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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 15)


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     Por lo que hace al señor de Alconetar y a sus amigos, debemos decir que no acababan de admirarse en vista de los portentos que habían presenciado en la gruta del mágico. Informado éste, o por mejor decir, adivinando el objeto que traía a Jimeno por aquellos apartados lugares, aproximose a él, y examinándole atentamente, le dijo:

     -Vuestra fisonomía no me es desconocida.

     -Acaso nos hayamos visto alguna vez. Yo por mi parte no recuerdo haberos visto nunca.

     -¡Es prodigiosa la semejanza! -exclamaba Casib contemplando al joven trovador-. Cualquiera creería estar viendo a don Gonzalo Pérez Sarmiento cuando era mozo… Es verdad que éste es más alto; pero el metal de la voz es idéntico… ¡Me atrevería a jurar que es su hijo!      Y volviéndose a Jimeno, Casib le dijo directamente:

     -¿Vuestro apellido es Pérez Sarmiento?      -¿Quién os ha dicho?…

     -¡Ah! Vuestro padre era mi mejor amigo.

     -¡Mi padre!      -Don Gonzalo Pérez Sarmiento, uno de los caballeros más distinguidos y sabios de la corte del rey Alfonso, el cual también con mucha razón merecía el sobrenombre de Sabio.

     -¡Es posible! ¡Vos erais el amigo de mi padre! ¿Vos fuisteis quien al partir para Jerusalén entregasteis a don Gonzalo Pérez Sarmiento ciertos manuscritos?…

     -En los cuales se contenía la noticia del inmenso tesoro que habéis venido a buscar y Jimeno y sus compañeros quedáronse absortos al escuchar semejante revelación.

     -Oídme, -dijo Casib después de algunos momentos-. Vuestro padre y yo trabamos íntima amistad, tanto porque yo en don Gonzalo admiraba las virtudes de un cumplido caballero, cuanto porque además reunía los profundos conocimientos de un sabio.

     -En efecto, he oído decir que el rey don Alfonso consultaba con mi padre sus más ilustres trabajos astronómicos, -dijo el trovador con una complacencia inefable y santa al oír hablar de su anciano padre en los términos tan honoríficos que acababa de hacerlo Casib.

     -¡Es mucha verdad! Vuestro padre era muy consumado en la ciencia de los astros, y debéis creerlo así; pues no soy yo de los hombres que a cualquiera le concedo el título de sabio y de virtuoso… En cierta ocasión, hallándome en Toledo, en donde a la sazón estaba la corte, me vi en inminente peligro de perder la vida, a causa de que algunos enemigos míos, astrónomos hebreos, habían logrado malquistarme con el rey don Alfonso, diciéndole que yo hacía poco aprecio de su ciencia y que le había llamado ignorante. Ya comprenderéis que esta era la injuria que más podía ofender a aquel monarca, y a no ser por vuestro padre, que deshizo la calumnia, porque realmente yo nada había dicho, de seguro que el rey habría descargado sobre mí el peso de su venganza. Trastornos nuevos y aventuras continuas en que fueron muy fecundos los primeros años de mi vida, y además la palabra que había empeñado a mi padre, y la promesa que yo mismo también me había hecho, me obligaron por entonces a salir de España para Palestina. Pero en aquella época el rey de Granada estaba en guerra con Alfonso de Castilla, por lo cual era muy arriesgado venir a este sitio. Así, pues, no queriendo dilatar más mi viaje, entregué ciertos manuscritos a don Gonzalo Pérez Sarmiento, quien no quería aceptarlos, porque se imaginaba que con ellos pretendía pagarla en algún modo el favor que me había dispensado. Dile algunas explicaciones, asegurándole que, guiándose por la descripción contenida en mis papeles, le sería fácil encontrar una suma portentosa de oro; pero también le exigí que aguardase veinte años, pues si durante este plazo yo no volvía, era señal infalible de que la muerte o un calabozo me impedían regresar. El cielo quiso que volviese bueno y salvo mucho tiempo antes de cumplirse el plazo prefijado; pero ya el rey don Alfonso había muerto en Sevilla, su hijo don Sancho disfrutaba pacíficamente el reino poco antes tan disputado, todas las cosas, en fin, estaban mudadas, y en vano inquirí, averigüé y pregunté por don Gonzalo Pérez Sarmiento. Nadie supo darme razón, hasta que, desesperado de hallarle, y no dudando que había muerto, volví después de largos años a este mi humilde y sabio retiro… ¡Cuánto amaba yo a vuestro padre!      -Mi padre vive todavía, -repuso Jimeno.

     -¡Vive! -exclamó gozoso Casib-. ¡Cuánto me alegro de saber que aún está bueno y sano mi antiguo e ilustre amigo! Pero ¿cómo es que nadie supo darme razón de él, ni menos de su amable esposa doña Beatriz de Vargas?      -¿Conocisteis a mi madre?      -Sin duda alguna. Habladme, habladme de don Gonzalo y referidme su historia y el estado en que se encuentre, próspero o adverso… Desde luego yo le felicitaría por haberle dado Dios un hijo de tanto mérito… Os he oído hablar con mucho gusto, por más que en algunos puntos no estemos del todo conformes. Los hombres verdaderamente sabios son también los que saben ser tolerantes.

     Jimeno agradeció con una cortesía aquel elogio.

     -¡Oh! mi padre ha sido muy desgraciado; ¡su historia a la verdad es muy lamentable!      -Decid, decid.

     Conociendo el trovador que el interés del anciano era sincero y generoso, no vaciló en referirlo la lastimosa historia de don Gonzalo Pérez Sarmiento.

     Grande admiración y pena causó este relato a Casib, el cual después dijo a Jimeno con el más tierno cariño:

     -Ahora bien; supuesto que una feliz casualidad nos ha reunido, oíd el proyecto que se me ocurre.

     -Ante todas cosas,-repuso Jimeno-, tomad vuestros manuscritos.

     -Justamente iba a hablaros de eso.

     -En ese caso decid.

     -Para mí, ya lo he manifestado, las verdaderas riquezas son la ciencia. El estudio hace además toda mi dicha. Yo, pues, os cedo el tesoro que venís buscando y que está enterrado muy cerca de aquí…

     -Pero yo no puedo aceptar…

     -¿Qué inconveniente tenéis?      -Una cosa que no me pertenece…

     -Os pertenecerá desde el momento en que yo os la doy solemnemente.

     -Antes, en el supuesto de que vos no vivíais, miraba esta cuestión con otros ojos; pero ahora…

     -Ahora, si queréis, no va a ser un don, sera la recompensa del inmenso servicio que me prestó vuestro padre salvándome la vida, y de un servicio que os voy a exigir personalmente.

     -¿Cuál?      -Que dentro de veinte años, contados desde un mes después de nuestra separación, hayáis de volver aquí.

     Jimeno y sus compañeros no sabían qué pensar de aquel hombre extraordinario. Unas veces lo tenían por loco rematado, y otras veces lo juzgaban como al más sabio de todos los mortales. En esta ocasión se imaginaban que aquella exigencia de volver, trascurrido tan largo plazo, sería porque el mago intentaba también suspender el curso de su existencia.

     Casib leyó este pensamiento de sus huéspedes.

     -¿Y no tengo que hacer otra cosa si no es venir a esta gruta dentro de veinte años? -preguntó Jimeno.

     -Nada más.

     -Os advierto que yo no entiendo nada de vuestro arte, y que si os fiáis de mí para la especie de resurrección que os he visto practicar artificialmente…

     Sonriose Casib.

     -Aun cuando ese fuera el objeto que yo me propusiese, todas las dificultades se os desvanecerían al llegar aquí.

     -¡Al llegar aquí!      -No tendríais más que hacer sino iros en derechura a la esfinge…

     Todos fijaron sus ojos atónitos en el monstruo.

     -La esfinge, -continuó el mago-, os diría todo cuanto habíais de hacer.

     Jimeno fijó en el viejo una mirada que significaba:

     -¿Habéis perdido el juicio?      Casib se encogió de hombros.

     -Pero no se trata de lo que pensáis, -dijo-, y todo se reduce a que volváis al tiempo señalado. ¿Lo prometéis?      -Por mi parte, lo prometo y lo juro; pero el caso es que en ese tiempo pudieran sucederme mil cosas que me impidieran volver… Además, ¿quién puede asegurarme de que yo viviré dentro de veinte años?… Os lo repito, tened en cuenta que si os fiáis solamente en mi vuelta para hacer vuestros experimentos

     -Nada debe inquietaros.

     -Después de la extraña coincidencia que hoy me ha hecho reconocer en vos al antiguo amigo de mi padre… es natural que me interese por vos.

     -Os agradezco tales sentimientos hacia mí; pero os diré, para tranquilizaros, que aun en el caso de que en vuestra vuelta librase yo alguna esperanza respecto a lo que pensáis, no porque dejaseis de venir se perdería todo, pues exigiría la misma solemne promesa de volver a otras varias personas, por ejemplo, a mis discípulos, que vienen a oír mis lecciones desde Granada.

     -¡Ah!      -Pero otra vez vuelvo a decir que no se trata de esto. Ahora bien; yo no tengo hijos ni personas a quienes estime más que a vos, por el solo hecho de ser hijo de don Gonzalo Pérez Sarmiento, al cual quiero como a un amigo y a un hermano. Ya veis que no me faltan razones para darle en vuestra persona una muestra de mi afecto. Es preciso, pues, que seáis muy orgulloso, y a más de esto muy insensato, para que no aceptéis el oro cuya donación quiero haceros. Además, yo os exijo en cambio que volváis dentro de veinte años, y este servicio merece alguna recompensa.

     Sin duda el mago quería imponerle a Jimeno aquella condición para que no tuviese reparo en aceptar, aunque tal vez no abrigase el deseo de que volviese.

     Luego añadió:

     -Por otra parte, si vos no lo aceptáis, ¿no conocéis que es un dolor dejar sepultado ese tesoro inútil para todo el mundo?      Jimeno ya vacilaba.

