Descargar

Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 14)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19

     El halconero, chiticallando, había estado oyendo toda aquella extraña conversación, sin entender de ella más que si le hablasen en caldeo, habiendo únicamente logrado el que le zumbasen los oídos como si la hubiesen repiqueteado un millón de almireces sobre la mollera. Momento hubo en que ya se imaginó que se hallaba en aquella gruta vía recta para el infierno, y en más de una ocasión llego a creer que todos sus compañeros se habían vuelto locos. A la sazón había tomado resignadamente el partido de rezar con disimulo una parte de rosario a las ánimas benditas, para que luego luego le inspirasen a su señor el deseo de salirse de aquella maldita madriguera.

     El mago, dirigiéndose a los jóvenes, dijo:

     -La alquimia no me ha enseñado a trasmutar el hierro en oro; pero en cambio me ha revelado el secreto de hacer brotar la lucecita que visteis antes, así como también la confección de un elixir maravilloso, cuyos efectos vais a ver muy en breve. El elixir tiene uso para rejuvenecer la materia, o sea, renovar la vida animal, en tanto que la luz prodigiosa sirve para atraer el espíritu y obligarlo a reunirse con el cuerpo. ¡0 vis duorum permira fluxuum!      -¡Sóplate esa! -exclamó el médico.

     El mago se dirigió con paso lento al muro de la gruta, donde había un nicho y en él un horrendo monstruo, cuya cabeza y manos eran de hermosísima doncella, con cuerpo de perro, garras de león, alas de águila y cola de dragón. El mago murmuró una fórmula cabalística, e inmediatamente los ojos de la esfinge centellearon en la oscuridad, y en seguida lanzó un suspiro lastimero y metálico, que se dilató por los tenebrosos ámbitos de la gruta. Nuestros caballeros reconocieron en aquella voz el mismo fúnebre lamento que antes habían escuchado en la puerta de aquella mansión prodigiosa. Tres veces el terrible mágico repitió la potente invocación, y otras tres veces resonó en la cueva el lastimero gemido. En seguida volvió precipitadamente adonde hemos dicho que estaba el trípode, sobre el que había un libro abierto y escrito con caracteres caldeos. El viejo se había transfigurado completamente; sus ojos relucían como carbones encendidos, su rostro parecía que iba a brotar sangre, anhelosa respiración salía de su ancho pecho, las venas de su frente querían reventar, y diríase que su estatura se había aumentado medio pie. También por tres veces abrió el misterioso libro del destino por diversos parajes, y en cada una de aquellas páginas leyó algunas líneas con tan grande fervor, con volición tan vehemente, que parecía que el vívido rayo de su mirada encontraba otros ojos entre aquellos enrevesados caracteres. Luego de pronto se dirigió a un armario y sacó una redoma llena de un líquido verde, una piel de gato negro y una pasta como de jabón de piedra, de color jaspeado y tez brillante. El mago colocó todo esto sobre el trípode, y comenzó a frotar la pasta contra la piel, con la cual cubría la redoma.

     No es fácil explicar la rapidez y el vigor inaudito que el anciano desplegaba al verificar aquella fricción portentosa, que tan fecunda había de ser en resultados. A los pocos momentos oyose un ruido sordo dentro de la redoma, como si el líquido que contenía se hallase en el más alto grado de hervor, en la ebullición más candente. En efecto, de aquel rápido frote brotaba un humo cada vez más denso y azulado, hasta que, por último, el tapón de la redoma saltó en alto violentamente, y al mismo tiempo apareció, como por encanto, la luz amarillenta y azul que, como antes, comenzó a revolar en torno del anciano. Diríase que aquella chispa fosfórica estaba dotada de intención, de vida, de inteligencia. Todos los circunstantes contemplaban aquel espectáculo con los cabellos erizados de terror.

     -Ahora, -dijo el anciano-, acabaréis de ver los maravillosos efectos del elixir de la vida y de la pasta confeccionada con las tres matrices: el mercurio, el azufre y la sal.

     -¡Y qué nos queda ya que ver! -exclamó el buen Pedro Fernández santiguándose.

     -La resurrección de los muertos.

     -¿Qué decís? -exclamaron los tres jóvenes en coro.

     -La verdad, -repuso lacónicamente el mago.

     -Estos cadáveres…

     -Algunos de ellos, -interrumpió el viejo-, éste que está junto a mí lleva ya quinientos años de dormir en este ataúd.

     -¡Es posible!      -Éste fue el primero de mis ascendientes, que vino a España a poco de haberla conquistado los moros…

     -¡Su traje no es de musulmán! -observó el señor de Alconetar.

     -¡Era judío, o por mejor decir, su vestimenta era judaica.

     -¡Cuántos misterios!      -Éste que aquí veis fue gemelo, y profesó constantemente el más tierno cariño a su hermano. Ellos, como yo, son descendientes del gran maestro de la magia y de la filosofía oriental, el sublime e inmortal Zoroastro. Este sabio inició a sus hijos en los prodigiosos secretos de la teúrgia, revelándoles las omnipotentes y místicas palabras de la Invocación y de la Evocación, palabras formidables que hacen conmoverse llena de pavor y de humildad a la naturaleza entera.

     El gran Zoroastro llegó a adivinar la existencia de esta luz que estáis mirando, luz en cuyo candente seno habita el espíritu sutil; pero por más ensayos que hizo mi venerando ascendiente, nunca llegó a descubrir el secreto que sospechaba. Sin embargo, dejó escrita y consignada la mayor parte del procedimiento, con cuyo auxilio sus descendientes continuaron en la grande obra sin desmayar ni un instante, con incansable eficacia y con resultados cada vez más fecundos y próximos al término de esta investigación casi divina. Los dos hermanos gemelos fueron los primeros que, a fuerza de largas vigilias, hallaron el gran secreto, permirum arcanum.      El mago permaneció algunos instantes meditabundo, como si en su interior reflexionase sobre la importancia y excelencia de las verdades que iba a revelar.

     -Veamos. ¿En qué consiste ese arcano de que tanto habláis? -preguntó don Guillén no sin alguna impaciencia.

     -Ahí precisamente voy a parar. ¡Admiraos! Los dos hermanos, después de varios experimentos, se convencieron hasta la evidencia de que habían encontrado el secreto de suspender la vida.

     -¡De suspender la vida!      -Yo no lo entiendo.

     -Eso es un absurdo.

     -¡Jesús, María, y José!      -¿Creéis acaso que es imposible paralizar el curso de las funciones vitales? El hombre se eleva a una altura inconmensurable y prodigiosa, a medida que profundiza en los abismos de la ciencia.

Y esto diciendo, el mago dirigiose a uno de los departamentos de la gruta, y a poco volvió con otra redoma y otra pasta. El licor que contenía la vasija era negro, la pasta era también negra.

     -He aquí la antinomia; esta mixtura es la contraria diametralmente a esta otra (el mago señalaba a la redoma verde y a la pasta jaspeada). Ahora bien, prestadme atención. Un hombre se encuentra, por ejemplo, en la edad de treinta años y quiere saber y presenciar lo que sucederá dentro de un siglo. ¡Qué! ¿Os admira esta pretensión? Verdaderamente que es magnífica y sublime e incomprensible y dificultosísima; mas no por eso deja de ser realizable. Esta mixtura es narcótica y antipútrida por excelencia, y tiene la maravillosa virtud de paralizar el movimiento vertiginoso del fluido esencialmente vital, y conserva en el cuerpo humano, sin el más mínimo deterioro, la parte más pura, oleosa y saludable de la sangre, sincerior sanguinis succus. Hecha esta brevísima explicación acerca de este pasmoso medicamento, sólo me resta deciros que un hombre, graduando la dosis según la razón combinada de su complexión y del tiempo que pretenda renunciar a la vida, puede sin el menor peligro suspender todas las funciones de su organismo, proporcionándose así como una especie de catalepsia (9) de la duración que más le plazca. Así, pues, el hombre que a los treinta años suspendió su vida, puede muy bien levantarse joven, lozano y gozoso después de un siglo, y vivir y viajar y amar y conocer ciencias nuevas, trajes diversos, costumbres distintas, imperios recientes, razas, fisonomías, civilizaciones e idiomas completamente desconocidos. ¡Cuán magnífico espectáculo, cuán jubilosa voluptad puede el espíritu del hombre disfrutar en la tierra por medio de este maravilloso descubrimiento! Y todo esta reducido a tomar una pequeña dosis de esta pasta y de este licor. ¡Maravilla! ¡Maravilla!      El viejo había sabido comunicar su entusiasmo a todos los presentes, menos a Momo, cuya glacial sonrisa causaba en el mago el mismo efecto que el agua en el fuego.

     -Se me ocurre una pregunta, -dijo Momo.

     -¿Cual?      -Decidme: aun cuando fuesen realizables al pie de la letra todos los delirios que acabáis de manifestar, si estos cadáveres fuesen devorados por las fieras o por un incendio, después de tragados o reducidos a ceniza, ¿podría verificarse la resurrección de que habláis?      Esta salida de Momo, produjo tan estrepitosa carcajada en todos los circunstantes, que el pobre mago quedose más corrido que la zorra en el convite de la cigüeña. El primer movimiento del sabio fue precipitarse sobre el insoportable Momo, que se le reía en las barbas, como estudiante travieso en presencia del pedagogo. Por ultimo, logrando contenerse, y como si nada hubiera oído, el mago, volviéndose a los jóvenes, continuó:

     -La única dificultad consiste en que es preciso revelar el secreto a una o más personas, a fin de que tengan el cuidado, no sólo de colocar al suspenso en un sitio seguro, a cubierto de accidentes funestos, sino también de que, si el período es largo, vayan trasmitiéndose la noticia de padres a hijos, para que, llegado el tiempo, practiquen con el artificial cadáver la operación que muy pronto vais a ver.

