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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 5)


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     -¡Ay de ti si no has aceptado la embajada!      Aproximáronse los dos Templarios a don Guillén, y cuando éste les manifestó que estaba dispuesto a partir al día siguiente, ambos cambiaron una mirada de júbilo, bien que impulsados por móviles muy diversos.

Capítulo X

Donde se habla del esclavo prisionero

     Larga había sido la convalecencia de don Guillén Gómez de Lara a causa de la herida que recibió en la noche, para él inolvidable, en que por la reja del jardín había jurado eterno amor a la hermosa Elvira.

     Durante su dolencia, en vano don Guillén había intentado adquirir acerca de su amada esas noticias llenas de pormenores que tanto satisfacen, que tanto se comentan y que con tanto afán procuran adquirir los amantes.

     Al doliente caballero le fue preciso contentarse con las poco satisfactorias noticias que vagamente le llevaba Plácida, quien, como ya sabemos, tenía sumo interés en desbaratar aquellos amores que con tanta pasión y ternura, y al parecer tan indestructiblemente, habían tenido principio.

     A los primeros días no dejaba de ir a visitar al enfermo la redomada dueña, la cual llevaba y traía noticias más a propósito para disgustar e indisponer a los amantes que para alentarlos.

     Después de su convalecencia, don Guillén había tenido muy pocas ocasiones de ver a su amada Elvira, y siempre que había conseguido verla, había sido acompañada de su madre, cuando iban a la iglesia.

     El señor de Alconetar hubiera podido muy bien entrar en casa de doña Fidela, no sólo porque ésta le conocía y le estaba agradecida desde la noche en que libertó a Elvira de los brazos de su raptor, sino también prevalido de la soberana dominación que allí ejercía como señor feudal de aquella comarca, pues también las tierras de la Encomienda habían pertenecido en lo antiguo al linaje de los Gómez de Lara, hasta que un ascendiente de don Guillén hizo donación de cuantiosos terrenos a la Orden del Temple.

     Pero el joven se había abstenido de prevalerse en ningún concepto de su posición elevada, y aun podemos asegurar que ni siquiera tal cosa se le había ocurrido.

     El gallardo caballero se hallaba entonces en esos bellos momentos de la vida en que una expansión generosa arrastra al corazón humano hacia otro ser hermoso y querido, sin que el amante vuelva la vista sobre su propio espíritu, y abandonándose a la deliciosa espontaneidad de su adoración sin límites, sin reserva, amor puro, amor primero, amor desinteresado que todos sienten una vez en la vida, al penetrar en la región, a la vez árida y encantada, serena y tempestuosa de las pasiones.

     Pero don Guillén guardaba su amor en lo más íntimo de su corazón como en un santuario, con ese misterio propio de los sentimientos ardientes y profundos.

     Este amor platónico y la tierna juventud del señor de Alconetar, hicieron que se contentase con ver a Elvira de lejos, en su ventana, en la iglesia, en la calle, si bien en todas partes cambiaba con ella miradas de fuego.

     Una sola vez le había pedido una cita, y la joven se excusó manifestando que no quería que por su causa se expusiese a nuevos peligros, supuesto que enemigos encubiertos lo perseguían; y que, además, su madre cerraba la puerta de su aposento, de modo que, aun cuando ella quisiera, no podía salir a hablarle a deshora.

     Las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz tocaban a las oraciones, cuando don Guillén Gómez de Lara llegaba a su castillo después de su entrevista con el rey.

     Inmediatamente el joven se dirigió a su aposento, escribió un billete y llamó a Pedro Fernández.

     -¿Qué mandáis, señor?      -Al punto lleva este billete a doña Elvira.

     -¿Aguardo contestación?      -No te vengas sin ella.

     El fiel servidor fue a cumplir las órdenes de su amo, y justamente encontró a la vieja Plácida que salía de la casa de los Vargas.

     -¿Adónde va la señora Plácida?      -Buenas noches, Pedro.

     -Me alegro mucho de encontraros.

     -¿Por qué?      -Porque traigo un billete para doña Elvira.

     -¿Y qué tengo yo que ver con eso?      -Vamos, no se haga vuesa merced la mosquita muerta.

     -Es que luego doña Fidela, si llega a enterarse, me reñirá, y con muchísima razón.

     -Vos sois demasiado diestra para que doña Fidela llegue a sorprenderos.

     -En fin, dadme la carta.

     -Hela aquí.

     La vieja tomó entonces el billete y continuó su camino.

     -¡Pardiez! ¿Adónde vais? -preguntó el halconero atajando el paso a Plácida.

     -Voy a un negocio asaz importante.

     -Es que a mí me urge sobremanera llevarme ahora mismo la contestación.

     -Pues ahora no puedo volver a entrar en casa sin inspirar sospechas.

     -Fingid algún pretexto.

     -¡Eso es! Vos todo lo componéis con mentiras, y el mentir es uno de los pecados que Dios menos perdona.

     -Pues bien, no echéis mentiras, -dijo con mucha sorna el halconero.

     -Os digo, Pedro, que ahora no me es posible volver a casa. Además, que lo primero es lo primero, -dijo la vieja elevando sus ojos al cielo con expresión devota.

     -Y lo segundo es lo segundo.

     -Y vos sois un bellaco.

     -Pero, señora Plácida, -dijo el halconero haciéndole una caroca, -tened en cuenta que mi señor se marcha mañana, y que es muy natural que antes quiera ver la hermosa doña Elvira.

     -¡Que se marcha mañana! -exclamó la vieja sorprendida.

     -Sí, señora.

     -¿Y adónde?      -Eso es lo que no puedo deciros, señora Plácida, y a fe mía que lo siento.

     La vieja, tal vez con la intención de sonsacar al halconero, dijo después de algunos minutos de reflexión:

     -Pues aun cuando se vaya el señor de Alconetar ahora mismo, no me es posible complaceros. Antes que los señores de la tierra es el Señor del cielo,      -¿Quién ha dicho lo contrario? -interrumpió el buen Pedro Fernández.

     -¿Pues no oís la campana del convento?      -¿Y qué tiene que ver la campana con la contestación que yo aguardo?      -¡A ver! Están tocando al rosario, y han dado ya el tercero y último toque.

     -Vamos, señora Plácida, os ruego que no seáis tan escrupulosa. Además, que mañana podéis rezar dos partes de rosario y recuperar lo perdido.

     La astuta vieja desde luego estaba dispuesta a satisfacer la exigencia del halconero; pero entraba en su cálculo el venderle caro aquel favor, a fin de captarse su voluntad y confianza.

     Sin duda el lector no habrá olvidado que Plácida tenía interés en conservar relaciones amistosas con Pedro Fernández, que podía servirle de mucho para introducirla en el calabozo del esclavo prisionero.

     Así, pues, la vieja comenzó a manifestarse blanda a la petición del halconero diciendo:

     -¡Cómo ha de ser! Hoy por ti, mañana por mí.

     -Eso es, acaso mañana podré yo prestaros algún servicio.

     -No digo que no, Pedro; pero… En fin, voy a arriesgarlo todo por serviros.

     -Por servir a mi buen señor.

     -¡A tu buen señor! -exclamó la vieja lanzando una mirada de víbora.

     -Veo que todavía le tenéis ojeriza por la aventura de vuestro hijo.

     -Una madre nunca perdona.

     -Eso es según y conforme. Además, no tenéis en cuenta que vuestro hijo era…

     -¡No lo digáis por Dios! -exclamó Plácida con extraordinaria energía.

     -Bueno, callaré; pero no digáis que mi señor es malo.

     -Una madre siempre llora la muerte de su hijo…

     -Pero no tenéis en cuenta que mi señor os regaló una buena suma, y que os ha dispensado muchos beneficios después de aquel penoso lance.

     -Sí, sí, lo conozco todo, Pedro. ¡Soy una ingrata! ¡Yo debía besar la tierra que pisa don Guillén! ¡Dios me perdone las injustas quejas que algunas veces se me escapan contra un señor tan bueno y tan dadivoso!      -Eso tampoco tiene nada de extraño, porque el dolor saca de quicio a las almas; pero no perdamos tiempo, y hacedme el favor de entregar pronto esa carta a doña Elvira.

     -Voy al instante, -dijo la vieja poniendo fin a sus lloriqueos y encaminándose hacia la casa de los Vargas.

     Cuando ya estuvo en el umbral, volviose y preguntó:

     -Amigo Pedro, ¿no me diréis qué milagro es ese?      -¿Cuál?      -El de la repentina marcha de don Guillén.

     -¿Y qué queréis que yo os diga?      -La causa de tan extraordinario suceso.

     -No creo que sea cosa tan inusitada que un noble caballero emprenda un viaje.

     -Como Guillén nunca ha salido de la aldea…

     -Alguna vez había de llegar la ocasión.

     -Lo que yo digo es que aquí hay algún, misterio.

     -Lo ignoro. Todo lo que yo sé está reducido a que, habiendo ido don Guillén esta tarde a la Encomienda de los Templarios, ha vuelto al anochecer diciendo que se hagan los preparativos de su viaje para mañana.

     -¡Ha ido a la Encomienda!      -Sí, señora.

     -Entonces, ¿habrá estado hablando con el rey?      -Mano a mano.

     -Dicen que el rey quiere mucho a don Guillén, ¿no es verdad?      -A las pruebas me remito. ¿Os parece que el rey va tan aína a visitar a cualquiera, como ha visitado a mi señor cuando estaba herido?      -Efectivamente, se conoce que el rey tiene en mucho a don Guillén… Es verdad que es un señor tan bueno… que todo se lo merece… Voy al punto a entregarle a doña Elvira la carta… ¡Cuánto se alegrará mi señora!      Y la gárrula vieja, con más celeridad que la que sus años prometían, comenzó a caminar por el atrio de la antigua y suntuosa casa.