     De repente Álvaro del Olmo tomó la palabra y dijo:

     -Amigo Jimeno, tú debes aceptar el ofrecimiento que te hace este buen anciano.

     -¿Renunciaréis así a los goces, a las comodidades, a los placeres que os proporcionarán de consuno la juventud, la hermosura, el talento y, sobre todo, las riquezas?      Esto dijo el médico frotándose las manos y con los ojos chispeantes de avaricia.

     Casib frunció el ceño.

     Evidentemente entre el anciano y Momo se había declarado la más enérgica antipatía.

     -Es un deber tuyo el aceptar, -dijo Álvaro.

     -¡Un deber!      -Sí.

     -¿Por qué?      -Porque, como ha dicho muy bien este anciano, es una lástima dejar sepultado e inútil ese tesoro. Tu o cualquiera otro que lo posea, con tal que sea un hombre honrado, podrá hacer mucho bien con esas riquezas que, de otro modo, permanecerán estériles. Te repito que es un deber tuyo el aceptar.

     El anciano se sonrió. La verdad en el orden práctico (que es la moral) es un vínculo que enlaza y reúne todos los entendimientos, por más que en la parte especulativa haya diversidad de opiniones. Una prueba insigne de este aserto nos la suministran Casib y Álvaro, quienes, bajo otros puntos de vista, y respecto a teorías, pensaban de muy diferente manera. Añadíase a esta circunstancia la complacencia que siempre experimentamos cuando otra persona aboga por nuestra misma causa, por lo mismo que deseamos o exigimos.

     -Debéis seguir el consejo de vuestro amigo, -dijo el viejo.

     Durante algunos momentos detúvose Jimeno, hasta que por ultimo aceptó el don y las condiciones que Casib le imponía. Largo rato estuvieron departiendo acerca de las vicisitudes de don Gonzalo a quien tan tiernamente amaba Casib. Entretanto, Momo y don Guillén no dejaban de examinar, con mucha atención y curiosidad, la maravillosa escultura que, incrustada en el marmóreo muro de la gruta, representaba a una esfinge.

     -Habéis dicho que este monstruo podría dar instrucciones al que venga dentro de veinte años…

     -Y es la verdad.

     -Desearía yo verlo, -añadió Momo con incrédula sonrisa.

     -Es indispensable aproximarse a la esfinge.

     -Veamos, -dijeron todos.

     -Marchad, pues, a colocaros delante del nicho, -dijo Casib dirigiéndose al médico.

     -¡Anda! -exclamó don Guillén devorado de curiosidad.

     Momo obedeció.

     Cuando se halló al pie de la esfinge, se oyó el seco crujido de algunos muelles, la esfinge abrió la boca y arrojó un pergamino en el cual se veían trazados varios caracteres zendos, caldeos, hebreos, árabes, latinos y españoles.

     -Y ahora, ¿qué decís?      -¿Quién había de pensar que sois tan hábil maquinista?.

     -En este pergamino, por ejemplo, pudieran estar las instrucciones de que he hablado.

     -Verdaderamente que tenéis razón, -dijeron todos admirados del suceso.

     Sobre el nicho veíase una tabla y en ella una pintura, con tal lujo de colorido, de tan correcto dibujo, de tan esmerado desempeño y de tan elocuente expresión, que verdaderamente era aquella una maravilla en el arte de Apeles. Era una figura de mujer hermosísima, de mirada penetrante, coronada de verdes ramos de oloroso romero y vestida con un espléndido ropaje de color de esmeralda y salpicado de estrellas de oro. Representaba la pintura un cielo en medio del cual veíase el rutilante disco del sol guiado por dos ángeles. Los bellos ojos de la graciosa figura estaban fijos en el cielo y en el sol. En la tierra veíase en perspectiva un majestuoso bosque de gigantes palmeras, que parecían representar el campo de las victorias. La hermosa virgen cabalgaba sobre un águila de prodigioso tamaño; en una mano llevaba una palma en flor, y en la otra un cordón de oro y seda verde, con el cual guiaba a la altiva reina de las aves.

     -¿Qué significa esta figura? -preguntaron nuestros caballeros.

     -Puede decirse que es el emblema de la vida humana.

     -¿Cómo es eso?      -La vida del hombre es un viaje, una rápida sucesión de paisajes cada vez más extensos y majestuosos, una serie inagotable de perspectivas, un vuelo, en fin, hacia lo infinito. Y el estímulo, el aliento, el hipogrifo incansable que nos conduce al través del valle de la vida, es cabalmente lo que representa esta pintura. Es la ESPERANZA que ve entre sueños la victoria, la palma en flor que promete próximo fruto.

     Todos permanecieron silenciosos largo rato, reflexionando sobre las palabras del sabio Casib, palabras que contenían la explicación del gran misterio de la vida humana.

     Los jóvenes repararon luego en una inscripción, en lengua hebrea, que estaba colocada entre la pintura y la esfinge.

     -¿Queréis decirnos lo que significa esa inscripción? -preguntó Jimeno.

     El médico hebreo la había leído; pero había callado.

     Don Guillén, que conocía perfectamente el idioma hebraico, se anticipó a decir:

     -«La vida no es otra cosa que la esperanza continua de hallar siempre un tesoro. No vale el oro tenido, sino el que se espera. Tal es el sentido de la inscripción, traducida literalmente.

     -Así es la verdad, -dijo el viejo.

     Y en seguida Casib añadió:

     -¿Veis este círculo de metal que se encuentra incrustado en el pavimento?      -Sí.

     -Pues bien, a no ser por la circunstancia de haber reconocido a Jimeno, al hijo de mi antiguo amigo, ahora seríais mis prisioneros.

     -¡Nosotros! -exclamó con altivez el señor de Alconetar.

     -Como lo estáis oyendo. En poniendo el pie en este recinto, quedaríais completamente aprisionados hasta que no respondieseis a la pregunta que entonces os dirigiría la esfinge.

     Durante algún tiempo todos permanecieron indecisos, hasta que, por último, el osado Lara, lleno de curiosidad, dijo:

     -Pues si en eso consiste el que la esfinge nos proponga un enigma, pronto lo hemos de oír.

     Y esto diciendo, el impetuoso caballero dio un paso para colocarse en el centro del misterioso círculo.

     Casib exclamó vivamente:

     -¡Deteneos!      -¿Por qué?      -Caeríais amarrado en el fondo de un profundísimo sótano.

     -¿Y qué importa, con tal que yo sepa ese enigma?      -Podéis saberlo sin necesidad de molestaros.

     -Eso es otra cosa.

     -Veamos, veamos.

     Casib volvió a poner el pie debajo de la esfinge, y otra vez resonó el crujiente resorte, y otra vez el monstruo volvió a abrir la boca, lanzando una hoja de papiro en que se veía trazada esta pregunta:

     -«¿Cuáles son las cosas que nos sirven menos?»      -¡Descifrad este enigma! -exclamó Casib con aire de misterio y de importancia.

     Estigio Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -¿Por qué os burláis de las cosas más sublimes que el hombre puede saber? -dijo el viejo amostazado.

     Pero con la ira del mago se aumentaba la risa de Momo.

     -Ya que os manifestáis tan arrogante como insustancial, decid: ¿cuáles son las cosas que nos sirven menos?      -Claro está: las desazones y las enfermedades-, repuso Momo riéndose siempre en las barbas del viejo.

     Por más que nuestros jóvenes se esforzaron en permanecer indiferentes, no pudieron contener su hilaridad en vista de la donosa salida del médico, el cual insistió:

     -¿Creéis que la esfinge pueda contrariar esta solución?      -¡Tenéis un nivel muy bajo! Todas las cuestiones, todos los sentimientos generosos, todas las nobles aspiraciones del corazón humano son rebajadas por vos hasta arrastrarlas por el fango. ¡Sois la serpiente astuta e inmunda que causó con sus sofismas la caída del género humano!      Momo tenía trazas de continuar en sus pullas; pero se contuvo a una seña de don Guillén, que había tomado por lo serio la cuestión propuesta por la esfinge.

     Nuestros caballeros no se atrevían a responder definitivamente, pues se encontraban confusos o indecisos entre mil contrarias opiniones.

     Al fin dijo el mago:

     -¿Queréis que os proponga el mismo enigma bajo otra fórmula?      -Veamos.

     -«¿Cuál es la cosa que mas apetecemos?»      -Por mi parte, reírme, -dijo Momo.

     Los tres jóvenes dijeron sucesivamente:

     -La virtud.

     -La belleza.

     -Hacer nuestra voluntad.

     Casib se encogió de hombros.

     -¿No es nada de esto? -preguntó don Guillén.

     -Esos no son más que puntos de vista individuales, -respondió Casib.

     -¡La virtud es una cosa individual! -exclamó Álvaro del Olmo escandalizado.

     -Es lo más general y absoluto que existe…

     -¿Pues entonces?…

     -Pero aquí no se trata de eso, sino de saber qué es lo que más apetecemos, o en términos antinómicos, qué es lo que nos sirve menos. En respondiendo a una de estas preguntas, se responde implícitamente a la otra. Por lo demás, la respuesta debe estar concebida, como la pregunta, en los términos más generales.

     Casib dejó largo rato a los caballeros discurrir la solución del problema propuesto.

     La fiebre de la impaciencia mortificaba ya al impetuoso don Guillén, el cual, después de varias opiniones y discursos, preguntó:

     -¿Nos vais a sacar de la duda, o no?      -Ahora veréis lo que responde la esfinge.

     Casib volvió a tocar el resorte, y abriendo la boca el monstruo, lanzó otra hoja de papiro en la cual, había escritos dos breves párrafos divididos por una raya.

     Casib leyó:

     -«Las cosas que sirven menos para saciar nuestro anhelo de saber y de gozar son aquellas en cuya posesión estamos».

     -Eso es un equívoco, -observó el médico.

     -Profundizad bien el sentido de estas palabras, -replicó el mago.

