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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 9)


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     La enamorada doncella sintió palpitar su casto seno al ver al gallardo Lara, cuya adorada imagen nunca se apartaba de su memoria. Dos lágrimas de gozo y de amor se agolparon a sus hermosos ojos, y una sonrisa de ángel, la sonrisa de la felicidad, entreabrió sus labios de clavel.

     El viejo Antúnez estrechó en sus brazos a los dos jóvenes con la efusión de su cariño verdaderamente paternal.

     Atentos nuestros galanes a satisfacer cuanto antes sus deseos más vehementes, apenas pasaron los primeros momentos de aquellas mutuas protestas de cariño, cuando don Guillén, dirigiéndose a su halconero, preguntó:

     -Vamos, Pedro. ¿Y tu prisionero?      -Señor… -murmuró Fernández.

     -¡Ay, don Guillén! -exclamó Gil Antúnez con triste acento.

     -¿Qué ha sucedido?      -¡Una gran desgracia! -exclamó el halconero.

     El anciano Antúnez tornó la actitud de un hombre que se dispone a hacer una larga narración.

     -Habéis de saber, -dijo-, que después de vuestra partida…

     -Perdonad, señor Antúnez; pero, si gustáis, luego podéis referirme la desgracia acaecida, porque ahora en verdad os aseguro que estoy impaciente por ver al prisionero.

     El viejo Antúnez y el buen Fernández, al oír estas palabras, cambiaron una mirada de inexplicable angustia.

     -Vamos, vamos a interrogar al preso -añadió Álvaro del Olmo, no menos impaciente que don Guillén.

     -Pero, señor… ¡Sacad vuestra espada y atravesadme el corazón!      -¿Estás en ti?      -Yo he tenido la culpa de todo, -continuó el halconero con voz en extremo dolorida-. ¡Perdonadme, señor!      -¿Te han robado los gerifaltes? ¿Se han perdido mis sabuesos? ¿O por ventura has atravesado impensadamente con una flecha mi potro ruano?…

     -No es nada de eso, señor.

     -Pues bien, sea lo que fuere, estás perdonado… Pero aligera, y guíanos adonde está el prisionero… ¿Está ya mejor?… Ahora que me acuerdo, ¿qué es de Isaac?      -Como siempre, habita en su chiribitil, haciendo experimentos, examinando plantas y disecando animales, -respondió el señor Antúnez.

     -Ahora estará durmiendo, porque no hace otra cosa desde que amanece hasta que anochece, -dijo el halconero-. Parece un murciélago, según le teme a la luz del día, y duerme como un lirón… Ya pronto se levantará, porque él de noche es cuando registra sus librotes o se entretiene en cavilar, estrujando hierbas o inventando jarabes.

     El halconero, que le tenía alguna ojeriza, porque siempre que estaba enfermo le recetaba purgantes, se había complacido en hablar de las extravagancias de Estigio Momo.

     -Habrá cuidado con mucho esmero a nuestro cautivo, ¿no es verdad?… Yo se lo encargué así muy eficazmente, porque la vida de ese hombre es para mí de un precio inestimable.

     -Señor, -murmuró Fernández temblando-, el prisionero… ¡Válgame Dios!… Fue que…

     -¡Rayos del cielo! Acaba, que ya estás en extremo pesado.

     -Ya no le veréis más…

     -¿Ha muerto por ventura?      -No, señor.

     -¿Pues entonces?..

     -¡Se ha escapado! -exclamó el rollizo Pedro Fernández, haciendo pucheros de la manera más trágica.

     Nada podía darse más ridículo que el aspecto del halconero lloriqueando, y nadie hubiera podido contemplarlo sin desternillarse de risa.

     Desde luego se supone que todo el que se hubiera reído habría debido ser indiferente a aquella fatal revelación. Por desgracia, nuestros caballeros no era posible que oyesen con indiferencia semejante noticia.

     Así es que un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo de Alconetar, no los habría aterrado tanto como el ver desvanecida su esperanza de satisfacer la curiosidad que les devoraba.

     Durante largo rato ambos jóvenes permanecieron mudos de furor.

     El primer movimiento de don Guillén fue atravesar con su espada al desventurado halconero, y es seguro que por lo menos habría sufrido la más tremenda paliza que jamás señor feudal diera a su siervo, a no haber interpuesto sus canas y autoridad el respetable Gil Antúnez.

     Y hasta el pacífico y bondadoso Álvaro del Olmo, a no temer disgustar a su buen tío, habría dado de la mejor gana del mundo una buena mano de torniscones al halconero para castigar su incuria imperdonable.

     Cuando ya don Guillén logró tranquilizarse algún tanto, preguntó:

     -¿Y cómo ha logrado ese hombre evadirse del castillo? ¿De qué sirven mis hombres de armas? ¿Para qué se han hecho los altos muros y los puentes levadizos? ¿Es esta la vigilancia que se usa en mi fortaleza? ¿Así se cumplen mis órdenes? ¿No te dije, villano y ruin perrero, que cuidases con toda eficacia y pusieses a buen recaudo al que intentó asesinarme? ¡Ira de Dios! Que merecías que los lobos te comiesen después que mis halcones te hubiesen sacado los ojos…

     Toda esta retahíla, que a manera de torbellino salía por la boca del iracundo mancebo, produjo en el desdichado Pedro Fernández una confusión extraordinaria, un terror pánico que le obligó a guarecerse entre el señor Antúnez y su graciosa sobrina.

     -Señor, procurad no afligiros por cosa que ya no tiene remedio, y tened en cuenta que vuestro enojo puede ser perjudicial a vuestra salud, que Dios conserve. Además, el buen Pedro ha sido engañado de la manera más inesperada, y harto castigado que da con el pesar que le ha causado su falta de precaución, debida, más bien que a descuido, a su índole sencilla y nada maliciosa. ¡Perdonadlo, señor!      Pronunció Blanca estas palabras con tan irresistible acento de dulce persuasión, que don Guillén no pudo menos de deponer sus iras en presencia de aquella intervención suplicante, cariñosa y razonable. ¡He aquí el efecto de la belleza y la ternura! La mujer es el placido céfiro ante cuyo apacible rumor se da por vencido el tronante huracán de la ira en el corazón del hombre.

     Sin embargo, los dos mancebos se afligieron notablemente por la desaparición del prisionero, del cual esperaban obtener noticias acerca del encubierto amante de Elvira.

     -¿Y cómo ha logrado ese hombre escaparse? -volvió a preguntar don Guillén después de un largo rato de silencio.

     -Señor, -respondió Pedro Fernández-, la dueña que servía a doña Elvira tuvo la culpa de todo.

     -¡De veras! -exclamó Álvaro lleno de admiración.

     -¿Luego estaban en inteligencia? -preguntó Lara palideciendo espantosamente.

     El halconero se detuvo algunos instantes, como si no hubiese comprendido la anterior pregunta.

     -¿Qué decís, señor?      -¿Estaba la dueña de acuerdo con el prisionero? Responde pronto, Fernández.

     -No, señor; si por poco no la mata…

     Don Guillén respiró y sintiose resucitar. Había temido que la fuga se hubiese verificado por industria de Plácida, en cuyo caso ésta no podía menos de estar de acuerdo con Elvira, quien tal vez tendría empeño en que Lara no averiguase nada concerniente a su rival.

     -Poco tiempo después de vuestra partida, -continuó el halconero-, se presentó aquí la señora Plácida, lamentándose de que no había podido venir en muchos días por estar enferma. Pues, señor, ya recordaréis que cuando estabais recién herido, todas las mañanas venía la dueña, y como era tan curiosa y amiga de saber y husmear, me hizo varias veces que la guiase adonde estaba el prisionero, porque decía que deseaba verle para darle a su señora las señas del que trató de asesinaros. Pues bien, como iba diciendo, una mañana vino muy temprano, después de oír misa, y me manifestó que acababa de saber grandes cosas relativas a doña Fidela y su hija, quienes se habían ausentado de la aldea sin darle aviso a Plácida, y por esto creo que estaba muy resentida…

     -¡Qué estás diciendo! -exclamó fuera de sí el señor de Alconetar.

     -La verdad, señor… ¡Virgen Santa de la Luz! ¿Por qué me miráis así?      -¿No están en la aldea doña Fidela y su hija?      -No, señor.

     Los dos jóvenes cambiaron una mirada, y por último ambos fueron dueños de reprimir la explosión de su cólera y de su amargura, gracias a la presencia del señor Gil Antúnez y su sobrina.

     -Continúa, Pedro, continúa tu narración, -dijo al fin el señor de Alconetar con voz reconcentrada por la ira, que procuraba ocultar en vano.

     -Pues, señor, -continuó el halconero-, como iba diciendo, la dueña estaba o parecía estar muy enojada, porque la madre y la hija se habían marchado sin despedirse de ella…

     -¿Pues no estaba Plácida en casa de doña Fidela? -interrumpió vivamente Álvaro.

     -Sí, señor; pero la dueña había pedido licencia por tres o cuatro días a sus señoras para ir a Jaraicejo a ver una comadre suya que estaba muy malita y que la dejaba por heredera. La señora Plácida, llena de agradecimiento por esta obra de caridad, quería tener el gusto de asistir en los últimos momentos a su comadre para convencerse de que sin duda ninguna se quedaba muy bien muerta; pero Dios quiso que la comadre no se muriese, y que además Plácida no encontrara a sus señoras cuando volvió a la aldea…

     -Vamos al caso, y suprime circunstancias inútiles.