     -Pícara bruja, -murmuró el halconero mientras se paseaba esperando la respuesta de doña Elvira.

     Entretanto el señor de Alconetar, después de haber dado sus órdenes terminantes para que al punto se hiciesen los preparativos de su partida, llamó a su amigo Álvaro y le preguntó:

     -¿Tienes ahí la llave del calabozo?      -Nunca la dejo, sino cuando se la doy a Pedro para que vaya a cuidar del herido.

     -¿Y qué piensas tú de este lance?      -Pienso… que las mujeres son muy pérfidas.

     Y Álvaro del Olmo exhaló un profundo suspiro.

     -Pero Elvira no me engaña, -dijo el señor de Alconetar.

     ¡Ojalá que así sea!      -¿Crees acaso?…

     -Creo que hay motivos para tener recelos      -¿Y cuáles son esos motivos?      -No tengo más razones que las que tú mismo sabes. Yo creo firmemente que doña Elvira no tiene participación alguna en el triste lance que te ha sucedido; pero tampoco puedo creer que ella ignore quiénes eran los que te acometieron.

     -Soy de la misma opinión, -dijo don Guillén.

     -¿Y no te lo dirá ella?      -Tampoco podrá, porque… ¿No te he dicho lo que ella me refirió acerca del misterioso personaje que trató de arrebatarla aquella noche?…

     -Sí, me dijiste que era un enemigo encubierto de la familia de los Vargas, y que doña Elvira casi no le conocía sino por el aire del cuerpo, en atención a que nunca le había visto el rostro:

     -Veo que te acuerdas perfectamente. ¿Y qué piensas tú de lo que me dijo doña Elvira?      Álvaro guardó silencio durante algunos minutos, porque estaba profundamente conmovido al pensar en la hermosa hija de doña Fidela.

     El lector no habrá olvidado que el triste Álvaro adoraba en silencio a Elvira, y que sufría doblemente al considerar que aquella mujer tan querida, no sólo amaba a otro hombre, sino que acaso también lo engañaba.

     -Si he de decirte la verdad, amigo mío, debo aconsejarte que desconfíes de doña Elvira, porque repito que es imposible que ella no conozca a tu rival…

     -¡A mi rival! -interrumpió el fogoso Lara.

     -Ni por un instante debes poner en duda que tienes un rival muy temible, y que éste, o por mejor decir, sus emisarios fueron los que intentaron darte la muerte.

     -Pero doña Elvira ignora el nombre y condición del que la persigue.

     -Pues eso es lo que yo dudo.

     -¿Luego crees que ella me engaña?      -Sí, -dijo resueltamente Álvaro-, después de algunos momentos de reflexión.

     -Bien, bien, dejemos eso, -dijo el señor de Alconetar con los ojos centelleantes de furor y pálido como la muerte.

     Álvaro se encogió de hombros y dijo para sí:

     -¡Cuán amarga es la verdad!      El señor de Alconetar, llevado de su pasión, sentía en el alma que le hablasen desfavorablemente de la hermosa Elvira, a quien adoraba con locura.

     -¿Lo has visto hoy? -preguntó luego don Guillén mudando de conversación.

     -Sí.

     -¿No está más aliviado?      -Nada de eso.

     -¡Oh! -exclamó el señor de Alconetar con acento reconcentrado por la ira-. ¡Tener que ausentarme ahora!      -No te aflijas, porque al fin todo se descubre con el tiempo.

     -Yo estoy seguro de que ella me ama y de que es incapaz de engañarme; pero la fiebre de la impaciencia me devora por satisfacer la vehemente curiosidad que ha despertado en mi alma el consabido lance.

     -Tu ausencia, o por mejor decir, la nuestra, no será muy larga. Tal vez cuando regresemos lo sepamos todo.

     -Ahora es cuando quiero saberlo.

     Y así diciendo, el señor de Alconetar tomó una lamparilla, y salió del aposento, seguido de Álvaro.

     Ceñudos y silenciosos caminaron ambos jóvenes durante largo rato; atravesaron un extenso patio; subieron una escalera, y llegaron por último a una galería en donde estaba la estancia del halconero, a cuya entrada veíase una multitud de alcándaras.

     Era el aposento de Pedro Fernández alegre y ventilado, y en aquella galería había otras viviendas de la misma extensión y condiciones.

     Los caballeros detuviéronse en la habitación contigua a la del halconero.

     Don Guillén hizo una seña a su amigo, que inmediatamente abrió la puerta.

     El aposento estaba opacamente iluminado por una lámpara de hierro que pendía de la bóveda.

     Pero cuando nuestros caballeros penetraron en la estancia, inundose con el vivo resplandor de la luz que llevaba don Guillén, y descubrieron a un hombre reclinado en un cómodo lecho.

     El resto del mueblaje consistía en algunos sitiales de encina y una mesa sobre la cual se veían algunos frascos.

     El rostro del que yacía en el lecho era disforme, repugnante y de color cetrino. Aquel hombre pertenecía a la raza moruna y a la condición de esclavo, a juzgar por la marca que llevaba en la frente; pero por las prendas de su traje no habían podido venir en conocimiento de quién fuese su dueño.

     Sobre este punto habían hecho muchas conjeturas los dos mancebos; pero ninguna de ellas resolvía satisfactoriamente sus dudas.

     En efecto, aunque a don Guillén se le había ocurrido que aquel hombre tal vez pertenecía a la casa del Templo, en donde solía haber muchos esclavos moros, no tenía al fin ninguna razón decisiva para afirmarlo, supuesto que el tal prisionero no llevaba el traje que acostumbraban los esclavos del Templo.

     Por otra parte, era absurdo suponer que nadie que dependiese de los caballeros Templarios se mezclase en aventuras galantes, ni que por lo tanto hubiese interés en que asesinasen al señor de Alconetar, amigo y aliado constante de los Templarios.

     Además, era muy frecuente en aquella época que muchos señores particulares tuviesen esclavos moros, y por lo tanto don Guillén creyó, no sin fundamento, que aquel esclavo pertenecía a algún otro caballero, que tal vez estuviese enamorado de la hermosa Elvira.

     Los dos mancebos aproximáronse al lecho en que yacía el herido y lo contemplaron atentamente.

     A la sazón parecía hallarse un poco aletargado; pero al ruido de los pasos, de los caballeros y a la impresión que le causó la proximidad de la luz, abrió súbitamente los ojos y los clavó con espanto en los recién llegados.

     Quiso hacer un movimiento para incorporarse; pero inmediatamente la más dolorosa agonía se pintó en su rostro, y se llevó ambas manos al sitio de la herida, por la cual se le escapaba la respiración, cubriendo muy a menudo de sangre espumosa los blancos vendajes.

     Al fin el herido se tranquilizó algún tanto y permaneció con los ojos fijos en el señor de Alconetar.

     El esfuerzo que había hecho anteriormente para llevarse las manos al pecho, parecía haberle causado una impresión en extremo dolorosa.

     Toda la vitalidad del herido estaba reasumida en su mirada. Sus labios pálidos y delgados dejaban escapar una respiración entrecortada y ronca, y todo su aspecto anunciaba que había sido víctima de una impresión profunda de terror, cuyas señales y estragos aún se veían escritos en su pálido semblante.

     -¿Me oyes hablar? -preguntó el señor de Alconetar.

     El herido abrió los labios, y sólo pudo oírse que aumentaba el estertor de su pecho.

     -¿Sabes escribir? -preguntó Gómez de Lara después de algunos momentos.

     Álvaro observó tímidamente:

     -Un esclavo…

     -¡Ah! -exclamó el amante de Elvira con acento dolorido-. ¡Tienes razón!… ¡Sería una casualidad prodigiosa!      Los ojos espantados del herido vagaron a un lado y otro, y al mismo tiempo un movimiento de cabeza, casi imperceptible, indicó a don Guillén que en efecto el prisionero no sabía escribir. Es verdad que aun cuando hubiese sabido, de nada podía servirle, supuesto que estaba materialmente imposibilitado de trazar una letra.

     El señor de Alconetar se desesperaba al considerar que serían inútiles todos sus esfuerzos por saber el nombre de su rival, que a mayor abundamiento era moralmente su asesino.

     -Es imposible por ahora averiguar nada, -dijo Álvaro.

     -Pero yo tengo que partir precisamente mañana… ¡Ira de Dios!      Y don Guillén crispó los puños y dio una patada sobre el pavimento, que conmovió la estancia.

     Hallábase Álvaro a los pies del lecho, mirando alternativamente a su amigo y al esclavo; el señor de Alconetar estaba a la cabecera del herido, y éste continuaba con los ojos siempre fijos en el amante de Elvira.

     Así permanecieron largo rato.

     Las ondulaciones de las luces, que de vez en cuando agitaba el viento, esparcían sobre aquella, escena un no sé qué de fantástico y lúgubre. De repente se agrandaban y se movían en la pared las sombras de los dos caballeros, a la par que las lívidas facciones del esclavo se alteraban también y se aumentaban o se disminuían, ya retratando la dulce sonrisa del ángel, ya la satánica expresión de un condenado, ora un júbilo inmenso, ora una desesperación sin límites; y todo esto sucedía, o parecía suceder, según el vario impulso del viento que agitaba las luces, alterando sin cesar sus trémulos reflejos.

     Al fin don Guillén intentó de nuevo preguntar al esclavo, a pesar de todos los obstáculos que encontraba.

     -¿Fuisteis mandados para asesinarme?      -Sí -respondió el herido con un leve movimiento de cabeza, y que parecía causarle agudísimos dolores a juzgar por la expresión de su semblante.

     -Ahora verás cómo adelantamos algún terreno, -dijo gozoso el señor de Alconetar volviéndose a su amigo.