     -Ahora que profundizo, la tal respuesta me parece un absurdo, -volvió a decir el risueño Momo-. Traduciendo esa enrevesada jerigonza en términos más claros, equivaldría a decir: «Solamente estamos en posesión de las cosas que nos sirven menos para saciar nuestro anhelo de ciencia y goces».

     -Profundizad, profundizad.

     -¡Eso es! -exclamó súbitamente Lara-. Las cosas sabidas y gozadas son las que tienen menos encanto para nuestro corazón. ¡Ay! ¡Es una dolorosa verdad!      -Esa es la solución, -dijo Casib.

     -¡Verdad; pero verdad muy dolorosa! -repetía don Guillén con voz doliente.

     -Es un dolor necesario, -replicó fríamente Casib.

     -¡Necesario!      -Sin duda alguna.

     -Veamos la cuestión por el segundo aspecto, -dijeron a la vez el trovador y Álvaro.

     Casib leyó la segunda respuesta:

     -«Las cosas que no tenemos y que ignoramos son las que más necesitamos».

     Después de algunos momentos de silencio, el mago volvió a decir, dirigiéndose a don Guillén:

     -¿Comprendéis ahora cómo eso, que os parece una verdad dolorosa, es, sin embargo, el principal estímulo de la vida, al mismo tiempo que es también la causa de que las naturalezas superiores anhelen la muerte como los cautivos la hora de su libertad?      Momo se reía con todas sus fuerzas escuchando estas palabras y juzgándolas muy ajenas del mago, que tanto se esforzaba por suspender su vida, lo cual hasta cierto punto equivalía a prolongarla.

     Casib continuó:

     -Si la vida es un vuelo hacia lo infinito, la ansiedad de la mente humana es una cosa necesaria y la muerte un beneficio.

     -¡Ah! -exclamó don Guillén-, ¡sois un hombre, verdaderamente sabio! ¡Cuánta verdad es lo que decís!… En efecto, las cosas no poseídas e ignoradas son el celaje del porvenir, el más allá de nuestro anhelo, el mágico pensil, aún no recorrido, de la esperanza.

     Nuestros caballeros no cesaban de admirarse de oír al anciano Casib y de examinar la portentosa mansión.

     Luego repararon en una estatua maravillosamente ejecutada, de tal manera, que parecía tener vida y movimiento. Era un mancebo que se hallaba en la actitud de examinar con mucha atención una cabeza que tenía dos caras, una de hermosísima mujer coronada de estrellas, y otra de disforme y verdinegro dragón vibrando sus tres lenguas. En el pecho, al lado del corazón, la figura tenía esculpidos varios caracteres.

     -¡He aquí el principal enigma! -exclamó Casib.

     -Descifradle.

     -No haré sino exponerle: «Soy el estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre».

     -Vamos, explicaos.

     -Oídme bien. Los caracteres que están escritos sobre el pecho de la estatua, y su actitud de examinar esas dos figuras, pueden revelaros mucho. Ahí está simbolizado el bien y el mal y el libre albedrío. La razón y la ciencia son las fuerzas supremas del hombre.

     -¡Ay! después de la caída, -interrumpió Álvaro.

     -¿Qué queréis decir?      -Que el hombre, para haber permanecido inmortal y feliz, no necesitaba más que el ejercicio de su actividad dentro del círculo trazado por el Criador. El hombre desobedeció, y desde entonces la culpa, las enfermedades y la muerte se apoderaron del hombre, y el vicio y la degradación penetraron en el fondo de la naturaleza entera. Los animales comenzaron a perseguirse unos a otros, el cielo comenzó a enviar sus inclemencias, y los ángeles, por orden de Dios, inclinaron el eje del mundo. Con la culpa nació la necesidad de que este planeta que habitamos sea aniquilado algún día. Con la culpa nació la muerte de la naturaleza, y del hombre que la resumía y simbolizaba magníficamente.

     -Pero también con la culpa nació un bien inmenso. El espíritu del mal quiso oponerse a la obra de Dios, y éste entonces le dio el mayor castigo, que consiste en que al fin la voluntad, la intención divina tendrá que cumplirse, pero con proporciones más gigantescas…

     Jimeno quedose algunos momentos pensativo.

     Luego continuó:

     -Quiero decir que, llegado el día de la rehabilitación, la humanidad volverá a aparecer más grande todavía que en el momento en que salió de las manos del Criador, grandeza que habrá debido a su propio trabajo, a su merecimiento propio. Recién criado el hombre, era inmortal, era feliz, es cierto; pero entonces no tenía la ciencia, mientras que luego, al fin de los siglos, en la nueva tierra y bajo el nuevo cielo, los hombres serán, como Dios, scientes bonum et malum. Y entonces el espíritu de las tinieblas será vencido y humillado, pues que, pensando rebajar al hombre, sólo habrá conseguido sublimarle hasta las regiones etéreas. He aquí como el autor de la naturaleza se ostentará más que nunca sublime, sacando un bien inmenso de un inmenso mal.

     Todos parecieron reflexionar sobre las palabras del trovador, menos Casib, para quien aquellas ideas eran familiares.

     El viejo, pues, estrechó la mano de Jimeno, y dijo:

     -He aquí que habéis explicado con maravillosa exactitud el sentido del enigma. El estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre es el mal.

     Trascurridos algunos momentos, Casib añadió:

     -¡Venid!      El anciano salió fuera de la gruta, después de ordenar a las gentes de don Guillén que le siguieran a un repecho poco distante, y en el cual veíase una enorme peña circuida de lentiscos. Aquel era el sitio en que se ocultaba el inmenso tesoro, e inmediatamente procedieron a sacarlo.

Capítulo XLII

Singularidades y contradicciones

     En la cima de un alto monte y en una humilde y ruinosa vivienda se hallaban dos caballeros en conversación muy tirada. Fácilmente podrán reconocer nuestros lectores a los dos personajes, desde el momento en que hagamos notar el sitio en que se encontraban. La humilde vivienda de que hemos hablado se hallaba situada en la cima del monte en donde estaban las ruinas de la ermita, cerca de las cuales habitaba ordinariamente el misterioso Templario. Este se hallaba a la sazón en compañía de un hombre de elevada estatura y de semblante sombrío. Aquel era el caballero de la Muerte. Ambos estaban sentados en el estrecho cubículo en torno de una buena lumbrada. En la parte exterior, en un cobertizo, veíanse dos caballos y un enorme sabueso que ya iba a la caballeriza, como para vigilar a las cabalgaduras, ya volvía al hogar y se echaba a los pies del Templario que lo acariciaba.

     -Verdaderamente me es muy sensible no haber averiguado hasta ahora el paradero de Elvira, -decía el caballero de la Muerte.

     -Castiglione ha vuelto por fin a la torre, de la cual ha estado ausente muchos días.

     -¿Y no sabéis adónde ha ido?      -Lo ignoro absolutamente.

     -¡Qué existencia tan misteriosa!      -Es muy probable que haya ido a acompañar a Elvira a alguna parte en donde la habrá ocultado.

     -¿Y es posible que no haya medio de descubrir lo que tanto os interesa?      -¿Quién sabe? Yo jamás pierdo la esperanza.

     -¿Vais allá esta noche?      -Sin duda alguna. Hoy confío en que he de hacer grandes descubrimientos.

     -¿Y en qué fundáis esa confianza?      -El corazón me lo dice.

     -¡El corazón! -exclamó el caballero de la Muerte con desdeñosa sonrisa.

     -¿Os burláis de lo que digo?      -No; pero…

     -¿No tenéis fe en los presentimientos?      -Si anuncian desdichas…

     -¿Qué?      -Siempre les doy crédito.

     -No se trata de lo que anuncien, sino si dais crédito a ciertos pensamientos que, sin que nada ni nadie los provoque, cruzan por la mente espontáneos, vehementes, rápidos como aves luminosas, y que esclarecen por un momento y como a la luz de un relámpago todos los negros abismos del porvenir.

     -Alguna vez…

     -¿No os ha sucedido nunca haber visto entre sueños, o por una actividad involuntaria estando despierto, acontecimientos que después se han verificado exactamente del mismo modo que los habíais previsto?      -¡Muchas veces me han agitado presentimientos; pero nunca me ha sucedido adivinar de esa manera los sucesos.

     -¡Qué diferencia de organización! A mí me ha sucedido en varias ocasiones, en las más solemnes de mi vida, sobre todo siempre que algún grave peligro me ha amenazado, el ver de antemano hasta las circunstancias del hecho que estaba pendiente, sobre mi cabeza. Y estas cosas se me han ocurrido al pensamiento involuntariamente. Al principio yo no daba importancia alguna a estas llamaradas de mi mente, que yo juzgaba meteoros pasajeros e insignificantes; pero a fuerza de repetirse, tales fenómenos me inspiraron una veneración religiosa. Para mí los presentimientos son una cosa sagrada, una voz de los cielos. ¡Es preciso convenir en que hay ángeles custodios que velan por nuestra existencia!      El Templario pronunció estas palabras con una fe profunda.

     -Por lo menos, es grato, bello y consolador el creerlo así, -respondió el caballero de la Muerte suspirando.

     Ambos interlocutores guardaron silencio durante largo rato. El blanco fantasma pensaba con placer en la bella y generosa misión que se había impuesto, en la vida errante y misteriosa que había adoptado para servir de protector, de egida, de ángel custodio u varias personas, desvalidas unas y criminales otras. Es verdad que alguna vez el grito de la venganza se hacía oír en su alma generosa; pero aun así y todo, su tendencia era sublime hasta en el momento mismo en que imaginaba derramar gota a gota la hiel del infortunio sobre la cerviz rebelde de Castiglione. Tal vez pensaba que la mejor venganza que podía tomar de su enemigo era hacerle que, por medio del arrepentimiento, se mirase en el espejo de sus propias culpas; venganza acaso la más cruel, pero también la que podía ser más fecunda.

     Al fin el Templario rompió el silencio diciendo:

     -Esta noche pasada soñé que Castiglione estaba con otros caballeros y con Elvira en un puerto, aguardando la hora de embarcarse en un bajel de alto bordo.

