Lamartine

    Adriana llegó para conmover mis adolescentes años con su sonoro nombre y un apellido incandescente, Candela, en mustang rojo y en sandalias, se fue acercando al grupo de intelectuales que pretendíamos ser. Prontamente creí enamorarme de ella, en aquella edad del hombre cuando el amor se asume como trepidación, desasosiego, prisa, ganas infinitas de estar todo el tiempo con la persona amada, escuchando las mismas anécdotas y las reiteradas confesiones de amor eterno, a pesar de los reclamos de los demás miembros de la familia y del desmedido costo de la factura telefónica.

    Adriana estuvo largo tiempo en mi afecto, ya no en mi pretendido amor, la recuerdo tal como décadas después la volví a ver: intentando ser, insegura, combatiendo unos demonios que hacían de ella un infierno poco placentero, siempre engañada y desilusionada del mundo, entregada a una hija, fruto de un complicado amor con nombre de planeta, Fuimos helados FRAPË de gustos distintos, insípida ella, insaboro yo, no había esencias compartidas, sino sabor a dos.

    No hay felicidades obligadas, más que una novia, Adriana fue un reto; autónoma e independiente, díscola, ingobernable, individualista, en permanente búsqueda de respuestas que nunca supe si las encontró. Ingenuo e inoportuno intenté dárselas, sin conocer que a nuestra edad lo único que teníamos para intercambiar, además de besos y caricias, eran preguntas mal formuladas. Prototípica primera novia, objeto de mis neuróticos malentendidos existenciales, alumna indisciplinada a quien poco le interesaron unas lecciones que, en plan de hermano mayor, de novio inexperto, de hombre inmaduro, le ofrecí sobre como vivir una vida que yo tampoco vivir sabía. Con Francis Bacon, a fuerza de imaginarios despechos, entendí que. "aprender es recordar, ignorar es saber olvidar."

    Durante mi primera estancia en Paris, luego de una ruptura violenta y desgarradora, como lo son todas a esa edad cuando pensamos que el mundo se viene abajo, le escribí a New York cartas kilométricas que sustituyeron las largas llamadas telefónicas que en Caracas le hacía, cuyo excesivo monto sacaba de quicio a mi madre, al distorsionar el magro y menguado presupuesto que Enriqueta, lápiz Mongol Nº 2 en mano, calculaba y recalculaba en un vano ejercicio por estirar su magro y menguado sueldo de secretaria de ministerio, de funcionaria pública. A Berta nunca le gustó, decía que cuando Adriana llegaba a la casa de San José, la mata de ruda, su remedio infalible contra la pava y las malas influencias, se marchitaba.

    PUEDES

    Puedes hacer lo que quieras:

    dejar libre la nuca

    ceñirte el velo

    que de mi te ocultó

    Puedes caminar

    segura

    presurosa

    distante:

    nadie te detendrá

    inquisitivo

    emparejando el paso con el tuyo

    Cuando te convenga

    hila ilusiones

    reinventa creencias

    construye futuros

    invéntale

    por favor

    un silencio a mis palabras

    De pronto la tierra tembló, un día de finales de Julio de 1967, un terremoto de alta intensidad con epicentro cercano en el Mar Caribe conmovió los cimientos de casas y edificios así como las seguridades de hombres y mujeres. Me peinaba y perfumaba para salir de marcha, a parrandear, conversar y ganar el tiempo con mis nuevos amigos entre los que no se contaba ninguno de los del Callejón las Brisas. Un estruendo seco, como rugido de animal milenario apresado entre rocas y magma, acompañado de un inusitado vaivén de suelos, techos y paredes fue la causa del miedo colectivo: ¡Métanse debajo de los dinteles de las puertas! ¡No corran! fueron las consignas que propagó el gobierno… después del seísmo. Despavoridos corrimos y a la calle salimos para contemplar un cielo azul iluminado por una mortecina luz, como velón de capilla mortuoria, a la que luego asistiríamos para darle el último adiós a conocidos y amigos que el terremoto de una Caracas cumpleañera, cual corte suprema de algún Estado de los Unidos de América, decidió que no siguieran viviendo, otorgándoles, sin más, la pena de muerte. Julio González, Rojitas, cercanos en afectos e ideas, fallecieron esa noche de naturaleza conmovida y humanos conmocionados.