     -Veamos, -dijo Álvaro-; supuesto que afirma y niega, puede sacarse partido de esta circunstancia, interrogándole del modo que últimamente lo has hecho.

     El señor de Alconetar, dirigiéndose al herido, preguntó:

     -¿Vive de aquí muy distante tu señor?      -No, -repuso el esclavo con un ligero ademán.

     -¿Sabes si ama a doña Elvira?      El esclavo se encogió de hombros, como diciendo:

     -Lo ignoro.

     -¿Es de mucha edad?      El esclavo no hizo movimiento alguno; sus ojos se iban inyectando, y cada vez respiraba con mayor dificultad.

     Según ya hemos indicado, el halconero había herido al esclavo en el momento en que éste menos esperaba que don Guillén fuese auxiliado, y por lo tanto el herido experimentó una emoción de sorpresa inexplicable.

     La sorpresa produjo el terror, y el terror produjo el mutismo del esclavo, que tanta y tan amarga desesperación había causado en el ánimo del señor de Alconetar.

     -¿No puedes darme más señas? -preguntó.

     El esclavo continuó en la más completa inmovilidad.

     -¿No me respondes? -insistió furioso Gómez de Lara-. Dame una señal, dime una palabra por la que yo pueda vertir en conocimiento de quién es tu señor… ¡Ah! No me ocultes, esclavo, no me ocultes donde habita mi rival. Yo te daré tesoros, si me ayudas a descubrir este secreto. ¿No me escuchas? ¡Maldito moro!      Y el señor de Alconetar, fuera de sí de impaciencia y de ira, trabó del brazo al infeliz esclavo, que se estremeció convulsivamente, y exhalaba roncos aullidos que daban harto a entender el dolor inmenso que le causaba don Guillén con sus bruscas sacudidas.

     -Respóndeme, esclavo, responde por piedad, y te daré todo cuanto poseo, -insistía el señor de Alconetar con una agitación febril y creciente hasta el delirio.

     En este momento se abrió la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales se aproximó a don Guillén, diciendo:

     -¿Qué hacéis, señor?      Gómez de Lara volvió el rostro, y encontrose con Estigio Momo y con Pedro Fernández.

     -¡Dejad a ese hombre! -gritó el médico-. ¿No veis que está espirando?      -¡Se morirá! -exclamó el señor de Alconetar palideciendo.

     -Es muy posible.

     Por Dios te ruego, Isaac, que salves la vida de este esclavo.

     -Nada podré hacer de provecho, si vos no me dais antes palabra de no molestar al enfermo empeño mi palabra de honor. Además, que mañana mismo partiré de aquí, por cuya razón no me será posible quebrantar mi propósito; pero antes de abandonar este castillo, hubiera dado cuanto poseo porque este esclavo me dijese quién es su señor, mi rival, el que le mandó que me asesinase.

     -Tened paciencia, señor, si no queréis para siempre renunciar a la esperanza de hacer esas averiguaciones.

     -Sólo te exijo a mi vez que salves la vida de este hombre.

     -Veremos, -dijo el médico frunciendo las cejas y examinando atentamente al herido.

     Después de algunos minutos de minuciosa observación, el médico, dirigiéndose a don Guillén, dijo:

     -Señor, permitidme os diga que habéis cometido una imprudencia imperdonable al interrogar al enfermo del modo brusco que lo habéis hecho… Antes respiraba trabajosamente, pero ahora…

     -¿Qué sucede?      -Acabo de notar un síntoma funesto. La respiración difícil se ha convertido en la espantosa aululación que ahora escucháis… ¡Por vida de Jacob!      En efecto, era horrible el estado en que se hallaba el herido. Había cerrado completamente los ojos; sus facciones se habían desencajado, y roncos aullidos salían de su pecho con angustia horrorosa.

     -Pero lo que más me extraña, -dijo don Guillén-, es que haya perdido el habla por una herida en el pecho.

     -Pues nada tiene eso de extraño, -repuso Estigio Momo-. La herida ha sido muy penetrante, y ha interesado los gruesos troncos arteriales; y a consecuencia del terror, no sólo en el momento de ser herido, sino después, al ver muy a menudo que de la herida se escapa a torrentes una sangre rutilante y espumosa, es muy posible y aun frecuente que sobrevenga un mutismo accidental, como ha sucedido en este caso.

     -¿Y ese mutismo no cesará? Inventa un medio cualquiera de que este hombre se encuentre en posibilidad de responder a mis preguntas; consigue esto, y después, Isaac, pídeme tesoros, exígeme lo que más te plazca, y yo te lo concederé.

     Los ojos del judío brillaron de codicia.

     -Vámonos de aquí, señor, y dejadme hacer, pues todavía quizás se consiga salvar al herido.

     -¡Quizás! ¿Luego lo pones en duda?      -Ya os he dicho que la aululación es un síntoma funesto, porque en tales casos anuncia siempre un fin desastroso.

     Y el médico se dirigió hacia la puerta diciendo:

     -Salgamos de aquí.

     Los circunstantes siguieron a Isaac, que fue a preparar una poción para el herido.

     En la puerta se aventuró el halconero a decir a don Guillén:

     -Señor, ya he cumplido vuestro encargo.

     -¿Te han dado contestación?      -Aquí está.

     Y el halconero entregó un billete a su señor, el cual inmediatamente leyó:

     -«A media noche os aguardo por la reja del jardín».

     No decía más la breve epístola de doña Elvira.

     El señor de Alconetar se encaminó luego, en compañía de Álvaro, al aposento del señor Gil Antúnez, para darle cuenta de la honrosa misión que el rey le había confiado.

Capítulo XI

Despedida

     Era la media noche.

     Un hombre cuidadosamente rebozado se deslizó a lo largo de la acera de la casa de los Vargas.

     Aquel misterioso personaje no venía del castillo, sino de hacia la cruz de piedra que estaba más allá de la fuente, a la salida de la aldea.

     El embozado se detuvo en la dicha casa, y comenzó a llamar a la puerta muy recatadamente.

     -¿Quién es? -dijo una voz      -Abre, Fidela.

     Inmediatamente se abrió la puerta, penetró el incógnito, doña Fidela volvió a cerrar, y luego ambos se encaminaron a un aposento del piso bajo, en el cual había una luz de antemano preparada.

     Doña Fidela invitó al recién llegado a que tomase asiento.

     -No me es posible detenerme, -dijo el incógnito-. Pues en ese caso, señor, -dijo doña Fidela, acentuando de una manera particular la palabra señor-; en ese caso os referiré muy brevemente lo que ha sucedido.

     Antes de continuar, advertiremos a nuestros lectores que el misterioso personaje y doña Fidela recibían mutuamente noticias de tres en tres meses por medio de un fiel criado que se llamaba Millán, y que era el portador del dinero destinado a la subsistencia de doña Fidela y su hija.

     Hecha esta breve explicación, se comprenderá fácilmente el diálogo que entablaron doña Fidela y el desconocido.

     -¿Por qué le has dicho a Millán que deseabas hablarme? ¿Ha sucedido algo de nuevo?      -Mucho y malo.

     -¿Qué es ello?      -¡Ay, señor! Es una gran desgracia… Perdonad, señor, que os haya mandado llamar; pero aun cuando siento mucho que os molestéis, era imposible que a nadie sino a vos le confiase lo que ha sucedido.

     -¿Ni aun a tu mismo esposo?      -Ya comprenderéis que mi buen Millán me inspira la mayor confianza; pero como pudiera suceder que vos no quisierais que nadie tuviese noticia del lance…

     -Pero ¿qué ha sucedido? Habla pronto.

     -Señor, todo está reducido a que… Castiglione está enamorado de doña Elvira.

     -¡Castiglione! -exclamó el caballero levantándose como si una víbora le hubiese mordido.

     Después de algunos momentos, durante los cuales el caballero dio algunos paseos por la estancia con ademán iracundo, se detuvo delante de doña Fidela y preguntó con cierto aire de duda:

     -¿Y estás convencida de la verdad de lo que dices?      -Oíd, señor, y juzgad.

     Y doña Fidela comenzó a referir al desconocido todo cuanto ya saben nuestros lectores respecto a la aventura del rapto y de la oportuna y generosa intervención del señor de Alconetar.

     -Enhorabuena, -dijo el incógnito-; pero de lo que me has dicho no se deduce que ese caballero sea Castiglione.

     -Pues yo estoy segura de ello.

     -¿Y en qué te fundas para creerlo así?      -En primer lugar, ya sabéis que Castiglione perseguía a Elvira cuando vivíamos en Jaraicejo. ¡Maldita la hora en que Millán y yo tratamos con él la compra de la casa!      -Que era de mi pertenencia, -interrumpió el incógnito suspirando.

     -¿Sabéis que la orden del Templo comete unas injusticias que claman al cielo? ¡Algún día pagarán los Templarios los desafueros y despojos!…

     -No culpes a los Templarios, a lo menos respecto a lo que han hecho conmigo y con don Gonzalo, sino a ese infame calabrés, que es un aborto del infierno.

     -Y que me parece que os perseguirá hasta en vuestros hijos.

     -Por desgracia Elvira tiene unos instintos tan perversos… No somos dueños de elegir hijos ni padres… ¡Paciencia!      Y el incógnito exhaló un profundo suspiro y sus ojos se arrasaron en lágrimas.

     Después de algunos momentos de reflexión añadió:

     -¿Luego de nada han servido nuestras precauciones de que traslades aquí tu domicilio?      -Francamente, señor, si he de deciros la verdad, yo me temía lo que al fin ha llegado a suceder, porque era poco menos que imposible que ese demonio de hombre no descubriese nuestro paradero habitando tan cerca de la baylía.