     -¡De veras! ¿Y qué os indica eso?      -Este sueño me ha hecho comprender el sentido de ciertas palabras que anoche oí en el aposento de Castiglione.

     -¡En su aposento!      -¿Olvidáis acaso que yo conozco perfectamente una entrada oculta que hay en la torre en que habita nuestro enemigo? Anoche, pues, logré introducirme, no sin algún peligro, hasta la misma puerta de la estancia en que Castiglione y otro caballero estaban engolfados en una conversación muy animada. Ambos se paseaban por el aposento, y yo a cada instante temía que se dirigiesen a la puerta. Felizmente pude permanecer allí un buen rato oculto en la oscuridad y escuchando. Por desgracia mía, no pude oír de seguido lo que hablaban, como que, paseándose, ya se encontraban en un extremo, ya en el otro de la estancia. Sin embargo, llegaron a mis oídos algunas palabras a intervalos, en las que pude sorprender que proyectaban un viaje.

     -¿Adónde?      -Eso es lo que pretendo averiguar. Sin duda alguna es un viaje muy largo, supuesto que imagino deben embarcarse.

     -Lo mejor en ese caso es estar de acecho en los alrededores de la torre, pues de otro modo pudieran escapársenos.

     -Como hace pocos días sucedió.

     -En efecto, nos quedamos desorientados.

     -¿No convenís conmigo en que lo más prudente sería apoderarnos de Castiglione?.

     -¿Y Elvira?      -Ya le obligaríamos a que nos descubriese su paradero.

     -¿Cómo?      -Dándole tormento.

     El Templario fijó sus ojos agudos como puñales en el caballero de la Muerte. ¿Deseaba el Templario apoderarse de su enemigo? ¿Serían excusas para velar su verdadero objeto las rencorosas palabras de una venganza sin fin que le hemos oído manifestar ya a Jimeno, ya al caballero de la Muerte? ¿Por qué aquel empeño tan singular en conservar la vida de Castiglione a todo trance? ¿Era realmente por un refinamiento de venganza? ¿Tal vez contemporizaba con los demás apareciendo también rencoroso para llevar a cabo sus ulteriores planes? ¿Acaso se ocultaba bajo aquellas apariencias de odio irreconciliable un afecto profundo? Todas estas suposiciones y otras muchas, igualmente verosímiles, pudiera sugerir la equívoca conducta del misterioso Templario.

     -¡Habéis tenido una idea excelente! -exclamó con desdeñosa sonrisa-. Por mi parte, yo no tendría el menor inconveniente en llevar a cabo vuestro propósito; pero ya os he manifestado en otras ocasiones que mi plan de venganza es de otra especie, y por lo tanto, me será muy sensible que nos separemos en la obra que había yo imaginado terminaríamos de consuno.

     -Ya sabéis que mis deseos de venganza estaban aletargados, y que vos fuisteis quien los hizo revivir…

     -Eso no prueba otra cosa sino que yo por todas partes busco aliados.

     -Entonces, ¿por qué rehusáis mis servicios?      El Templario miró fijamente al caballero y le dijo:

     -Hay en vos cierta cosa que os conduce a ejecutar actos de cruel venganza; pero actos de fuerza brutal. Dadle una puñalada a un hombre en mitad del corazón… ¿Qué más os queda que hacer? ¡Oh! si vos pensaseis como yo, comprenderíais hasta qué punto deja de ser venganza la que produce la muerte… A veces puede ser hasta un favor…

     -¡Matar a un hombre es hacerle un favor!      -Figuraos que vuestro enemigo desea suicidarse y que sólo le falta la resolución bastante para darse el golpe mortal. Venís vos luego, creéis vengaros, le dais una puñalada en el corazón, y he aquí que sólo le habéis hecho un favor, y que al morir os regala una sonrisa de desprecio… ¡Oh!… Para estas cosas, yo no puedo remediarlo, soy extremadamente caviloso.

     -Verdaderamente que es así. ¿A quién demonios se le ocurriría otro tanto?      -De cualquier manera, amigo mío, la venganza que quiero tomar de Castiglione es, por decirlo así, moral. Quiero contrariarle en sus ideas, en sus sentimientos, en sus crímenes, en sus proyectos… Cada uno tiene en este mundo su manera de ver la vida, el amor, el odio… ¡Y este es mi punto de vista!      -Sois muy dueño, y aun cuando no sea más que por curiosidad, consiento en seguir vuestro mismo rumbo.

     -¡Oh! yo necesitaría muchos y muy expertos aliados para llevar a feliz cima mis bien combinados planes… No hace mucho contrarié a Castiglione de la manera más cruel para su corazón, impidiéndole por mil modos, que jamás estarán a su alcance, el que llegase a ser maestre provincial de Castilla… Ahora el despecho le mortifica por no haber conseguido realizar el sueño dorado de sus ambiciones, a la vez que, por otra parte, su pasión a Elvira le trae inquieto, turbado, casi demente… De seguro que después de tantas vicisitudes en su ambición y en su amor, habrá concebido nuevos planes, y es preciso contraminárselos, aunque para ello tuviese que ir hasta el cabo del mundo… Ahora medita hacer un largo viaje; pero ¿adónde irá?      -He ahí lo que yo deseo saber.

     -Que se marcha es cosa cierta, porque lo he oído, pero la dirección de su viaje la deduzco de algunas palabras, casi la adivino.

     -¿Y adónde?…

     -Anoche les oí pronunciar varias veces esta palabra: «Jerusalén»… ¿No os llama esto la atención? ¿Qué significa esta palabra en boca de un hombre como Castiglione? Recuerdos bíblicos, geografía, antigüedades, historia, todos los mil sentidos en que el nombre de esta ciudad pueda pronunciarse, son vanos para él… ¡Las pasiones! He aquí la clave de este carácter violento o impetuoso como el huracán, aun cuando alguna vez se manifieste tranquilo como un lago, hipócrita como un volcán cubierto de nieve, astuto como una zorra… Castiglione es sinónimo de amor sensual, de ambición, de odio, de venganza… En todo esto debe buscarse la explicación de su proyectada partida… Y además, el sueño que he tenido… ¡El puerto… el bajel… Elvira!…

     -Me parece que dais mucha importancia a vuestras suposiciones…

     -Os engañáis miserablemente. Todo lo que os digo es el fruto de larga meditación, de experiencia, de apreciaciones hechas con el más maduro examen, y por último, aun cuando os burléis, por mis presentimientos…

     En esto oyose el ladrido del sabueso que indicaba la llegada de alguna persona. Pocos momentos después presentose en la humilde vivienda un hombre que, en su tostado rostro y vestimenta, daba a entender que de continuo habitaba en los campos. Aquel hombre era Garcés, el capitán de bandoleros, el esposo de Aldonza, la hija de doña Fidela. Ni el Templario ni el caballero de la Muerte manifestaron sorprenderse de aquella aparición, por lo que se puede afirmar, sin duda alguna, que aguardaban al bandido.

     -¡Loado sea Dios!      -Por siempre. Siéntate Garcés.

     -Señor…

     -Vamos, siéntate y déjate de ceremonias.

     Sentose el bandido en torno del hogar.

     -¡Cáspita, y qué buena lumbre! En verdad que no hay gusto como comer cuando hay apetito, beber cuando hay sed y tener lumbre cuando hace frío.

     -¿Y qué tenemos?      -Que en todo el día nada hemos visto.

     -¿Castiglione ha permanecido en la torre?      -Así parece.

     -¡Cuánto me alegro! Esta noche saldremos de dudas, -dijo el Templario dirigiéndose al caballero de la Muerte.

     -¿Por qué no queréis que nos apoderemos de él a viva fuerza? -preguntó el bandido.

     -Porque no conviene así a mis planes.

     -¿No es vuestro enemigo?      -Sí.

     -¿Por qué, pues, guardáis tantas consideraciones al asesino de doña Fidela?      -Porque estas consideraciones servirán para vengarme mejor.

     El bandolero hizo un gesto que quería decir:

     -¡No lo entiendo!      Verdaderamente que en el carácter y conducta del misterioso Templario no dejaban de advertirse singularidades y contradicciones. La noche estaba fría y lluviosa; pero esto no sirvió de obstáculo para que el Templario y sus compañeros se pusiesen en camino hacia la torre en que habitaba el italiano. Cuando ya estuvieron cerca del vetusto edificio, el Templario dijo a sus satélites:

     -Aguardadme aquí.

     En seguida se dirigió hacia la oculta entrada, sólo de él conocida, que comunicaba con la torre. Entretanto, no lejos de aquel sitio, en la aldea de Alconetar, junto al camino de la bailía, en torno de la cruz de piedra veíase vagar una figura blanca que de vez en cuando exhalaba melancólicos suspiros. Luego, con una entonación fresca y brillante como la de un ruiseñor en la primavera, se la oyó entonar una triste canción llena de melodía:

edu.red      Después de algunos momentos de pausa, durante los cuales la joven vagaba a la ventura mirando al suelo con la actitud de buscar flores, volvió a cantar otra vez con la misma voz dulce y vibrante, sólo que entonces el aire era más rápido, más popular, pero no menos expresivo:

edu.red      Calló la triste cantora y comenzó a exhalar hondos suspiros.

     En esto se oyó rumor de voces y de algunas caballerías que salían de la aldea. Eran dos hombres y dos mujeres, y todos parecían dispuestos a emprender un largo viaje. Uno de los hombres llevaba del diestro tres palafrenes, y llegado que hubieron al pedestal de la cruz, el que llevaba los bagajes se detuvo diciendo:

     -Aquí, señoras, podéis cabalgar.

     El que tal decía era Mendo, el criado traidor que había vendido a doña Fidela en la alquería, y que desde entonces continuaba a la devoción y órdenes de Castiglione. Desde luego se comprende que las damas no eran otras que doña Elvira y Plácida.

