Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 13)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
-Ya habréis tenido ocasión de observar cuán hermosa es, -dijo la maligna vieja.
-La he observado a mi gusto, -dijo la joven mordiéndose los labios-. ¿Y la amará él? -¿Quién lo duda? La joven permaneció algunos momentos pensativa, y sus ojos centelleaban de furor.
La vieja contemplaba a la novicia con una expresión de feroz complacencia.
-¡Oh! -murmuraba la joven-. ¡Cuán feliz hubiera yo sido, si don Guillén me hubiese amado! ¡Oh voluptuosos deseos que sedujeron mi corazón!… La nacarada tropa de los placeres, que revolaba en torno de mi frente, me precipitó en los brazos de Castiglione, pero… ¡Cuánto más deliciosamente no hubiera realizado mis aspiraciones en brazos del hermoso Lara! Y así diciendo, Elvira no pudo menos de hacer una comparación entre Castiglione y don Guillén, el uno joven y maravillosamente hermoso y el otro casi viejo y horriblemente disforme. Siempre son odiosas las comparaciones, y en esta ocasión forzosamente debía perder el italiano. Elvira era una especie de Circe, como ya el lector habrá tenido ocasión de conocerlo. Mejor aún que nosotros pudiéramos pintarla, Elvira se retrataba a sí misma con maravillosa fidelidad en estas palabras:
-Los ojos necesitan recrearse con la belleza, y ¡ay de mí! ¿qué encanto puedo encontrar contemplando a un gnomo, que tal parece mi amante? Cuando el apetito de los sentidos se ha satisfecho, para reanimar e infundir a la saciedad nuevos deseos, es necesaria la belleza de las formas, la simpatía, fundada en la igualdad de la edad y de las demás cualidades físicas, deliciosas ventajas para el amor y el placer de que Castiglione se halla privado… ¡Lo conozco! En presencia de un hombre como Castiglione, la naturaleza me llevaría a él; pero estando en mi mano la elección, la naturaleza también me haría preferir al gallardo Lara… ¡Oh! Yo no puedo perdonarle sus desaires: él me ha despreciado. ¡Haber preferido a Blanca! ¿Sabes tú lo que has hecho? ¿No sabes que bajo mi cuerpo débil y delicado se encierra un alma indomable, soberbia y… vengativa? ¡Sí, sí!… ¡Yo me vengaré! Y Elvira se levantó furiosa y comenzó a pasearse por la celda, crispados los puños, candados los dientes, sangrienta la mirada y azul de ira el semblante. Elvira no parecía una mujer; diríase que era una furia. Aquella joven era la viva personificación de la soberbia, y su orgullo, herido de la manera más cruel por el desaire que creía haberle hecho el señor de Alconetar, no podía aplacarse sino por una venganza horrorosa, diabólica, inaudita. Blanca, a los ojos de Elvira, había cometido una culpa imperdonable, la de amar a Lara; y si es cierto que las mujeres jamás perdonan la rivalidad, con mucha menos razón debía esperarse que olvidara esta ofensa Elvira, que sólo tenía de mujer la figura, puesto que en su alma había un no sé qué de fiero y de satánico y rencoroso, que habría supuesto espanto al hombre más osado, siempre que le hubiera sido fácil penetrar en los infernales abismos de aquella organización aviesa y maldita, de aquel ser extraordinario que ni siquiera se acordaba del triste fin de doña Fidela asesinada por Castiglione y casi devorada por las fieras, ni tampoco turbaba su sueño ¡qué horror! el recuerdo de su propia hija. La vieja Plácida, aborto del Averno, miraba con gozo el inmenso furor de Elvira, y con sonrisa infernal pensaba:
-¡Bien! ¡Muy bien! La cosa va a pedir de boca. ¡Ah, señor de Alconetar! Tú que asesinaste a mi hijo; tú que te burlaste de una pobre madre, porque te pedía su hijo, tú que me apartaste a latigazos del camino, porque te importunaba con mis quejas; tú, opulento señor feudal, has de conocer algún día que no siempre el fuerte puede oprimir al débil impunemente… ¡Oh! Yo te haré que conozcas, poderoso caballero, que la hormiga pisada puede también morder, y que la serpiente se arrastra y se oculta entre las flores, a la orilla del camino, para precipitarse furiosa sobre el desprevenido viajero que a la ida la pisoteó creyendo matarla… La sangre de mi hijo, don Guillén, caerá sobre tu cabeza; tú me quitaste a mi hijo, yo también heriré de muerte todo lo que tú ames… te arrebaté a Elvira, y… mataré a Blanca… El plan está bien concebido; pongámoslo por obra al instante, y no embotemos su mortífera eficacia con las dilaciones y la indolencia.
Elvira de pronto cesó en sus paseos y le detuvo delante de Plácida. Diríase que entre los visuales de aquellos ojos, entre las miradas de una y otra, se había establecido cierta corriente magnética, simpática y mortífera, que emponzoñaba la atmósfera de la celda. Era la astuta venganza, que contemplaba frente a frente a la vengativa astucia, eran dos serpientes que se miraban cara a cara y que cada una solicitaba de la otra su longitud y sus anillos para duplicar su fuerza y su veneno.
-¿Estáis dispuesta a servirme? -preguntó Elvira.
-¿Podéis dudarlo, señora? -respondió Plácida.
-Pues bien, es preciso que muera Blanca.
-Podéis estar segura de que Blanca no vivirá mucho tiempo.
-¿Morirá de muerte natural? -No me parece probable.
-Pues hablemos francamente.
-Siempre os hablo con franqueza.
-¿Y cuándo será su entierro? -Jesús, y qué viva sois! -Plácida, me consume la impaciencia.
-Mas no es tan fácil, doña Elvira, hallar ocasión oportuna.
-Yo creo que perderéis la ocasión de haceros rica.
-Me parece que no.
-¿Y a cuándo aguardáis? -Señora, para estos asuntos se necesitan dos cosas muy importantes.
-¿Cuáles? -Cachaza y mala intención.
-No puedo negaros que habláis muy discretamente.
-Pues todavía se necesita más discreción para obrar.
-Pero al menos, sepamos los medios de que os pensáis valer.
-No es difícil adivinarlos.
-Una buena puñalada… -murmuró Elvira al oído de Plácida, quien respondió en voz más baja todavía:
-Yo no tengo bríos ni destreza para manejar el puñal, fuera de que éste sería un medio escandalosísimo.
-¿Pues entonces?…
-Nos queda el recurso del veneno.
-¡Es verdad! -exclamó Elvira, cuyo natural enérgico propendía a los medios violentos y atrevidos, antes que a los solapados y tímidos.
-¿Os convencéis ahora de que nuestro proyecto podrá verificarse sin mucho estrépito? -¿Y cuándo pensáis?…
-Tal vez mañana.
-Yo tengo un tósigo muy activo encerrado en una sortija de inmenso valor. A más del oro que me pidáis, os cederé también esta alhaja, siempre que el contenido se lo administréis a Blanca.
-Os aseguro, señora, que el anillo me pertenecerá muy en breve.
Aquí llegaban en su diálogo nuestras buenas damas, cuando súbitamente fueron interrumpidas por violentos golpes que daban en la puerta.
-¿Quién? -dijo Elvira.
Nadie respondió.
-¿Quién será a estas horas? -dijo Plácida-. La madre Sinforiana no deberá ser, porque no acostumbra nunca a venir tan tarde.
-Puede que sea ella, sino que acaso esta noche se habrá detenido. De todos modos, bien fácil es salir de dudas.
Elvira se dirigió con paso firme a abrir la puerta; pero ¡cuál no sería su admiración al ver que no había nadie y que la crujía estaba completamente desierta! Atónitas de tal suceso, miráronse Elvira y Plácida, hasta que por último ambas prorrumpieron en una estrepitosa carcajada.
-¡Pues está bueno! -exclamó Elvira.
-¿Es posible que las dos nos hayamos engañado? -dijo Plácida.
-Claro está.
-Pero si me pareció oír clara y distintamente dar golpes en la puerta.
-A mí también me pareció haberlos oído; pero sin duda fue el aire.
-Vamos, juraría que habían llamado.
-¡Quiá! es aprensión.
Todavía duraba la disputa cuando volvieron a llamar mucho más fuerte aún que la vez pasada.
-¿Y ahora, qué decís? -preguntó con aire de triunfo Plácida.
-Que efectivamente teníais razón.
-¿Quién? -preguntó la vieja.
-Abrid, señora Plácida. ¡Soy yo! -dijo una voz de tenor, que tanto podía pertenecer a un sacristán como a una monja sesentona.
-¡La madre Sinforiana! -exclamó la señora Plácida abriendo la puerta.
La monja penetró toda pálida y turbada, diciendo:
-¡Qué desgracia! ¡Una calamidad horrible! ¡El Señor tenga misericordia de nosotras! -¿Qué ha sucedido? -preguntaron a la vez Elvira y Plácida.
-Una catástrofe, es decir, que va a suceder.
-¡Que va a suceder! ¿Sois profetisa? -Yo precisamente no lo soy; pero para Dios no hay nada imposible. Y la prueba es que esta noche en el convento ha habido una señal que ya hacía muchísimos años que no se había repetido.
-¿Y qué señal es esa? -Que entre once y doce de la noche, es decir, hace muy poco rato, ha sonado la campana del claustro sin que nadie la toque… ¿Qué calamidad, Virgen Santa, qué calamidad estará pendiente sobre nosotras? -Pero esa campana, ¿qué tiene que ver con las calamidades que puedan caer sobre el convento? -Ay, señora Plácida, no digáis eso. Siempre que esa campana se toca ella sola, anuncia graves desgracias.
-¿Y de qué clase son esos contratiempos? -preguntó Elvira.