     -¿Y si el que sabe el secreto no tiene hijos, o se muere de muerte repentina, o es un pícaro que dice Requiescant in pace?      -¡Hombre maldito! -murmuró el mago.

     Luego añadió en voz alta:

     -Eso no prueba más sino que una fatalidad invencible extiende sus contrariedades y peligros hasta los descubrimientos más portentosos.

     -Vamos, en este punto os habéis confesado rendido.

     -No he hecho más que manifestarme sensato.

     -Y aun así y todo, ¿es posible que creáis que puede creerse esa estúpida resurrección? ¡Resucitar la materia!… Holgaríame de ver la operación de que os valéis. Siempre será machacar en hierro frío, pedir peras al olmo, predicar en desierto, escribir en el agua o ladrar a la luna.

     -¡Incrédulo! -gritó el mago fuera de sí-. ¡Ahora veréis el gran misterio! Quinientos años hace que los dos hermanos gemelos suspendieron su vida, el uno en este sitio y el otro en otra gruta situada en Jerusalén. Un lazo misterioso y magnífico de ciencia y parentesco ha unido esta mansión con aquella por espacio de cinco siglos. De padres a hijos ha venido trasmitiéndose con religiosa exactitud este precioso depósito.

     Y esto diciendo, el anciano sacó del volumen que había sobre el trípode un hoja de papiro, en la cual se veían trazados algunos caracteres en idioma zendo, que era la lengua sagrada del antiguo magismo de la Persia.

     -¡Mirad! Hace quinientos años que este manuscrito existe en esta gruta. Todos mis ascendientes se lo han ido trasmitiendo con la expresa condición de no leerlo sino en el último caso, en peligro de muerte, a fin de no privarnos a cada uno de la gloria de hacer el descubrimiento por nuestra propia actividad y fuerza. En estas líneas está contenido y explicado el arcano maravilloso de los dos fluidos. Hasta hoy no me ha sido lícito romper los siete sellos de la misteriosa caja destinada a guardar este escrito, porque hasta hoy no he descubierto por mi propia ciencia la creación de la luz. Precisamente habéis venido a visitarme en el día más dichoso y solemne de mi vida. Esta noche, según la antigua costumbre de los míos, tengo la obligación de celebrar con mis ascendientes, el banquete de la resurrección. Todos los individuos de mi familia han hecho lo mismo el día en que lograron abrir la puerta del gran misterio con la llave de la ciencia, como para dar a entender a sus mayores que habían cumplido dignamente su encargo. ¡Vosotros asistiréis al convite!      En seguida el anciano empuñó, el potente báculo de Zoroastro, y tocando en el muro de la gruta, vieron instantáneamente abrirse dos puertas de fúlgido metal y aparecer una extensa habitación espléndidamente iluminada. En el centro del rutilante aposento veíase una mesa redonda y cubierta de exquisitos manjares y vinos delicados. En torno de la mesa veíanse siete sillones de madera preciosa y ricamente historiados con incrustaciones de marfil y oro.

     Nuestros caballeros repararon que los ataúdes eran también el numero de siete. El mago, después de algunos momentos de reflexión profunda, exclamó con voz de trueno y con el fervor de una pitonisa:

     -¡Fuerzas magnéticas! ¡Fuerzas eléctricas! ¡Jugos vitales! ¡Potencia de los elementos! ¡Ondinas del agua! ¡Sílfidas del aire! ¡ Salamandras del fuego! ¡Gnomos de la tierra! ¡Venid, venid, venid!… ¡Fuerzas creadoras que engendrasteis al gran Seísmos visible, palpable, sólido, animado, fecundo, vívido, arrojad vuestro soplo de vida en torno de mi frente! ¡Brillad, agitaos, chocaos, estremeceos, bramad, suspirad, brisas, huracanes, gotas, océanos, arenas, montañas, luces, astros, volcanes, átomos, mundos, obedeced mi palabra! ¡Obedeced! ¡Obedeced! ¡Obedeced!      El mago guardó silencio durante algunos minutos. Luego murmuró algunas palabras ininteligibles, y súbito oyose a lo lejos un rumor como de mil y mil caballos que galopasen sobre un terreno calcáreo. Aquel sordo ruido cada vez se aproximaba más hasta que, por último, cada uno sintió zumbar en sus oídos como el eco de cien torrentes, a la vez que la amarillenta y azulada lucecita creció de pronto como un gigante de fuego, inundando en vivísimo resplandor todos los ámbitos de la gruta. Luego, del fondo de aquella luz, salió una voz múltiple, extraña, incalificable, una voz como ningún oído humano la oyó jamás.

     -Aquí estamos, -decía la voz-; tu evocación ha sido oída; manda, Casib, manda y obedeceremos.

     Sonriose el mago, y en seguida colocó en torno del trípode los siete ataúdes con la tapa levantada.

     -¡Espíritu sutil, ya es tiempo de que vivifiques!      Apenas Casib hubo pronunciado estas palabras, cuando la luz prodigiosa volvió a recobrar otra vez su diminuto y primitivo tamaño.

     En seguida Casib dio principio a una operación extraordinaria. Colocándose a la cabeza del ataúd en que yacía el primer habitador que fue de aquella gruta, comenzó por imponer las manos sobre el lívido rostro, y acabó por soplar muchas veces sobre la boca del cadáver. Era lo más portentoso el que la luz seguía todos los movimientos de Casib, quien por último dijo:

     -¡Ahora!      Inmediatamente la luz penetró por la nariz del cadáver, y al cabo de cierto espacio volvió a salir por la boca.

     El mago fue repitiendo esta misma operación con los seis cadáveres restantes. Terminada esta especie de iluminación interior, la estrellita, como una mariposa brillante, volvió a revolotear otra vez en torno de la frente de Casib.

     Durante largo rato reinó silencio sepulcral, y al fin Momo le rompió diciendo:

     -Paréceme que están muertos sin ningún género de duda.

     Casib, al parecer, no oyó estas palabras, pues estaba tan absorto que ni pestañeó siquiera. De repente sucedió una cosa espantosa. La esfinge comenzó a exhalar horribles gritos, los muros de la gruta comenzaron a estremecerse con violencia, y las redomas que en diferentes armarios el mago tenía guardadas, comenzaron a entrechocarse, produciendo un ruido extraño, trémulo, vidrioso. Diríase que la magia, valiéndose hasta de los objetos inanimados, entonaba un himno de gracias y de júbilo al mágico triunfante.

     -¡Anúbis! -exclamó Casib-. Ahora es preciso que yo imite tus movimientos.

     Y el anciano empezó a saltar en torno de los siete ataúdes, exhalando espantosos gritos, y sin cesar repitiendo:

     -¡Anúbis! ¡Anúbis! ¡Anúbis!      Pocos momentos después los cadáveres se incorporaron en sus ataúdes, y abriendo sus ojos radiantes, exclamaron:

     -¡Casib! ¡Casib! ¡Llegó el gran día!      Nuestros caballeros estaban con los cabellos erizados de horror en vista de aquel espectáculo. Era aquello una cosa nunca vista, una especie de Apocalipsis, pero teúrgico, satánico, blasfemo; un remedo informe, una tentativa soberbia como Lucifer, una horrible parodia de la resurrección en el ultimo día. En esto oyose la ronca detonación de un espantoso trueno, y la gruta pareció que había sido trastornada de arriba abajo, y los circunstantes creyeron que la tierra faltaba a sus pies y que habían sido arrojados en las profundidades del infierno. De repente los resucitados con sus luengas barbas y exóticos ropajes saltaron de sus ataúdes y entablaron, asidos de las manos, una danza horrible, infernal, fantástica, y a sus caprichosas evoluciones mezclaban gritos de júbilo y huecas carcajadas. Luego, después de un largo rato, se detuvieron repentinamente, y dirigiéndose al mago, prorrumpieron en grandes voces diciendo:

     -¡Casib! ¡Casib! ¡Al convite! ¡Al convite! ¡Al convite!      Y veloces como los fantasmas de una espantosa pesadilla se precipitaron en el suntuoso aposento del banquete, arrastrando con violencia en pos de sí a nuestros atónitos aventureros.

Capítulo XXXVIII

De cómo hay casualidades que parecen Providencias

     El lector recordará sin duda que, según dijeron los esclavos moros de la torre de Castiglione, Mendo se había alejado con Elvira en dirección a la aldea de Alconetar. Mendo (el criado que asistía a la triste doña Fidela y a Elvira en la granja, funesto teatro de acontecimientos que ya dejamos referidos) había sido sobornado por el opulento Castiglione. Éste, aconsejado por la vieja Plácida, había adoptado la resolución de que, por algún tiempo, Elvira permaneciese reclusa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Al principio se opuso el italiano a esta medida, como peligrosa a su amor y seguridad; pero todos sus temores se disiparon luego que Plácida le manifestó la ausencia de don Guillén Gómez de Lara, que había emprendido un largo viaje.

     Acababan las monjas de terminar sus oraciones en el coro por la mañana, cuando en la celda de Elvira tenía lugar el siguiente diálogo:

     -La niña parece que pasa toda la noche en vela, -decía la infernal Plácida.

     -Así está tan amarilla.

     -¡Pobre enamorada! Es probable que emplee sus vigilias en escribir epístolas a su amante.

     -¿Y no podremos conseguir nuestro objeto? Estoy impaciente…

     -Ya os he dicho que cachaza y mala fe.

     -Pero esta mañana…

     -No me ha sido posible en ninguna manera.

     -¿No la has visto?      -No, señora.

     -¿Pues qué hacía?      -Lo ignoro. La puerta estaba perfectamente cerrada. Es de creer que estuviese durmiendo.

     -¡A estas horas!      -De ahí deduzco yo que pasa las noches velando.

     -Es preciso no perder tiempo.