     -Pues precisamente porque habitabais tan cerca, tenía yo la seguridad de que era más difícil que acertase a descubriros. Yo sabía de antemano que nunca él acostumbraba venir a la aldea, y por lo tanto haría sus pesquisas en Jaraicejo; pero en ningún modo era natural se le ocurriese que habitabais en Alconetar.

     -No niego, señor, que así parecía natural; pero desgraciadamente no ha sucedido así.

     -Porque vosotras no habréis obedecido estrictamente mis órdenes.

     -No digáis tal, señor, -repuso doña Fidela con acento dolorido.

     ¿Por qué dejabas a Elvira que fuese a encender la luz a la imagen de Nuestra Señora?      -¡Ah, señor! Me rogaba con tanta ternura que la dejase cumplir esta devoción, que se me hacía muy raro no complacerla.

     -He ahí cómo tu debilidad nos ha perdido, -dijo con viveza el caballero-. ¿De qué han servido todos mis desvelos por ocultaros a los ojos de todo el mundo? Yo os había colocado en las más favorables condiciones para conseguir cumplidamente mis intentos; pero vuestra poca circunspección ha venido a desbaratar todos mis planes.

     La madre de Elvira, o al menos la que por tal era reputada, inclinó la cabeza sufriendo con resignación la severa reprimenda del incógnito, el cual insistió con una exaltación creciente:

     -Cuando le pedí a mi hermano que me cediese esta casa, tuve en cuenta las funestas tradiciones que de ella se conservan en estos contornos, y si hubierais sabido aprovecharos de esta circunstancia, rodeadas de misterio, no consintiendo que nadie hubiese visto el rostro de Elvira, yo os aseguro que nunca hubiera llegado a suceder lo que me has referido… ¡Ah! ¡Cuán infausta es mi suerte! ¡El cielo se complace en castigarme!… Tú sabes, Fidela, tú sabes qué horrible arcano se encierra en el amor de ese hombre hacia Elvira… Mi alma se abruma de dolor bajo el peso de este pensamiento sombrío… ¡Qué horror! ¿Y Dios permitirá este crimen tan espantoso? No… no… ¡Dios del cielo y de la tierra, tened misericordia de ellos!…

     Y el desconocido, que se hallaba en una agitación verdaderamente febril, comenzó a pasearse por la estancia con ademán desatentado.

     Luego de pronto se detuvo diciendo:

     -Pero ¿estás segura, Fidela de mi alma, de que era Castiglione el que intentó arrebatar a Elvira?      -Segurísima, -repuso lacónicamente doña Fidela.

    -¿Y te ha dicho Elvira que llevaba cubierto el rostro con un antifaz?      -Sí, señor, y esa es una de las pruebas que tengo para no dudar que el raptor de Elvira era Castiglione.

     -¡Dios mío!… ¡Y sabiéndolo todo!      -¿Acaso él sabe?…

     -Cuando estabais en Jaraicejo le escribí una carta manifestándole el horrible misterio que se encerraba entre esas dos criaturas…

     -¡Y aún la persigue! ¡Qué hombre tan malvado! ¿No retrocedería ni aun delante de un incesto?..

     -¡Qué horror! ¡Qué horror!      Durante algunos momentos, el caballero y doña Fidela permanecieron silenciosos y como abatidos por el dolor más profundo.

     -Es preciso a todo trance evitar que Castiglione vea a Elvira, -dijo al fin el incógnito.

     -Para tratar de eso deseaba yo tener esta entrevista.

     -Pues bien, yo te avisaré por medio de Millán cuándo y adónde conviene que os trasladéis.

     -Debo deciros también que si al principio Elvira parecía muy enamorada del señor de Alconetar, no sucede ahora lo mismo.

     -¡Qué necia y qué caprichosa!      -Sin embargo, por lo que he podido juzgar, el señor de Alconetar la sigue amando con la misma vehemencia. ¿Qué os parecen estos amores?      -Perfectamente.

     -¿Según eso, no debo contrariarlos?      -En ningún modo.

     -¿Tenéis buenas noticias del señor de Alconetar?      -En extremo favorables. En esta comarca he conocido tres jóvenes dignos de la mayor estimación y alabanza. Los tres se reúnen con mucha frecuencia para departir discretamente de letras y de armas, y el señor de Alconetar no tiene inconveniente alguno en reunirse con los otros dos, a pesar de ser muy desiguales en condición y fortuna.

     -Supongo que uno de ellos sea el generoso Álvaro del Olmo.

     -No te has equivocado.

     -¿Y cuál es el otro de los tres amigos?      -Un armiguero de la baylía.

     -¡Ah! ¿Jimeno? Es un lindo mozo y que sabe hacer muy buenas trovas y villancicos.

     -Los tres son muy amigos y muy letrados. El señor de Alconetar estima y favorece mucho a Álvaro y a Jimeno, aunque ambos sean de un rango inferior, y esto me prueba que don Guillén Gómez de Lara es asaz discreto y de condición generosa.

     -Sin duda alguna, y por nuestra parte le debemos estar muy agradecidos, pues ya os he contado lo que hizo en favor de Elvira la noche en que Castiglione trató de arrebatarla.

     -En verdad te digo, querida Fidela, que me holgaría mucho de ver que el señor de Alconetar era esposo de Elvira.

-Pues si ella quiere, creo que no habría cosa más fácil.

     Todavía el caballero y doña Fidela continuaron algunos minutos departiendo de diferentes asuntos, hasta que por último se despidieron, quedando el desconocido en avisar a la madre de Elvira cuándo habían de mudarse de la casa de los Vargas.

     Entretanto el señor de Alconetar había salido de su castillo para dirigirse a la reja del jardín de Elvira.

     Ya hacía largo rato que el enamorado mancebo se paseaba a lo largo de las tapias sin oír ruido ni señal alguna que le indicase la presencia de su amada.

     En efecto, Elvira permanecía en su habitación entreteniéndose con la astuta Plácida, que de ordinario solía divertir a su joven señora narrándole gustosas consejas de aventuras galantes; dado que aquella noche conversaban entre sí de esta manera:

     -¿Y qué pensáis hacer? -preguntaba Plácida.

     -A fe que estoy dudosa.

     -¿Y sobre qué dudáis?      -No sé cómo recibir a don Guillén.

     -¿Qué os dice vuestro corazón?      -Dos cosas contrarias.

     -¿Cómo así?      -Mi corazón le aborrece, si recuerdo lo que vos me habéis contado respecto a que él y Blanca están en inteligencia; pero mi corazón le adora al recordar su valor y al pensar en su hermosura. ¿Qué me aconsejáis?      -¡Válgame la Virgen de la Luz! -exclamó la vieja-. Qué niñas estas tan raras! Cuando yo era muchacha se amaba o se aborrecía separadamente; pero punca se encontraba un corazón que, como el vuestro, abrigase a la vez amor y odio. Sin embargo, cualesquiera que sean vuestros sentimientos hacia, don Guillén, yo os aconsejaré siempre que a todo trance procuréis ser la señora de Alconetar. Si en efecto amáis a don Guillén, seréis dichosa, y si le aborrecéis, tampoco seréis desgraciada, supuesto que tendréis castillos y lugares y vasallos y galas.

     Los ojos de Elvira brillaron como carbunclos.

     -¿Qué os parece mi consejo? -añadió la vieja.

     -¡Excelente!      -Y en el caso de que hubieseis recibido alguna ofensa del señor de Alconetar, también pudierais vengarla muy cumplidamente viviendo los dos bajo un mismo techo.

     -Sí, sí, tenéis razón, -dijo Elvira con voz ronca.

     Después de algunos momentos, la joven añadió:

     -Ya se habrá recogido mi madre.

     -No hace mucho rato que aún tenía luz.

     -No parece sino que piensa dormirse esta noche más tarde que de costumbre.

     -Voy a ver, -dijo Plácida, saliendo recatadamente del aposento.

     Doña Fidela sabía que todas las noches Elvira y Plácida, se entretenían algún tiempo en agradable e inocente conversación; a lo menos así lo creía la buena señora, que miraba en la astuta vieja el modelo de todas las virtudes, y en esta creencia la madre de Elvira, temerosa de que notasen que no estaba en su aposento, había dejado la luz en el sitio acostumbrado para que se irradiase por debajo de la puerta, en la cual había echado la llave, a fin de dar a entender que se hallaba rezando sus oraciones, mientras que asistía a la entrevista que hemos referido y que tuvo lugar en una habitación del piso bajo.

     Doña Fidela, una vez terminada su conferencia con el desconocido, regresó a su estancia procurando hacer el menor ruido posible y en seguida se recogió en su lecho.

     -Vuestra madre y mi señora ha apagado ya la luz, -dijo Plácida, entrando de puntillas.

     -Pues entonces ahora mismo voy al jardín.

     -Y yo os acompañaré, si os place.

     -Desde luego.

     Ya don Guillén desesperaba de que saliese doña Elvira cuando oyó abrirse la puerta de la reja.

     Gozoso como el náufrago que besa la tierra deseada, aproximose el enamorado caballero adonde ya le aguardaba la hermosa y pérfida joven:

     -¡Elvira de mi alma! -exclamó con toda la efusión de su amor apasionado-.¡Gracias a Dios que te veo en este sitio, en las horas tranquilas de la noche, aquí, sin testigos, donde podré repetirte mil y mil veces que mi alma te adora!      -¡Ah, don Guillén! -exclamó la joven-. ¡Cuán dolorosa impresión me ha causado la funesta noticia de vuestra próxima ausencia!      Y la pérfida Elvira comenzó a sollozar con tanta amargura, que nadie hubiese creído sino que en aquel momento estaba inconsolable.

     -¡Cuán lo he padecido por no poder hablarte con frecuencia!… Y esta noche creí que ya no tendría el placer inmenso de verte…

     -Mi madre se ha recogido esta noche muy tarde, y por esta razón no he podido bajar más pronto.