-Generalmente anuncia que está próxima la muerte de la señora abadesa, o que tienen que morir tres monjas en un mismo día, o que va a fallecer alguna persona de alta alcurnia de los bienhechores o fundadores del convento.
-¡Es posible! -exclamó Elvira con una entonación que sólo Plácida podía comprender.
-Permitidme que os diga, madre Sinforiana, que esos no son más que agüeros, y que vuestros temores, en tales predicciones fundados, carecen de todo razonable fundamento, -respondió la vieja.
-No, señora; la tradición que se conserva en esta santa casa acerca de lo que he dicho jamás ha fallado, y hasta ahora nadie se atreverá a negarle crédito, a no ser personas que estén completamente destituidas de sentimientos religiosos o cegadas por una incredulidad culpable e incomprensible para los que sean buenos católicos.
-¿Pero efectivamente la campana ha sonado? -Sí, señora, yo misma la he oído.
-¿Y estáis segura de que nadie la ha tocado? -Segurísima. A estas horas, ¿quién había de pensar en tales entretenimientos? -Pudiera suceder que alguna de vuestras mismas compañeras, sabiendo la importancia que se le da a ese acontecimiento, por gusto de alarmar a la comunidad o por cualquier otro motivo, haya querido tomarse la molestia de ir a tocar la campana, procurando luego ocultarse para no ser vista.
-¡Imposible! ¡Imposible! Estoy convencidísima de que ninguna monja sería capaz de burla tan pesada, de un atentado semejante, que con mucha razón merecería llamarse un horrible sacrilegio.
-¿Habéis llamado aquí antes? -preguntó Plácida.
-Sí, señora, -respondió la madre Sinforiana-. Hace poco tiempo, cuando oí los tres siniestros tañidos (porque siempre la campana se toca tres veces), vine despavorida y llamó a vuestra puerta; pero luego me pareció oportuno avisar a la madre abadesa, y me dirigí a su celda; mas no habiéndome respondido nadie, y temiendo alborotar el convento a estas horas, desistí de mi primer propósito, y he vuelto aquí para desahogar con vosotras el susto y turbación que me dominan. ¡Ay, señoras de mi alma! ¡cuántas calamidades!… Además de esta terrible predicción, suceden en el convento cosas…
-¿Qué sucede? -preguntaron a la vez Elvira y Plácida.
-¿No habéis visto una imagen de Nuestra Señora de la Luz que está en la capillita de la madre sor Buenaventura? -Me han hablado de esa pequeña capilla; pero no la he visto, -respondió Elvira.
-Pues bien, -continuó la madre Sinforiana-; esa preciosa capilla la mandó labrar la madre sor Buenaventura de Ayala; pues aun cuando no es costumbre que haya adoratorios en el interior de los conventos se concedió permiso para que se edificase esta capilla, atendiendo a la revelación divina que tuvo la venerable monja de quien os he hablado.
-¡Revelación divina! -exclamaron a la vez Elvira y Plácida con incrédula sonrisa.
-Sí, señoras mías; en esta santa casa se han verificado grandes milagros. Antiguamente, en el sitio en que ahora está la capilla, había una imagen de Nuestra Señora de la Luz, de la cual era muy devota la madre sor Buenaventura de Ayala, quien todas las noches a deshora tenla la devoción de ir a rezar delante de la Virgen. Sucedió, pues, que una noche, estando muy enfervorizada en su oración, sor Buenaventura tuvo una visión sobrenatural.
-¡Una visión! -¿Y qué fue ello? -Una visión que, a pesar de ser tan extraordinaria, la venerable sierva de Dios la percibía con los ojos corporales. Sor Buenaventura era a la sazón maestra de novicias. Pues, como iba diciendo, estando al pie de la efigie, vio sobre la calma de una novicia un monstruoso murciélago que lo era tanto, que cubría con las alas todo el ámbito del lecho, y de cuando en cuando aleteaba levantando y bajando las alas. Diola tal susto el ver animal tan horrendo, que se cayó en el suelo desmayada; pero, volviendo en sí, suplicó a Nuestra Señora no permitiese que el infernal avechucho hiciese daño a aquella pobrecilla, y con esto cesaron las tentaciones que con cada aletazo el hediondo monstruo sugería a la novicia. Al día siguiente la llamó a solas la venerable madre, y le preguntó lo que le había pasado en su interior la noche antecedente. Rehusaba el decirlo la novicia, pero sor Buenaventura la tomó de la mano, y punto por punto le fue refiriendo cuanto le había sucedido, sin faltar en la menor circunstancia; lo cual oído, aseguró la novicia que todo era así como sor Buenaventura lo decía. Desde entonces muchas noches Nuestra Señora de la Luz se sirvió conceder a la venerable monja visiones luminosas, revelándole sobrenaturalmente las tinieblas de las tentaciones en que se hallaban sumergidas muchas de sus compañeras, y sor Buenaventura las consolaba con sus palabras y las libertaba de las cadenas del pecado por medio de sus fervientes oraciones.
-Verdaderamente que eso es maravilloso, -dijo la vieja Plácida santiguándose-. Yo no sé cómo tenemos los corazones tan empedernidos, que no lloramos de arrepentimiento al oír tales maravillas del poder de Dios. ¡El Señor tenga piedad de nosotras! Y esto diciendo, la hipócrita Plácida comenzó a hacer pucheros.
-No pararon aquí, -continuó la madre Sinforiana-, todas las maravillas que Nuestra Señora de la Luz quiso obrar por merecimientos de la venerable sor Buenaventura. Una noche, estando extasiada en sus oraciones, observó que la sagrada efigie le inclinó la cabeza como para saludarla en testimonio de lo aceptas que le eran sus plegarias…
-¡Jesús, María y José! -exclamaron a un tiempo Elvira y Plácida.
-Todavía hay más, -continuó sor Sinforiana con su voz gangosa-; la sagrada imagen, ¡oh admiración! se dignó hablar con voz clara e inteligible a la venerable monja, y le dijo: «Es mi voluntad, amada sor Buenaventura, que en este sitio se me erija una capilla para rendirme adoración y culto». Inmediatamente sor Buenaventura dio cuenta de esta revelación a la señora abadesa, se informó al obispo, y por último se procedió sin dilación a labrar la capilla, en la cual hay una pila de agua bendita, que causa los efectos más prodigiosos, cuando las enfermas beben del agua en que han echado en infusión el hueso que se conserva del dedo anular de la venerable sor Buenaventura… Y ahora dicen que todas las noches se aparece una sombra blanca en la capilla… Yo me atrevería a jurar que esta aparición es la venerable monja.
-¡De veras! -¿Y quién la ha visto? -Varias monjas dicen haberla visto cruzar con una vela en la mano…
-Yo por mi parte no lo dudo, -dijo la vieja Plácida-; para Dios no hay nada imposible.
Largamente estuvieron comentando nuestras interlocutoras el ruidoso suceso del tañido espontáneo de la agorera campana, así como también glosaron de mil modos la noticia de la aparición de la capilla. La buena de la monja más particularmente se extendió sobre los varios y maravillosos acontecimientos que en diversas épocas habían ocurrido en el convento, y a fuer de fieles cronistas, no podemos menos de tributar la más sincera admiración a la madre Sinforiana, quien, a la verdad, refirió cosas estupendas; pero nos parece oportuno el callarlas, y con el beneplácito del lector, pasaremos a ocuparnos de otros sucesos no menos importantes para el cabal entendimiento de nuestra verídica historia.
Mientras que todo en el convento yacía sepultado en sueño y tinieblas, a excepción de la celda de Elvira, viose cruzar una sombra blanca que en la mano, llevaba una vela encendida. La cándida figura perdiose en los ámbitos del convento con ligereza tanta, que parecía no tocar con sus pies la tierra, sobre la cual se deslizaba rozando como la golondrina sobre la superficie de los mares. En lo más retirado del convento, y contigua a la huerta, se levantaba la capilla de Nuestra Señora de la Luz, pequeño edificio gótico de que ya hemos oído hablar a la gárrula sor Sinforiana. ¿Quién era aquella graciosa joven que en el silencio de la noche abandonaba insomne y melancólica el estrecho recinto de su celda? ¡Ah! La encantadora Blanca, después que don Guillén se hubo ausentado, encerrose en el convento, buscando en los claustros solitarios la santa calma que la religión le ofrecía para aliviar su corazón llagado. En el retiro del claustro, Blanca más que nunca se había entregado a los bellos y a la par tristes pensamientos de su amor. ¡Gozaba tanto en el recuerdo de su hermoso amante! Pero ¡ay! también padecía muy cruelmente al pensar que Lara sólo amaba ella sus atractivos.
Y la infeliz Blanca era tan espiritualista en sus amores, que adoraba a don Guillén con la pureza de un ángel. Ahora, bajo la mística impresión que producía en su alma aquella mansión religiosa, todos sus sentimientos habían tomado un carácter indecible de profundidad y melancolía, cual si en aquella atmósfera de retraimiento y religión se hubiese purificado su amor, eslabonándose con aquellos místicos sentimientos que en su esencia no son otra cosa que amor puro, amor que tiende sus alas hacia el trono del Eterno. La triste doncella, muy ajena de que a aquellas horas hubiese en el convento personas que deseasen atentar contra su inocente vida, encaminose a la solitaria capilla y colocó su vela encendida a los pies de la sagrada imagen. Llevaba además Blanca algunas flores, que también ofreció devotamente a la Rosa Mística.