     -Ya se marchaba la dueña, después de haberme entretenido más de una hora con sus chinchorrerías, cuando me preguntó por nuestro cautivo. Yo le respondí que ya estaba mejor, y que había recobrado completamente el seso y el habla. ¡Ay! -exclamó la vieja-; pues entonces quisiera volver a verlo. ¡Sabe Dios quién será! ¡Vaya! ¡Vaya unos misterios que hay en todas estas cosas de los amores de doña Elvira! En fin, señor, Plácida comenzó a darle a la taravilla, y me dijo que deseaba mucho hablar al preso, para ver si podía rastrear algo acerca de la inesperada desaparición de su señora. Yo no tuve inconveniente en acceder a este deseo, curioso también por mi parte de oír lo que ella averiguaba. Pero ¡ay señor! todo en este mundo padece por donde más peca. Esta es una verdad como un Evangelio, y yo se la oí decir muchas veces a mi padre, que de Dios goce…

     -Ahorra palabras, Pedro, que ya me cansas, -interrumpió don Guillén.

     -Esto no tiene duda, -continuó el cachazudo halconero-. Y en prueba de que es tal como digo, hasta los animales nos lo demuestran. El neblí más atrevido, por la misma razón es también el más zahareño; y el caballo más voluntario y fogoso está por lo mismo más expuesto a ser víctima de su generosa índole. El otro día en la caballeriza estuvo en nada que no se lastimó de los pechos el potro ruano al saltar la valla que le separaba de la jaca pizarreña. ¿Y cuál fue la causa? La extraordinaria viveza del potro, que bufa, brinca, piafa y corvetea con sólo sentir un mosquito. Y el otro día por poco atravieso con una flecha a León, el mejor sabueso de toda la jauría; pero también el más inquieto y vivaz cuando descubre la pieza. Pues, señor, la vieja Plácida, por ser tan curiosa, pagó bien cara su curiosidad. Mientras que yo fui a dar de comer a los perros, que hacían un ruido infernal, ella se quedó hablando con el prisionero, que le puso malísima cara. El picaronazo abrigaba las más ruines intenciones…

     -¡Ira de Dios! Acaba pronto tu cuento, si no quieres que te mande colgar de una almena.

     -Amado señor, -repuso todo turbado el halconero-, yo no sé contar las cosas así de sopetón, porque me parece que de este modo nadie puede enterarse convenientemente; pero, en fin, voy a hacer un esfuerzo… He aquí en dos palabras lo que sucedió: cuando volví, me encontré atada a la vieja, que parecía un Lucifer…¡Ay señor! ¡Si la hubierais visto! De seguro os echáis a reír, ni más ni menos que le sucedió al hijo de mi padre… Plácida estaba desnuda y junto a ella estaban los vestidos del prisionero, el cual con el traje de la vieja atravesó el patio del castillo sin que nadie reparase en él. La vieja entonces me refirió cómo el villano asesino, apenas yo salí de la estancia, la había acometido y obligado a despojarse de sus vestidos, con los cuales disfrazose el esclavo, después de dejar a la señora Plácida maniatada y puesto un pañuelo a manera de mordaza para impedirle que gritase…

     -¿Y por qué no perseguiste al prisionero?      -Inmediatamente, señor, salí acompañado de varios hombres de armas, tomamos todos los caminos y senderos; mas todo fue inútil, pues no parecía sino que la tierra se había tragado al infame asesino… En fin, señor…

     -¡Calla! Tan malandrín eres tú como el fugitivo. ¡A quién se le ocurre abandonar al preso y dejarlo solo con una vieja, para que hiciese lo que al fin hizo!      -Como los perros ladraban tanto… y todavía no les había dado de almorzar… y me da una lástima cuando aúllan…

     -Sólo eres bueno para tratar con animales.

     -Señor, confieso que esa es la verdad. Todos tenemos una hora de tontos, y yo la tuve aquel día.

     -Yo creo que eres un imbécil a todas horas.

     -Me parece que no va vuesa merced muy descaminado. Eso mismo se me ha ocurrido ya, algunas veces. Los hombres se aturrullan a la mejor ocasión, y no dan pie con bolo.

     En medio de su furor, ambos jóvenes tuvieron que hacer un esfuerzo heroico para no reírse de la simplicidad con sus puntas de socarronería del halconero.

     Después de algunos momentos, don Guillén preguntó:

     -¿Y Plácida está en la aldea?      -Yo no lo sé a punto fijo, porque ya hace muchos días que no la he visto.

     -No sirves para nada.

     -Pero, señor… ¡Por la Virgen de la Luz!… Yo no sé qué se ha hecho de la vieja… Si yo fuera profeta, lo adivinaría. ¡Es una calamidad!      -¡Retírate de mi presencia!      El halconero no aguardó a que le repitiesen esta indicación, y diose por muy contento de haber salido tan bien librado.

     El señor Gil Antúnez y su sobrina dejaron solos a los dos jóvenes, conociendo que éstos deseaban departir con libertad acerca del funesto lance de la evasión del prisionero, evasión que había contrariado y desvanecido de la manera más dolorosa las bien fundadas esperanzas de nuestros caballeros.

     Pocos momentos después, el señor de Alconetar y su inseparable amigo salían del castillo, y recorrieron inútilmente la aldea en busca de la cotarrera Plácida.

     Cansados de sus pesquisas, que ningún resultado les prometían, encamináronse hacia la fuente rodeada de chopos, que en otra ocasión hemos dicho estaba a la salida de la aldea, poco distante de una cruz situada enfrente de la casa de los Vargas. Los dos amigos sentáronse detrás de unos setos, departiendo sin cesar acerca de las hablillas que corrían por la aldea respecto a la susodicha casa de los Vargas y a sus misteriosas habitantes. Igualmente se lamentaban de la fuga del prisionero y de la desaparición de Elvira.

     No bien se hubieron colocado en aquel sitio, los dos jóvenes oyeron el ruido de pasos que se acercaban.

     Pocos minutos después descubrieron dos zagalas que hicieron alto en la fuente para llenar sus cántaros.

     Al principio miraron este incidente con bastante indiferencia; pero muy pronto se convencieron de que la conversación de las jóvenes podía interesarles demasiado.

     -Oye, Menga, -decía una de las zagalas-, ¿sabes que me da temor venir tan tarde a la fuente?      -¿Y por qué, Maruja?      -¿No sabes lo que se cuenta por el lugar?      -Yo estoy todito el día en el cercado, y no vengo hasta la noche… ¡Qué buena vida te llevas! Tú pasas toda la tarde asomada a las bardas del corral haciendo señas a Antón… ¿Y cuándo te casas?      -A la otoñada, cuando engorda el ganado.

     -Y Antón también engorda entonces, porque en los inviernos se pone como una nutra.

     -En el verano se pone flacucho. ¡Como pasa tantas calores! Pero el Agosto que viene, ya lo cuidaré yo mejor.

     -Y le va soplando la fortuna.

     -Mucho que sí; ya tiene cuatro verracos, un tinado, un pajar, un cercado, y con el buey de su padre y la vaca de su tía, ya reúne una yunta, y otra que nos da mi padre, ya son dos, y poquito a poco se va lejos.

     -Para estar del todo aviados, una borrica es lo que os hace falta.

     -¿Para qué?      -Para acarrear el hato.

     -¡Bah! La falta de la burra, yo la puedo suplir muy bien, que gracias a Dios no soy renga para llevarle todos los días la comida.

     -No había yo caído en ello. A más que Catalna te puede prestar su rucha mohína.

     -Hoy he visto a Catalna. ¡Qué amarilleja está! Tiene la cara pajiza como la flor de la gayomba.

     -Dicen que le ha dado por comer yeso.

     -Antón barrunta que está opilada.

     -Pues si no se mejora, pronto las lía, y la pobreta jipa y se aperrea tanto, que la desazón se la come.

     -Con eso se quita de penas, si Dios se la lleva cuanto más pronto al descansadero.

     -¡Oiga! Parece que le tienes alguna ojeriza.

     Todavía recuerdo las rabietas que con ella me hizo pasar Antón. La boquirrubia se quedaba mirándolo en misa, y no creo que se le antojaba ningún tiesto. ¡Y a mí me daban unos soponcios! Vamos, un día estuvo en un tris que no le arrancara las greñas.

     -Pero vamos a tu decir: ¿Por qué temes llegar a la fuente de noche? ¿Qué cosas son las que se cuentan por el lugar? Me has abierto las ganas de saber. ¡Qué sólo está este sitio! No se ve un bicho viviente. Años pasados Bras Palomino me asombraba con decirme que había duendes en aquella casa frontera. ¿Sería verdad?      -¡Vaya! Desde pequeñuela he oído contarlo así.

     -¿Y las señoras que el año pasado se vinieron a habitar en esa casa? Ya hace tiempo que no las veo.

     -Pero ¿tú no sabes nada?      -¡Yo! Nada he oído.

     -Pues cabalmente de esas señoras iba a hablarte.

     -Cuenta, Maruja, cuenta.

     -Mi cántaro ya está lleno; pon el tuyo, y mientras se llena, te contaré grandes cosas.

     -Vamos, ya está. Desembucha pronto.

     -Has de saber que ya hace algunos meses que se ausentaron de la aldea las señoras que habitaban en esa casa; pero, Menga de mi alma, son tan estupendas las cosas que de ellas se dicen… Vamos, si en este mundo no hay como vivir para ver. ¡Quién la creyera de unas señoras tan encopetadas!      -Pues oye, Maruja, a mí me parecían muy buenas, porque eran muy llanas. La madre y la hija vivían muy retiradas, y allí puedes ver una prueba de su cristiandad; mira cómo ahora no están encendidos los faroles de Nuestra Señora de la Luz. La niña era muy devota y muy bonita.

     -Y también muy amiga de amoríos.

     -Eso nada tiene de particular. Ahora recuerdo que decían que el señor del castillo se había enamorado de la niña…

     -Es mucha verdad; pero yo creo que don Guillén es el que menos parte ha tenido en la torta. Yo no sé cómo un señor tan rico y tan galán se ha enamorado de una damisela de tan poco seso.

     -No digas tal, que a mí me parecía muy bien. Es verdad que la vi muy pocas veces; pero un día, no lo olvidaré nunca, doña Elvira me dejó asombrada con su belleza. En aquel entonces iba todas las mañanas a misa de alba, y cuando ella entraba en la iglesia, parecía que la llenaba de claridad.