     -Descuidad, señora mía, que ya he tomado perfectamente mis medidas, y lo que es ahora no se nos escapará.

     -¿Y cuándo?…

     -Hoy mismo.

     -Veamos tu proyecto.

     -Es tan sencillo como seguro será su éxito.

     -Explícate pronto.

     -Ya sabéis que la madre Sinforiana es muy entrometida y cachuchera y que tiene menos seso que una alondra, si bien en cambio posee algunas habilidades monjiles, como vestir niños de cera, hacer flores, y sobre todo tortas, bizcotelas y todo género de confites. Esta última habilidad es la que nos va a servir maravillosamente para nuestro propósito.

     -¡Oh! ya comprendo. ¿Vas a regalar a Blanca algunos confites de la madre Sinforiana?      -Eso sería muy aventurado. Pudiera no comerlos.

     -¿Pues entonces?…

     -El golpe debe ser más seguro y más inevitable. Sor Sinforiana me ha dicho que algunas veces suele convidar a su celda a la hermosa Blanca para ofrecerle una merienda. Ahora bien; esta tarde me ha prometido convidarla, y entonces…

     La diabólica Plácida hizo un gesto muy expresivo, señalando a la sortija en que estaba contenido el tósigo.

     -Entiendo perfectamente, -dijo Elvira con los ojos radiantes de júbilo.

     Mientras que esto acaecía en aquella caverna de demonios, que más bien merece este nombre que el de celda, todas las monjas corrían desatentadas por los claustros y con muestras de grandísima alarma y desconsuelo. Después de la inquietud que en aquellos corazones tímidos y sencillos había producido naturalmente el milagroso y espontáneo tañido de la campana del claustro, las monjas se afligieron y espantaron más todavía cuando supieron que muy poco tiempo se había hecho esperar el cumplimiento del fatal anuncio de la noche precedente.

     -¡Ay señora abadesa de mi alma! ¡Qué gran desgracia ha sucedido! ¿Quién había de pensarlo? ¡Ayer tan bueno y tan sano, y hoy ya está gozando de Dios el santo varón! ¡Ah! ¡La campana no podía menos de anunciar la más funesta desgracia para el convento!      -Pero ¿qué ha sucedido, hermana tornera? -preguntaban algunas monjas que se hallaban al paso.

     -Ahora mismo me lo acaba de decir el mayordomo. ¿Quién lo había de creer? ¡Tan bueno y tan colorado como estaba el buen señor!… ¡Ha sido muerte repentina!      -Pero ¿quién ha muerto?      -El señor Gil Antúnez.

     -¡El capellán!      Figúrese el lector la batahola y alarma que esta noticia causó en el convento.

     Pero ¡ay! a nadie afligió más cruelmente que a la desdichada Blanca, la cual despertó para saber que su amado tío, el que le había servido de padre, acababa de morir. Todas las monjas se afligieron sobremanera, porque todas estimaban las nobles prendas de aquel virtuoso sacerdote.

     El mayordomo del convento, que hemos dicho estaba casado con una hermana de Blanca, se hallaba también muy afligido, tanto por la muerte de su tío, cuando por el triste estado en que se encontraba su esposa.

     Una seglar de la abadesa aviso a Blanca para que al punto fuese a la celda prioral.

     -¿Qué mandáis, señora abadesa? -preguntó la joven con su acostumbrado acento de modestia y dulzura.

     La abadesa comenzó a usar de rodeos y medias palabras para comunicar a la doncella la desgracia acaecida.

     -No os canséis, señora abadesa, en buscar palabras que pinten suavemente mi desdicha. ¡Lo sé todo!      Y la hermosa y afligida Blanca tenía los ojos inundados de lágrimas.

     La abadesa, que era una excelente señora, no pudo menos de admirar la noble entereza, mezclada de celestial resignación, que reinaba en el semblante y en los modales de la modesta virgen, que no perdió su compostura y púdica reserva en tan doloroso trance.

     -Otra en vuestro lugar, -dijo la abadesa tomando a la joven cariñosamente de la mano-, se hubiera deshecho en gritos alborotando el convento; pero vos, encantadora niña, os habéis guardado muy bien de tales demostraciones, que cuanto más ruidosas menos discreción prueban, además de ser indicio seguro de poca aflicción. ¡El dolor vocinglero nunca es profundo!      La joven escuchaba estas palabras con los ojos bajos, las manos convulsivamente cruzadas sobre el pecho, de pie, inmóvil y pálida como la luna.

     -Basta sólo miraros para comprender cuán cruelmente padecéis en este instante.

     La abadesa guardó silencio por algunos minutos, al cabo de los cuales, exclamó:

     -¡Es lo mejor que podéis hacer!      La venerable monja había advertido el movimiento casi imperceptible de los labios de Blanca que estaba rezando.

     En seguida la abadesa cayó de rodillas delante de una imagen de Nuestra Señora. La joven imitó aquel ejemplo, y ambas, sinceramente afligidas, manifestaron su dolor de la manera más digna, orando por el buen Gil Antúnez.

     De repente fueron interrumpidas en su oración.

     La madre tornera y algunas otras religiosas penetraron en la celda a participar otra nueva no menos dolorosa para la sensible Blanca.

     -¡Ay, señora abadesa!      -¿Qué ha sucedido?      -Que otra vez ha vuelto el señor Garci Jurado diciendo que su esposa está muy malita…

     La madre tornera se detuvo pensando en la imprudencia que había cometido de manifestar allí aquella noticia que tanto debía afligir a Blanca. Garci Jurado era el nombre del mayordomo del convento.

     -Acabad, madre tornera, -dijo Blanca con su voz de ángel.

     -Vuestro cuñado trae la pretensión de que al punto os vayáis a su casa para asistir y consolar a vuestra hermana.

     -Y vos, ¿qué decís? -preguntó la abadesa dirigiéndose a Blanca.

     -Que estoy dispuesta a salir ahora mismo del convento, -repuso la joven procurando en vano reprimir sus lágrimas.

     -¡Pobre niña! -murmuró la superiora.

     -¿Me permitís, señora abadesa, que salga al instante?      -De mil amores.

     Blanca se despidió de la abadesa, quien le dio las mayores muestras de estimación y cariño.

     En seguida la joven se marchó con Garci Jurado.

     La casualidad, o mejor dicho, la Providencia, salvó a la hermosa Blanca de una muerte que en ningún modo hubiera podido evitarse, a no haber sido por el funesto accidente anunciado por la milagrosa campana del claustro y realizado en la persona del buen Gil Antúnez

Capítulo XXXIX

Conciliábulo de los enemigos del temple

     Al oscurecer de un día de invierno caminaban dos jinetes por una extensa y pantanosa llanura no lejos de Tolosa de Francia. El toque de oraciones, como el lamento del día moribundo, salía de lo alto de los campanarios de algunos pueblecillos diseminados por la llanura. La noche se presentaba tempestuosa y fría, y aquel paraje era por demás sombrío y solitario a medida que los jinetes adelantaban en su camino. Ambos caballeros caminaban rebozados en sus capas y guardando el más profundo silencio. Sin embargo, el uno de ellos no dejaba de pasear en torno suyo miradas vagarosas y escrutadoras, como si pretendiese averiguar los designios de su compañero, o tal vez procuraba descubrir alguna otra persona que de antemano debiese aguardarles. La noche cada vez condensaba más sus sombras; un viento frío soplaba del Norte, e informes nubarrones, como inmensas pizarras lanzadas en el vacío, se arremolinaban en el espacio. Alguna que otra vez la pálida luna asomaba su frente detrás del nebuloso pabellón, con el mismo brillo incierto del fúnebre cirio que lanza su resplandor al trasluz de las negras bayetas de una capilla mortuoria.

     Cada vez más el terreno se iba elevando, de manera que alla a lo lejos se distinguía confusamente una montaña. Era a la verdad solemne y tétrico el espectáculo que presentaba la naturaleza en medio de todos los siniestros ruidos de la noche. Allá se escuchaban lejanos los ladridos de los perros, acá los chirridos del búho y del mochuelo, allí el canto del gallo que anunciaba la tempestad, y aquí el resonante murmurio de un caudaloso arroyo que se arrojaba a la llanura. Nuestros caballeros refrenaron algún tanto el brío de sus cabalgaduras, a causa de que comenzaban a penetrar por un bosque sombrío de añosas encinas y de espesos matorrales que apenas dejaban paso a una angosta vereda. Los jinetes conociendo la imposibilidad de caminar ambos de frente, se pusieron uno en pos de otro.

     -¡Por San Bernardo que ha sido una calamidad no hallar a nuestro hombre en el monasterio de Leniz! ¿Quién había de pensar que era preciso salir de España para encontrarle?      El que así hablaba exhaló un suspiro, y parecía asaz enojado porque tanto se prolongase su viaje.

     -¿A qué sirve impacientarse? -dijo el otro jinete-. Cuando se hace lo más, es preciso hacer lo menos.

     -Y con mil demonios, ¿le encontraremos esta noche?      -Sin duda alguna. Según nos han informado, nos aguarda en la abadía de San Ponce.

     -¿Y está muy distante?      -Dentro de dos horas llegaremos allá.

     Cambiadas estas palabras, los caminantes tornaron a guardar silencio, y picando a sus caballos comenzaron a trotar con grandísima diligencia. Poco más de una hora llevaban de camino sin que cosa notable les hubiese acaecido, cuando súbito, y por un movimiento simultáneo, ambos detuvieron sus cabalgaduras.

     -¿Has oído?      -Me pareció oír pisadas de caballos.

     -Y a mí también.

     -Pero ahora no se oye más que el susurro del viento entre los árboles.

     -¿Sería el eco de las pisadas de nuestros mismos caballos el que nos engañó?      -Eso no sería inverosímil si el terreno fuese calizo o pedregoso; pero cabalmente caminamos por un piso cubierto de césped.