Arrodillose luego la doncella, y con voz dulcemente melancólica como la luz del crepúsculo, comenzó a decir:
-¡Oh! dígnate, Madre del Verbo Santo, dígnate volver tus ojos piadosos a mis acerbos dolores. ¿Quién como tú, estrella del mar, sonrisa del dolor, cáliz de pureza, puerta del cielo, flor de esperanza, paloma de amor, causa de nuestra alegría, quién como tú comprenderá mi aflicción? ¡Ah! yo le amo, Virgen pura, yo le amo y él me desdeña. El ingrato me abandona, se ausenta a lejanos climas, y sólo me ofrecerá un recuerdo voluptuoso, cuando mi corazón le consagra una ternura infinita, un amor santo. ¡Perdóname, Madre mía! ¿Es un delito el amar? Bien lo sabes, oh Virgen, yo no puedo dejar de amarlo. No es culpa mía, así como tampoco lo es suya el que otra mujer antes que yo le haya inspirado una pasión inmortal. Él me desdeña, él se ha lanzado ansioso de goces a recorrer el mundo. ¡Ay de mí! Él es hermoso, valiente y discreto, y en todas partes hallará beldades que se disputen su amor. No permitas, Madre mía, que Lara me olvide, y libértalo de todos los peligros. El inconstante se ha lanzado a la inconstancia de los mares… A nadie sino a ti puedo confiar mis angustias, y lloro, y lloro sin cesar, y nadie sino tú, piadosa Virgen, puede consolar mi llanto… ¿Adónde iré sin mi amado? Todo el mundo está desierto desde que él se ausentó… ¡Qué angustia! Mi corazón se rompe dentro de mi pecho… ¡Ten piedad de mí, sagrada Virgen!… ¡Ay! Desde que Lara se fue, el sueño ha huido de mis ojos. Todas las noches las paso llorando y pidiendo por él, bien lo sabes, Madre mía. Cuando el alba comienza a sonreír, yo, sentada en la ventana de mi celda, estoy regando con mis lágrimas mis macetas de flores. Cantan su amor las avecillas del cielo, y yo las miro con envidia. Nace el día, y el primer rayo del sol me sorprende sumergida en mi aflicción sin esperanza… ¡Oh sagrada Reina de los ángeles! Ampara con tu manto mis congojas, y haz que algún día mi adorado Lara vuelva sano y salvo y me mire con amor.
Sonriose melancólicamente Blanca, como si se echase en cara la insensatez de sus últimas palabras: «y me mire con amor»; pero tal es en algunas ocasiones la pasión que domina a los mortales, que elevan sus plegarias al cielo, demandándole que infunda a los demás nuevas pasiones por satisfacer las propias. Era verdaderamente patético el considerar aquella hermosa joven arrodillada a los pies de la Virgen, rogando, no sólo por la salud del gallardo caballero, sino que también en su pecho infundiese Nuestra Señora el dulce sentimiento de un amor puro hacia la tímida y enamorada Blanca. Ella nos demuestra que el amor y la devoción casi son una misma cosa. En lo más escondido de nuestra alma existe siempre un deseo de amar a otro ser que nos comprenda y nos ame, porque nada hay en el universo más bello ni más grato que el placer divino de amar y ser amado. También junto a este sentimiento existe otra aspiración de la misma especie, pero más sublime todavía, y que sin cesar propende a entregarse libremente y por gratitud a algún otro ser más elevado, más puro, menos conocido; aspiración divina e insaciable que, volando tras de lo infinito, intenta penetrar en esa región nunca vista, pero presentida siempre, y que, rodeada de un eterno misterio, se aparece a nuestro espíritu, lejana como el porvenir, bella como la esperanza, apetecida como la lluvia después de la sequía, como la tierra de promisión destinada a las almas. Los mortales dan el nombre de devoción a este sentimiento inefable, que no es otra cosa que amor, amor puro, amor limpio del fango terrenal.
Ya muy entrada la noche retirose la triste Blanca de la capilla y encaminose a su celda, de donde el sueño huía, donde el amor velaba, poniendo todas sus esperanzas en el cielo.
Entretanto que así se afligía la doncella, la madre Sinforiana se había despedido de Plácida y Elvira, quienes volvieron a anudar su interrumpido diálogo, del cual salió decretada la muerte de la infeliz Blanca.
Capítulo XXXVI
Era una tarde al caer el sol. Una tropa como de hasta quince jinetes caminaba por un estrecho y tortuoso sendero de Sierra Elvira, como a unas dos leguas de la ilustre ciudad de Granada. Iban al parecer nuestros caballeros abismados en la contemplación de los pintorescos puntos de vista que por todas partes aquella encantada región les ofrecía. El sol en el Occidente con moribundos reflejos doraba las altas cimas de los montes, los arroyuelos serpeaban por los blandos declives de las colinas, las auras fugitivas susurraban entre los árboles, y los pintados pajarillos entonaban el último concierto de la tarde. Nuestros jinetes caminaban con aire receloso y con todas las precauciones que el terreno permitía; pues, como eran cristianos, podían temer con harto fundamento alguna acometida de los moros. A medida que adelantaban en su camino, la senda se estrechaba, y ya aparecía interceptada por espesos matorrales, o ya se interponían altas, hendidas y peladas rocas, por entre las cuales tenían que pasar como por entre una estrechísima puerta. Tales y tantas fueron las dificultades que encontraron, que al fin tuvieron que echar pie a tierra y caminar unos en pos de otros y con grave peligro de caer rodando, al descuido más leve, por las peñascosas profundidades de aquella áspera sierra. Dificultaba más, y más la penosa marcha de nuestros jinetes la proximidad de la noche, que ya por todas partes iba extendiendo su ancho velo de sombras. De vez en cuando, el que parecía capitán de la cabalgata, porque iba delante de todos, deteníase, sacaba unos papeles en los que leía atentamente, miraba luego a todas partes como procurando orientarse, cambiaba algunas palabras con dos de sus compañeros, y por último, después de un leve altercado, volvía a continuar su camino. La impaciencia veíase pintada en todos los semblantes, sin duda por el peligro que realmente les amenazaba, si la noche les sorprendía en aquellas breñas antes de llegar al término de su viaje. Por último, traspuesta la cumbre y a la falda opuesta del monte, en una pequeña explanada, se detuvieron nuestros caminantes con muestras del más vivo gozo.
-¡Aquí están todas las señas! -exclamó Jimeno.
-En efecto, el arroyo pasa al pie del monte, y el pico de que habla el manuscrito está exactamente frontero a esta explanada, -dijo don Guillén.
-Lo que únicamente falta es que al amanecer veamos si los primeros rayos del sol dan en la piedra blanca, -observó Álvaro del Olmo.
-Cabalmente nos encontramos en el mes que indica el manuscrito, -respondió Jimeno.
En estas razones estaban nuestros caballeros cuando súbito oyose dentro de una vecina gruta un prolongado lamento. Atónitos por suceso tan extraño e inesperado, nuestros caballeros se decidieron valerosamente a penetrar en el antro y averiguar la causa del temeroso quejido. Los tres jóvenes, seguidos de Momo y del halconero Pedro Fernández, entraron en la cueva, que al principio estaba formada por un estrecho callejón, que después se ensanchaba de una manera prodigiosa, figurando un extenso círculo, en cuyo ultimo término veíase temblar una luz azulada circuida de una aureola amarilla como la gualda. El resto de la cabalgata lo componían escuderos y hombres de armas, vasallos de don Guillén. Todos se habían quedado a la puerta de la gruta aguardando las órdenes de su señor y apercibidos a la defensa, caso de que necesario fuese hacer uso de las armas. Grande era la confusión de los escuderos, quienes no sabían qué pensar de aquella empresa para ellos incomprensible y temeraria. Así devanábanse los sesos, como se suele decir, cuando súbito llamó su atención el ladrido de algunos perros que por la cima del monte cercano aparecieron retozando gozosos y con bulliciosa algazara, atronando el monte con roncos y prolongados ladridos. Pavor causaron a los escuderos los perros de color negro y piel lanuda, que parecían espíritus del infierno que hubiesen tomado la figura de aquellos terribles animales. Luego los atónitos escuderos divisaron al través de las primeras sombras de la noche algunos leñadores moros, que sin duda se dirigían a Granada. Los moros hubieron de creer que los perros ladraban a causa de la proximidad de alguna pieza de caza, y pasaron a lo lejos sin reparar en los cristianos semiocultos en el ingreso de la gruta. Seguramente los escuderos habrían sabido muy buenas cosas acerca de aquella extraña mansión, si hubieran podido oír la conversación de los leñadores.
-Ya hemos pasado la cueva del Alfaquí encantado, -decía uno después de murmurar una zalá u oración.
-¿No oís con qué tenacidad ladran los perros? -dijo un segundo.
-Tal vez habrá escondida en la maleza alguna fiera, -observó otro.
-La causa de todo, -dijo el primero-, es que en este recinto el mago Casib y la hada Zobeida no dejan de practicar sus encantamientos. Quizá harán ver a los perros en cada mata una cierva, porque todo es posible para los magos y las hadas.
-Verdaderamente que son maravillosas las cosas que se cuentan del Alfaquí encantado.
-Cuando era niño, oí muchas veces contar esa historia.
-Dicen que Alá castigó al Alfaquí por su soberbia y desobediencia.
-Pues yo he oído contar que la causa del entendimiento del Alfaquí fue la envidia del mago Casib.
-¿Veis esa ruinosa torre que está enfrente de nosotros? -dijo el más anciano de los leñadores, que hasta entonces había guardado silencio.
-Aquella es la torre en que dicen habitaba el Alfaquí.
-Y ya habréis oído contar las mil desventuras que amenazan a los que se atreven a llegarse a la puerta de la torre, que está toda planchada de hierro.