     -Pero los domingos y días de fiesta se adornaba con muchas galas, y se ponía tan presumida, que no miraba a nadie.

     -Como era tan niña…

     -Pues para otras cosas sabía más que una vieja.

     -¿Y por qué dices que ha engañado a don Guillén?      -No soy yo quien lo dice; pero así lo han asegurado varios mozos de la aldea, que han visto entrar a deshora un hombre por la puerta del jardín de doña Elvira.

     -Sería el señor del castillo.

     -Don Guillén estaba entonces herido muy malamente.

     -¿Luego ella tenía otro amante?      -Sin duda alguna; y se dice que la señora Plácida hacía el oficio de echacuervos.

     -¡Parece mentira! ¡Quién lo dijera!      -El diablo es muy sutil, y siempre está añascando que la estopa se ponga junto al fuego.

     -¿Y cómo se sabe que doña Elvira haya sido tan liviana?      -Si me guardas el secreto, yo te lo contaré todo.

     -¿No soy yo de fiar? ¡Pues me gusta!      -No te enfades, que esto es un decir. Has de saber que la señora Plácida fue a pedirle a la Majuelo, la tabernera, que le diese unas bayitas de laurel o de enebro, y ambas a dos estuvieron cuchicheando mucho rato, y a la postre le pidió también simiente de mastuerzo y otras cosas que yo no entendí; pero de todo ello, lo que pude sacar es que la señora Plácida se dio por muy bien servida de la Majuelo, a quien le entregó algunas monedas. Como la Majuelo es de la parentela de mi Antón, muchos días me voy a hacer calceta a su casa, y aquella tarde tuvo ocasión de ver y oír todo lo que acabo de contarte.

     -¡Jesús, amiga, que me dejas lela!      -Si vieras, después de todo esto… yo me quedé con un reconcomio por saber a fondo lo que aquello quería decir, que mil veces estuve tentada por preguntarle a la tabernera para que me refiriese todo aquel lío; pero ella, sospechando que yo habría oído algo, por más que me hice la desentendida, me llamó aparte, sacó un jarro de moscatel, y cuando ya se puso contentilla, me lo dijo todo, todito, en confianza.

     -¡Yo me hago cruces! ¿Quién había de pensar que tan jovencita y tan hermosa?… ¡Y una dama de tan alto copete!      -Ahí verás, hija mía. No es todo oro lo que reluce, que a veces la gente pobre sabe mejor guardarse.

     -¡Y parecía tan inocente!      -Esas mosquitas muertas, así a la chita callando, son peores que las muy habladoras y rabisalseras. ¿Qué te parece? ¿Quién había de creer que tan niña como era y tan recatada como parecía, guardara ya en su seno el fruto?… Vamos, ni más ni menos que te lo digo, doña Elvira tendrá dentro de poco quien sea para ella lo mismo que ella es para su madre.

     -¡Pobre señora!      -Anda, hija mía, que no merece tanta compasión… ¡Ay! ¡Ay! ¡Jesús! -exclamó de pronto la empedernida zagala-. ¡Jesús sea en mi ayuda!      -¿Qué sucede?      -¡Sígueme! ¡Sígueme!      Y la atortolada aldeana, que había puesto en el borde del pilón su cántaro, lo derribó en el suelo, haciéndose estrepitosamente menudos tiestos.

     -¡Buena hacienda has hecho, Maruja!      -Corramos de aquí, Menga.

     -¿Has perdido el seso?      -¿No has oído? ¡El duende! ¡El duende!      Súbito Menga exhaló un agudísimo grito, abandonó su cántaro, y también, como su amiga, pareció en extremo asustada.

     El caso fue que el desdichado don Guillén no pudo contenerse por más tiempo, y lanzó una horrorosa blasfemia, después que el triste Álvaro había exhalado un doloroso y profundísimo gemido.

     Las zagalas, creyendo que se les había aparecido el duende de la casa de los Vargas, huyeron despavoridas, sin comprender cuán cruelmente habían herido con su conversación dos amantes corazones.

Capítulo XXV

La segunda heroicidad del alcaide de Tarifa

     Al inmenso dolor que como una losa sepulcral oprimía el alma del alcaide, siguió bien pronto la sed de sangre de sus enemigos. Hasta entonces no se había atrevido a hacer ninguna salida, porque además de ser escasa la guarnición, había llegado a disminuirse más todavía con los obstinados asaltos de los moros. Por otra parte, no era prudente salir a la campaña sin tener fuerza bastante para custodiar la plaza. Pero en aquel memorable día, el alcaide resolvió hacer pagar muy cara a sus enemigos la horrible atrocidad que cometieran.

     Por toda la ciudad cundían el espanto y el furor a la vez, cuando los cristianos supieron la trágica muerte del desgraciado niño. Desde los adarves denostaban furiosamente los españoles a los africanos, y a grandes voces pedían al alcaide salir al campo para saciar en la pelea su hidrópica sed de venganza.

     Ya repuesto de su turbación, don Alonso Pérez de Guzmán apareció de repente sobre los muros con el rostro centelleante de furor como un ángel de exterminio.

     -¡Españoles! -gritó-. Hoy demostraremos a esos infames que la sangre de la inocencia clama al cielo; rayos del cielo serán hoy vuestras espadas. ¡Al combate!      Seis meses hacía que duraba el asedio, y en vano los españoles habían pedido socorro.

     Con heroico valor y constancia habían resistido a las armas de los agarenos. Aquella era la primera salida que intentaban los cristianos. Los moros también por su parte se preparaban al asalto, furiosos de la tenaz resistencia del héroe Guzmán.

     Aben-Jacob había resuelto a todo trance apoderarse de Tarifa.

     Súbito clamoreo se levanta por los aires, y rumor de armas, de caballos e instrumentos bélicos hierve y resuena por los confines de los campos.

     Desde las torres de la ciudad prorrumpen los cristianos en gritos de júbilo. Cual rápido torrente se desgaja del monte al valle, así lucidos escuadrones de caballeros cristianos se precipitan sobre los moros.

     El sol brillaba suspendido en la mitad del cielo. Al través de una polvorosa nube descúbrense los mantos blancos y las rojas cruces de los caballeros Templarios.

     -¡El socorro! -exclaman los de Tarifa llorando de gozo.

     El alcaide reconoce a su hermano. El comendador don Diego de Guzmán es el caudillo de los caballeros del Templo, que hacen horrible carnicería en el ejército de Aben-Jacob. Apresúranse también a salir los de la plaza, y cogidos los moros, como suele decirse, entre la espada y la pared, llevan lo peor de la batalla, y huyen despavoridos.

     Don Juan y Aben-Jacob se retiraron con ignominia, porque siempre los crueles son cobardes.

     El pérfido infante a la sazón tenía en sus manos el hilo de muchas tramas. Pero todas sus maquinaciones habían salido fallidas, como si un genio enemigo se complaciese en mortificarle con una y otra derrota. Ya sabemos el proyecto que abrigaba don Juan respecto a la elección del maestre de los Templarios, y las proposiciones que de su parte había hecho Ayub a Castiglione.

     El ejército enviado por don Sancho a socorrer la plaza se componía de mil y quinientas lanzas al mando del valiente caballero Hernando de Olea, y de trescientos caballeros Templarios bajo la conducta del comendador don Diego de Guzmán. Ciertamente que este; ejército era muy inferior en número al de los infieles, pero en cambio a los cristianos les sobraba la bravura. Los caballeros del Templo, que a la fe religiosa reunían el belicoso entusiasmo, ostentaban siempre un valor fabuloso en los combates. El Templario jamás retrocedía. Cuándo empuñaba la lanza o esgrimía la espada, era para alcanzar la victoria o la muerte.

     Los cristianos recibieron gozos en Tarifa a los que en su socorro había enviado el rey don Sancho. Pero aquel regocijo estaba dolorosamente contrabalanceado por la tragedia lamentable que había tenido lugar delante de los muros de la plaza.

     La fama con sus cien bocas incansables fue repitiendo por toda España aquel hazañoso hecho, y llegó hasta los oídos del rey, que a la sazón se hallaba enfermo en Alcalá de Henares.

Muchos caballeros, parientes y amigos partían de toda España ex profeso para dar al ilustre alcaide el parabién y pésame de su hazaña, a la vez tan brillante como dolorosa. Aquel suceso causó grande ruido, y atrajo sobre don Alonso el respeto y la admiración de todas las gentes.

     Empero Guzmán, en medio de tantas felicitaciones, se hallaba triste, y en medio de tan grande acompañamiento se encontraba solo, como piedra abandonada en el desierto. Doña María, también inconsolable, no había querido salir de su aposento desde el día de la muerte de su hijo.

     Don Diego procuraba consolar a su hermano y a su cuñada, y para distraerla algún tanto le propuso celebrar un convite, al cual asistieron varias nobles matronas y muchos caballeros. Sentados ya todos a la mesa, avisaron a don Alonso que había llegado un mensajero del rey. Hízole entrar el alcaide, y portador del mensaje, al ver a don Alonso, se prosternó en tierra, se descubrió con respeto y saludó casi con adoración al héroe castellano. ¡Noble privilegio de la virtud y de la gloria!      Levantó con bondad el alcaide al mensajero y le preguntó:

     -¿Podéis decir vuestro mensaje en presencia de estas damas y caballeros?      Y don Alonso se disponía a salir, caso de que se tratase de algún asunto reservado.

     -Señor alcaide, el rey me envía a vos solamente con el objeto de que os entregue esta carta. Y aun me atrevo a añadir que su contenido es público y notorio en la corte del rey don Sancho.