     -¡Ya estás aquí! ¡Cuán feliz soy!      -¡Qué tormento tan cruel es la separación!      -Pensemos ahora en la dicha suprema de que estamos los dos juntos.

     -¡Ojalá que fuese para siempre! -dijo Elvira con la habilidad propia del bello sexo.

     -A mi regreso…

     -Sucederá como hasta ahora.

     -Yo te juro por mi nombre que si tú me amas, no sucederá lo mismo que hasta ahora, pues entonces habitarás constantemente en el castillo de Alconetar.

     Una llamarada de júbilo inmenso brilló en los ojos de Elvira.

     Las palabras que don Guillén acababa de pronunciar equivalían a una solemne promesa de casamiento.

     La joven se manifestó tan enamorada como afligida por la ausencia de su amante.

     Después de las más tiernas protestas de amor, el señor de Alconetar se aventuró a preguntar a la pérfida Elvira:

     -¿No puedes, amada mía, suministrarme ningún dato para que yo venga en conocimiento de quién es la persona que desea mi muerte?      -¡Dios mío! ¡Qué recuerdos tan crueles! ¿Por qué habéis querido en este instante traerme a la memoria aquel suceso? dijo la hermosa joven con tono de dulce reconvención y con voz entrecortada por el llanto.

     El enamorado mancebo dijo tímidamente:

     -Es tan natural mi deseo…

     -Sí, sí, tenéis razón. ¡Y bien! ¿Qué puedo yo deciros? Vos sabéis muy bien que ignoro completamente el nombre de mi raptor, y que hasta desconozco sus facciones… Yo he creído lo que naturalmente vos habréis también pensado.

     -¿Y qué habéis creído? -preguntó con viveza el caballero.

     -Abrigo la convicción de que la misma persona que trató de arrebatarme es la que envió a los asesinos.

     -¡Ah! -exclamó el caballero vivamente contrariado; pues al principio abrigó esperanzas de que Elvira le hiciese alguna revelación-. ¡Ah! ¡Será preciso resignarse a vivir con el tormento insufrible de la curiosidad no satisfecha!      -¿Quién sabe? -dijo Elvira con su acento más melodioso-. ¡Tal vez cuando menos se espere, descifraréis este enigma! Por ahora, básteos saber que vos no podéis tener rivales, y creo que debéis estar satisfecho… con mi amor, con mi amor profundo y eterno.

     -¡Es verdad! -exclamó el señor de Alconetar arrebatado de su pasión-. ¡Es verdad! ¿Qué me importan todos los enemigos del mundo con tal que tú me prometas, Elvira de mi alma, corresponder tiernamente al amor que te profeso? ¡Hablando de nuestro amor daremos al olvido todos los pensamientos penosos que perturban nuestra mente!      Durante largo rato los dos amantes permanecieron embebidos en mil dulces coloquios.

     ¡Cuánta sonrisa! ¡Cuánta mirada de fuego velada por una lágrima de ternura! ¡Cuánto suspiro profundo! ¡Cuánto juramento de fidelidad eterna!      Sonrisas y miradas, suspiros y juramentos que brotaban de lo más íntimo de un corazón generoso y apasionado, y que nunca podía soñar que otro corazón corrompido y pérfido se había de complacer en engalanar sus mezquinos y ruines sentimientos con los colores y apariencias de las santas emociones de un amor puro.

     -¡Ah, don Guillén! -exclamaba Elvira-. ¡Cuán triste voy a quedarme en tanto que estés ausente! Antes, a lo menos, aunque no nos hablásemos, te veía con frecuencia, y el verte era para mí una felicidad inefable; pero ahora… ¡Qué horroroso vacío rodeará mi existencia!      -Yo siento mucho también el ausentarme, amada de mi corazón; pero acaso el mismo amor que te profeso ha sido la causa de que yo acepte con gusto la misión que el rey me ha confiado.

     -¡Cómo! ¡Me amas y te ausentas por causa de este mismo amor!      -Sí, Elvira idolatrado, porque te adoro me ausento. Nunca, hasta ahora me había humillado el pensar que mi nombre no era repetido con admiración por todas las gentes. La ciencia había satisfecho todas mis aspiraciones. La gloria no se había presentado a mis ojos con el brillante atractivo que ahora se presenta. Ahora moriría gustoso en el campo de batalla, si al morir podía esperar que mi amada repitiese mi nombre con respeto y llorando, como se pronuncian los nombres de los valientes que mueren por la patria. Tú, Elvira encantadora, mujer querida de mi corazón, tú has sido la que ha inspirado a mi alma el generoso ardor de la gloria. Yo quisiera merecerte, yo quisiera hacerme digno de ti, conquistando laureles y poderío, laureles que yo ceñiría a tu frente, y poderío que pondría a tus plantas.

     -Yo te amo por ti mismo.

     -Y yo en ti amo la gloria y todas las virtudes.

     -Mi alma no necesita verte rodeado de gloria para adorarte hasta morir.

     -Pero mi amor necesita el prestigio brillante de la fama para atreverse a decir: «Adoro a Elvira».

     -Y mi corazón desfallece de angustia al pensar: «Mi amado está ausente».

     Al fin los gratos albores de la mañana comenzaron a sonreír en el cielo.

     -¡Ah! -exclamó el señor de Alconetar-. ¡Ya se acerca el día!      -¡Día funesto!      -A mi vuelta seremos felices.

     -Yo entretanto moriré de dolor.

     ¡Adiós, Elvira de mi alma, adiós y piensa en mí!      -¿Adónde vas, Guillén adorado? Espera un momento, espera por piedad. Todavía no amanece, no te vayas tan pronto…

     -El rey me espera muy de mañana, y todavía tengo que hacer muchos preparativos… Deja, señora mía, que estampe un beso en tu mano y … me voy.

     -¡Amado mío!      -¡Oh felicidad!      -¿Y no me enviarás noticias tuyas?      -Siempre que pueda.

     -¡Acuérdate de mí!      -¡No me olvides!      -Primero caerán las estrellas del cielo, -dijo la desleal Elvira.

     -¡Amor mío! ¡Adiós!      -¡Adiós! ¡Adiós!      Muchas veces se despidieron, ella cerraba la puerta de la reja y él se alejaba; pero otras tantas veces, ella volvía a asomarse y él retrocedía para decirle trémulo de amor:

     -¡Adiós, Elvira de mi alma!      Al fin el señor de Alconetar, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, consiguió alejarse de la magnética ventana.

     -¿Quién podía creer que las amorosas palabras de Elvira no estaban dictadas por el amor más puro, ideal y desinteresado?      ¡Cuántas decepciones aguardaban al noble y enamorado mancebo, que penetraba ahora por el pórtico grandioso de la vida, lleno de ilusiones, sediento de gloria y remontándose en las alas de un amor santo hasta el cielo purísimo de una ventura infinita e inefable!      En la distracción en que aquella noche se hallaba el mancebo, no advirtió que mientras estaba hablando con doña Elvira, un hombre pasó a lo lejos, procurando reconocerle.

     Aquel hombre era el mismo que hemos visto departir con doña Fidela, y al cual, hasta ahora, sólo conocemos con el nombre de «fantasma, blanco», según le llamaba el trovador Jimeno, que había tenido con él más de una entrevista.

     Al día siguiente, el señor de Alconetar partió para Granada, después de haberse despedido del rey, que también aquel mismo día salió de la Encomienda para Alcalá de Henares.

Capítulo XII

Que trata de lo que verá el que lo leyere

     La primavera extendía por todas partes su manto de flores.

     ¡Magnífico espectáculo presentaba la hermosa ciudad bañada por los primeros rayos del luminar del día!      Un espléndido dosel de fuego cubría la encanecida frente de Sierra Nevada, cuyos elevados picos cubiertos de hielo parecían amenazadores Titanes vestidos con bruñidas armaduras, que despedían mil fulgurantes destellos. Diríase que aquella sierra estaba formada de gigantescos diamantes.

     Un océano de luz plácida y purpúrea, como las rosas del valle, se desgajaba por los declives de la montaña, derramando mil mágicos reflejos y tornasoles sobre esa creación de hadas, sobre esa fantasía realizada en piedra por los genios de Las Mil y una Noches, sobre esa encantadora mansión, semejante al palacio encantado de Aladdín, que se llama Alhambra. En los preciosos surtidores, que formaban mil bellos dibujos en el aire; en los bosquecillos de laureles y naranjos, en los elegantes kioskos, en la rica y deliciosa llanura de la vega, ¡qué efecto tan delicioso e indescriptible producían los primeros albores de la mañana!      Y a todo esto, que lisonjeaba la vista de una manera que no es dado expresar al pincel de la poesía, a pesar de su magia creadora, a todo esto se unía el perfume embriagador de las flores, el cántico suavísimo de las aves y el apacible murmurar de los dos ríos, que parecían entonar un dúo de gratitud al omnipotente creador de sus perennes manantiales.

     A vista de estos bellísimos cuadros de la naturaleza es cuando el alma humana siente toda la plenitud de su existencia. En tales momentos, allí, en aquellos sitios, copias del paraíso terrenal, en la estación de las flores, es cuando y donde los amantes se abrasan en ese fuego divino que se llama amor. Allí los valientes guerreros y las hermosas doncellas de Granada iban en las frescas mañanas de Abril y Mayo a dar esos paseos encantadores poblados de espléndidas imágenes, que conmueven el corazón profundamente y que halagan la fantasía, pero que no pueden explicarse, que no tienen nombre en la tierra, y cuyo recuerdo, grato y doloroso a la vez, dura tanto como la primera impresión de amor, tanto como la vida.

     Aquella mañana salían por la puerta de Elvira dos muy galanes caballeros que oprimían dos magníficos caballos, que parecían hijos del rayo y del viento, según eran de alentados y veloces. Ambos jinetes se encaminaron hacia el sitio llamado el Soto de Roma. Los desconocidos iban departiendo con mucha animación, si bien en voz tan baja, que harto daban a entender que se trataba de cosas muy importantes y secretas.