-Sin duda alguna que lo sabemos, -respondió el más joven-; no hace muchos años que sucedió un lance muy terrible a un mancebo de Granada por haber despreciado el provechoso aviso de que nos habla la tradición. Llamábase el joven Abindarráez y estaba ardientemente enamorado de la hermosísima Zaida, hija del alcaide de Coín, el cual a la sazón se hallaba en Granada, adonde había venido para asistir a las bodas de un su hermano, buen musulmán, gran privado del rey y valiente caballero, que más de una vez ha hecho felices correrías por tierra de cristianos. Pues, señor, volviendo a mi cuento, digo que la noche de aquellas bodas hubo un gran festín y sarao en casa del hermano del alcaide. Asistió a casa de Abibdar, que así se llamaba el desposado, toda su parentela y gran número de sus amigos. Como es natural, Abibdar quiso que también asistiese su sobrina Zaida; súpolo el joven Abindarráez, que andaba por ella perdido de amores, e hizo de modo que le convidasen al banquete. De sobremesa hablose de muchas cosas agradables y refiriéronse mil sabrosas historias, entre las cuales se contó la del Alfaquí encantado, añadiendo que todo el que a media noche se llegase a la puerta de la torre y diese tres golpes, sería víctima de una espantosa desgracia.
-¿Y en qué consiste esa desgracia? -preguntaron los leñadores.
-No es fácil saberlo; yo de esto no podré decir más de lo que me refirió mi hermano, que era paje de Abindarráez. Fue el caso que aquella noche en el banquete apostó el amante de Zaida con otro caballero a que era capaz de ir a la torre y llamar fuertemente hasta que le abriesen. Hecha la apuesta, varios caballeros dispusiéronse a acompañar a Abindarráez, quien partió a la noche siguiente después de despedirse de la bella Zaida, a la cual rogó encarecidamente que le entregase su velo para clavarlo con un puñal en la puerta y dejar allí aquella prenda como un testimonio y un trofeo de su amor y de su esfuerzo.
Al llegar aquí, el narrador guardó silencio repentinamente. Tampoco ninguno de sus compañeros se atrevió a interrumpirle. Era la causa que en aquel momento iban todos emparejando por frente de la torre, que tostada por el tiempo, llena de grietas y cubierta de plantas parietarias, se levantaba en aquel yermo como la mansión de la soledad y de las ruinas. Hallábase situada la misteriosa torre en el declive de un empinado monte, a cuyo pie corría un caudaloso arroyo que se despeñaba bramando por su hondísimo y peñascoso cauce. Hacia el arroyo estaba la ferrada puerta, y era en verdad muy difícil y peligroso subir hasta ella, como que no había acceso sino al través de ásperas cuestas y rocas tajadas. Era aquel recinto tan solitario, tan sombrío, tan salvaje e imponente, que con harta razón era mirado con horror y espanto.
Cuando los leñadores estuvieron lejos de aquel sitio, volvieron otra vez a su interrumpido diálogo.
El joven continuó:
-Sucedió, pues, que en el punto de la media noche se halló Abindarráez con todos sus compañeros cerca de la torre. Tratose que los testigos permaneciesen a alguna distancia, bastante sin embargo para oír los tres golpes que Abindarráez debía dar en la puerta con un martillo. Mi hermano, por orden de su señor, le siguió más de cerca, y ya que ambos estuvieron junto al arroyo, Abindarráez se detuvo para dar a su paje algunas instrucciones respecto a lo que había de decir de su parte a la hermosa Zaida, en el caso de que él sucumbiese en la comenzada empresa. Mi hermano, que tenía mucha ley a su señor, trató de disuadirle de su temerario intento; mas fueron inútiles todos sus ruegos. En seguida Abindarráez comenzó a subir con gran trabajo por la áspera pendiente que a la puerta conduela. Pocos momentos después se oyeron resonar roncamente por todos estos contornos los tres metálicos golpes que con inaudita fuerza descargó Abindarráez.
-¿Conque ganó la apuesta? -Sí, y no.
-¿Cómo es eso? -Ganó la apuesta, porque efectivamente Abindarráez dio los tres golpes ofrecidos y además clavó en la puerta el velo de su amada Zaida; pero no pudo gozar del fruto de su victoria.
-Pues ¿qué sucedió? -A los tres golpes siguió el silencio más profundo. En vano estuvieron aguardando todos la vuelta de Abindarráez. Pasaron horas y horas, llamáronle a grandes voces; pero sólo el eco las repetía en la soledad; pasó la noche, llegó, en fin, la mañana, y a los primeros rayos del sol, todos vieron en la puerta clavado el velo de Zaida; mas nadie supo de su triste amante. Abindarráez había desaparecido de una manera maravillosa. Por todas partes lo buscaron, llamáronle por todas partes, y ni hallaron a Abindarráez y ni siquiera encontraron rastro por donde deducir la causa de su desaparición o el género de muerte que había sufrido. Ni sangre, ni vestidos, ni huella alguna encontraron. Mi hermano, que tanto amaba a su señor, fue uno de los que más se aproximaron a la maldita vivienda, pero ninguno de los que allí se hallaban se atrevió a llegar hasta la puerta.
-Yo, -dijo el más anciano de los leñadores-, he oído contar varios sucesos de esa especie acaecidos en la misma torre; pero ninguno de ellos me ha llamado tanto la atención como la propia historia del Alfaquí de la torre y del mago de la gruta.
-¿Y qué fue de la pobre Zaida? -preguntó uno de los moros.
-Al día siguiente, mi hermano torno a Granada, y cumpliendo con el encargo de su señor, fue a referirle a Zaida el triste fin de la aventura de su amante, sin dejar de anunciarle que su velo había aparecido clavado en la terrible puerta. La joven se afligió extraordinariamente al recibir tan lamentables nuevas, y después de regalar espléndidamente a mi hermano por su fidelidad, le despidió con muestras de grandísimo desconsuelo. Algunos días después se oyó decir que Zaida había desaparecido de la casa paterna, y que jamás volvió a saberse de ella. No obstante, hay quien cuenta que por aquellos mismos días se oían en torno de la torre muchos lamentos a media noche, y algunas veces, según dicen, veíase cruzar una figura blanca, que sin cesar repetía: ¡Abindarráez! ¡Abindarráez! -¿Sería Zaida? -Yo por mi parte casi me atrevería a jurarlo, respondió el narrador con un tono tal de firmeza, que por ello merece nuestra admiración.
-¿Y después no ha vuelto a saberse nada más? -Todo lo que sobre el particular puedo decir, se reduce a que algunos días después de estos sucesos, el velo de Zaida y el puñal de Abindarráez habían desaparecido de la puerta. Conjeturas muy probables hacen creer que la enamorada y bella Zaida, lamentando su infortunio, murió en la misma torre que su amante.
Callaron todos, y durante largo rato es de creer que nuestros leñadores fuesen recapacitando en su mente los varios sucesos de que habían oído hablar. Al fin uno de ellos rompió el silencio, preguntando al más anciano:
-¿No decías que nada te había interesado tanto como la historia del Alfaquí encantado y del mago de la gruta? -Así es la verdad.
-Pues cuéntanos esa historia, y de esta manera entretendremos gustosamente el tiempo que nos queda hasta llegar a Granada.
-Dicen que hace mucho tiempo, -respondió el narrador-, habitaba en la torre un venerable Alfaquí, lleno de años, de virtudes y de ciencia. Allí, retirado del mundo y rodeado de libros, de plantas, de animales disecados, de redomas y de otros mil utensilios para sus estudios y experimentos, se entregaba con ardor y sin cesar a descubrir todos los secretos de naturaleza que pueden estar al alcance del hombre; pero más particularmente tenía todo su empeño en averiguar, por medio de sus investigaciones, todos los sucesos que estaban por venir; y en efecto, ya en muchas ocasiones el Alfaquí había predicho multitud de casos, que al fin se habían realizado con exactitud maravillosa. En la magia y en la astrología, el Alfaquí era verdaderamente un prodigio. Acaeció, pues, que una noche, ya muy tarde, el solitario sabio oyó que llamaban a la puerta de la torre. El Alfaquí abrió y encontrose con un Morabito de muy buen aspecto, y que con palabras melosas pidió hospitalidad al Alfaquí, el cual no tuvo inconveniente en concedérsela, muy ajeno de sospechar quién era el Morabito. Este penetró en la torre, y después de hablar largamente con el Alfaquí y de haber examinado con la más escrupulosa atención todos los utensilios y libros que en aquella mansión había, retirose al aposento que le había designado el Alfaquí, el cual, según la costumbre de los sabios y estudiosos, pasaba todas las noches en vela; así es que después que dejó al Morabito recogido en su lecho, volviose a sus cavilaciones. Yo no sé hasta qué punto será fundado y cierto lo que voy a decir; pero lo que se cuenta es que el Alfaquí estaba muy extenuado, no sólo por sus meditaciones y largas vigilias, sino también porque, según decían, ¡cosa rara! todas las noches venía a visitarle un águila misteriosa, que clavaba sus garras en el pecho del Alfaquí, mientras que éste, absorto en su anhelo de saber, se entregaba a sus pensamientos. El águila era verdaderamente maravillosa, pues tenía las alas de fuego, los ojos de lince, el pico de oro y las garras de acero emponzoñado. Algunas veces el dolor del Alfaquí era tan intenso, que tornando en sí de sus meditaciones, pugnaba violentamente por arrancar de su pecho aquella ave carnívora; mas entonces el águila daba un graznido cuya significación comprendía el viejo, que, con muestras del más vivo gozo, se abrazaba al cuello del ave, y cabalgando sobre su encendida espalda emprendía un viaje aéreo por las regiones celestes hasta donde el águila se elevaba con sus alas de fuego, y allí le explicaba al Alfaquí con su pico de oro todos los misterios de la naturaleza, que ella veía con maravillosa claridad con sus ojos de lince, si bien de cuando en cuando, y como para hacerle pagar al viejo su complacencia, el águila clavaba sus ponzoñosas garras en el pecho del Alfaquí, siempre, siempre devorado por una curiosidad cruel, eterna, insaciable. Cuando a la luz de la luna los pastores de la sierra veían atravesar por los aires aquel extraño jinete que no corría, sino que volaba sobre el águila, el terror se apoderaba de ellos, y ninguno se atrevía a llevar su rebaño por los contornos de la torre. Es de advertir que estos viajes aéreos nunca duraban más que una noche, y que siempre al ser de día el Alfaquí se hallaba de vuelta en su vivienda solitaria. Aun cuando la llaga que tenía en el pecho todas las noches se renovaba de la manera más cruel y dolorosa, el Alfaquí, durante el día, se entregaba al sueño, que ejercía sobre sus heridas un efecto tan prodigioso, que al despertarse se encontraba perfectamente sano, si bien a las pocas horas volvía otra vez a sus angustias y a sus atrevidos viajes.