     Diciendo así, el mensajero entregó la epístola al alcaide, que leyó:

     «Primo don Alonso Pérez de Guzmán: Hemos sabido lo que por servirnos habéis hecho en defender esa villa de Tarifa de los moros, que os han tenido cercado seis meses, y os han puesto en la mayor estrechura y congoja; y principalmente hemos sabido y estimado en mucho lo que habéis hecho de dar vuestra sangre y ofrecer vuestro hijo primogénito por mi servicio, y el de Dios delante, y por vuestra honra. En lo uno imitasteis a Abraham, que por servir a Dios lo daba su hijo en sacrificio, y en lo otro quisisteis semejar a la buena sangre de donde venís. Por lo cual merecéis ser llamado el BUENO, y yo así os llamo, y vos así os llamaréis de aquí en adelante, porque justo es que el que hace la bondad tenga nombre de BUENO y no quede sin galardón de su buena obra; porque si a los que hacen mal les quitan su hacienda, a vos, que tan gran ejemplo de lealtad habéis mostrado y habéis dado a mis caballeros y a los de todo el mundo, razón es que con mercedes mías quede memoria de las buenas obras y hazañas vuestras. Y venid vos luego a verme, porque si no estuviera tan postrado como me tiene mi enfermedad, nadie me hubiera impedido que yo no hubiese ido a socorreros; mas vos haréis conmigo lo que yo no he podido hacer con vos, que es veniros vos luego a mí, porque quiero hacer en vos mercedes que sean semejantes a vuestros servicios. -A la vuestra buena mujer nos encomendamos la mía y yo, y Dios sea con vosotros-. De Alcalá de Henares a dos de Enero. Era de 1333 años. -EL REY». (4)      Al concluir su lectura, las lágrimas se rodaban de los ojos del héroe; pero aquel llanto ahora estaba mezclado de gozo, porque a los nobles corazones les place que se reconozca por los hombres los grandes sacrificios que cuesta el ser héroes. No buscan los buenos por recompensa el oro. Después de la aprobación de su conciencia en el interior, la gloria es el bien extrínseco que puede satisfacerles algún tanto, porque la gloria no es cosa que la tributan las manos, sino que la dan las almas, ofreciendo a los héroes admiración y respeto.

     No quiso don Alonso dilatar un instante los deseos del rey. Al punto salió de Tarifa, acompañado de su esposa y del comendador don Diego y de muchos deudos y amigos. El viaje de don Alonso puede con razón decirse que fue una marcha triunfal. Por todas partes salían las gentes a recibirle y aclamarle en los caminos; le hacían honrosos recibimientos en las ciudades; señalábanle con el dedo por las calles, los caballeros se lo presentaban a sus hijos como un modelo que debían imitar, y hasta las tímidas y recatadas doncellas pedían permiso a sus padres para ir a ver al insigne Guzmán.

     Cuando llegó a Alcalá, salió a recibirle toda la corte a gran distancia por mandado del rey.

     Don Sancho, como hemos dicho, se hallaba a la sazón postrado en su lecho, por lo que no pudo salir al encuentro del noble alcaide.

     Al recibirlo el rey delante de un numeroso concurso, se volvió a los caballeros y donceles que estaban presentes, y les dijo:

     -Aprended, caballeros, aprended a sacar labores de bondad; aquí tenéis el dechado.

     A estas palabras de favor y de gracia añadió el rey mercedes y privilegios magníficos, y entonces fue cuando le hizo donación para sí y sus descendientes de toda la tierra que costea la Andalucía entre las desembocaduras del Guadalquivir y Guadalete.

     En aquellos mismos instantes acaeció un suceso que probó maravillosamente hasta qué punto era noble y elevada el alma de don Alonso, que con tanta razón había merecido el renombre de Bueno.      Varios caballeros, amigos de don Alonso y deudos de su desolada esposa, aparecieron pálidos de ira en la cámara del rey, en tanto que en la parte de afuera sonaban sin cesar desaforados gritos, que indicaban algún sanguinario intento.

     Todos los circunstantes miráronse consternados, no sabiendo a qué atribuir tan súbita mudanza de los himnos de triunfo en voces de ignominia y vituperio.

     -¡Muera el infame! ¡Muera! Muera!      -¿Qué sucede? -preguntó el monarca dirigiéndose a los recién llegados.

     -Señor, -repuso el de más edad de los caballeros-; habiendo salido al encuentro del ínclito don Alonso, que está presente, para felicitarle por la ilustre hazaña con que ha sabido sublimar su nombre, nos dirigimos hacia la parte de Carmona, por donde debía pasar el noble alcaide de Tarifa. Cuando llegamos allá, supimos que ya don Alonso nos llevaba dos jornadas de delantera. Apresurámonos a encontrarle, cuando he aquí que al día siguiente, ya el sol traspuesto, vimos cruzar por un camino a un caballero seguido de un esclavo africano. El caballero pareció querer recatar el rostro de nuestras miradas; empero, a pesar de sus precauciones, uno de nuestros compañeros consiguió reconocerle. Por grande que fuese nuestra sorpresa, tratamos de disimularla, y, dividiéndonos en dos partidas, logramos cortarle el camino, sorprenderle y aprisionarlo. Y en verdad afirmo a vuestra alteza que en el mismo punto habría dejado de existir, según nuestra indignación, a no haber tenido en cuenta que al fin era vuestro hermano; pero hemos querido traéroslo para que vuestra alteza disponga lo que más le plazca. En este momento acabamos de llegar…

     El narrador fue interrumpido por un coro de voces que estalló gritando:

     -¡Muera! ¡Muera!      Cada vez más se aproximaba el ruido, hasta que súbito apareció en la cámara real un hombre pálido y desencajado, que fue a colocarse tras el lecho del rey, diciendo con voz trémula y suplicante:

     -¡Asilo! ¡Perdón! ¡Perdón!      El rey hizo un movimiento como si hubiese visto brotar del pavimento una víbora, y todos los circunstantes pusieron mano a las espadas con la irrevocable resolución de dar muerte al perseguido.

     Al mismo tiempo una multitud furiosa apareció en la puerta con las espadas desnudas. Igualmente entre la turba iban algunas mujeres del pueblo gritando:

     -¡Al asesino! ¡Al asesino! ¡Ese es el que arrebata a las madres sus pequeñuelos y los sacrifica bárbaramente! ¡Muera! ¡Muera!      Debemos advertir que las mujeres eran las que más encarnizadas se mostraban contra el fugitivo, lo que era muy natural, pues sólo ellas podían comprender hasta qué punto habían sido crueles las angustias de la infeliz doña María.

     El mismo rey se hallaba a la vez embargado por la sorpresa y la indignación, y no parecía muy dispuesto a proteger al intruso, antes por el contrario, era fácil leer la sentencia de muerte del infante en los ojos del monarca.

     Don Alonso se puso espantosamente pálido al ver al asesino de su amado hijo, víctima inocente del más atroz atentado. El alcaide, como todos los demás que se hallaban presentes, sacó la espada con actitud amenazadora; empero luego hizo un ademán como si procurase dominar su rencor, tornando a envainar su acero.

     Un caballero joven quiso asir al infante y sacarlo de la cámara real, en donde había encontrado un asilo contra la muerte segura que le amenazaba. Sin duda alguna el infante no podía evitar su perdición desde el momento en que diese un paso fuera de la cámara, lugar sagrado que fue respetado por todas las espadas, a pesar de hallarse desnudas y en manos que se agitaban convulsivamente de cólera y rencor.

     El inicuo don Juan se hallaba ahora a merced de sus enemigos, sin encontrar siquiera ni una palabra de consuelo, ni una mirada de simpatía. Todos le abandonaban como si estuviera tocado de la peste, aversión bien merecida por sus negras iniquidades. El ruin caballero, sin embargo, se hallaba en una situación tan crítica, que inspiraba compasión profunda.

     El noble alcaide no pudo menos de conmoverse cuando vio al infante en tan inminente peligro dirigir en torno suyo una mirada de desconsuelo, implorando una protección que nadie le habría concedido sin creerla un sacrilegio.

     Don Alonso, interponiéndose entre el infante y el joven que a viva fuerza pretendía sacar de la cámara, dijo:

     -Dejad que Dios le castigue, porque solamente la divina justicia tendrá poder bastante para castigar debidamente crímenes tan horrendos. Por nuestra parte, démosle ejemplo para que vea cómo se portan los buenos caballeros, perdonando a los que les ofenden sin que jamás le hayan dado motivo alguno de disgusto. Respetemos, pues, su persona, porque es hermano de nuestro rey.

     -Bien dicho, hermano mío, -dijo un caballero Templario que se hallaba en la cámara, y en el cual fácilmente habrán reconocido nuestros lectores al comendador don Diego Pérez de Guzmán. Éste saludó a su hermano con una expresión en que a la vez se revelaba fraternal ternura y religioso respeto.

     Tienen tal poder las acciones generosas, que aquellos mismos que pocos momentos antes ansiaban enfurecidos la muerte de don Juan, sintieron en aquel acto el mágico prestigio de la virtud, e irresistiblemente fueron arrastrados a imitar el noble ejemplo del héroe Guzmán.

     Los caballeros, deudos de doña María que tan implacable encono abrigaban hacia el infante, conocieron que su rencor flaqueaba y se deshacía como se derrite la nieve a los rayos del sol. La virtud es la voluntad de Dios ejecutada libremente por el hombre. ¡Cuán inmenso en su poder! A los vívidos rayos de la virtud, ninguna inteligencia permanece oscura, ningún corazón deja de presentir que puede elevarse hasta el cielo.

     El rey don Sancho era de carácter noble y generoso, y en más de una ocasión había perdonado magnánimamente a su hermano, que sin cesar fomentaba en el reino asonadas y conjuraciones. Pero en el caso presente había sido tanta su indignación, que sin duda alguna le habría mandado quitar la vida, al no ser por el rasgo asombroso de incomparable generosidad que tuvo el alcaide de Tarifa, generosidad, que conmovió profundamente el ánimo del monarca e hizo descender la clemencia a su corazón, por lo que dejó a don Alonso la gloria de que fuese el libertador del mismo que le había ofendido de la manera más cruel o inicua.