     -En efecto, no nos habíamos engañado. ¿Oyes?      -¡Es verdad!      Efectivamente resonaban pisadas de caballos, si bien el ruido llegaba a intervalos, según la violencia o dirección de las ráfagas del viento.

     -Se acercan cada vez más.

     -Debe ser una tropa muy numerosa.

     -Y al parecer se dirigen exactamente por nuestro mismo camino.

     -¿Irán también a la abadía de San Ponce?      -Muy útil nos sería saberlo.

     -¿Nos vendrán siguiendo?      -Me parece que no; pero si así fuese, ciertamente que sería la mayor calamidad que nos pudiera acaecer.

     -Todos nuestros planes abortarían.

     -¡Ira de Dios! ¡Se acercan al galope!      -Convendrá que no nos vean.

     -Apartémonos del camino.

     -Ocultos entre la maleza podremos ver quiénes son.

     Diciendo y haciendo, ambos caminantes saliéronse de la vereda, descendieron de sus caballos y procuraron ocultarlos en la espesura.

     Pocos momentos después un vivo resplandor inundó la selva y un escuadrón de blancos fantasmas apareció ante sus ojos atónitos. Dos armigueros precedían a la cabalgata, llevando antorchas encendidas. Los caballeros que les seguían eran Templarios. Iban unos en pos de otros por la angosta vereda; pero caminaban con extraordinaria velocidad. Aquella escena duró poco. Los Templarios se perdieron entre las sombras de la noche en los confines de la selva como una legión de espíritus. Es inútil encarecer la sorpresa de nuestros caminantes, que felizmente para ellos no habían sido descubiertos.

     -¿Has visto?      -Lo he conocido perfectamente.

     -¿A quién?      -Al maestre de Tolosa.

     -¡Guillermo de Villeneuve!      -El mismo.

     -¿Y adónde irá tan deprisa a estas horas y de esa manera?      -Algo bueno diera yo por saberlo.

     -¿Y qué haremos?      -Seguir adelante.

     -¡Si nos encontraran en la abadía!      -Me parece que no hay ese peligro.

     -Pues a lo menos el camino que llevan hace creer que pasarán por la abadía de San Ponce.

     -En todo caso nada tenemos que temer.

     -¡Nada! ¿Estás en ti?      -Claro está que no tenemos peligro alguno que temer, mientras que ellos no sepan nuestras intenciones.

     -Eso es verdad; pero se me antoja que todo el mundo conoce nuestros proyectos.

     -Pues es preciso tener muy en cuenta que nos va la cabeza en guardar secreto y precauciones.

     Esto diciendo, ambos caminantes habían vuelto a cabalgar y a emprender de nuevo su viaje.

     Como unas dos horas habrían caminado, cuando descubrieron una negra masa que se levantaba hasta perderse en el cielo.

    -¿Ves esa montaña? Pues a la falda se encuentra la abadía de San Ponce.

     -¿Y sabrá él que vamos allá esta noche?      -Si a punto fijo no nos aguarda, comprenderá que no debemos tardar muchos días.

     Al llegar aquí, nuestros caminantes oyeron ladridos de perros y la voz de un hombre que inútilmente se esforzaba por hacer callar a los fieles animales.

     Los viajeros notaron que se hallaban muy cerca de la abadía.

     -¡Alto, caballeros! -dijo una voz en las tinieblas, al mismo tiempo que un vigoroso brazo trabó por las riendas al caballo del que iba delante.

     Los dos jinetes hicieron un movimiento para poner mano a sus espadas; pero la voz dijo:

     -Dejaos de contiendas, caballeros, pues ahora no es ocasión de reñir; antes bien debéis saber que un amigo es quien os habla. ¿Vais a la abadía?      -¿Os importa saberlo?      -Acaso os importa a vosotros más que a mí el que yo lo sepa.

     -¡De veras! ¿Y cómo es eso? -dijo uno de los viajantes con acento entre burlón e iracundo.

     -Señor… ¿Os gustan las plaisanteries?      -Así, así…

     Es de advertir que todo este diálogo pasó en francés, y que nosotros nos hemos tomado la molestia de traducirlo.

     -Pues vamos al caso, -dijo el joven que parecía venir de la abadía-. ¿Me permitiréis que os hable seriamente algunas palabras?      -Tendré mucho gusto en oíros.

     El joven caballero se aproximó tanto al jinete, y en voz tan baja pronunció algunas palabras, que le fue imposible oírlas aun al mismo compañero, esto es, al otro jinete.

     -¡Gracias! -exclamó el caminante-. ¡Ha sido una precaución tomada muy a tiempo!      Y volviéndose a su compañero, añadió:

     -No podemos entrar en la abadía por la puerta principal.

     -¡Seguidme! -dijo el joven caballero que se había aparecido.

     -Pero ¿adónde vamos? -preguntó el segundo caminante.

     -A la abadía de San Ponce.

     -¿Pues no decís?…

     -Esto quiere decir, señor caballero, -repuso el joven-, que vamos a la abadía, pero que penetraremos en ella por un lugar oculto.

     -Vamos, pues.

     Los dos jinetes y su conductor, que iba a pie, saliéronse del camino, y dando un gran rodeo se dirigieron hacia la espalda del edificio gigantesco de la abadía. Por aquella parte divisábanse muchas puertas correspondientes a las altas ventanas de los monjes. Además veíase la puerta de lo que se llamaba casa de campo, o sea una parte considerable del edificio que los monjes tenían destinada para alfolíes, caballerizas y demás oficinas propias de una casa de labranza.

     Nuestros caballeros se detuvieron como a un tiro de ballesta de la abadía:

     El joven conductor, encaminándose a unas encinas cercanas, llamó en voz muy baja:

     -¡Marivaux! ¡Marivaux!      -¿Que mandáis, señor? -dijo un hombre que salió de entre la maleza, y que sin duda alguna de antemano estaba allí oculto.

     -Quédate aquí con estos caballos.

     -Está bien, señor.

     -Si sucediese alguna cosa que me debas comunicar, ya sabes la seña.

     -Descuidad, señor.

     Nuestros caminantes advirtieron que el llamado Marivaux prodigó al joven caballero las muestras del más profundo respeto.

     En seguida los tres se encaminaron hacia la puerta, el joven sacó una llave, abrió un postigo, penetraron los dos caminantes, volvió a cerrar el conductor, y, precediendo a los dos caballeros, los guió por un inmenso laberinto de crujías, claustros y escaleras, hasta llegar a un aposento cuyos habitantes sin duda alguna velaban, a juzgar por la luz que se irradiaba por debajo de la puerta.

     -Aguardad un poco, -dijo el conductor dejando a los dos amigos en la oscuridad.

     Pocos momentos después salió el joven, diciendo:

     -Pasad, caballeros.

     -¿Vos no entráis?      -No, amigos, yo me quedo de guardia.

     -A fe que sois vigilante.

     -Es preciso hacerlo así, y gracias que aun así baste.

     -Pues hasta luego.

     -Hasta más ver.

     Apenas los caballeros penetraron en el aposento, no pudieron dejar de admirarse de tanta magnificencia como se notaba en los muebles, alfombras, y demás adornos. Seguramente que no aguardaban los recién llegados encontrar tan refinado lujo en la abadía. Sin embargo, muy pronto se convencieron de que aquella habitación estaba destinada para recibir y albergar a los más altos personajes que fuesen a visitar la antigua y opulenta abadía de San Ponce.

     Después de atravesar la antesala, en cuyo centro ardía una magnífica lámpara, se encontraron con otra puerta que se abrió al punto, apareciendo un caballero que vestía galas militares.

     Los dos viajeros quedáronse sorprendidos, creyendo que habían obrado con demasiada ligereza, e imaginando que habían sido víctimas de la más crasa equivocación.

     -Nosotros buscábamos…

     -Sí, sí; lo sé perfectamente, caballeros… Seguidme, y muy pronto encontraréis a la persona que buscáis…

     En efecto, el militar condujo a los atónitos caminantes a otra habitación. Inmediatamente salió a recibirlos un hombre de estatura mediana, de facciones muy pronunciadas, de ojos vivísimos y en extremo perspicaces, de labios pálidos y delgados, por los cuales vagaba casi de continuo una falsa sonrisa, y de frente espaciosa y muy abultada por las partes laterales, de manera que formaba una de esas cabezas amartilladas, como dirían hoy nuestros frenólogos.

     Estaba envuelto en un sayo negro de velarte; los calzones eran también negros del mejor paño treinteno (10), y las calzas eran igualmente negras. Todo su aspecto, en fin, era el de un avispado golilla. El personaje que acabamos de describir abrazó con muestras del más acendrado cariño a uno de los dos caminantes, mientras que el otro permanecía con cierto aire de reserva. Según todas las trazas, el habitante misterioso de la abadía y el primero de los dos jinetes eran muy íntimos amigos, en tanto que el segundo no parecía haber visto jamas a tal personaje.

     Nuestros viajeros repararon, después de los primeros cumplimientos, que en un ángulo de la estancia estaba un hombre de mediana edad, pero dotado de maravillosa hermosura. Aquel hombre parecía mirar con la mayor indiferencia a los recién llegados; pero realmente, como suele decirse, no les quitaba ojo.

     -Amigo mío, no me fue posible aguardaros en Leniz; pero ya supongo os informaron de que aquí debíais encontrarme.

     -Efectivamente, mi querido…

     -¡Chist! Cuidado con nombrarme.

     -Pues os hago la misma advertencia.

     -No es necesaria, pues ya habréis tenido ocasión de observar que he comprendido perfectamente que en ninguna manera os convenía se supiese aquí vuestra presencia.

     -En otra ocasión no me daría cuidado; pero ahora sería para nosotros una calamidad.

     -Y esta noche más particularmente.