-Verdaderamente que es maravillosa y agradable esa historia.
-Sucedió que aquella noche el Morabito, que era todavía más curioso que el anciano, se levantó para observar todo lo que el Alfaquí hacía, y entre otras palabras le oyó decir las siguientes: «¡Oh porvenir! ¡Oh naturaleza!¡Que no pudiese yo penetrar todos tus secretos y averiguar todo lo que ha de suceder en el mundo! ¡Oh porvenir! Levanta tu velo sombrío ante mis miradas, y yo entonces bendeciré al Criador que me ha dado el ser. De otra manera, el hombre es tan desdichado e ignorante, que no merece la pena de vivir».
El Morabito, que oyó tales palabras, no pudo menos de sonreírse considerando la locura del viejo Alfaquí…
El narrador guardó silencio por algunos instantes.
-¿No continúas? -le preguntaron sus compañeros.
-Es que no recuerdo completamente todos los mil pormenores de esta historia, y a fe mía que lo siento.
-Por Alá que no la interrumpas.
-No, no, ya procuraré acabarla; mas no quisiera suprimir nada sustancial.
-¿Y quién te ha enseñado esa historia? -Cuando era niño, me la leía mi padre en un libro de los más estimados por su merito y su rareza; un libro precioso lleno de noticias curiosas, de tradiciones e historias las más agradables. En mi niñez aprendí esta leyenda literalmente de memoria, tal como os la he comenzado a relatar; pero como hace tantos años…
-Y el libro, ¿lo conservas? -¡Ay! No.
-¿Lo vendió tu padre acaso? -Sí, desgraciadamente. Después he sabido que aquel libro precioso se halla hoy en poder del rey de Granada.
-Pero no te detengas, sigue tu cuento.
-Narras tan bien, -dijo otro-, que me pareces un libro.
-Vamos, vamos, -añadieron los demás compañeros-, no nos prives del gusto de oírte.
-Os diré lo que recuerde.
-Será una lástima que no esté cabal el cuento.
-Paréceme que nada importante habré olvidado. Si acaso omito algo, casi puedo aseguraros que serán circunstancias accesorias. Pues, como iba diciendo, el Morabito no pudo menos de considerar que el Alfaquí era un insensato al desear saber todos los secretos de la naturaleza y los sucesos todos que el porvenir tiene guardados debajo de su alquicel. Estando el Alfaquí tan distraído, no se apercibió de la presencia del Morabito, el cual, retrocediendo algunos pasos, comenzó a andar de manera que pareciese que entonces llegaba. El Morabito procuró manifestar al anciano que la verdadera ciencia del hombre consiste en conocerse a sí mismo, añadiendo otras mil cosas que yo no recuerdo, porque nunca las he comprendido tan bien como hubiera deseado. El Alfaquí, muy orgulloso de su ciencia, miró al principio con desprecio al Morabito; pero luego que este comenzó a explicarse, el Alfaquí se quedó atónito. El Morabito llevaba una redoma llena de un líquido extraído de varias plantas y animales, líquido que tenía una virtud maravillosa. Mucho había llamado la atención del Alfaquí el ver que su huésped ni un sólo instante había abandonado la redoma; así es que no pudo dejar de preguntarle para que le dijese lo que en aquella vasija llevaba. El Morabito se sonrió al oír esta pregunta, y respondió al anciano diciendo con mucho misterio, y como dándole una prueba insigne de confianza, que allí llevaba un licor de tal virtud y de tan subido precio, que no se atrevía un momento a abandonar la redoma, si bien, por otra parte, experimentaba el disgusto de que, teniendo que hacer un largo viaje, se veía muy expuesto a perder por cualquier accidente tan preciadísimo tesoro, contenido en tan frágil vasija. Al punto el Alfaquí se apresuró a decirle que podía muy bien dejarse en la torre la redoma, verificar su viaje, y que a la vuelta podía recogerla sin ningún inconveniente, con toda seguridad, y evitando así los temores que le aquejaban. Sonriose el Morabito, que leía como en un libro abierto lo que en el corazón del viejo Alfaquí pasaba. Cabalmente era la intención del Morabito el despertar la curiosidad del anciano, lo cual había conseguido a las mil maravillas.
-Estoy impaciente por saber lo que el Morabito llevaba en la redoma, -dijo el más joven de los leñadores, el que había contado la historia de Zaida y Abindarráez.
-El astuto Morabito fingió que tenía mucha repugnancia en dejar aquel precioso depósito en la torre, y cuantos más obstáculos presentaba al Alfaquí, tanto más éste insistía en que le confiase la redoma hasta su regreso. Por último, el Morabito accedió, o mejor dicho, fingió acceder (pues que él no deseaba otra cosa) a las súplicas del viejo; pero el Morabito le impuso una condición con mucho aire de importancia y de misterio.
-Y ¿qué condición fue esa? -Prohibirle de la manera más terminante y solemne el que tratase de examinar lo que la redoma contenía; pues de lo contrario, desde el momento en que tal hiciese, le sobrevendría tal trastorno en su naturaleza, que le sería imposible morir aun cuando todo el género humano intentara darle la muerte; pero que si bien es verdad que se haría de todo punto invulnerable para los golpes de una muerte corporal o física, en cambio tales y tan crueles penas afligirían su alma, que con grande ahínco había de implorar la muerte como el único remedio a sus angustias; mas que la imploraría en vano.
-¡Vive Alá que era terrible la condición! -Tú, ¿qué harías? -preguntó otro.
-Me parece que yo pronto rompía la redoma para ver su contenido.
-Pero las amenazas eran crueles.
-¡Vaya unas amenazas! ¿Qué cuidado me hubiera dado a mí el que se hubiesen cumplido? -En efecto,-añadió otro-, tras de satisfacer la curiosidad, se conseguía hacerse inmortal.
-Y veamos, ¿qué hizo el Alfaquí? ¿Qué había de hacer? Lo que harían casi todos los hombres, si a uno por uno se lo fuesen proponiendo. El Alfaquí, inmediatamente que se quedó solo, no pudo resistir a los vehementísimos deseos que tenía de satisfacer su curiosidad; así es que, vaciando el líquido en una escudilla, se dispuso a examinarlo; pero apenas lo hubo vertido, cuando del fondo de aquel licor comenzó a salir un humo denso, que muy en breve inundó toda la estancia, dejando al pobre Alfaquí poco menos que muerto de terror, terror que se aumentaba cuando vio aparecer entre el humo infinidad de figuritas luminosas que representaban hombres, mujeres y animales, y que pasaban volando por junto a él, llamándole y sonriéndole con mil gestos a cual más grotescos. Por último, aquel humo poco a poco fue condensándose y envolviendo al aturdido Alfaquí, hasta que súbito cayó desmayado, y, según se dice, aquellas figuritas de luz lo trasportaron a regiones lejanas y misteriosas, en donde hasta ahora permanece encantado.
-Verdaderamente que sabes bien a fondo esa historia; varias veces había oído hablar de ella; pero nunca he oído referir este suceso con tales pormenores.
-Tienes razón,-añadió otro-, y he aquí por qué hasta ahora yo no había conocido que se trataba del viejo santón, que después de muchos años dicen que tiene que volver a la torre sobre un descomunal caballo de esmeraldas.
-Así es la verdad, -repuso el viejo narrador-. Cuando llegue el día del desencanto del Alfaquí, tronará en torno de la torre toda la Sierra Elvira, y entonces, según las profecías, se verán grandes prodigios, se realizarán sucesos de mucha importancia para los musulmanes, la guerra asolará el universo, y entre moros y cristianos más particularmente se trabará una lucha horrorosa, que terminará al fin por quebrantar las fuerzas… Pero sólo Alá es grande, y únicamente su sabiduría soberana pudiera predecir el éxito de los sucesos que aún están venturos.
-Es cosa maravillosa. ¡Un caballo de esmeraldas! -El caballo en que dicen ha de venir el santón, será tan grande que cubrirá una región muy extensa; y en cuanto a las esmeraldas, aseguran que su color y preciosidad anuncian que en esta región se han de realizar las más bellas esperanzas.
Nuestros campesinos no dejaron de comentar los precedentes sucesos y tradiciones que entre ellos le conservaban, devanándose los sesos por averiguar la causa y origen de que el Morabito, es decir, el mago de la grata en que se hallaban nuestros caballeros, tuviese ojeriza al viejo Alfaquí de la torre, al cual le había entregado la peligrosa redoma, causa de su encantamiento; mas la averiguación de tales cosas estaba ciertamente vedada a los moros, que en estas y otras siguieron su camino hasta llegar a Granada.