     El otro que las acompañaba se había reunido a ellas por casualidad. Era Garci Jurado, el mayordomo de las monjas y cuñado de Blanca.

     -¿Quién será este hombre? -preguntó doña Elvira en voz baja.

     -¿No le habéis conocido?      -No. Dice que va en busca de su cuñada, que tiene algunos accesos de demencia.

     -¿Y no habéis adivinado quién es ella?      -¿Quién?      -Blanca.

     -¡Es ella!… Pues entonces, ahora pudiéramos…

     -Descuidad, que ya veremos de aprovechar esta ocasión.

     Este diálogo pasó rapidísimamente, mientras que el buen Garci Jurado se acercó a la triste Blanca, a la cual reconvenía porque se había escapado de su casa.

     -¿No te da miedo de venir sola a estas horas por estos sitios?      -¡Era yo tan feliz! -murmuraba la joven.

     Como ya hemos indicado, la triste Blanca, después de haber salido del convento, había caído en una languidez profunda. Durante algunos días asistió a su hermana con la asiduidad y dulzura que le eran propias; pero después que la enferma hubo convalecido, Blanca fue víctima a su vez de la más horrible desgracia.

     Afectada viva y dolorosamente por la muerte repentina del buen Antúnez, por la enfermedad de su hermana, que al principio estuvo en grave peligro, y por último, no pudiendo olvidar ni un solo instante a don Guillén, la enamorada y afligida doncella fue atacada de algunos raptos de locura.

     Pero esta demencia era suave, benigna, melancólica y, sobre todo, no era constante. Blanca gozaba de algunos intervalos lúcidos, o por mejor decir, sólo por intervalos se extraviaba su razón. Es verdad que cada día sus accesos se iban haciendo más frecuentes, después de los cuales prorrumpía en amarguísimo llanto. Las lágrimas parecían servir en alguna manera, de desahogo a aquel corazón tan tierno y tan cruelmente herido por las flechas del amor y por los golpes del adverso destino.

     Garci Jurado había advertido que aquellos accidentes funestos se repetían con más frecuencia cuando había mudanza de tiempo. Aquella noche la atmósfera estaba pesada, negras nubes limitaban el horizonte, pálidos relámpagos hendían el espacio como dardos de la ira del cielo, y de vez en cuando, formidables truenos hacían retemblar el firmamento. Todo anunciaba una próxima tempestad y una copiosa lluvia.

     -Querida Blanca, ¿por qué has salido de casa? ¿No te he dicho ya que esta conducta me aflige sobremanera?… Tu hermana esta aún delicada… Considera cuánta no será nuestra angustia si algún día llegase a sucederte alguna desgracia…

     -¡Está ausente!      -¿No me escuchas?      -¡Si él me amara!… ¡Cuán feliz sería yo!      -Déjate de esas cosas, hija mía; vente conmigo.

     -Yo debo partir… ¡Es necesario que yo lo vea!.. ¡Qué hermosa noche hace para amar!…

     Garci Jurado asió del brazo a la doncella, llamándola a grandes voces:

     -¡Blanca! ¡Blanca!      Al mismo tiempo se oyó un espantoso trueno.

     -¡Ah! -exclamó la doncella con estremecimiento nervioso-. ¿Eres tú?      -¿No me conoces?      -¡Oh!… Sí… sí… ¡Jurado!      -¿Qué vienes a buscar aquí?      -¿No lo sabes?      La hermosa cuanto desdichada joven puso su mano sobre el hombro de Garci, y señalando a la tierra, dijo con ademán extraviado:

     -¡Mira!… Busco flores, busco la flor del amor (13) y… ¡no la encuentro!      La joven comenzó a sollozar.

     Luego dijo:

     -En otro tiempo, en todas partes encontraba flores, y ahora… ¡El mundo está desierto para mí!      Entretanto doña Elvira había cabalgado en su palafrén y contemplaba con extraordinaria impaciencia lo que hacía Plácida. Esta había sacado unos cuantos bizcochos de uno de los cestos en que llevaban algunas provisiones, y con gran disimulo había vertido en dos de aquellos confites el mortal veneno que llevaba de continuo en la sortija que en el convento le había dado Elvira.

     Plácida se aproximó adonde estaban Garci Jurado y Blanca.

     -¡Pobre niña! -exclamó la infame y redomada vieja-. ¿Quién había de decir que esta joven, antes tan graciosa y tan discreta, se había de ver en tan lastimoso estado?      -¡Qué cruz tan pesada ha querido Dios enviarme! -exclamaba el buen Garci Jurado lleno de aflicción.

     -¡Que pálida y qué demudada está!      -Come muy poco.

     -¡Pobrecita!      -Vamos, Blanca, ¿no quieres seguirme?      La joven permaneció silenciosa algunos momentos.

     -Vamos, encantadora niña, -terció la vieja-, ¿no hacéis caso de lo que os dicen? Seguid al señor Garci Jurado. ¿A que no me conocéis ya? ¿Habéis olvidado lo mucho que os quiero y las agradables reuniones que teníamos en el convento? ¿No os acordáis de las meriendas que teníais en la celda de la buena sor Sinforiana? Yo también la estimo mucho; y verdaderamente que es una maravilla aquella buena señora para hacer confites y bizcotelas. A propósito, voy a haceros un regalito…

     Blanca había prestado alguna atención a estas palabras, como si confusamente hubiera recordado la voz o la fisonomía de la inicua vieja. Esta, al terminar su retahíla, había ido a su palafrén para traer el prometido regalo, fingiendo que en aquel momento lo sacaba.

     Cuando Plácida volvió adonde estaba la joven, dijo con tono agasajador y jovial:

     -Hermosa amiguita mía, supongo que me habéis conocido, y os exijo que aceptéis mi regalito, ciertamente muy pobre por su valor, pero muy rico por la voluntad con que os lo ofrezco. ¡Ah! Yo quisiera regalaros una diadema, porque vos merecíais ser una emperatriz… Estos bizcochos son muy ricos, como que están hechos por mano de sor Sinforiana… Es verdad que estáis un poco más pálida y más delgada; pero siempre hermosa. La belleza es una prenda que nada ni nadie podrá arrebataros… Dejadme que os bese… ¡Oh! Si yo hubiese tenido una hija tan linda como vos, sería la más feliz de todas las mujeres, y no cambiaría mi vejez y mi orgullo de madre por todos los tesoros del mundo.

     Esto diciendo, Plácida velis nolis estampó el beso de Judas con su hedionda boca en aquel rostro de serafín.

     -Tomad, -añadió luego-, tomad mi humilde presente.

     -Muchas gracias, -respondió Blanca con su dulce voz y tomando con aire distraído los dos bizcochos que Plácida puso en sus manos.

     -Esos para que los comáis ahora, si queréis, y estos guardádselos vos para cuando más le plazca.

     Y la vieja entregó los bizcochos a Garci Jurado, murmurando en su oído estas palabras con aspecto hipócrita:

     -¡El Señor quiera tener piedad de vos y de ella! ¡Pobre niña!      Doña Elvira no perdía ni una sola palabra ni un solo movimiento de la vieja infernal. La terrible amada de Castiglione tenía el rostro radiante de alegría, y en su interior se gozaba felicitándose de que al fin la casualidad, por una parte, y la destreza de Plácida por otra, le hubiesen proporcionado la feliz coyuntura que habían perdido en el convento, a consecuencia de la muerte inesperada del señor Gil Antúnez.

     Blanca comenzó a entonar una canción, como poco antes había hecho. En seguida, con ademán de una completa enajenación mental, murmuró:

     -Venid, avecillas del cielo, venid… Yo junto a la cruz del camino busco flores y no las hallo; pero vosotros encontraréis alimento. ¡Venid, avecillas del cielo, venid!      Y así diciendo, la pobre loca empezó a desmenuzar los bizcochos, y esparciendo las migajas en torno suyo, repetía sin cesar:

     -¡Venid, avecillas del cielo, venid!      -¿Que hacéis? -gritó Plácida sin poder contenerse.

     -¡Que las aves encuentren alimento, ya que yo no encuentro flores!      Doña Elvira ahogó un grito de rabia y se mordió los labios hasta hacerse sangre.

     Plácida se sintió tan arrebatada de cólera, que estuvo próxima a abalanzarse a la joven y ahogarla con sus huesosas manos.

     -¿No quieres seguirme? -preguntó Garci Jurado.

     Blanca permaneció algunos minutos silenciosa.

     Al fin elevó sus ojos al cielo y súbito prorrumpió en llanto. Aquellas lágrimas bienhechoras desahogaban su corazón; aquella era la señal de que el accidente pasaba, de que la hermosa joven volvía otra vez a recobrar su razón.

     -Perdóname, -dijo Blanca-, perdóname, querido Garci… ¡Yo no tengo la culpa!      Jurado se enterneció profundamente, y después de despedirse de las damas, invitó a Blanca a que le siguiese, y ella le siguió sin resistencia.

     Doña Elvira y Plácida blasfemaban en su interior contra el ángel custodio de aquel ser débil, hermoso e inocente.

     La vieja fue colocada en su palafrén por Mendo, y éste después cabalgó en su caballo sirviendo de gula a aquellas dos mujeres aborto del infierno.

     -¡Al fin se nos ha escapado! -dijo Elvira en voz baja y reconcentrada por la cólera.

     -¡Maldita locura! ¿Quién había de prever tal desenlace? -replicó Plácida.

     Y los tres desaparecieron por una vereda que se apartaba en ángulo recto del camino de la Encomienda.

     Castiglione había encargado a Mendo que no pasasen cerca del Temple.