     -Sí, ya me ha indicado monsieur Brunet que esta noche hay huéspedes en la abadía.

     -Huéspedes que darían algo por saber de lo que nosotros tratamos. Debéis haberos encontrado en el camino. ¿No venís de Tolosa?      -Sí, señor; pero cuando oímos el tropel, tuvimos la precaución de ocultarnos, y ellos pasaron como una exhalación.

     -¡Cuánto me alegro! Me habéis tenido con grandísimo cuidado, y he aquí la causa por que ha ordenado a monsieur de Brunet que se apostase en las inmediaciones de la abadía, para evitar que los Templarios os viesen, si, ignorando que se hallaban aquí esta noche, entrabais por la portería.

     -¡Oh! gracias por vuestra previsión. ¿Y ellos saben que vos habitáis bajo el mismo techo que ellos?      -Lo ignoran de todo punto. El abad es el único que sabe quiénes somos, y el abad es de los nuestros.

     -¿Y adónde irá monsieur de Villeneuve con cincuenta caballeros armados de punta en blanco?      -Muy buenas ganas tengo yo de averiguarlo; pero, en fin, tarde o temprano, ya tendremos ocasión de saberlo; pero… ¡Sentaos, mis queridos señores, sentaos!      Los caminantes tomaron asiento, y el uno de ellos se hallaba visiblemente contrariado con la presencia del hermoso caballero, que, reclinado negligentemente sobre un riquísimo escaño, permanecía del todo ajeno a la conversación.

     -Conque vamos, ¿este caballero es el amigo de quien me hablasteis?      -Sí, señor, -repuso el caminante señalando a su compañero-. Aquí tenéis al único que puede secundar de una manera maravillosa nuestros proyectos.

     El aludido se inclinó haciendo una profunda reverencia y diciendo:

     -Mi compañero sabe que puedo prestar grandes servicios en España; pero me ha indicado que es preciso además emprender un largo viaje, y he aquí sobre lo que yo desearía ver más claro y recibir algunas explicaciones.

     El habitante de la abadía fijó sus ojos atentamente en el que así le hablaba, y después de examinarlo muy a su sabor dijo:

     -Paréceme que en vos hemos encontrado lo que necesitábamos.

     El desconocido, a quien iban dirigidas estas palabras, hizo un movimiento que parecía decir:

     -En efecto, tenéis razón.

     El hombre del vestido negro dijo:

     -Pues, si os parece, esta noche podemos departir acerca de nuestro propósito, y dejar combinadas las bases de nuestro plan de ataque y defensa…

     Nuestros caminantes echaron una mirada recelosa hacia el ángulo en que continuaba con ademán indolente el hermoso caballero.

     -No os dé cuidado por la presencia de este galán; es hombre de toda mi confianza.

     -¿Quién es? -preguntó por lo bajo uno de los viajeros.

     -Un excelente sujeto. Su padre era amigo mío y poseía inmensas riquezas; pero después la fortuna se cansó de favorecerle, y de uno en otro suceso vino a parar al fin a la más extremada pobreza. Como el hijo ha recibido una educación la más distinguida y está dotado de las más brillantes cualidades de ingenio, puede serme muy útil en el oficio de secretario, y de esta manera también me he proporcionado un medio decoroso para ofrecerle un sueldo considerable, que pueda aceptar sin que se crea humillado. He aquí todo.

     -¡A fe que es linda figura!      -Y puede servirnos de mucho con sus consejos. Cuando le conozcáis a fondo, os convenceréis de la verdad de mis palabras. Por lo demás, podemos hablar en su presencia sin que deba inspirarnos el más mínimo recelo.

     Esto diciendo, el hombre vestido de negro sacó una cartera y añadió:

     -Aquí tengo algunos apuntes relativos a nuestros proyectos, y en mi opinión, no carecen de importancia.

     -Veamos.

     El de la cartera leyó:

     -«Los Templarios es indudable que aspiran a la monarquía universal. También es cosa averiguada que son idólatras, herejes y blasfemos, y en prueba de ello puede alegarse la opinión común, que refiere cosas horrendas de sus extrañas y ocultas ceremonias. Son cristianos dudosos y en demasía apegados a los intereses del mando, y en corroboración de este aserto puede alegarse que se negarán a contribuir al rescate de San Luis, y que en sus rivalidades en Palestina contra los Hospitalarios llegaron hasta el extremo de contraer alianza con el Viejo de la Montaña y a dar asilo al sultán fugitivo; guerrearon contra los reinos cristianos de Chipre y de Antioquía; talaron la Francia y la Grecia, y hasta dispararon flechas contra el santo sepulcro de Cristo. Todo esto es tan notorio, que pertenece a la historia. También en toda Europa tienen infinidad de agentes que no tratan de otra cosa que de conquistar o seducir a los personajes más ricos, a fin de que caigan en la tentación de hacerse lo que ellos llaman hermanos casados, prevaliéndose del artículo 55 de su regla, que les permite recibir en su orden esta clase de hermanos; pero con la condición expresa de que la porción de hacienda que tuvieren ambos cónyuges, y la demás que adquirieren, la concedan a la unidad común del capítulo, después de la muerte…

     El hombre vestido de negro interrumpió su lectura, diciendo con aire picaresco:

     -¿Qué tal? ¿Qué os parece de la bendita orden? Creo que ya basta con lo que os he leído para daros una idea del ruidoso proceso que puede entablarse, fundado en estas y en otras más razones que no serán difíciles de hallar, con tal de que se busquen. ¿No es esto?      -Verdaderamente que todos esos cargos parecen o pueden parecer tan fundados, que nadie en Europa se atreverá a negar su evidencia.

     -Sin contar con los auxilios que en este negocio pudieran prestarnos el Sumo Pontífice y el rey de Francia, -dijo el caballero que hasta entonces había estado retraído y sin desplegar los labios.

     -Puede interesarse también a los demás soberanos de Europa en que secunden nuestras miras. Para ellos será un poderoso cebo el despojo de los Templarios, -dijo uno de los dos caminantes.

     -No creáis que son de gran importancia los demás reyes de Europa en esta cuestión, -dijo con su falsa sonrisa el hombre vestido de negro.

     -Sin embargo… Castilla, Aragón, Portugal, Nápoles y Lombardía pudieran ayudar mucho.

     -Estáis muy equivocado, -dijo el hermoso caballero, volviendo a terciar en la conversación.

     Todos esos reinos que habéis enumerado protegerán a los Templarios más bien que hacerles la guerra.

     -Me parece que, cuantos más aliados haya, será mejor, -repuso el segundo caminante.

     -Es preferible que haya pocos y buenos. El Sumo Pontífice y la Francia son los que pueden abatir el orgullo de esa orden ambiciosa. Roma es la única que debe entender en la supresión de los Templarios, pues, como orden religiosa, está sujeta a la Santa Sede… En fin, se verificará un Concilio, habrá distintos pareceres, etcétera, etcétera… Pero he aquí, mis queridos señores, la llave principal y maestra de este peliagudo negocio… La Francia es la potencia más poderosa entre todas las que tomen parte en esta cuestión. Es Francia la más poderosa por muchas razones; porque en su suelo es en donde los Templarios poseen más bienes, villas y castillos, y además (y esto es lo más importante) porque Felipe el Hermoso es hoy en Europa el monarca dotado de más energía y de más talento gubernativo. Hay todavía más copia de razones… El gran maestre de la Orden del Templo es y ha sido siempre francés, privilegio debido a que los fundadores, Hugo de Paganis y sus ocho compañeros, eran todos franceses. Ahora bien; los maestres generales de la Orden están sujetos (en cuanto a la autoridad temporal) al rey de Francia. A mayor abundamiento, en París tienen los Templarios la Casa principal de Europa, y allí han residido siempre los maestres cuando por varias causas han venido a nuestras regiones desde su silla primitiva y natural, que es la Palestina. Pues bien; la Francia puede darles el golpe mortal, tomando la iniciativa en la formación del proceso, etcétera, etcétera.

     Calló el golilla, y el caballero taciturno hizo una inclinación de cabeza, como si quisiese dar a entender la más completa aprobación.

     -Y aun, si es preciso, -añadió el caballero de las etcéteras-, sin contar con nadie se les prende, se les acusa y se les hace sufrir el peso de la justicia

     -Sí, sí; pero para eso es preciso ante todas cosas que el gran maestre esté en Francia, -interrumpió vivamente el silencioso.

     -Cabalmente, -dijeron los recién llegados-, el objeto de nuestra reunión es para tratar del modo y forma que hemos de guardar para atraer al maestre a Europa.

     -En efecto, ahí está el punto de la dificultad, -dijo el hombre del vestido negro.

     -Yo por mi parte, no tengo inconveniente alguno en hacer un viaje con ese designio a Tierra Santa, sin embargo de que, como ya os ha dicho mi compañero, podré prestar algunos servicios de importancia en Castilla.

     -¡De veras! ¿Estáis dispuesto a partir para Jerusalén?      -Al instante.

     -Y yo me ofrezco a acompañarlo, -añadió el otro viajero.

     El hombre de las etcéteras cambió una mirada de inteligencia con el hermoso caballero, que le servía de secretario. Sin duda alguna debieron de entenderse, pues que en aquel mismo momento llamaron al militar que guardaba las puertas, y le intimaron con la mayor severidad la consigna de que a nadie absolutamente dejase penetrar en aquel recinto, excepto el infante.

     En seguida los cuatro caballeros entraron en diálogos de la más íntima a la vez que terrible confianza.