     Toda la multitud gritaba entusiasmada:

     -¡Loor eterno a los héroes! ¡Gloria a los buenos!      -Verdaderamente que merece don Alonso llamarse el Bueno, -decían los caballeros que habían aprisionado al infante para que expiase su crimen, que había llenado de horror a toda España.

     El infante cayó sobre su rostro, humillándose a los pies del héroe que como un ángel custodio le protegía, aborreciendo al crimen y cubriendo al criminal con el radioso manto de la virtud y la gloria.

     Don Alonso levantó a don Juan, y pidiendo permiso al rey para retirarse, salió de la cámara sirviendo de egida a su mismo ofensor, a quien luego le facilitó los medios de fugarse y sustraerse al rencor universal que inspiraba.

     Por las galerías, por los patios, por las calles se apartaban las gentes con respeto, dejando libre el paso al virtuoso caballero. Y a tal punto llegaba la veneración que le tenían, que nadie se atrevió a insultar al inicuo infante mientras que fue acompañado del ilustre Guzmán. Cuando éste hubo salido de la real cámara, don Sancho, volviéndose a los caballeros que le acompañaban, dijo:

     -En verdad que me ha dejado atónito don Alonso y que ha dado hoy un ejemplo que admirará a los futuros siglos. ¿No encontráis que esta segunda heroicidad es mayor aún que la que hizo en Tarifa?

Capítulo XXVI

La rueda de la fortuna

     Retrocedamos un poco en nuestra historia.

     Cuando el terrible Castiglione, arrebatado de cólera y terror, arrojó el retrato del conde Arnaldo por la ventana, oyose al pie del muro un doloroso gemido. El misterioso Templario había colocado en el aposento de Castiglione la caja que en las ruinas de la ermita le había entregado el caballero de la Muerte. El blanco fantasma conocía perfectamente todas las entradas y salidas de la torre, a la vez que sabía muy a fondo las costumbres de sus habitantes; por lo cual le fue muy fácil introducirse en la estancia del italiano a hora en que nadie lo advirtiese. El Templario y Jimeno sacaron en sus brazos al triste emparedado, cruelmente herido, habiendo buscado una oculta salida que desembocaba no muy lejos de la torre. Luego sentáronse en una peña para descansar y vendar la herida de don Gonzalo, que por instantes se desangraba, perdiendo el aliento vital. En este tiempo fue cuando Castiglione arrojó la caja, que casualmente fue a herir el rostro del moribundo anciano, que exhaló un prolongado gemido.

     El Templario se arrojó sobre aquel objeto, y examinándolo, reconoció la caja que contenía el retrato del conde Arnaldo; y explicándose todo lo que podía haber sucedido, guardó cuidadosamente aquella prenda, como si presintiese que tiempo adelante había de servirle de mucho el conservarla.

     No sin algún trabajo condujeron el Templario y el trovador a don Gonzalo hasta unas chozas de pastores, desde donde, provistos de bagajes, se encaminaron a la villa de Jaraicejo, en cuyas inmediaciones aguardaron al día siguiente que se hiciese de noche. Ya las tinieblas envolvían al mundo sumergido en sueño, cuando nuestros tres personajes penetraron en la villa. Detúvose la cabalgata delante de una casa cuya fachada, algún tanto suntuosa, atendido el lugar, era de piedra berroqueña, y sobre cuya puerta se divisaba un escudo de armas. El Templario sacó un silbato, y aplicándolo a su boca, hizo salir tres puntos agudos, prolongados y en diverso tono.

     Inmediatamente y como por encanto abriose la puerta.

     El Templario exhaló un profundísimo suspiro… Diríase que el aspecto de aquella casa despertaba en su alma tristes recuerdos de mejores días.

     Un anciano de barba y cabellos blancos como la nieve, pero cuyos miembros aún conservaban agilidad y robustez, fue el que salió a abrir, saludando al Templario con cariño y respeto.

     -Querido Millán, -dijo el Templario-, mucho me huelgo de hallarte bueno y salvo.

     -Yo también, señor.

     El llamado Millán se detuvo, como un hombre que se reporta a tiempo para no cometer una indiscreción revelando un nombre que, por lo visto, el Templario tenía interés en recatar. El fantasma blanco, pues, hizo una seña que al punto fue comprendida por el buen viejo.

     Apenas entraron en el patio, el trovador y el Templario descendieron de sus cabalgaduras y se aproximaron a don Gonzalo, a quien bajaron de su caballería, en donde había venido colocado entro dos haldas de paja, y se dispusieron a conducirlo al interior de la misteriosa casa.

     -Cierra la puerta, Millán.

     Obedeció el anciano, y en seguida fue a llevar las cabalgaduras a la caballeriza; mas impidióselo el Templario, diciendo:

     -Luego puedes cuidar de las caballerías; ahora lo que importa es que vayas delante y alumbres, porque este buen caballero se encuentra en muy mal estado, y ante todas cosas necesita descansar.

     Provisto de su linterna, Millán comenzó a caminar delante, y subiendo la escalera principal, condujeron a don Gonzalo a un aposento ricamente amueblado y en el cual se veía un suntuoso lecho.

     Millán encendió otra luz que dejó sobre una mesa, y al punto volvió a salir para aderezar la cena a los recién llegados.

     Entretanto Jimeno y el Templario colocaron a don Gonzalo en el lecho. Tales eran el cansancio y la debilidad del infeliz caballero, que al punto quedose dormido, no sin fijar antes una mirada sublime de gratitud y contento sobre el armiguero y el Templario.

     Volvió a entrar Millán y preguntó:

     -¿En dónde queréis que os sirva la cena?      -En la cocina. ¿Tienes buena lumbre?      -Media encina arde en el hogar.

     -La noche está muy fría.

     -Y a fe, señor, que habéis llegado a muy buena hora… ¡Oíd!      Un ronco trueno retumbó en aquel instante.

     -Os habéis escapado, -añadió Millán-, de una furiosa tormenta.

     -¡El bálsamo! -exclamó el Templario.

     Millán le miró con extrañeza.

     Entonces el caballero se dirigió al lecho, destapó a don Gonzalo y mostró a Millán los andrajosos vestidos de aquel, todos empapados en sangre.

     El viejo servidor desapareció rápidamente, haciendo un gesto que quería decir:

     -Entiendo.

     Pocos instantes después volvió Millán con una vasija llena de un bálsamo oloroso y con una buena porción de hilas.

     Inmediatamente entre los tres curaron a don Gonzalo, quien durante esta operación apenas dio señales de sentirla.

     Cuando Millán se aproximó con la luz y pudo examinar de cerca el rostro de don Gonzalo Pérez Sarmiento, es imposible describir la expresión de asombro que se pintó en el semblante del anciano escudero. No parecía sino que un espectro del otro mundo se había presentado ante sus ojos.

     -¡Dios mío! -exclamó con extraordinaria energía.

     -¿Es él?      -Sí, Millán.

     -¡Es posible!      -¿No lo estás viendo?      -¡Infeliz! ¡Cuán demudado está! ¡Cuánto estrago hacen los años!      -Más estragos hacen las desdichas.

     -¡Amado señor de mi alma!      Y Millán hizo un movimiento como para precipitarse sobre don Gonzalo y estrecharle contra su corazón.

     -Detente, Millán, -dijo el Templario-. Está herido y cansado, y necesita reposo. Cualquiera recuerdo de lo pasado pudiera asesinarlo en este momento. Se halla muy débil, hasta el extremo de que no ha conocido la casa en que se encuentra.

     -¡Pobre señor!      -Mañana le hablarás.

     -Sí, sí, tenéis razón. ¡Dios quiera aliviarlo!… Dejémosle que duerma, y vamos a disponer la cena.

     -Eso es lo que más importa.

     Poco tiempo después el Templario y Jimeno se hallaban en la cocina delante de una mesa cubierta con sencillez, aunque con limpieza. Formaban el cuerpo principal de ataque tres platos, esto es, una soberbia perdiz, un rollizo pollo y una dilatada cazuela que contenía adorable porción de delicadas truchas. Todo esto exhala a un olorcillo asaz lisonjero para los caminantes. El inteligente Millán tampoco había olvidado poner sobre la mesa dos panzudas botellas de rico clarete de Cazalla. Escanciábales el viejo servidor con actitud respetuosa, mientras que Jimeno y el Templario despachaban su cena con tanto apetito como silencio.

     Terminada su refacción, ambos caminantes se retiraron a sus respectivos aposentos.

     El trovador aquella noche se entregó a las más extrañas reflexiones, y ciertamente que su situación era tan complicada como extraordinaria. Un tumulto de ideas y sentimientos encontrados se agitaba en su corazón y en su mente. A la vez que había conseguido la dicha de encontrar a su padre, por quien tanto tiempo había suspirado, el triste poeta había recibido también una herida que deja en el corazón calma dichosa a la par que inquietud inexplicable. Experimentaba ese fuego glacial, ese placer doloroso, esa risueña tristeza que se llama amor, caos monstruoso de ilusiones encantadoras, flor de matices espléndidos que encierra en su cáliz mortal ponzoña.

     Jimeno en vano procuraba apartar de su mente el recuerdo y la imagen de la bella Amalia Molay, que, acompañada de su padre, se había quedado en la Encomienda de Alconetar. El amor y la ternura filial habían brotado en un mismo instante dentro del pecho del trovador. Perdido se hallaba en estos pensamientos, cuando se abrió la puerta de su estancia y apareció el Templario.

     -Apenas es de día. ¡Cuánto madrugáis! -exclamó Jimeno.

     -Es necesario, hijo mío.

     -Yo no he dormido nada en toda la noche.

     -Poco más o menos me ha sucedido lo mismo.

     -¿Habéis visto a mi padre?      -Duerme tranquilamente.