Capítulo XXXVII
Ahora, si el lector no lo ha por enojo, tornaremos a la gruta en que dejamos a don Guillén y a sus amigos, que a la vez, llenos de espanto y curiosidad, no sabían cómo explicarse la aparición de aquella luz de color azulado y amarillento, matiz que suele encontrarse en el rostro de los difuntos. ¡Cuánta fue su sorpresa al comprender que se hallaban dentro de una especie de cementerio! Mudos, inmóviles, petrificados de asombro quedáronse nuestros expedicionarios al volver sus ojos vagarosos en torno de aquel siniestro recinto. Ya hemos oído a los moros referir cosas estupendas respecto a los habitantes de la torre y de la gruta; y aun cuando exagerasen mucho las hablillas vulgares, truncando considerablemente la verdad, no por eso dejaba de ser fundado el terror supersticioso que inspiraba el antro de Sierra Elvira, que había servido de morada a diversas generaciones de magos, al decir del vulgo. Verdaderamente que al ver aquella mansión no podía dudarse de su destino. Queremos decir que se adivinaba al punto que pertenecía a la vez a un mago, a un astrólogo y a un alquimista. Por todas partes veíanse retortas, vasijas, cartas astronómicas, plantas, libros y astrolabios.
En medio de aquel extraño aparato estaba un anciano de fisonomía inteligente y de exótico ropaje. En la misma línea del callejón se elevaban algunos toscos escalones, después de los cuales el piso era llano y terso, como que estaba formado por una peña natural. La especie de aposento en que el viejo se encontraba era de forma circular y de extensión considerable. A vueltas de los objetos que ya hemos mencionado, veíanse en derredor ¡cosa rara! muchos ataúdes. Algunos de ellos tenían la tapa levantada, y al siniestro resplandor de la luz de que hemos hablado, podían distinguirse las lívidas facciones de algunos de aquellos cadáveres. El anciano encontrábase a la sazón como abismado en sus meditaciones. Estaba sentado delante de un trípode, sobre el cual había un libro abierto, y en torno del trípode y del anciano veíase vagar una luz como una chispa eléctrica, y que semejaba en sus divagaciones a esos fuegos fatuos que de noche se ven aparecer, fosfóricos y errantes, en los lugares pantanosos. En vista, de tal y tan maravilloso espectáculo, nuestros caballeros quedaron tan embargados por la sorpresa, que ninguna palabra dijeron al solitario y misterioso habitador de la grata. El anciano, por su parte, tampoco pareció reparar en los recién llegados hasta que no trascurrieron algunos minutos.
-Alá os guarde, extranjeros, -dijo el viejo en lengua castellana.
Los cristianos demandaron al solitario que les perdonase su atrevimiento por haberle acaso interrumpido en sus estudiosas tareas. El viejo los recibió con extraordinaria amabilidad, invitándoles a que tomasen asiento en algunos escaños que, a más de los instrumentos ya indicados, constituían el único adorno de aquel subterráneo laboratorio. Don Guillén, después de algunos momentos de reflexión, se aventuró a preguntar:
-¿Vivís solo en esta gruta? -Hasta cierto punto sí, y hasta cierto punto no.
-¿Os gustan los enigmas? -dijo sonriéndose el médico.
-No me disgustan, -respondió el anciano fijando sus ojos de águila en Momo.
-¿Y esa luz?…
No bien Jimeno hubo acabado su pregunta, cuando la luz desapareció repentinamente. En seguida, el anciano, volviéndose hacia Jimeno, dijo:
-¿Os maravilla esta luz? -¿A quién no causara sorpresa y aun espanto? -Así es la verdad. Hoy he experimentado el placer más intenso de mi vida. Ninguna exclamación puede ser más fiel intérprete de nuestro amor propio que esta: ¡Ya conseguí mi objeto! Y cuando los deseos que vemos realizarse nos han atormentado durante muchos años, ¡oh! entonces no hay nada comparable con nuestra alegría, con el inmenso júbilo que nuestro corazón satisfecho experimenta. Toda mi vida he estado trabajando ardientemente por hallar el más precioso tesoro.
Todos los circunstantes se miraron sorprendidos.
-¿Y que clase de tesoro es ese? -preguntó Jimeno.
-Esta luz que hace poco habéis visto, la he hecho yo mismo brotar de la piel de un gato negro, frotada con una pasta maravillosa, cuyo secreto nadie sino otra persona posee en el mundo.
-¡Ese es el gran tesoro! -dijo Álvaro.
-¡Esa miserable lucecilla! -exclamo el médico Momo.
-¿Acaso os parece poco? Jamás los alquimistas han encontrado ni encontrarán un secreto que más valga; ni jamás el fuego filosófico (7) usado por los químicos podrá compararse con las maravillas que encierra en su seno esta luz azulada, que hace poco hirió vuestros ojos.
-Yo creo que vuestra inteligencia le da mucha importancia a ese fuego fatuo, -dijo Momo con irónica sonrisa.
El anciano miro al médico con ese aire de desdeñosa lástima con que un sabio mira al ignorante que no le comprende; mas no por eso Momo dejaba de manifestar, cada vez más insultante, una expresión de burlona incredulidad. En cuanto a los tres jóvenes, debemos decir que estaban sobrecogidos de un asombro siempre creciente.
-¡Cómo se conoce, -exclamó el viejo-, que no habéis profundizado en los abismos de la ciencia, iluminados por el resplandor de las siete antorchas de la filosofía oriental! Si vos conocieseis los maravillosos secretos que encierra la alquimia en el mundo exterior y los libros de Brahma en el mundo interno, no hablaríais con tanto desprecio de lo que habéis tenido la dicha de ver. Yo os lo digo, extranjeros, y os desafío a que me probéis lo contrario; yo os digo que los más preciados tesoros de la tierra no valen un átomo en comparación de los secretos de la alquimia y de los libros de Vyasa y de Manú. Y en prueba de ello, os aseguro, y podéis creerme, que he abandonado los goces que en el mundo me hubiera proporcionado la posesión de inmensas riquezas.
-¡A fe que es donosa la idea! -exclamó riéndose el médico.
-¿Por qué? -preguntó con altivo continente el anciano-. ¿Quién sois vos para despreciar de esa manera la alquimia? ¿Acaso vos sabéis el origen de todas las cosas? ¡Cuán, de otro modo hablaríais, si, como yo, supieseis los misterios del número tres en el mundo de los espíritus y en el mundo de los objetos! -¡Ahí está el secreto del espejo creador! -exclamó el poeta.
-¿Que queréis decir? -preguntó el anciano clavando sus ojos en Jimeno-. El mundo que yo llamo de los espíritus es esencialmente el de las ideas.
-Pero para mí no hay más que una idea esencial, en cuyo seno van a perderse todas las demás, así como van a unirse en el océano todos los ríos.
-Hasta cierto punto habéis dicho una cosa muy razonable; pero no habéis tocado en la dificultad del número divino. Tres son las ideas fundamentales.
-Yo no veo más que una que aparece bajo relaciones diversas.
-¿No querréis explicar esas apariciones? -preguntó Momo con su aire zumbón.
-La existencia de la verdad en sí, -repuso Jimeno-, es como Dios, inexplicable. Pero la verdad toma diversos nombres cuando aparece en el tiempo y en el espacio.
-En efecto, -dijo el anciano-, habéis explicado muy bien la profundidad de las profundidades.
-Ahora bien. ¿Habéis comprendido ya lo que yo entiendo por espejo creador? -No muy claramente.
-El tiempo y el espacio es el espejo que refleja las ideas. Así, pues, las tres puertas principales por donde el mundo de los espíritus, como vos decís, se comunica con el mundo de los objetos, son la luz, la forma, la acción.
-Mucho os remontáis, joven, -dijo el anciano con la sonrisa del maestro.
-Pero paréceme de más importancia y de mayor claridad que tratemos del mundo de los objetos, -dijo Momo dirigiéndose con cierta arrogancia al anciano-. Ahora veréis, -añadió-, quién soy yo para hablar de alquimia. ¿Cuál es la explicación del número tres aplicado a esta ciencia? -¡Oh! Si vos la supieseis, con más respeto hablaríais a los sabios: Sunt tres matrices… -Mercurius, sulphur et sal, -interrumpió vivamente el médico.
-¡Cómo! -exclamó el viejo asombrado-. ¡Vos conocéis la alquimia, y os burláis de ella! Momo hizo un gesto que quería decir:
-¡Cabalito! Luego el médico dijo:
-Y aun cuando no me burlara de la alquimia, me burlarla de los alquimistas que abandonan los goces del mundo y la posesión de inmensos tesoros positivos por correr tras del fantasma de la alquimia. Repito que es donosa la idea de no querer el oro acuñado, y por otra parte perseguir sin cesar la trasmutación de los metales.
-Cuidado, que yo no he dicho que desee tampoco el oro que pueda brindarme la alquimia.
-Como hablasteis de la ciencia…
-Yo hablaba de la ciencia en general, porque después de haber cultivado la alquimia, la teúrgia, la astrología y todas las ciencias, he llegado a conocer que es imposible transformar una barra de hierro en otra de oro. Mas no por eso mis esfuerzos han sido vanos, porque he llegado a descubrir perfectamente que el hombre es un mundo abreviado, que en su formación y operaciones tiene íntima analogía con el universo. El hombre por medio del alma inteligente se comunica con Dios, por medio del cuerpo material con el mundo corpóreo, y por medio del cuerpo espiritual (fluido sutil) se comunica con el mundo celeste. De todo lo cual se deduce, sin ningún género de duda, el influjo de los astros en los fenómenos sublunares y en las acciones humanas, así como también se comprueba la eficacia de la magia y de la adivinación. Igualmente he descubierto que en el hombre existe cierta fuerza de atracción por medio de la cual aspiramos la vida del mundo, y precisamente este poder magnético es la causa de que nos asimilemos aquellas partes de los alimentos que son propias para la nutrición; y además poseemos otro magnetismo superior que atrae el fluido espiritual, principio de las sensaciones y de los conocimientos empíricos, magnetismo subordinado a la aspiración por medio de la cual el alma se alimenta de Dios. Así el mundo es un flujo y reflujo de la vida divina, y el hombre es el conducto por donde se verifica. Bajo otra relación, -añadió el anciano dirigiéndose al poeta-, el mundo de los objetos no es más que la forma, la imagen, la trasformación, la eterna palabra nunca acabada de pronunciar, o eternamente repetida por la boca del Eterno.