     El caballero del negro sayo dijo:

     -En Palestina se puede también sacar mucho partido contra los caballeros del Templo, con tal que haya discreción y travesura para explotar las rencillas y enemistades que ahora más que nunca están exacerbadas entre los Templarios y Hospitalarios… Además, los turcos les tienen siempre ojeriza; ya en varias ocasiones han atacado algunas plazas que poseen los Templarios, como sucede con Jafa, que al fin vendrá a caer en manos de los infieles, si es que ya en este instante no pertenece a ellos, lo cual no deja de ser probable, atendidas las últimas noticias… En fin, puede hacerse tanto… tanto, que, yo os lo digo, mis queridos señores, trabajando bien en Palestina, pudiera cambiarse la faz de Europa…

     -La idea general, el propósito, el blanco de todas nuestras miras debe ser el que los Templarios, arrojados de sus posesiones de Oriente, vengan a refugiarse en Europa; porque, lo repito, mientras tengan allí su gran maestre y sus posesiones, es inútil todo cuanto intentemos. Allí está su cuna, su fuerza, su vida; la salvación de los Templarios sólo se halla en Oriente. ¡Que salgan de allí, y son perdidos!      Estas frases fueron pronunciadas con extraordinaria vehemencia por el hermoso caballero, que hasta entonces se había manifestado en extremo avaro de palabras.

     El golilla respondió:

     -Esa es la idea, y es imposible que no estemos todos conformes en ella; pero la cuestión principal ahora son los medios.

     -¡Esa es la cuestión!      -Pues buscadlos.

     -Pues manos a la obra.

     Los cuatro caballeros formaron entonces un grupo en que se tocaban los rostros. Tan unidos estaban y en voz tan baja departían, que al aire mismo le hubiera sido difícil sorprender una palabra de aquel conciliábulo.

     Pocos momentos después de hablar con tanta intimidad, hubiera podido notarse en los dos caballeros recién llegados la expresión del más profundo respeto hacia el caballero taciturno.

     De aquella conferencia resultó, como más adelante veremos, un gran trastorno para toda la cristiandad. También entre otras cosas acordose allí que al punto partiesen los dos amigos para Jerusalén.

     Súbito abriose la puerta y apareció el militar que guardaba la entrada, diciendo:

     -Señor, perdonadme si os interrumpo; pero es indispensable que os comunique la venida del infante.

     -¡Oh! -exclamó gozoso el golilla-. Ahora sabremos adónde van los Templarios con Villeneuve.

     -Decidle que entre al punto, -dijo el caballero silencioso.

     Entretanto en el resto de la abadía sonaba grande tumulto.

     Ahora bien; estamos seguros de que el lector habrá adivinado sin duda que los caminantes no eran otros que el antiguo prior de Tolosa Sechín de Flexián y el actual procurador de Alconetar Matías Rafael Castiglione.

     Pero lo que acaso no se adivine fácilmente es que el hombre vestido de negro era el gran canciller de Francia, monsieur de Nogaret.

     Y e1 caballero a quien aquel daba título de secretario era el rey Felipe el Hermoso de Francia.

Capítulo XL

Conjeturas sobre la muerte del rey don Sancho

     Apenas penetró en el aposento el que había sido anunciado con el título de infante, se oyeron algunas exclamaciones que denotaban la más viva sorpresa.

     -¡Mi querido Castiglione!      -¡Amado señor don Juan!      -¡Cuánto me alegro encontraros en este sitio!      -¿Y Ayub?      -Tan bueno y tan sano.

     Fácilmente habrá reconocido el lector al hermano del rey don Sancho. Aquellos dos hombres, el infante y Castiglione, se comprendían maravillosamente, y hasta se profesaban cierto cariño infernal. Entre aquellos dos genios mediaba la horrible simpatía del crimen, la fraternidad de los espíritus del averno.

     El rey de Francia manifestó al infante de Castilla las mayores muestras de aprecio y consideración, no porque interiormente le estimase, sino porque pensaba utilizar sus servicios para la grande empresa que meditaba, la abolición de la temida y poderosa Orden de los Templarios.

     -¿Y qué noticias tenemos? -preguntó Nogaret.

     -¡Oh! Monsieur de Villeneuve no es hombre que se duerme en esto de ayudar a los intereses de su Orden, -dijo el infante.

     -Pues ¿qué sucede?      -El conde de Fanatan es uno de los hombres más poderosos de Alemania, aun cuando actualmente reside en Francia, en donde también posee muchas tierras y castillos…

     -Sí, sí, en la Provenza, y ahora parece que habita cerca de Tours, en el castillo de Belle-Vue.

     -Justamente; pero he aquí la principal cuestión del prior de Tolosa. Ya sabéis que los Templarios admiten en sus Casas hermanos casados, con la condición de que éstos al morir dejen toda su hacienda en beneficio de la Orden. Pues bien; el conde de Fanatan había manifestado deseos de entrar en la Encomienda de Tolosa; pero lo había ido dilatando a causa de la enfermedad de su esposa, la cual acaba de fallecer.

     -No digáis más, -interrumpió Castiglione, que era muy ducho en los procedimientos que en tales casos usaban los Templarios-. Aquí se trata de aprovechar ahora la tristeza del conde de Fanatan por la pérdida de su esposa, a fin de que, entrando como hermano del Templo, la Orden pueda abrigar la esperanza de poseer algún día los inmensos señoríos del conde.

     -¡Por San Felipe, mi patrón! -exclamó el rey-. A fe que alambican de lo lindo los buenos de los Templarios para esto de acrecentar su hacienda. ¡Oh buen Hugo de Paganis, de feliz memoria! ¡Cuán bien aleccionaste a tus discípulos!      -Pues ya sabéis con toda exactitud la causa del viaje de Villeneuve con sus caballeros, -dijo el infante don Juan dirigiéndose a Nogaret.

     -¡Son los Templarios inmensamente ricos! -murmuraba el rey Felipe con los ojos chispeantes de avaricia.

     El conciliábulo se prolongó largo rato, y allí estuvieron conferenciando acerca de los medios de que habían de valerse para contrariar a la Orden en Francia, en España, en Palestina, en todas partes.

     -En Castilla tenemos que luchar con un enemigo temible, -dijo el infante.

     -¿Con quién?      -El rey don Sancho profesa grande estimación a los Templarios, y es seguro que nada podrá obligarle a perseguirlos en su reino.

     -Todo podrá arreglarse, -dijo Nogaret fijando en el infante una significativa mirada.

     -Si mis amigos me ayudasen…

     -Debéis contar con su más sincera alianza, -dijo el rey.

     -Vos tenéis un gran medio para perseguir a los Templarios, y después… ¿Quién sabe?… Una corona…

     Nogaret murmuró estas palabras en el oído del infante, cuyos ojos se animaron con un brillo siniestro.

     El canciller continuó articulando lentamente y una a una sus palabras, que caían sobre el corazón del infante como un filtro del infierno.

     -Vuestro hermano os ha desterrado… don Sancho se rebeló contra vuestro padre… Vos debéis ser el genio de la venganza. Si tenéis valor, acaso suceda que dentro de poco tiempo el rey de Castilla se llame don Juan…

     -¡Oh! ¡Sí! ¡sí! -exclamó súbitamente el infante, cuyo rostro se inflamó como si una llamarada infernal hubiese iluminado su pensamiento. Efectivamente, yo poseo grandes medios para llevar a cabo semejante empresa… Mi esclavo Ayub… Lope García… ¡Oh, querido Nogaret! ¡me habéis hecho rey con vuestras palabras!… Es preciso, es preciso que yo parta al punto para Castilla.

     -Soy de la misma opinión; pero os aconsejo que guardéis el más riguroso incógnito.

     -¿Quién lo duda? De otro modo me expondría a una muerte inevitable.

     -Ahora podéis aprovechar la ocasión de marcharos en compañía de estos dos caballeros.

     -Justamente estaba pensando en eso mismo.

     Mientras que así departían Nogaret y el infante, Sechín de Flexián y Castiglione recibían las últimas instrucciones del rey Felipe acerca de la conducta que debían seguir en Palestina para contrariar en todo y en todas partes los proyectos de la Orden del Templo.

     Ya muy entrada la noche se recogieron nuestros interlocutores, y al día siguiente dieron la última mano a sus combinaciones, que, andando el tiempo, habían de conmover la Europa entera.

     También aquel mismo día Enguerrando de Marigny partió para Roma con una importante misión del rey de Francia, relativa a los Templarios.

     Sechín de Flexián y Castiglione, acompañados de Ayub y de don Juan, se volvieron a España.

     Pocos días después entraban por las calles de Alcalá de Henares dos peregrinos que al parecer venían de Santiago de Compostela. Ambos se detuvieron en una humilde posada, y después de pedir un cuarto y haber comido, cerraron la puerta y entregáronse al sueño, habiendo encargado que los llamasen al anochecer.

     No fue preciso que el posadero se molestase, pues apenas había comenzado a oscurecer, cuando uno de los peregrinos, muy rebozado en su capa, salió de su alojamiento y encaminose hacia el alcázar, en que a la sazón habitaba el rey don Sancho.

     El peregrino, pues, preguntó a los palafreneros, a los escuderos y pajes que encontraba al paso, demandando que le dijesen en dónde estaba el aposento de Lope García, criado del rey.

     Después de una larga entrevista que tuvieron Lope García y el peregrino, éste volviose a la posada a dar cuenta a su compañero del éxito de su comisión.

     Cuando más engolfados estaban ambos en su coloquio, y precisamente en el momento mismo en que cambiaban algunas palabras de un sentido terrible, oyeron llamar a la puerta con extraordinario brío. Aun cuando de malísima voluntad, no dejaron de franquear la entrada al importuno que había interrumpido aquella conversación, a la cual los peregrinos daban grande importancia.

     Presentose en el aposento un caballero ricamente vestido, de noble continente, de facciones enérgicamente pronunciadas y de semblante severo, ceñudo, sombrío y que revelaba una agitación profunda.

     Los peregrinos intentaron revestir sus facciones de una extremada frialdad; pero, por más esfuerzos que hacían para aparecer indiferentes, sólo consiguieron asomar a sus labios una falsa sonrisa, palideciendo espantosamente.

