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Planificación comunicacional de campañas políticas


Partes: 1, 2, 3

  1. Introducción
  2. Estados en crisis: de la transición democrática a la democracia incierta
  3. Consideraciones generales sobre el Estado
  4. Crisis del Estado y democracia no liberal
  5. Organización del trabajo
  6. Pautas formales
  7. Fuentes

Introducción

Las campañas electorales constituyen momentos de fuerte intensificación de la comunicación política. En ellas, los partidos políticos y candidatos luchan "discursivamente" por movilizar el apoyo del electorado y lograr una definición de la coyuntura política afín a los intereses que representan y a la perspectiva simbólica del mundo que defienden. Las campañas electorales son, también, momentos de especial significación de la opinión púbica dado el potencial que esta última tiene en el resultado de la contienda. A su vez, en los procesos electorales cobra una importante relevancia el papel de los medios masivos de comunicación social como actores en la construcción y puesta en circulación de sentidos respecto de partidos, candidatos, agenda, programas e "interpretación" de la opinión pública.

Por todo ello, las campañas electorales son acontecimientos particularmente significativos para el estudio de la comunicación política y la observación "en acto" de la planificación comunicacional de una campaña política.

Ahora bien, el cambio de signo ideológico y de políticas públicas, así como la fuerte movilización política y el avance de los procesos de integración regional -observados en América del Sur en el primer decenio del siglo XXI- hacen de las campañas electorales hechos de relevancia regional, con impactos relativos al interior de cada Estado Nacional.

En este marco, el fallecimiento del presidente Hugo Chavez Frías y el nuevo llamado a elecciones en Venezuela para abril del 2013 constituyeron, por lo expresado y por particularidades y significaciones propias de la experiencia venezolana, acontecimientos de suma importancia en el escenario político latinoamericano.

I.- Estados en crisis: de la transición democrática a la democracia incierta

La presente investigación parte de una apreciación básica: en diversos países que recientemente han transitado a la democracia el Estado se encuentra en crisis. Esta crisis supera aspectos relativos al régimen político y se ve reflejada por la incapacidad variable de sus respectivos aparatos estatales para dar cumplimiento razonable a premisas fundamentales que definen en lo general aspectos que la ciencia política contemporánea considera imprescindibles para la existencia del Estado.

Un aspecto significativo de esta crisis, aunque desde luego no su única manifestación, es la erosión en la capacidad de maniobra de estos Estados, motivada por las relaciones de contubernio entre grupos dedicados a actividades delictivas y autoridades públicas, electas o designadas, nominalmente encargadas de combatirles. Esta condición, variable en su dimensión histórico–geográfica, está subvirtiendo diversos aspectos de la dinámica socio política de estos países, mismos que la teoría política contemporánea considera imprescindibles para la existencia de un Estado moderno.

La magnitud y las implicaciones de este contubernio no permiten ubicarle meramente como un fenómeno de interés para la criminología, sino que obliga a considerar las repercusiones que tiene en la definición y articulación de las decisiones de interés público, es decir, tiene una dimensión de carácter político. En varios países las relaciones de cooperación ilegal e ilegítima entre grupos criminales y funcionarios públicos no son un problema menor limitado a casos aislados de las jerarquías inferiores de los cuerpos de seguridad y procuración de justicia, sino que se han mostrado ampliamente difundidas, horizontal y verticalmente, en diversas de sus estructuras burocráticas encargada de aplicar las decisiones públicas y las normas estatales; en estas condiciones, la dimensión política de este contubernio se vuelve insoslayable y constituye, por tanto, un tema de interés para la ciencia política.

Dado que muchos de estos países han adoptado estructuras y reglas institucionales basadas en el pensamiento político occidental, las dimensiones y las consecuencias del contubernio referido obligan a la politología a evaluar si efectivamente en estos países se cumplen las premisas con las que esta disciplina concibe y analiza la existencia del Estado y su funcionamiento. La explicación de las condiciones vigentes en estos países se dificulta más, sin embargo, porque varios de los conceptos empleados por la ciencia política han sido desarrollados a partir de la reflexión sobre circunstancias históricas que no se empatan con las propias de los países a analizar. Así, conceptos tales como Estado, transición democrática, consolidación democrática, régimen democrático, sufren notables dificultades cuando se aplican a realidades no pertenecientes al occidente desarrollado. Por ello, las siguientes páginas pretenden contrastar algunas de las premisas de diversos conceptos empleados en el estudio de los procesos de democratización con las circunstancias en ellos vigentes. Como se verá, gran parte de lo que se da por hecho al hablar de estos conceptos está lejos de cumplirse en los casos que se abordan en este trabajo.