Con mucho gusto y con notable sorpresa escucharon nuestros caballeros tan insoportable arenga, que no extrañaríamos tuviesen por jerigonza incomprensible. Mas el buen viejo, como si todavía creyese que había hecho poco por maravillar y convencer a sus oyentes, continuó impertérrito en su perorata, como si pretendiese hacer sectarios o prosélitos.
-La ciencia, oídme bien, la ciencia sólo puede adquirirse por la intuición pura, intuición de la naturaleza íntima de los fenómenos, que únicamente puede verificarse por medio del fluido magnético. Ahora bien, a más de este fluido sutil que pone en relación al alma con el cuerpo y con los astros, existe otro fluido algo semejante y esparcido en todo el Universo, fluido que participa de la naturaleza ígnea y lumínica, y que se halla así dentro como fuera de los cuerpos sólidos y líquidos y hasta en el aire de la atmósfera.
-¡Por Israel, que estáis ininteligible y afectado! -exclamó el médico.
-Esa es muy a menudo la suerte de los grandes descubrimientos. Los hombres, por no confesar su vergüenza, cuando no entienden una cosa, se burlan de ella.
-En efecto, -respondió Momo con maligna sonrisa-; voy creyendo que en esta apartada gruta hemos topado con la piedra filosofal; pero con la piedra filosofal en figura humana. ¿Queréis que os lo diga? Pues bien, respetable anciano; sois un grande hombre, y de ello me han convencido vuestras razones mismas. ¡Sois un grande hombre, supuesto que no os entendemos! Y así diciendo, Momo no pudo reprimir una estrepitosa carcajada, que resonó en el interior de la gruta como el eco sarcástico del demonio de la negación, el más encarnizado enemigo del ángel de la fe.
-¡Oh! -exclamó con cierta amargura el anciano-; dentro de algunos siglos el mundo estará inundado de asombro, de dignidad y gratitud por la grandeza de mis descubrimientos. ¡Sí! Los hombres serán casi inmortales y se aproximarán cuanto es posible a ser la imagen de Dios, no ya en la esfera del pensamiento, sino en el fecundo teatro de la acción, de la esfera práctica. Gozarán casi como Dios de la omnipresencia; se mudarán las relaciones del tiempo y del espacio; multiplicará el hombre la actividad de sus sentidos (8); se explicarán las leyes ahora misteriosas de los presentimientos; la inteligencia humana asistirá gozosa al espectáculo de tanta actividad, de tanta y tan variada vida como hierve, lucha y resplandece en el seno de la naturaleza; sus palabras irán, envueltas en el rayo; sus ojos, ayudados por instrumentos portentosos, acaso descubrirán nuevos seres habitadores de los astros; sus labios en la copa de la vitalidad científica gustarán el vívido y variado jugo que circula por las plantas, por las flores, por los frutos; para moverse el hombre tendrá las alas de la luz, y envuelto entre torbellinos en figura de naves, domará la espalda del soberbio Océano, y volando entre dos cielos descubrirá nuevos mundos; el hombre, en fin, dominará al mundo físico que lo dominó a él, siendo causa de su caída; tarea inmensa y laboriosa, pero sublime y digna de Dios y del hombre; tarea que parece le ha sido impuesta para elevarse al conocimiento de la sustancia única e indistinta, donde el cognoscente y el conocido son idénticos, donde el hombre es igual a sí mismo, donde cesa la lucha entre lo infinito de sus aspiraciones y lo limitado de sus medios, donde está la armonía perfecta, donde por último se encuentra la felicidad.
-Pero para eso es preciso morirse, -objetó riéndose Momo.
El anciano clavó en el médico una mirada como si hubiese visto una víbora.
-¡Por vida de Brahma! -exclamó furioso el viejo-. ¿No me habéis entendido? ¿No oísteis que al principiar dije que todas estas maravillas deberán realizarse en la esfera práctica, sobre este planeta que habitamos? -Eso es volver al paraíso terrenal, -dijo el poeta.
-¡Habéis dicho una cosa grande! -exclamó el viejo con voz solemne-. Del paraíso salió el hombre y allí deberá volver; pero volverá sabiendo lo que antes no sabía en su estado primitivo.
-¿Y qué ignoraba antes? -preguntó don Guillén.
-El precio de la felicidad que perdió, -repuso el anciano-. Cuando el hombre vuelva a rehabilitarse de su abyección, estimará en toda su valía el tesoro que habrá conquistado, tesoro que regalado nada vale, y que adquirido por el sudor y la sangre de mil y mil siglos será digno del hombre.
El poeta y don Guillén escuchaban atónitos; pero el médico y Álvaro del Olmo meneaban la cabeza, el uno con burlona sonrisa y el otro con el aire ceñudo de un acérrimo católico, que oye proclamar herejías como si fuesen calificadas y ortodoxas verdades.
-¿Me permitís que os haga una pregunta? -dijo Álvaro.
-Preguntad, -respondió el viejo con arrogancia.
-Y cuando la humanidad se encuentre en ese estado que predecís, ¿estará sujeta a la muerte? -No, -repuso sin vacilar el mago.
-Pues entonces, -dijo severamente Álvaro-, o estáis equivocado de la manera más lamentable, o del modo más grosero tratáis de engañarnos.
-¡Cómo! -La razón en muy obvia. ¿Creéis en Dios? -Sí.
-¿Creéis que sea justo? -No puedo negarlo.
-Pues en tal caso, todas las generaciones que hubiesen precedido a esa generación dichosa de que habláis, ¿no tendrían con razón el derecho de reconvenir a Dios por su injusticia, por su crueldad en haberles hecho nacer antes de esa era venturosa en que soñáis? Esta objeción impresionó fuertemente el ánimo de todos los circunstantes, si bien por diferente motivo. A don Guillén y al poeta, porque deseaban esclarecer y afirmar sus ideas en este punto; y a Momo, porque con esta polémica se le proporcionaba un nuevo motivo de risa.
-Vamos, ¿qué decís, señor sabio? -preguntó el médico con aire encizañador.
-¿No creéis exacta la reflexión que me he permitido haceros? -dijo Álvaro con la más exquisita cortesanía.
-No lo creo así, -repasó el viejo.
-Pues explicaos, si no queréis que os juzgue enemigo de la lógica.
-Me explicaré, -respondió el anciano con voz firme.
Todos prestaron grandísima atención.
El anciano, tomando una actitud pedagógica, comenzó a decir de esta manera:
-Vendrá un día, una hora, un instante misterioso en que los hombres llegarán al estado feliz de que hace poco os hablaba…
-¿Sobre la tierra? -preguntó Álvaro.
-Claro está. ¿No me habéis entendido? -dijo el mago no sin impaciencia.
Después de una breve pausa, continuó:
-Ensayaré explicarme en otros términos, para ver si consigo convenceros. ¿Qué diríais si yo afirmase que la humanidad es siempre la misma? -¿Qué queréis decir? -Que la cantidad de materia o masa corpórea que siempre se rebulle sobre este planeta, es como el vaso inmenso dentro del cual está contenida la potencia inteligente, reflejo de la inteligencia divina. Y como Dios no puede dejar de ser siempre el mismo, claro está que un sol que nunca se pone y que siempre brilla con idéntico esplendor, no puede menos de reflejar la misma luz. Y pues la inteligencia contenida en la materia es siempre idéntica, y siendo también la inteligencia lo que constituye la humanidad, queda probado evidentísimamente que la humanidad es siempre la misma. Ahora bien, cuando llegue ese instante dichoso en que, por decirlo así, el hombre torne otra vez al paraíso, se entenderá que vuelva allí el mismo Adán que fue arrojado de aquel lugar de delicias; pero el mismo Adán con conciencia de sí mismo; Adán, es decir, la humanidad, conociendo que conoce su grandeza, su dignidad, los afanes, las angustias que lo ha costado volver al mismo punto de donde fue arrojada por la espada de fuego del ángel del Señor, que entonces cerró al hombre las puertas del paraíso, temiendo que comiese del árbol de la vida, ya que se había atrevido a comer del árbol de la ciencia.
-¿Sois cristiano? -preguntó don Guillén.
-Yo pertenezco a todas las religiones, porque en todas veo la misma idea. Las formas son las que varían.
Al oír tales palabras, Álvaro exhaló un suspiro de compasión.
-Por lo demás, -continuó el mago-, la tradición de que Adán (y por éste no entiendo precisamente un solo hombre, sino entiendo que es la personificación de la especie humana) fue arrojado del paraíso, es una noción que, más o menos confusa, más o menos velada bajo estas o aquellas formas, se conserva fielmente en todos los pueblos de la tierra. Insisto, pues, en que, cuando el hombre haya conquistado el paraíso, le serán franqueadas las puertas de todos los misterios, su inteligencia abarcará el piélago sin orillas de lo infinito, y entonces podrá saciar su sed en el manantial inagotable de la verdad eterna, y satisfará su hambre con los místicos frutos del árbol de la ciencia y de la vida. Por consiguiente, el hombre, como al principio, volverá a ser inmortal. En cuanto a lo que decís de las generaciones pasadas que vivieron en épocas menos felices, debo contestar que eso no pasa de ser mera ilusión, supuesto que la inteligencia de todos los que antes vivieron es la misma de los que entonces para siempre vivirán. Es, por decirlo así, el mismo precioso licor que al través de los siglos ha ido trasegándose de uno en otro vaso, renovado sin cesar a medida que el tiempo grieteaba la materia, haciéndola inepta para contener la potencia inteligente de la cual sólo es y ha sido la interina depositaria.