     -¡Padre de mi alma! Ya que Dios ha querido que conozca y estreche entre mis brazos al que me dio el ser, juro no separarme ni un momento de su lado.

     Al decir esto, el trovador pareció inmutarse. Diríase que se apresuraba a hacer aquel juramento para obligarse a sí mismo a permanecer en aquella misteriosa casa. Esta resolución no dejaba de serle costosa, supuesto que así renunciaba a ver a la encantadora Amalia, que se había enseñoreado de su corazón.

     -No es posible por ahora, Jimeno, que permanezcas al lado de tu padre. En este mismo momento debes disponerte a partir a la Encomienda, a fin de que no te echen de menos. Si Castiglione comprendiese lo que ha sucedido, en ninguna parte estaríamos seguros.

     -¿Y cómo lo ha de comprender? Es de todo punto imposible ni aun que sospeche que mi padre vive.

     -¿Estás en ti? En el momento en que baje al subterráneo, verá que ha desaparecido el cadáver…

     -¡Ira de Dios! Cuando pienso en la infamia de ese maldito italiano… ¡Oh! Pero lo que es ahora no quedará útil para cometer más villanías.

     Y los ojos del poeta lanzaron un brillo siniestro.

     El Templario clavó una mirada severa en el joven, como si le desagradasen en demasía aquellas disposiciones hostiles.

     -¿Es así como un hombre de honor cumple sus palabras?      -¿Qué queréis decir? -preguntó con altivez Jimeno, que comenzaba a impacientarse de aquel aire de superioridad que se tomaba el Templario.

     -Digo que has empeñado tu palabra de no atentar contra la vida de Castiglione.

     -¿Y pensáis que yo puedo vivir sin pensar en matarlo?      -Solo pienso que estás en la obligación de cumplir tu palabra empeñada con juramento.

     -Mas yo no puedo menos de recordar sus innumerables infamias, y la última de todas, la de asesinar a un pobre anciano, desvalido, prisionero…

     -Y que además, -interrumpió el Templario-, ha estado sufriendo durante muchos años un suplicio horrible, el suplicio de la gota de agua

     -¡Oh! Nunca, nunca seré tan villano, que deje a mi padre sin venganza de sus afrentas.

     -¿Y digo yo lo contrario?      -¿Pues entonces?…

     -Te has olvidado completamente de lo que me prometiste…

     -Señor, -interrumpió el poeta algo amostazado-; yo no sé quién sois; pero por lo que os habéis dignado hacer, tengo motivos para deducir que sois amigo de mi familia.

     -Y no te has equivocado.

     -Pues bien; en ese caso, no comprendo cómo ahora deseáis que el infame Castiglione continúe impunemente en sus maldades. Es verdad que yo os prometí no atentar contra su vida; pero entonces yo ignoraba hasta qué punto de inaudita crueldad había llevado su encarnizamiento contra mi padre, a quien encuentro por la primera vez anciano, moribundo y revolcándose en su sangre, vertida por la mano de ese odioso Castiglione…

     -¡Y bien! ¿Te contentarás con atravesarle el corazón?      Jimeno clavó una profunda mirada sobre el Templario.

     -Ahora, -dijo-, me parece que os comprendo. Efectivamente, conozco que para él la muerte debería ser un beneficio, y sobre todo… ¡Es tan rápido el morir! Yo necesito que Castiglione, como mi padre, saboree gota a gota la hiel de todas las angustias de la muerte sin abandonar la vida… ¡Venganza, y venganza cruel, lenta como la suya!      -¡Muy bien! Ahora nos entendemos perfectamente, -dijo el Templario estrechando la mano del trovador. Este comprendió que en materias de odio y de venganza era un pobre diablo en comparación de aquel personaje singular, cuya conducta era tan extraña como misteriosa.

     ¿Quién podía ser aquel Templario? ¿Pertenecería realmente a la orden del Templo de Salomón? ¿Tal vez se cubría con aquel hábito para ocultar mejor sus intentos o disfrazar su persona? Ciertamente que no era fácil atinar con una respuesta satisfactoria a ninguna de estas preguntas, que a sí mismo se dirigía sin cesar Jimeno. Su curiosidad era vehementísima; pero, por más que aguzaba su ingenio, nada podía sacar en limpio. Por otra parte, el misterioso caballero era tan reservado y ejercía un influjo tan poderoso sobre el joven armiguero, que éste con frecuencia bajaba los ojos delante del Templario, que también poseía a las mil maravillas el arte de permanecer inaccesible, por más que fuesen sumamente diplomáticos los rodeos que usaba el poeta para averiguar el origen y condición del fantasma blanco, según habían convenido en llamarle los armigueros de la bailía de Alconetar.

     Pero el buen Jimeno de plegaba en vano toda su diplomacia.

     -¿Sabes en dónde te encuentras? -preguntó el Templario.

     -En una casa de Jaraicejo.

     -Esta casa es tuya.

     -¡De veras!      -En ese mismo sitio que ahora ocupas fue en donde tu padre hirió a su esposa creyéndola infiel: mira el balcón por donde penetraron Castiglione y tu padre el anciano Millán, que anoche nos sirvió la cena, es un antiguo servidor de tu familia…

     -¿Pues no me habéis dicho que todos los bienes de mi familia pertenecen a los Templarios?      -Así es la verdad, gracias a la felonía de Castiglione; pero esta casa fue algunos años después vendida por los Templarios y comprada por Millán, el cual desde entonces habita constantemente en ella. Ahora bien; desde hoy ya eres un noble caballero; mas debes tener en cuenta que, para recuperar tus bienes de que te han despojado, es indispensable conservar la vida de Castiglione, el cual tendrá que responder ante los tribunales…

     -¡Ah, noble caballero! ¿Con qué podré yo pagar la tierna solicitud que me dispensáis?      -Por ahora sólo quiero que guardes la más absoluta reserva, pues todos mis planes serían desbaratados a la menor indiscreción que cometieses. ¿Te convences por fin de cuánto nos conviene el prolongar la vida de ese infame calabrés? Y eso que no te digo otras mil razones que tengo, aparte de mi venganza, para desear que viva.

     -Os prometo seguir fielmente todas vuestras instrucciones.

     -Inmediatamente debes partir a la Encomienda de Alconetar.

     Jimeno se ruborizó como una doncella al pensar en la hermosa Amalia. Nada hay más tímido que el amor primero, sentimiento purísimo que guarda el alma como un precioso tesoro, que nos acompaña en la vida como un ángel protector, y que hasta en la hora de la muerte nos sonríe con dulzura como una deidad cariñosa.

     -¿Y he de abandonar a mi padre? -preguntó tímidamente Jimeno.

     -Es indispensable; pero podrás visitarlo a menudo, supuesto que Jaraicejo no está muy distante de la Encomienda.

     El Templario dejó al trovador y encaminose a la estancia de don Gonzalo Pérez Sarmiento. Este se hallaba en muy buen estado. Diríase que la luz, el aire y el mullido lecho en que a la sazón descansaba, le habían hecho rejuvenecer súbitamente. Tal era la expresión vivida de sus ojos y de su semblante, en el cual, sin embargo, no era difícil leer un sentimiento de profunda tristeza que le había inspirado el aposento en que se encontraba. Al despertar don Gonzalo había reconocido los muebles, el lecho, la figura de la habitación en que tantas veces su alma se había derretido en celestial ternura en el seno de la amistad, del amor, de la felicidad que en este valle de lágrimas está al alcance de los míseros mortales. Don Gonzalo había tenido necesidad de hacer un grande esfuerzo para volver al sentimiento de la realidad. Cuando despertó, en esos primeros instantes en que ni se duerme ni se vela, creyó que vivía como siempre y que dormía y se despertaba como en otro tiempo y en el mismo sitio. Todas las negras y espantosas imágenes de su horrible cautiverio, de su cruel suplicio, desaparecieron durante algunos minutos, no conservando otro recuerdo sino el que deja una horrorosa pesadilla. Ese estado inexplicable de confusión, tinta media entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, caos informe de ideas y sentimientos, conduce al espíritu a una especie de limbo intelectual en que nada se define, en que todo se confunde, en que no hay luz ni tinieblas; fantasmagoría indecisa de recuerdos que cruzan revoloteando, imágenes sin contornos, contornos sin imágenes, sombras del pasado, tinieblas del presente, crepúsculo, en fin, de sensación y de vida.

     Tal fue la situación en que por algunos momentos se encontró don Gonzalo. Imaginábase que aquel era el día siguiente a la última noche feliz que había pasado en compañía de su amante esposa, y que aquel paréntesis de dieciocho años se había deslizado en una noche durante la fascinación de un ensueño.

     Cuando apareció el Templario en la estancia del caballero, acababa éste de sacudir el mágico influjo de aquel aéreo misterioso velo de alucinaciones que había hecho oscilar la luz de su espíritu, como la vahosa nube oscurece y hace que tiemblen alterados y desfallecidos los rayos del sol.

     Largo rato estuvieron hablando el Templario y don Gonzalo.

     Y a la verdad que fue misteriosa y recatada la conferencia que tuvieron, pues que el Templario había cerrado muy cuidadosamente la puerta.

     Entretanto Jimeno ya se había levantado y se hallaba dispuesto a partir de Jaraicejo. Solamente aguardaba que el Templario saliese del aposento de don Gonzalo, porque Jimeno juzgaba con fundamento que no se le había de imponer la dura condición de marcharse sin despedirse de su padre amado.

     Por fin, el caballero del Templo salió de la estancia y fue a dar aviso al trovador de que su padre le aguardaba.

     Jimeno no entró, sino se precipitó en el aposento.

     El anciano comenzó a sonreírse extendiendo los brazos a su hijo. Este, con los ojos bañados en lágrimas, abrazó a su padre.

     -¿Cómo estáis, señor? -preguntó Jimeno.

     -¡Oh! Muy bien, hijo mío, muy bien.