Capítulo XLIII

Ondinas y sirenas

     La luna brillaba en el firmamento azul, sembrado de estrellas. Era una de esas hermosas noches de verano en que soplan suavemente frescos vientecillos perfumados de azahar y que recrean a la tierra agostada como el beso de la amante esposa al labrador o al guerrero que vuelve de sus fatigas. Parténope es en el universo el sitio destinado a recrear y encantar los sentidos con su delicioso ambiente, con sus risueños paisajes, con su luz dorada y con el plácido murmurio de las olas del mar, que en aquellas playas suspira como una sosegada fuente. Nada más bello ni más seductor que contemplar al sonreír del alba la enhiesta cumbre del monte Posílipo, y el encendido disco del sol que se eleva sobre el Vesubio e ilumina con sus rayos de oro la cordillera de montañas de Salerno, las azuladas ondas tachonadas con las blancas velas de las góndolas de los pescadores, y las islas de Capri, de Ischia y Prócida.

     Al suave fulgor de la nacarada luna veíanse las ruinas de un antiguo pórtico junto a la orilla del mar. Inmóviles, y contemplando el espectáculo encantador que allí la naturaleza les ofrecía, estaban tres jóvenes ricamente vestidos, y que, a juzgar por su aspecto y traje, eran españoles. Los mancebos, apoyados sobre las columnas, permanecían silenciosos y completamente absortos, ya mirando aquel cielo tan azul y trasparente, que en el último término de la estelante y aérea bóveda hubiera podido verse el trono del Increado; ya contemplando las antiguas ruinas del pórtico, por entre cuyas columnas creían ver las sombras de Virgilio y de Plinio, del inmortal poeta cuya tumba no estaba distante, y que allí había colocado los Campos Elíseos, y del sabio naturalista que allí también murió víctima de su amor a la ciencia. Ora volvían sus ojos hacia las olas sollozantes como si las nereidas suspirasen de amor, o como si las sirenas, con la armonía de sus dulces cántigas, tendiesen nuevos lazos a los corazones; ora aspiraban con delicia el perfumado ambiente y exhalaban suspiros de fuego como amantes que aguardaban con impaciencia la ansiada cita que rebosaba de promesas y placeres.

     Nuestros jóvenes experimentaban en aquel clima peligroso la misma dulce pereza, la misma languidez agradable que experimentó Telémaco cuando, lejos de Mentor, su apoyo y su guía, se encontraba en la isla de Chipre.

     Sembrada de flores, con lejanas y encantadoras perspectivas, con dulces y jubilosos presentimientos, llena de un fuego tan grato como inagotable, rodeada de perfumes, interrumpida por alegres y bulliciosos festines, cruzada en mil direcciones por hermosísimas mujeres de ojos de fuego y de amable sonrisa, entre danzas, amores y placeres, se presentaba la vida a nuestros jóvenes engalanada con todos los encantos que su rica imaginación a manos llenas le prestaba, fogosa efusión de la juventud, tempestuoso rugir de las pasiones, bullicioso tumulto de las ideas, dulce y vaga e inexplicable ansiedad del sentimiento, que impulsa al hombre por los campos del vivir cual gigantesca tromba que en los Alpes arrebata el huracán.

     Embebidos estaban en sus pensamientos, cuando súbito nuestros jóvenes oyeron una música deliciosa que salía del fondo del mar e iba, como las olas, a espirar cerca del pórtico.

     Es imposible pintar el efecto desconocido de aquellas melodías suaves y misteriosas que atravesaban el espacio en alas de las brisas de la estrellada noche. No era aquella música el canto lleno y robusto que infunde en el ánimo del guerrero ambición de laureles regados con sangre; no eran tampoco esas melodías sagradas que parecen arrebatadas a los coros del cielo, y que elevan el espíritu a regiones que no tienen nombre en los idiomas, pero que en el corazón se encuentran algunas sílabas; no era tampoco el canto apasionado del amor ardiente y puro, dulces melodías que agitan suavemente y que hacen brotar de nuestros ojos lágrimas bienhechoras como el rocío sobre las flores; no era nada de esto lo que despertaba aquella música nocturna, vaga y dulce y como nacida de las cristalinas ondas.

     Despertaban aquellos ecos un no se qué de inquieta alegría, de afeminada languidez, de regalada molicie, que perturbaba la razón y que, extraordinariamente y de una manera irresistible, recreaba los sentidos con el mismo agradable y pérfido encanto que un adulador seduce al hombre más prudente con sus lisonjeras palabras, saetas que convertidas en elogios atraviesan el corazón sin que se advierta que son heridas mortales; sabroso licor que recrea el paladar y emponzoña el cuerpo; deleite que mata, luz que consume y no alumbra, tacto de fantasma que se desvanece, debilidad con galas de fuerza, llanto de cocodrilo, sierpe escondida entre flores, sepulcro blanqueado, canto, en fin, de sirena.

     Cada vez la música sonaba más cercana, hasta que nuestros jóvenes advirtieron que un elegante bajel, entoldado como una góndola, pero de mayores dimensiones, se iba aproximando a la playa. Pocos momentos después la embarcación se detuvo y botó al mar una lanchita que, guiada por dos blancas figuras, en breves momentos atracó a tierra.

     Los tres amigos vieron llegar muy luego a dos jóvenes napolitanas, vestidas de blanco, y que, con ademán respetuoso, se llegaron a los caballeros, y dijeron:

     -Mis señoras os aguardan.

     Al punto los tres mancebos, lanzando una exclamación de alegría, siguieron a las doncellas de la hermosa Acidalia. Era ésta una dama nacida en una de las Cicladas, si bien su padre había huido primero, de las islas del Archipiélago después de Bizancio, porque entonces aquel país estaba trabajado por las últimas convulsiones del imperio de Oriente. Afrodisio murió en Nápoles, dejando dueñas de sí mismas a sus tres hijas Erato, Eufrosina y Acidalia. Era ésta la más joven de las tres hermanas, si bien en viveza, en gracia y en arrojo superaba a sus dos hermanas mayores, por lo cual éstas se dejaban guiar fácilmente por los consejos de la graciosa y bellísima Acidalia.

     Viéndose las tres jóvenes dueñas de sí mismas y poseedoras de inmensas riquezas, se habían entregado con todo el ardor de su juventud y de aquel clima a una vida deliciosamente adornada por el esplendor del lujo, por el encanto de la más completa independencia y por la inagotable variedad de mil y mil placeres, que noche y día revolaban entorno de las jóvenes, rodeándolas de una atmósfera muelle y perfumada. En Nápoles y en toda Italia eran conocidas las tres hermanas, volando a todas partes la fama de su belleza, de su habilidad en el baile y en la música, de su inmensa fortuna y de sus costumbres en demasía galantes.

     En damas de tal especie, no sólo sería inútil, sino también ridículo buscar fidelidad ni constancia. Cada semana tenían un amante. El señor de Alconetar y sus amigos hacía pocos días que habían llegado a Nápoles. Poseedores de un inmenso tesoro a más de las riquezas de Lara, llamaron la atención los caballeros españoles por el lujo de sus vestidos, por sus soberbios caballos, por la numerosa comitiva de pajes y escuderos que los servían. Los tres jóvenes, cuando vieron a Acidalia y a sus hermanas, no pudieron menos de maravillarse de la gracia y hermosura incomparable de aquellas damas. Muy pronto se entabló entre los españoles y aquellas bellísimas mujeres amorosa comunicación.

     Aquella era la primer noche que los tres jóvenes habían obtenido una cita de las encantadoras hijas de Afrodisio.

     Debemos también decir, en honor de la verdad, que Álvaro del Olmo no fue el que más provocó aquella cita, como era natural en un hombre cuyas austeras costumbres conocemos. No obstante, Álvaro no era tampoco ningún anacoreta, ni insensible a los encantos de la hermosura, ni sordo a las pasiones de la juventud.

     Apenas los tres mancebos saltaron en la barquilla, cuando las dos jóvenes napolitanas comenzaron a remar con suma gracia y rapidez, haciendo que la frágil lancha se deslizase sobre las ondas veloz como una golondrina.

     ¡Cuántas gratas emociones experimentaban nuestros mancebos! Todo suspendía sus sentidos y embriagaba sus corazones de alegría. El clima, la noche, la luna, el mar y las dulces melodías que les llevaba el viento, aumentaban en ellos su embriaguez deliciosa.

     Nada puede imaginarse más rico ni más gracioso que la materia y la figura de la elegante embarcación en que se hallaban las hijas encantadoras de Afrodisio. Aquella linda nave estaba construida de maderas preciosas, y por todas partes enriquecida y adornada con mil incrustaciones de nácar y oro, formando caprichosas labores de exquisito gusto, y la figura de la nave se asemejaba mucho a una concha. Diríase que en el golfo de Nápoles se había aparecido ahora la elegante embarcación en que la hermosa reina de Egipto salió con sus doncellas a recibir al orgulloso romano que después fue su esclavo, o bien que la diosa de los placeres, en su graciosa concha marina, venía a recrearse con el suave cantar de la sirena Parténope.

     Cuando los gallardos caballeros fueron recibidos a bordo de aquel movible templo de los placeres, quedáronse atónitos a vista de tanta magnificencia como en el interior de la nave se advertía.

     Blandamente reclinadas, y con graciosas sonrisas, recibieron las bellísimas damas a los gallardos caballeros.

     Era Acidalia de talle gentil y flexible como un junco, graciosa y ligera como una cervatilla, de formas esbeltas, pero llenas, y de suavísimos contornos. Estaba cubierta con un trasparente velo que la envolvía como una vaporosa nube. Así veneraban a la amante de Adonis en la isla de Coo con mejor acuerdo que en Gnido. Aquel velo sobre tantas bellezas abría ancho espacio a los vuelos de la imaginación ansiosa.

     Acidalia llevaba caída sobre sus graciosos hombros su perfumada crencha de cabellos negros, engalanados con una guirnalda de verdes mirtos y encendidas rosas, menos frescas y purpúreas que sus labios coralinos, copa encantada en que el amor ofrecía el dulce néctar de voluptuosas sonrisas. Sus ojos negros lanzaban relámpagos, sus miradas eran saetas que abrasaban y consumían los corazones. Acidalia era morena como Cleopatra, como Safo, como la Venus de Corinto; pero como ellas también era ardiente, apasionada y seductora.

     Acidalia, con ademán afectuoso, hizo seña a don Guillén para que se sentase junto a ella. El joven obedeció, clavando en la hermosa joven miradas de fuego.