-¡Eso es negar la individualidad! -exclamó vivamente el poeta.
-Negación que envuelve otra más trascendental todavía, -dijo Álvaro con su mesura y severidad acostumbradas-. Tal vez no os habéis apercibido de que negáis la responsabilidad moral, pues en el instante solemne de que habéis hablado, cuando los hombres que entonces vivan vuelvan a convertir la tierra en paraíso, se entiende que dais la inmortalidad y la felicidad a todos los hombres que en aquella era existan, en cuyo caso repetiré mi argumento, no ya por las generaciones pasadas, sino también por aquella generación presente. Quiero decir que todos los hombres en aquella época obtendrán, según vos, una misma suerte venturosa, lo cual no puede menos de ser horrorosamente injusto. No es admisible que entonces ni nunca todos los hombres sean absolutamente buenos en el mismo grado, y la injusticia salta a los ojos desde el momento que a todos los hombres hacéis un presente igual, confundiendo así el mal y el bien, el mérito con el demérito. De tan funesta doctrina se deduce rectamente la indiferencia en las acciones humanas, es decir, que la misma y aun mejor cuenta saldría siendo malvado que virtuoso. Si sois cristiano, si pretendéis inquirir la verdad de buena fe, buscadla, yo os lo digo, buscadla en los libros sagrados, sobre todo en el Evangelio; pues en ninguna parte brilla la revelación a que la humanidad aspira con una claridad más digna y bella que en el Nuevo Testamento. A pesar de estas reflexiones que vuestros errores me han sugerido, no por eso dejo de estar conforme con parte de vuestra doctrina. ¡Sí! La humanidad, después de haber recorrido un círculo inmenso en el tiempo y, en el espacio podrá convertir la tierra en un lugar de delicias; no habrá más que un rebaño y un pastor; pero ¡ay! en ese mismo instante se habrá cumplido un gran misterio, el de la consumación de los siglos; caerán las estrellas como la lluvia del cielo, se ensangrentará el disco del sol y de la luna, la bóveda del firmamento pasará veloz como un torbellino sobre la faz de la tierra; entonces llegará el fin de los tiempos, resonará la trompeta formidable, la tarea de la humanidad, se habrá terminado, y nada puede vislumbrarse más allá sino el premio o el castigo que, después de la resurrección, el Padre y el Hijo impongan a los hombres en el terrible juicio.
-Podéis guardar vuestros sermones para quien los necesite, -dijo el anciano encogiéndose de hombros desdeñosamente.
-Recordad, -continuó Álvaro impertérrito-, que el reino de Dios no es de este mundo.
Jimeno escuchaba con atención profunda, y en la abundancia de nobles sentimientos e ideas luminosas que hervía en aquel corazón juvenil, se le ocurrían mil y mil pensamientos grandes y profundos que le hubiera sido imposible retener en su pecho. El fuego sagrado de la inspiración brillaba en su frente y en sus ojos.
-Yo no puedo creer, -gritó el poeta-, que el curso de los tiempos se acabe. Enhorabuena que este planeta sea aniquilado; pero ¿quién os ha dicho que el universo esté reducido a este grano de mostaza que llamamos tierra? La eterna y vivífica palabra del Creador jamás podrá estar sumergida ni un instante en el inerte reposo de las tumbas. Con una mano arrojará mil y mil globos en el abismo insondable de la nada, y con la otra volverá a sacar del antiguo caos millones de millones de rutilantes mundos, que arrojará de nuevo con poderoso empuje al fecundo torrente de la vida. El hombre volverá regenerado al paraíso, y después de esta gloriosa conquista no aguardéis que se desplomen los cielos para siempre. Después del gran juicio, a la segunda venida del Cristo, su reino vendrá también a nosotros. El hombre volverá a la justicia y pureza originales, la serpiente será para siempre vencida y encadenada, y el hombre cumplirá al fin la voluntad de Dios al criarle y con su entera y originaria rectitud, su espíritu, como antes hubiera podido hacerlo naturalmente, obedecerá a Dios y será señor de los sentidos y tendrá el imperio del universo, gozando en cuerpo y alma de la gloria del Creador; pero gozando por medio de la magnífica alianza de la libertad y de la virtud. Entonces, si quisiese, pudiera tornar a caer; pero yo os lo aseguro, no querrá descender más del brillante pedestal de su rehabilitación sublime. Oíd lo que tengo sobre mi corazón. Después de tantos afanes, yo veo un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habrán pasado para siempre con sus tempestades y alteraciones, así como también el género humano, idéntico en la sustancia, no será el mismo en sus cualidades de debilidad, sino que ya establecido e1 reino de Dios, después de la última y séptima época, será como una nueva creación en donde, en regocijo sin fin y con paz inalterable, todos los que nacieron desde el principio y por su virtud lo merecieron, gustarán eternamente en cuerpo y alma los doce frutos de bendición del árbol de la vida.
Todos los circunstantes hicieron un movimiento.
-Creedme, -gritó el poeta con la faz encendida como el sol-. Tened fe en mis palabras, porque es imposible que Dios me inspire estas cosas con tanto ardor y que luego sean una mentira. Hay en el fondo de nuestra alma, en lo más recóndito de nuestra naturaleza, cierta fuerza de espontaneidad, soplo del cielo, que en alas de la buena fe, de la santa esperanza, de la caridad ardiente se remonta en algunos momentos solemnes de la vida hasta los místicos y dorados espacios en que resplandecen las siete estrellas y los siete candelabros, que han de alumbrar las siete victorias que el hombre conseguirá algún día sobre las siete cabezas del infernal dragón.
Calló el poeta, y todos, al oír sus palabras, quedaron atónitos y conturbados, como los tristes campesinos que ven mudarse sus cabañas al ronco impulso de un formidable terremoto. Largo silencio reinó en la gruta. Como el lector habrá advertido, las opiniones de Jimeno eran una especie de puente que enlazaba ambas teorías, la del viejo y la de Álvaro. Los dos sistemas vagaban por las opuestas orillas del océano de la ciencia.
Efectivamente, -dijo al fin el anciano-, no puedo creer que de una manera absoluta se acabe el curso de los tiempos. ¿Quién puede concebir el reposo de la muerte en el que es autor de toda vida? Aun en el fondo mismo de la eternidad, que yo admito, veo destacarse, sin embargo, la idea de tiempo, de sucesión en la conciencia, aunque sin límites.
-¡Insensatos! -murmuraba Álvaro del Olmo.¡Insensatos! -¡Topos fanáticos! -exclamaba Momo pudiendo apenas reprimir una carcajada-. ¿Quién había de creer que hubiese en el mundo quien tanto delirase? ¡Creer en la resurrección de la materia! Vamos, están locos rematados.
Y encogiéndose de hombros con el aire de un sabio positivista, Momo se puso a examinar un cadáver de los varios que había en la gruta dentro de sus ataúdes.
-¡Qué locura tan singular! -pensaba Momo-. ¿Qué demonios se propondrá hacer este vivo con estos muertos? ¡Esto parece un cementerio! Don Guillén entretanto se hallaba confuso y abismado en mil contrarios pensamientos en vista de aquella discusión que había despertado enérgicamente su incesante anhelo de saber, por más que hubiese guardado un obstinado silencio. Su alta inteligencia estaba agobiada bajo el peso de sus dudas, como si sobre su espíritu se hubiese desplomado una montaña. Don Guillén deseaba con ansia poder asirse a las alas de oro de esas hermosas verdades que se remontan al cielo y forman su nido prodigioso en el mismo disco del sol. ¡Ay! Don Guillén intentaba afirmar sus creencias, lo deseaba, lo quería; pero al desgraciado le faltaba la fe.
-¡Oiga, el de la inmortalidad en la esfera práctica! -gritó el médico con acento zumbón-, ahora os demostraré prácticamente lo absurdo de vuestras opiniones.
-¿Qué decís? -preguntó saliendo de su meditación el anciano, que hasta entonces no había reparado en lo que Momo se ocupaba.
-¿Veis estos cadáveres? Pues vamos a ver como les hacéis resucitar, por más que los tengáis embalsamados de una manera admirable y perfectamente disimulada.
El mago sonriose desdeñosamente.
-¡Embalsamados! -exclamó.
-¿Me queréis hacer creer lo contrario a mí que los vendo? -Esos no son cadáveres, -dijo el mago.
-¡Por la reina Esther! ¿Sabéis que me gusta vuestro humor? Ciertamente que no es fácil encontrar un viejecito más chusco.
Con un aire tal de socarronería y malicia pronunció Momo estas palabras, que no pudieron menos de despertar la hilaridad de sus compañeros, poco antes absortos en las más graves reflexiones.
-Ya os he hablado del misterioso fluido sutil que une al alma con el cuerpo, y de ese otro fluido que existe en toda la naturaleza…
-A fe que estáis más afluente que un manantial.
Esta chanzoneta de Momo acabó de colmar la medida al sufrimiento del mago, que, fuera de sí, exclamó:
-¡Es inútil empeñarse en revelar los misterios de la ciencia a los incrédulos y a los necios! No pretendo cansarme ni cansaros con teorías; hechos innegables me bastarán para confundiros.
Don Guillén lanzó una mirada de reconvención a su médico.
Entretanto el buen Pedro Fernández se hallaba retraído en un rincón, tan atortolado como perro con maza.
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