      Cuando llegaron a lo más espeso y solitario del soto, echaron pie a tierra, y tomaron la actitud de personas que aguardan el momento de una cita.

     Ambos personajes eran jóvenes como de treinta años de edad, y en sus modales y vestido manifestaban la más elevada alcurnia, si bien la fisonomía de uno de ellos era harto repugnante. Su color cetrino, sus cejas juntas y en extremo pobladas, sus ojos grandes, feroces y sanguinolentos, y su falsa sonrisa, que dejaba entrever unos dientes blancos y disformes como los de un chacal, daban a aquel hombre una expresión siniestra pero inteligente y astuta.

     -Señor don Nuño, es preciso desplegar todos los recursos, porque de otro modo fracasarán nuestros planes, -decía el cejijunto.

     -Vuestro hermano con razón merece el título de Bravo. A la cabeza de sus gentes ha peleado como un león, y ha logrado quebrantar nuestras fuerzas de manera que, a no habernos retirado a Granada, acaso el hacha del verdugo habría separado ya nuestras cabezas.

     -¡Maldito Sancho! La fortuna se ha empeñado en favorecerle.

     -Y él se ha empeñado en aprovechar cumplidamente todos los favores de la fortuna.

     -El comendador de Alconetar está ahora en grande intimidad con el rey.

     -¡Don Diego Pérez de Guzmán!      -Justamente. Nuestro más cruel enemigo es ahora el que merece grande confianza y estimación a don Sancho.

     -A decir verdad, don Diego no es nuestro enemigo.

     -Si no es nuestro enemigo personal, él ha sido por lo menos el que ha desbaratado todos nuestros planes. ¡Malditos de Dios sean los Templarios!      -De todo hay en la viña del Señor. También Castiglione es Templario, y puede ser nuestro auxiliar más poderoso.

     -No lo niego, -repuso el infante asaz meditabundo.

     Después de algunos momentos añadió:

     -Ya veremos el medio de sacar partido de su amistad.

     ¿Y en dónde está el rey? -preguntó don Nuño de Lara.

     -En la baylía de Alconetar.

     -De modo que esos infames Templarios se encuentran en disposición de hacer que no volvamos a Castilla en mucho tiempo.

     -Es muy doloroso decirlo; pero así es la verdad.

     -¿Y sabéis todas esas noticias por un conducto fidedigno?      -De tal manera es cierto lo que acabo de deciros, que vos mismo podéis convenceros por vuestros propios ojos.

     Y así diciendo, el infante don Juan entregó a don Nuño una carta que este último leyó con muestras de ira y despecho.

    -Sin duda alguna el buen Lope García nos sirve con fidelidad, -dijo al fin don Nuño, devolviendo la carta al infante.

     Después de algunos minutos de silencio, don Nuño continuó:

     -Ahora comprendo el motivo que habéis tenido para dar este paseo, que al principio creí me lo habíais propuesto sólo con el intento de solazarnos por estos amenos parajes.

     -Yo nunca madrugo sin que graves motivos me lo aconsejen.

     -La carta en verdad está escrita con suma discreción.

     -Aun cuando hubiera caído en manos de nuestros enemigos, no habrían podido sacar nada en limpio.

     -Yo me he hecho tan desconfiado, que todo el mundo me parece que trata de engañarme, -dijo don Nuño clavando una mirada aguda como un puñal, en el infante-. ¿Estáis seguro de que Lope os servirá lealmente?      -Tan seguro, que el hacerlo así entra en su propio interés, y cuando los hombres obran por su conveniencia propia, hay bastantes razones para contar con su lealtad y discreción. El hombre es el ser más malo que Dios ha criado. ¡Amistad! Es un delirio. ¡Amor! Es una mentira. ¡Deber! Ridiculeces y trampantojos… No os canséis en buscar nada de esto en el mundo, porque no son más que sueños de insensatos. Los hombres usan de más buena fe y despliegan mucha más inteligencia para practicar el mal que el bien. Además, tengo, como ya os he dicho, otra razón para fiarnos de Lope García, porque éste ha recibido de mi hermano una ofensa cruel.

     -Como Lope ha sido criado de vuestro padre y siempre ha merecido la confianza de don Sancho…

     -No importa eso para que García le aborrezca de muerte.

     -El rey le ha armado caballero, y acaso le sirva bien por gratitud.

     -Al contrario, lo que ha hecho ha sido despertar su ambición dando alas a su enemigo para que algún día pueda satisfacer su sed de venganza, porque no hay cosa más cierta que aquello de «cría cuervos, y te sacarán los ojos».

     -¿Y sabe don Sancho que Lope es su enemigo?      -Afortunadamente lo ignora.

     -Entonces está calentando la serpiente en su seno.

     -Por lo mismo su mordedura será más ponzoñosa y mortal, porque daños previstos fácilmente se remedian; pero asechanzas ocultas e inesperadas, al más astuto le desconciertan y aturden, añadiendo al peligro el más inevitable y cruel de todos los terrores, el terror de la sorpresa.

     -Por Santiago de Compostela que discurrís como un verdadero endiablado. A fe mía que muy pocos han de aventajaros para esto de embrollar y dirigir una intriga cortesana.

     -El infante dio las gracias a don Nuño por tales cumplimientos con una sonrisa infernal.

     -¿Y cuál es la afrenta que ha recibido Lope de vuestro hermano, puede saberse?      -La que más cruelmente suele herir el corazón de un hombre.

     -¿Se ha casado Lope García?      -No; pero estaba enamorado de una noble doncella a quien ha seducido el rey.

     -¡Malas hembras! ¡Qué ojos tan delicados tienen!      -¿Qué queréis decir?      -Que son muy pocas las que no se dejan deslumbrar por el brillo de una corona.

     -¿Y eso os sorprende? ¿Hay cosa más natural? -dijo el infante con indiferencia.

     -Pues francamente os digo que me gusta poquísimo eso que os parece tan natural.

     -Pues no creí, don Nuño, que fueseis tan cándido.

     -Ahora bien, según dice la carta, debemos venir a este sitio por espacio de tres días.

     -Lope es muy circunspecto y sabe tomar sus medidas con notable discreción. Por eso no me ha escrito las muchas cosas de importancia que dice tiene que manifestarme.

     -A fe mía que tiene razón. Lo escrito siempre parece; pero las palabras vuelan.

     -Esa es una gran sentencia para conspiradores, amigo don Nuño.

     -¿Y a quién habrá elegido Lope por mensajero?      -Yo no lo sé a punto fijo; pero naturalmente habrá echado mano de mi esclavo moro.

     -¡Oh! ¡Ben-Ayub es un grande hombre! ¿Sabe García el paradero de vuestro africano?      -Si Lope no sabe dónde está Ayub, éste sabe muy bien dónde encontrará a Lope, porque aquella terrible noche en que estuvimos a punto de caer en manos de don Diego de Guzmán y de sus Templarios, que Dios confunda, previendo que por cualquier incidente podía acontecer, como en efecto aconteció, el que nos separásemos bruscamente, le dije: «Mira, Ben-Ayub, si yo me veo obligado a emprender la fuga, tú puedes quedarte sin peligro y prestarme servicios de mucha importancia, siguiendo sin cesar a Lope García, a quien siempre encontrarás en la corte de don Sancho. Y al decirle esto le entregué mi anillo para que Lope no recelase y comprendiese por esta señal que Ayub es mi esclavo de toda confianza.

     -¡Qué noche tan terrible fue aquella del castillo de Alcántara!      -Como no aguardábamos ser acometidos…

     -Si los Templarios hubieran sabido las salidas secretas del castillo, fenecemos allí de seguro.

     -Afortunadamente las tinieblas nos favorecieron y, sobre todo, la prodigiosa distancia a que desembocan los subterráneos.

     -No nos libramos de mala.

     -Ved lo que son las cosas. Entonces creímos que fue una desgracia el que no se hallasen allí nuestros servidores, y ahora es preciso convenir que esta circunstancia nos ha sido muy útil, supuesto que de este modo Ayub habrá podido entenderse con Lope.

     -Entonces es posible que mi escudero Ordoño haya corrido la misma suerte de Ayub. Los dos habían ido aquella noche a Valencia de Alcántara.

     -Es verdad. Ayub fue a entregar algunas cartas mías para los príncipes de la Cerda.

     -Y Ordoño llevaba el encargo de que hiciese venir al castillo al caballero de la Muerte.

     -¡Ira de Dios! Todos nuestros proyectos salieron vanos con la inesperada acometida de don Diego de Guzmán.

     -El caballero de la Muerte hubiera podido servir a nuestra causa de una manera maravillosa.

     -Es un campeón terrible.

     -Hasta su mismo escudo de armas inspira terror.

     -¿Por qué?      -Porque lleva pintada la descarnada figura de la muerte, armada con su guadaña y fijos sus pies de esqueleto sobre un montón de calaveras. Todo esto en campo negro produce un efecto aterrador; y de aquí sin duda el misterioso paladín ha tomado su lúgubre y espantoso nombre del Caballero de la Muerte.      -Muchos dicen que esa terrible divisa es un emblema de los estragos que hace su espada en los combates. Yo lo he visto una vez, y en verdad que causa espanto sólo el verlo con su estatura de gigante, con su negra armadura y con su horroroso escudo. Yo lo conozco bastante íntimamente, -dijo el infante, que hasta entonces había parecido afectar que no conocía al terrible y misterioso paladín.

     -¿Sabéis cómo se llama? -preguntó con viveza don Nuño.

     -Yo creo que no hay en España nadie que sepa su nombre.

     -Deseara saber su historia, que sin duda debe ser muy extraordinaria.