     Eufrosina, la hermana segunda, era blanca de color, de tez rosada, de cabellos castaños, de mediana estatura, de ojos garzos. En su graciosa boca anidaban constantemente los chistes y las risas. Vivaz, burlona, veloz, alada, era la imagen viva del seductor atolondramiento, de la deliciosa superficialidad de la mujer, que nada entiende ni quiere entender si no es cantar, reír y gozar. En sus ojos notábase un no sé qué de picaresco, así como también se advertía algo de irónico y zumbón en sus frescos labios, casi siempre seductoramente fruncidos por un mohín preciosísimo. Era Eufrosina la alegría en persona, una mariposa, una calandria, una preciosa niña, juguetona y risueña y capaz de hacer reír al hombre más hipocondríaco, al mismo Heráclito.

     Eufrosina no pudo menos de sonreírse al ver la gravedad española de Álvaro del Olmo, cuya figura, sin embargo, le agradó sobremanera. Ella, pues, hizo sentarse a su lado a Álvaro.

     La hermana mayor, Erato, era blanca como la espuma del mar y de frente serena como la superficie del lago que no riza el más leve soplo de las auras. Era rubia, con los ojos negros, como Helena, en cuyas miradas se abrasó Troya. Notábase en el porte y ademanes de Erato algo de reflexivo y de inteligente, y era maravillosa su habilidad en el canto, en la música, y sobre todo en la poesía, pues con admirable facilidad improvisaba versos llenos de armonía y de pasión.

     Erato y Jimeno simpatizaron al punto, y el hermoso trovador, rendido de amores, sentose al lado de la bella poetisa.

     Acidalia dio sus órdenes, y la elegante embarcación se internó en la mar, bogando con dirección a la encantadora isla de Ischia, poco distante de Nápoles.

     Cuando ya estuvieron bastante lejos de la costa, Acidalia y sus hermanas ofrecieron a los caballeros un opíparo banquete. Nada se perdonó para hacer más delicioso aquel festín, mezclando en él todos los encantos del lujo, de la rareza de los manjares, de la excelencia de los vinos, de la música y del baile. Fue el banquete servido por jóvenes napolitanas, vestidas de blanco coronadas de flores. Durante la comida se quemaban en pebeteros de oro los más exquisitos aromas del Oriente. Todos los bancos de los remeros estaban llenos de hermosas jóvenes que tañían arpas, laúdes y salterios. De vez en cuando algunas de aquellas jóvenes, que tenían una voz dulcísima, entonaban voluptuosas canciones. Diríase que las ondinas y nereidas, para recrear a Neptuno, fiaban a los céfiros la melodía de su voz y de sus instrumentos.

     Cantaban de esta manera:

edu.red      Luego varias jóvenes, dotadas de singular belleza y vestidas de blanca y trasparente gasa, danzaron voluptuosamente al compás de los dulces instrumentos. Nuestros mancebos estaban profundamente conmovidos, y no apartaban sus ojos de las peligrosas bellezas que ofrecían a sus miradas mil y mil encantos. Un fuego extraordinario circulaba por sus venas, y exhalaban hondos suspiros.

     Y otra vez, de tiempo en tiempo, en los confines del reino de Neptuno se perdían las voces melodiosas que entonaban nuevos cantares.

edu.red     El silencio de la noche, la calma del mar, la luz trémula de la luna esparcida sobre la superficie de las ondas, el límpido azul del cielo sembrado de estrellas brillantes, todo esto contribuía a hacer aquel espectáculo más agradable, más seductor, más bello.

     Terminado el banquete, las damas danzaron con los caballeros, hasta que al fin, jadeantes de cansancio, volvieron a sentarse. Cada uno de los mancebos se hallaba al lado de su dama, en cuyos ojos bebía el dulce y calenturiento filtro de la pasión más voluptuosa.

     -¡Cuánto placer experimento a vuestro lado! -exclamaba don Guillén.

     -¿Me amáis? -preguntó Acidalia.

     -¡Y me lo preguntáis!      -Vosotros, los españoles, sois muy galantes.

     -Tenemos el alma de fuego.

     -Tal vez no tenéis más que amorosas palabras, -repuso sonriendo provocativamente la hermosa joven.

     -¡Oh! ¡Si leyerais en mi corazón!…

     Uno y otra permanecieron extasiados y, por decirlo así, sumergidos en una magnética mirada de amor.

     Álvaro se hallaba completamente fascinado por la peregrina hermosura de su dama, la cual no dejaba de despertar hilaridad con los chistes que a cada instante se le ocurrían.

     Más lejos estaban Jimeno y Erato. El trovador no dejaba de contemplar a la hermosa joven, que prestaba atento oído al eco melodioso de las arpas.

     De repente Erato prorrumpió en un canto melodioso y suave como los trinos del ruiseñor en la primavera. Era aquella una improvisación brillante y espontánea como las rosas que crecen en los campos andaluces.

     Es verdad que el acento y las palabras de Erato despertaban sólo los alegres y fugitivos sentimientos de los cantares anacreónticos. Jimeno, sin embargo, escuchaba con éxtasis a Erato.

     Así es que los tres grupos de amantes se entregaban con delicia a sus pensamientos, mientras que la ligera nave surcaba las cristalinas ondas.

     Las opulentas damas de Nápoles habían ordenado a sus sirvientes que se alejasen de la cámara, mandando también que sólo dejasen una lámpara que destellaba una luz plácida y suave como el crepúsculo.

     Luego las tres venturosas parejas se separaron de manera que podían entablar amorosos diálogos sin que nadie las escuchase.

     Don Guillén Gómez de Lara era el que se mostraba más apasionado. Su carácter impetuoso le arrastraba siempre hasta el último paroxismo de la pasión.

     Blandamente reclinada, la hermosísima Acidalia tenía fijos sus ojos amorosos sobre el gallardo mancebo. ¡Cuán seductora parecía en aquellos momentos Acidalia! Su velo no cubría ya el alabastro de su torneada garganta, y los plácidos céfiros del mar jugueteaban con el suelto cabello; languidecía de amor, y en sus mejillas de carmín, que parecían enrojecidas por una llama que las abrasase, brillaba un sudor voluptuoso, que la hacía aún más hermosa; en sus húmedas pupilas centelleaba el fuego del deleite, a la manera que un rayo de sol penetra en las cristalinas aguas. Su cabeza estaba reclinada sobre él, y Lara tenía los ojos fijos sobre ella.

     Las fogosas miradas del joven devoraban a la hermosa, y al mismo tiempo él se consumía en aquel fuego, a la vez placentero y mortífero como la luz que seduce a la incauta mariposa. Cubría Acidalia de ósculos ardientes los labios y los ojos del gallardo mancebo, y entonces él, suspirando con ansia profunda, parecía que exhalaba el alma en el alma de su amante.

Capítulo XLIV

Amargura de la dulzura

     La aurora, meciéndose en blando lecho de rosadas nubes, parecía salir del seno del mar en el golfo de Sorrento. En una isla que divide el golfo de Gaeta del de Nápoles, veíase un frondoso bosque de castaños, de mirtos, de aromos y naranjos. En el fondo de la perfumada selva se levantaba un suntuoso palacio de exquisitos mármoles labrado y más suntuoso y bello aún por los primores del arte que por la solidez de la fábrica.

     Allí tenía su eterno imperio la primavera bajo un cielo de zafiro. Diríase que en aquella isla afortunada la salud y la alegría habían elegido su mansión agradable. Aquel portentoso palacio era de las tres hermanas, Acidalia, Eufrosina y Erato.

     Las frescas auras matinales sacudían las perlas del rocío de las plantas y las flores. Trinaban gozosos los pajarillos, y el ambiente, embriagado de perfumes, despertaba en el corazón la plácida inquietud de los amores.

     Junto a una cristalina fuente veíase un gallardo mancebo que, a juzgar por su actitud, aguardaba ansioso el momento de una cita. Luego el joven, con muestras de impaciencia, comenzó a pasearse por el ameno jardín que se encontraba dentro del recinto del suntuoso palacio.

     Pocos momentos después, por direcciones opuestas, aparecieron otros dos jóvenes, que casi a un mismo tiempo llegaron a reunirse con el que primero estaba aguardando.

     -En verdad que has madrugado mucho, Guillén, -dijo Álvaro del Olmo.

     -¡Ira de Dios! Estoy impaciente por averiguar los misterios que encierra esta mansión portentosa.

     -A mí me sucede lo mismo, -añadió Jimeno.

     -En efecto, tenéis razón; pero ellas pronto despertarán, y entonces no nos será posible realizar nuestros deseos.

     -¿Y qué importa que ellas se despierten? -repuso don Guillén-. A despecho de ellas es preciso que yo vea y examine todo lo que este palacio y esta isla contienen.

     -¿No has notado en ellas cierta reserva respecto a nuestros deseos de satisfacer nuestra curiosidad?      -Cualquiera diría que tienen grande interés en que no recorramos la isla, ni mucho menos los departamentos del palacio. Hasta ahora no hemos visto más que los suntuosos aposentos en que hemos habitado desde que llegamos aquí.

     -Ese empeño tenaz que ellas muestran porque no veamos todo esto es precisamente la causa que ha aumentado mi curiosidad, -dijo Gómez de Lara.

     -Aquí vivimos como prisioneros, -observó el trovador.

     -¡Qué vida! -exclamó con aire sombrío Álvaro del Olmo-. Tal estado de cosas no puede prolongarse… Mañana hace mes y medio que nos encontramos aquí…

     -Verdaderamente que los encantos del amor seducen al hombre más sesudo; pero la libertad… ¡Oh! La libertad es lo primero. ¡La libertad es el hombre! -exclamó el poeta con énfasis.

     -Pues ello es preciso romper estas cadenas.

     -Por más que sean cadenas de flores.

     -Soy de la misma opinión.