     Durante algunos minutos ambos guardaron silencio.

     Al fin don Gonzalo exhaló un profundo suspiro.

     -¡Cuánto siento, hijo mío, que tengas necesidad de ausentarte!      -Yo desearía permanecer aquí.

     -No es posible, por desgracia.

     -En ese caso yo vendré a visitaros frecuentemente.

     -Pero con precaución, hijo mío.

     -Descuidad, señor.

     -No temo por mí, sino por el peligro que tú pudieras correr. Ahora bien, hijo mío, es necesario que yo te comunique un secreto importantísimo, y, por lo que pueda suceder, no quiero dilatarlo. Ya he sabido las penalidades que han afligido tu existencia; pero felizmente hoy ya se ha aclarado para ti el misterio de tu origen. Eres un noble caballero, y la gloria y la fortuna te aguardan.

     -Puedo aseguraros, padre mío y señor, que yo procuraré hacerme digno de vuestro nombre.

     -No lo dudo, querido Jimeno. El cielo, además, ha querido concederte las más brillantes cualidades; algún día tu nombre resonará en el mundo con gloria… ¡Ah! Yo no te veré entonces, hijo mío, porque mi vida se acerca a su fin…

     -Querido padre, os ruego que desechéis de vos tan lúgubres pensamientos. Es verdad que habéis padecido mucho, y que vuestra salud se encuentra muy quebrantada; pero ahora podéis gozar larga serie de días bonancibles, y el cielo os concederá la dicha que para siempre creísteis haber perdido.

     -¡Cuán feliz sería yo si el cielo escuchase tus votos!… De cualquier manera que sea, no puedo prescindir de hacerte una importante revelación, y te ruego que me escuches muy atentamente.

     -Ya escucho, padre.

     -He sabido que no ignoras la triste historia de tu familia. También recordarás que en gran parte el origen de mis desgracias ha sido la noticia que yo mismo comuniqué a Castiglione acerca de ciertos papeles que me dejó en depósito un amigo mío al partir para Jerusalén.

     -De todo eso tengo noticia.

     -A este amigo, que ciertamente fue uno de los hombres más sabios de su tiempo, había yo tenido la dicha de prestarle un gran servicio, libertándole en cierta ocasión de la muerte que le amenazaba a consecuencia de que algunos enemigos suyos habían logrado malquistarle con el rey don Alonso. Yo deshice la calumnia, y desde entonces estrechose más todavía nuestra antigua amistad. Ahora bien; mi amigo, al partir para la Palestina, empeñose en que yo fuese depositario de los papeles referidos, en los cuales se contenía la relación del sitio en que había sido ocultada una gran suma de dinero. Yo no tuve inconveniente en aceptar el depósito de aquellos papeles que mi amigo me confiaba, atendiendo a que era muy fácil se le extraviasen durante la penosa y larga peregrinación que iba a emprender. Por lo demás, quedamos convenidos en que, si pasados diez años no volvía a demandarme su depósito, era señal infalible de que la muerte le había impedido regresar a España. Ya han pasado veinte años y por consiguiente, me asiste el derecho de disponer de la inmensa riqueza oculta en un monte de la sierra de Granada.

     -¿Y cómo habéis salvado el manuscrito?      -Una inspiración del cielo hizo que no cayese en manos del pérfido Castiglione. Cuando en mal hora pensé retirarme al Templo en calidad de hermano casado, según la costumbre de la orden, hice mi testamento, dejando la mitad de mi hacienda a los caballeros Templarios; pero como no me era lícito disponer de un tesoro que no me pertenecía, traté de ocultar los papeles, poniéndolos a buen recaudo, a fin de entregárselos a su dueño cuando me los demandase. A no haber sido por esta circunstancia, estas riquezas habrían ido a parar a manos de los Templarios, del mismo modo que consiguieron la posesión de mi hacienda.

     -¿Y en dónde ocultasteis esos papeles?      -En esta misma habitación.

     -¡Aquí! -exclamó admirado Jimeno.

     -Precisamente detrás del respaldo de mi lecho.

     -¿Y estáis seguro de que no habrán desaparecido?      -Creo que no habrá sido fácil que hayan atinado con el escondite.

     -Me parece que tal vez…

     -Pronto hemos de saberlo, -interrumpió, don Gonzalo haciendo un esfuerzo para incorporarse en la cama; pero encontrose tan débil, que se vio obligado a tomar la misma posición en que antes estaba.

     -No es preciso que os levantéis, -dijo el trovador.

     -En efecto, hijo mío, aun cuando el espíritu está fuerte y despejado, el cuerpo está débil y enfermo… Puedes hacer una cosa: aparta el lecho y saldremos de dudas.

     -Comprendo perfectamente.

     El vigoroso mancebo retiró el lecho de manera que entre éste y la pared quedó un espacio como de una vara.

     Jimeno púsose a examinar muy cuidadosamente todo aquel lienzo del muro de la habitación; empero la pared presentaba una superficie tan lisa e igual por todas partes, que en ningún punto aparecían vestigios de que allí se hubiese practicado hueco alguno.      -En verdad, señor, -dijo el joven-, que es imposible atinar con el sitio que decís, a juzgar por la apariencia.

     Sonriose el anciano.

     -Saca la espada.

     Jimeno miró a su padre con extrañeza.

     -¿Qué vais a hacer?      -Saca la espada y lo verás.

     El joven obedeció.

     Don Gonzalo tomó la espada que le presentó Jimeno con cierta timidez. En seguida el anciano comenzó a medir el acero con la mano extendida desde el pólice hasta la extremidad del dedo meñique.

     -Muy bien, -dijo-, esta espada es exactamente del mismo tamaño que la que me sirvió de medida. Tiene cinco palmos… Ahora desde el rincón mide horizontalmente dos espadas.

     Jimeno hizo lo que se le había mandado.

     -Haz una señal.

    -Ya está.

     -Pues bien, en la misma línea de esa señal mide ahora diez palmos desde el pavimento.

     El trovador colocó la punta de la espada en el suelo y rozando contra la pared. En seguida midió perpendicularmente la misma distancia que antes había medido en sentido horizontal. Con la extremidad de la empuñadura hizo una raya en la pared.

     -Da algunos golpes en ese punto, -dijo don Gonzalo.

     Jimeno con el pomo de la espada comenzó a golpear en la pared, pero inútilmente. Todos los golpes despedían ese sonido sordo que produce siempre la percusión sobre cuerpos sólidos y macizos.

     -Golpea exactamente en el mismo punto en que has hecho la raya. El recinto del hueco es muy pequeño.

     -Suena siempre lo mismo.

     -Es porque el hueco está macizado.

     Por último, Jimeno dio con grande fuerza algunos golpes, y entonces comenzó a desquebrajarse la pared en un recinto pequeñísimo, un círculo no mayor que una cobertera. A los reiterados golpes descubriose un ladrillo redondo que tapaba un agujero como el corcho tapa la boca de la botella. En seguida con la punta de la espada fue separando la juntura hasta que el ladrillo se desprendió completamente.

     Jimeno halló el hueco ocupado por un grueso canuto de lata que entregó a don Gonzalo, el cual, después de haberle examinado, halló dentro el precioso manuscrito.

     -¿Ves cómo se ha conservado? -exclamó gozoso el anciano.

     -Efectivamente, no ha sido poca fortuna.

     -Ahora ya estoy tranquilo, hijo mío; cualquiera que sea la suerte que Dios nos depare, me consuela la idea de que serás inmensamente rico. ¡Cuán grato es para un padre pensar que su hijo queda a cubierto de la pobreza, y que al brillo de sus cualidades personales reúne el esplendor de la fortuna!… Pero cuidado, hijo mío, que te ruego encarecidamente que guardes secreto… ¡Oh! Si llegasen a descubrir que tú poseías ese manuscrito, ¡cuántos peligros te amenazarían! Castiglione sería capaz de asesinarte por arrebatártelo… ¡No te fíes de nadie!…

     -¡Me parece que llaman a la puerta! -exclamó Jimeno-. ¿Quién será?      -Probablemente nuestro protector.

     No bien hubo don Gonzalo terminado estas palabras, cuando apareció el Templario.

     El trovador hizo un movimiento como para ocultar el precioso depósito que le había sido entregado. Empero ya era tarde.

     Sin embargo, el anciano no pareció inquietarse lo más mínimo por la llegada del caballero. Este advirtió la inquietud del joven, y cambió una sonrisa con don Gonzalo.

     -Hijo mío, todos mis consejos acerca de que guardes las más exquisitas precauciones no se entienden con este caballero.

     -Yo no digo… -murmuró Jimeno algo cortado.

     -Está bien, -dijo el Templario-; me gusta que seas prudente sin excepción alguna.

     Y volviéndose al anciano, añadió:

     -He venido a interrumpiros, porque se hace muy tarde y es preciso que Jimeno vuelva al punto a la Encomienda.

     -Sí, sí, tenéis razón… ¡Cuánto siento el que nos separemos tan pronto! ¿Cómo ha de ser?      -¡Padre mío!      -Me parece, -dijo el Templario-, que es muy peligroso para Jimeno el que se lleve esos papeles.

     -He creído oportuno revelarle…

     -Está bien, señor, -repuso el caballero-; mas no olvidéis que en la Encomienda no le será fácil hallar oportunidad de guardar, como conviene, su tesoro… ¿Por qué no lo habéis dejado en donde estaba?      -¿Y si yo muero.

     -¡No lo permita Dios! ¿Pero no quedaba yo aquí?      -¿Y si por algún incidente no podíais revelárselo? Tened en cuenta que ha estado en muy poco que este secreto no se haya sepultado conmigo en la tumba. Vos mismo, si bien sabíais la historia del manuscrito, ignorabais hasta hace pocas horas el sitio en que estaba oculto. Además, ha sido necesario convencernos de que no había desaparecido el depósito que hace veinte años confié a esa pared.

     -Más seguro es fiarse de las paredes que de los hombres.