Consideraciones generales sobre el Estado

En este apartado se desarrolla una visión panorámica de la teoría del Estado, a través de dos de los paradigmas de mayor influencia en la ciencia política contemporánea: el marxista y el weberiano.[1] Se pretende también proporcionar una perspectiva histórica del surgimiento del Estado nacional soberano. El propósito es doble: por una parte, apreciar los principios que, desde estos enfoques teóricos, explican y dan sentido al Estado; por otra, resaltar la falta de coincidencia entre los axiomas de origen y funcionamiento del Estado postulados por estas dos escuelas de pensamiento, con la realidad histórica que ha caracterizado a varios Estados no pertenecientes al mundo occidental desarrollado.

Diversos Estados nacionales, en su devenir cotidiano, no se apegan cabalmente a los preceptos clásicos de las teorías del Estado, independientemente de si el enfoque con el cual se aborde su análisis sea weberiano o marxista. Es un hecho reconocido que todo concepto de las ciencias sociales pretende simplificar la realidad para hacerla cognoscible, y por esta razón ningún concepto de este tipo puede traducirse a la perfección cuando se aplica a una dimensión histórica concreta. Sin embargo, las discrepancias invitan, si no a teorizar conceptualmente sobre aquellos Estados cuya realidad no se alcanza a explicar por las teorías políticas más difundidas –pretensión que rebasa por mucho los fines de este trabajo–, sí al menos a tener en cuenta estas diferencias y a mantener una disposición receptiva a la posibilidad de descubrir que, en estos Estados, muchos otros aspectos que son preconcebidos como condición común en cualquier Estado nacional, no sólo no están presentes, sino que, en caso de hacerlo, frecuentemente se encuentran articulados con una lógica y unos objetivos distintos de los que formalmente persiguen y que oficialmente les dan razón de ser.

La literatura se refiere comúnmente a estos Estados con términos diversos: tercermunistas –referente a la división bipolar del mundo durante la Guerra Fría–, subdesarrollados –con fuertes connotaciones etnocentristas y teleológicas–, entre otros. En todo caso, se les distingue por carecer de diversas condiciones políticas, sociales y económicas, o por poseerlas de manera limitada en comparación con el mundo occidental. Esta condición de carencia o debilidad crónica ha sido enunciada de diversas maneras. Así, por ejemplo, un reconocido especialista en materia de seguridad opina que estos países se caracterizan por diversos rasgos que los ubican como Estados débiles con gobiernos fuertes.[2] Otros autores han considerado una amplia variedad de aspectos como rasgos esenciales –aunque diversos y desigualmente presentes– del denominado subdesarrollo de estos países.[3]

Independientemente de que varias de las concepciones de este tipo de aproximaciones académicas pueden poseer fuertes cargas ideológicas o teleológicas, como es el suponer explícitamente o no que todo país debe organizar sus estructuras políticas y socioeconómicas en apego a los modelos occidentales, bajo pena de aparecer atrasado y subdesarrollado, la presencia efectiva de muchos de los rasgos señalados en este tipo de países muestran la insuficiencia de las teorías tradicionales del Estado para explicar su realidad. O en todo caso, remarcan una situación de crisis crónica por la cual dichos Estados atraviesan, a la luz de lo que cabría esperar de ellos de acuerdo con los esquemas teóricos prevalecientes.[4]

En el pensamiento político contemporáneo el desarrollo del concepto de Estado se complementa con la idea de soberanía. La concepción de Estado parte de la idea básica de la existencia de un poder central que apela a diversos criterios de legitimidad, en función de los cuales proclama su derecho a monopolizar una autoridad suprema, que le permite decidir e imponer los lineamientos fundamentales de la vida comunitaria que se desarrolla en un territorio determinado, con autonomía de todo poder exterior.[5]

En el contexto histórico, esta premisa política se difunde en Europa tras el fin de la Edad Media, entre los siglos XV y XVIII, y se enmarca en las controversias sobre la naturaleza de la autoridad política que siguieron a la devaluación de las instituciones medievales. Es en este periodo que ocurre el predominio y centralización del poder de las monarquías sobre las estructuras feudales heredadas del medioevo, cuando cristalizan en Francia, Austria, España y Rusia las monarquías absolutas, al tiempo que en Inglaterra y Holanda lo hacen las monarquías constitucionales. La soberanía del Estado surge también como instrumento de contención del poder del imperio eclesiástico del Papa. Con la aparición y difusión de nuevas ideas políticas y un cambio en la correlación de fuerzas hasta entonces imperante, es posible la unificación territorial bajo sistemas de autoridad efectivos a lo largo de toda la geografía sobre la cual se asientan;[6] todo ello en contraste con la dinámica política feudal, generalmente caracterizada por la existencia de estructuras de autoridad fragmentadas y autónomas, no subordinadas a un gobierno central, que tenían por fundamento una red de vínculos y obligaciones personalizadas y locales.[7] La centralización del poder, y la proclamación de la soberanía sobre un territorio con fronteras claramente delimitadas constituyen así el principio político para el surgimiento del Estado nacional.[8]