     -Amigos míos, ya visteis ayer cuánto trabajo nos costó ponernos de acuerdo para reunirnos hoy en este sitio…

     -Sin duda alguna; yo no sé cómo ellas no se apercibieron de nuestras señas.

     -Pues bien, ya que ahora afortunadamente se encuentran durmiendo, no debemos perder tan buena ocasión.

     -Pues manos a la obra.

     -¿Y por dónde empezaremos?      -Yo, francamente lo digo, preferiría empezar por reconocer la isla.

     -Tanto monta; quiere decir que después tendremos ocasión de examinar el palacio.

     -Pero se me ocurre una dificultad.

     -¿Cuál?      -¿Por dónde hemos de salir?      -Por la puerta principal.

     -En ese caso tropezaremos con un grave inconveniente. Nos vamos a ver en la necesidad de pasar muy cerca de los aposentos en que duermen nuestras damas.

     -Eso puede evitarse.

     -¿Y cómo?      -Por fortuna, al venir a este sitio he reparado en una puerta que hay en la tapia de este jardín.

     -¡Y está abierta! -exclamaron a la vez los dos amigos.

     -Eso es lo que no he reparado; la puerta estaba cerrada, pero ignoro si estará entornada o cerrada con llave.

     -Pues vamos a verlo.

     Y sin más, los tres jóvenes se encaminaron rápidamente hacia el sitio en que la puerta se hallaba. Cuando ya estuvieron cerca., sus semblantes se anublaron.

     -¡Ira de Dios! -exclamó don Guillén-. ¡Cerrada!      -No hay que desesperarse todavía, -dijo el trovador.

     -¡Victoria! -exclamó Álvaro del Olmo, que en silencio se había adelantado y visto que el pesado cerrojo estaba solamente corrido, pero sin candado, ni llave ni otro obstáculo.

     Con tanta precaución como júbilo descorrieron el cerrojo, y muy en breve se hallaron en el campo. No sabían qué rumbo tomar, ansiosos como estaban de recorrer a un tiempo y por todas partes aquel pequeño mundo enclavado en el seno de los mares. Por último, tomaron a la ventura la primera senda que se les presentó, y que les condujo, después de haber atravesado una fértil y florida pradera, a un recinto lúgubre, sombrío y cubierto por funestos cipreses. Aquello parecía un cementerio.

     De repente descubrieron en el fondo de aquel bosque, que pudiera llamarse de la Muerte, una torre desvencijada y ruinosa.

     Los tres amigos sin vacilar se encaminaron hacia el abandonado edificio. Siguiendo una sombría calle de cipreses, llegaron muy pronto a la puerta de la solitaria torre.

     Iban los jóvenes discurriendo sobre la extrañeza de aquellos sitios y echando de menos una persona que les fuese explicando las maravillas que se imaginaban ver. Penetrando por la puerta descubrieron a una anciana de malísima catadura, que estaba sentada y ocupándose en hilar. Aquella mujer viejísima causó grande impresión en el ánimo de nuestros caballeros.

     La anciana a la verdad tenía un aspecto singular, bondadoso, siniestro y burlón a la vez. Sus cabellos eran espesísimos, pero más blancos que la nieve, y en sus ojos negros y extremadamente vivaces se leía algo de sombrío furor. Quedose mirando la vieja muy atentamente a los tres mancebos, y después de algunos momentos del más minucioso examen, preguntó con aspecto agradable, pero con voz extraña y que nada tenía de humano:

     -¡Jóvenes! ¿Adónde vais?      -Deseamos recorrer esta isla, y no es cosa de quedarnos sin examinar esta torre.

     La vieja miró a los jóvenes con marcadas muestras de sorpresa.

     -¿No habéis pensado, -dijo-, que es empresa muy arriesgada la que tratáis de emprender?      -Ningún riesgo será bastante a hacernos renunciar a nuestro propósito.

     -¿Luego estáis decididos?      -Lo estamos.

     -Pues en ese caso podéis pasar adelante; pero os advierto que aún os quedan que atravesar dos patios y dos puertas, o ignoro si mis hermanas, que son las porteras, querrán manifestarse tan complacientes como yo me he manifestado. ¡Pasad!      Los caballeros saludaron muy afectuosamente a la vieja y penetraron en la extraña mansión que de una manera indescribible había despertado su curiosidad. Atravesando un extenso patio a manera de huerto, en el que había muchos árboles y parrales, descubrieron a lo lejos, en el tostado fondo de la vetusta muralla, otra puerta en la cual veíase otra vieja, que sin duda era hermana de la primera que hemos visto. Delante de unas gigantescas devanaderas de ébano se ocupaba en devanar.

     Esta segunda vieja parecía de peor índole, a juzgar por su avinagrado gesto.

     -¿Adónde vais? -gritó la vieja furiosa como un energúmeno.

     -Deseamos ver el interior de esta torre.

     -No quiero, no quiero, -repuso de mal humor la vieja, aumentando el impulso y la rapidez de sus devanaderas.

     Nuestros jóvenes permanecieron algunos minutos silenciosos e indecisos; pero al fin don Guillén, más curioso y más resuelto, se aventuró a decir con la mayor cortesía:

     -Amable señora, vuestra hermana se ha dignado concedernos permiso para que entremos a satisfacer nuestra curiosidad…

     -Pues mi hermana ha hecho muy mal.

     -Sin embargo, señora, yo espero que vos también al fin tendréis la amabilidad de no disgustarnos por cosa de tan poco momento.

     -¡Cosa de poco momento decís!      -¿Pues no? ¿Qué inconveniente puede haber en que nos dejéis entrar?      -Para ello debería faltar a mi obligación.

     -Y vuestra obligación, ¿puede saberse cuál es?      -Claro está, guardar esa puerta.

     -Pero debéis guardarla de asesinos o ladrones, -dijo el trovador con irónica sonrisa, aludiendo sin duda alguna a la vejez y debilidad de la portera.

     La anciana lanzó una mirada de tigre sobre Jimeno.

     El trovador sostuvo aquella mirada con una gravedad tan cómica, que al fin la vejezuela se echo a reír.

     -Permitidme, -dijo Lara-, que os pregunte a quién debéis dar cuenta de vuestra conducta.

     -Fácil es adivinarlo.

     -Yo por mi parte no lo adivino.

     -¿No conocéis a Acidalia y a sus hermanas?      -Ya comprenderéis que debemos conocerlas.

     -Pues a ellas es a quien yo debo obedecer.

     -Pero vuestras señoras serán indulgentes para con vos.

     -¡Mis señoras! ¡Estáis muy equivocados!      -Pues qué, ¿son ellas vuestras criadas? -preguntó Jimeno con aire zumbón.

     -Me explicaré, me explicaré, -repuso la vieja parando sus devanaderas.

     Después de algunos momentos continuó:

     -Habéis de saber que aun cuando Acidalia y sus hermanas son o parecen más jóvenes que nosotras, ellas nos tratan como si fuesen nuestras madres.

     -¡Vuestras madres!      -Ellas a lo menos son causa de que nosotras estemos aquí obedeciéndolas y presenciando los desastres que sus locos amoríos producen.

     -¡Desastres!      -Y muy grandes.

     -Explicaos, señora, si gustáis.

     -Me basta deciros que sus amores han traído y traen aquí diariamente a muchos jóvenes incautos, que pasan el resto de su vida en la más estéril impaciencia y en la inacción más vergonzosa, cuando no quedan para siempre lánguidos y enfermos.

     Nuestros jóvenes cambiaron entre sí una mirada asaz significativa. Aquellas naturalezas elevadas se avergonzaban de que una vida muelle y afeminada pudiese cortar el vuelo de sus varoniles bríos. No obstante, bien pronto se levantó en los jóvenes un deseo más fuerte que todas las consideraciones, el deseo de satisfacer su curiosidad.

     Y otra vez tornaron a exigir de la vieja el permiso para pasar adelante.

     Al fin la estantigua, consintió en dejar el paso libre a los tres amigos, quienes no dejaron de advertir en la vejezuela una maligna sonrisa.

     Los mancebos, sin embargo, continuaron adelante, muy gozosos y también muy ajenos de lo que había de acaecerles. Atravesando otro patio cubierto de maleza, y más abandonado aún que los anteriores tránsitos, llegaron por último a una tercera puerta, en donde encontraron una vieja más repugnante y más asquerosa que las dos anteriores. A tiro de ballesta podía reconocerse que aquellas tres mujeres eran hermanas, por más que sus grados de vejez fuesen diferentes y aun su estatura y fisonomía.

     Pero todas tres tenían de común una expresión idéntica de malicia, de astucia y de crueldad.

     La vieja que estaba en la tercera puerta se ocupaba con unas inmensas tijeras en cortar las cuendas de un montón de madejas que tenía a su lado.

     -¡Mortales! -gritó la anciana con voz solemne y capaz de hacer temblar a un mármol-. ¿Adónde vais por estos sitios?      -Vuestras hermanas han tenido la bondad de dejarnos llegar hasta aquí…

     -¡Oh! Pero no es posible que paséis más adelante.

     Los jóvenes insistieron de manera que al fin la anciana consintió en dejarles libre el paso.

     Bien hubieran querido nuestros caballeros tener un guía que los condujese por aquellos parajes desconocidos; pero hubieron de contentarse con visitar solos aquella mansión extraordinaria.

     Verdaderamente había motivo para que la más viva sorpresa se apoderase de nuestros jóvenes. Entregados a su propio capricho, recorrieron durante mucho tiempo infinidad de habitaciones espléndidamente amuebladas, y cuya magnificencia formaba un contraste singular con el aspecto ruinoso que exteriormente presentaba aquel extraño edificio.

     En muchas de las estancias que recorrieron, hallaron mesas cubiertas con ricas vajillas de oro y preciosos ramilletes de flores naturales, pudiéndose deducir que sólo faltaba se sirviesen los manjares que habían de recrear el apetito de los misteriosos habitantes de aquella mansión de las Parcas, que así pudieran llamarse las tres diabólicas viejas que guardaban la entrada de las tres puertas.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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