     El anciano suspiró.

     Y Jimeno clavó una mirada de extrañeza en el Templario, cuyas escépticas palabras hicieron una impresión tan profunda como dolorosa en el alma cándida y pura del mancebo.

     Después de algunos momentos de silencio, el Templario dijo:

     -Lo mejor que puede hacerse es colocar otra vez ese manuscrito en donde estaba.

     Y volviéndose a Jimeno, añadió:

     -Ya lo sabes; cualesquiera que sean los acontecimientos que sobrevengan, puedes estar seguro de encontrar aquí tu fortuna. Yo cuidaré de que todo vuelva a quedar como antes.

     Por espacio de algunos minutos, Jimeno miró alternativamente a su padre y al Templario. ¿Había tal vez brotado en su mente alguna sospecha? Sólo Dios podía saberlo; mas lo que sí era fácil de adivinar es que contemplaba con admiración y extrañeza al misterioso caballero. Hasta entonces no había tenido tiempo de preguntar a su padre quién fuese aquel extraño personaje. Es seguro que si el trovador en aquel instante se hubiese encontrado a solas con don Gonzalo, no habría dejado de importunarle hasta que no hubiese satisfecho su curiosidad.

     -No pierdas tiempo; tu presencia es muy necesaria en la bailía, -dijo el Templario.

     -Supuesto que es preciso partir, no quiero dilatarlo; mas yo prometo venir muy frecuentemente.

     -Sí, sí, hijo mío.

     El bello joven y el venerable anciano se estrecharon cariñosamente, formando un tierno grupo y mezclando sus lágrimas, a la manera que se mezcla un límpido arroyuelo con un caudaloso río.

     Los sollozos ahogaban sus palabras; pero en sus ojos brillaba el alma de ambos confundida en el santo fuego del amor filial y del paternal cariño.

     El Templario salió a despedir a Jimeno acompañándole hasta el patio donde aguardaba Millán con un caballo del diestro.

     -¿Y cuándo nos veremos? -preguntó el trovador después de haber cabalgado.

     -Siempre que tengas la seguridad de que nadie podrá advertir ni el lugar adonde te diriges, ni la persona a quien vienes a visitar. Entretanto no pierdas de vista a Castiglione.

     -Descuidad, señor.

     El joven partió al galope. Durante su camino iba pensando en su padre, a quien jamás creyó conocer, y en su amada, a quien debería encontrar en Alconetar.

     -Ayer, -murmuraba-, era pobre, oscuro y sin nombre. Hoy tengo padre, amor y riquezas. ¡Nunca se detiene la rueda de la fortuna!

Capítulo XXVII

Quid pro quo

     ¿Quién no ha sentido alguna vez y recordado más tarde el indecible encanto de los primeros días en que un amor puro llena toda nuestra alma? ¡Qué gratas emociones experimenta el corazón juvenil al vislumbrar como en perspectiva los bellos ojos y las dulces sonrisas de una mujer adorada! Y cuando el joven, en su ilusión primera, mira reflejarse en los ojos de su amada el mismo fuego que le devora; cuando conoce que su amor es correspondido, aunque ambos hayan permanecido en esa pudorosa reserva que caracteriza los afectos verdaderos y profundos, entonces no hay sobre la tierra felicidad comparable a la del enamorado mancebo, el cual nunca da al olvido los primeros días de la primera conquista.

     En esta felicidad incomparable, vivió algunos meses el trovador Jimeno. Su buena estrella había hecho que monsieur Federico Molay prolongase en Alconetar su permanencia por más tiempo de lo que al principio creyera el armiguero y aun el mismo padre de Amalia.

     Una dolencia, que hubo momentos en que se creyó mortal, atacó repentinamente a madama de Sanancourt, cuñada de monsieur Federico y tía de la joven Amalia, a quien siempre acompañaba, desempeñando para con ella los oficios de madre, y no pocas veces de madrastra, supuesto que su carácter no estaba exento de impertinencias y preocupaciones.

     Sucedió, pues, que gracias a este incidente, el trovador tuvo la dicha de estar contemplando todos los días y casi a todas horas la bella imagen de la gentil Amalia. Y Jimeno creía, dado que tal vez se engañase, que también la hermosa doncella había reparado en su agraciada persona, en sus dulces cántigas y en su amor inextinguible.

     Diríase que el destino ahora se complacía en prodigar felicidades a manos llenas sobre el trovador, que tan infortunado había sido en los primeros años de su vida. Jimeno a la sazón estaba gozoso y poseído de dos sentimientos profundos y santos: el afecto que profesaba a su padre y el amor que le había inspirado la sobrina del gran maestre del Templo. Sólo faltaba que don Guillén regresase a su castillo para que la dicha del trovador fuese completa. Ya hemos indicado en otro lugar que Jimeno era muy amigo del señor de Alconetar y de Álvaro del Olmo, los cuales se complacían sobremanera oyendo al armiguero departir acerca de filosofía escolástica unas veces, y otras escuchando sus melancólicas endechas.

     Y en efecto, si a la sazón los tres amigos hubiesen estado juntos celebrando en el castillo sus antiguas conferencias, frecuentemente favorecidas con la presencia del respetable Gil Antúnez, entonces nada habría faltado al corazón de Jimeno, henchido con las dulces emociones de la amistad, del amor y del santo afecto filial. Sin embargo, durante la ausencia de sus amigos, no dejaba el trovador de tener algunos días felices, días marcados o por una sonrisa halagüeña de Amalia, o por una visita hecha a su anciano padre.

     El mismo día en que Gómez de Lara y Olmo llegaron a la Encomienda, tuvo ocasión Jimeno de hacer una visita a don Gonzalo, por cuya razón no pudo ver a sus amigos. Estos precisamente, sin quererlo, fueron la causa de que el comendador advirtiese que el armiguero no se hallaba en la Encomienda. Aquella noche no le tocaba estar de servicio al trovador, y por lo tanto le era fácil, sobre todo favorecido por sus compañeros, ausentarse del convento sin que el comendador lo advirtiese. Jimeno aprovechaba siempre estos turnos para ir a Jaraicejo, y hasta entonces no había llegado a descubrirse que había pasado muchas noches fuera de la Encomienda.

     Pero en la ocasión a que nos referimos, el señor de Alconetar y Álvaro del Olmo preguntaron por Jimeno al comendador, y éste mando inmediatamente que le llamasen; pero el trovador no parecía, y sus compañeros no encontraron medio hábil de disculpar o encubrir su desaparición.

     No lejos de la Encomienda, en una cabaña de pastores, donde se había criado Jimeno, tenía éste siempre dispuesto un caballo para hacer sus rápidas excursiones a Jaraicejo, de modo que ni aun necesitaba sacar su caballo de guerra de la bailía, operación no poco ruidosa.

     El trovador pasó aquella noche en compañía de su amado padre, que era además para él un sabio maestro. Don Gonzalo y su hijo departían frecuentemente acerca de astronomía y de trovas, dos materias tan importantes como diversas.

     También aquella noche, aunque ya muy tarde, presentose en casa de don Gonzalo Pérez Sarmiento el misterioso Templario hacia el cual experimentaba el trovador tanta gratitud como respeto. El fantasma blanco manifestó al joven que importantes sucesos, recientemente acaecidos, le obligaban a estar más que nunca avizorando todos los pasos del calabrés, y que por lo tanto él, es decir, Jimeno, tampoco debería perderle de vista ni un solo momento. El joven prometió que así lo haría, y a la mañana siguiente, después de haberse despedido con la mayor ternura de su padre y del misterioso Templario, partió para la bailía de Alconetar.

     ¡Cuán feliz era el trovador en aquella época! Su existencia y su dicha se encerraban entonces desde la casa de la Encomienda hasta la misteriosa casa de Jaraicejo. Aquí estaba su padre, allí vivía su amada. Lleno el corazón del joven de tan dulces sentimientos, experimentaba con extraordinaria energía las venturas del vivir, y hasta su inteligencia parecía tomar otro vuelo más atrevido y otras galas más poéticas.

     Rápido como una exhalación volaba en su caballo el venturoso Jimeno. El horizonte de su vida se dilataba, el campo de la esperanza le ofrecía perfumadas flores, y acariciaban su mente dorados sueños de amor.

     El día estaba nebuloso, bramaba el huracán, la lluvia caía a torrentes, toda la naturaleza parecía cubierta con un velo fúnebre.

     Pero el alma del trovador estaba radiante como el lacero de la mañana. Todo hombre enamorado es poeta, pero un poeta que ama es un semidiós. ¿Qué le importaban las negras nubes que encapotaban el cielo, ni que la naturaleza se desquiciase? Jimeno, con su imaginación ardiente y con la vívida llama de su amor, habría sido capaz de esparcir océanos luminosos e imágenes brillantes sobre la noche del caos. El recuerdo de Amalia no le dejaba un momento, le seguía a todas partes, y se imaginaba que el ángel de los santos amores batía sin cesar en torno de su frente sus alas de oro y armiño.

     Y los ojos del poeta brillaban con un fuego divino, y fijaba sus miradas en el cielo surcado por rápidos relámpagos, más perezosos, no obstante, que el pensamiento del hombre. El ronco fragor de la tempestad sublimaba el espíritu de Jimeno hasta el Dios del Sinaí.

     Jamás había tenido una conciencia más enérgica del numen sagrado que le agitaba. En aquellos momentos, fuertemente impresionado por el espectáculo sublime que la naturaleza le presentaba, a la vez que por el sentimiento de un amor purísimo, su espíritu se remontaba a otras regiones. La naturaleza en sus momentos trágicos inspira un terror sublimemente religioso. El amor es para el alma como el rocío para las flores.

     Y el alma del poeta se derretía en algunas magníficas estrofas que rebosaban religión y amor.

     Entregándose al frenético galopar de su caballo, caminaba Jimeno, veloz como un espíritu de las nubes.

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