En su dimensión social y económica, las bases del Estado nacional se articulan gradualmente a partir del florecimiento de centros de poder económico, dedicados a la manufactura, al comercio e incluso al desarrollo de actividades financieras, con mayores márgenes de independencia frente a la estructura feudal medieval.[9] El creciente auge comercial facilitó la interconexión de diversas regiones y brindó elementos adicionales para sustentar las futuras fronteras del Estado nacional. Los intereses monárquicos y los del incipiente capitalismo de los burgos se unificaron en el objetivo de minar el poder de las estructuras feudales. Las monarquías, en favor de su propósito de centralizar el poder e incrementar sus propios ingresos fiscales; la burguesía, con el fin de desmantelar las diversas barreras que la aristocracia feudal imponía a la expansión de las relaciones comerciales.[10]

El Estado nacional moderno es producto de dos procesos simultáneos: el surgimiento de una concepción política novedosa -la soberanía-, y la difusión de un modo de producción distinto -el capitalismo-. No se trata de procesos históricos divorciados, sino paralelos, cuyo análisis teórico, sin embargo, ha dado pauta a que uno u otro de estos aspectos, político o económico, sea retomado con preponderancia frente al otro y sea privilegiado como elemento explicativo del fenómeno complejo de la aparición y existencia histórica del Estado nacional. De este modo, es posible apreciar dos grandes paradigmas en torno a los cuales se articulan los estudios contemporáneos sobre el Estado: el marxista y el weberiano, que privilegian respectivamente una explicación económica y política del mismo.

En la concepción marxista, el Estado es un instrumento de dominación de clase, mediante el cual se garantiza la reproducción del modo de producción vigente, en razón de lo cual, el Estado moderno es el capitalista colectivo ideal que protege dicha dinámica económica de los embates del proletariado o de los capitalistas en lo individual.[11] Bajo una perspectiva economicista, la función del Estado –que aparece como superestructura de un referente material concreto, la base económica– es aplicar su poder de represión en favor de la dominación burguesa sobre el proletariado, de manera que sea posible mantener el sistema de extracción y enajenación del plusvalor. Y de un esquema teórico se deducía una previsión histórica: la existencia del Estado perdería razón de ser una vez que se anulara la propiedad privada de los medios de producción, con ello la división clasista de la sociedad, y por tanto, la necesidad de conservar un mecanismo de coerción de clase. El fin del Estado como mecanismo de dominación de clase requería, desde esta perspectiva, de la implantación de la dictadura del proletariado, encabezado por una vanguardia progresista capaz dar fin a la división de clases burguesa y de llevar a cabo las reformas estructurales que condujeran a la plena vigencia del modo de producción socialista. La dimensión y el propósito fundamental del trabajo no permiten ofrecer sino un esquema de la concepción del Estado desde el paradigma marxista, donde aquél aparece esencialmente, en conjunto con la actividad política en general, como fenómenos subsidiarios de la economía.[12] El Estado nacional, como fenómeno histórico, sólo aparece –según explica este paradigma- una vez que el modo de producción capitalista ha enraizado suficientemente en las relaciones sociales que se desarrollan en una región geográfica determinada, a partir de su interconexión comercial.[13]

Por lo que se refiere a la concepción weberiana del Estado, su desarrollo histórico fue posterior, y en parte, en respuesta a la perspectiva marxista.[14] En este caso, la pretensión fue reducir al mínimo las características y tareas del Estado para determinar su naturaleza esencial. Para Weber, el factor mínimo que permite ubicar la esencia del Estado es su potencial para ejercer la violencia. De acuerdo con Weber, por Estado "…debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente."[15] Para Weber, no es posible definir al Estado por sus fines, sino por los medios que emplea para hacer cumplir sus mandatos, pues considera que no hay un solo propósito que sea común a todos los Estados, ni un solo objetivo que ocasionalmente no se apreciara como logro deseable por dichas asociaciones políticas.[16] Desde esta perspectiva, aunque el empleo de la coacción física no es el medio cotidiano para hacer cumplir todos los lineamientos del Estado, se constituye como ultima ratio cuando todos los demás medios de control fracasan.[17] Pero además de la coacción física, otro elemento se evidencia de interés fundamental para la concepción de Estado weberiana: la territorialidad, sobre la cual el monopolio de la violencia pretende ejercerse de manera exclusiva.[18] Solamente el control monopólico de la violencia dentro de un territorio determinado puede garantizar la vigencia de un sistema de normas, puesto en marcha por un cuadro administrativo.[19]

Tales son los supuestos básicos de las dos principales perspectivas teóricas con que se ha abordado el estudio del Estado en la ciencia política contemporánea. Si se contrastan, es posible apreciar que las dos teorías tienen preocupaciones cognitivas diferentes: la explicación marxista del Estado se enfoca a evidenciar el propósito del mismo, es decir, sus fines, lo que ubica a su análisis en una perspectiva instrumental del Estado. La teoría marxista analiza al Estado nacional capitalista como instrumento de dominación de clase. Por el contrario, la concepción weberiana del Estado no atiende a los fines sino a sus medios: el Estado es monopolio de la coerción física sobre un territorio determinado, independientemente de su tipo, dimensión y ubicación histórica. Desde este enfoque, si el Estado no puede ser comprendido por sus fines, sólo puede serlo por sus medios, que esencialmente no son otros sino la aplicación monopolizada de la violencia legítima.

Sin regresar al reduccionismo economicista como la que se encuentra generalmente en los textos marxistas, se puede resaltar un hecho indiscutible: si bien el Estado es esencialmente coerción monopolizada sobre un territorio, esta coerción no es etérea, sino que articula una relación social de dominación, donde diversas instituciones que cuentan con la supremacía de la coacción en un ámbito territorialmente acotado, a las que se les considera legítimas, organizan las relaciones sociales establecidas dentro del espacio sobre el cual ejercen dominio.[20] El Estado reproduce relaciones sociales que implican intereses concretos y un esquema de reparto específico de los diversos recursos que fluyen en una sociedad: reconocimiento, influencia, privilegios económicos, información, control ideológico, entre otros. Este reparto es generalmente asimétrico.[21] Una perspectiva instrumental del poder político[22]permite apreciar que éste es frecuentemente empleado como un medio para ejercer control sobre otro tipo de recursos, o bien, para acceder a ellos.

La confrontación social que se desprenda de una articulación específica de la coerción monopolizada, derivada de su protección de intereses concretos depende, entre otras cosas, del grado de legitimidad de dicho monopolio y de la mayor o menor medida en que permita u obstaculice el acceso de los diversos actores sociales a los recursos considerados deseables por la sociedad a la cual norma.[23] Una concepción instrumental de la coerción física monopolizada territorialmente para favorecer u obstaculizar el acceso a diversos recursos sociales permite dimensionar los conflictos políticos que tienen lugar en el seno de diversos Estados nacionales y entender las distintas disputas entre la clase política vigente, que controla el aparato estatal, y los agentes sociales que pretenden ser incluidos dentro de la comunidad política o acceder a determinados recursos sociales. Es así como se puede apreciar la razón por la cual durante el proceso de formación histórica de un Estado, e incluso mucho tiempo después, sean frecuentes las luchas internas por el deseo de los distintos grupos sociales por establecer protecciones mínimas ante la voluntad de los gobernantes, mediante la búsqueda explícita del reconocimiento de la condición de ciudadanía y de diversos derechos políticos y civiles.[24]

En el Estado democrático liberal moderno, estas protecciones ciudadanas incluyen derechos como la libertad personal, la libertad de palabra, de pensamiento y creencias, el derecho a la propiedad y a suscribir contratos y la igualdad de trato por parte del gobernante, esto es, la igualdad ante la ley. La ciudadanía ha supuesto un principio que proporciona a los individuos, en lo general, igualdad de derechos y responsabilidades, de manera que se establezcan condiciones de reciprocidad entre el Estado y la comunidad política.[25] De ahí que en los Estados que han ordenado sus instituciones normativas de acuerdo con los principios liberales sea uso común, a contrapelo de la negativa weberiana, atribuir fines específicos al Estado, conferirle tareas irreductibles, como el mantenimiento de la paz, la aplicación del derecho y la administración de la justicia.[26] La concepción propia del Estado democrático liberal moderno confiere fines específicos al Estado.

De la calidad de esta condición de reciprocidad entre el poder político y la comunidad sobre la cual se ejerce depende en gran medida la legitimidad de los Estados contemporáneos. En las democracias liberales modernas, la condición de ciudadanía permite la articulación de intereses en condiciones limitadas, pero efectivamente pluralistas, lo que contribuye a la legitimidad del Estado en la medida en que no haya intereses sistemáticamente negados. Dicha legitimidad coincide generalmente con un criterio de apego a la legalidad en el acceso y el ejercicio del poder.[27] Si la reciprocidad de derechos y deberes entre gobernante y gobernado convierte al poder de facto en dominación legítima, su institucionalización en reglas impersonales y permanentes, a las cuales ambos obedecen por igual, brinda la posibilidad, al menos en principio, de distinguir entre intereses públicos e intereses privados. Todos estos elementos son premisas esenciales para la existencia de la dominación burocrática-legal, que sirve como fundamento a los Estados modernos.[28]

La existencia y cumplimiento de condiciones de reciprocidad institucionalizada entre gobernantes y gobernados, fortalece el carácter legítimo del monopolio de la coerción física, esencial para la existencia del Estado, y hace menos evidente o más tolerable el hecho de que tal monopolio de la violencia no puede ser ajeno a la reproducción de determinado orden, referido al acceso y reparto de recursos socialmente considerados deseables, que incluyen, pero no se limitan, a los económicos.[29] Mientras más incluyente sea dicho ordenamiento, respecto al acceso y distribución de recursos sociales deseables entre la comunidad a la cual norma, y mientras más eficientes y efectivos sean los mecanismos estatuidos para garantizar las condiciones de reciprocidad entre gobernantes y gobernados, cabrá esperar mayor legitimidad del orden instituido y del aparato burocrático encargado de aplicarle. En estas condiciones el monopolio de la violencia sobre un territorio determinado sería más legítimo en la medida en que se cumplan las condiciones señaladas.[30]

Sin embargo la teorías weberiana del Estado refleja los esquemas de surgimiento y evolución del Estado nacional de Europa occidental[31]y Norteamérica, y por esta razón da por hecho aspectos de la teoría que no se encuentran necesariamente presentes en los Estados nacionales de otras latitudes, carencia que tiene importantes consecuencias para la forma en que es concebido el Estado y la dinámica que adopta en estos casos. Así, por ejemplo no tiene una implicación menor el hecho de que varios Estados nacionales que se constituyeron tardíamente, que fueron originalmente colonizados, o que se incorporaron de manera retrasada al sistema capitalista no cuenten frecuentemente con la misma capacidad para autodeterminar sus acciones, es decir, para ejercer su soberanía, que sus pares de Europa occidental y Norteamérica. No tiene tampoco una implicación teórica menor el hecho de que estos Estados carezcan frecuentemente de mecanismos de reciprocidad efectivos, que se traduzcan en la legitimación de la autoridad y en estabilidad política, y que, por el contrario, padezcan de continuas disputas sobre la legitimidad de sus autoridades y de su aparato institucional, dadas las condiciones de exclusión política, social y económica a la que se encuentran sometidos amplios grupos poblacionales.

El Estado, entendido como monopolio de la coerción legítima sobre un territorio, es decir, como esencia mínima, se convierte en una categoría poco fructífera para el análisis de contextos históricos si no se atiende también a su carácter instrumental. El análisis de casos históricos concretos obliga a atender el aspecto instrumental del Estado, que además de monopolio de la violencia legítima es también garante y reproductor de condiciones determinadas de acceso y reparto de los recursos sociales disponibles e instituye diversos umbrales de reciprocidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados. Ambos factores afectan necesaria y directamente el grado de legitimidad que dentro de determinado territorio puede tener el monopolio de la coerción, el aparato institucional mediante el cual se ejerce, y el grupo de individuos encargados de aplicarla.

El carácter variable del papel instrumental del Estado, en su dimensión histórica, permite apreciar el igualmente variado apego de una realidad geográfica-temporal al cumplimiento de la premisa esencial mínima de la teoría del Estado weberiana: si el Estado es monopolio de la violencia, en diversos contextos históricos el monopolio estatal ejercido puede ser bastante precario, y la legitimidad de la cual goza notablemente baja. En su dimensión histórica, el monopolio de la violencia puede ser real, pero no necesariamente legítimo, o bien, la legitimidad de la autoridad constituida puede ser efectiva, no así su capacidad real para monopolizar la coerción dentro del territorio sobre el cual se asienta.

En muchos de estos Estados-nación formalmente modernos y apegados a los principios de racionalidad burocrático-legal que describe Weber, el aparato estatal no alcanza a monopolizar efectivamente la violencia sobre su territorio –base fundamental de la soberanía y condición mínima de existencia del Estado–, sino que puede en ocasiones carecer de bases sólidas de legitimidad desde la percepción de los ciudadanos. Estos ciudadanos se constituyen como tales sólo de manera nominal, debido a que la institucionalización de garantías y protecciones a los derechos políticos, pero sobre todo civiles, es ineficaz o poco observada. En estos casos, si la esencia del Estado –el monopolio legítimo de la violencia sobre un territorio dado– no se cumple cabalmente, su carácter instrumental, en cambio, como aparato de coerción y protección de intereses particulares de determinados grupos sociales, se refleja claramente en la conformación de un status quo que mantiene sumamente estrechas las vías de acceso a los recursos sociales para amplios segmentos de la población, en beneficio de los grupos privilegiados.[32] Esta condición, variable desde luego según el caso histórico, opera en contra de la legitimidad del Estado al disminuir la disposición de los gobernados a obedecer al conjunto de instituciones estatales, tanto normativas como burocráticas, que son percibidas entonces como instrumentos de protección de los intereses particulares más poderosos y por tanto, carentes de credibilidad como garantes del interés público.