     -Os diré todo cuanto he podido averiguar… Pero… Oíd… Me parece que suenan pisadas de caballos…

     -No os habéis equivocado… ¡Mirad! Dos jinetes moros se dirigen precisamente hacia este sitio.

     -¿Serán los emisarios de Lope García?      -Yo no alcanzo a conocerlos desde aquí.

     Nuestros caballeros montaron a caballo y se apercibieron por lo que pudiese ocurrir; pues aun cuando se habían refugiado a Granada y usaban el traje e idioma de los moros, no era, sin embargo, imposible que don Sancho, averiguando su paradero, se pusiese de acuerdo con Mohamet para que éste le entregase a sus más terribles enemigos.

     Ya estaban muy cerca los dos jinetes, y todavía ni don Juan ni su compañero habían podido conocerlos, por lo que ambos cristianos se pusieron en gran cuidado, al ver que los desconocidos hacia ellos se dirigían con paso tan seguro, como si de antemano supiesen que allí les estaban aguardando.

     -A fe que han sido vuesas mercedes puntuales, -dijo uno de los recién llegados, en el cual al punto reconoció don Nuño a su escudero Ordoño.

     -¡Ayub! -exclamó el infante-. ¡Bien me daba el corazón que tú serías el portador de las buenas nuevas que me anuncia Lope.

     -¡Mi querido señor!… ¿Conque habéis recibido la carta?      -Dos días hace que se me presentó un mercader judío con la epístola de Lope García. Yo quise preguntarle para que me dijese el conducto por donde aquel escrito había llegado a sus manos; pero cuando menos acordé, el hebreo ya había desaparecido de mi presencia.

     -¡Leal Benjamín! -exclamó el esclavo-. Habéis de saber, señor, que yo abrigaba grandes temores de que esa carta no llegase a vuestras manos, pues no puede uno fiarse de nadie. Pero la casualidad vino a servirme encontrándome, cuando menos lo pensaba, con un mi amigo, que es mercader en Granada, hacia cuyo punto me dijo que se dirigía de vuelta de cierto viaje que había hecho para ver a su hermana mayor que, próxima a morir, deseaba verlo… Fue el caso que yo aproveché esta ocasión para enviaros la carta de Lope, y aun así y todo, el buen García no se atrevió a deciros todo lo que en vuestra contra se trama en la corte del rey don Sancho.

     -¿Saben por ventura que estamos en Granada?      -El rey, si no lo sabe, lo sospecha al menos.

     -¿Y qué te dijo el Caballero de la Muerte? -preguntó don Nuño a su escudero.

     -Señor, siento decíroslo, porque no fue muy grata su respuesta.

     -Habla pronto, -dijo don Nuño palideciendo.

     -Supuesto que lo mandáis, voy a obedeceros, señor. Me dijo que nunca desenvainaría su espada en favor de súbditos rebeldes; añadiendo que vos erais un buen caballero, a pesar de que os tachó de carácter arrebatado, orgulloso y tenaz; pero respecto al infante me dijo…

     Ordoño se detuvo como si fuese para él muy penoso el revelar lo que acerca de don Juan le había dicho el Caballero de la Muerte.

     Don Nuño dirigió al infante una mirada, como si le consultase el partido que debía tomar, esto es, si debía insistir o no en que Ordoño hiciese aquella revelación, no muy agradable, según todas las señas. Ordoño, habla, -dijo el infante.

     -Señor… En fin, me dijo que vos erais un mal caballero y un traidor, y que tan sólo sentía el que vuestra infame astucia lograse seducir a algunos buenos caballeros, a quienes arrastráis en vuestras maquinaciones. Os dio el nombre de cruel y de segundo Caín, porque intentabais dar muerte a vuestro hermano…

     -¿Y mi hermano no me habría quitado la vida, si yo hubiese caído en su poder?      -Eso mismo le respondí yo; pero el Caballero de la Muerte dice que don Sancho no trataba de dar muerte a su hermano, sino de castigar a un súbdito rebelde…

     -En fin, -interrumpió don Nuño, viendo que aquellas inútiles palabras sólo servían para agriar los ánimos-; en fin, la cuestión sólo se reduce a que no podemos contar con la ayuda del misterioso campeón…

     -¡Ah! -exclamó Ayub con acento dolorido-. No es lo peor que el Caballero de la Muerte no quiera prestarnos auxilio, sino que tal vez se ponga de parte del rey don Sancho… Pero ¡hágase la voluntad del grande Alá! En haciendo nosotros todo cuanto esté a nuestro alcance por libertarnos de nuestros enemigos, no nos quedará después ningún duelo, aunque nos sucedan las más terribles desgracias.

     -Bien, bien, dejemos eso y vamos al caso. ¿Qué noticias traéis? ¿Qué piensa hacer el rey de Castilla que pueda redundar en nuestro daño?      -Lope García me ha dicho que el rey don Sancho, desembarazado por ahora de los rebeldes que le acometían dentro de su mismo reino, trata de emprender la guerra contra los moros y obligar al rey de Marruecos a que se restituya al África

     Una sonora carcajada del infante y de don Nuño interrumpió el razonamiento del moro.

     Ambos caballeros reputaban temeraria y hasta impracticable la empresa de arrojar de España al poderoso rey de Marruecos.

     -A fe, querido Ayub, que nunca podía esperar me trajeses mejores nuevas, -dijo el infante.

     -¡Es posible, señor!      -Justamente, si tal intenta mi hermano, esa guerra será el medio de que otra vez tornemos a Castilla, aliándonos con el rey de Marruecos, quien está muy dispuesto a favorecer nuestras pretensiones.

     -Permitidme, señor don Juan, que en eso no confíe yo tanto como vos. Convengo en que para nuestra causa nada habría más favorable, sino el que se comenzase la guerra entre don Sancho y el rey de Marruecos; pero precisamente lo que yo más dudo es que el moro admita nuestra alianza, y a fe que si la rechaza, podemos desde ahora darnos por vencidos, abandonando por ahora la esperanza de tornar a Castilla.

     -En cuanto a eso, don Nuño, no debéis dudar ni un instante. El rey de Marruecos es mi amigo personal, y puedo estar seguro de que aceptará gustoso nuestra alianza.

     -Si así es, desde luego las nuevas de Ayub nos son muy favorables.

     -¿Y qué se dice de mí en Castilla? -preguntó el infante a Ordoño.

     -Señor, si he de hablaros con franqueza, no os dan muy buena fama.

     Don Nuño hizo una señal a su escudero para que hablase con reserva a fin de no ofender al infante. Este lo advirtió, y volviéndose a don Nuño, le dijo:

     -No creáis que yo pueda ofenderme de lo que de mí se diga, por repugnante o falso que sea. Por la demás, tengo un grande interés en averiguar los mil absurdos que se cuentan en público de cosas que muy pocos saben en secreto. Así, yo puedo arreglar más sabiamente el plan de mi conducta, y, creedme, don Nuño, no siempre se presentan ocasiones oportunas para averiguar con exactitud lo que de nosotros se piensa, porque nadie se atreve a hablarnos de cosas que de cerca nos atañen, creyendo que han de causarnos enojo.

     Don Nuño se encogió de hombros, haciendo un movimiento, con el cual dio a entender a su escudero que hablase lo que quisiere.

     El infante, dirigiéndose a Ordoño de nuevo, preguntó:

     -Vamos, ¿qué se dice de mí en Castilla? ¿Tiene muchos parciales don Sancho? ¿Nuestra causa tiene muchos adeptos? ¿Mi nombre goza de aura popular?      -Señor, respecto a esta última rebelión, todos los ánimos parecen más inclinados a la causa del rey, y aun cuando los Haros y los Laras cuentan con muchos amigos y parciales, todavía la generalidad de los ricoshomes y hombres buenos parece estar en favor de vuestro hermano don Sancho, a quien además protegen las órdenes de caballería, particularmente la de los Templarios. Por lo que toca a vuestro nombre, el hecho vuestro, y que más dura y se recuerda en Castilla, es aquel que llevasteis a cabo en tiempo de vuestro padre don Alfonso, cuando, para arrancar a su obediencia a la ciudad de Zamora, cogisteis a un hijo de la alcaidesa del alcázar, y presentándole a su padre, que desde la fortaleza miraba a su hijo maniatado, le intimasteis se rindiese, lo cual al punto conseguisteis con semejante arbitrio.

     Un rayo que se hubiese desplomado sobre la cabeza del infante le habría aterrado menos que aquella noticia inesperada. Palideció espantosamente, crispáronse sus puños de furor, e hizo un ademán como para acometer al triste escudero, culpable sólo de haber dicho la verdad.

     -¡Infames! ¿Se acuerdan ahora de eso? ¡Vive Dios, que día ha de venir en que, tornando a Castilla, he de cebarme en la sangre de mi hermano y de su corte ruin, que siempre dice: «¡Viva quien vence!» ¿No decían antes que yo era un héroe?      -Señor, -repuso Ordoño-, me habéis exigido que os diga francamente la verdad, y yo no he podido dejar de obedeceros. Perdonad si mis razones os han afligido; pero la culpa no es mía, que lo es de vuestro sino, o de la pública maledicencia.

     -Bien está, dejemos eso, y vamos a otra cosa.

     -Decid, señor, que mi gusto será el complaceros.

     -¿Qué disposiciones ha tomado el rey para declarar la guerra a los reyes de Granada y de Marruecos?      -En cuanto a eso, señor, podrá responderos más cumplidamente que yo vuestro servidor Ayub, a quien se le alcanza más de esto de intrigas cortesanas. Por otra parte, yo no he tratado de lleno en estas cosas, que han sido principalmente dirigidas por Ayub y Lope García.