    Para entonces ya había conocido y entablado amistad con dos nuevos compañeros de estudio de la UCAB, que no lo fueron de aula sino hasta el tercer año de derecho: Milos Alcalay y Luken Quintana; con ambos me unió una amistad intensa de alcances distintos en el tiempo. Milos, el tío Milos de mis hijos, muy de vez en cuando lo veo cuando esa diplomacia que lleva en el cuerpo desde estudiante, se deja caer por Caracas y una que otra vez llama, visita para comentar las cosas del alma, de las políticas tácitamente hemos decidido no hablar. Luken, vasco prepotente, neurótico, amigo exigente de incondicionalidades, de imposibles obsecuencias, se asoma pocas veces a mi recuerdo. Cuando lo hace, regresó a Caracas y a su terremoto, para pasar estupefacto frente al derruido Palace Corvin, edificio que, por efecto de la intensidad del seísmo, se fue desarmando piso por piso, tubería por tubería, instalación eléctrica tras cableado, en secuencia, mientras Luken corría escaleras abajo hasta llegar a planta baja para contemplar, sudoroso y polvoriento, como se derrumbaba el castillo de naipes que, hasta ese día y esa hora, fue casa de habitación, dirección de correos, su domicilio jurídico e inequívoco , en un ahora inexistente apartamento de un edificio fenecido.

    Días después, recorriendo con el ahora inseparable gordo Milos las calles de Altamira, cuadras arribas del extinto edificio de Luken, el recuerdo del terremoto homicida volvió a hacerse presente al recoger libros y cuadernos, regados, dejados al garete por un viento frío que huesos heló después del enardecido temblor; en sus páginas se leía el nombre manuscrito de Luken Quintana, escrito en tinta verde y con su grafía inconfundible que simulaba bachacos, hormigas alineadas en perfecto orden.

    Después del terremoto, en la UCAB voluntariosos nos organizamos para atender a los más necesitados, sin descuidar, por supuesto, a Luken y a sus padres, quienes décadas atrás habían perdido también otro hogar en su lejana Euskadí, en época de guerras fraticidas que dejaron grietas tan profundas e insalvables en el corazón de las gentes como las del último terremoto de Caracas en las avenidas de la ciudad.

    Lídice se convirtió en nuestra área de acción comunitaria, barriada del Oeste Caraqueño, ubicada en una empinada subida al final de la Avenida Sucre, a un paso de la populosa y la hasta entonces desconocida, para mí, Catia. En Québec, a más de treinta años de nuestro seísmo., conocí a una joven, grácil y descolorida profesora de la Université Laval, a quien, visto su interés por la humanidad, se me ocurrió preguntarle: "¿Tú has visto alguna vez a un pobre?". Extrañada, no dio respuesta a mi pregunta, en efecto, nunca, jamás había visto a uno de esos que llaman pobres. Lídice fue la primera ocasión que tuve para enfrentar la magnitud de la pobreza, esa la de verdaderas carencias de lo esencial, hambre endémica e ignorancia aisladora, de alienación centrada en el consuelo y, peor aún, en una esperanza irrealizable de que todo podía ser mejor. Aquel barrio del Oeste Caraqueño, encuentro brutal con la marginalidad social y económica, a cuya resolución dedicaríamos después tiempo y esfuerzo en el Banco Obrero durante el primer gobierno democratacristiano, equipando barrios y, en particular, conciencias, acciones que nos valieron un defenestramiento masivo rubricado por unas autoridades más preocupadas en restaurar plazas y escalinatas que espíritus y existencias.

    Lídice fue también el hallazgo de la literatura de Rómulo Gallegos. Durante el toque de queda impuesto por el gobierno, dormía a mis anchas, solo, en la sala de la casa, pendientes todos de las llamadas, por los expertos en sismología, las secuelas, réplicas del movimiento telúrico. Pobre Negro, Doña Bárbara y Juan Primito, los rebullones; Marcos Vargas e Hilario Guanipa – jipa, jipa – íntimos desde entonces, compartieron conmigo cuarto e imaginación, ayudándome a descubrir esa otra Venezuela, la de la pobreza, la ignorancia y tantas otras carencias parecidas a las encontradas en Lídice y sus gentes. La obra de Gallegos, leída de un solo tirón, hora tras hora, en noches de temor y precaución, contribuyó a transformarme en este forastero solitario que, en vez de mí, contemplo cuando me miro en el espejo.

     

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    Enrique Viloria Vera

    Madrid, Caracas.