Estos Estados nacionales tampoco se apegan cabalmente a los axiomas marxistas clásicos. Se les ha identificado por su incorporación tardía al desarrollo capitalista, de manera que se aprecia en ellos una condición crónica de subdesarrollo, motivada por la manera peculiar en que se han integrado al sistema capitalista mundial, como periferias de los grandes centros del capital,[33] donde sus elementos esenciales de producción y reproducción económicas quedan sometidos a los intereses de aprovechamiento y al control político de las clases privilegiadas de los países centrales.[34] Desde la teoría de la dependencia se considera que, en la división internacional del trabajo, organizada por los países centrales, a los países periféricos les son asignadas funciones que tienen por fin fundamental afianzar y acelerar la acumulación en los centros capitalistas.[35] Esta teoría, que esencialmente recoge las premisas del materialismo histórico, considera que el resultado de esta condición de reproducción dependiente del mercado mundial es el surgimiento de una formación social heterogénea, donde el modo de producción capitalista es el predominante, pero no el único, a lo largo de la geografía del Estado nacional. Como consecuencia de la causalidad económica que el marxismo atribuye a todos los fenómenos sociales, las lógicas distintas de producción económica que confluyen dentro del territorio de estos Estados se traducen en la articulación de una estructura social sumamente desequilibrada.[36]

Todo esto supone que, en diversos países de tardía incorporación al sistema capitalista mundial, el Estado no obedece sino tangencialmente a los preceptos clásicos de explicación del Estado que ofrece el marxismo. Bajo esta perspectiva, el Estado no es el capitalista colectivo ideal que protege y genera las condiciones favorables para la reproducción del capital, aún por encima de los intereses de los capitalistas individuales. En el marxismo clásico el Estado protege los intereses genéricos del capital autóctono, hecho que no ocurre en el esquema dependentista, pues en este caso la burguesía local es mera intermediaria de los grandes capitales internacionales cuyos intereses protege el Estado periférico.[37]

Desde esta perspectiva, la heterogeneidad estructural que surge de la reproducción dependiente del mercado mundial impide el cumplimiento de los preceptos legales que enuncia el Estado, dada la gran diferenciación entre los actores destinados a fungir formalmente como ciudadanos. En la medida en que diversos grupos no se insertan plenamente en las relaciones de producción capitalista y que el aparato jurídico administrativo protege intereses de una comunidad extranacional que escapa a los alcances del Estado periférico, el derecho y las leyes que de él emanan arrastran dificultades serias para hacerse cumplir.[38]

Evers aprecia además que frecuentemente la violencia, en estos casos, tampoco es un monopolio estatal, pues al lado de aquella que ejerce el Estado coexisten otras de tipo privado, en forma de servicios de vigilancia de empresas, de guardaespaldas con funciones no sólo defensivas, guardias blancas, sindicatos de tipo mafia, guerreros tribales, etcétera. De este modo, el monopolio estatal de la violencia está limitado por otros sistemas de dominación no integrados efectivamente al poder estatal: dominios tradicionales o regionales, latifundistas caciquiles, zonas territoriales prácticamente controladas por empresas extranjeras, así como zonas de intereses económicos ilegales militarizados (contrabandistas, traficantes de esclavos, productores de drogas, etc.) o de fuerzas insurgentes.[39]

La heterogeneidad estructural se traduce también en otra de carácter funcional del aparato de Estado, que se encuentra sometido a múltiples exigencias en extremo contradictorias, a las cuales sólo puede responder de manera parcial, fragmentada y con intervenciones muchas veces reñidas entre sí. El aparato estatal se hipertrofia, como respuesta a la variedad de exigencias a las cuales tiene que hacer frente, pero su capacidad de mediación permanece igual.[40] Dada la aguda diferenciación social con la que trata cotidianamente, las instituciones administrativas son desbordadas y la autoridad forma nuevas estructuras de decisión no formalizadas y prácticas no avaladas por la estipulación legal.[41] En la medida en que las decisiones que toma por estas vías suelen ser también contradictorias –en atención a la amplia diversidad de intereses a los cuales pretende dar respuesta–, su capacidad de mediar entre los actores sociales disminuye aún más, y ante tales dificultades suele recurrir a la violencia, como único medio de regir a una sociedad atomizada.[42] Sin embargo, los grupos a reprimir son igualmente muy diversos, de manera que se reproduce la hipertrofia del aparato burocrático a los organismos de seguridad del Estado, que se desdoblan en múltiples corporaciones o agencias.[43] Cuando los organismos de seguridad son desbordados en condiciones de conflicto agudo, es posible que se delegue a grupos privados el uso de una violencia desligada de criterios legales –guardias blancas, escuadrones de la muerte, y agrupaciones similares–.[44]