     El infante interrogó con un gesto a su esclavo, el cual respondió:

     -El rey don Sancho trata ahora de hacerse, o aliado fiel de los reyes moros, o su enemigo irreconciliable. Para llevar a cabo su propósito, según me ha dicho Lope García, intenta enviar un mensaje, o acaso ya lo ha enviado, ofreciendo a los moros, o su amistad más sincera, o una guerra de exterminio.

     -¡Ira de Dios, cuánto camina el rey! -exclamó el infante con despecho.

     -¿Lo veis, señor don Juan? ¿Comprendéis ahora que no es tan difícil el que los reyes moros, en esta alternativa, opten por la paz y alianza con que les brinda vuestro hermano?      -En ese caso…

     -En ese caso, -interrumpió don Nuño-, es muy posible que el mismo Mohamet, o vuestro mismo amigo el rey de Marruecos, nos entregue maniatados al rey de Castilla.

     -Lúgubre estáis, don Nuño, en vuestras opiniones.

     -Que si no tienen mucho de halagüeño, les sobra de probable.

     El infante permaneció algunos momentos profundamente pensativo, como si las reflexiones de don Nuño hubiesen hecho grande impresión en su ánimo.

     Pero muy pronto levantó la cabeza como si hubiese encontrado un medio eficaz para salir airoso de tantos atolladeros.

     -¿En dónde está el rey don Sancho? -preguntó.

     -Todavía permanece en la bailía de Alconetar, -repuso Ayub.

     -¿Y no habéis podido averiguar quién sea el mensajero que mi hermano ha enviado o piensa enviar a los reyes moros?      -Parece que ha sido cosa muy oculta la elección de ese embajador, si es que se ha verificado.

     -Según eso, ¿se duda de que aún haya venido a Granada el embajador?      -Cuando nosotros abandonamos las inmediaciones de Alconetar, nadie sabia aún quién fuese el designado para este mensaje. Sin embargo, allí se hablaba de un caballero que estaba muy en privanza con el rey, y no es difícil que este mancebo haya sido el elegido para esta importante embajada.

     -¿Sabéis su nombre? -preguntó Lara.

     -No, señor.

     -Cerca de Alconetar, -murmuraba don Nuño-, es imposible que no sea él…

     Y volviéndose a Ayub, preguntó:

     -¿Y conoces personalmente a ese caballero?      -Tampoco le conozco, -respondió el esclavo.

     -Yo lo he visto una vez salir de la bailía, -dijo Ordoño-, y oí decir a los armigueros que estaban en la puerta que aquel joven caballero era muy estimado del rey.

     -¿Qué señas tiene? -preguntó don Nuño.

     -Es de estatura más bien alta, apuesto y galán por extremo; el semblante hermosísimo, pero un poco pálido; cabellos negros y brillantes, nariz aguileña, y tan joven, que apenas habrá cumplido veinte años.

     Don Nuño guardó silencio; pero hizo un ademán que equivalía a decir:

     -Estoy seguro de no haberme equivocado.

     Ayub, acercándose al infante don Juan, le dijo:

     -Habéis de saber, señor, que don Diego de Guzmán pensaba aprovechar la ocasión de enviar a su cuñada doña María con la escolta del embajador.

     -¡De veras! -exclamó gozoso el infante-. ¿Conque podemos ver en Granada a la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán? ¡Ah, buen Ayub! ¡Cien doblas zaenes te mando en albricias de tan agradable nueva!      -Ya sabía yo, mi querido señor, que esta noticia os interesaba mucho, porque recuerdo el año pasado cuánto os hizo penar esa hermosa dama…

     -Sí, sí, tal vez ahora se me muestre menos esquiva; tal vez ahora, en la hermosa ciudad de Granada, en la estación de las flores, y acaso conmovida por mi constancia. ¡Tal vez consiga realizar mis deseos!      Y en los ojos del infante brilló una llamarada, no de amor, sino de impureza.

     Luego preguntó:

     -¿Y adónde se dirige la hermosa doña María?      -A Tarifa, donde está su esposo de alcaide.

     -Pero entonces no podrá acompañarla hasta allí la escolta del mensajero.

      -Quiere decir que la acompañará hasta Granada. Por lo demás, yo ignoro completamente las órdenes que tendrá el embajador.

     Nuestros cuatro personajes, después de haber resuelto hacer todo lo posible porque estallase la guerra, como favorable a sus intentos, se encaminaron hacia Granada.

Capítulo XIII

En una mano el pan y en la otra el palo

     Apenas el infante don Juan y sus compañeros habían salido del soto de Roma, cuando vieron encaminarse hacia la puerta de Elvira una lucidísima cuadrilla de jinetes cristianos.

     Los moros, que por acaso vieron cruzar a los apuestos jinetes, y aun los que observaban en las atalayas, imaginaron sin duda que aquella tropa se encaminaba a la ciudad para proponer algún desafío o alguna otra empresa de armas de las que en aquella época solían intentar los campeones de la Cruz y los defensores del Corán, entre los cuales reinaba, a la par que un odio invencible, cierta respetuosa cortesía, como si ambas naciones se estimasen por su heroica bravura.

     El infante don Juan y sus compañeros participaron de la curiosidad general que despertaba la aparición de aquellos cristianos paladines.

     Y aun cuando todos cuatro iban en traje moro, no por eso dejaban (a lo menos don Nuño y su escudero) de ser cristianos viejos, y deseaban saber la causa que por aquellos sitios traía a sus compatriotas, y hasta maldecían su mala estrella, que a esta sazón les obligaba a cubrir su linaje y su creencia con el aborrecido hábito de los infieles.

     En cuanto al infante, debemos manifestar que sólo curiosidad experimentaba, más bien que confusión ni vergüenza, por verse vestido con el traje musulmán. El hermano del rey don Sancho era descreído y de condición aviesa y maligna.

     Llevaba la atención de todos el que parecía caudillo de aquel pequeño escuadrón, a cuyo frente caminaba sobre un trotón overo y vestida una resplandeciente armadura que parecía hecha de bruñida plata, sobre la cual reverberaban los rayos del sol de la mañana, mientras que a merced de los céfiros se mecían las bellas plumas de colores que adornan su dorado yelmo.

     Pero de todos los que atentamente miraban la lucida cabalgata, nadie pudo atinar tan pronto con la causa y designio que a la oriental Granada la conducía como el infante don Juan y sus compañeros, quienes al punto adivinaron que aquellos cristianos eran los embajadores del rey don Sancho el Bravo de Castilla.

     Y si todavía esta suposición no hubiese parecido harto fundada, la habrían confirmado de todo punto dos personas que a los lados del capitán caminaban departiendo cariñosamente y contemplando con gozosa admiración los encantadores paisajes y la rica pompa de su vegetación lozana, que por todas partes ofrecía a sus ojos atónitos el mágico recinto de la deliciosa y celebrada vega.

     Eran las personas que acompañaban al caudillo una dama y un hermoso niño que casi llegaba al dintel de la adolescencia. La dama se hallaba en todo el floreciente esplendor de la edad, pues de seguro no llegaba a los treinta y dos años, y su belleza era extraordinaria, reuniendo a los delicados encantos y atractivos de la edad primera, las formas majestuosas y la grave hermosura de la matrona. Iba la dama cabalgando con gracia sin igual sobre una hacanea más blanca que la nieve y enjaezada con maravillosa riqueza. Inútil es encarecer cuánto y cuán agradablemente cautivaba los ojos aquella peregrina beldad con su traje y apostura de amazona.

     La bella señora no apartaba un punto sus ojos del precioso y vivaracho niño, que le sonreía con toda la ternura filial, si bien algunas veces la dama palidecía por temor de que le ocurriese alguna desgracia a su hijo, novel jinete, pero que traveseaba sobre una jaca negra y avispada, echándola de consumado caballista.

     A retaguardia de la lucida escolta iban varias dueñas, pajes y mozos de mulas que, según todas las trazas, pertenecían a la servidumbre de la hermosa dama.

     Llegada esta cabalgata a la puerta de Elvira, el que parecía capitán se hizo anunciar como embajador del rey don Sancho de Castilla.

     La hermosa dama, el gracioso niño, casi todos los caballeros y el resto del acompañamiento se dirigieron a una de las principales posadas o kanes de la ciudad, mientras que el joven embajador, acompañado de otro caballero, fue conducido por la espaciosa y célebre plaza de Vivarambla, y subiendo a una pequeña colina, penetraron en el suntuoso y reciente (2) alcázar de los reyes moros.

     Aun cuando todavía no hacía muchos años se había erigido en el suelo de Granada este edificio portentoso, maravilla del mundo, con todo, la fama de su magnificencia se había extendido ya entre los cristianos, ora porque muchos de éstos habían tenido ocasión de penetrar en la opulenta ciudad de las mil torres, ora porque en aquella época era muy frecuente el caer cautivos en la guerra o en las conquistas, por cuya razón los cristianos que lograban evadirse de su penosa cautividad tornaban luego a sus tierras, contando la magia oriental de aquella creación del arte, fabulosamente magnífica y deslumbradora.

     Sabedor el hijo de Ben-Alhamar de que el arrogante monarca castellano enviaba a su corte un embajador, quiso recibirle de manera que dejase atónitos a sus compatriotas cuando les refiriese las maravillas que había visto. Así, pues, mandó que condujesen al gallardo cristiano por los sitios más pintorescos, agradables y magníficos de aquella suntuosa morada.

     A la puerta del alcázar hicieron detener al caballero que acompañaba al embajador, permitiendo que sólo éste, atendido su carácter, penetrase en el recinto, a la sazón habitado por dos poderosos monarcas, el de Granada y el de Marruecos.

     Los conductores del caudillo cristiano le hicieron atravesar extensas calles de rosales florecidos, de cándidas y aromosas azucenas, de heroicos laureles, de perfumados limoneros y de mirtos siempre verdes.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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