     -A fe que no aguardaba encontraros en este pueblo ni en tan humilde posada.

     -¡Silencio, mi caro amigo! -exclamó uno de los peregrinos cerrando la puerta del aposento.

     Y volviéndose al recién llegado, añadió:

     -Pues en verdad os digo que no ha dejado de sorprenderme encontraros aquí sin ningún género de precaución, sin disfraz y a rostro descubierto… Verdaderamente que no acierto a explicarme cómo vivís en Alcalá, en donde…

     -En donde nada tengo que temer, -interrumpió el caballero con altivo continente.

     -Me parece que el rey…

     -El rey es incapaz de ensañarse contra quien está vencido y desarmado.

     -Pero ¿no le habéis visto?      -Muchas veces.

     -¡Y os ha recibido bien!      -Con un cariño paternal. Desde que os marchasteis, después que os libertó del tumulto el mismo don Alonso de Guzmán a quien tan villanamente ofendisteis…

     -¡Don Nuño!      -Perdonad, señor, si mis palabras os ofenden; pero no es culpa mía el que hayáis seguido una conducta, no sólo desacertada para realizar vuestros planes, sino también indigna de un caballero.

     -¿Pues vos mismo no me habéis acompañado en todas mis empresas?      -Señor, yo no trataré de disculparme diciendo que no tengo defectos ni que jamás he cometido una acción vituperable; pero lo que sí puedo decir es que un hombre puede muy bien promover revueltas y dirigir intrigas cortesanas para el logro de sus fines políticos, sin que por esto se extinga de su corazón la voz del honor y de la humanidad.

     -Eso es decir…

     -Que en vos se ha extinguido… Mal que os pese, señor, os digo que yo no puedo aprobar lo que hicisteis con el niño Guzmán, y que ahora apruebo mucho menos lo que pensáis hacer.

     El infante clavó sus ojos de víbora en don Nuño.

     -¿Pues qué pienso yo hacer? -preguntó el infante sonriéndose.

     -¡Lo sé todo!      -¡Oh! ¡De veras! ¿Sois profeta?      -No; pero he sido testigo de toda la inicua trama que acaban de concertar Ayub y Lope García.

     -¿Cómo es eso? -preguntó don Juan, que de pálido que estaba se puso lívido, pero, esforzándose, sin embargo, por aparecer tranquilo y risueño-. Ya veis, -continuó-, que yo ignoro qué trama es esa; pues que, como vos mismo decís, la cosa ha sido entre Ayub y Lope. Veamos. ¿De qué habéis sido testigo?      Don Nuño miró de arriba a abajo al infante con una expresión de soberano desdén.

     Después de algunos momentos en que don Nuño estaba contemplando al infante, rompió su silencio, diciendo con voz solemne:

     -Señor, cuando esta tarde entrabais por Alcalá, un hombre fijó su atención en dos peregrinos, y al punto los reconoció. Yo era, señor don Juan, la persona que tan atentamente os observaba; y figurándome que algunos negocios de grande importancia debían traeros por aquí, al punto imaginé que debíais de estar en inteligencia con Lope García. No me engañé en esto. Sin embargo, se me ocurrieron algunas dudas, y comencé a recelar si acaso me habría equivocado… Resolví salir de la incertidumbre, y ya me dirigía a esta posada, cuando divisé a un peregrino que salía; emboceme cumplidamente y púseme a acechar. Era Ayub, que pasó rozando conmigo…

     Don Nuño al llegar aquí se detuvo.

     El infante escuchaba impasible.

     -Perdonad, señor, lo que voy a deciros.

     -Hablad, don Nuño, hablad, -repuso el Infante con cortesana sonrisa-. No puedo menos de admirar vuestra buena vista, escucharos con gusto y aguardar con impaciencia el resto de vuestra narración. ¿Quién había de pensar que habíamos de ser reconocidos en este traje? ¡A fe que sois un excelente fisonomista!      -Experimenté, -continuó don Nuño-, un vehementísimo deseo de seguir a Ayub, lo cual verifiqué paso a paso, hasta que, oculto en la galería del alcázar en que tiene su aposento Lope, vi a vuestro fámulo llamar a la puerta, reunirse con el traidor García, a quien del polvo de la tierra el rey lo ha hecho señor de vasallos y colmádole de mercedes y beneficios… En resolución, señor, debo deciros que, aproximándome a la puerta, escuché gran parte de la conversación, y os aseguro, señor, que fueron tales y tan espantosas las revelaciones que allí tuve, que me horrorizo sólo de pensarlo.

     -Pero ¿qué oísteis? Veamos.

     -Siento, señor, que guardéis tanta reserva con un antiguo amigo, con un hombre que siempre se ha portado para con vos con la mayor lealtad, por más que en algunas ocasiones hayamos disentido… ¡Oh! Creedme, que hoy he padecido mucho, porque, a la verdad, nunca creí, nunca podía creer que os arrojaseis a tales excesos; pero, amigo mío, en saltando una vez la valla… ¡Qué horror!      -¡Válgame el cielo! ¡Qué misterioso y timorato os habéis tornado! ¿Acabaréis de una vez?      -Señor, estoy resuelto a impedir que se envenene a un hombre, a vuestro hermano, a nuestro rey.

     -¿Y quién trata de semejante cosa?      -Vos.

     -¡Mentís! -exclamó el infante dando un salto.

     -¡Sois un miserable!      -¿Llamabais, señor? -dijo en esto Ayub, que se había ido a poner de acecho en la escalera para evitar que nadie pudiese oír.

     -No, Ayub, -repuso el infante, que, volviéndose a don Nuño, dijo:

     -Dispensad; pero voy a dar a Ayub algunas órdenes.

     Don Nuño se encogió de hombros.

     El infante y su esclavo saliéronse a la galería, en donde rapidísimamente cambiaron estas palabras:

     -¡Estamos perdidos!      -Ya he oído que lo sabe todo.

     -Está dispuesto a hacernos la guerra.

     -Pues entonces…

     -Cuando oigas una fuerte pisada en el pavimento.

     Lo demás fue explicado por un signo muy expresivo, pero casi imperceptible de puro rápido.

     El infante volviose a su aposento sin haber tardado arriba de cinco segundos.

     Al entrar dijo:

     -Os suplico, don Nuño, que no alcéis mucho la voz… El tratar de ciertas cosas no es para que nadie se entere…

     -Lo comprendo, señor; Ayub puede estar de centinela.

     -Justamente acabo de darle esa orden, -dijo gozoso don Juan.

     -Pues volviendo a nuestro propósito, señor, no puedo menos de suplicaros que desistáis de vuestro proyecto; y para obrar con rectitud, lo primero que debéis hacer es entregarme a Ayub, para que junto con el villano Lope sufra la pena que merece. En cuanto a vos, señor, yo mismo os proporcionaré caballos y servidores fieles que os acompañen hasta donde sea vuestra voluntad. Ya veis que este es el único medio que hay de que yo cumpla con mi conciencia y con la buena amistad que en otro tiempo nos ha ligado.

     El infante quedose profundamente pensativo.

     Don Nuño Gómez de Lara, ya lo hemos dicho, era un hombre de carácter enérgico y revoltoso; pero en medio de sus defectos se encontraban ciertas buenas cualidades, y, sobre todo, era incapaz de una bajeza. Por otra parte, se había verificado una mudanza radical en su carácter desde el trágico suceso del niño Guzmán, y no había podido menos de mirar con asombro y respeto al ilustre alcaide, espejo de bravura y de caballería.

     -De lo contrario, -dijo don Nuño después de algunos momentos-, me veré obligado a revelárselo todo al rey; pero esto, señor, por respeto a vos, no lo haré sino cuando todas mis razones hayan sido desatendidas… ¡Oh! -exclamó el buen don Nuño, ¡algún ángel me llevó por allá!      -Y sin duda un ángel os ha traído por aquí, -dijo el infante con una expresión siniestra, que don Nuño estaba muy lejos de comprender.

     -¿Qué queréis decir?      -Que vos habéis sido en esta ocasión el salvador de mi hermano, a quien estimo sobremanera, por más que entre nosotros hayan existido algunas diferencias y agravios. Yo, a la verdad, sabía que se trataba, como siempre, de intrigas o planes más o menos atrevidos; pero os juro por mi nombre que jamás pensé que las miras de Lope y Ayub fuesen tan adelante, lo cual sólo puede atribuirse en ellos, o a un celo indiscreto por servirme, o a alguna otra combinación hecha por su cuenta y riesgo, y que yo absolutamente ignoro. ¡Esto es ya demasiado! ¡Ira de Dios!      Y así diciendo, el infante dio una fuerte patada en el pavimento, al mismo tiempo que, como el tigre sobre su presa, se precipitó sobre don Nuño, dándole de puñaladas con su daga, que ya tenía prevenida.

     -¡Traidores! -barbotó don Nuño helado por la sorpresa, y conociendo, aunque tarde, que había sido víctima de su generoso celo.

     Entretanto Ayub, con la rapidez del rayo, tapó la boca a don Nuño impidiéndole que gritase, y acometiéndole por la espalda, le dio cuatro puñaladas mortales, sin que el malaventurado caballero demandase socorro, y sin que siquiera hubiese podido desenvainar su espada.

     Así es que don Nuño había caído sin vida en la estancia, sin rumor, sin riña, sin gritos, sin que nadie en la posada se apercibiese de aquel horrible atentado.

     La noche estaba oscura y lluviosa. Ni luna, ni estrellas aparecían en el cielo encapotado de negros nubarrones. Todos los caminantes que aquella noche habían acertado a parar allí estaban reunidos en comunidad agradable en torno del hogar, departiendo acerca de duendes, batallas con los moros y fechorías de famosos ladrones, reinando entre aquella buena compañía esa complacencia inexplicable y propia del viajero que ve formarse una tempestad y que se halla a cubierto de ella con buena lumbre, gustosa conversación y un buen jarro de vino al lado, espada poderosa con que, sabiamente manejada, vence y ahuyenta la melancolía.