La fragmentación del aparato estatal que produce la heterogeneidad estructural referida se traduce en una tendencia hacia la captación de los diferentes segmentos por intereses particulares, de manera que la división entre intereses públicos y privados, que formalmente caracteriza al Estado moderno, se muestra desdibujada.[45] La consecuencia es que las contradicciones que afronta este tipo de Estado se traducen en una oscilación errática entre estatización y particularización, centralización y dispersión en donde el Estado a su vez pierde cohesión interna. Las contradicciones de una sociedad atomizada trasladan su disputa de intereses hacia el interior del aparato estatal, donde diversas instituciones o facciones burocráticas se han aliado con intereses privados. Y como observa Evers: "De la privatización de segmentos del estado hay sólo un paso hacia la "feudalización" de ciertos reductos oficiales. Así, muchas agencias estatales en países del "tercer mundo" ofrecen la imagen de fuentes celosamente custodiadas de caudales y poderes de un clan, una minoría étnica o regional o de una "mafia", independizándose por completo el interés por la conservación de la prebenda de la finalidad funcional originaria del respectivo órgano de Estado."[46]

Si de acuerdo con la teoría del Estado contemporánea el Estado moderno supone, al menos en su dimensión estrictamente política, la conjugación efectiva de diversos aspectos fundamentales –territorialidad con fronteras claramente demarcadas; monopolio de la violencia y los medios de coerción; estructura impersonal del poder y una estructura de mando vinculada estrechamente a un criterio de legitimidad–[47], los Estados a los que se hace referencia suelen tener, comparativamente, un escaso control de sus fronteras (cuando la delimitación de éstas no se encuentra bajo disputa) y un control de los medios de violencia que nunca llega a ser razonablemente monopólico. Son Estados ineficaces en su capacidad para movilizar recursos con fines preestablecidos. Evidencian una marcada incapacidad para asegurar el cumplimiento de sus leyes y sus políticas a lo largo de todo el territorio y por parte de todos los estratos sociales. Suelen contar con una estructura de autoridad fuertemente personalizada, clientelar y patrimonialista, que cuenta con poca claridad de los límites entre los intereses públicos y privados, y que coexiste con esferas de poder territorialmente establecidas, que se encuentran en mayor o menor grado sustraídas al control estatal.[48] En diversas regiones de países con una tardía formación del Estado nacional y con lenta incorporación al sistema capitalista mundial, es frecuente observar poderes locales que operan con procedimientos incompatibles, cuando no antagónicos con la legalidad establecida oficialmente por el Estado, en condiciones donde se favorecen de manera asimétrica los intereses privados más influyentes, incluso desde los organismos estatales que se asientan en dichas zonas y que se vuelven parte de los circuitos de poder privatizados. El resultado es la sustracción del aspecto público del orden legal y del aparato burocrático que generalmente es considerado como elemento fundamental para el funcionamiento del Estado moderno.[49]

Se trata pues de Estados que, a la luz de la concepción de las teorías del Estado más difundidas y aceptadas en la ciencia política contemporánea, muestran condiciones de crisis crónica al no cumplir satisfactoriamente, en mayor o menor medida, diversos de sus axiomas básicos, entre los que se encuentran los siguientes.

Desde el enfoque weberiano:

  • 1) Monopolio de la violencia legítima a lo largo del territorio nacional, que funciona como premisa necesaria para la vigencia de la ley y la eficiencia en el cumplimiento de los ordenamientos estatales en toda la geografía nacional y por parte de todos los actores sociales.

  • 2) Separación de los intereses públicos de los intereses privados, que da lugar a criterios de reciprocidad entre gobernantes y gobernados de los cuales depende en grado importante la legitimidad de la relación de dominación que implica el Estado.

  • 3) Racionalidad burocrático-legal en la acción del aparato administrativo estatal, que además de la separación de intereses públicos y privados supone la adopción de criterios de eficiencia en la delimitación de medios y fines de la acción estatal, en la movilización de recursos para lograr objetivos determinados, y en la pretensión de que la acción estatal está orientada por alguna concepción de bien público explícitamente enunciado.

Desde el enfoque marxista:

  • 1) Incapacidad crónica de estos Estados para hacer de las relaciones de producción capitalistas las únicas vigentes a lo largo de todo el territorio nacional y para unificar los criterios de decisión y acción del aparato público. En condiciones de heterogeneidad estructural el aparato estatal se caracteriza por su fragmentación, que se traduce a su vez en el predominio de intereses parciales dentro de diversas dependencias estatales que se encargan de protegerles, en lugar de desempeñar sus tareas formalmente establecidas y de protección general del sistema capitalista en su conjunto. No es posible fetichizar el interés público del Estado, dado que su aparato funciona evidentemente a favor de intereses privados.

  • 2) Incapacidad para hacer del Estado el garante de los intereses capitalistas colectivos nacionales, en un esquema no dependiente, es decir, donde el Estado proteja efectivamente al capitalismo nacional y no a los intereses económicos de las metrópolis.

  • 3) Incapacidad para hacer valer mediaciones mínimas de legalidad y reciprocidad que permitan mostrar al Estado como factor de arbitraje, formalmente superpuesto a las clases sociales, y en cambio, frecuente empleo estatal de la violencia como recurso virtualmente único para garantizar la reproducción de las relaciones de dominación de clase existentes.

Es evidente que las teorías clásicas del Estado no alcanzan a abarcar satisfactoria y plenamente la realidad de diversos países ajenos al mundo occidental desarrollado, sin embargo, cuando se aplican a dichas realidades ambas teorías conducen a la identificación de condiciones y carencias similares o complementarias. Sea que se le aborde desde un enfoque que atienda a su esencia o a su aspecto instrumental, el análisis sobre el tipo de Estado al que se ha hecho referencia conduce a conclusiones similares o complementarias en cuanto a las condiciones en que opera el Estado en estos países.[50] De manera variable, tales características están presentes en estos países, con independencia del régimen político establecido en ellos. De ahí que autores dedicados a estudiar el cambio político, como Samuel Huntington, consideren que, en estos casos, la diferencia fundamental no se refiere a su forma de gobierno, sino al grado de gobierno con que cuentan.[51]

Un rasgo compartido por todos estos países es el carácter exacerbado del papel instrumental del Estado como medio de dominación y de control del reparto y acceso a los recursos sociales. Según se ha visto, esta condición repercute en una baja legitimidad de las instituciones y autoridades políticas, dada la fragilidad de reglas de reciprocidad entre gobernantes y gobernados. En este contexto, la toma de decisiones y su puesta en marcha cotidiana a través del aparato estatal, no son necesariamente coincidentes con criterios de bienestar comunitario que en principio deberían regir la lógica de un Estado moderno. Esto se traduce en un constante recelo y desconfianza entre gobernantes y gobernados. Los ciudadanos acatan las leyes, pero no las cumplen, lo que refleja su rechazo secular a relaciones de dominación que no acaban de legitimarse por completo. Las autoridades, por su parte, decretan leyes y adoptan decisiones políticas que frecuentemente no tienen otro fin que fortalecer intereses de clan, grupo o partido.

Estas condiciones persisten en estos Estados, independientemente del tipo de régimen político que se implante en ellos. Desde luego, el carácter del mismo –democrático o autoritario– atenúa o agudiza las circunstancias mencionadas, sin que éstas alcancen a desaparecer del todo. Es por ello que los tipos de régimen de estos Estados son descritos en ocasiones ambiguamente como "dictablandas" o "democraduras".[52] En ellos, salvo contadas excepciones, las bases endebles del Estado impiden el cumplimiento integral de las premisas de un régimen democrático o autoritario.[53]

Muchos de estos Estados han emprendido procesos de democratización durante las dos décadas finales del siglo XX. Al establecerse sobre bases estatales endebles la democracia que se ha establecido en ellos está lejos de extirpar condiciones sociopolíticas que la teoría atribuye generalmente a regímenes autoritarios, como lo es la falta de relaciones de garantía y reciprocidad entre gobernantes y gobernados y la desigualdad de facto ante el poder. En varios casos, la democratización fue paralela a un proceso de debilitamiento de las bases del Estado, lo que a su vez ha disminuido la calidad del nuevo régimen. Las próximas páginas están dedicadas a analizar el tipo de democracias que se han implantado en estos sistemas, y su efecto en la relación entre los gobernantes y los distintos actores sociales, entre los cuales se incluye la criminalidad organizada.

1.2 Crisis del Estado y democracia no liberal

En páginas anteriores se pudo apreciar la debilidad del Estado –comparado a la luz de lo que cabría esperar de él, de acuerdo con las teorías predominantes– en diversos países que han sido denominados indistintamente tercermundistas, subdesarrollados, en vías de desarrollo, entre otras designaciones. Ahora es preciso atender a la manera en que esta condición afecta a las instituciones que estructuran la toma de decisiones y permiten su puesta en marcha, es decir, al régimen político.

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