     En tal estado se encontraba la gente que había ido aquella noche a parar en la posada, de manera que nadie se curó de lo que en el aposento de los peregrinos pasase o pudiese pasar.

     El moro, ayudado por su señor, arrastró el cuerpo de don Nuño hasta un rincón de la estancia, y una vez allí colocado, ambos peregrinos salieron, cerrando la puerta con llave y bajando la escalera. Precisamente tenían que pasar por delante de la puerta de la cocina, de manera que los viandantes invitaron a los peregrinos a que compartiesen con ellos su lumbre, su conversación y su vino.

     Excusáronse nuestros personajes como mejor supieron, y llamando Ayub al posadero le entregó una moneda de oro, diciendo:

     -Acaso nos detendremos hasta muy tarde, o tal vez suceda que no volvamos.

     Quiso el posadero dar la vuelta al esclavo; mas éste le respondió:

     -Guardadla para vos.

     En seguida los dos peregrinos, muy rebozados en sus capas, acaso para impedir que se les viesen algunas manchas de sangre, salieron de la posada y se alejaron precipitadamente.

     Cuando el posadero volvió al corro, dijo:

     -¿Sabéis que me han dejado confuso los peregrinos?      -¿Por qué?      -Porque paréceme que bajo los atavíos de la peregrinación se han alojado aquí esta noche dos altos personajes.

     -¿Y qué razón tenéis para decir tal cosa?      -¡Oh! -exclamó el posadero enseñando la moneda-; ved aquí una prueba innegable de lo que digo.

     -¡Es verdad?      Mientras que así discurrían las gentes de la posada, muy ajenas de lo que allí había acaecido, una niña del posadero dijo:

     -Papá, el hombre que entró no ha salido.

     -¿Quién?      -El que venía preguntando por los peregrinos.

     -Como entran y salen tantos, no le habrás visto salir, muchacha, -dijo uno de los caminantes.

     -No, no, -repuso la niña-, no ha salido, y yo le estaba aguardando para verle su capa con franja de oro, que relumbraba mucho, mucho…

     -Señores, los niños y los locos son los que dicen las verdades, -observó uno de los pasajeros, que estaba junto al hogar en el sitio de preferencia. Era un ordenando que iba para Toledo a recibir la primera de las tres órdenes mayores.

     -¡Cáspita! Quizás tenga la muchacha razón, -exclamó un trajinante-. ¡Sabe Dios el misterio que tendrá la moneda de oro!      -Pues pronto podemos salir de dudas, -repuso el posadero pidiendo una luz a su mujer y disponiéndose a subir al cuarto de los peregrinos.

     Varios de los caminantes, llevados de su curiosidad, acompañaron también al posadero.

     Figúrese el lector la baraúnda y el guirigay que se armaría en la posada después que descubrieron el horrible asesinato.

     La posadera se lamentaba, su marido maldecía la hora en que allí arribaron los peregrinos, la niña lloraba, y los pasajeros comentaban de mil maneras aquella extraña y trágica aventura.

     Por último, el ordenando tomó la mano en aquel suceso, y se ofreció a dar parte a la justicia y a declarar con todos los presentes las circunstancias del hecho, aseverando la inocencia del posadero, que, como era natural, temía las consecuencias de la justicia, palabra que, en ciertos casos, infundía y aún suele infundir en España un terror pánico.

     Entretanto los peregrinos fueron a casa de una hermana de Lope García, la cual en otro tiempo había sido manceba de don Juan, y cuyas ilícitas relaciones sólo se habían interrumpido a causa de las vicisitudes y ausencia del infante.

     La dama hizo llamar a su casa al hermano, y allí los tres se comunicaron sus espantosos secretos, poniéndose de acuerdo para llevar a cabo sus planes. En aquella casa permanecieron ocultos todo aquel día hasta que vino la noche, y mudando de trajes y provistos de poderosos caballos, don Juan y su fámulo salieron de Alcalá.

     Entre los negros sueños que revolaban en torno de su frente, el infante vislumbraba una corona, pero para esto era preciso sacrificar también a un inocente niño, al heredero de don Sancho. El asesino de don Pedro de Guzmán no era hombre que se detuviese en obstáculos de tan poca monta. Así es que el príncipe don Fernando fue también sentenciado a muerte en el horrible conciliábulo. A la sazón decíase que el rey don Sancho el Bravo se encontraba enfermo; pero lo cierto es que se hallaba en lo mejor de su edad, y que su dolencia nada presentaba de grave ni de temible, pues lo que verdaderamente daba motivo para que se hablase de la enfermedad del rey era su melancolía y retraimiento.

     Algunos días después de haber salido el infante y Ayub de Alcalá de Henares, cundió por toda España la funesta noticia de la muerte del rey don Sancho.

Capítulo XLI

La esfinge

     Hallábanse en el magnífico aposento de la gruta de Casib siete hombres en torno de una mesa. El banquete se había terminado, y el más profundo silencio reinaba en aquel recinto. Sobre unos escaños veíanse además cinco hombres reclinados de manera que parecían dormir profundamente, o que acaso habían dejado de existir. Al lado de su señor estaba el halconero, como dando a entender que la muerte convoca a todos sin distinción para celebrar su fatídico convite. El mago estaba de pie escanciando el vino a los siete convidados, que hacían frecuentes y abundantes libaciones. Poco a poco el mago fue cediendo una fuerza sobrenatural, hasta que por último cayó de rodillas, cruzadas las manos sobre el pecho y elevados los ojos, como si la bóveda de la gruta y los cielos se rasgasen para manifestarle los misterios de la inmortalidad, Casib se hallaba en una actitud que revelaba que su espíritu, arrebatado en éxtasis sublime, se había remontado a las mansiones celestes.

     Entretanto los convidados, ya de sobremesa, bebían y callaban. Al fin el más anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo:

     -¡Este es el último de nuestra raza!      -¡El último! -repitieron.

     -No ha querido el hado que se prolongue nuestra tarea. ¡El gran descubrimiento volverá a perderse durante muchos siglos!      -¡Se perderá!      -Dios no ha querido que nuestra tarea vaya más lejos, porque, prolongando en muchos siglos nuestras investigaciones, ¡oh! habríamos aprendido los misterios de la vida y de la muerte, y comiendo del árbol de la vida, ya nuestra resurrección no sería por un plazo mezquino; habríamos vencido a la muerte.

     -¡Habríamos vencido a la muerte!      -Es verdad que también habríamos tenido el monopolio, digámoslo así, del destino de la humanidad. Llegará día en que lo que pensaba hacer nuestra familia lo realice universalmente la gran familia del género humano.

     -¡Llegará el gran día!      Siguió a estas fatídicas palabras un prolongado silencio. Entretanto nuestros aventureros se encontraban en un estado verdaderamente singular. Todos escuchaban como entre sueños, si bien la comprendían perfectamente, aquella extraordinaria conversación que pudiera llamarse de ultratumba.

     Pero no podían sacudir su letargo.

     -¡Hijos míos! -volvió a decir el más anciano de los descendientes de Zoroastro-. Según la tradición que se conservaba en nuestra familia, cuando se interrumpiese la cadena de nuestra sucesión, tanto en Granada como en Jerusalén, sería la señal de que los tiempos se hallaban cerca… ¡Vosotros lo sabréis!      -¡Lo sabemos!      -Pues bien… ¡Oíd un gran misterio!… Cuando llegue el día en que la carne permanezca estéril…

     -¡No hay tiempo! ¡Oíd! ¡Oíd!      En aquel momento se oyó un rumor a lo lejos, y la lámpara que iluminaba el aposento comenzó a chisporrotear con grande estrépito.

     -¡La lámpara de la vida está próxima a extinguirse! -exclamó el más anciano inclinando la cabeza sobre el pecho con ademán profundamente dolorido.

     -¡Tomad, bebed! -exclamó el más joven de los siete, echando un licor negro y hediondo en uña calavera-. A mí me toca ofreceros la copa de la mortalidad.

     Todos fueron gustando el licor de la muerte.

     Cuando llegó su turno al último, resonó un trueno terrible que recorrió el firmamento del uno al otro polo. Era esa hora misteriosa y solemne en que por el Occidente huyen despavoridas las tinieblas al mismo tiempo que asoma por el Oriente el fúlgido carro del sol. Diríase que aquel formidable trueno era la diana magnífica de la creación al despertarse.

     -¡Al ataúd! ¡Al ataúd! -gritó una voz metálica y vibrante, que parecía salir del nicho en donde estaba la esfinge.

     Los siete misteriosos convidados saltaron de sus sillas, y como empujados por una mano poderosa, se precipitaron en sus respectivos ataúdes.

     Apenas el día tendió su manto de oro sobre la tierra, cuando Casib tornó en sí de su éxtasis, exclamando:

     -¡Las tinieblas huyen! ¡Los cielos se cierran! ¡Los ángeles se dispersan por el Universo!…

     Ya hemos dicho que nuestros aventureros, a pesar de su letargo, habían oído perfectamente toda la extraña conversación que hemos relatado.

     -¡Vencer a la muerte con hierbas, pastas y pociones! -exclamaba Álvaro del Olmo con indignación-. ¡Insensatos! ¡La virtud es la única que puede triunfar de la muerte!      -Ellos han dicho que Casib es el último de su raza, y Casib ha permanecido célibe… Naturalmente todos los otros habrán sido casados… Desearla saber si han hecho el experimento en sus mujeres para inmortalizarlas. ¡Me atrevo a apostar que todos han usado del elíxir negro para quedarse más pronto viudos!      Esto diciendo, Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente